Todos los personajes pertenecen a Stephenie Meyer. La historia es completamente de la escritora Jennifer Niven, yo solo hago la adaptación. Advertencia: alrededor de esta historia se tocan algunos temas delicados como ansiedad, depresión, suicido, bullyng, etc. se recomienda estar consciente de ello a la hora de leer. Pueden encontrar el libro a la venta en línea (Amazon principalmente) o librerías. Todos mis medios de contacto (Facebook y antigua cuenta de Wattpad) se encuentran en mi perfil.


Edward

7° día despierto

Cojo el Saturn VUE de mi madre, conocido también como Pequeño Cabrón, y pongo rumbo a casa de Isabella Swan por el camino de tierra que corre en paralelo a la carretera nacional, la arteria que cruza la ciudad de un extremo al otro. Piso el pedal del gas y el coche acelera mientras el velocímetro sube a ochenta, cien, ciento veinte, ciento cuarenta, la aguja tiembla cada vez más, el Saturn se esfuerza por parecer un coche deportivo en vez de un pequeño monovolumen de cinco años.

El 23 de marzo de 1950, el poeta italiano Cesare Pavese escribió: «El amor es verdaderamente el gran manifiesto; se quiere ser, se quiere ser importante, se quiere, si de morir se trata, morir con valentía, con clamor, perdurar, en suma».

Cinco meses más tarde, entró en las oficinas de un periódico y eligió la fotografía de su necrológica de entre las varias que tenían en el archivo fotográfico. Se registró en un hotel y, días después, un empleado lo descubrió en la cama, muerto. Iba completamente vestido excepto los zapatos. En la mesita de noche había dieciséis cajas de somníferos y una nota: «Perdono a todo el mundo y pido perdón a todo el mundo, ¿de acuerdo? No cotilleéis mucho, por favor».

Cesare Pavese no tiene nada que ver con conducir a toda velocidad por un camino de tierra en Washington, pero comprendo la necesidad de ser y de ser importante para alguna cosa. Y a pesar de que no estoy seguro de que descalzarse en la habitación de un hotel y engullir un montón de somníferos sea digno de calificarse de morir con valentía y con clamor, es la idea lo que cuenta.

Aprieto el Saturn y lo pongo a ciento cincuenta. Solo pararé cuando llegue a ciento sesenta. Ni a ciento cincuenta y cinco. Ni a ciento cincuenta y ocho. A ciento sesenta o nada.

Me inclino hacia delante, como si fuese un cohete, como si yo fuera el coche. Y me pongo a gritar porque a cada segundo que pasa, más despierto me siento. Percibo la velocidad y luego... lo percibo todo a mí alrededor y dentro de mí, la carretera, la sangre, el corazón latiendo con fuerza en la garganta, y podría terminar ahora, en un valiente clamor de metal aplastado y fuego explosivo.

Piso con fuerza el acelerador y no puedo parar, porque soy más veloz que cualquier otra cosa de este mundo. Me precipito hacia el Gran Manifiesto y lo único que importa es esta aceleración y cómo me siento.

Entonces, en la fracción de segundo antes de que el corazón me estalle o el motor explote, levanto el pie y continúo avanzando por los trillados surcos del camino, el Pequeño Cabrón transportándome por su propia cuenta y riesgo, elevándose por encima del suelo y aterrizando con fuerza a varios metros de distancia, casi dentro de una zanja, y contengo la respiración. Levanto las manos y veo que no tiemblan.

Están tranquilas, y miro a mi alrededor, miro el cielo estrellado y los campos, las casas durmientes y oscuras, y estoy aquí, hijos de puta. Estoy aquí.

Bella vive a una calle de Suze Haines, en una casa blanca, grande y con una chimenea de color rojo, en un barrio del lado opuesto de la ciudad. Detengo el Pequeño Cabrón y la veo sentada en la escalera de acceso, envuelta en un abrigo gigante; se la ve pequeña y sola. Se levanta de un brinco, se reúne conmigo en la acera y de inmediato mira más allá de mí, como si buscara alguna cosa.

—No era necesario que vinieras hasta aquí.

Habla en un susurro, como si fuéramos a despertar a todo el vecindario. Le respondo de igual manera.

—No es precisamente que vivamos en LA, o ni siquiera en Cincinnati. Me habrá llevado poco más de cinco minutos llegar hasta aquí. Una casa muy bonita, por cierto.

—Mira, gracias por venir, pero no necesito hablar de nada. —lleva el pelo castaño recogido en una cola de caballo y le caen algunos mechones sobre la cara. Se recoge uno detrás de la oreja—. Estoy perfectamente bien.

—Nunca pretendas ir de farol con un farolero. Reconozco una llamada de auxilio en cuanto la veo, y diría que tener que convencer con palabras a alguien para que no se lance desde una cornisa cumple de sobras con eso. ¿Están tus padres en casa?

—Sí.

—Una lástima. ¿Te apetece dar un paseo? —digo, echando a andar.

—Por ahí no.

Me tira del brazo y me arrastra en dirección contraria.

—¿Estamos, tal vez, evitando alguna cosa?

—No. Es solo que... por allí es más bonito.

Hablo utilizando mi mejor imitación de la voz de Benedicto.

—¿Cuánto tiempo llevas con sentimientos suicidas?

—Dios mío, no hables tan alto. Y yo no..., no soy una...

—Suicida. Puedes decirlo.

—Pues no, no lo soy.

—A diferencia de mí.

—No quería decir eso.

—Estabas allá arriba porque ya no sabías hacia dónde ir ni qué más hacer. Habías perdido todas tus esperanzas. Y entonces, como un gallardo caballero, yo te salvé la vida. Por cierto, sin maquillaje estás completamente distinta. No peor, no quiero decir eso, sino distinta. Tal vez incluso mejor. ¿Y qué pasa con esa página web que tenías? ¿Siempre te ha gustado escribir? Cuéntame cosas sobre ti, Bella Swan.

Responde como un robot:

—No hay mucho que contar. Supongo. No hay nada que contar.

—Así que California. Debió de ser un gran cambio para ti. ¿Te gusta?

—¿El qué?

—Forks.

—No está mal.

—¿Y este barrio?

—Tampoco está mal.

—No son precisamente las palabras de alguien a quien acaban de devolverle la vida. En estos momentos deberías sentirte en la j... cima del mundo. Yo estoy aquí. Tú estás aquí. Y no solo eso, sino que estás aquí conmigo. Se me ocurre una chica, como mínimo, que estaría encantada de estar en tu lugar.

Emite un frustrado (y curiosamente excitante) «Arrrrrr».

—¿Qué quieres?

Me detengo bajo una farola. Me olvido de mi charlatanería y de mi encanto.

—Quiero saber por qué estabas allá arriba. Y quiero saber si estás bien.

—¿Te irás a casa si te lo digo?

—Sí.

—¿Y nunca más sacarás el tema a relucir?

—Eso depende de tus respuestas.

Suspira y continúa andando. Pasa un momento sin decir nada y me mantengo en silencio, esperando que hable. Lo único que se oye es un televisor y los sonidos de una fiesta a lo lejos.

Después de recorrer varias manzanas así, comento:

—Cualquier cosa que me digas quedará entre nosotros. Tal vez no te hayas dado cuenta de un detalle, pero la verdad es que no puede decirse que ande rodeado de amigos. Y aun en el caso de que no fuera así, daría igual. Esos cabrones ya tienen material suficiente para cotillear.

Veo que inspira hondo.

—La verdad es que cuando subí a la torre no pensaba en nada. Fue como si mis piernas decidieran subir aquella escalera y yo las hubiera seguido. Nunca había hecho nada de ese estilo. Quiero decir con esto que no era yo. Y entonces fue como si me despertase y me encontrara en la cornisa. No sabía qué hacer y empecé a asustarme.

—¿Le has contado a alguien lo que pasó?

—No.

Se para, y tengo que contener el deseo de acariciarle el cabello, los mechones que vuelan alrededor de su cara. Se los aparta.

—¿Ni a tus padres?

—Sobre todo a ellos.

—Aún no me has dicho qué hacías allí arriba.

La verdad es que no espero que me responda, pero dice:

—Era el cumpleaños de mi hermana. Habría cumplido diecinueve.

—Mierda. Lo siento.

—Pero ese no fue el motivo. El porqué es que ya nada importa. Ni el instituto, ni ser animadora, ni los novios, los amigos, las fiestas, los programas de escritura creativa, ni... —agita los brazos como enfrentándose al mundo—. Todo eso no son más que cosas para llenar el tiempo hasta que muramos.

—Tal vez. O tal vez no. Independientemente de que sean cosas para llenar el tiempo o no, me alegro de estar aquí. —si algo he aprendido es que hay que sacar el máximo provecho de todo—. Te importan lo suficiente como para no saltar.

—¿Puedo preguntarte una cosa? —dice, mirando al suelo.

—Claro.

—¿Por qué te llaman Edward el Friki?

Ahora soy yo el que mira al suelo, como si fuese la cosa más interesante que he visto en mi vida.

Tardo un poco en responder porque estoy decidiendo hasta dónde contar.

«Sinceramente, Bella. No sé por qué no gusto a nadie.» Mentira. Quiero decir que lo sé pero no lo sé. Siempre he sido diferente, pero para mí la diferencia es normal. Me decanto por una versión de la verdad.

—En octavo era mucho más menudo de lo que soy ahora. Antes de que llegaras tú. —levanto la vista lo suficiente como para ver que está asintiendo—. Me sobresalían las orejas. Me sobresalía la nuez de Adán. Me sobresalían los codos. No me cambió la voz hasta el verano antes de empezar bachillerato, cuando pegué un estirón de treinta y cinco centímetros.

—¿Y eso es todo?

—Eso y que a veces digo y hago cosas sin pensar. Y eso a la gente no le gusta.

Doblamos una esquina y permanece en silencio. Veo su casa a lo lejos. Ralentizo el paso, para hacer tiempo.

—Conozco a los de la banda que toca en el Quarry. Podríamos ir, entrar en calor, escuchar un poco de música, olvidarlo todo. Conozco también un lugar con unas vistas asombrosas de la ciudad. —le digo, y esbozo una de mis mejores sonrisas.

—Me voy a casa a dormir.

Siempre me ha maravillado lo de la gente y el sueño. Yo ni siquiera dormiría de no tener que hacerlo.

—O podemos pegarnos el lote.

—Vale.

En un minuto llegamos donde he dejado aparcado el coche.

—¿Cómo te lo hiciste para subir allá arriba? Cuando llegué, la puerta estaba abierta, y normalmente está cerrada con llave.

Sonríe por primera vez.

—Tal vez robé la llave.

Emito un silbido.

—Isabella Swan. Eres mucho más de lo que se ve a simple vista.

En un abrir y cerrar de ojos, enfila el camino de acceso a su casa y entra. Me quedo mirando hasta que veo que se enciende una luz al otro lado de una ventana de la planta de arriba. Hay una sombra que se mueve y vislumbro su perfil, como si me observara a través de la cortina. Me apoyo en el coche, a la espera de ver quién se rinde primero. Me quedo allí hasta que la sombra desaparece y se apaga la luz.

Cuando llego a casa, aparco el Pequeño Cabrón e inicio mi sesión de atletismo nocturno.

Atletismo en invierno, natación el resto del año. Mi recorrido habitual sigue la carretera nacional, pasando por delante del hospital y la zona de acampada hasta llegar al viejo puente construido en acero que todo el mundo, excepto yo, parece haber olvidado. Corro por encima del muro —que hace las veces de guardarraíl—, y cuando termino sin haberme caído, sé que estoy vivo. Inútil. Estúpido. He crecido oyendo constantemente estas palabras. Son palabras que intento superar, porque si permito que se queden ahí, aumentarán de tamaño, me llenarán por completo y lo único que quedará de mí será un «monstruo inútil estúpido inútil estúpido inútil estúpido». Y no puedo hacer otra cosa que correr con todas mis fuerzas y llenarme con otras palabras. «Esta vez será diferente. Esta vez me mantendré despierto.»

Corro muchos kilómetros, pero no los cuento, paso por delante de una casa oscura tras otra. Me sabe mal por todos los que están durmiendo en la ciudad.

Para volver a casa sigo un recorrido distinto, por el puente de la calle A. Este puente tiene más tráfico porque une el centro con la parte oeste de Forks, donde están el instituto, la universidad y todos los barrios que se han desarrollado en la zona.

Veo las marcas de la derrapada incluso a oscuras. Las sigo, negras y curvas, atravesando ambos carriles hasta desaparecer por lo que queda del quitamiedos de piedra. Hay un tenebroso vacío en mitad de lo que era el murete. Corro hasta el final del puente y atajo por el césped, bajo el terraplén hasta llegar al fondo, que es un lecho de río seco lleno de colillas y botellas de cerveza.

Aparto a puntapiés la basura, las piedras y la tierra. Veo un resplandor plateado en la oscuridad, y luego más cosas brillantes, fragmentos de cristal y de metal. El ojo de plástico rojo de una luz trasera. El amasijo de un retrovisor. Una matrícula, abollada y casi doblada por la mitad.

Todo esto lo convierte repentinamente en algo real. El peso de lo que sucedió aquí podría hundirme como una piedra en la tierra hasta quedar engullido por entero.

Lo dejo todo tal y como estaba, excepto la matrícula, que decido llevarme. Dejarla ahí me parece erróneo, es un objeto demasiado personal para permanecer a la vista de todo el mundo, donde cualquiera que no conozca a Bella ni a su hermana puede cogerla y pensar que es bonita, o llevársela a modo de recuerdo. Vuelvo corriendo a casa, cargado de peso y vacío a la vez. «Esta vez será diferente. Esta vez me mantendré despierto.»

Corro hasta que se detiene el tiempo. Hasta que mi mente se detiene. Hasta que lo único que percibo es el metal gélido de la matrícula en contacto con mi mano y el bombeo de la sangre.


Edward siente que ya se está enamorando de Bella, ¿pero no es demasiado rápido? Como vemos, Bella ni siquiera piensa en enrollarse con nadie, ella realmente está sufriendo por la muerte de Esme. Y como vemos, nuestro Edward corre, y corre muchísimo. ¿Sera una forma se sacar todo lo que siente?

Las leo en los reviews siempre y recuerden que: #DejarUnReviewNoCuestaNada.

—Ariam. R.


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