-ESCÚCHAME bien, ese niño será un Masen».

Bella se sentía mareada. No era eso lo que había esperado. Estaba segura de que Edward se mostraría furioso y agresivo, pero que, después, la echaría a patadas del despacho diciéndole que no quería volver a verla ni saber nada del bebé.

Sin embargo, ¿no le había dicho que quería a ese niño? Su reacción inicial fue de pánico, ya que, si la señora Lyndon-Holt pensaba que estaba incumpliendo el contrato, sacaría a su padre de la clínica inmediatamente.

Pero, además del pánico, experimentó una inquietante sensación de alivio porque Edward no rechazara al niño. Y eso la conmovió porque no se había permitido imaginar que quisiera reconocer al bebé.

De pronto, Edward se puso a su lado, y su olor le impidió entender lo que le decía. No podía pensar con claridad, y retrocedió como si ganar espacio fuera a ayudarla.

Edward , que desconocía las razones reales de su confusión, le dijo en tono de burla:

–No te preocupes. Gracias a lo que llevas dentro, te has asegurado un cómodo futuro, pase lo que pase. Pero yo controlaré la situación de ahora en adelante.

–¿Qué quieres decir?

–Esto ya está en todos los medios de comunicación, y hasta que sepa a qué me enfrento, vas a estar donde pueda verte. No te voy a perder de vista ni un minuto. Hoy mismo te trasladarás a mi casa.

–¡Pero eso es ridículo! –farfulló ella–. No puedo irme. Tengo varios empleos y vivo en Queens.

Edward negó con la cabeza.

–Ya no. Donde yo vaya, irás tú.

–No estamos en la Edad Media. No puedes obligarme a hacerlo. Sería un secuestro.

Él la miró con frialdad.

–No será un secuestro ni mucho menos, cariño. Estás subiendo en la escala social, que era lo que pretendías cuando entraste en aquel salón con la intención de seducirme.

Unas horas después, Bella estaba frente a una de las ventanas del piso de Edward contemplando la vista. Se dio cuenta de que ya la había visto a todas las horas del día: mañana, tarde y noche.

Antes le había parecido una vista privilegiada del mundo, pero se había convertido en una cárcel.

No había salido huyendo del despacho de Edward porque sabía que la encontraría y la llevaría de vuelta. Además, ella tampoco quería perderlo de vista.

Temía que hiciera algo que impidiera que su padre siguiera recibiendo atención médica. No podía arriesgarse hasta que no lo hubieran operado.

Se reprochó haberse interpuesto en una pelea entre Edward y su madre. Trató de recuperar el control de lo que sucedía. ¡Cómo si alguna vez lo hubiera tenido!

–¿Estás buscando el modo de salir de este aprieto?

Se puso tensa al oír la voz de Edward y se sorprendió de que un hombre tan grande se moviera tan silenciosamente. No lo miró cuando se puso a su lado. Tenía miedo de que viera lo vulnerable que se sentía.

–Me parece que no tengo más remedio que quedarme.

La velocidad a la que Edward se había hecho con el control de su vida no debería haberla sorprendido. Tenía la impresión de que la crueldad de la madre sería insignificante en comparación con la del hijo.

–No, no tienes más remedio.

Bella lo miró durante unos segundos, suficientes para admirar su masculina belleza. Tragó saliva

. –Eso parece.

Él se había apoyado en la ventana, con los brazos cruzados, como aquella tarde. La sensación de déjà vu fue instantánea y la devolvió a unos momentos en que temblaba imaginando lo que sucedería.

–¿Por qué lo hiciste, Bella?

Sus palabras la sorprendieron entre el presente y el pasado. Lo miró, confundida.

–¿Por qué hice el qué?

–Lo sabes perfectamente –dirigió la vista al vientre de ella. Y el presente volvió a instalarse en la mente de Bella–. ¿Se te ocurrió al oír hablar a otras personas del servicio? ¿Te imaginaste que me sentiría atraído por ti? ¿Por eso fuiste a ver a tu jefa con el audaz plan de quedarte embarazada de mí y procurarte, al mismo tiempo, una vida llena de lujos?

Bella sintió náuseas.

–Te he dicho que las cosas no fueron así.

Edward pareció considerarlo durante unos segundos.

–Puede que no. No me sorprendería que hubiera sido idea de ella, una idea de la que decidiste sacar provecho…

–Basta –Bella se enfrentó a él–. Ya te he dicho que no puedo contártelo. Además, éramos dos. Te dije que utilizaras protección.

Edward apretó los labios y se separó del cristal.

–No pienses que no asumo la responsabilidad de mis actos. Sé perfectamente que, la segunda vez, hicimos el amor sin protección, por lo que me atendré a las consecuencias.

Bella se llevó la mano al vientre.

–Este niño no es una consecuencia.

Edward la miró con desdén.

–¿Me estás diciendo que, para ti, es algo más que un medio para conseguir un fin? No insultes mi inteligencia.

A Bella se le volvió todo borroso a causa de la ira.

–Este niño no es solo un medio para conseguir un fin –de pronto, algo saltó en su interior, algo que había estado reprimiendo y, sin poder contenerse, le espetó–: La noche en que nos conocimos te comportaste como si aquello significara algo para ti, como si no estuvieras acostumbrado.

Edward la miro con expresión impenetrable. Bella se maldijo por habérselo dicho, pero ya era tarde. Él se le acercó tanto que tuvo que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo.

–Claro que significo algo –afirmó él en voz baja. El corazón de Bella dio un vuelco. Él le recorrió la mandíbula con el dedo rozándosela apenas. Ella sintió un cosquilleo en todo el cuerpo.

El pasado volvía con fuerza…

–¿Quieres saber lo que significó?

Bella asintió, aunque sabía que no debía hacerlo. Su respuesta no sería agradable.

–Significó que despertaste mi interés, que era precisamente lo que pretendías. Que hubiera una increíble química entre nosotros, solo te facilitó la tarea.

Bella intentó protestar de nuevo, pero él se lo impidió poniéndole el pulgar en los labios. ¿Cuándo se le había acercado tanto que su cuerpo la estaba rozando? Bella no podía pensar con claridad. Él le acarició los labios con el pulgar al tiempo que se los miraba.

–¿Sabes lo que significó también?

Ella no se movió.

–Significó esto.

Antes de que ella pudiera reaccionar, él la atrajo hacia sí rodeándole la cintura con el brazo y la besó en la boca. Cuatro meses de deseo estallaron en el interior de Bellan y, sin dudarlo ni un segundo, le respondió como si el pasado y el presente se hubieran fundido y solo existiera aquella gozosa sensación de estar donde debía.

Edward sabía que su intención al besar a Bella era exclusivamente hacerle una demostración de lo que había significado para él que se conocieran. Cuando ella se lo había preguntado, se había puesto furioso porque creyó que seguía jugando con él. Pero en cuanto su boca tocó la de ella, en cuanto su cuerpo entró en contacto con sus curvas, sus motivos se difuminaron y su libido se despertó en busca de placer y satisfacción. Bella lo abrazó por el cuello y acercó más su pecho al de él. ¿Le habían crecido los senos?

Quiso agarrarle uno para comprobar su peso y firmeza, para lo cual le deslizó la mano por la cadera y la cintura.

La prueba de que había engordado lo hizo detenerse, no porque su deseo hubiera disminuido, al contrario, sino porque se había propuesto dar una lección a Bella , pero estaba a punto de volver a perder el control.

Edward se separó de Bella con brusquedad. Ella abrió los ojos y lo miró, aturdida. Él había retrocedido unos pasos y la contemplaba con absoluta frialdad, sin un cabello fuera de su sitio. Bella se reprochó haber sido tan estúpida. Se abrazó a sí misma. Jadeaba y tenía los pezones endurecidos, prueba irrefutable de su debilidad.

–¿A qué ha venido eso? –su voz, al menos, sonó más serena de lo que ella estaba.

–Me has preguntado qué había significado para mí la noche en que nos conocimos y nuestro encuentro posterior. Significó, simplemente, que hubo química entre nosotros, que quería llevarte a la cama y que, aunque desconocía tus propósitos, el resultado final hubiera sido el mismo.

–¿El resultado final? –repitió ella.

–Sí. El resultado final es que ninguna mujer va a formar parte de mi vida, ni siquiera las que se hacen de rogar ni las que se quedan embarazadas para ganar una fortuna a mis expensas.

Sonrió mientras ella asimilaba sus palabras.

–Reconozco que se te da muy bien hacerte la inocente. Tal vez hayas estado ensayando. Puede que el bebé no sea mío, pero no vas a ir a ninguna parte hasta que no esté seguro. Y si se confirma mi paternidad, el niño será un Masen. Nada en el mundo podrá impedirlo. El niño no sufrirá por tu traición y tu codicia. Estará bajo mi protección, y negociarás conmigo tu relación con él.

Ante aquellas duras palabras, el miedo se apoderó de Bella . Se sentó en el sofá, que estaba justo detrás de ella. Intentó tranquilizarse. Edward no haría eso, no podría hacerlo. Pero al mirar su rostro duro y sus ojos llenos de repugnancia, supo que lo haría. Edward asen ya había demostrado lo que hacía a quien se le oponía: lo apartaba de su vida. Había plantado a su prometida al pie del altar, sometiéndola a la humillación pública. Y esa mujer no lo había traicionado.

Bella sabía que a ella le haría mucho más daño. No sería capaz de soportar más palabras dolorosas ni que la volviera a besar para demostrarle que no sentía nada por ella. Tal vez fuera mejor así. Tal vez fuera mejor para ella haber descubierto la indiferencia de Edward y que no hubiera adivinado lo mucho que significaba para ella haber perdido la virginidad con él. Se levantó.

–Si eso es todo, estoy muy cansada y querría acostarme.

–No, no es todo.

Bella lo miró con verdadero odio.

–¿Qué más quieres?

–Tu pasaporte. Hay que pasar por tu casa a recogerlo mañana, de camino al aeropuerto, además de lo que quieras llevarte.

–¿De qué hablas?

–Tengo negocios en Toscana. Estaremos en Italia unos diez días.

Bella intentó protestar, pero él la interrumpió.

–No me discutas. Vienes conmigo.

Ella, con la boca abierta, lo vio darse la vuelta para marcharse, pero, antes de hacerlo, Edward le dijo:

–En la nevera tienes comida que mi ama de llaves ha preparado. Sírvete.

Bella había cerrado la boca, pero le dijo con irritación:

–Me sorprende que me permitas comer. Sin duda sería mejor que dejaras que me consumiera para librarte de mí.

Inmediatamente se arrepintió de su infantil arrebato, pero estaba cansada, tenía hambre y le provocaba claustrofobia pensar que debía quedarse con Edward .

–Me preocupa tu bienestar, como es natural, porque voy a suponer que ese hijo es mío hasta que se demuestre lo contrario. Por eso, verás al mejor ginecólogo de Manhattan en cuanto volvamos de Italia. La miró de arriba abajo con desdén.

–También pediré que me manden ropa de diseño para ti antes de que nos marchemos.

–Tengo ropa de sobra –protestó ella. No era verdad, además de que su ropa comenzaba a apretarle en la cintura.

–Aunque voy a intentar por todos los medios alejarte de la prensa hasta que la paternidad del bebé se confirme, no puedo garantizarte que su interés vaya a disminuir, pero, mientras tu nombre vaya asociado al mío, tendrás que representar bien el papel.

Cuando se hubo ido, Anabella se dejó caer en el sofá. Estaba claro que lo único que preocupaba a Edward era el bebé y el aspecto de ella. Alguien que se relacionaba con modelos no querría descender de categoría. Pensó en su padre y se dijo que lo llamaría en cuanto fuera a su habitación.

Por suerte, no habían hecho planes de verse antes de la operación. Él creía que estaba trabajando y no quería que alterara sus horarios por su culpa. Se llevó la mano al vientre y cerró los ojos al tiempo que se decía que saldría de aquello. Al fin y al cabo, todo era consecuencia de sus actos, por lo que tendría que aprender a sobrellevarlo.

Edward miró la figura delgada que se recortaba contra la bucólica vista. El crepúsculo de aquel día de verano en Italia era magnífico. Una brisa suave despeinó el cabello de Bella, y Edward tuvo que reconocer a regañadientes que aquel era un marco estupendo para su belleza pálida.

Ella estaba de pie al lado de un muro bajo de piedra que delimitaba el perímetro de la villa en Toscana, cuya vista se extendía a lo largo de kilómetros de verdes y ondulantes colinas. Bella iba vestida con prendas de las que él había encargado antes de marcharse de Nueva York. Le sentaban muy bien. Aunque, al darle la espalda, Edward no podía verle el vientre, ya lo había hecho por primera vez unas horas antes, cuando, en un aeropuerto privado de Nueva York, el viento había pegado la ancha blusa al vientre de Bella mientras se encaminaban hacia el avión.

Ella se había acurrucado en el asiento que había frente al suyo y había mirado con ojos maravillados por la ventanilla como si nunca hubiese visto el mundo desde arriba. Como ella había continuado haciéndolo después de que el avión alcanzara la velocidad de crucero, le preguntó con irritación:

–¿Es que no habías tomado nunca un avión?

–Sí, pero nunca había salido de Estados Unidos.

Lo había dicho en tono levemente desafiante. Después había vuelto a mirar por la ventanilla y no le había prestado atención durante el resto del vuelo. Edward sabía que parte de su irritación se debía a no poder manejarla a su antojo. Bella no se comportaba como había esperado, lo cual lo había vuelto receloso.

Respiró hondo y se dijo que no podía estar tramando nada bajo sus narices. El entorno lo tranquilizó un poco y le recordó lo que era importante. En los años anteriores había estado tan inmerso en separarse de su familia y hacer fortuna que no había considerado lo que deseaba hacer a largo plazo. Ante la perspectiva de tener un hijo, debía hacerlo, lo cual no estaba mal, ya que se dio cuenta de que era eso lo que deseaba por encima de todo: que el apellido Masenn sobreviviera y volviera a cobrar fuerza. Tal vez no hubiera elegido a a Isabella Swan para ser la madre de su hijo, pero ella le había proporcionado una oportunidad de oro que no iba a dejar escapar, con independencia del plan secreto que hubiera urdido con su abuela. Bella sabía que Edward , detrás de ella, la estudiaba.

Había tenido unos momentos para explorar el lugar sola, pero, rápidamente, él había ido a comprobar lo que hacía su molesta «invitada». Durante el vuelo a Italia, Bella había sido consciente de que él no le quitaba los ojos de encima, como si esperara que fuera a hacer algo. La vista que se desplegaba ante sus ojos era magnífica. Su padre le había contado lo verde que era Irlanda, pero aquello parecía más verde que todo lo que pudiera imaginarse. Se entristeció al pensar las ganas que tenía su padre de volver a su lugar de origen para esparcir las cenizas de su esposa. Si la operación no salía bien, sería algo que ella debería hacer sola. Apartó esos pensamientos. Su padre estaba en la clínica, y eso era lo único importante. Edward había descrito el lugar en que se hallaban como una villa. A ella le parecía más bien un castillo medieval con terrazas, patios y un hermoso jardín escondido lleno de flores. Había incluso una piscina en uno de los patios.

Edward se acercó para situarse a su lado y a ella se le pusieron los pelos de punta, pero no pudo contenerse y dijo:

–Es precioso.

–Sí.

Bella lo miró. Mientras ella exploraba la vivienda, él se había quitado el traje que llevaba en el avión y se había puesto unos vaqueros descoloridos y un polo de manga larga, que se había arremangado. Él se volvió para marcharse al tiempo que le decía:

–Maria ha preparado una cena ligera. Cenaremos en la terraza. Es por aquí.

Bella se distrajo momentáneamente mirándole el prieto trasero, que desapareció de su vista antes de que ella echara a andar. En la terraza a la que él la condujo, había una mesa con un mantel de lino blanco, un jarroncito con flores y unas velas. Una corpulenta mujer de rostro sonriente la tomó del brazo y la llevó a la mesa mientras chapurreaba en inglés.

Bella ya la conocía. Era Maria, el ama de llaves. Irradiaba afecto maternal, y a Bella se le saltaron las lágrimas porque le recordó a su madre. Edward había hablado con ella en lo que le pareció un italiano fluido. Él estaba sentado a la mesa y había agarrado la servilleta para ponérsela en el regazo. Después tomó una rebanada de pan y le echó aceite. Parecía distante. Cuando ella se hubo sentado, le dijo:

–No te sientas obligado a ser educado y a cenar conmigo. No me importa cenar en la cocina con Maria.

Bella estaba segura de que la mujer sería una compañía más agradable y menos desestabilizadora.

–No te comportes como una mártir –dijo él–. No te favorece. Y no voy a decirle a Maria que sirva la cena en dos sitios distintos solo para que te sientas más cómoda. Bella lo fulminó con la mirada.

–No es justo. No es mi intención hacerla trabajar más.

Maria apareció con unos entremeses y sonrió a Edward como una madre afectuosa. Él le sonrió a su vez. Bella se quedó sin aliento al contemplar la transformación de su rostro. Casi había olvidado cómo era su seductora mirada de aprobación, y se sintió momentáneamente conmovida. Pero en cuanto Maria se hubo marchado, la sonrisa de Edward se esfumó y él se puso a comer. Al ver el plato de ella vacío, le preguntó:

–¿No comes nada?

Ella se sirvió un poco de fiambre y ensalada. No iba a consentir que él le quitara las ganas de comer, ya que no era bueno para el bebé ni para ella. Cuando hubo probado la deliciosa comida, recuperó el apetito. Mientras se hacía de noche, se dio cuenta de que se estaba relajando.

Los pájaros cantaban, el cielo parecía de terciopelo rojo y el aire era tibio y fragante. Resultaba idílico. Se hallaban a millones de kilómetros de Nueva York y de la ajetreada vida de Edward . Pero, al mirarlo, Bella pensó que parecía haber nacido allí, que era un verdadero italiano. Por primera vez se preguntó la causa de la ruptura con su familia.

–¿Qué negocios tienes aquí, en Italia?

Edward dejó la taza de café en la mesa. Al cabo de unos segundos, le respondió de mala gana:

–Una mina cercana. Estaba abandonada, pero la hemos explorado y hemos hallado una veta de mineral de hierro.

Ella frunció el ceño.

–No sabía que también te dedicaras a la industria. Creía que solo a las finanzas, a los hoteles y las discotecas.

–Hay muchas cosas que no sabes de mí, Bella.

Estaba en lo cierto. ¿Qué sabía de él? Edward se levantó de la mesa. Era evidente que la tensa cena había concluido.

–Tengo que hacer unas llamadas. Acuéstate pronto, pareces cansada. Estaba a punto de marcharse cuando ella apuntó en tono ligero:

–Supongo que, en los próximos diez días, no me perderás de vista, pero preferirás que no hable.

Él se volvió, repentinamente tenso.

–No te preocupes. No me olvidaré de que estás aquí.

Entró en la villa y ella se desinfló como un globo, al expulsar toda la tensión de su cuerpo. Odiaba estar en constante estado de alerta cuando se hallaba con Edward , cuando este apenas la soportaba. Si sus dos encuentros no hubieran sido tan mágicos…

Si no se hubiera visto tentada a aceptar lo que él le ofrecía convenciéndose de que obraba bien… Negó con la cabeza. Debía apartar de sí esos pensamientos. No se arrepentía de nada. Se llevó la mano al vientre y respiró hondo al tiempo que luchaba contra la sensación de soledad que la acechaba. Ella sola se había metido en aquella situación y debía sacar el mayor partido posible de esta.