BESOS SALVAJES


Kairos


No soy un buen hombre.

Esa era la única advertencia real que ella alguna vez tendría de él en su dulce e inevitable caída.

Naruto sorbió su whisky y clavó los ojos en la mujer. Ese beso, aquel mero sorbo de un beso, todavía yacía en su lengua, dulce como la miel, y ninguna cantidad de whisky podría borrarlo. Apenas había empezado a saborearla cuando ella lo había detenido.

Y detenerse había estado malditamente cerca de matarlo. Con su lengua en la boca de la joven, sus manos en su pelo, por un momento breve, él se había llenado de furia helada, pura y negra, algo que se rehusaba a ser negado. Los Antiguos se habían enardecido, exigiéndole que saciara su hambre. Fuérzala, una voz oscura había ronroneado. Puedes hacer que te desee.

Había emprendido una terrible batalla contra ellos, por lo que se había apartado con cuidado. Esa negrura no era él. No podía ser él. No lo permitiría. Con demasiada facilidad podría consumirlo.

Sabía que no debería estar en el dormitorio en esos momentos. No estaba en el mejor de los ánimos por muchas razones, la mínima de ellas, que había usado magia más temprano, primero en una visita breve a los de Seguridad antes de que ella despertara, para hacerles recordar que ellos habían visto a Hinata Hyûga salir la noche anterior, y más tarde, cuando ella había tratado de escapar, en una acción reflexiva, sin pensarlo. El cerrojo interior no había estado con llave para variar, y ella lo había abierto, pero él lo había atascado con una palabra murmurada antes de que ella pudiera abrir.

Luego, presionado contra ella, con las armas entre ellos y un poquito de sangre en su piel y la oscuridad levantándose, él había dejado claro el costo de su escape: su propia vida, apostando que ella se echaría atrás velozmente.

Una parte perversa de él la desafió a acabar su deshonra con el extremo de su propia espada. Cualquiera fuera el resultado, él tendría más paz.

Ella había bajado su arma y se había quedado. No había comprendido el importante significado de esa acción. Cuando un Druida ofrecía su arma predilecta, su Selvar, la única que él llevaba sobre su piel, a una mujer, ofrecía su protección. Su tutela. Para siempre.

Y ella lo había tomado.

Hinata estaba durmiendo sobre su espalda, en la única forma que podría hacerlo, con sus muñecas atadas, aunque él había dejado considerable espacio en los lazos. Sus preciosos pechos se levantaban y caían con los alientos suaves y lentos del sueño profundo.

Debería dejarla ir.

Pero sabía que no iba a hacerlo. Deseaba a Hinata Hyûga en formas que nunca había deseado a una antes. Ella lo hacía sentirse como un muchacho, queriendo impresionarla con sus proezas masculinas, protegerla, saciar cada uno de sus deseos, ser el foco de su corazón claro y radiante, tan lleno de inocencia. Como si ella en cierta forma pudiera hacerlo limpio otra vez.

Ella era curiosidad y admiración; él era cinismo y desesperación. Ella estallaba de sueños; él estaba esculpido por fuera y hueco por dentro. Su corazón era joven y verdadero; el de él estaba helado de desilusión, apenas palpitando lo suficiente como para mantenerlo vivo.

Ella era todo lo que había soñado una vez, hacía mucho tiempo. La clase de por quien habría ofrecido los votos vinculantes druidas, ofrendando su vida para siempre. Era inteligente —hablaba cuatro idiomas de los que él conocía—, tenaz, decidida, lógica en una forma tortuosa, real, crédula. Protectora de las antiguas costumbres, como era evidente cada vez que lo observaba dar vuelta una página. Le había dado dos veces un papel tissue con el que hacerlo cuando él se había olvidado, para que no marcara con el sudor de su piel las preciosas páginas.

Y podía sentir en ella a una mujer que quería escapar. Una mujer que había vivido una vida pacífica, una vida respetable, pero estaba sedienta de más. Podía sentir, con los instintos infalibles de un depredador sexual, que Hinata era lujuriosa en lo más profundo de su ser.

Que al hombre a quien escogiera tomarse libertades, le serían concedidas incondicionalmente. Sexualmente agresivo, dominante hasta los huesos, él reconocía en ella a su compañera de cama perfecta.

Él era un hombre que no podía ofrecer promesas ni seguridad. Un hombre con una oscuridad terrible creciendo dentro de él. Y todo lo que él podría pensar era...

... cuando la tomara, despojando la ropa de su cuerpo, dejando al descubierto cada pulgada a su hambre inmensa.

Se estiraba encima de ella, los antebrazos sobre la cama a cada lado de su cabeza, inmovilizando su cabello largo bajo su peso. Él la besaba...

Él la besaba y ella se ahogaba en el calor y sensualidad del hombre. Sus manos atadas a los postes de la cama, su cuerpo desnudo, yacía en su cama, ardiendo porque él la tomara.

Él no besaba simplemente: reclamaba una propiedad. tomaba su boca con urgencia, como si su vida dependiera de ello. Lamía y mordía y saboreaba, succionando su labio inferior, atrapándolo con sus dientes. Sus manos estaban sobre sus pechos y su piel dolía de necesidad donde él la tocaba. La besó larga y profundamente, despacio, y después la besó duro, castigador y rápido...

... Como si fuera porcelana, delicada porcelana china, luego la castigaba con besos duros por ser tan perfecta, por ser todo lo que él no merecía. Por la admiración que ella todavía tenía, la admiración que recordaba haber sentido alguna vez también.

Siendo un hombre, sabía lo que ella necesitaba. Así que besaba cada pulgada de su piel sedosa, arrastrando su lengua sobre los picos de sus pezones. Raspándolos con su mandíbula sin afeitar, hasta que florecieran duros y apretados para él, sus dientes mordiéndolos; luego, movería esos besos al dulce calor femenino entre sus piernas, donde saborearía ese brote tenso de dolor. Los golpes largos y lentos de su lengua... algunas veces delicados mordiscos... Luego golpes más fuertes, más y más rápido hasta que ella se contorsionara bajo él.

Pero aún así, ella no estaría lo suficientemente salvaje para él.

Así que deslizaría su dedo dentro de ella. Encontraría ese lugar, uno de varios especiales, que volvía loca a una mujer. La sentiría cerrarse hermética y convulsivamente alrededor de él, hambrienta. Luego se retiraría y la saborearía con la lengua otra vez. Lamiendo. Lamiendo... Ahogándose en su sabor dulce.

Luego dos dedos. Luego su lengua. Hasta que ella...

—¡Por favor!— sollozó Hinata, arqueándose hacia atrás, arriba y arriba, implorando su contacto.

Naruto surgió amenazadoramente por encima de ella, su duro cuerpo dorado por luz del fuego, un brillo de sudor refulgiendo en su piel.

—¿Qué quieres, Hinata?— la desafió con su mirada brillante, retándola a desearlo, desafiándola a decir esas cosas que nunca había dicho en voz alta. Las fantasías secretas que abrigaba en su corazón de mujer. Las fantasías que ella sabía él estaría igualmente deseoso de cumplir a cabalidad; todas y cada una.

—¡Por favor!— gritó, sin saber cómo expresarlo con palabras—. ¡Todo!

Las ventanas de su nariz se dilataron y él inspiró agudamente, y ella repentinamente se preguntó si había dicho algo mucho más peligroso de lo que pensaba.

—¿Todo?— ronroneó—. ¿Todo lo que deseo? ¿Todo lo que he soñado en hacerte? ¿Quieres decir regalarme tu inocencia sin condiciones?

Un latido pasó, luego dos...

... dijera que lo necesitaba. Estaba dispuesto a renunciar a todo. Cambiaría sus años de práctica —todos esos años en los que había hecho el amor ardorosamente con un corazón frío a mujeres que no habían querido nada de él excepto su cuerpo— por las curvas exuberantes de Hinata, el dorso de sus rodillas, el interior de sus muslos, recorriéndolos en todas formas con su lengua.

La desataría, haciéndola rodar sobre su estómago. Estiraría sus manos por encima de su cabeza, atrapándolas en una de las suyas, mordiendo su nuca. Arrastraría su lengua por su columna vertebral, prodigando atención a su lugar favorito, el arco delgado y delicado donde la espalda de una mujer encontraba su trasero, y luego besaría cada pulgada de sus dulces nalgas.

Arrodillándose por encima de ella, sobrepasándola, se aproximaría a sus curvas suaves con su pene duro. La sentiría corcovear hacia arriba y hacia atrás para encontrarlo...

—¡Naruto!— gritó Hinata. Él estaba detrás de ella, ardiente y sedoso y duro contra su trasero, y ella se sentía tan vacía por dentro que dolía.

—¿Qué?

—Hazme el amor— jadeó.

—¿Por qué?—. Él se desperezó completamente encima de ella, piel a piel, desde la cabeza a los pies, sus palmas contra el dorso de sus manos, presionándolas contra la cama, dejándola sentir su peso completo, haciéndole difícil respirar. Él empujó sus muslos para apartarlos con su rodilla. Impulsó sus caderas, empujando contra ella, pero no dentro de ella. Tentándola deliberadamente.

—Te deseo.

—Desear no es suficiente. Debes sentir que no puedes respirar si no estoy dentro de ti. ¿Me necesitas? ¿No importa el costo? ¿Aunque te he advertido que no soy un buen hombre?

—¡Sí! ¡Dios mío, sí!

—Dilo.

—¡Te necesito!

—Di mi nombre.

—¡Naruto!

Hinata se irguió, despierta, con un violento sacudón, sudando y respirando duro, y tan intensamente estimulada que le dolía todo el cuerpo.

—Q-qué...— pero se interrumpió, recordando el sueño. Oh, Dios mío, pensó, consternada. Negando con la cabeza, repentinamente se percató de que no estaba sola.

Él estaba en el cuarto con ella.

Sentado a menos de un metro, en una silla al lado de la cama, la observaba con esos brillantes ojos de zafiro.

Sus miradas colisionaron.

Y ella tuvo el presentimiento más horrible, de que él en cierta forma lo sabía, sabía lo que había estado soñando. En su mirada al rojo vivo había una satisfacción extraña. Un rubor caliente la recorrió de pies a cabeza. Bajó la mirada frenéticamente. A Dios gracias, estaba todavía completamente vestida. Había sido solamente un sueño.

Él seguramente no podría saberlo.

Hinata subió los cobertores hasta la barbilla. El aire del cuarto era positivamente frío.

—Sonabas inquieta— ronroneó él, su voz tan oscura como el cuarto en sombras—. Vine a comprobar que todo estuviera bien y pensé en sentarme cerca hasta que te calmaras.

—Estoy tranquila ahora— mintió abiertamente la joven. Su corazón martillaba y giró para no dejar traslucir nada con sus ojos.

Le echó un vistazo rápido. El hombre era hermoso. Sentado, medio dorado por la luz del moribundo fuego. Un lado de su cara Azulada, el otro en sombras. Ella casi jadeó. Se mordió el labio para tranquilizarse.

—¿Entonces debería irme?

—Deberías irte, sí.

—¿No... necesitas... nada, pequeña Hinata?

—Simplemente que me dejes marcharme— dijo la joven rígidamente.

Nunca, pensó Naruto, cerrando la puerta con firmeza.

Cuando ella había despertado, había quedado aturdido al percatarse de que en cierta forma sus pensamientos, la seducción dolorosamente intensa que había estado imaginando, había avanzado a rastras en los sueños de la mujer.

El poder. Había poder dentro de él y no debía arriesgarse a olvidarlo. En cierta forma ese poder la había hecho compartir su fantasía.

Algo peligroso.

Aparentemente, había usado magia otra vez, sin incluso darse cuenta.

Un músculo brincó en su mandíbula. Lo que demostraba malditamente claro que se difuminaba el límite de dónde nacían los Antiguos y él moría.

Tenía aún un trabajo que hacer esa noche, se recordó, sacudiéndose agudamente, resistiendo la oscuridad que se desperezaba y flexionaba dentro de sí. La oscuridad que había intentado convencerlo de que era un dios, y que todo lo que deseaba era merecido.

Calzando con firmeza sus botas y vistiendo su abrigo, dirigió una última mirada en dirección al dormitorio antes de salir del penthouse. Ella estaba bien atada, nunca sabría que él se había marchado. Lo haría apenas por unas pocas horas.

Antes de salir, subió el termostato. Hacía frío en el penthouse.

.

.

Tuvo que volver a usar magia, el feth fiada, el hechizo druida que lo hacía invisible a los ojos humanos, y cuando regresó al penthouse, estaba demasiado tenso para dormir. No había sabido que semejante hechizo existía antes de que los Oscuros lo hubieran reclamado esa noche desafortunada.

Ahora la sabiduría de ellos era también la suya, y aunque trataba de fingir que estaba ajeno a la extensión completa del poder dentro de sí, algunas veces, cuando estaba haciendo algo, repentinamente pensaba en un hechizo para facilitarlo, como si lo hubiera sabido toda la vida.

Algunos de los hechizos que él ahora "simplemente sabía" eran horríficos. Los Antiguos dentro de él habían sido jueces, jurado y ejecutores en muchos casos. Se hacía cada vez más peligroso, se estaba haciendo cada vez más desapasionado.

Encaramado al borde del abismo, el abismo lo miraba a su vez con ojos fieros y rojizos. Necesitaba el cuerpo de una mujer, el toque tierno de una mujer. El deseo de una mujer para hacerlo sentirse como un hombre y no una bestia.

Podría acudir a Shizuka; no importaba la hora. Ella le daría la bienvenida con los brazos abiertos y él podría perderse en ella, apartar de un empujón sus tobillos por encima de su cabeza, e impulsarse dentro de ella hasta que se sintiera humano otra vez.

Pero no deseaba a Shizuka. Deseaba a la mujer escaleras arriba, en su cama. Con demasiada facilidad podría verse subiendo los escalones de tres en tres, desnudándose a medida que lo hacía, desperezándose encima de su cuerpo indefenso, atado, tentándola hasta que ella se convirtiera en un animal lleno de necesidad, hasta que le rogara que la tomara. Sabía que podría hacer que lo deseara. Och, quizá ella no estaría dispuesta al principio, pero él conocía formas de tocar que podrían volver loca a una mujer.

Su respiración era entrecortada. Se dirigía a las escaleras, tirando de su suéter sobre su cabeza cuando se detuvo.

Respira profundamente. Concéntrate, Namikaze.

Si acudiese a ella ahora, la lastimaría. Se sentía demasiado salvaje, demasiado hambriento. Apretando los dientes, jaló bruscamente el suéter de regreso a su lugar y dio media vuelta, quedándose con la mirada perdida fuera de la ventana por un tiempo.

Dos veces más se contuvo de dirigirse hacia arriba de las escaleras. Dos veces más se esforzó en contenerse. Se dejó caer al piso e hizo lagartijas hasta que su cuerpo goteaba de sudor. Luego una crisis, y más flexiones. Recitó pedazos de historia, contó atrás en latín, después en griego, luego en los lenguajes más oscuros y difíciles.

Eventualmente, recobró la compostura. O tanto control como iba a alcanzar sin sexo. Ella iba a darse una ducha ese día, decidió, repentinamente irritado por su falta de fe en él, aunque tuviera que encerrarla en el cuarto de baño todo el día. ¡Como si él pudiera asaltarla cuando estuviera en la ducha!

Acababa de demostrar que tenía dominio. Verdaderamente, estaba en completo control en lo que a ella concernía. Si ella tuviera alguna idea de contra qué luchaba, cuán difícil había sido alejarse, y lo que él había vencido, se daría una maldita ducha.

Ja. Si lo supiera, a lo mejor, se arrojaría de mi terraza cuarenta y tres pisos simplemente para escapar mí, pensó, levantándose y sosteniendo una de las puertas de la terraza ligeramente entreabiertas.

Se quedó con la mirada fija sobre la ciudad quieta, con toda la quietud que Manhattan alguna vez tendría, aún zumbante, incluso a las cuatro de la mañana. En los días inconstantes de marzo, el clima había estado fluctuando, elevándose y bajando sus temperaturas hasta quince grados en unas pocas horas.

Ahora estaba templado otra vez, pero la lluvia ligera bien podría convertirse en nieve a media mañana. La primavera intentaba ganar al invierno y perdía, reflejando su propio y desolado paisaje interior.

Lanzando un suspiro borrascoso, se sentó para sumergirse en el Tercer Libro de Manannan. Ese era el tomo final, y luego se iría. No en la mañana, pero sí al día siguiente. Había hecho todo lo que podía allí. Dudaba que lo que buscaba estuviera en el tomo de cualquier manera. Una vez había habido cinco Libros de Manannan, pero sólo tres existían ahora.

Ya había leído los primeros dos; se habían ocupado de las leyendas de los dioses de Irlanda antes de la llegada de la Tuatha de Danaan. El tercer volumen continuaba las historias de los dioses, y sus encuentros con la primera ola de colonizadores invadiendo Irlanda.

Juzgando la lentitud con la que la línea cronológica avanzaba, Naruto sospechaba que la llegada de la raza de criaturas en la que estaba interesado no aparecería sino hasta el quinto volumen. Que ya no existía, excepto quizá en un lugar: la biblioteca Namikaze.

Tanto si le gustaba como si no, iba a tener que regresar a casa y enfrentarse a su hermano para poder registrar la colección Namikaze. Había desaprovechado muchos meses tratando de encontrar una solución a su modo, y el tiempo se acababa. Si esperaba mucho más... bien, no se atrevía a esperar.

¿Y qué hay de muchacha?, su honor provocó. Estaba demasiado cansado para molestarse en mentir. Es mía.

Él pondría empeño en seducirla con sus propios deseos primero, hacerlo más fácil para ella, pero si se resistía, de una u otra manera, iba a irse con él.

Hinata permaneció bajo el chorro caliente de siete cabezales de la ducha —tres a cada lado, uno arriba— suspirando de placer. Había estado sintiéndose como el niño del póster para las personas sin hogar. La puerta estaba cerrada con llave y la silla que Naruto le había llevado para sostener el picaporte estaba en el lugar asignado.

Después de soñar con él y despertar en mitad de la noche para encontrarlo observándola con, virtualmente, la misma mirada que había tenido en su sueño, apenas había podido sostenerle la mirada cuando la había desatado esa mañana. Simplemente pensar en el sueño la hacía sentirse excitada y temblorosa.

No soy un buen hombre, le había dicho él. Y estaba en lo correcto. No lo era. Era un hombre que vivía de acuerdo a sus propias reglas. Robaba propiedad privada aunque insistía que eran "préstamos" y, de una manera extraña, regalaba artículos más valiosos.

La mantenía cautiva aunque cocinaba comidas deliciosas y, francamente, ella había estado de acuerdo en cooperar a cambio de un soborno. Criminal en el peor de los casos, en el mejor de los casos existía en los márgenes de la sociedad civilizada.

No obstante, desde que había aceptado su soborno, suponía que ella misma estaba en esos mismos márgenes también.

A pesar de todo, meditó, un hombre verdaderamente malo no se tomaría la molestia de advertirle a una mujer que no era un buen hombre. Un hombre verdaderamente malo no dejaría de besar a una mujer cuando ella le dijera que se detuviera.

¡Qué enigma era, y tan extrañamente anacrónico! Aunque su penthouse era moderno, su conducta era claramente del viejo mundo. Su lenguaje también era moderno, pero él cometía el desliz, a veces, de caer en una formalidad infrecuente, curiosa, llena de viejos coloquialismos gaélicos. Había algo más acerca de él que ella percibía. Lo podía sentir bailando al borde de su comprensión, pero no importaba cuánto se esforzara, no podía descifrarlo. Y había definitivamente algo acerca de sus ojos...

Podía no ser tan mundana como las mujeres de Nueva York, pero no era completamente ingenua; podía sentir el peligro en él que una mujer tendría que estar muerta para no sentir. Goteaba de él tan generosamente como la testosterona se trazumaba de sus poros. Aun así, él lo moderaba con disciplina y control. La tenía a su completa merced, y no se había aprovechado de ello.

Negó con la cabeza. Tal vez, pensó, las mujeres se enamoraban tan fácilmente de él, que era la persecución lo que disfrutaba más.

Pues bien, pensó, encrespándose, él podría perseguirla todo lo que quisiera. Ella podría estar en los márgenes de la ley, pero eso no quería decir que simplemente iba a levantarse y caer en la cama con él, por más que ella en secreto pudiera desear ser iniciada en el club exótico, erótico, misterioso de Naruto MacNamikaze. La palabra sobresaliente allí era "club", con montones de miembros.

Con eso resuelto, llenó de shampoo su pelo dos veces y se mantuvo de pie debajo los pulsantes chorros de agua hasta que se sintió chirriar de limpia (nunca había estado sin tomar una ducha durante dos días seguidos antes). Y luego un poco más. Esos masajeantes cabezales de la ducha eran para morirse.

Envolviéndose en una toalla lujosa, desplazó la silla y abrió la puerta.

Cuando la abrió, se quedó con la boca abierta. La mitad su armario estaba amontonado pulcramente en la cama. Parpadeó. Sip, allí estaba, en pilas ordenadas. Bragas (uh-hmm, y esas le ajustaban el trasero), sostenes, vestidos, suéteres, pantalones vaqueros, un pequeño camisón de encaje, calcetines, botas y zapatos estaban apilados en pilas según la vestimenta, notó, atontada. Él no había simplemente agarrado una pila de ropa, sino que había puesto las prendas en combinación como si la hubiera visualizado con ellas puestas.

Incluso le había llevado una cierta cantidad de sus libros, notó, mirando por encima de la cama.

Tres novelas románticas, el hombre vil. Novelas románticas escocesas. ¿Qué había hecho? ¿Escarbado a través de todas sus cosas mientras estaba allí? Bien en la cima estaba El Beso del Highlander, una de sus novelas favoritas.

Bufó. El hombre era incorregible. Le llevaba cosas sensuales y sexualmente atractivas para leer, ¡como si necesitara cualquier ayuda para tener pensamientos húmedos y calientes sobre él!

Podía oírlo escaleras abajo, hablando quedamente por teléfono. Podía oler el perfume del café recién hecho.

Y aunque sabía que debería estar ofendida porque él hubiera forzado la entrada en su apartamento y hubiera registrado sus cajones, había sido cuidadoso en sus elecciones, y ella estaba extrañamente encantada.

Pero el hombre apenas le habló en todo el día. Estaba en un estado de ánimo concluyentemente amenazante, controlado y remoto. Perfectamente educado, perfectamente disciplinado, completamente reservado. Sus ojos eran... extraños otra vez, y se preguntó si tal vez cobraban matices diversos dependiendo de la iluminación, ya que el color azul algunas veces se volvía de azul verdoso a verdoso a ambar.

Había estado sentada sobre el mueble de la cocina y lo había observado preparar arenques para el desayuno, tatties, tostadas y gachas de avena con crema y arándanos, comiéndoselo con los ojos mientras le daba la espalda. Por primera vez notó su pelo.

Lo tenía algo largo no mucho, al cuello. El pensamiento de su pelo rubio y su espalda musculosa y desnuda la volvió loca. Trató de iniciar una conversación trivial, pero él no se elevó a la altura de ningún cebo que lanzó. Pescando, haciendo un intento de poner en funcionamiento su cerebro, no obtuvo nada excepto gruñidos y murmullos incoherentes.

Se sentaron juntos en silencio durante horas esa tarde, con Hinata delicadamente volviendo las páginas del Midhe Codex con pañuelos de papel, y robando vistazos a Naruto mientras él trabajaba con el Libro de Manannan, garabateando notas mientras traducía.

A las cinco, ella se levantó y encendió el canal de las noticias, preguntándose si podría haber alguna pequeña mención de su desaparición. Como si fuera a suceder, pensó sardónicamente. ¿Una niñita perdida en la agusanada Gran Manzana? Tanto la policía como los locutores tenían mejores cosas que hacer.

Él la miró entonces, un indicio de autosuficiencia jugando en la comisura de sus labios.

Ella arqueó una ceja inquisitiva, pero el hombre no dijo nada. Hinata escuchó distraídamente mientras leía, pero repentinamente su atención fue atraída hacia la pantalla.

—El Fantasma Celta golpeó otra vez anoche, o así lo cree la policía. Perplejidad podría ser la mejor manera de describir el estado de ánimo de los polis de Nueva York. En un momento aún a determinar, temprano esta mañana, todas las antigüedades previamente hurtadas por el Fantasma Celta fueron dejadas en la recepción de la estación de policía. Una vez más, nadie vio nada, lo que hace una maravilla que nuestra policía...

Dijo algo más, pero Hinata no lo oyó. Miró el texto que sujetaba en sus manos en ese momento, luego a él.

—Ese libro lo intercambié, ¿recuerdas?

—Realmente lo hiciste— musitó, negando con la cabeza—. Cuando fuiste a mi apartamento por mis cosas, devolviste todo. No puedo creerlo.

—Te dije que simplemente los había pedido prestados.

Ella clavó los ojos en él, completamente desconcertada. Lo había hecho. ¡Los había devuelto! Un pensamiento repentino se le ocurrió. Uno al que no le había prestado mucha atención hasta entonces.

—Eso quiere decir que te irás pronto, ¿verdad?

Él asintió con la cabeza, con una expresión insondable.

—Oh.

Fingió una fascinación apresurada con sus cutículas para ocultar la decepción que la inundó. Por lo que se perdió la curva fría y satisfecha de los labios masculinos, una pizca demasiado fiera para ser llamada sonrisa.

Afuera del penthouse de Naruto MacNamikaze, en una acera llena de gente que se apresuraba a escapar de la ciudad al final de una larga semana laboral, un hombre se abrió paso trabajosamente a través del gentío y se unió a un segundo hombre.

Se hicieron discretamente a un lado, vagando en cercanías de un puesto de periódicos. Sin embargo, vestidos con trajes caros y oscuros, con el pelo corto y rasgos difíciles de describir, ambos se destacaban por unos tatuajes inusuales en sus cuellos. La parte superior de una serpiente alada se arqueaba por encima de las corbatas y cuellos almidonados.

—Él está allá arriba. Con una mujer— dijo Pain suavemente. Acababa de bajar de las habitaciones alquiladas en el edificio de la manzana opuesta, donde había estado observando a través de binoculares.

—¿El plan?— inquirió su compañero, Hidan, blandamente.

—Esperaremos hasta que él salga; con suerte, la dejará allí. Nuestras órdenes son obligarlo a empezar la transformación. Forzarlo a depender de la magia para sobrevivir. Obito quiere atraparlo al otro lado del mar.

—¿Cómo?

—Lo convertiremos en un fugitivo, un perseguido. La mujer hace las cosas más simples de lo que había esperado. Entraré sigilosamente, me encargaré de ella, alertaré a la policía, anónimamente por supuesto, y haré su penthouse el escenario de un asesinato horripilante.

» Pondré a todos los polizontes de la ciudad tras él, y se verá forzado a usar sus poderes para escapar. Obito cree que no permitirá que lo arresten. Aunque si eso sucediera, también podría funcionar a nuestro favor. No tengo duda que un tiempo en una prisión federal aceleraría la transformación.

Hidan asintió con la cabeza.

—¿Y yo?

—Esperarás aquí. Es demasiado riesgoso que los dos subamos. Él no sabe que existimos aún. Si algo sale mal, llama a Obito inmediatamente.

Hidan asintió otra vez, y se separaron para regresar a sus puestos y esperar. Eran hombres pacientes. Habían estado esperando ese momento toda su vida. Eran los afortunados, los nacidos en la hora de la fructificación de la Profecía.

A través de un hombre, verían a los Bijuu vivir otra vez.

.

.

Un mensajero de una agencia de viajes llegó poco antes de que un pequeño grupo de personas entregara la cena de Jean Georges19. Hinata no podía imaginar lo que algo como eso costaba —no creía que Jean Georges entregara a domicilio—, pero sospechaba que cuando se tenía tanto dinero como Naruto MacNamikaze, virtualmente se podía comprar cualquier cosa.

Mientras comían ante el fuego en la sala de estar, él continuó trabajando en el libro que inicialmente la había hecho meterse en ese problema.

El sobre de la agencia de viajes yacía sin abrir sobre la mesa entre ellos, como un brillante recordatorio, irritándola. Más temprano, mientras él había estado en la cocina, no había sido lo suficientemente descarada como para abrir el sobre, pero en lugar de ello había fisgoneado en sus notas para comprobar lo que podía leer.

Parecía que él estaba traduciendo y copiando cada referencia de los Tuatha de Danaan, la raza que supuestamente había llegado en una de las muchas olas de invasiones irlandesas. Había unas cuantas preguntas garrapatosas acerca de la identidad de los Bijuu, y numerosas notas acerca de los Druidas. Entre su especialidad en civilizaciones antiguas y los cuentos de su abuelo, Hinata estaba bien versada en la mayor parte de ella. Con excepción de los misteriosos Bijuu, no había nada acerca de lo que no hubiera leído antes.

A pesar de todo, una cierta cantidad de sus notas estaban escritas en lenguajes que ella no podía traducir. O incluso identificar, y eso la hizo experimentar una especie de sentimiento nauseabundo. Sabía mucho acerca de las lenguas antiguas, desde el sumerio hasta el presente, y usualmente podía apuntar, al menos, área y era aproximada. Pero mucho de lo que él había escrito —en unas elegantes minúsculas cursivas dignas de cualquier escrito iluminado— desafiaba su comprensión.

¿Qué demonios estaba buscando? Él ciertamente parecía un hombre con una misión, trabajando en su tarea con intensa concentración.

Con cada nueva pizca de información que recogía acerca de él, se sentía más intrigada. No sólo era fuerte, magnífico y rico, sino que era indiscutiblemente brillante. Nunca había conocido a alguien como él antes.

—¿Por qué no me lo dices, simplemente?— preguntó de pronto, gesticulando hacia el libro.

Él levantó la mirada y ella sintió su intenso calor instantáneamente. Durante todo el día, cuando no había estado ignorándola completamente, en las pocas ocasiones en que la había mirado, había habido tal lujuria patente en su mirada que había evaporado cada pizca de sentido común que poseía.

La pura fuerza de su deseo sin tapujos era más atrayente que cualquier afrodisíaco.

¡No era extraño que tantas mujeres cayeran presa de su encanto! Tenía una forma de hacer sentir a una mujer, con una simple mirada, que era la criatura más deseable del mundo. ¿Cómo podía una mujer clavar la mirada en un rostro que mostrara semejante lujuria, y no sentir lujuria en respuesta?

Él se iba a marchar pronto.

Y no le podía haber dejado más claro que quería dormir con ella.

Esos dos pensamientos en una conjunción veloz eran patentemente un peligro.

—¿Bien?— presionó, irritada. Irritada consigo misma por ser tan débil y susceptible a él. Irritada con él por ser tan atractivo. Y el tipo, ni más ni menos, no había tenido mejor idea que ir y regresar esos textos, confundiendo sus sentimientos ya malditamente confusos acerca de él—. ¿Qué?

Él arqueó una ceja rubia, su mirada barriéndola en una forma que la hizo sentir como si una repentina y caliente brisa la hubiera acariciado.

—¿Qué ocurriría si te dijera, que busco la forma de deshacer un maleficio antiguo y mortífero?

Ella sonrió con mofa. No podía hablar en serio. Los maleficios no eran reales. No más reales que los Tuatha de Danaan. Pero bien, se rectificó, nunca había llegado a una conclusión firme acerca de los Tuatha de Danaan o cualquiera de las "mitológicas" razas que se decían haber habitado una vez Irlanda. Los estudiosos tenían docenas de discusiones contra su supuesta existencia.

Aún así... el abuelo había creído.

Siendo profesor de mitología, él le había enseñado que cada mito o leyenda contenía algo de realidad y verdad, no importaba cuán deformado se hubiera vuelto después de siglos de repetición oral por bardos que habían adaptado sus recitaciones a los intereses exclusivos de su audiencia, o por los escribas que habían atendido los dictámenes de sus benefactores.

El contenido original de innumerables escritos había sido corrompido por traducciones de mala calidad y adaptaciones diseñadas para reflejar el clima político y religioso del momento. Cualquiera que dedicara tiempo a un estudio de la historia eventualmente se daba cuenta de que los historiadores habían logrado recoger sólo un manojo de arena del desierto vasto, que no figuraba en el mapa del pasado, y era imposible describir el Sahara a partir de unos cuantos simples granos.

—¿Tú crees en estas cosas?— preguntó ella, ondeando una mano hacia la confusión de textos, curiosa por conocer su posición con respecto a la historia. Tan listo como era, estaba segura de que sería interesante.

—Mucho.

Ella entrecerró sus ojos.

—¿Crees que los Tuatha de Danaan realmente existieron?

Su sonrisa fue amarga.

—Och, sí, Hinata. Hubo un tiempo en que no lo hacía, pero lo hago ahora.

Hinata frunció el ceño. Él había sonado resignado, como un hombre que hubiera recibido una prueba incontrovertible.

—¿Qué te hizo creer?

Él se encogió de hombros y no respondió.

—Pues bien, entonces, ¿Qué clase de maleficio? — presionó ella. Esas eran cosas fascinantes, de la clase que la habían influido para elegir su carrera. Era como hablar con su abuelo otra vez, debatiendo posibilidades, abriendo la mente a las nuevas.

Él apartó la vista, con la mirada fija en el fuego.

—¡Aw, vamos! Te irás pronto, ¿Qué daño hay en que me lo digas? ¿A quién se lo diría?

—¿Qué ocurriría si te dijera que soy yo el maldecido?

Ella recorrió con la mirada su casa opulenta.

—Te diría que a un gran número de personas le gustaría ser maldecida como tú.

—Nunca creerías la verdad—. Él le dirigió otra de esas sonrisas burlonas que no alcanzaban sus ojos. Ella se dio cuenta de que daría mucho por verlo sonreír, realmente sonreír y hacerlo con ganas.

—Pruébame.

Le tomó más tiempo responder esta vez, y cuando lo hizo, su mirada se llenó de diversión cínica.

—¿Qué ocurriría si dijera, que soy un Druida de un tiempo muy antiguo?

Hinata le dirigió una mirada exasperada.

—Si no quieres decírmelo, todo lo que tienes que hacer es aclararlo. Pero no trates de callarme con tonterías.

Con una sonrisa apretada, él asintió una vez, como si se hubiera convencido de algo.

—¿Y si te dijera que cuando me besas, no me siento maldecido? Que quizá tus besos podrían salvarme. ¿Lo harías?

Hinata contuvo el aliento. Era una cosa tan tonta para decir, casi tan tonto como su chiste acerca de ser un Druida... pero tan desesperadamente romántico. ¡Que sus besos podrían salvar a un hombre!

—Creo que no—. La mirada de Naruto descendió de regreso al texto, y su calor había sido tan intenso que se sintió congelada por su ausencia.

Frunció el ceño. Sintiéndose como la mayor cobarde del mundo, sintiéndose extrañamente desafiante, miró encolerizadamente el sobre infernal de la agencia de viajes.

—¿Cuándo te irás?— preguntó irritada.

—Mañana por la noche— dijo él, sin mirarla.

Hinata jadeó. ¿Tan pronto? ¿Mañana su gran aventura habría terminado? A pesar de que el día anterior había tratado de escapar de él, se sintió extrañamente desinflada.

La libertad no parecía tan dulce cuando significaba no volver a verlo nunca. Ella sabía demasiado bien qué ocurriría: él desaparecería de su vida y ella regresaría a su trabajo en Los Claustros (Shino nunca la despediría por perder algunos días de trabajo para los que pensaría alguna excusa), y cada vez que mirara un artefacto medieval pensaría en él.

A altas horas de la noche, cuando se despertara llena de esa inquietud terrible, se sentaría en la oscuridad, abrazando su skean dhu, haciéndose la peor pregunta de todas: ¿qué podría haber sido? Nunca más cenaría y bebería en un penthouse de lujo en la Quinta Avenida. Nunca más la miraría de esa manera. Su vida reanudaría su usual cadencia idiotizante. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que olvidara que una vez se había sentido intrépida? ¿Sintiéndose tan breve e intensamente viva?

—¿Regresarás a Manhattan?— preguntó con una voz pequeña.

—No.

—¿Nunca?

—Nunca.

Un suspiro suave escapó ella. Jugueteó con una mecha de su pelo, girándola en espiral alrededor de un dedo.

—¿Qué clase de maleficio?

—¿Tratarías de ayudarme si estuviera maldito?—. Él miró hacia arriba otra vez y ella sintió una tensión en él que no podía comprender. Como si su respuesta fuera en cierta forma crítica.

—Sí, probablemente lo haría— admitió. Y era cierto. Aunque no aprobaba los métodos de Naruto MacNamikaze, aunque había mucho acerca de él que no entendía, si estaba sufriendo ella no podría negarse.

—¿A pesar de lo que te he hecho?

Ella se encogió de hombros.

—No me has lastimado exactamente—. Y le había dado un skean dhu. ¿Realmente le dejaría conservarlo?

Estaba a punto de preguntárselo cuando, con un movimiento veloz de su muñeca, el hombre le lanzó el sobre de la agencia de viajes.

—Entonces ven conmigo.

Hinata atrapó el sobre por un extremo, con su corazón saltándose un latido.

—¿Q-qué?—. Parpadeó, pensando que habría debido oír mal.

Él asintió.

—Ábrelo.

Frunciendo el ceño, Hinata abrió el sobre. Miró los documentos de identificación dudosamente. ¡Tickets para Escocia, para Naruto MacNamikaze... y Hinata Hyûga!

Simplemente la visión de su nombre impreso en el billete le hizo dar escalofríos. Para partir al día siguiente por la noche a las siete en punto desde el aeropuerto JFK. Una escala corta en Londres, y desde allí hacia Inverness. ¡En menos de cuarenta y ocho horas ella podría estar en Escocia!

Si se atrevía.

Abrió y cerró su boca varias veces. Finalmente, suspiró con incredulidad:—Oh, ¿qué eres tú? ¿El diablo mismo, que vienes a tentarme?

—¿Lo hago? ¿Te tiento?

Sólo en todos los niveles, pensó ella, pero se rehusó a darle la satisfacción de oír eso.

—No puedo simplemente levantarme y viajar a Escocia con un... un...— se interrumpió, balbuceando.

—¿Ladrón?— ofreció él perezosamente. Ella bufó.

—Okay, así que devolviste esas cosas. ¿Qué más da? ¡Ni siquiera te conozco!

—¿Tienes el deseo de hacerlo? Me iré mañana. Esto es ahora o nunca, —. Él esperó, observándola—. Algunas oportunidades llegan solamente una vez, Hinata, y luego se van.

Hinata clavó los ojos en él en silencio, sintiéndose completamente dividida. Una parte suya resueltamente clavaba sus talones en el suelo, contando con los dedos unas mil razones por las que no podría hacer una cosa tan alocada e impulsiva. Otra parte... una parte que al mismo tiempo la horrorizaba y la intrigaba... daba saltos, gritando: "¡Di sí!". Tuvo el deseo repentino y extraño de levantarse e ir a mirarse en el espejo, para ver si se veía tan alterada por fuera como se sentía por dentro.

¿Se atrevería a hacer algo tan patentemente atrevido? ¿tomar una oportunidad así? ¿Poner todo a un lado y comprobar hasta dónde llegaba?

Por otra parte, ¿se atrevería a regresar a su vida de la forma que era? ¿Regresar a vivir en su diminuto cuarto y su eficiente cuarto de baño del tamaño de una caja de cerillas, hacer su camino solitario para trabajar cada día, logrando estar en paz sólo jugando con antigüedades que nunca serían suyas?

Ella había saboreado más, y —maldito fuera ese hombre—, ahora quería más.

¿Qué era el peor que podría ocurrir? Si él tuviera alguna intención de dañarla físicamente, podría haberlo hecho hacía mucho tiempo. La única amenaza real que representaba era una que ella controlaba: si le permitiese o no seducirla. Si se arriesgaba a enamorarse de un hombre que era, sin lugar a dudas, un inveterado lobo solitario y un mal chico; un hombre que no pedía disculpas y no ofrecía mentiras de consuelo.

Si no se enamoraba de él, si fuera una chica lista y conservaba la sensatez, lo peor que podría ocurrir era que él pudiera dejarla abandonada en Escocia. Y eso no le resultó tan completamente desagradable.

Si lo hiciera, estaba confiada en que, con su experiencia de juventud en la universidad, podría obtener un puesto en una cantina en algún sitio. Podría quedarse por un tiempo, ver la tierra natal de su abuelo, con su viaje pagado. Sobreviviría. Haría más que sobrevivir. Finalmente podría vivir.

¿Qué tenía ella allí? Su trabajo en Los Claustros. Ninguna vida social de la cual poder hablar. Ninguna familia. Había estado sola durante años, desde el momento en que el abuelo había muerto. De hecho, más sola de lo que le gustaría admitir. Una perdida y desarraigada, por lo que, sospechaba, su determinación de visitar el pueblo de su abuelo, tenía mucho que ver con la esperanza de poder encontrar algunas raíces allí.

Se le presentaba una excelente oportunidad, asociada con la promesa de una aventura que nunca olvidaría, junto a un hombre que, ya sabía, nunca podría olvidar.

¡Oh, Dios mío, Hyûga, pensó, incrédula, estás tratando de convencerte a ti misma de esto!

¿Y qué hubiera pasado si él se hubiera marchado al día siguiente y no te hubiera pedido que te fueras con él?, presionó una diminuta voz interior. ¿Qué hubiera ocurrido si él te hubiera dejado en claro que se marchaba, y nunca lo verías otra vez? ¿Qué harías en esta última noche con él?

Hinata inspiró agudamente, horrorizada consigo misma.

Bajo esas condiciones hipotéticas —hipotéticamente, claro—, podría haber tomado un riesgo increíble con un hombre como él, y podría haberle permitido llevarla a su cama. Aprender lo que él tuviera que enseñarle, permitiéndose ansiosamente convertirse en el foco de toda esa promesa al rojo vivo de conocimiento sensual en sus ojos exóticos.

Visto de ese modo, ir a Escocia con él no parecía realmente tan loco.

Él la había estado observando fijamente, y cuando ella levantó su mirada de asombrados ojos, se levantó abruptamente del sofá y se movió hacia el lugar donde estaba la joven. Impacientemente, apartó a un lado la mesa de café y se deslizó hasta arrodillarse a sus pies, envolviendo sus manos alrededor de las pantorrillas femeninas. Ella sintió el calor de sus fuertes manos a través de los pantalones vaqueros. Su simple contacto la hizo temblar.

—Ven conmigo, —. Su voz era baja y urgente—. Piensa en tu sangre escocesa. ¿No deseas pisar la tierra de tus antepasados? ¿No sientes el deseo de ver los campos de brezo y los páramos? ¿Las montañas y los lagos? No soy un hombre que haga promesas a menudo, pero puedo prometerte esto— él calló súbitamente, riendo suavemente como si se tratara de algún chiste privado—: que puedo mostrarte una Escocia que ningún otro hombre jamás podría mostrarte.

—Pero mi trabajo...

—Al infierno con tu trabajo. Hablas los antiguos dialectos. Dos pueden traducir más rápido que uno. Te pagaré por ayudarme.

—¿De verdad? ¿Cuánto?— barbotó Hinata, luego se sonrojó, horrorizada por lo rápidamente que había preguntado.

Él rió otra vez. Y ella supo que él sabía precisamente que la tenía en sus manos.

—Selecciona una pieza —cualquier pieza— de mi colección.

Sus dedos se ensortijaron codiciosamente. Él era el mismo diablo; ¡tenía que serlo!

Conocía su precio.

Su voz descendió a un ronroneo íntimo.

—Luego escoge dos más. Por un mes de tu tiempo.

Se le cayó la mandíbula. ¿Tres antigüedades y un viaje a Escocia, por un mes de su tiempo? ¡Estaba bromeando! Podría vender cualquiera de los artefactos a su regreso a Manhattan (hizo una nota mental para escoger uno del que pudiera soportar desprenderse), volver a la escuela, obtener su doctorado...

¡y trabajar en cualquier condenado museo que quisiera! Podría permitirse tomar unas vacaciones fabulosas, ver el mundo. ¡Ella —Hinata Hyûga— podría llevar una vida glamorosa y excitante!

Y todo lo que el diablo siempre quiere a cambio, ronroneó cáusticamente una pequeña voz dentro de sí, es un alma.

Ella la ignoró.

—¿Más el skean dhu?— aclaró precipitadamente.

—Sí.

—¿Por qué Inverness?— preguntó sin aliento.

Una sombra se movió rápidamente a través de su hermoso rostro masculino.

—Es donde viven mi hermano, Menma, y su esposa— vaciló un momento, luego agregó—; él también colecciona textos.

Y si ella había vacilado antes, eso lo remató. Su hermano y su esposa; se verían a menudo con su familia. ¿Qué tan peligroso podría ser un hombre si la llevaba junto a su familia? No sería como si fueran a estar solos y juntos todo el tiempo.

Estarían con su familia. Si fuera lista, podría protegerse de su seducción. ¡Y pasar un mes con él! Llegar a conocerlo, comprender qué hacía palpitar a un hombre semejante. ¿Quién sabía lo que podría ocurrir en un mes? Y el príncipe se enamoró de la campesina... martilló su corazón.

—Di que sí. Quieres hacerlo, lo veo en tus ojos. Escoge tus piezas. Las dejaremos en tu casa antes de marcharnos.

—¡Nunca estarían seguras en mi apartamento!—. Incluso ella percibía qué débil era su protesta.

—Entonces en una de esas cajas... Una de esas...— él parpadeó.

—¿Las cajas de seguridad de un banco, quieres decir?

—Sí, eso es.

—¿Y tendré la llave?— contraatacó de súbito.

Él asintió, con la luz de la victoria brillando intensamente en su mirada depredadora. En una película, el demonio tenía siempre esa mirada antes de decir: Firma aquí.

—¿Por qué estás haciendo esto?— susurró ella.

—Te lo dije. Te deseo.

Ella tembló otra vez.

—¿Por qué?

Él se encogió de hombros.

—Quizá sea la alquimia del alma. No lo sé. No me importa.

—No me acostaré contigo, MacNamikaze— dijo la joven repentinamente. No quería que esperara eso, necesitaba dejarlo en claro muy cuidadosamente. Si, en algún momento, ella se decidía, sería algo por lo que estaría dispuesta a arriesgarse, algo completamente distinto. Pero él necesitaba saber que no era parte de su convenio. Cosas así no podían ser compradas—. Tus antigüedades compran sólo mi compañía como traductora. No sexo. Eso no es parte de nuestro trato.

—No deseo que sea parte de nuestro trato.

—Crees que puedes seducirme— lo acusó.

Él atrapó su propio labio inferior con sus dientes, lo soltó lentamente, y sonrió. Fue algo tan obvio ese gesto, pensó Hinata irritada, deliberadamente diseñado para que enfocara su atención en sus labios...

Lo sabía perfectamente, pero eso no impedía que funcionara cada maldita vez que él lo hacía. De hacerla autoconsciente de estar humedeciendo sus propios labios. Diablos y doblemente diablos, pensó; el hombre era bueno.

Ya estás seducida, pequeña Hinata, pensó Naruto, observándola, pero aceptarlo, es una simple cuestión de tiempo ahora. Ella lo deseaba: no se trataba de una pasión unilateral. La que los unía era una atracción peligrosa que desafiaba la lógica o la razón. Ella estaba tan impotentemente fascinada por él como él lo estaba por ella.

Cada cual sabía que debería alejarse del otro: él, porque no tenía derecho a corromperla; ella, porque en algún nivel subconsciente sospechaba que algo estaba mal con él. Pero ni el uno ni el otro podían resistirse a la atracción. El Diablo y el Ángel: él, seducido por su luminosidad; ella, tentada por su oscuridad. Cada uno atraído por aquello de lo que carecía.

—Pues bien, no tendrás éxito— ella dijo rígidamente, irritada por su arrogancia masculina.

—Confío en que perdonarás a un hombre por intentarlo. ¿Un beso para sellarlo?

—Lo dije en serio— espetó ella—. No voy a ser simplemente otra de tus mujeres.

—No veo a ninguna otra mujer aquí — él dijo serenamente—. ¿Tú sí?

Hinata puso sus ojos en blanco.

—¿Le he pedido a alguna otra que me acompañe a Escocia?

—Dije de acuerdo, ¿está bien? Simplemente me aseguraba de que entiendas las condiciones.

—Och, entiendo las condiciones— dijo él con una voz peligrosamente suave. Ella extendió su mano.

—Entonces chócala.

Cuando él la levantó, cambio, hacia sus labios y la besó, Hinata se sintió repentinamente insensata.

El momento se sintió... bueno... ciertamente trascendental. Como si acabara de tomar una decisión que cambiaría su vida para siempre, en formas que incluso no podía comenzar a imaginar siquiera. Los griegos tenían una palabra para tal momento. Lo llamaban Kairos, el momento del destino.

Mareada de excitación, se levantó y, con ojo experto y ninguna misericordia por la billetera del diablo, empezó a seleccionar sus tesoros.

Continuará...