5

Rachel echó un vistazo a la multitud y deseó estar de vuelta en Locos por los Libros, celebrando su lectura semanal de poesía. La cena a la que asistían esa noche era clave para el futuro profesional de Quinn. Sabía que entre los invitados se encontraban muchas personas importantes y Quinn debía causar una buena impresión si quería que tuvieran en cuenta su proyecto.

Tras entregarle el abrigo a la encargada del guardarropa, dejó que Quinn la acompañara hasta el atestado salón de baile.

—Supongo que has trazado un plan de ataque, ¿verdad? —le preguntó—. ¿Quiénes son las dos personas en las que deberías concentrarte?

Quinn caminaba hacia una espesa nube de humo de tabaco. Un reducido círculo de ejecutivos con aspecto conservador rodeaba a un hombre vestido de forma impecable, con un traje gris y una corbata de seda.

—Mike Chang va a construir el restaurante japonés. Su voto es crucial para lograr un tercer socio en el plan de desarrollo del río.

—Bueno, y ¿por qué no te acercas para hablar con él?

Rachel tomó una tartaleta de salmón de la bandeja que llevaba un camarero ataviado con un esmoquin, y después tomó una copa de champán de la bandeja de otro.

—Porque no quiero formar parte del grupo. Mi plan es diferente.

Rachel bebió un trago de burbujeante champán y suspiró, encantada.

—No te emborraches —le advirtió la rubia.

Rachel resopló.

—No sabía que las esposas fueran tan controladoras. De acuerdo, ¿quién es el hombre al que debes impresionar en última instancia?

En ese momento la expresión de Quinn se volvió calculadora.

—Samuel Evans. Es el dueño de una exitosa cadena de pastelerías en Italia y ha decidido expandir su negocio en Estados Unidos. Quiere abrir la primera tienda aquí, en el proyecto del río.

Al ver que Rachel apenas le prestaba atención porque estaba concentrada en las tartaletas de cangrejo que tenía al lado, Quinn resopló, tomó dos y se las puso en un plato.

—Come —le dijo.

—Gracias.

Rachel claudicó, sin protestar siquiera por la orden. Se metió la primera tartaleta en la boca y gimió, encantada.

Quinn frunció el ceño y en ese momento lla morena comprendió que por su culpa estaba muy gruñona. Otra vez. Le estaba mirando los labios como si ella también quisiera comerse una tartaleta de cangrejo.

—Rachel, ¿me estás escuchando?

—Sí. Samuel Evans. Una pastelería. Supongo que quieres que circule entre los invitados para cantar tus alabanzas, ¿no?

Quinn esbozó una sonrisa tensa.

—De momento voy a concentrarme en Mike Chang. ¿Qué te parece si mantienes los ojos abiertos y buscas a Samuel? Es alto, con acento italiano, y de pelo y ojos claros. A ver si consigues trabar conversación con él. Así no te aburrirás.

En la mente de Rachel resonó una lejana campana a modo de alarma, pero apenas le prestó atención ya que estaba más interesada en los deliciosos aperitivos.

—¿Quieres que hable con él?

Quinn se encogió de hombros, si bien fue un movimiento muy estudiado.

—De acuerdo. Sé amable. Si descubres algo interesante, dímelo.

De repente, Rachel sintió un escalofrío en la espalda al comprender exactamente lo que Quinn esperaba de ella.

—¿Quieres que espíe para ti?

Cuando contestó, la arquitecta lo hizo con un deje impaciente en la voz.

—No seas ridícula. Tú relájate y limítate a disfrutar de la fiesta.

—Para ti es fácil decirlo. No llevas las tetas al aire.

Quinn carraspeó y cambió de postura.

—Pudiste no haberte puesto el vestido si te resultaba tan incómodo.

Sus palabras la pusieron tensa.

—Me lo ha prestado Spencer. Yo no tengo vestidos caros.

—Podrías haberme pedido el dinero para comprarte uno.

—No necesito tu dinero.

—No sé por qué, pero lo dudo mucho. Me parece que no firmaste nuestro acuerdo por altruismo. Deberías aprovechar las circunstancias y aprovechar todo lo que puedas.

Entre ellas se produjo un breve silencio. Racjel creyó congelarse de frío.

—Tienes razón. He sido una imbécil. La próxima vez arrazare con todo lo que haya en De Chanel y te enviaré la factura. —Dio media vuelta y meneó la cabeza—. Después de todo, el único beneficio que obtendré de este matrimonio será tu dinero.

Con esas palabras le dio la espalda y se alejó.

«Imbécil», pensó.

Se colocó junto a la cristalera por la que se accedía al balcón y tomó una segunda copa de champán.

Quinn Fabray pertenecía a ese mundo. Un mundo lleno de dinero, supermodelos y conversaciones refinadas. Entre el humo de los puros reconoció las notas de Shalimar y de Obsession. Allá donde miraba veía sedas y satenes, casi todos negros o de colores neutros. Tonos discretos a fin de lucir mejor los diamantes, las perlas y los zafiros, todos genuinos, claro estaba. Todo el mundo estaba moreno y apostaría lo que fuera a que nadie llevaba autobronceador.

Suspiró hondo. Se había vestido con esmero para la fiesta y había bajado la escalinata conteniendo la respiración a la espera de conocer la opinión de Quinn. Hasta ella sabía que estaba estupenda con el vestido de Spencer. Sin embargo, la idea de querer complacerla le resultaba irritante.

Quinn la había mirado de arriba abajo. Pero en vez de dedicarle un piropo, había rezongado algo sobre su elección de vestuario antes de alejarse. Ni siquiera la ayudó a ponerse el abrigo ni volvió a mirarla hasta que estuvieron en la fiesta. Se sentía dolida, pero se reprendió por tonta. Decidió componer una expresión serena y hacer como que se vestía de esa forma todos los sábados por la noche.

Sin embargo, mientras Quinn le contaba sus planes acerca del proyecto del río, se había percatado de la emoción de su mirada, y su cuerpo reaccionó al instante.

Pasión. Un deseo feroz iluminaba esos ojos avellana. Fantaseó con la idea de convertirse en la mujer que le provocara esas emociones. Pero de repente recordó que Quinn solo sentía dichas emociones por sus edificios. Jamás por las mujeres.

Y jamás por ella.

Inspiró hondo y apuró el champán. Acto seguido, pasó por las cristaleras dobles de la terraza y se acercó a un grupo de mujeres que parecían estar hablando de una estatua. En cuestión de segundos logró unirse a ellas, se llevaron a cabo las presentaciones y se lanzó de cabeza a la vorágine de la charla social.

Quinn la observó pasear por la estancia y masculló una palabrota. Joder, otra vez había metido la pata.

Debería haberla halagado por lo guapa que estaba con el dichoso vestido. Sin embargo, no estaba preparada para lo que vio cuando Rachel bajó la escalinata, arreglada para la fiesta.

El vestido de color rojo tenía un gran escote y dejaba parte de sus bronceados hombros al aire. El bajo rozaba el suelo y la tela, drapeada con maravillosos pliegues y con un brillo dorado gracias al entramado de los hilos, tenía una caída espectacular. Llevaba sandalias doradas de tiras que dejaban a la vista las uñas de su pies, pintadas de rojo chillón, si bien el vestido las ocultaba al caminar. Se había recogido el pelo en la coronilla, aunque había dejado algunos tirabuzones sueltos junto a las orejas y por la nuca. Se había pintado los labios de rojo. Cuando parpadeaba, la luz le arrancaba destellos a la sombra de ojos metalizada que se había aplicado. Estaba segurísima de que todos los hombres presentes estaban pendientes de ella.

Había estado a punto de ordenarle que se cambiara de ropa. La mujer con la que se había casado carecía de la gélida sofisticación que se sabía capaz de controlar. Al contrario, era una Eva voluptuosa que invitaba a un hombre al infierno y que convertía una manzana envenenada en el más delicioso de los manjares. Sin embargo, se limitó a mascullar algo por lo bajo antes de darle la espalda. En aquel momento se preguntó si lo que había vislumbrado en sus ojos era una expresión dolida; pero, cuando la miró de nuevo, descubrió a la mujer problemática y sarcástica con la que se había casado.

La ira la inundó de repente al pensar en la facilidad que tenía Rachel para lograr que se sintiera fatal.

En realidad, no le había dicho nada malo. Se había casado con ella por dinero y lo había admitido abiertamente. ¿Por qué tenía que fingir y hacerse la víctima inocente de ese lío?

Se obligó a alejar a su esposa de sus pensamientos y se concentró en el grupo de ejecutivos que rodeaba a Mike Chang. Quinn tenía muy claro lo que debía provocarle al japonés para asegurarse su apoyo.

Emoción.

Si lograba emocionar a Mike Chang, conseguiría el contrato.

La pieza final del rompecabezas era Samuel Evans. El famoso dueño era muy conocido en el ambiente empresarial por su simpatía, su dinero y su inteligencia. Creía en la pasión, no en la precisión, y su comportamiento era diametralmente opuesto al de los otros dos socios. Quinn esperaba que una alegre conversación con Rachel ayudara a limar ciertas asperezas, sobre todo porque se rumoreaba que el italiano era un mujeriego. Aunque se sentía bastante culpable, desterró dicha sensación mientras se unía al grupo.

Rachel decidió que había llegado la hora de buscar a su esposa.

Salvo por el momento de la cena, no habían estado juntas en toda la noche. Mientras tarareaba por lo bajo la letra de «I Get a Kick Out of You» echó un vistazo por el salón, si bien no pudo localizarla entre la multitud. Decidió salir al recargado pasillo. Tal vez hubiera ido al baño.

Sus tacones resonaban sobre el pulido suelo de mármol. La música se fue perdiendo en la distancia mientras contemplaba encantada los cuadros que adornaban las paredes, musitando de vez en cuando si veía alguno conocido. Sus pasos la llevaron hasta un recodo del pasillo a través del cual se accedía a una estancia similar a una galería, con estanterías llenas de libros antiguos con cubiertas de piel cuidadosamente dispuestos. Contuvo el aliento al sentir el enorme deseo de acariciar los lomos de los volúmenes y de escuchar el crujido del papel antiguo al pasar las páginas, cargadas de historia.

—Ah, de modo que si quiero que se fije en mí esta noche debería convertirme en un libro, ¿no?

Rachel se volvió al instante. Había un hombre en el vano de la puerta que la contemplaba con un brillo de emoción en los ojos que parecía genuino. Llevaba el pelo largo recogido en una coleta que le daba el aspecto de un pirata acostumbrado a encandilar a las mujeres desde hacía siglos. Tenía los labios carnosos y una nariz delicada que destacaba en el conjunto de sus fuertes rasgos, típicamente italianos. Llevaba pantalones negros, camisa negra de seda y unos carísimos zapatos de piel; su porte era elegante y seductor. Rachel supo de inmediato que se trataba de un hombre simpático, agradable y letal para las mujeres. La idea le arrancó una sonrisa. Sentía debilidad por los chicos italianos. A no ser que fuese lesbiana, seguramente la traería babeando por él.

—Sí que me he fijado en usted —replicó al tiempo que se volvía de nuevo y seguía contemplado los libros. Seguiría el guión—. Sabía que acabaría hablando conmigo al final de la velada.

—¿Y deseaba que llegara ese momento, signorina?

—Tanto que apenas puedo respirar. Bueno, ¿qué hacemos, usamos uno de los dormitorios de este lugar o vamos a su casa?

Un asombrado silencio siguió a las palabras de Rachel, que miró por encima del hombro y vio que el hombre lucía una expresión a caballo entre la decepción y el deseo. Suponía que le habría gustado cortejarla, pero al mismo tiempo no le apetecía rechazar su invitación. Rachel soltó una alegre carcajada al presenciar la lucha interna que estaba librando el caballero y su repentina falta de confianza.

De repente, esos ojos azules la miraron con un brillo cómplice.

—Está bromeando, ¿verdad?

Rachel se dio media vuelta sin dejar de reír.

—Supongo que sí.

Él meneó la cabeza con jovialidad.

—Es una mujer malvada por tentar a un hombre de esa manera.

—Y usted es un nombre malvado por pensar que una mujer sería capaz de hacer algo así.

—Tal vez tenga razón. Una mujer como usted debería tener un marido que la vigilara a todas horas. Cualquiera se sentiría tentado de robar semejante tesoro.

—Ah, pero si fuera un verdadero tesoro, no me dejaría robar fácilmente. Mucho menos por el primero que se me acercara.

Él desconocido fingió ofenderse.

—Signorina, jamás la insultaría pensando que la búsqueda del tesoro sería breve. Estoy seguro de que usted requeriría un intenso trabajo.

Signora —lo corrigió—. Estoy casada.

La expresión del hombre se tornó triste y apenada.

—Una lástima.

—Me parece que usted ya lo sabía.

—Es posible. Pero permítame presentarme. Soy Samuel Evans.

—Rachel Berr… quiero decir, Rachel Fabray.

El rubio se percató de su titubeo y pareció tomar nota.

—Recién casada, ¿verdad?

—Sí.

—Sin embargo, deambula usted sola por un pasillo y nadie la ha visto en compañía de su esposa en toda la noche. —Meneó la cabeza—. Las costumbres americanas son atroces y tan liberales que no lo entendería.

—Mi esposa ha asistido a la fiesta por cuestiones de negocios.

—Lucy Quinn Fabray, ¿verdad?

Ella asintió con la cabeza.

—Supongo que la conoce. Va a presentar un proyecto para la rehabilitación de la zona del río.

Samuel mantuvo una expresión neutra. Era obvio que detrás de la fachada de hombre carismático se ocultaba un agresivo hombre de negocios, y Rachel estaba segura de que ya conocía su identidad antes de acercarse a ella. Quinn subestimaba al Sam Evans si pensaba que podía engatusarlo con una simple conversación. Saltaba a la vista que el hombre que tenía delante mantenía el placer separado del trabajo.

—Todavía no he tenido el gusto de conocerla.

Se inclinó hacia Rachel muy sutilmente. Los efluvios almizcleños de su colonia se alzaron entre ellos.

La miró a los ojos y sus miradas se entrelazaron un instante.

Rachel esperó sentir el asalto del deseo sexual, esperó que saltaran chispas, esperó que el deseo recorriera su cuerpo y le confirmara que Quinn Fabray no era la causa de sus problemas.

Nada. Ni siquiera un hormigueo.

Suspiró para sus adentros y se resignó a luchar contra la atracción que sentía por Quinn y a admitir que tal vez aún estuviera enamorada por ella como cuando era pequeña. Si Samuel Evans no le provocaba ni una pizca de deseo sexual, lo llevaba muy crudo.

A continuación, suspiró de verdad y dijo:

—Creo que adorará a mi esposa tanto como yo la adoro.

Sam captó la indirecta y la aceptó con elegancia.

—Ya veremos. En cuanto a nosotros, ¿podemos ser amigos?

Rachel sonrió.

—Sí. Amigos.

—La acompañaré hasta el comedor para tomarnos una copa y me contará todo lo que haya que saber de usted.

Rachel aceptó el brazo que le ofrecía y salieron juntos de la biblioteca.

—Samuel, creo que conozco a la mujer perfecta para usted. Es una gran amiga mía. Y tal vez sea la horma de su zapato.

—Signora, se subestima—replicó él al tiempo que le guiñaba un ojo con gesto pícaro—. Todavía sufro por su pérdida.

Rachel soltó una carcajada justo cuando entraban en el comedor y alzó la mirada, sorprendida de que su esposa se plantara frente a ellos. Quinn se detuvo delante de ella, intimidándola con su altura. Rachel abrió la boca para hablar, pero antes de poder hacerlo, Quinn la estrechó entre sus brazos.

La sorpresa le impidió hablar durante unos segundos.

—Hola, cariño. Estaba hablando con el signore Samuel. Creo que todavía no se conocen, ¿verdad?

Ambos se observaron mutuamente como harían dos gallos de pelea. Quinn fue el primero en rendirse, seguramente porque era lo que le convenía a sus intereses empresariales y no por falta de valentía; le tendió la mano al rubio.

—Samuel, ¿cómo está? Veo que ya conoce a mi esposa.

Mientras se estrechaban las manos, Rachel observó, perpleja, la expresión de su esposa. ¿No le había dicho Qui. que engatusara a Sam Evans con su burbujeante conversación o se estaba volviendo loca? ¿No le había insinuado que quería información de primera mano a ser posible? Sin embargo, en ese momento parecía estar irritada, como si ella la hubiera traicionado.

Quinn olía a jabón y a limón. Le colocó la mano en la cintura y sintió que le rozaba la curva del vientre con la yema de los dedos. Imaginó que dichos dedos descendían unos centímetros… ¿qué se sentiría al tener esos dedos en su interior, llevándola a los lugares que deseaba descubrir pero que tanto miedo le daban? Se concentró de nuevo en la conversación que mantenían.

—Felicidades, Quinn. Rachel me ha dicho que están recién casadas. Debe de ser difícil obligarse a asistir a un evento social por cuestiones de negocios, ¿verdad?

—Desde luego.

Quinn inclinó la cabeza. Rachel contuvo el aliento cuando sintió el roce de sus labios y de su nariz en la oreja. Se le endurecieron los pezones y experimentó un hormigueo. Rezó para que la copa preformada del sujetador ocultara la evidencia de la traición de su cuerpo.

Samuel apenas fue capaz de disimular que el gesto le resultó gracioso.

—Al parecer, Blaine cree que es usted la mujer perfecta para el trabajo. Tal vez deberíamos concertar una reunión para que expusiera sus ideas.

—Gracias. Llamaré a su secretaria para concretar la fecha y la hora.

Rachel se percató del tono eficiente de la voz de Quinn y supo que Samuel también había reparado en él. Quinn no se prestaba a ciertos jueguecitos típicos, por ejemplo el de fingir ser demasiado importante como para hacer una llamada en persona a fin de concertar una reunión.

—Muy bien. —Sam tomó una de las manos de Rachel y la besó en la palma—. Rachel Fabray, ha sido un placer conocerla. —Pronunció su nombre con un sedoso acento italiano—. Dentro de dos semanas celebro una cena a la que acudirán unos cuantos amigos íntimos. ¿Le apetece venir?

Consciente de que Samuel la había invitado a ella sola, se volvió hacia Quinn y le preguntó.

—Cielo, ¿tenemos algún compromiso?

En esa ocasión, el gesto de Quinn no fue sutil en absoluto. Se situó tras ella y la abrazó por la cintura, estrechándola contra su cuerpo. Su trasero acabó presionado contra su entrepierna y se sintió atrapada por sus duros muslos. Tras colocarle las manos justo debajo de los pechos, contestó.

—Iremos encantadas.

—Maravilloso. Será un placer volver a verlas. A las ocho en punto. —Samuel se despidió de Quinn con un asentimiento de cabeza y, después, le sonrió a Rachel—. Que pasen una buena noche.

Quinn la soltó poco después de que se marchara. La repentina ausencia de su calor corporal le provocó a Rachel un escalofrío en la espalda. Su rostro perdió la expresión de una amante y adoptó un rictus impersonal.

—Vamos.

Sin pronunciar una palabra más, salió de la estancia, le pidió los abrigos a la encargada del guardarropa y se despidió. Rachel charló un instante con los pocos amigos que había hecho y siguió a su esposa hasta el coche.

El silencio se prolongó durante todo el trayecto hasta que llegaron a casa. Asqueada por la tensión, Rachel fue la primera en hablar.

—¿Te lo pasaste bien?

Quinn gruñó.

Rachel lo tomó como una afirmación.

—La comida estaba muy buena, ¿verdad? Me ha sorprendido comprobar que algunas mujeres son muy agradables. Y me han invitado a la inauguración de la exposición de Millie Dryer. ¿Es genial, no?

Quinn resopló.

—¿Qué tal tus planes? ¿Has conseguido lo que querías?

Como respuesta obtuvo otro sonido extraño.

—No me ha ido tan bien como a ti, al parecer.

La ira se apoderó de ella al instante y replicó con voz cortante.

—¿Cómo dices?

—Da igual.

Rachel apretó los puños. El frío que la había acompañado durante la noche se transformó en un calor abrasador.

—Eres una hipócrita y una imbécil. Me pediste que buscara a Samuel Evans y que le sonsacara información. ¿Me has tomado por una idiota, Quinn? Primero me utilizas y ahora te enojas. Hice lo que querías. Así que estamos en paz, ya no te debo ningún favor.

—Me limité a sugerirte que intentaras averiguar algo que fuera útil para mis planes. Te pedí que lo engatusaras, no que le provocaras un calentón que va a durarle varios días.

Giró al llegar a la avenida de entrada y aparcó frente a la casa haciendo que los neumáticos chirriaran.

Rachel contuvo el aliento.

—¡Vete a la mierda, Quinn Fabray! Ese hombre me ha tratado con educación y no se ha pasado de la raya desde que le dejé claro que estoy casada. Pero se te escapa el detalle más importante, niña bonita. Samuel no mezcla los negocios con el placer. Aunque me desnudara delante de él y le suplicara que te diera el contrato, sería capaz de negarse. No puedo ayudarte con este hombre. Apáñatelas como puedas.

Salió del coche y caminó hasta la casa.

Quinn soltó una grosería y la siguió.

—De acuerdo. En ese caso no tendremos que asistir a su fiesta. Me limitaré a concertar una reunión de trabajo.

Rachel abrió la puerta y meneó la cabeza.

—Pues no vayas. Yo sí iré.

—¿Cómo?

—Que yo voy a ir. Me cae bien y creo que será divertido.

Quinn cerró la puerta de golpe, entró en tromba en el salón y se quitó las zapatillas lanzándolas lejos.

—Eres mi esposa. No irás a ninguna fiesta sin mí.

Rachel se quitó el abrigo y lo colgó en el armario.

—Soy una socia que se limita a seguir las reglas. Tú y yo somos libres para vivir a nuestro aire siempre y cuando no nos acostemos con terceras personas, ¿verdad?

Quinn acortó la distancia que las separaba y la miró echando chispas por los ojos.

—Me preocupa mi reputación. No quiero que Samuel se lleve una impresión equivocada.

Rachel levantó la barbilla, pero se mantuvo en sus trece.

—Cumpliré nuestro trato, pero iré a la fiesta de Sam Evans. Hace mucho tiempo que no me divierto en compañía de alguien. De alguien simpático, divertido y… cariñoso. Quizás deberían gustarme ya los hombres y darles una oportunidad.

Pronunció la última palabra tras una pausa, de modo que quedó suspendida en el aire y resonó como un trueno. Fascinada, observó a la mujer impasible que conocía transformarse en algo distinto. Sus ojos se oscurecieron, apretó el mentón y todo su cuerpo se tensó. Levantó las manos y la aferró por los brazos. Parecía dispuesta a zarandearla o a hacer otra cosa. Algo completamente… irracional.

La recorrió una descarga eléctrica y separó los labios para respirar. A la espera de que lo iba a suceder.

—¿Tanto deseas a alguien Rachel? —le preguntó la rubia con tono burlón.

Acto seguido, inclinó la cabeza de modo que sus labios quedaron separados por apenas unos milímetros. Con deliberada lentitud, sus manos ascendieron por los brazos hasta cerrarse en torno a su cuello y, con los pulgares, la instó a levantar la cabeza, de modo que se percató del ritmo alocado de su pulso, visible gracias al escote del vestido. Sin apartar la mirada de sus ojos, prosiguió con la tortura acariciándole las clavículas y la curva de los hombros. Después, descendió. Por la parte delantera. Hasta que ambas manos se detuvieron justo sobre sus pechos. El deseo avivó los sentidos de Rachel. Su cuerpo se derritió. Sintió que se le endurecían los pezones, ansiosos por recibir sus caricias.

Se le escapó un gemido en cuanto los rozó con los pulgares. Quinn también gimió, satisfecha, y siguió acariciándola de forma insoportable. Rachel sintió su emoción, y se mojó al instante.

—A lo mejor debería darte lo que tanto deseas. —Quinn presionó para frotarse contra ella a modo de aperitivo, y Rachel se estremeció. Acto seguido, introdujo las manos bajo el vestido para acariciar su cálida piel—. Si te doy lo que quieres, a lo mejor no necesitas ir en busca de Sam Evans y tener todavía tu atención en las chicas.

Rachel sintió un nudo en las entrañas a medida que esos experimentados dedos la acariciaban y le pellizcaban los pezones con suavidad y delicadeza, pese a sus hirientes palabras.

Se estremeció bajo sus manos, abrumada por las emociones y las sensaciones, pero su mente mantuvo la claridad en todo momento. La respuesta de su cuerpo la obligaba a jugar para ganar. Si Quinn ganaba esa batalla, su posición se debilitaría. Iba a besarla. En ese mismo momento. Le resultaría tan placentero que le suplicaría más, de modo que tanto su orgullo como su cordura acabarían hechos jirones. Quinn quería besarla por un solo motivo: porque su poder y su orgullo se habían visto amenazados y quería afianzar su posición. En el fondo, no la deseaba a ella. La movía el afán de la conquista sexual, el afán de establecer su dominación, y ella era la mujer que tenía más cerca.

De modo que se sobrepuso, recuperó el control como pudo y sacó el as que guardaba en la manga.

Se pegó a ella y dejó que sus labios se quedaran apenas a unos milímetros de distancia de los de Quinn.

Sintió el roce de su aliento en la boca.

—No, gracias —susurró al tiempo que le apartaba las manos de su cuerpo—. Prefiero que nos atengamos a lo acordado. Buenas noches.

Tras darle la espalda, se marchó escaleras arriba.

Las manos de Quinn descansaban a ambos lados de su cuerpo, vacías. La había saboreado por un instante: sus curvas, su olor, su calor. No obstante, en ese instante estaba sola, en mitad de la sala, igual que la noche de bodas. Una mujer casada, desesperada y sin alivio a la vista. Sorprendida por la ridícula tesitura en la que se encontraba, intentó repasar los acontecimientos de la noche para ver en qué momento se había equivocado.

Nada más verla con Sam Evans, la había poseído una furia incandescente. El calor comenzó a invadirla por los pies, subió hasta su estómago, siguió hacia el pecho y por fin rodeó su cabeza como si fuera una banda de hierro al rojo vivo.

La mano de Rachel descansaba en el brazo del italiano, que debía de estar contándole algo muy gracioso, porque la vio echar la cabeza hacia atrás y soltar una carcajada, con las mejillas sonrosadas.

Sus labios brillaban bajo las luces de las arañas. Actuaban como si fueran amigos de toda la vida, cuando en realidad acababan de conocerse.

Pero lo peor fue verla sonreír.

Una sonrisa deslumbrante, hechizante e incitante que dejaba bien claro a la persona que la recibía que era justo lo que estaba buscando, todo lo que deseaba. Era una sonrisa capaz de provocarle a cualquier hombre unos sueños muy calientes y de torturarlo durante el día. Quinn jamás había sido la receptora de esa sonrisa, y eso la enloqueció.

Así que el tiro le salió por la culata y le destrozó el plan. Si bien esperaba que Rachel lograra entretener a Sam y sonsacarle un poco de información que pudiera serle útil para cerrar el trato, no había imaginado que acabaría pasándoselo tan bien a su lado.

Soltó una grosería al tiempo que tomaba sus zapatillas, dispuesta a irse a la cama. Mientras subía la escalera, reflexionó sobre las palabras de Rachel. Si Sam Evans separaba los negocios del placer, había hecho una mala jugada. Tal vez, cuando concertara la reunión con él, debería concentrarse en el aspecto logístico de la construcción y dejar de lado el plano sentimental del asunto. Tal vez Sam sólo se mostrara apasionado en su relación con las mujeres. Tal vez quisiera una mujer fría y eficaz a la cabeza del equipo de arquitectos.

Quinn se detuvo en la puerta de Rachel. La luz estaba apagada. Aguardó un instante y aguzó el oído por si la escuchaba respirar. Se preguntó qué llevaría para dormir. De repente, se la imaginó con un diminuto conjunto negro y se puso a cien, aunque la simple idea de verla con unos leggins y una sudadera corta de franela ya le provocaba sensaciones que no había sentido con ninguna otra mujer.

¿Estaría despierta en la cama, fantaseando con Sam? ¿O estaría pensando en su último beso, ansiando más?

Caminó hasta su dormitorio. Rachel la había rechazado. Había rechazado a su esposa, joder. Y al final estaba atrapada precisamente con lo que más la horrorizaba: una esposa que le hacía volverse loca. Cerró la puerta del dormitorio y se obligó a desterrar esos pensamientos de su mente.