8

OBITO

―No corras. ―El taxi paró frente a la terminal. Estaba sentada junto a mí en el asiento de atrás, en silencio, como debía estar―. Si lo haces, te arrepentirás. ―Le daría una paliza de muerte si me obligaba a ello. No estaba por la labor de que me arrestaran y me metieran en la cárcel por retener a una víctima. No sólo pondría mi vida en peligro, sino también mi negocio. Una vez que entrabas en prisión, nadie volvía a confiar en ti. Nadie podía estar seguro de que no llevabas un micrófono de la policía.

―No voy a correr. ―Al contrario que antes, hablaba con tono aburrido. Ahora que estábamos en la entrada del aeropuerto, había cambiado el chip. Hacía sólo treinta minutos, poseía fuego y una actitud agresiva. Ahora estaba pasiva, actuando exactamente como una esclava.

Me sorprendía que se sometiera tan voluntariamente, especialmente después del tratamiento al que acababan de someterla. Esperaba de ella que gritase a pleno pulmón hasta que alguien la ayudara. Sinceramente, la respetaba algo menos por no intentarlo.

Nunca podría respetar a alguien que se rendía.

El aeropuerto estaba lleno de cámaras y guardias de seguridad. No había un lugar mejor en todo el mundo para intentar escapar. Me superaban en número y no tenía por dónde escaparme. Si alguna vez me casaba, le diría a mi mujer que se pusiera a gritar como una loca si alguien la agarraba algún día.

Entramos en el aeropuerto y pasamos por el control de seguridad. Ya estábamos en la terminal y ella no había dicho ni pío. Miraba fijamente el inmenso ventanal, contemplando cómo preparaban nuestro avión para despegar. Ahora que estaba aseada y llevaba ropa limpia, tenía un aspecto exquisito.

Intenté no quedarme mirándola.

Estaba ansioso por tenerla en mi cama, a solas en mi casa, donde podría hacer todo lo que quisiera. No quería limitarme a comérselo y correrme sobre sus pechos. Quería clavarle mi enorme miembro y tomarla como más me apeteciese. Quería sacar partido al dinero que representaba el trato de Tristan. Quería conquistar a aquella belleza y hacerla mía por completo.

Cuando subimos al avión, seguía igual de pasiva. Era una contradicción directa con su personalidad. Se había puesto insolente cuando le había dado de comer y había permitido que se duchara, pero cuando realmente importaba, no daba la cara por sí misma. Detecté al menos tres vías diferentes de huida, pero ella no pareció fijarse ni siquiera en una.

¿Qué le pasaba?

Ocupamos nuestros asientos y en breve estábamos en el aire. Ella estaba sentada, completamente quieta y con los ojos clavados en el asiento que tenía delante. Estaban poniendo una película de Disney, y ella la veía sin sonido.

Lo inesperado siempre me había puesto paranoico. Mantenía los ojos bien abiertos y el oído atento. Aquella mujer parecía inofensiva, pero cuando se trataba de la necesidad de sobrevivir de alguien, lo inofensivo no existía. Cuando conocí a Sakura, me había apuñalado sin pensárselo dos veces.

Pensar en mi cuñada hizo que me sintiera culpable por lo que estaba haciendo. Quería mucho a Sakura y odiaba todo lo que había sufrido. Lo que le había hecho era imperdonable, pero ella me perdonó por todo lo que quería a mi hermano. Aquella había sido la primera vez que había sido testigo de un verdadero acto de amor. Me hizo preguntarme si realmente habría por ahí algo de esperanza para todos nosotros.

Pero ahora tenía mi propia esclava, una mujer inocente a la que le habían arrebatado su antigua vida. Despojada de todos sus derechos, recibía un trato no mejor que el dispensado al ganado. La mataban de hambre y la golpeaban, pisoteándola como si fuera basura.

Y ahora su captor era yo.

Sabía que lo que estaba haciendo era incorrecto, pero aquello no me impedía hacerlo. Mi necesidad de poseerla anulaba mi buena conciencia. Mi única justificación era el hecho de que yo no era tan malo como Tristan y el resto de sus hombres. No la mataría de hambre, ni la haría sangrar sólo porque sí.

Aquel no era mi estilo.

Llegamos a Florencia unas horas más tarde. Había hecho que me llevaran el coche al aparcamiento, y cuando estuvimos en el interior, volvimos a mi apartamento, en un extremo de la ciudad. El sol se había puesto y la ciudad estaba en penumbras. Sólo las luces de las ventanas y las escasas farolas iluminaban el camino. Mi apartamento estaba en el último piso de un antiguo edificio. Hasta que mi nueva casa estuviera lista, aquello tendría que bastar.

En cuanto llegamos a Florencia, sus ojos se lo bebieron todo. Tenía la cara apretada contra la ventanilla del coche mientras veía los edificios pasar. Probablemente nunca hubiera estado en Italia, a juzgar por su reacción.

Atravesamos las puertas y subimos al tercer piso. La niebla se había asentado sobre la ciudad, por lo que no se veían las laderas verdes de las colinas a lo lejos. Metí la llave en la cerradura y entramos en mi espacio personal, el lugar al que llamaba mi hogar.

Ella entró en la sala de estar y se quedó de pie totalmente quieta, como si estuviera esperando que le dieran permiso para tocar algo.

Cuando Sakura se convirtió por primera vez en esclava de Sasuke, estaba obsesionada con escaparse. Combatía con él con uñas y dientes, y también con aquella actitud desafiante. Pero no daba la impresión de que tuviera que preocuparme por esta chica. No estaba buscando las salidas, ni el cajón de los cuchillos.

Qué fastidio.

―Vivo aquí hasta que mi nueva casa esté lista.

Se cruzó de brazos, con aspecto de tener frío con la camiseta y los vaqueros.

―¿Tienes otra casa?

―Me la acabo de comprar. Ya casi han terminado de amueblarla. ―Ver a mi hermano vivir en paz alejado de la ciudad me había hecho ansiar la misma privacidad. No necesitaba un viñedo ni olivares. Pero quería mirar por la ventana y no ver a un alma en kilómetros.

Quería estar solo.

―Entonces, ¿dónde me voy a quedar yo?

―En casa. ―A lo mejor ahora parecía dócil, pero podía cambiar de actitud en cuanto se pusiese cómoda. Estar tan cerca de otros vecinos, incluyendo la comisaría a sólo unos kilómetros, hacía que su cautiverio fuese un asunto delicado.

Recorrí el pasillo y entré en uno de los dormitorios de invitados. Tenía una cama de matrimonio, dos mesillas de noche, una cómoda y una gran ventana con unas vistas magníficas a la catedral, que se alzaba al otro lado de la calle.

―Tú dormirás aquí.

Con los brazos delante del pecho, entró e inspeccionó el cuarto. No mostró ninguna reacción ante su alojamiento. Dobló las rodillas junto al borde de la cama y se sentó en ella, probando su firmeza.

Cada vez que la veía cerca de una cama, sólo pensaba en una cosa.

―El médico estará aquí en un segundo, así que no te pongas cómoda.

―¿El médico? ―soltó, inclinando la cabeza. Se frotó los brazos con las manos―. Los golpes desaparecerán solos. No hace falta que te preocupes por ellos.

―Nunca he dicho que lo estuviera. ―Cerré la puerta y volví a la entrada. Me empezó a sonar el móvil en el bolsillo, así que lo saqué. Cuando vi el nombre de Sasuke en la pantalla, supe exactamente para qué me llamaba. Sabía del trato que había hecho, pero en la cuenta faltaban millones de dólares.

¿Cómo iba a explicar aquello?

―Ey, acabo de llegar a la ciudad. Te llamo por la mañana.

–¿Ya has vuelto? ―preguntó sorprendido mi hermano―. ¿Por qué has vuelto pero nuestra cuenta está vacía?

―No te preocupes. El dinero está en camino.

―¿Que no me preocupe? ―dijo furioso―. Obito, ¿qué coño está pasando? Shisui me acaba de decir que ha recibido instrucciones de preparar el pedido, pero no veo los fondos por ninguna parte. Así que cuéntame lo que está pasando, antes de que te mate.

El médico llamó a la puerta.

―Sasuke, relájate, ¿vale? Lo tengo controlado, no te preocupes.

–No lo parece. Yo...

―Me tengo que ir. ―Le colgué y puse el teléfono en silencio―. Hola, Dr. Pias. Gracias por pasarse.

–Por supuesto. ¿Dónde está?

―Sígame. ―Entré en el dormitorio de invitados donde la había dejado hacía unos minutos―. Quítate la ropa. El Dr. Pias te va a examinar.

―¿Examinarme para qué? ―Aquel respetable fuego crepitó una vez más.

―Se va a asegurar de que Tristan no te haya contagiado nada. Porque cuando te folle, no me pienso poner condón. ―Me hice a un lado para que el Dr. Pias pudiera dejar su bolsa y ponerse a trabajar. Le pagaba una enorme cantidad de dinero para que se ocupara de ello sin divulgar mis secretos por ahí. Aquella privacidad valía hasta el último centavo.

Su rostro palideció al instante al escucharme hablar de ella con aquella frialdad. Sus rodillas se apretaron juntas de forma automática, y se tensó en cuanto el Dr. Pias se acercó a ella.

―No voy a desnudarme ni a abrirme de piernas por nadie. Si esperas que se haga algo, tendrás que obligarme.

―Estaba deseando que dijeras eso. ―Me acerqué con rapidez a la cama y la empujé hasta que estuvo tumbada de espaldas sobre el colchón. Le sujeté los brazos por encima de la cabeza y apliqué todo mi peso sobre sus muslos para reducir la movilidad de sus piernas.

Sus ojos adquirieron un brillo asesino. En aquel momento me odiaba más que en cualquiera de nuestros encuentros anteriores. Echó el cuerpo hacia delante, pero no logró moverse ni un centímetro bajo mi considerable peso. Intentó deshacerse de mis manos, pero aquello tampoco lo consiguió.

Me deslicé hacia su estómago mientras el Dr. Pias le quitaba los vaqueros y el tanga, y comenzaba el examen.

Le miré la cara y vi cómo aumentaba su enfado. Si hubiera tenido una pistola, me habría disparado al momento.

Y yo la habría respetado por ello.

–Maldito hijo de puta.

―¿Soy un hijo de puta por querer asegurarme de que no tienes nada? Deberías agradecérmelo.

―¿Debería agradecerte que te asegures de que estoy limpia antes de violarme?

La palabra violación no me excitaba. Por un momento, mi necesidad de poseerla se atenuó en respuesta al fuerte término que había utilizado. Yo no veía así la situación. Otra persona la había secuestrado y le daba palizas. Yo simplemente la tenía en préstamo durante un breve periodo de tiempo. Aquí el malo no era yo... al menos no del todo.

―Deberías agradecerme que me preocupe por la limpieza. Si me estoy asegurando de que tú no tengas nada, es evidente que yo no lo tengo.

―Oh, qué detalle. ―Inspiró y después me escupió en la cara.

Permití que gotease hasta su cuello, sin moverme para limpiármelo. Mantuve su cuerpo firmemente en su sitio para que no pudiera sabotear el examen del médico.

―¿Quieres que te haga daño? Es lo que parece.

―Tristan me quiere en las mismas condiciones en que me fui. Así que no me puedes hacer una mierda.

―Ah, ¿en serio? ―Ahora deseaba cruzarle la cara hasta que llorase―. Conozco muchísimas formas de torturar a alguien sin dejarle marcas. Y estás a punto de descubrir cómo.

Aquello hizo disminuir su resistencia, entrecortando su respiración mientras su imaginación se desbocaba.

El Dr. Pias por fin terminó y recogió lo que necesitaba.

―Dame unas cuantas horas y te haré saber lo que encuentre.

–Gracias. ―Me levanté de encima de ella y lo acompañé hasta la puerta. Le pagué por sus servicios en efectivo y después cerré la puerta con llave a su espalda.

Cuando volví al dormitorio, ella se había puesto el tanga y los vaqueros, ocultando su desnudez de la vista. Ahora que se había ido el médico, se mostraba más dócil. No tenía la misma agresividad que hacía unos minutos. Pero todavía me miraba con puro odio.

Me recosté contra el marco de la puerta mientras consideraba qué hacer con ella. Quería tirármela, pero aquello no sería posible hasta dentro de unas cuantas horas. Mi boca había saboreado su suculento sexo, y ahora estaba ansioso por que ella me probara a mí.

―Quítatelo todo menos el tanga. Ahora. ―Ya me estaba imaginando su saliva goteándole por la barbilla y salpicando en el suelo. Las lágrimas le ardían en los ojos y después resbalaban por sus mejillas. Quería follarme su garganta hasta despellejársela.

Ella permaneció en la cama, defendiendo su terreno. Tenía los brazos alrededor de la cintura, como un muro.

―No.

―¿No? ―Era una estúpida si pensaba que pronunciar aquella palabra no traería repercusiones.

―No. ―Esta vez sonó más firme―. No voy a hacer nada.

Avancé por la habitación, sintiendo cómo me empalmaba en los vaqueros. Cada vez que se enfrentaba a mí, me excitaba. Pero siempre que se mostraba cooperativa, aquello también me ponía... aunque de un modo diferente. Con ella no había manera de equivocarse.

―Hazlo o te obligaré a hacerlo. ―Me detuve a un par de metros de ella―. Te vas a poner de rodillas y me la vas a chupar. Y además te va a gustar.

―Que te jodan.

Aquel familiar estremecimiento me recorrió la espina dorsal.

–No sé si eres muy estúpida o muy valiente.

―Ninguna de las dos cosas. Es simplemente que sé que eres mejor que esos otros cabrones. Sé que no me obligarías a hacer nada.

Me estaba viendo el farol... algo que resultaba peligroso.

―Sé que tienes corazón. De otro modo, me habrías follado cuando entraste en aquella habitación.

―¿No se te ocurrió pensar que a lo mejor me preocupaba que pudieras pegarme algo?

―Tenías un condón.

―Sigue siendo arriesgado.

―No, simplemente me escuchaste. Dije que no, y tú escuchaste. ―Mi enfado se atenuó bajo su mirada. Al hablar, aumentaba su confianza. Se convencía a sí misma de que todo lo que decía era verdad―. Así que no te tengo miedo.

Ella me arrinconó sin otra cosa que sus palabras, y ahora debía demostrarle que se equivocaba. Tenía que cruzarle la cara, igual que hacía Tristan. Darle un puñetazo tan fuerte que le rompiera el pómulo. Tenía que hacerle desear estar de vuelta con Tristan, porque yo era mucho peor.

Mi mano salió disparada hacia su cuello y la agarré firmemente, cortando su suministro de aire lo bastante para que le costase respirar. Le dediqué la mirada más fría que pude conjurar, adoptando la apariencia del propio Satán.

Ella no levantó las manos a mis muñecas, dejándolas sobre sus muslos. Tenía los ojos clavados en los míos mientras controlaba su pánico. No cedió al miedo, aunque no le permitía respirar del todo.

Yo la desafiaba, pero ella me devolvía el desafío.

Apreté más, esta vez cortándole el aire por completo.

Ni siquiera así me agarró.

Estábamos cara a cara, esperando a que el otro cediera antes. Todo lo que tenía que hacer era golpear con mi puño de hierro. Le había dado puñetazos a mucha gente. Casi había matado a Sakura sólo por estar en el lugar incorrecto, en el momento equivocado.

Si hubiera conocido a esta mujer hacía tan solo un año, en estos momentos estaría suplicándome piedad.

Pero no podía hacerlo.

No podía hacerle daño.

Dejé caer la mano y retrocedí, avergonzado porque hubiese ganado el encuentro.

Se agarró el pecho tosiendo y recuperando la respiración.

Demasiado cabreado para mirarla, salí como una tromba, cerrando la puerta de un portazo a mis espaldas. Activé el sistema de alarma del apartamento todavía empalmado y después me fui a la cama. A pesar de mi erección, no me apetecía masturbarme.

Estaba demasiado enfadado.

Había sido más lista que yo, y no me hacía ninguna gracia. Lo único que tenía que hacer para nivelar la balanza era hacerle tanto daño que no pudiera caminar, pero ninguno de los huesos de mi cuerpo cooperaría con aquella decisión. Me apetecía acción, pero no si para ello tenía que hacerla sangrar.

Era un puto cobarde.

No me debería importar su bienestar. Hacerle daño me tendría que dar totalmente igual. Era lo bastante estúpida para haberse puesto en una posición vulnerable para ser secuestrada en primer lugar, así que a la mierda con lo de ser un tío amable.

Me metí en la cama y me subí las mantas hasta la cintura, todavía empalmado debajo de las sábanas. Lo único en lo que podía pensar era en la bella rubia que había al otro lado del pasillo con un sexo que sabía a droga dura. Me sería muy fácil salir a escoger a otra mujer para solucionar mi problema, pero no quería a otra mujer.

La quería a ella.

Y ni siquiera sabía su nombre.