Tomaron una carretera llena de curvas. Existían otras opciones, pero aquella era la más larga y también la más hermosa. No se iba a engañar al respecto, quería enseñarle que él también conocía la belleza.
Cada vez que una curva giraba a la derecha podían ver la casa familiar y cada vez que torcían hacia la izquierda la perdían de vista. Era muy distinta a la mansión Malfoy. Era de piedra y enorme, por supuesto, ninguna posesión con el nombre de Malfoy era pequeña, pero estaba rodeada de un páramo verde que solo terminaba cuando se encontraba con un acantilado no muy pronunciado. De hecho, en un día como aquel en los que el mar tendía a estar picado, probablemente el mar estaría salpicando la que había sido la casa del servicio. Hacía tiempo que nadie vivía en ella, solo el hijo de la antigua ama de llaves se pasaba una vez al mes para asegurarse de que seguía allí, entera.
Esperaba que ella pudiera entenderlo, que pudiera ver que aquella casa era muy distinta a la mansión. No estaba seguro de que fuera así y no fueran solo sus ojos y sus propios recuerdos los que la cambiaban y la hacían más amable.
Ella seguía sin preguntarle nada. A él le habría gustado ver algún asomo de curiosidad por su parte. Eso habría sido un avance, pero tampoco tenía demasiadas esperanzas. Se repetía a sí mismo el discurso que le iba a dar.
«Aquí hay libros que podrán ayudarte. ¿Que por qué te he traído a la vieja casa de mis abuelos, el único lugar en el que he sido alguna vez medianamente feliz y que siento unas ganas irrefrenables de compartir contigo? Eh… Bueno, en fin, ni yo lo sé, ¡pero aquí estamos! ¡Eh! ¡Hay miles de libros a tu disposición! Y en cuanto encendamos un par de fuegos aquí y un par de candelabros allá será hasta cálida. O sonríe, solo sonríe, por favor, y volverá el calor».
Era un imbécil.
Un profundo imbécil.
—Ya casi hemos llegado —murmuró para dejar de darle vueltas a las mismas cosas una y otra vez. —¿Ves aquella casa allí al fondo? Es a donde vamos. Tiene unas vistas bastante decentes si es el tipo de paisaje que te gusta.
Hacia el final perdió un poco la voz, pensando que tal vez estaba dando demasiada información. Más de la que ella quería, en cualquier caso, porque no había hecho ningún gesto.
—Entiendo… ¿Y tiene algo que ver con tu familia?
Esa pregunta le puso en guardia. No quería que relacionara aquello con ellos.
—Bueno… Sí. Era de mis abuelos. Nadie de mi familia ha pasado por aquí desde que yo era pequeño. Es… —tamborileó con los dedos sobre el volante en un gesto nervioso. —Es un sitio poco Malfoy en cierto sentido. Es grande, sí, y majestuosa, sin duda… Pero… Pero no es un mal sitio.
—No se parece a la mansión. En la mansión no creo que pudiera crecer tanta vida.
Draco la miró levantando una ceja. ¿Acababa de hacer una broma? Desde luego se parecía a una broma.
—Está bien, no te preocupes —dijo Hermione. —Confío en tu buena voluntad.
No había dicho que confiara en él, pero sí que confiaba en su buena voluntad. Y como su confianza no era precisamente un bien que regalara o del que Draco disfrutara en abundancia decidió que aquello era un impulso prometedor.
Una gran puerta de forja negra se empezó a abrir cuando el coche se acercaba. Entraron en un camino que aún serpenteó durante un rato más hasta llegar a la casa. El suelo, cubierto de gravilla y rocas, crujía bajo los neumáticos del coche. No era precisamente un camino cómodo, no estaba pensado para coches, sus abuelos habrían visto como una excentricidad que llegara así.
Se bajaron del coche y Draco sacó su varita. Habría jurado que Hermione echaba un vistazo anhelante al artilugio, pero no lo podía asegurarlo. Entonces murmuró el hechizo de la bisabuela Seraphine:
—Aperi librum et animam tuam aperiet.
La oyó contener el aliento. Sabía que en aquel momento necesitaba explicarle lo que acababa de decir, demostrarle que lo sabía. Porque él estaba seguro de que lo sabía, ¿cómo no iba a saber latín?
Sonrió.
—Te habría caído muy bien la bisabuela Seraphine, Hermione. Te lo aseguro. No todos hemos… No todos han sido así en mi familia.
—Tú tampoco lo eres, Draco.
—Bueno… No creo que pienses así. No todo el tiempo, al menos.
Empujó la puerta para parar la conversación. No quería que ella le tomara por alguien que no era. Estaba a años luz de ser como había sido su bisabuela.
Se giró hacia ella cuando la vio ir hacia el coche para coger la bolsa de viaje.
—No hace falta que cojas tus cosas. Las encontrarás en el cuarto que te he asignado. Esta casa es solo un poquito menos mágica que Hogwarts.
Entraron. Draco con gesto decidido y Hermione algo rezagada y vacilante. No hacía tanto frío como había esperado. La entrada daba a un gran recibidor presidido por una escalera. Bajo la escalera, si no había cambiado todo, había juguetes, libros infantiles y probetas. Era su lugar y allí le dejaban acumular todos los cacharros que quisiera. A la derecha, una gran puerta se habría hacia un pasillo y, de él, a través de otra puerta más, pasaron a la sala de estar principal, la que no podía ver ningún invitado.
Draco no quería detenerse demasiado en enseñarle todo a Hermione, prefería que lo fuera descubriendo todo ella sola, como quien explora un gran misterio. Además, estaba cansado del viaje y ella parecía extenuada. Pero sí que quería que supiera dónde estaba esa sala, dónde podían compartir el tiempo cuando no quisiera estar sola.
—Esta es la sala de estar. Es donde, si quieres, más tiempo pasaremos. Aquí tienes un poco de todo.
Le fue enseñando las estanterías llenas de viejas novelas muggles que esperaba que le interesaran, aunque no se paró demasiado en ellas, la chimenea, el armario lleno de mantas, el juego de té que siempre estaba listo para servirte una taza, la lata de galletas que siempre estaba llena y el piano.
—Si quieres ahora te dejaré un rato en tu cuarto para que te asees. Te esperaré aquí. Las formalidades creo que sobran, si quieres saber cualquier cosa… Ya sabes.
Ella asintió haciéndose muy pequeña.
—Por cierto, si estás pensando en intentar cualquier cosa, desde hacerte daño hasta matarte, aquí dentro es imposible. Tendrás que escapar y me temo que está un poco difícil encontrar nada fuera de aquí. Siempre están los acantilados, claro, pero no te lo aconsejo. No son demasiado altos, es probable que no te mates y, además, si lo hicieras, te ibas a encontrar con unos cuantos fantasmas con los que no te llevarías nada bien.
La vio tragar con dificultad. Claramente la había sorprendido y se sintió satisfecho. Ese había sido su objetivo. Si lograba provocar en ella reacciones humanas y, de paso, dejarle claro que bajo su tutela no iba a hacer nada de eso… Bueno, estaba matando dos pájaros de un tiro.
—¿Qué más? Ah, sí, ¿tienes hambre?
—Un poco, pero no hace falta que te molestes.
—No es molestia, haré unos sándwiches.
—¿Harás? —Ella levantó una ceja, casi con una sonrisa en los ojos.
—¡Por supuesto que haré! ¿Acaso crees que soy un inútil? —Y habría tenido razón de haberlo creído. No iba a mover un dedo, para algo tenía una varita. Además, la cantidad de magia que se acumulaba en aquella casa te empujaba a abusar de ella.
—Llevo teniendo sensaciones raras desde que llegamos. Como una calidez en la punta de mis dedos —dijo Hermione como si le hubiera leído la cabeza. Él asintió.
—Sí. Es una de las peculiaridades de esta casa, concentra mucho poder. Normalmente solo la familia podemos sentirlo, pero algunos magos especialmente poderosos también pueden hacerlo.
—¿Acaso soy de tu familia?
—No, Hermione, pero eres poderosa, no pretendas que no lo sabes.
—Yo… quién sabe. Puede ser… o puede que sea haber salido de allí por fin,
Draco se quedó en silencio. No creía que nada pudiera convencerla de lo contrario y era triste verla así. Ella se dio la vuelta y salió de la sala, arrastrando los pies. Draco la siguió para indicarle cómo llegar a su habitación.
Subieron la gran escalera de la entrada. Sin darse cuenta de lo que hacía, Hermione deslizó la mano por la barandilla. Draco sí que se fijó y pudo ver cómo se sobrecogía. Estaba seguro de que ella estaba notando esa vibración, todo el poder que generación tras generación había ido dejando allí. Torcieron a la izquierda, hacia el ala de la familia y caminaron por el pasillo. Las alfombras extendían flores a su paso y amortiguaban el sonido de los zapatos contra la madera.
Ahí estaba. Otro buen motivo para estar allí más allá del estúpido deseo de mostrarle esa parte de sí mismo. Un motivo mucho más razonable, el que declararía ante cualquiera que le preguntara. Estaba seguro de que toda esa magia limpia, cristalina, podrían sanarla de alguna manera o, al menos, darle el espacio mental suficiente como para pensar en la posibilidad de sanar. Un antidepresivo sin los efectos secundarios.
—Esta es tu habitación. Es la que ocupaba yo, no habrá nada raro.
Hermione asintió.
—Si necesitas cualquier cosa, estaré abajo.
Y Draco se marchó. Bajó directamente a la sala donde sabía que habría un mueble bar bien provisto. Necesitaba un whisky de fuego, sentarse y cerrar los ojos durante un rato. Suponía que ella aún tardaría en bajar si es que lo hacía.
Antes de servirse una copa, se sentó un momento en el piano que estaba semiescondido en una esquina de la sala. Hacía siglos que no tocaba. En general no tenía ni el tiempo ni la disposición para hacerlo. La vida le había pasado un poco por encima. Pero aquellos días tendría tiempo.
Levantó la tapa con cuidado y retiró el paño que cubría las teclas. Tocó unas escalas rápidas y comprobó que, por supuesto, seguía afinado. Siempre lo estaba. Hasta que no había salido al mundo muggle no había sabido que los pianos podían desafinarse. En su momento, saber aquello había resultado extrañamente confortador. Incluso había pagado cantidades obscenas de dinero por aprender a afinarlos él mismo.
Retiró las manos. Aún no era el momento. La condensación de emociones de todo el día hacía que le dolieran las manos, necesitaba poner todo en orden antes de arrojarse sobre el piano. Pero lo haría.
Se levantó, se sirvió el whisky y se tiró sobre un viejo y elegante sofá. Era sorprendentemente cómodo. Cerró un poco los ojos, solo para descansarlos después de haber estado tan pendiente de la carretera. El aire era cálido y olía a hogar y tranquilidad. El sueño empezó a tirar de él cada vez más…
…y entonces un carraspeo lo despertó. Ella estaba en la puerta, vestida con un chándal viejo, el pelo recogido en una coleta y… Mierda. Estaba preciosa. Él estaba siendo un idiota, pero ella estaba preciosa.
—¿Por qué me miras fijamente? —Preguntó ella sacándolo de su estupor.
—Disculpa, me había quedado dormido. Está claro que aún no me he despertado del todo. Ese sofá es muy cómodo —dijo señalando un amplio sofá frente al suyo, y ahí tienes todos los libros que quieras. Siéntete como en casa. Voy a preparar los sándwiches.
Hermione asintió, todavía sin hablar. Draco se marchó a la cocina y con un par de movimientos de varita dejó hechos dos deliciosos y grasos sándwiches de queso. En hacer el té se tomó algo más de tiempo, no quería volver demasiado pronto, prefería dejarle algo de tiempo y, por qué no, fingir que realmente había cocinado algo.
Con un plato y dos tazas de humeante té negro fue hacia la sala. Cuando llegó la vio sentada en el sofá, con las piernas cruzadas y, sobre ellas, una manta de cuadros. En sus manos tenía agarrado un libro. No lo cogía, no, lo agarraba como quien agarra una tabla de salvación.
—¿Qué lees? —Preguntó mientras depositaba la comida sobre la mesita de centro.
—No creo que lo conozcas. Es Villette, de…
—Charlotte Brontë, por supuesto, recuerda dónde estamos, conozco los libros que hay aquí.
Ella lo miró con gesto desconfiado.
—Ah, claro, lo pone en la portada.
—¿Ah, sí? ¿Y en la portada pone también si era una novela romántica o puro goticismo?
—Oh. Bueno. Claramente es puro goticismo, aunque también es una novela romántica. Eso no significa que sea peor o que… —Entonces se calló. Pero ya había juntado varias frases. Frases apasionadas, además. Aquello era una victoria.
—Eso pensaba. Las Brontë eran una chungas, ¿no? —Preguntó mientras se sentaba inclinado hacia ella, dispuesto a escuchar todo lo que tuviera que decir.
—No lo tuvieron fácil. Eran mujeres. Mujeres progresistas, además. En un entorno no siempre amable. Por eso son de mis favoritas. Ellas hablaron, ¿sabes? Es muy difícil hablar cuando no tienes voz —volvió a aferrarse al libro y a hacerse pequeña, más encogida en el sofá.
—Pero tú tienes voz —respondió Draco suavemente. —También son de mis favoritas, por cierto.
Hermione sonrió. Muy poco, pero ahí estaba y su sonrisa le burbujeó en el pecho.
—Sigue leyendo, no te molesto más. ¿Te desconcentraría que tocara un poco el piano? Estoy oxidado, así que no prometo un gran recital.
—En absoluto. Será estupendo escucharte.
Se comió su sándwich en dos bocados y se bebió el té, aún ardiendo, de un trago.
—Y come, que estarás famélica —dijo sin mirarla, yendo ya hacia el piano.
Se sentó en la banqueta y estiró los dedos. Empezó con unas pocas escalas. Arriba y abajo, alternando mayores y menores, devolviéndole la flexibilidad a los dedos. Arpegiar un poco, enlazar con Satie. Odió a Satie cuando lo conoció, no lo entendía. Tiempo después aprendió que Satie dolía y curaba. Cada transición costaba un pedazo de ti y, sin embargo, cuando terminaba siempre sentía que estaba más entero que antes de empezar.
¿Lo entendería ella?
La miró de reojo y allí estaba, con el libro caído sobre el regazo, mirándolo fijamente. Los ojos brillantes.
