Abriendo las alas
Inocente
A la mañana siguiente, Sansa contemplaba divertida como Arya blasfemaba al tiempo que clavaba con saña su aguja en el bordado; no había duda de que la costura no era su punto fuerte. Mientras su madre y su cuñada habían asistido a un evento benéfico a favor de los niños huérfanos –la asociación estaba reservada a mujeres casadas y viudas–, ambas hermanas se habían quedado al cuidado del pequeño Rickon. El sonido de unas voces acercándose por el pasillo las sacó de su estado de monótono aburrimiento.
–De acuerdo, Stark, creo que deberíamos volver a reunirnos la próxima semana para cerrar los últimos flecos del asunto –a aquellas alturas, Sansa era capaz de distinguir la voz áspera del duque de Westland casi en cualquier parte; su proximidad la provocó un repentino estallido de nerviosismo.
El duque y su hermano entraron en la antecámara que comunicaba con la salita. En cuanto percibió la mirada de Clegane fija en ella, Sansa sintió que se ruborizaba; la única muestra de reconocimiento que hizo él fue un breve asentimiento de cabeza. Ajeno al intercambio, Robb extendió una mano hacia el duque, en claro ademán de despedida; no obstante, se mostró un tanto desconcertado cuando, en lugar de corresponder al gesto, éste inquirió:
–¿Sería posible acompañar a Lady Stark a dar un paseo?
Robb se mostró claramente nervioso bajo la intensidad de su mirada gris y cambió el peso de un pie a otro. Sansa se sorprendió a sí misma por lo mucho que deseaba internamente que accediera a la petición.
–No sé… –su hermano se rascó la nuca, indeciso y Sansa retorció la falda de su vestido con nerviosismo–. Yo no puedo acompañarles, estoy citado dentro de un cuarto de hora con el director del banco y dejarles salir juntos, sin carabina… No creo que mi madre esté muy conforme.
–¡Pueden acompañarnos Rickon y Arya! –intervino Sansa, tal vez con demasiado entusiasmo. Por el rabillo del ojo, observó que el rostro de su hermana se iluminaba y supo que tenía una firme aliada; sin embargo, Robb no parecía ni mucho menos tan convencido–. ¡Oh, vamos hermano, ni que estuviéramos a principios de siglo! ¡Sólo será un inocente paseo!
Clegane observaba el intercambio entre los dos hermanos con una sonrisa torcida pintada en su rostro, habitualmente impasible.
–Humm, no sé si un niño de siete años es la carabina más adecuada y en cuanto a Arya… –ante la mueca de escepticismo de Robb, Sansa abrió mucho sus grandes ojos azules, tan parecidos a los de su madre y compuso un asomo de puchero. Su hermano dejó escapar un profundo suspiro y ella no pudo dejar de felicitarse internamente: lo había conseguido–. De acuerdo, espero que sepas comportarte como una dama responsable, Sansa, y que el buen nombre de esta familia no quede en entredicho –Después, se giró hacia el duque y finalmente, le dio un firme apretón de manos – Clegane, ni qué decir tiene que confío en su honor.
En cuanto Robb despareció por el pasillo, Sansa se apresuró a llamar a una doncella para que arreglara a sus hermanos con su ropa de paseo; Arya y Rickon se marcharon en pos de ella, visiblemente satisfechos ante la idea de salir de casa y pasear a sus anchas. Entonces, el duque y ella se quedaron un momento a solas y Sansa no supo muy bien qué decir. Afortunadamente, fue él quien rompió el silencio:
–¿Adónde te apetecería ir? –mentalmente, la muchacha agradeció que Clegane no hiciera ningún comentario burlón acerca de sus cortesías de damita de noble cuna; también se dio cuenta de que, aunque él intentó imprimirle un tono casual a su voz, ésta sonó ronca y un poco atropellada. Quizás estuviera tan poco familiarizado como ella con las formalidades del cortejo.
–¡Oh! Hace buen día: podríamos dar un paseo hasta el parque, a Rickon le gustará. No sé si usted ha venido a pie.
–Pajarito, la última vez que hablamos a solas hicimos un gran avance y pasaste a tutearme, supongo que, ahora que te estoy cortejado formalmente, no importará demasiado que, en adelante, te dirijas a mí de ese modo siempre.
El uso de aquel apodo tan familiar llenó a Sansa de una peculiar calidez; no obstante, aquel hombre aún la imponía demasiado, con toda aquella fuerza contenida y una mirada tan intensa; necesitó tragar saliva antes de responderle.
–Yo… no creo que ahora mismo tutearle sea lo más apropiado, Clegane –realmente, esperaba que su negativa no le ofendiese: a él no parecía importarle que le llamara por su apellido y, en todo caso, no sonaba tan íntimo como un tuteo, por lo que Sansa no se sentía incómoda empleándolo.
–¿Ahora no? ¿Y cuándo sería apropiado entonces?
Pese a su respuesta, él no parecía contrariado ni molesto, por lo que Sansa se atrevió a replicarle, casi sin pensar:
–Cuando estemos formalmente comprometidos
Nada más percatarse de lo que acababa de decir, deseó que se la tragara la tierra y la escupiera en algún lugar de las antípodas tropicales: si bien él había pedido permiso a su familia para cortejarla formalmente y habían hablado de matrimonio en privado, aún no había nada concretado. Es más, el duque había insistido en conocerla mejor para saber si podían llegar a tener un matrimonio feliz, por lo que no era improbable que, después del cortejo, Clegane cambiara de opinión: quizás pensara que Sansa era demasiado simple y aburrida y que no merecía la pena. Entonces, ella pasaría a ser oficialmente una paria en la alta sociedad de Poniente y viviría el resto de sus días como una amargada solterona.
–Bueno, eso tiene fácil arreglo –la voz de él la sacó de sus cavilaciones– puedo hincar la rodilla en tierra aquí mismo, si es lo único que necesitas para dejar las formalidades a un lado–. Clegane esbozó una de sus sonrisas socarronas y Sansa sintió que su rostro ardía, sonrojado.
–Yo… esto… lo que he querido decir, es que… –balbuceó; en las clases de etiqueta de la señorita Mordane, no se enseñaba cuál era la respuesta apropiada a algo así.
–Sé lo que has querido decir, pajarito: sólo estaba bromeando –declaró él al tiempo que se enderezaba el nudo de la corbata–. Bromear sí que está permitido en un cortejo, ¿no?
–Sí, creo que sí –Sansa esbozó una tenue sonrisa y cualquier otra respuesta quedó acallada por el barullo ocasionado por Arya y Rickon al irrumpir corriendo en el vestíbulo.
–¿Y llevabas espada?
–Bueno, no exactamente –Clegane se encogió de hombros ante la pregunta de Rickon–. Pero sí que llevaba un fusil.
–¿Y había bombas?
–¿Es cierto que acabaste con un regimiento tú solo? –inquirió Arya intrigada.
–No, no fue un regimiento, eran poco más de diez e iban peor armados que yo –respondió él.
Sansa no pudo menos de alabar internamente la paciencia de aquel hombre ante el bombardeo de preguntas de sus hermanos. Tampoco pudo dejar de notar que él intentaba evitar como podía cualquier asunto relacionado con la guerra. Cada vez que el tema salía a colación, una nube de tristeza cubría la mirada del duque.
–De mayor quiero ser un héroe de guerra tan fuerte y valiente cómo tú –declaró Rickon.
–Como usted –corrigió Sansa, deseando cambiar el tema de conversación de una vez por todas–. Debes tratar al duque como corresponde, Rickon.
–Bueno, según tengo entendido, los amigos pueden tratarse de tú a tú, así que puedes hacerlo siempre que quieras, Rickon –dijo Clegane, revolviéndole el pelo.
El niño pareció inmensamente complacido de contar con tal honor. Mientras su hermano menor seguía parloteando, Sansa no pudo evitar mirar de soslayo al duque. Bajo su apariencia indolente, él parecía cómodo, relajado, una actitud muy diferente de la tensión que solía dejar traslucir en los eventos sociales.
Bañada por el cálido sol primaveral, Sansa se permitió un momento para analizar sus propias emociones: paseando junto al duque se sentía segura, a salvo. Incluso podía darse el lujo de ignorar los rostros boquiabiertos y los cuchicheos maliciosos que surgían en torno a ellos al verlos pasear del brazo por la avenida principal de Hyatt Park. No obstante, había algo que lograba inquietarla: a su lado, Sandor Clegane se veía tan alto, tan imponente, tan diferente a Joffrey o cualquiera de los caballeros con los que ella estaba acostumbrada a tratar –caballeros, lánguidos, joviales, muchachos encantadores de finas maneras– que no tenía muy claro cómo debía comportarse en su presencia: el duque no tenía nada de muchacho; aquella silueta oscura, fuerte, de apariencia inaccesible era la de todo un hombre y Sansa no tenía ninguna experiencia tratando con hombres.
–¡Es perfecto! –Arya botaba emocionada sobre su cama, situada junto a la de Sansa–. ¡Sansa, no sabes lo contenta que estoy!
Ambas estaban en camisón, listas para dormir, comentando los eventos del día. Al regresar de su paseo con Clegane, Catelyn las había recibido con un leve rictus de censura en el rostro, pero no había dicho nada al respecto; después de todo, el cabeza de familia era Robb y él había dado su consentimiento para que el duque cortejara a Sansa. Los pensamientos de Arya, sin embargo eran muy distintos a los de su madre: a ella la encantaba leer cualquier artículo sobre estrategia militar que caía en sus manos y Sandor Clegane constituía un ídolo en carne y hueso para ella. Además él se había mostrado muy cortés y atento en todo momento, respondiendo todas las dudas que la chica le planteó. Arya estaba acostumbrada a que todo el mundo la ignorara o se burlara de sus inquietudes, por lo que el hecho de que alguien la tomase en serio y estuviera dispuesto a conversar con ella, constituía una agradable novedad.
–¡Es muchísimo mejor que Joffrey! –tampoco era ningún secreto la aversión que Arya sentía por el vizconde, quien continuamente se mofaba de su apariencia, de su modo de comportarse o sus gustos y se refería a ella por apodos tales como «Marimacho» o «Caracaballo». Por tanto, no era de extrañar lo mucho que detestaba la idea de la boda de Joffrey con su hermana mayor–. Tengo muchísimas ganas de ver la cara que se le va a quedar cuando sepa que te vas a casar con otro.
–Arya, cálmate –dijo Sansa sonriendo–. Aún no está claro que el duque y yo vayamos a casarnos.
–¿Pero tú estás loca? –Arya abrió mucho los ojos–. Serías una tonta si no te casaras con él: es fuerte, valiente, divertido y escuchó todo lo que Rickon y yo le explicamos. Es infinitamente mejor que cualquiera de los caballeros cursis y estirados con los que sueles relacionarte.
Sansa tenía que reconocer que Arya tenía buena parte de razón: a todos aquellos caballeros les encantaba hablar de sí mismos, pavonearse y presumir de sus logros; sin embargo, ninguno se molestaba en escuchar nada de lo que Sansa tuviera que decir y por supuesto, todos ellos huían de cualquier contacto con niños como de la peste. Por el contrario, desde que se conocían, el duque siempre se había mostrado genuinamente interesado en las opiniones de Sansa y en el tiempo que había pasado con sus hermanos pequeños, él se había comportado de forma cómoda y desenvuelta. No queriendo revelar a su hermana la dirección de sus reflexiones, Sansa apagó la luz de su mesita de noche y cerró los ojos con una sonrisa en los labios.
