Diosa, ampara a tus hijos.
No tenía miedo…
Él no tenía miedo…
No…
No, no tenía miedo; estaba aterrado.
Sus piecitos avanzaron con torpeza sobre la tierra, enredándolo cada pocos pasos, y sus manitas aferraban con fuerza el pequeño cuchillo en un vano intento por dejar de temblar. Y aun así, aunque se sobresaltara con cada ramita seca que pisaba, se negaba a volver al campamento. Nada tenía que ver el hecho que no recordara hacia donde se ubicaba el mismo, claro que no.
Él era Xiao Po, primogénito del Líder Bao, próximo señor de los pandas y se codeaba con grandes soldados. ¡Era un aventurero! ¿Cómo un aventurero de su categoría podía temerle a algo tan insignificante como la noche? Ni siquiera estaba oscuro. Sin embargo, Xiao había visto que eran los más viejos soldados quienes se negaban a abandonar la aldea cuando Luna no estaba para ampararlos.
Tragó grueso, con el aire fresco acariciándole la nuca perlada en sudor.
La escasa luz de las estrellas no da abasto para alumbrar al mundo nocturno y Xiao veía pocos más de un par de metros por delante. No hay luz de luna para ayudarle a orientarse y aunque sabe que es ridículo, porque eso solo pasa en los cuentos de los ansíanos, siente que le están observando. De repente, cree oír pasos que no son los suyos, pero es tan leve que ni siquiera puede considerarlo un sonido. Es solo un presentimiento. Es solo paranoia.
—Mamá diosa, quiero volver a casa —murmura, bajito, con la voz tomada por el miedo, y algo se tensa con saña en su estómago—. Mamá diosa, por favor… muéstrame el camino.
Fue mala idea alejarse.
Creyó que podría orientarse, pero cuando se detiene, todo lo que ve a su alrededor son árboles y más árboles. Nada más. Ni una planta, ni una marca, ni una mínima señal que le indicara cual era el camino que acababa de recorrer. Debió obedecer.
Pero Xiao es un niño y los niños nunca se arrepienten de sus travesuras. Avanza, cuidando de no pisar hojas secas ni nada que hiciera ruido, tal como las gemelas le han enseñado. Una travesura no esta bien hecha si te descubren, recuerda las palabras de Yu… ¿O era Mu? Es difícil estar seguro.
Un crujido lo sobresaltar.
Por un instante, cada parte de su cuerpo se queda dura como roca, y todo lo que puede hacer es contener la respiración. Tranquilo… Tranquilo, Po… Mamá Diosa no deja que los niños sufran… al menos que se porten mal… ¡Yo me porte mal! ¡Yo me escapé! ¡Ay, no, mamá, perdón! ¡No me dejes solito! Su respiración comenzó a acelerarse. El corazón le palpitaba demasiado fuerte y rápido. Dolía contra su pecho. Si antes estaba aterrado, entonces ahora no dudó en salir corriendo.
Ni siquiera se fijó por donde. Solo corrió… y corrió… y continuó corriendo entre los árboles, apartando plantas de su camino y tropezando un par de veces. Esta haciendo ruido, mucho ruido, pero todo lo que llena su cabeza en esos momentos es la necesidad de huir. En medio de la carrera, algo lo sujetó de la manga y lo jaló al suelo.
Chilló, pataleó y gritó…
¡Iba a morir!
¡Lo habían atrapado!
—¡Las bestias de fuego!... ¡Ayuda!... ¡Huan Yue! ¡Li Shan!
Con los ojos cerrados, sacudió la pequeña daga de juguete sin ton ni son, golpeando todo aquello que alcanzara mientras intentaba soltarse del agarre de la aterradora bestia de fuego.
Jaló… chilló… jaló… chilló… jaló y entonces, cuando el brazo se le hubo cansado y la garganta comenzó a escocerle de tanto chillar, calló.
Se quedó quieto, hecho un ovillo en el suelo, temblando de pies a cabeza y con surcos húmedos recorriéndole el rostro. Tuvieron que pasar minutos antes de que se atreviera a abrir los ojos…y al ver la pequeña rama enganchada en la tela de la manga, los colores se le subieron a la cara. ¡Qué vergüenza! Recogiendo toda la dignidad que un niño de cinco años puede tener, hinchó el pecho y rasgó la tela para soltarse.
—No tuve miedo —murmuró, mirando el alto árbol cuya rama lo había "capturado".
La sensación de humillación ante la Mamá Diosa —porque ella seguramente estaría riéndose a carcajadas de su pequeño cachorro aventurero— bastó para quitarle el miedo a la noche. De repente, el crujido de las ramas ya no le sobresaltaba. Solo eran ramas, solo eran árboles, solo era un bosque vacío.
Estaba demasiado paranoico y por eso, había hecho todo un escándalo por nada.
¡Estaba actuando como una niña!
Si su padre lo viera…
Acomodó el cuchillo de juguete en sus manitas y convencido de que aún quedaba mucho por recorrer, continuó su camino… Uno… dos… tres… cuatro pasos. Creyó oír algo. Parecían gritos. Pero esta vez no se dejaría engañar por el miedo. No, ya no.
Continuó… cinco… seis… siete… y entonces, al octavo paso, el claro crujido de una rema le hizo detenerse en su lugar.
Si, aquellos eran gritos.
Ni siquiera tuvo tiempo de alzar la vista, cuando algo grande, pesado y demasiado chillón cayó sobre él.
III
Lo primero —lo único, tal vez— que le enseño su madre fue que a la muerte no hay que temerle. Los niños también mueren, le había asegurado Akame, no hacía mucho tiempo, a veces, el Dios sabe que deben volver antes, para evitar peores sufrimientos. Siempre ten la certeza de que volverás a esta tierra, que tu gente volverá a recibirte con los brazos abiertos.
Tigresa era demasiado pequeña para entender la complejidad en las palabras de su madre, para entender realmente lo que le había querido decir, pero aquella noche, cuando el suave "crack" de la rama le dio la certeza de que caerían, todo en lo que pudo pensar fue en esas palabras. Si moría, Tigresa no tenía miedo.
Su padre la esperaría de vuelta con los brazos abiertos.
Años mas adelante, se preguntaría si su dios no habría querido realmente llevarla esa noche. Si no fueron dioses extraños los que la salvaron, pues el dolor la llevaría a pensar que aquella posibilidad era mucho más lógica. Pero para eso aún faltaba mucho tiempo. Cuando su cuerpo tocó tierra y el dolor físico se disparó como una sola oleada por cada centímetro, todo en lo que pudo pensar fue en que el dios del que su madre hablaba aún no quería llevársela.
Se quejó en voz alta, juró como lo hacían los soldados cuando entrenaban, más no se atrevió a abrir los ojos.
Todo dolía.
Estaba viva.
La muerte no podía doler de aquella forma.
Se removió sobre el suelo firme, llevándose las manitas al rostro, pero apenas si tuvo tiempo de procesar que estaba viva —¡esta viva!— cuando las voces de Kaito y Kiro le recuerdan que no cayó sola.
—¡Tigresa!...
—¡Levantate!... ¡Vamos, vamos!
Se le echan encima, dos pares de zarpas sujetándola y jalándola para incorporarla, y Tigresa, aún aturdida por el golpe, tarda más de lo que debería en percibir la urgencia en sus voces. El miedo de ambos la espabila como una cachetada, devolviéndola algo de fuerza para levantar y atender el apremio con el que es jalada.
—¡Tenemos que irnos! —lloriquea Kiro y es secundado por Kaito.
—¿Que esta…?
Entonces, un quejido.
El sonido no proviene de ninguno de los tres y cuando la mirada de Kaito se desvía por encima del hombro de ella, Tigresa tarda una milésima de segundo en deshacerse del agarre de ambos y voltear.
Otro quejido y el pequeño bulto en el suelo que parece proferirlo, apenas reconocible en la oscuridad de la noche, se remueve en el suelo en un intento de incorporarse.
—¿Qué es eso? —murmura Kaito.
Kiro responde, algo gracioso, algo que pretende hacer reir y disipar el temor que comienza a llenar el ambiente, pero entonces el pequeño bulto finalmente se incorpora y antes de poder decir algo, Tigresa es empujada detrás del cuerpo de ambos niños, agazapados en el suelo en un torpe intento por resguardarla.
—¿Qué eres? —esta vez es Kiro quien indaga, levantando un poco la voz—. ¿A qué dios perteneces?
Tigresa apenas puede moverse.
El sujeto, ya de pie y aún desorientado, tantea algunos pasos a su alrededor, como si buscaran algo, hasta que sus ojos finalmente se posan en ellos tres… Y Tigresa no siente miedo. La curiosidad crece, bulliciosa y estimulante, allí donde debería haberse alojado el temor. Un cachorro.
III
Akame no se toma demasiado tiempo antes de salir del lecho y buscar su ropa en el suelo. Mientras se viste, de espaldas a él, todo lo que Ezra puede hacer es observarla. Las caricias de ella aún arde sobre su piel y sus manos todavía cosquillean por la necesidad de tocarla. El deseo es tan visceral que se revuelve en su interior, como un animal enjaulado, y le arranca un bajo sonido de frustración. Ella no permitirá que vuelva a tocarla, no ahora que esta satisfecha, y él se muerde las ganas de gritarle que la situación es ridícula.
¿Cuándo se ha visto dos compañeros tan renuentes a disfrutar la cercanía del otro?
A sabiendas de que ella lo correrá en breve del cuarto, Ezra se levanta y se apresura en colocarse el pantalón. Lo hace de mala gana y a jalones, como si sus garras no pudieran llegar a rasgar la tela. Hacía años que no dormían en el mismo lecho, los suficientes como para que ya no importara realmente.
Cuando termina de ajustar el pantalón a sus caderas, sale de la habitación hacia el balcón.
Este da a La Plaza.
Allí abajo, la música aún flota en el aire y el fuego de la hoguera sigue tan vivo como horas antes. Las parejas danzan al ritmo de las flautas y los tambores. Largas faldas se arremolinan alrededor de las piernas de las jovencitas y los machos veneran a sus compañeras acompañándolas en el baile. Los cachorros juegan alrededor, se sientan cerca a mirar el hermoso espectáculo.
Una sonrisa, pequeña y discreta, le curva los labios. Él tuvo muchas compañeras. Con ninguna tuvo hijos, nunca compartió nada más que un par de noches y ninguna familia lo acogió en su cueva, pero fue feliz yendo y viniendo de lugar en lugar. Fue un hijo del pueblo, criado a costas de toda aquella hembra que quisiera darle un poco de afecto. Aprendió a vivir solo mucho antes de lo que cualquier cachorro y nunca se lamentó por eso.
—¿Ves a Tigresa?
Decide ignorar el veneno en la voz de Akame. Suena molesta, como si estuviera acusándolo de algo. Está celosa.
Busca con la vista a la pequeña entre los cachorros que van y vienen, pero no la encuentra.
—No —dice—. Tampoco a los hijos de tus hermanos.
—Ellos no me interesan. —Akame sale al balcón, deteniéndose a pocos pasos de él—. No son mi responsabilidad.
No la mira, aún sigue buscando a Tigresa en medio del gentío.
No puede dejar de observar hacia abajo, buscando a la cachorra. No debería preocuparse. Conociéndola, seguramente se encuentra explorando algún recóndito lugar de la montaña, pero algo pincha en su nuca, manteniéndolo alerta. Un mal presentimiento, que se instala en su estómago y repercute en cada uno de sus nervios.
Algo le dice que Tigresa tendría que estar ahí. Por curiosidad, echa un vistazo a la entrada: dos guardias se encuentran parados a los lados, con lanzas en sus manos. No cree a Tigresa capaz de escaparse, al menos no a esas horas.
—¿Sucede algo, Ezra? —la voz de Akame llama su atención.
Si…
—No —miente.
—Vete.
En ese momento, no sabe con exactitud qué es, pero algo en la voz de Akame lo obliga a volver su atención hacia ella. Y la mirada en sus ojos es tan fría que duele.
—Akame…
—No te necesita más, compañero.
No entiende. Solo le está pidiendo que se vaya de su lecho… ¿Verdad?
La vedad es clara, pero él se niega a recibirla. Se niega a dejar que la idea tome coherencia en sus pensamientos y aunque no debería —es una falta de respeto— los rastros de una risa nasal se escapan de entre sus labios.
—No puedes —dice y la risa brota entre sus palabras. Ezra no recuerda haber llorado alguna vez en su vida, pero esta risa, que retumba en las paredes del cuarto y se siente demsiado estruendosa para ser agradable, se siente amarga como el llanto—. ¡Mierda, Akame!... No puedes.
Ella levanta una ceja, sin apenas moverse de su lugar.
—Pretendes decirme qué puedo o no puedo hacer… —Hay un filo sutil en sus palabras, un peligro implícito que Ezra conoce demasiado bien, más no logra captar en ese momento.
Y de repente, algo estalla dentro del tigre…
—¡Tenemos una cachorra! —vocifera, y las palabras le rasgan la garganta. La risa cesa para dar lugar a algo muy similar a un gruñido—. ¡Nuestra…!
Un rugido…
Y dolor…
Alcanza a ver la zarpa de la tigresa alzada y lo siguiente, es fuego en su mejilla. El zarpazo lo obliga a ladear el rostro y la sangre se siente tibia sobre la herida.
—¡Mia! —vocifera ella—. ¡Mi hija! ¡Mi cachorra! ¡Mi cría!
—No…
—¡Yo la engendré y la parí!
—¡Y yo la críe, maldita sea!
—¡Pero no es tuya! —Las manos de la hembra se hunden en su pecho, empujándolo, manchándole el pelaje con su propia sangre—. ¡No hay una sola gota de tu sangre en ella y yo no te necesito más, compañero! —lo empuja, otra vez, y Ezra siente sus propias zarpas temblar—. Y si te atreves a hablarle… si te veo cerca de ella, si siento siquiera el más suave rastro de tu olor en ella, yo misma te arrojaré como ofrenda al mismo Dios que te puso en este pútrido mundo, ¿Me has entendido?
Akame podría matarlo en ese preciso momento.
Podría enterrar las garras en su cuello y luego decir que se defendió de un compañero agresivo; todos escupirían su cadáver y consolarían a su matriarca, que ya ha sufrido tanto…
Pero las palabras resuenan aún en su cabeza, acaparando tanto espacio como les es posible, y repitiéndose como eco, burlándose de él; criaste una cachorra que no te pertenece… y entonces, su cuerpo se impulsa contra la hembra que tiene delante y sus manos buscan a tientas el cuello que hacia tan solo un momento había besado con tanta devoción.
De repente, se encuentran en el suelo, él aplastándola contra la fría roca, y por un segundo, los ojos de Akame destellan con algo muy similar al miedo… sin llegar a serlo. El sentimiento muere y da paso a la mismísima rabia, salvaje y ardiente, mientras clava con saña las garras en las muñecas del macho.
—¡Moriras! —vocifera, con la voz tomada—. ¡Guar…!
Ezra no le permite continuar.
Una de sus zarpas cae sobre la boca de la hembra, presionando con fuerza, y aunque las garras se hunden en su carne, el dolor es secundario. Akame permanece quieta debajo del cuerpo de su compañero, respirando despacio y pesado. No teme. Ezra sabe que ella no le teme.
—Tigresa es mi hija —murmura, bajo. Un gruñido vibrando en su pecho—. No puedes, Akame, simplemente no puedes…
Y sabe que no la matará… y que ella también lo sabe. No podría matarla. La ama. La amaba incluso cuando le veía desaparecer con aquel extranjero.
—Los machos no tienen hijos —ella gruñe contra su mano.
Pero antes de que Ezra pueda hacer algo, antes siquiera de poder procesar la posición en la que se encuentran —en la que él se encuentra— las telas que cuben la entrada son jaladas bruscamente y dos machos armados ingresan a la habitación.
Lo primero que piensa Ezra es que han sido alertados. Seguramente la discusión ha causado mucho escándalo. Seguramente alguien ha escuchado a Akame gritar. Pero ninguno de los dos soldados parece estar interesados en la sangre en el suelo, ni parece importarles que su matriarca se encuentre en el suelo, con un macho que le dobla en tamaño claramente atacándola.
Porque ambos ni siquiera dirigen una segunda mirada a la mano que cubre la boca de Akame, antes de anunciar al unísono que hay tres cachorros desaparecidos.
Y Tigresa es uno de esos cachorros.
