OJOS BIEN GATADOS
VIII
La noche antes del día libre de Cammy volvió a tener otro sueño raro, aunque esta vez se podría decir que era más una pesadilla. En ella, cubierta con una manta roja, paseaba por calles llenas de personas con trajes con la misión de matar a tantos como sea posible sin que nadie se dé cuenta. Todos eran rostros desconocidos para ella, y aun así se quedó observando al último de ellos, un hombre de ojos tristes pero poderosos, de rostro macizo, asiático, tal vez de la edad de Wolfman y Price. No sabía por qué pero reconocía a ese hombre.
Cuando se levantó decidió olvidarse por completo del asunto. Se bañó y antes de preocuparse por su desayuno o por cualquier otra cosa pensó en lo que comerían sus mascotas felinas. A veces se preguntaba, en los tiempos muertos en que hierve el agua, cómo la verían los gatos, ¿cómo un gato más, grande y majestuoso? ¿Cómo una humana intentando hacerse pasar por gato? ¿O como Cammy White? En su sueño... ¿quién era ella?
Aquella mañana ella era Cammy White, o al menos lo seguía siendo mientras se dirigía al market de la esquina para comprar la comida para gatos Iba apenas armada con un polar blanco que cubría el diminuto y apretado short jean que traía. Tal imagen podría resultar extraña a un transeúnte ajeno a la situación, pero era recurrente en los conocidos de Cammy White. En su delantera se dibujaban dos ojos negros redondos sobre 2 tríos de bigotes finos, y aunque no la traía puesta, su capucha se coronaba con dos altas orejas felinas.
Su mal gusto en la ropa y su incapacidad de combinarla era chiste común.
Y este era un viaje común, de pocos metros, hasta que Cammy White divisó a dos personas al final de la calle que la observaban satisfechos. Ella no lo sabía, pero eran Ed y Falke.
Cammy White se puso en guardia, siendo capaz de percibir el peligro en una calle londinense aunque viniera de individuos tan atípicos como Ed y Falke. Había una sensación perturbadora en el aire. Al principio pensó que podría tratarse nuevamente de la chica tuerta, pero no se sentía igual. Distinguió a ambos personajes a lo lejos, pero decidió no iniciar ninguna pelea. Si en verdad se trataba de enemigos, los atraería a su casa, donde disponía de todos los elementos y la comodidad para deshacerse de ellos. Con total naturalidad y haciendo como si nada pasara, continuó su camino, de vuelta al hogar.
Ya en él, Cammy tuvo tiempo suficiente para preparar el desayuno de sus gatos y hasta de prepararse el suyo propio. Pensó que quizás no la estaban siguiendo a ella, pero entonces alguien tocó el timbre de la puerta.
Cammy White incrementó su aura asesina. Comenzó a caminar hacia la puerta sin esperar jamás que aquella visita matutina luego de un viaje tan rutinario en su práctica y sencillo en su trayecto fuera tan relevante, tan cargado de revelaciones, tan transcendente en su vida. Antes de colocar la mano sobre la perilla, pudo sentir la energía oscura escurrirse por las junturas del marco, lo que provocó una desagradable y familiar sensación que la logró paralizar por un instante. Cammy White supo entonces, por alguna razón que no entendía, que quizás algunas de las respuestas que estaba buscando últimamente podían estar en la entrada de su apartamento, justo detrás de esa puerta que tenía enfrente.
Finalmente abrió, lista para enfrentarse a lo que le esperase.
Y allí estaban ambos, vistiendo un chaleco de ceremonia militar azul, con borlas a los lados, las hombreras doradas, las estrellas de batallas falsas en el pecho izquierdo, pantalones de caqui también azulado, botines de guerra y guantes de cuero novísimos. Sendos gorros militares, también azules, cómo no, les cubría a ambos la mirada. No eran sus ropas de donde emanaba su autoridad, sino de su esencia.
—Identifíquense —ordenó Cammy White asumiendo la posición de combate.
—¿Tú eres Cammy White? —vino una voz gruesa.
—Depende. ¿Quién quiere saber?
—¿Eres o no el individuo que recibe el nombre de Cammy White? —apareció esta vez una voz femenina, aunque casi igual de fuerte y autoritaria.
—Sí. Yo soy Cammy White. ¿Algún problema?
Ed, el hombre de podados cabellos rubios, levantó un ojo hacia su compañera, Falke, a quien un mechón anguloso de cabello dorado le caía en el lado izquierdo del rostro. Ambos afirmaron al unísono e hincaron la rodilla.
—¡Finalmente!— exclamaron, colocando los nudillos del puño izquierdo en el pavimento—, ¡Hemos dado con usted, señor!
Cammy White afinó los ojos y no varió su pose.
—¿Quiénes son ustedes?
—¡Señor! —Ed se puso de pie, con gran júbilo que no cabía en su formación castrense—. Mi nombre es Soldado Ed. Soy uno de sus subordinados más fieles.
Falke no se quedó atrás.
—¡Yo también, señor! ¡Mi nombre es Soldado Falke, y estoy enteramente a sus servicios! —exclamó, doblegando el cuerpo.
Cammy White no hallaba explicación. No se movió un centímetro.
—¿Qué diablos les pasa? ¿Están drogados o qué?
Ed y Falke entonces se miraron, y entendieron lo que ocurría. Se irguieron, con más compostura, Ed afinó la garganta mientras Falke se estiraba el chaleco.
—Lamentamos esta primera impresión, señor. Por favor, ¿nos permitiría entrar a charlar?
Hubo silencio por varios segundos. Cammy presentía el peligro ante ella, pero también había una sensación extrañamente familiar y que le decía que de cierta forma podía confiar en estas dos personas que de repente habían aparecido frente a ella.
