Los personajes de Twilight no son míos sino de Stephenie Meyer, yo solo los uso para mis adaptaciones :)
CAPITULO 8
Edward entró en la posada sin darse cuenta de que Seth estaba junto a la barra con una jarra de cerveza en la mano. Eligió una mesa, depositó el abrigo y el sombrero sobre una silla y pidió algo de comer y un poco de vino. Mientras degustaba el Madeira, absorto en sus pensamientos, la puerta de la posada se abrió y entró una familia numerosa. Todos sus miembros estaban extremadamente delgados e iban escasamente abrigados para el frío que hacía. Edward observó que la procesión de niños rubios encabezada por la madre se dirigía cansinamente hacia la chimenea en busca de calor.
El hombre se separó del grupo para hablar con el posadero. Edward supuso que la mujer debía de ser de su misma edad, pero su rostro estaba surcado por profundas arrugas y sus manos enrojecidas y nudosas presentaban la marca de una vida difícil. El vestido que llevaba estaba deshilachado y cubierto de remiendos, y se sujetaba a su flácido cuerpo por un único botón. Sin embargo, su aspecto era aseado como el de los chiquillos. Llevaba un bebé de unos ocho meses en su regazo y un niño tímido pegado a sus faldas raídas. Un chico de unos doce años, que parecía el mayor de los diez hermanos, permanecía muy rígido junto a ella observando en silencio cómo la posadera iba y venía con una bandeja repleta de comida. Sus ojos azules se abrieron de par en par al contemplarla.
El padre se acercó a la mesa de Edward con un sombrero deteriorado por la intemperie en la mano. Edward lo miró.
—Le ruego que me disculpe, señor —se excusó el hombre—. ¿Es usted el capitán Cullen? El posadero me ha dicho que en efecto lo es.
Edward asintió.
—Sí. Soy el capitán Cullen. ¿Qué puedo hacer por usted? El hombre estrujó el sombrero con fuerza.
—Soy Jeremiah Webster, señor —se presentó—. Dicen que está buscando un buen maderero. Desearía el trabajo, señor.
Edward le señaló una silla.
—Tome asiento, señor Webster. —Cuando el hombre se hubo sentado, le preguntó—: Dígame, ¿qué experiencia tiene, señor Webster?
—Bueno señor —empezó a decir el hombre, nervioso, manoseando el sombrero—. Empecé en esto cuando apenas era un chiquillo, hace ya veinticinco años. Los últimos ocho he sido capataz y cabo de cuadrilla. Conozco el trabajo a fondo, señor.
Edward se dispuso a hablar, pero la sirvienta llegó con la comida.
—¿Le importa que coma mientras hablamos, señor Webster? —inquirió—. Odio desperdiciar la buena comida.
—No, señor —se apresuró a responder Webster—. Adelante.
Edward asintió agradeciéndoselo y volvió a los negocios mientras comía.
—¿Por qué no está trabajando ahora, señor Webster? El hombre tragó saliva con dificultad y contestó:
—Estuve trabajando hasta el verano pasado, señor. Me quedé atrapado entre unos troncos y me destrocé el brazo y el hombro. Estuve enfermo hasta principios de invierno, y desde entonces sólo he podido conseguir trabajos ocasionales como simple maderero. Los mejores puestos ya estaban ocupados y el frío y la humedad del norte me producen un gran dolor en los huesos. Es realmente difícil mantener a una familia con la paga de un jornalero.
Edward asintió sin dejar de masticar. Se echó hacia atrás en la silla cruzado de brazos y habló con franqueza.
—De hecho, señor Webster, estoy buscando un capataz para mi molino. —Hizo una pausa y el hombre se desplomó en su silla—. Su nombre me es familiar — prosiguió—. El señor Brisban, la persona que me ha comprado el barco, me lo recomendó. Me dijo que era usted un buen trabajador y que poseía más experiencia que cualquiera de los que pudiera encontrar por aquí. Voy a poner en marcha un molino y necesitaré a una persona que conozca ese trabajo. Creo que usted es el hombre, y si acepta, el puesto es suyo.
Webster quedó perplejo durante unos segundos, luego esbozó una amplia sonrisa.
—Gracias, señor. No se arrepentirá, se lo prometo. ¿Puedo ir a comunicarle a mi esposa la buena noticia?
—Por supuesto, señor Webster. Por favor hágalo. Todavía hay unos cuantos asuntos que necesitaría discutir con usted.
El hombre se acercó a su esposa y, mientras hablaba con ella, Edward se fijó en la manera en que sus hijos contemplaban la comida, más interesados en ésta que en las noticias de su padre. Luego recordó los ojos del hombre mirando constantemente su plato de comida y, al observarlos de nuevo, comprendió que era una familia muy poco afortunada. Finalmente el hombre regresó a la mesa.
—Mis más humildes disculpas, señor Webster, pero ¿han comido? —preguntó con la frente ligeramente arrugada.
El hombre se echó a reír y se apresuró a responder:
—No, señor, vinimos directamente aquí, pero tenemos víveres en el carro y comeremos más tarde.
—Ahora, señor Webster —empezó a decir—, acabo de contratarlo para un cargo de responsabilidad, y creo que esto requiere una pequeña celebración. ¿Podría decirle a los suyos que son mis invitados para cenar? Sería un honor.
El hombre sacudió la cabeza asombrado.
—Desde luego, señor, gracias, señor. —Webster se alejó en dirección a su familia.
Se acercó a toda prisa a su descendencia mientras Edward llamaba a una sirvienta para darle las órdenes pertinentes. Ésta se dispuso rápidamente a colocar varias sillas en torno a una mesa enorme junto a la de él, y los miembros de la familia Webster tomaron asiento educadamente. Cuando el señor Webster condujo a su esposa a la mesa de Edward, éste se levantó.
—Capitán Cullen, esta es mi señora, Leah —anunció. Edward le dedicó una ligera reverencia.
—Es un placer conocerla, señora —dijo cortésmente—. Espero que a usted y a sus hijos les gusten mis tierras.
La mujer sonrió tímidamente y echó un vistazo a su bebé, que en ese momento se movía junto a su pecho. Edward volvió a su silla y esperó a que ambos saciaran su apetito antes de seguir hablando de negocios.
—No hemos discutido el salario, señor Webster —manifestó—, pero mi propuesta es la siguiente: la paga será de veinte libras mensuales y aposentos junto al molino. Si las cosas marchan bien, podrá participar en el negocio.
El hombre se limitó a asentir, mudo de asombro. Edward extrajo un papel de su chaqueta y prosiguió.
—Aquí tengo una carta de crédito extendida por mi banco en Charleston. Con esto podrá pagar la comida, y si conoce algunos hombres a los que les podría interesar el trabajo en el molino, puede traérselos con usted a cuenta de esta carta. ¿Tiene deudas que requieran ser saldadas antes de partir?
Webster negó con la cabeza y sonrió divertido.
—No señor, a un pobre hombre como yo no le conceden crédito —respondió.
—Muy bien entonces —contestó Edward. Sacó su cartera de uno de los bolsillos del chaleco y contó diez monedas—. Aquí tiene cien libras para gastos de viaje. Le espero una semana después de mi llegada. ¿Tiene alguna pregunta o sugerencia?
Webster dudó por un instante antes de aventurarse a manifestar, indeciso:
—Hay una cosa, señor. No me gusta trabajar con esclavos o convictos. Edward esbozó una sonrisa.
—Tenemos las mismas convicciones, señor Webster. Para una fábrica la mejor mano de obra es la asalariada.
La camarera levantó la mesa. Los niños mayores cuchicheaban entre sí y los pequeños, dormitaban en las sillas. Al observarlos. Edward pensó en su propio bebé.
—Tiene usted una familia maravillosa, señora Webster —comentó—. Mi esposa está en estado de nuestro primer hijo. Nacerá en marzo, así que estoy muy ansioso por volver a casa.
La mujer sonrió tímidamente, demasiado cohibida para contestar.
Concluidas las negociaciones, los dos hombres se levantaron y se estrecharon la mano. Edward observó meditabundo la partida de la familia, luego volvió a sentarse y se sirvió otra copa de Madeira.
De pronto, una mujer bastante atractiva, que lucía un profundo escote, cabello rojo y labios muy pintados, se levantó de su silla, desde la que había estado estudiando a Edward con descaro, y se acercó a él. La visión de la cañera repleta de dinero la había animado, y había caminado hacia él provocativamente, sentándose con picardía en una silla vacía en torno a su mesa, exhibiendo el hombro.
—Hola —ronroneó—. ¿Le importaría invitar a una copa a una dama solitaria? Edward le lanzó una mirada gélida.
—Me temo que esta noche estoy ocupado, señora —respondió—. Le ruego que me disculpe. —Con la mano le indicó que se fuera. La mujer se volvió de mal humor y se alejó furiosa.
Seth, que había sido testigo del interés de la mujer por su capitán hacía rato, sonrió para sí y suspiró aliviado. Desde que habían desembarcado del Fleetwood un mes atrás, había visto a Edward rechazar prostitutas una tras otra y retirarse a sus aposentos solo. Al día siguiente partían rumbo a casa y él regresaría junto a su esposa, ahora en un estado bastante avanzado del embarazo, para aliviar sus urgencias varoniles, pues no se había acostado con ninguna mujer desde su llegada. Sintiendo un renovado respeto hacia él, Seth asintió con la cabeza.
—Sí, parece que el capitán se ha enamorado —murmuró—, y mucho. La joven mamá ha hurgado en su corazón sin que él se diera cuenta y allí está, soñando con ella mientras otras muchachas bien dispuestas desfilan delante de él. Sí, pobre capitán.
Nunca volverá a ser el mismo. —Levantó la jarra hacia Edward como si fuese a brindar y apuró la jarra de un trago.
Edward se levantó de la mesa y, olvidando la presencia del criado, subió las escaleras hacia su habitación. Cerró la puerta y empezó a deshacer la cama lentamente, como centrado en un pensamiento. Se quitó la camisa, la dejó sobre el respaldo de una silla y se contempló en un espejo alargado que había en la esquina de la habitación. Vio que un hombre bastante atractivo le devolvía la mirada y flexionaba los brazos musculosos. El reflejo inspiró profundamente y Edward contempló con satisfacción una figura alta, de espalda ancha y cintura estrecha. De pronto se volvió exasperado.
Maldita sea, pensó. No soy tan feo como para que una muchacha bonita rechace compartir mi lecho. ¿Cómo puedo acercarme a esa zorra cuando desprecia tanto la sola imagen de mi rostro que ni siquiera puede dormir a mi lado? Caminó furioso por la habitación. He conocido muchachas de todas partes, se dijo. ¿Por qué ésta hace que mi buen juicio se esfume, convirtiéndome en un torpe mentecato? He ordenado a las más arrogantes que se abrieran de piernas y lo han hecho encantadas, como si les hiciera el favor más grande del mundo. Pero cuando estoy delante de Bella, las palabras huyen de mi boca, humillándome.
Se acercó, furioso, a la ventana y se quedó mirando fijamente a través de ella, con la certeza de que en esa manzana habría más de una cama caliente esperando. Su deseo creció, pero sabía que no era por ninguno de esos lechos, sino en parte por un recuerdo, en parte por un sueño que albergaba en su interior. Se enterneció al recordar el resplandor dorado de las velas sobre la piel cremosa y sedosa todavía húmeda tras el baño vespertino, y el cabello rizado negro y suave sobre la almohada mientras dormía. Sus recuerdos trajeron a su mente sueños en los que se imaginó los brazos dulces y delicados de la muchacha rodeando su cuello, sus labios carnosos y rosados presionando los suyos, el cuerpo suave y joven arqueándose bajo el de él y sus dientes blancos y pequeños mordisqueando su oreja para encender su pasión.
Se alejó de la ventana golpeándose la palma de su mano con el puño, frustrado.
¡Dios mío!, pensó, esa muchacha me rechaza y mi alma se desmorona. ¿Qué aflicción me atormenta que tiemblo de esta manera?
Cogió un vaso para servirse un trago y se sentó en una silla para seguir meditando sobre el problema que lo atormentaba.
No me he acostado con ninguna mujer desde la noche que trajeron a Bella a mi camarote. Esta muchacha ha calado hondo en mí, pero ha cerrado todas las puertas excepto una, y ésa, la rabia me la ha negado. Dios mío, ¡tanto la amo...! Creí que las emociones estaban por debajo de mí. Creí que había superado lo que otros hombres declaran. Creí que me había convertido en un hombre de mundo, por encima de la palabrería, y que podría aceptar a una mujer experimentada. Pero ahora me encuentro tan afectado por la inocencia de ésta, que no soy capaz de buscar alivio en otro lecho.
Se inclinó hacia adelante y apoyó la cabeza en las rodillas.
Incluso cuando le arrebaté la virginidad satisfizo mi placer como ninguna otra mujer lo había hecho antes. Tomó mi semilla en su interior, traicionándome y, desde la primera vez que la abracé, mis pensamientos han sido suyos hasta el extremo de que sueño con ella y con el día en que vuelva a gozar de sus atenciones.
Levantó la cabeza y se apoyó contra el respaldo de la silla. Sorbió su bebida con calma y tomó una nueva decisión.
Se acerca su hora, meditó. Esperaré mi momento pacientemente. La cortejaré con ternura y de ese modo tal vez consiga que venga a mí.
Apuró su copa y se dirigió a la cama. Con la comprensión de su amor por la joven y la nueva resolución, cayó profundamente dormido por primera vez en muchos meses.
La lluvia caía con fuerza sobre Harthaven. La noche era negra y silenciosa, como si el resto del mundo se hubiera retirado a un nido acogedor, a salvo de la tormenta.
Bella caminó por la habitación asegurándose de que no quedara ni rastro de su presencia. Había pasado muchas noches en este espléndido dormitorio y había llegado a sentirse parte de él. Contempló la cama enorme que parecía invitarla, y sintió una punzada al saber que debía regresar a su pequeña cama en la sala de estar contigua.
Suspiró pensativa y se trasladó a la otra estancia. La puerta de la habitación de los niños estaba abierta; cogió una vela y fue a inspeccionarla una vez más. Acarició un caballito de juguete que había sido de Edward cuando era pequeño y se dirigió hacia la cuna, donde alisó la mantita que la cubría.
Es extraño, pues todos damos por sentado que el bebé será niño, pensó ahuecando el encaje del dosel. Por supuesto eso es lo que ha manifestado mi esposo, y ¿quién podría negarle el derecho a desear que fuese niño? Esbozó una sonrisa al pensar en lo mucho que ella había deseado que fuera niña. Pobre hija, si estás creciendo en mi interior disfruta ahora de tus gustos más refinados porque tu color va a ser el azul.
Se volvió y se encaminó hacia el salón y, una vez más, hasta el dormitorio principal, donde crepitaba el fuego de la chimenea. Se relajó en una silla henchida al abrigo de su calor y contempló las llamas, abstraída en sus meditaciones. Exhaló un suspiro pensando en el inminente regreso de Edward. La carta que había recibido hacía ahora varias semanas había sido escueta, pues sólo mencionaba el día aproximado de su vuelta a casa.
¿De qué humor vendrá?, se preguntó. ¿Será más amable o, por el contrario, mostrará su genio? ¿Habrá encontrado una muchacha norteña que lo alivie? Le había dado a ella, a su esposa, otra cama y otra habitación...
Antes no quería ni verme, pensó con tristeza. Y ahora estoy deformada a causa del embarazo, y tan torpe que debo de parecer más un pato que una mujer. No le culparé por su distanciamiento cuando descubra mi figura hinchada.
Echó la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados.
Oh, Edward, si hubiera sido más cariñosa cuando tuve la oportunidad, pensó, ahora compartiría el lecho contigo y pronto sentiría tu calor de nuevo junto a mí. Me aseguraría que nadie más compartiera tu lecho.
Volvió a contemplar el fuego y sintió que la ira se apoderaba de ella.
¿Qué sensual pelandusca habrás escogido para pasar el rato? ¿Habrás engatusado a una moscona dulce y tonta para que te caliente en el norte?
De pronto se tranquilizó.
¡Nunca hubiera conocido esta tierra, esta casa, estas almas amables y gentiles si el destino no hubiera decidido que mi virginidad debía ser el precio! No podía hacer otra cosa que conformarse y, una vez hubiera nacido el niño y recuperado su figura, ejercería sus artimañas femeninas para ganarse a su marido.
Se cruzó de brazos hurgando en sus recuerdos. El momento en la posada cuando había sido tan amable, casi amoroso, y en el barco, cuidándola con tanto esmero. E incluso con Tanya había desviado los golpes más crueles e interpretado al esposo enamorado.
¿Es posible que en algún lugar, bajo su ceño en su interior, albergue un sentimiento amoroso hacia mí?, se preguntó. Si fuera una esposa amable y devota,
¿podría llegar a amarme? Oh, mi amado, y ciertamente te amo, ¿podrías llegar a ser mi esposo de verdad y amarme por encima de todas las demás? ¿Me tomarías en tus brazos y acariciarías como lo haría un amante? Oh Señor, tiemblo sólo de pensar en la posibilidad de convertirme en todo lo que él pueda desear.
El fuego ardía débilmente. Bella se levantó e, iluminada por su suave resplandor, permaneció una vez más junto al sugerente lecho.
—Y tú, oh lugar de descanso encantador —murmuró—, pronto volverás a sentir mi peso sobre ti, lo juro. Ya no estarás tan solo, pues prometo que lo tentaré hasta conseguir mis propósitos, que son los mismos que los tuyos: ser compartida, ser amada, ser cortejada gentilmente como si todavía fuera una doncella. Oh, cederá, y el tiempo me ayudará. Dejaré que la paciencia cure las heridas compartidas hasta que desaparezcan y él buscará mi calor, mi amor para siempre.
Suspiró y regresó a la sala de estar. Ahora pensaba en aquella estancia como la sala de estar, algo temporal hasta que ocupara su lugar legítimo. Se deslizó en la cama buscando su descanso.
Varios días atrás habían llevado a Leopold junto a un carro a la casa de unos amigos en la ciudad para esperar el regreso de Edward. Era un día soleado, hacía tiempo que el sol no brillaba tanto, y Bella había aprovechado para ir a la cocina y charlar con tía Ruth. Deseaba aprender un poco más acerca de los extraños guisos yanquis y los platos favoritos de Edward. Se sentó en un taburete con el té que le había preparado la mujer, y escuchó atentamente las explicaciones que le daba sobre los métodos de preparación de la comida. Estaba impresionada por el hecho de que con tía Ruth era más una cuestión de talento y de maestría que de conocimiento verdadero. Parecía saber de forma instintiva el gusto que la comida combinada con las especies podía llegar a tener y convertía un simple plato en toda una aventura del sabor.
El momento placentero fue interrumpido por unos gritos lejanos. Pronto oyó a Sue agitada yendo de un lado a otro.
—¡El señorito Ed... el señorito Ed se acerca a gran velocidad por el camino de atrás! —exclamó, jadeante—. Es él, él. —Rió tontamente—. Va tan deprisa que el caballo reventará.
Bella abrió los ojos de par en par y se deslizó del taburete. Se tocó horrorizada el cabello, luego el vestido.
—¡Oh, debo de estar horrible! —exclamó—. Tengo que... —Se volvió sin acabar la frase y huyó a la casa. Mientras subía por las escaleras llamó a Mary.
La chica llegó corriendo y abrió la puerta de la sala de estar, bruscamente. Bella le ordenó que sacara un vestido limpio del armario y se aseó el rostro con un paño húmedo. Luego se pellizcó las mejillas para recobrar el color y se quitó el vestido que llevaba enérgicamente. Mary se apresuró a abrocharle el traje de muselina amarilla ante el apremio de su señora.
—¡Apresúrate Mary! ¡Date prisa! —exclamó—. ¡El amo se acerca! ¡Estará aquí en breve!
Se arregló el cabello y bajó corriendo por las escaleras hasta el porche para esperar a su esposo mientras éste se acercaba lentamente montado sobre Leopold. Las ijadas abultadas del caballo y su abrigo cubierto de espumarajo contradecían el paso pausado del animal, pues Edward había puesto al poderoso corcel al límite en su afán por recuperar a su amada. Ya en el porche, Edward se apeó con una lentitud deliberada. Le entregó las riendas a un muchacho con instrucciones de llevarse al caballo y se secó tomando especial cuidado con los charcos. Se volvió hacia su esposa con una sonrisa y subió por las escaleras recorriendo su cuerpo con la mirada. Al llegar al porche la abrazó y depositó un beso casi paternal en sus labios. Bella le respondió con una sonrisa dulce y se apoyó en él al entrar en la casa.
—¿Has tenido un buen viaje? —le preguntó suavemente mientras Edward tendía su sombrero hacia Joseph—. Aquí el tiempo ha sido tan malo que estaba preocupada por ti.
—No había necesidad de que te inquietaras, cielo —la tranquilizó él pasando un brazo por su cintura—. Pasamos lo peor en Nueva York, y no tuvimos ningún problema al regresar. ¿Qué tal han ido las cosas por aquí? ¿Está acabado el cuarto de los niños?
La joven asintió rápidamente.
—¿Te gustaría verlo? —preguntó, con un brillo de ilusión en los ojos.
—Por supuesto, cariño —respondió.
La joven sonrió alegremente, tomando del brazo a su esposo y dejando que la ayudara a ascender por las escaleras.
Edward contempló su vientre e inquirió:
—¿Te has encontrado bien?
—Oh, sí —se apresuró a asegurar—. He estado más saludable que nunca. Sue dice que nunca ha visto a una embarazada tan en forma, y la verdad es que me encuentro de maravilla. —Al llegar al descansillo se miró el vientre con expresión de tristeza y soltó una risilla de disculpa—. Aunque mi imagen es bastante grotesca y no me siento muy ligera.
Edward se echó a reír levantándole el mentón para mirarla a los ojos.
—Tampoco esperaba encontrarme a una virgen remilgada estando embarazada de mi hijo, cielo. Pero estoy convencido de que hasta con esa carga, incluso las jóvenes más esbeltas se mueren de envidia al contemplar tu belleza deslumbrante.
La muchacha esbozó una sonrisa suave y presionó su mejilla sobre el pecho de Edward, más que satisfecha con su respuesta. En el cuarto de los niños, el hombre caminó de un lado a otro de la habitación mientras Bella, con las manos a la espalda, aguardaba ansiosa su reacción. Edward apartó la tela mosquitera y se incliñó para inspeccionar la cuna. Luego balanceó suavemente con la bota otra cuna esbozando una sonrisa, y examinó las paredes azul claro y las cortinas blancas. Rodeó con cuidado las alfombras de tonalidades vivas que cubrían el brillante suelo de madera de roble y abrió los cajones de una cómoda con curiosidad, encontrándolos repletos de ropa de bebé perfectamente doblada. Varias de las prendas se las había visto tejer a su esposa antes de su partida.
Bella se dirigió hacia el caballito de madera con el sillín pintado de color rojo, y lo empujó con un dedo para que se balanceara.
—Encontramos esto en el desván —comentó llamando la atención de Edward—. Sue me dijo que había sido tuyo así que ordené a Ethan que lo bajara. Cuando nuestro hijo sea lo suficientemente mayor para subirse a horcajadas sobre él, podré decirle que un día su padre lo montó.
Edward sonrió acercándose al caballo.
—Espero que cuando lo monte no se dé con una rama.
La joven no pudo contener la risa antes de volverse y señalarle una hermosa mecedora.
—Jas me la regaló. ¿A que es bonita? Edward asintió y bromeó:
—Déjasela a él. Siempre le gustó que le mecieran antes de dormir.
Bella empezó a señalar otro objeto pero de pronto se detuvo horrorizada.
—¡Por el amor de Dios, Edward! —exclamó—. ¡No has comido! Debes de estar hambriento, y yo aquí entreteniéndote con mi charla. —Llamó a Mary de inmediato y le dio instrucciones de que subieran una bandeja de comida y calentaran agua para su baño.
Edward estaba en su dormitorio. Ya se había desprendido de la chaqueta y el alzacuello y, mientras se estaba sacando las botas, Bella se unió a él.
—Ya no soy capitán de un barco, corazón —comentó mirándola de reojo mientras ella recogía su abrigo y lo guardaba—. Vendí el Fleetwood por una cantidad substancial, así que ahora me podrás ver por la casa cada día.
La joven sonrió para sí, aprobando con entusiasmo la situación.
Uno de los criados se presentó con la comida y Bella se sentó delante de Edward para observarlo mientras comía. Estaba agradablemente satisfecha por el momento de intimidad que estaban compartiendo y el renovado amor que sentía por él. Subieron el agua caliente y retiraron la bandeja. Bella comprobó la temperatura antes de despedir a los criados, luego se entretuvo sacando ropa limpia mientras su marido se desvestía.
Edward se metió con cuidado en el agua caliente y se relajó en ella durante unos minutos. Cuando finalmente se sentó en la bañera para enjabonarse, Bella se acercó y cogió la esponja. La sumergió en el agua y la sostuvo en alto esperando el consentimiento de su esposo. Edward la contempló durante unos instantes antes de inclinarse mostrándole la espalda.
—Frota fuerte —la animó—. Siento como si una capa espesa de mugre me cubriera todo el cuerpo.
La muchacha se inclinó alegremente para realizar la tarea, enjabonándole con las manos sus hombros musculosos y su espalda. Dibujó picadamente una E con la espuma y al poner sobre ésta una B rió tontamente. Edward la espió por encima del hombro con una ceja arqueada y una media sonrisa.
—¿Qué está haciendo, señorita? —inquirió. Bella se echó a reír escurriendo la esponja sobre su rostro.
—Estoy marcándole, señor.
Él sacudió la cabeza enérgicamente, salpicando a su esposa, que se alejó a una distancia prudencial riendo divertida y le lanzó la esponja. Al ver que Edward se ponía en pie y salía de la bañera para lanzarse sobre ella todavía enjabonado, Bella quedó boquiabierta.
—Oh, Edward, ¿qué estás haciendo? —gritó de júbilo—. Vuelve a la bañera.
La joven se volvió para huir, pero él la cogió en brazos y la balanceó sobre el barreño. Ambos reían disfrutando del juego hasta que, en uno de los balanceos, hizo como si fuera a dejarla caer en el agua, entonces Bella chilló agarrándose a su cuello con fuerza.
—¡Edward, ni se te ocurra! Jamás te perdonaré —exclamó.
—Pero, cielo, parecías tan interesada en mi baño que pensé que te gustaría uno — bromeó.
—Bájame —ordenó—. Por favor —insistió en tono más dulce.
—Ah, al fin ha salido la verdad. Es que parece que tienes una predilección especial por frotar la espalda de los hombres, ¿no es así? —inquirió con un brillo especial en los ojos.
La depositó suavemente en el suelo y sonrió al ver cómo se volvía para examinar su vestido mojado.
—¡Oh Edward, eres imposible! —se quejó—. ¡Mira cómo me has puesto!
Edward se echó a reír y la estrechó de nuevo entre sus húmedos brazos. Ambos compartieron la alegría del momento. Los brazos de él la estrecharon por encima de su abultado vientre, presionando su suave busto. Él posó una mano sobre el vientre de su esposa.
—No te lo niego, cielo, pero ¿tienes que seguir estando tan irritada por mi fechoría?
—bromeó—. De eso hace ya ocho meses.
—¡Me refiero al vestido! —lo corrigió ella, indignada—. Me has mojado y ahora tendré que cambiarme. Ahora sé bueno y desabróchame el vestido. No me gustaría tener que pedirle a Mary que me ayudase otra vez.
—¿Otra vez?
—Da igual —se apresuró a responder Bella—. Desabróchalo por favor.
Edward obedeció y regresó a la bañera antes de que ella se volviera, sujetándose el vestido.
—Gracias —le dijo con una sonrisa. Se inclinó y depositó un beso en su mejilla, luego rodeó la bañera y se marchó.
El lugar donde Bella había depositado sus labios le ardía. Edward se estiró en la bañera sin conseguir relajarse ni disfrutar de la calidez del agua. De pronto un movimiento captó su atención. Sé volvió ligeramente y vio a la joven quitándose el vestido reflejada en el espejo del armario. Súbitamente sintió el impulso de pedirle que compartiera la habitación con él, que compartiera el lecho con él esa noche y le permitiera abrazarla, no apasionadamente, sino con amor y delicadeza, tal como lo haría un esposo con su mujer a punto de dar a luz. Pero la prudencia le hizo desistir de hacerlo. Se había mostrado dulce y atenta, aunque sin dar muestras de desear compartir su cama. ¡Parecía tan feliz y contenta con aquel arreglo! Más tarde, pensó. Cuando no tuviera ninguna excusa, cuando no pudiera utilizar la maternidad como pretexto.
Entonces se acercaría a ella y ese lecho soportaría el peso de ambos cuerpos.
Cerró los ojos pensando en su regreso a casa. No le gustaba separarse de ella, pero regresar... era totalmente distinto. Se relajó y apoyó la cabeza en el borde de la bañera. El agua caliente estaba empezando a calmar el dolor de su cuerpo fatigado cuando oyó un golpe en la puerta. Ésta se entreabrió y apareció el rostro sonriente de Jas.
—¿Estás decente, querido hermano? —preguntó, aunque ya había entrado.
—Bastante más que tú —refunfuñó Edward, airado por la interrupción—. Ahora cierra la puerta, y si puede ser, desde fuera.
Imperturbable, Jas entró y empujó la puerta con el pie para que se cerrara de un portazo.
—Desde luego, querido Edward —respondió imitando a un mimo—. He acudido hasta ti simplemente para traerte unos pasatiempos, y —añadió en voz alta y hacia la otra estancia— para rescatar a mi cuñada de tu extraordinario mal genio.
Se oyó una risilla en la sala de estar contigua y Jas, celebrando su propia gracia, depositó una botella de coñac y una caja de puros en un estante junto a la bañera.
Edward le hizo un gesto de agradecimiento. Tomó un trago de coñac y cogió un puro.
—Creo que dejaré que te quedes por aquí. Parece que aún hay alguna esperanza contigo, después de todo.
Bella entró en la habitación para preparar la ropa limpia de su esposo, y no prestó excesiva atención a la conversación de los dos hombres hasta que Edward empezó a relatar la historia de la familia Webster. Entonces se acercó a la bañera y se colocó detrás de él para escuchar el relato. Edward le tomó inconscientemente la mano y se la acarició con la mejilla mientras hablaba con Jas. El movimiento no pasó inadvertido y éste se sorprendió ante el intercambio de atenciones entre su hermano y su cuñada.
Al finalizar, Bella se dio cuenta de lo poco que conocía a su marido. Estaba conmovida por la triste situación de los Webster e incluso extrañamente orgullosa de su compasión por ellos. Sus ojos estaban húmedos cuando levantó el rostro y se encontró con la mirada fija de Jas. Éste le sonrió y volvió a escuchar a Edward.
—Bueno, de todos modos llegarán en el paquebote de la semana que viene — concluyó.
Jas cogió uno de los puros que había traído y mientras lo encendía comentó:
—Tendremos que buscarles una casa.
—Hay muchas en el molino —respondió Edward—. Pueden quedarse en esa casa enorme que el señor Bartlett utilizaba como oficina.
Jas soltó un suspiro.
—Creía que tu intención era que se quedaran —dijo en tono de mofa—. Echarán un vistazo a esa casa y pondrán rumbo de vuelta al norte. Bartlett era una maldita rata de cloaca, hablando con toda franqueza, y ese lugar es peor que una pocilga. Usaba a sus esclavas en esas camas y esas pobres almas se cubrían de bichos. No es adecuado ni para un cerdo y tú quieres meter a los Webster ahí. Se te revolvería el estómago si vieras la porquería que hay.
—La he visto —dijo Edward con una sonrisa—. Por eso mañana iremos a limpiarla.
—Tendría que haber cerrado la boca —refunfuñó Jas.
Edward se echó a reír.
—Si algún día llega ese momento, tendré que ir a buscar al reverendo —se burló. Haciendo caso omiso de la broma, Bella exigió con voz firme:
—Yo también iré. No me fío de ninguno de los dos para adecentar una casa. —Los miró y al ver que dudaban se apresuró a añadir en un tono más suave—: Intentaré no ponerme en el camino de nadie y no ser un problema.
Los ojos de los hombres se posaron en el voluminoso vientre de la joven y la duda en sus miradas contradijo su consentimiento.
El grupo se detuvo frente a la casa deteriorada y cubierta de vegetación.
Descendieron del carro y se quedaron mirándola con aprensión.
Sue resopló.
—¡Uf! No me extraña que ese hombre la vendiera. En mi vida he visto una casa tan destartalada. Seguro que los cerdos andaban sueltos por aquí.
Jas se echó a reír mientras se sacaba la chaqueta y la dejaba en el carruaje.
—Parece que han hecho nuestro trabajo ¿eh, Sue?
Edward dejó su abrigo junto al de su hermano y musitó con una sonrisa compungida:
—Bueno, vamos a trabajar. No hay necesidad de perder más tiempo.
Dejó a dos chicos barriendo el patio y entró en la casa para ver qué se necesitaba.
Sue y Bella lo siguieron haciendo sus propios cálculos. Ante el espectáculo que encontraron, Bella arrugó la nariz de asco, pues había comida podrida esparcida por todo el suelo y sobre los muebles. Una gruesa capa de suciedad cubría el suelo y el hedor impregnaba todo el lugar.
—Creo que estabas en lo cierto, Sue —observó Edward—. Los cerdos han anidado aquí.
Los criados sacaron al exterior todos y cada uno de los objetos movibles para proceder a una limpieza exhaustiva. Jas se dirigió a las otras estancias en busca de muebles que pudieran ser útiles. Sue dio instrucciones a las mujeres que inmediatamente se pusieron a limpiar la casa de arriba abajo. Ethan y Luke, marido y nieto de la anciana respectivamente, se encargaron del suelo y de pintar la casa.
Edward dejó a las mujeres trabajando y se marchó con Seth a comprobar las instalaciones exteriores, que encontraron en muy mal estado. Nadie se quedó mano sobre mano.
En medio de tanta actividad, se olvidaron de Bella, que se encontró sola, sin ninguna tarea asignada. Se ató un pañuelo a la cabeza, se arremangó y se dispuso a limpiar la chimenea del salón con un cepillo de mango largo. Estaba sentada en ella, absorta en su labor, cuando de pronto una voz procedente de atrás la sobresaltó.
—¡Señorita Bella! —exclamó Sue—. ¡Dios santo, niña! ¡Eso le hará daño al bebé! —Se puso al lado de su ama y agarrándola del brazo la ayudó a levantarse—. Se supone que usted no debe trabajar, señorita. Usted sólo vino para aconsejar. Si el señorito Ed la descubre le dará un ataque. Deje que esas chicas hagan el trabajo; ellas no están embarazadas. ¡Usted, simplemente, siéntese y relájese!
Bella echó un vistazo a la habitación vacía y se echó a reír.
—¿Y dónde se supone que debo sentarme, Sue? Han sacado todas las sillas.
—Bueno, le encontraremos una y se pondrá cómoda —respondió la criada.
Al cabo de poco rato ya estaba sentada en una mecedora frente a las ventanas sucias, con un libro en las manos. Sue salió a toda prisa dejándola sola una vez más. Bella intentó leer bajo la luz tenue que se filtraba por las cortinas mugrientas y, al no poder concentrarse se humedeció la yema de un dedo y la pasó por el cristal dejando una marca. Dejó el libro y se levantó decidida a limpiar las ventanas. Arrancó las cortinas cochambrosas y, equipada con cubo y trapo, se subió a una silla que trajo del exterior y empezó a fregar los cristales. Estaba empleada en esta tarea, cuando Edward la sorprendió encaramada a la silla. Sin perder el tiempo con palabras, se precipitó hacia ella y la tomó en sus brazos, sobresaltándola tanto que la joven gritó alarmada.
—Pero ¿qué crees que estás haciendo? —inquirió, enojado.
—¡Oh, Edward, qué susto me has dado! —exclamó Bella. Él la dejó en el suelo.
—Si vuelvo a verte subida a una silla tendrás motivos para asustarte. No has venido a trabajar —la reprendió—. Te hemos traído aquí para que nos hicieras compañía.
Bella sacudió la cabeza, exasperada.
—Pero Edward, yo...
—No se hable más, Bella —la interrumpió—. Siéntate y cuida de mi hijo. Bella dejó escapar un suspiro y se sentó de nuevo en la mecedora, resignada.
—Compañía, ¡ja! Todos trabajando y yo aquí, sentada sin hacer nada. Edward apartó un mechón de su rostro y la besó en la frente.
—Eres mucho más importante que toda esta maldita casa. Bella volvió a coger el libro y empezó a balancearse.
—Ya me tratas como si fuera una anciana. Edward se echó a reír.
—Eso nunca, amor mío. Sólo cuando yo sea un hombre muy viejo.
La dejó leyendo, pero la joven no tardó mucho en levantarse de nuevo y deambular por la casa. Subió las escaleras y pasó por una habitación en la que las chicas estaban fregando, y por otra en la que dos hombres empapelaban las paredes. Luego bajó y se dirigió a la cocina. Se estremeció al ver la suciedad y la mugre que había, pues la estancia todavía no había sido aseada. Encontró una escoba y empezó a barrer la porquería. Tosió varias veces y se asfixió con el polvo que había levantado. De vez en cuando echaba un vistazo hacia la puerta, alerta al menor ruido, pero su vigilancia fue en vano; la criada llegó sin anunciarse.
—¡Señorita Bella! —exclamó Sue. La muchacha dio un respingo dejando caer la escoba al suelo. Luego, con los brazos a la espalda, miró a Sue, avergonzada. La criada bloqueó la entrada con los brazos en jarras y la boca apretada.
—¡No es bueno para usted respirar tanto polvo! ¡Si no se está quieta va a tener el bebé en esta habitación mugrienta! —la regañó—. Voy a buscar al señorito Edward ahora mismo. Él hará que se siente. —Se volvió y salió de la cocina.
Bella se quedó mascullando algo acerca de que esos sustos de muerte eran más perjudiciales para la salud de una persona que todo el polvo del mundo. Bajó la cabeza y con el pie rascó un poco de suciedad. De pronto llegaron los dos y se la quedaron mirando en silencio con el ceño fruncido.
—Señora —dijo Edward—, es usted la mujer más obstinada que he conocido nunca. Está claro que tendremos que buscarle una tarea ligera para mantenerla ocupada.
Se quedó sin saber qué encomendarle hasta que Jas lo llamó desde el patio trasero. Los tres salieron y vieron a varios chicos dejando en el suelo unos toneles enormes. Jas sacó las tapas para mostrarles que estaban repletos de una extraña variedad de platos, cacharros, teteras y otros utensilios.
—Me imagino que la señora Bartlett envió todo esto para los esclavos —supuso Jas—. Estaban almacenados arriba, en el molino, así que estoy seguro de que el señor Bartlett ni siquiera dejó que esos pobres diablos les echaran un vistazo.
—¿Estaba casado el señor Bartlett? —preguntó Bella, recordando las palabras de Jas del día anterior.
Edward asintió.
—Con una mujer muy agradable, por lo que he oído. Pero parece que no debe de enterarse de lo que hace su marido. Todo el mundo en Charleston sabe qué clase de hombre es.
—¡Basura blanca, eso es lo que es! —gruñó Sue. Regresó a la casa murmurando para sí—: A ese hombre lo tendrían que haber colgado hace tiempo.
Edward examinó los objetos que contenían los toneles y echó un vistazo a su esposa creyendo que por fin había encontrado la tarea perfecta para ella.
—Bueno, ratoncito inquieto, quizá dejes de molestar con esto. Separa lo que esté en mejor estado y apártalo para los Webster. No estaría bien devolvérselo a la señora Bartlett y dejar que se diera cuenta de cómo es su marido.
Mientras la ayudaba a descender por las desvencijadas escaleras Bella le sonrió con alegría y un poco de coquetería, haciendo que el corazón de Edward se enterneciera. Al observar cómo su esposa fisgaba en los toneles, no pudo concentrarse en lo que le estaba diciendo su hermano. Decidió volverse de espaldas a ella y prestarle toda la atención a Jas quien, al mirar por encima de su hermano y ver a su cuñada, dejó la frase a medias y sonrió. Edward se volvió y se encontró a Bella con la cabeza dentro de uno de los toneles, intentando sacar una enorme tetera del fondo.
—¡Maldita sea! —gritó.
Bella soltó la tetera y se irguió, apartándose el cabello de los ojos. Tenía el pañuelo torcido y la barbilla manchada de grasa. Jas se echó a reír, conmovido por la escena, mientras Edward sacudía la cabeza exasperado.
—Jas, haz que tus hombres desembalen todas estas cosas y las lleven al porche — ordenó. Cogió un plato de uno de los toneles y lo sostuvo en alto para que la joven pudiera verse reflejada—. Y usted, señora Cara Sucia, no levantará nada que sea más pesado que esto. ¿Lo ha entendido?
Bella asintió enérgicamente al tiempo que intentaba limpiarse la cara con el delantal.
Edward soltó un suspiro.
—Así estás empeorando las cosas. —Agarró un extremo del delantal y le limpió la grasa de la barbilla con suavidad—. Ahora sé buena —le rogó halagüeñamente—, o tendré que mandarte a casa para que no te metas en más líos.
—Sí, señor —murmuró dócilmente ante la mirada tierna de su esposo.
Ahora que Bella estaba ocupada en algo, todos irían un poco menos de cabeza. Edward y Seth pasaron el resto de la mañana vaciando, limpiando y reparando el pozo. Jas continuó su exploración por las cabañas y encontró una selección de muebles bastante aceptable, que acabó por abarrotar el patio delantero. Justo antes del almuerzo, Sue declaró que la planta superior estaba limpia y apta para ser habitada. La fachada resplandecía con su nueva capa de pintura blanca. Se tomaron un descanso e improvisaron una comida alegre y divertida con el contenido de los cestos que traían en el carro. Cuando hubieron acabado, se relajaron, tendidos en el suelo bajo el sol o en la sombra, según las preferencias de cada uno. Bella estaba sentada junto a Edward sobre un almohadón que le habían colocado bajo un enorme pino, y Jas, apoyado contra un arcón viejo, los observaba con expresión divertida.
—Estaba empezando a preguntarme si teníais aversión a compartir uno de esos almohadones —bromeó—. Aunque no me puedo imaginar cómo Bella estaría ahora en este estado si no lo hubierais hecho. Claro que con una sola noche habría sido suficiente, ¿no?
Bella intercambió una mirada con su marido en silencio. Éste se encogió de hombros respondiendo a la pregunta que formulaban los ojos de su esposa, luego se quedó contemplando a su hermano con el entrecejo fruncido. Pero Jas esbozó una sonrisa y cerró los ojos.
La tarde transcurrió tan ajetreada como la mañana. Lograron adecentar la planta baja de la casa, a pesar de haber creído que era una tarea casi imposible de realizar. El olor a jabón de pino invadía las habitaciones y todo brillaba, impecable.
Bella se sintió aliviada cuando la tarea del día tocó a su fin. Estaba agotada, sucia y pegajosa a causa del sudor. Apenas parecía la señora de una gran mansión. Mechones de cabello negro asomaban por el pañuelo cayéndole por la espalda y, entre sus senos, podían verse gotitas de humedad pues se había desabrochado el corpiño para que la brisa refrescara su piel.
Desde que habían entrado los muebles, ningún hombre había puesto un pie en la casa, pues todas las tareas pendientes precisaban una mano femenina. Colocaron sábanas sobre las de plumas y fregaron los platos y los guardaron en los armarios.
Bella estaba tan absorta frente a la ahora impecable chimenea discutiendo con Sue las cosas que todavía quedaban por hacer para que la casa fuera más acogedora para los Websters, y confeccionando una lista de objetos útiles que podían traer de Harthaven, que no se dio cuenta de la presencia de un hombre. Estaba de espaldas a la entrada, escuchando atentamente cada palabra que Sue pronunciaba. Con el vestido manchado y el delantal atado por debajo del busto, tenía el mismo aspecto que el resto de los criados. Un extraño que se hubiera acercado por detrás podría haber pensado que era una chica de color, pequeña y esbelta.
Eso fue precisamente lo que pensó el señor Bartlett cuando la vio junto a Sue.
Entró en la estancia a grandes zancadas para llamar la atención de las dos mujeres, pero sólo cuando sintió una brutal palmada en las nalgas y la voz del hombre atronó su oído, Bella se percató de su presencia.
—¡Vaya! Qué linda muchachita tenemos aquí —exclamó— Anciana, ve a decirle a su amo que el señor Bartlett está aquí, pero no te apresures. Voy a degustar este exquisito bocado mientras estás ausente.
Bella, indignada, se volvió bruscamente mientras Sue lo miraba boquiabierta, horrorizada. Bartlett no se mostró demasiado sorprendido al descubrir el color de la piel y de los ojos de la muchacha. Pensó que se trataba de una esclava, y no se imaginó ni por un instante que estaba insultando a una Cullen. Se pasó la lengua por los labios, regocijándose con la visión del escote de Bella y, al cogerla del brazo, esbozó una sonrisa lasciva.
—Bien, dulce niña, parece que se me han adelantado. ¿Tu amo quizá? —inquirió—
. Tiene buen gusto, he de reconocerlo. —Le hizo un gesto a Sue para que se fuera—. Fuera, anciana. —La miró con los ojos entornados—. Y no te vayas de la lengua si no quieres que te la arranque de tu negra cabeza.
Sue y Bella gritaron al unísono.
—¡Cómo se atreve! ¡Cómo se atreve! —exclamó la muchacha, indignada, intentando desasirse de él. Sue blandió la fregona, gritando.
—¡Déjela! Vayase de aquí, basura blanca. El señorito Ed le hará picadillo.
Bartlett avanzó un paso para propinarle un revés a la criada, pero se vio sorprendido por el ataque de Bella que le cruzó la cara de un bofetón.
—¡Déjela! —ordenó la joven.
El hombre se llevó la mano a la mejilla volviéndose hacia ella, desconcertado.
—¡Vaya con la pequeña bruja! —exclamó.
Bella le lanzó una mirada llena de furia. Señaló la puerta.
—Vayase ahora mismo de aquí —espetó entre dientes—. Y no vuelva jamás. El hombre la atrajo hacia sí.
—Creo que te excedes al hablarme de ese modo, cariño.
Bella empezó a golpearlo en el pecho exigiéndole que la soltara, pero él no hacía más que reír, aprisionándola brutalmente con el brazo y sofocando sus golpes con un abrazo sudoroso.
—Sé que deseas proteger a la vieja —dijo entre risas—, pero lo estás haciendo mal. Lo único que tienes que hacer es ser cariñosa conmigo. ¿Qué es lo que tiene tu amo que no tenga yo?
Sue lo golpeó con la fregona al tiempo que Bella clavaba en su empeine uno de sus tacones puntiagudos. Bartlett profirió un alarido y perdió el equilibrio, desplomándose en el vestíbulo. Al ver delante de él a la enorme anciana, con los ojos inyectados en sangre, blandiendo la fregona, y la gata salvaje esgrimiendo una pastilla de jabón como si fuera una daga, huyó despavorido. Al bajar el primer escalón del porche, la enorme pastilla de jabón le golpeó en la nuca y fue a parar al patio, seguida de Bartlett, que cayó de espaldas al suelo. Se levantó jadeando, enfurecido por haber sido el objeto de abuso de dos sirvientas, y encima mujeres. La pequeña se enfrentó a él desde el porche con ira en los ojos.
—Ahora márchese, y deprisa —le espetó con una mueca de desprecio—. O mi amo hará que se arrepienta de no haberlo hecho.
—¡Pequeña zorra! —exclamó Bartlett—. Yo te enseñaré lo que es bueno.
Avanzó un paso, amenazante, y la fregona le pasó rozándole el semblante, y manchándolo de agua sucia. Sue se colocó delante de la muchacha y se dirigió al hombre, encolerizada, a un ritmo intencionadamente pausado.
—Ahora, señor Bartlett. Si alguna vez vuelve a ponerle la mano encima a esta Cullen, le pegaré en la cabeza con esta fregona con tanta fuerza que para sacársela tendrán que esquilarle como a una oveja.
La réplica de Bartlett se vio interrumpida por el ruido sordo de unos pasos que se acercaban a toda prisa detrás de él. Se volvió y descubrió al amo de Harthaven aproximándose con una expresión de rabia en su rostro enrojecido. En ese breve lapso, Bartlett comprendió lo que era estar cara a cara con la muerte. Había insultado a la esposa de un Cullen, y no sólo de un Cullen, sino de Edward Cullen, conocido por su mal carácter.
Bartlett quedó paralizado, incapaz de articular palabra, y palideció. El miedo rezumaba por cada poro de su piel. Lo poco que oyó Edward fue suficiente para desatar su furia. Sólo era capaz de ver al hombre que yacía ante él, envuelto en una especie de neblina rojiza que limitaba su visión. Deseaba oír cómo los huesos de aquel hombre crujían entre sus manos y, al acercarse, descargó sobre él su puño sediento de sangre.
Sus nudillos se estrellaron en su mejilla y su ceja derecha, abriéndole una brecha y haciéndole girar sobre sí mismo. Edward se apartó para volver a golpearle, pero Bartlett puso pies en polvorosa, con una agilidad sorprendente para su edad y su físico. El mayor de los Cullen no estaba dispuesto a dejar escapar al hombre y, cuando estaba a punto de alcanzarlo, Jas se interpuso en su camino. Al ver las ansias de sangre en la mirada de su hermano, se abalanzó sobre él, y ambos cayeron al suelo. Intentó sujetarlo, pero Edward se zafó y se puso en pie. Jas levantó la cabeza, y vio a su hermano correr en dirección al carruaje que se alejaba a toda velocidad. Bartlett se incorporó del asiento agitando un puño en el aire antes de reemprender su huida.
Edward se calmó contemplando el camino ahora desierto. Se sacudió, se arregló el cabello con las manos y ayudó a Jas a incorporarse. Miró hacia la casa y su rabia se tornó en preocupación por Bella. Al llegar al primer escalón, se detuvo frente a su esposa con el entrecejo fruncido. Bella lo abrazó mientras le besaba, llorando, el cuello y el pecho. Limpió el rostro de su esposo con el delantal, luego se secó las lágrimas. Edward comprendió que su esposa se hallaba al borde de un ataque de nervios y la condujo con ternura hasta una silla para intentar apaciguarla.
Un rato después. Edward interrogó a Sue y, al oír la historia completa, Jas estuvo a punto de tener que usar la fuerza para contenerlo. Edward se levantó y juró que mataría a Bartlett. Al oírlo, a Bella le dio un vuelco el corazón.
—Por favor —rogó al tiempo que tiraba de la mano de su esposo. Luego llevó la mano de éste a su vientre para que sintiera al bebé moviéndose enérgicamente. Lo miró a los ojos con una sonrisa dulce mientras le acariciaba la mejilla—. Ya he tenido suficientes emociones por hoy —añadió—. Acabemos y vayámonos a casa.
Cuando Jeremiah Webster vio por primera vez la casa que habían arreglado para él y su familia, pensó que se trataba de la mansión de los Cullen y comentó que era muy bonita. Edward, Jas y Bella lo miraron sorprendidos y el primero se apresuró a corregirlo. El hombre quedó boquiabierto y tardó varios minutos en recuperarse. Luego se volvió hacia su esposa.
—¿Has oído, Leah? —preguntó, incrédulo—. ¿Lo has oído? Ésa va a ser nuestra casa.
Por primera vez desde que se conocían, la mujer habló con los ojos arrasados en lágrimas, olvidando su timidez.
—Es demasiado bonito para ser verdad —afirmó. Miró a Bella para asegurarse de que lo que había dicho su esposo era cierto—. ¿Vamos a vivir aquí? —inquinó, todavía insegura.
Bella asintió para confirmárselo y dedicó a su esposo una sonrisa afectuosa por la bondad que había demostrado con esa gente.
—Venga conmigo —murmuró Bella suavemente, cogiéndola del brazo—. Le enseñaré la casa por dentro.
Mientras las dos mujeres entraban seguidas por el señor Webster, Jas le dio un ligero codazo a su hermano, que se había quedado embelesado contemplando a su esposa.
—Una buena obra más, Edward, y serás su caballero andante —bromeó.
A medida que el mes de marzo avanzaba, los días fueron cada vez más cálidos y soleados. Edward comprobó que la puesta en marcha del molino requería la mayor parte de su tiempo. Casi no veía a su esposa ni estaba en casa. Él y Webster hicieron numerosos viajes del molino a los campos de tala, río arriba. Grandes balsas de troncos flotaban corriente abajo para descansar en las rebalsas tras el molino, aguardando las primeras dentelladas de las sierras. La mayor parte de las destartaladas chozas que habían albergado a los esclavos tuvieron que ser reparadas. Dos familias y media docena de hombres solteros se desplazaron desde Nueva York a petición de Webster para que sumaran su experiencia a la cuadrilla.
Los días calurosos y polvorientos y las noches frías y húmedas se habían convertido en una rutina aburrida sin Edward ni Jas en casa. Bella intentó vencer la monotonía y encontró breves momentos de distracción. Un chubasco primaveral interrumpió la sequía del mes y preparó el terreno para una noche de lluvia torrencial. Los días posteriores trajeron consigo una agradable metamorfosis de la tierra. Bella se sorprendió ante el cambio repentino provocado por las lluvias. De la noche a la mañana el marrón quemado y seco del invierno fue sustituido por el verde fresco y floreciente de la primavera. Las magnolias llenaban el aire con su aroma intenso y cascadas de glicinas púrpura caían de los árboles de los que colgaban. Azaleas, adelfas y gran variedad de lilas alegraban con sus vivos colores los bosques. Los cerezos silvestres adornaban los valles estrechos y cerrados mientras los patos y las ocas surcaban el cielo. Una fauna abundante animó de nuevo los bosques.
En medio de este esplendor, Bella sintió que se acercaba el momento. Era muy raro que se aventurara a salir a pesar de la belleza de la tierra. Se sentía torpe y lenta, pero siempre que deseaba moverse había una mano para asirla. Cuando Edward estaba en el molino o en los campos de tala río arriba, era Jas, o Sue, o Mary; siempre había alguien cerca.
Una veintena de amigos de la familia se acercaron a presentar sus respetos y dar la bienvenida a Edward. Era viernes por la tarde cuando llegaron. Por la mañana se habían cocinado una variedad de platos y todo estaba preparado para asar la ternera y el cerdo. Varios niños se encargaban de vigilar que los asados no se quemaran. Los barriles de cerveza habían sido enfriados en las aguas heladas del arroyo.
El reverendo Fairchild, su esposa y sus siete hijos fueron los primeros en llegar.
Poco después lo hizo el enorme landó negro de Abegail Clark, que pasó por delante de la mansión sin detenerse. La fiesta se fue animando con el transcurso del día. El reverendo Fairchild se dedicó a vigilar a los hombres que bebían demasiado y a buscar entre los arbustos a las parejas de jóvenes que se tumbaban para intercambiar algo más que frases poéticas. Edward ordenó que sacaran varios barriles de cerveza y los depositaran bajo los árboles. Jas hizo lo propio con un tonel de whisky añejo. Los ánimos se alegraron. Varios barriles de cerveza que habían traído los invitados fueron destapados para compararlos con los de los Cullen. Los niños correteaban por el magnífico césped al tiempo que vaciaban jarra tras jarra de limonada. Las mujeres, reunidas en grupos, cosían sus dechados mientras los hombres admiraban a los caballos y a las señoras, incapaces de decidir qué barril contenía la bebida más dulce.
Fue Jessica Stanly la que atrajo la atención en un momento de la tarde. Llevaba un atrevido vestido de escote bajo bastante caro, y un vendedor barrigudo de mediana edad la perseguía sin cesar con intenciones muy claras para todo el mundo menos para ella. La joven eludía sus zarpas con una risa estridente, abrumada ante la atención inusual de un hombre y la ausencia de la mano restrictiva de su madre.
Bella abrió los ojos de par en par al ver a la hasta hacía poco niña retraída, ahora riendo y coqueteando con su pretendiente, ofreciendo a sus toquetees una resistencia simbólica. A su lado, la señora Clark mostraba su enfado resoplando sonoramente y clavando su sombrilla en el suelo.
—Maranda Stanly maldecirá el día en que le dio libertad a su hija —sentenció la anciana—. Esa pobre niña acabará con el corazón roto. A él sólo le interesan su ropa lujosa y sus encantos, pero sin promesas, y la chiquilla ha estado demasiado tiempo protegida para saber lidiar con un hombre y especialmente con ése. Pobre niña, necesita una mano que la guíe.
—Me dio la impresión de que era una joven muy reservada —murmuró Bella, azorada por el cambio producido.
—Jessica, querida, no es joven —comentó la señora Fairchild—. Y ciertamente parece que ha perdido su timidez.
La señora Clark sacudió la cabeza con tristeza.
—Es evidente que como no ha conseguido pillar a un Cullen, Maranda la ha abandonado.
La anciana echó un vistazo a Bella. Ésta, a pesar de su estado, estaba bellísima y transmitía ese misterio que poseen todas las embarazadas. Llevaba un vestido azul cielo de organdí con volantes de encaje en el cuello y en los puños, y llevaba el cabello recogido, formando suaves tirabuzones, con cintas azules. Aun en un estadio tan avanzado de gestación, era la envidia de muchas.
La gran dama prosiguió, mirando ahora directamente a Bella.
—A estas alturas ya debes saber que Jessica se había fijado en tu marido, aunque no entiendo, pobre niña, dónde vio que tenía una posibilidad. Era extraño que mirara dos veces incluso a las jóvenes más hermosas de la iglesia, y luego, claro, estaba Tanya, que debemos admitir que es una mujer hermosa. Incluso entonces Jessica abrigó alguna esperanza, pero el día que te vio, creo que entendió que sus sueños habían llegado a su fin. Fue una lástima el modo en que Maranda le hizo creer que Edward se fijaría en ella. Él no sabía ni que la niña existía. —Asintiendo en dirección a Jessica, afirmó categóricamente—: Lo que está ocurriendo ahora es culpa de Maranda, pero ella se queda sentada en su casa maldiciendo a Edward sin pensar en su hija —concluyó en tono de ira, y clavó la sombrilla en el suelo para enfatizar sus palabras.
Edward y Jas se aproximaban por el camino cuando, de pronto, Jessica, al tratar de evitar a su torpe pretendiente, salió corriendo de debajo de unos árboles chocando con ellos. Edward se apartó, la saludó y continuó su camino sin prestarle atención. Al reconocerlo, la pobre niña abrió los ojos y palideció. Se quedó contemplando su espalda fijamente, muy desalentada; su sola presencia acababa de arrebatarle el regocijo del día. Observó que el hombre tomaba asiento junto a su esposa.
Jessica continuaba ofuscada cuando el birlocho llegó y se detuvo frente al grupo. Al ver descender a Tanya del carruaje exquisitamente vestida, dejando a su admirador perplejo ante su apresurada marcha, Bella depositó la aguja en su regazo y esperó a que se acercara. Tanya sonreía alegremente acercándose resuelta y saludando a voz en cuello. Su nuevo admirador bajó del carruaje y la siguió, pero ella hizo caso omiso de él concediendo toda su atención a su antiguo prometido. La mujer frunció el entrecejo al ver cómo éste se levantaba y se colocaba detrás de la silla de su esposa. Fue entonces cuando Tanya reparó en ella.
—Cielo santo, criatura —exclamó, sonriendo con desdén y mirándole el vientre—.
Esto probablemente va a arruinar tu figura el resto de tu vida.
—¿Qué sabrás tú de eso, Tan? —inquirió Jas con sarcasmo.
Tanya hizo caso omiso y dio una vuelta sobre sí misma para lucir su atuendo y también su figura voluptuosa.
—¿Os gusta mi nuevo vestido? —inquirió—. He encontrado el modisto más talentoso del mundo. De un rollo de tela y un poco de hilo hace maravillas como ésta.
—Arrugó la nariz con aversión—. Pero es un hombrecillo muy extraño. Os haría reír.
—Miró a Bella con mordacidad—. Pero si es uno de tus compatriotas, querida. — Dicho esto se alejó hacia un grupo de jóvenes que había cerca de ellos. Entretanto, su pretendiente saludó a Edward.
—He oído que te has casado, Ed —comentó Mathew Bishop con un marcado acento sureño.
Edward deslizó las manos sobre los hombros de Bella al presentársela a Mathew.
—Matt y Jas fueron a la escuela juntos —le explicó a su mujer.
—Es un placer conocerlo, señor Bishop —murmuró Bella con una sonrisa El hombre miró primero su vientre y sonrió. Luego alzó la vista y contempló su
rostro sorprendido ante la visión.
—¿Ésta es tu esposa? —inquirió, incrédulo—. Bueno, Tanya dijo...
Se calló al darse cuenta de lo que había estado a punto de escapársele. Le había parecido muy extraño cuando Tanya se había puesto a despotricar contra la pordiosera que había hecho brujería para arrebatarle a Edward. Le había resultado difícil creer que Edward se hubiera mostrado tan ansioso por que lo pillaran o que fuera la clase de hombre capaz de acostarse con una muchacha poco apetecible y mucho menos casarse con ella. Debería haber sabido que ese hombre elegiría a la mujer más hermosa para calentar su lecho.
—Creo que se han burlado de mí —se disculpó—. Tienes una esposa encantadora, Ed.
Tanya regresó a tiempo de escuchar los últimos comentarios y lo miró con rabia agarrándole del brazo. Luego se volvió hacia Edward con una sonrisa.
—Querido, tus fiestas son las más espléndidas —comentó con coquetería—.
Incluso cuando estábamos sólo nosotros dos, nunca fueron aburridas.
Edward se inclinó para interesarse por el estado de su esposa haciendo caso omiso a los comentarios de Tanya, pero Abegail no se calló.
—Parece que adoras las fiestas, Tanya —apuntó—. En cuanto a los hombres... no es usual que limites tu afecto a uno solo.
Jas se echó a reír de buena gana guiñándole un ojo a la anciana. Tanya les lanzó una mirada furiosa. Luego se volvió hacia Bella a tiempo para ver cómo se acariciaba la mejilla amorosamente con la mano de Edward y murmuraba una respuesta a su atento marido. Los celos la consumieron. Bajó la mirada y vio el pañuelo que la joven estaba bordando con el monograma de Edward. Entornó los ojos y en tono malicioso preguntó:
—¿Qué es lo que tienes ahí, querida? ¿Estás perdiendo el tiempo con la costura? Pensé que tendrías cosas más importantes que atender estando casada con Edward. — Echó un vistazo a éste—. Pero claro, supongo que hay muy pocos placeres que puedas disfrutar estando el embarazo tan avanzado. En cuanto a mí...
—Coser es un arte noble, Tanya —la interrumpió la señora Fairchild, muy atenta a su bordado—. Harías bien en aprender. Mantiene ocupada las manos y aleja la mente de actividades menos atractivas.
Tanya comprendió que no conseguiría arruinar el día de Bella rodeada de tantos entrometidos que la protegían, así que se alejó vencida por el momento, pero no derrotada. Tendría más oportunidades de hacer trizas a la joven, y era muy paciente.
Sonrió a su nuevo enamorado y le restregó la mano contra sus senos para provocarlo. No era tan atractivo como Edward ni la mitad de rico, pero serviría hasta que consiguiera meter a ese semental arrogante y talentoso en su cama.
Como cualquier otro soltero dispuesto, Matt empujó a Tanya detrás de un matorral y la abrazó apasionadamente. Ahora le tocaba a él provocarla con su cuerpo, y la besó con los labios separados y deslizando su mano por debajo del corpiño para acariciar la carne abundante y cálida.
—Aquí no —murmuró Tanya, apartándolo—. Sé de un lugar en los establos. Sue salió por la puerta principal con una bandeja con limonada para las señoras.
La señora Clark la saludó calurosamente mientras le servía.
—¿Estás preparada para dejar este antro de perversión y venir a vivir conmigo, Sue? —inquirió—. Los viejos tenemos que estar juntos, ¿sabes?
—No, señora —repuso Sue entre risas—. Dentro de poco voy a tener un nuevo Cullen y el amo tendrá que darme una patada si quiere que me vaya de este lugar y deje a la señorita Bella. Ni una yunta de mulas del señorito Ed podrían alejarme de aquí.
La criada arrancó la risa de todos los presentes. Se volvió hacia Bella, preocupada por su bienestar.
—¿Cómo se encuentra, señorita? No permanezca demasiado tiempo aquí sentada que se cansará. Ese bebé va a llegar pronto; no hace falta que le meta prisa. Señorito Ed, no la deje hacer demasiado, ¿me oye?
—Te oigo, Sue —respondió Edward, risueño.
Era ya de noche cuando les avisaron de que la carne estaba lista y sacaron antorchas para iluminar la cena. Sobre una mesa larga dispusieron los sabrosos platos que las diferentes familias habían traído y los invitados se dedicaron a ellos con avidez.
Cortaron la ternera y el cerdo sobre él horno y colmaron los platos que iban presentándose conforme la fila avanzaba. Bella y Edward dieron la vuelta a la mesa, seleccionando los guisos más apetecibles. Él le indicó una serie de recetas totalmente desconocidas para ella que creía serían de su agrado. Al dirigirse hacia los hornos, Bella contempló su plato bastante sorprendida.
—Estoy tan gorda que no me veo ni los pies, y aun así, mira cómo me lo he llenado. —Alzó un pan de maíz riendo y le ofreció un bocado a Edward—. Tendrás que ayudarme, Edward. Eso es todo lo que tienes que hacer.
Él se echó a reír y la besó tiernamente en los labios.
—Haría cualquier cosa para complacerte, cielo. Cualquier cosa —susurró.
Al regresar a sus sillas, Bella observó a Edward apoyar el plato sobre sus rodillas y cortar un sabroso pedazo de carne con expresión de dicha. Ella vaciló, sin saber dónde poner la comida ante la falta de regazo. Su marido alzó la vista y soltó una sonora carcajada al sorprenderla observando su barriga, indecisa. Se levantó cogiéndole el plato y fue en busca de una mesa pequeña.
—Creo que podrás apañarte con esto —comentó al colocar la mesa delante de ellos. Mientras estaban sentados. Edward alcanzó a ver a Seth al final del porche,
tallando una rama con violencia. Le intranquilizó ver el mal genio del viejo y le hizo señas para que se acercara.
—¿Qué te ocurre? —preguntó cuando el criado estuvo a su lado. Seth lanzó una mirada a Bella y tardó un poco en contestar.
—He visto sabandijas en el establo, capitán.
—¿Sabandijas? —inquirió el hombre arqueando una ceja. El criado arrastró los pies y miró de soslayo a la joven.
—Sí, capitán, sabandijas.
Edward reflexionó sobre el asunto durante un momento y luego asintió entendiendo lo que había querido decir.
—Está bien, Seth. Coge un plato y calma tus pensamientos con un trozo de ternera, y olvida lo que hayas visto u oído.
—Sí, capitán —contestó Seth.
Cuando se hubo marchado, Bella miró a su esposo preocupada.
—¿Ha encontrado Seth ratas en las caballerizas? Edward se echó a reír.
—Podríamos llamarlo así, cielo.
La fiesta continuó hasta bien entrada la noche. Edward llevó a Bella a dar un paseo entre sus invitados y luego la sentó en medio de las señoras. Un grupo de hombres lo fueron a buscar y se lo llevaron para no devolverlo hasta altas horas de la noche. Bella permaneció sentada en silencio, escuchando la charla de las señoras de mediana edad sobre sus enfermedades y preocupaciones. La señora Clark se había retirado hacía rato a uno de los dormitorios de la planta superior y la señora Fairchild se había ido a casa con su marido y sus hijos. Edward tomó la mano de Bella para ayudarla a levantarse de la silla.
—Señoras, debo rogarles que disculpen a mi esposa —comentó—. Ha tenido un día muy duro y necesita descansar. Espero que no les importe.
Todas se apresuraron a asegurarle que no les importaba e intercambiaron sonrisas al observar la atención con que Edward tomaba del brazo a su joven esposa mientras subían por las escaleras. Una vez en el interior de la casa, Bella dejó escapar un suspiro de alivio.
—Gracias por rescatarme —murmuró—. Me temo que deben de haber pensado que soy bastante aburrida. No sabía qué decir para impresionarlas, y además esa silla era muy incómoda.
—Lo siento, cariño —se disculpó Edward—. Si lo hubiera sabido habría venido antes.
La muchacha apoyó la cabeza en el brazo de su esposo y esbozó una sonrisa.
—Creo que deberás subirme en tus brazos. Estoy tan cansada que creo que no voy a poder yo sola.
Edward se detuvo y la cogió en brazos.
—Bájame, Edward, era una broma —suplicó Bella—. Peso tanto que vas a hacerte daño.
Él soltó una carcajada.
—Lo dudo, querida. Sigues tan ligera como una niña.
—Bueno, bueno, bueno. ¿Qué es lo que tenemos aquí? —inquirió una mujer detrás de ellos, sin duda la voz suave y melosa de Tanya.
Edward se volvió lentamente con su esposa en brazos y se encontró con la expresión burlona de su ex prometida.
—¿Haces esto cada noche, Edward? —preguntó ésta con mofa—. Tu espalda va a resentirse, cariño. Sabes que deberías cuidarle más. ¿Qué harías si te rompieras la espalda? Te aseguro que ya no podrías serle útil.
—He levantado a mujeres más pesadas en mi vida, Tanya, incluyéndote a ti — replicó inexpresivo—. Yo diría que mi mujer aún tiene que engordar un poco para igualar tu peso.
La expresión de burla fue sustituida por una de odio, pero Edward se volvió y continuó hablando sin mirar atrás.
—Por cierto, Tanya, deberías ir a peinarte —observó—. Tienes paja en el cabello.
Bella esbozó una sonrisa triunfal al mirar a la mujer por encima del hombro de su esposo mientras estrechaba sus brazos alrededor de su cuello.
Como Tanya continuaba observándolos, Edward llevó a Bella a su dormitorio en lugar de dirigirse directamente a la sala de estar. Una vez en los aposentos de su esposa, él se repantigó en una silla mientras ella se desvestía tras un biombo. Estaba tan deformada que prefería ocultar su desnudez. Esperaría a recuperar su figura y a poder tentarlo con su cintura delgada, entonces dejaría que la contemplara encantada... y lo que se terciara.
Cuando la suave brisa agitó las cortinas junto a su cama a la mañana siguiente, Bella se despertó. Todavía le dolía la espalda y se sentía extrañamente cansada a pesar de haber dormido ocho horas o más. Al levantarse notó que el peso del bebé hacía mucha presión en el bajo vientre.
El día transcurrió despacio. Por la tarde, despidió a los últimos invitados del día anterior, a excepción de la señora Clark que aún permanecería con ellos unos días. Llegó la noche y con ella la cena. La familia y su invitada disfrutaron de una deliciosa sopa de pescado obra de tía Ruth y, cuando los últimos platos fueron retirados, el grupo se acomodó en el salón. Bella estaba igual de incómoda allí que en las sillas del comedor y decidió retirarse con la escolta de Edward. En la sala de estar, despidió a Mary y se desnudó sola.
Estaba estirada en la oscuridad cuando oyó a Edward subir y moverse por su habitación. Una vez se hubo acostado, volvió a reinar el silencio. Bella finalmente se durmió, aunque no por mucho tiempo, pues las contracciones en su vientre se hicieron realmente dolorosas desvelándola por completo. Se colocó la mano sobre la barriga y comprendió que había llegado la hora.
Un dolor intenso la invadió haciendo que todos los músculos de su cuerpo se agarrotaran por la tensión. Consiguió levantarse de la cama con la intención de avisar a Mary para que fuera en busca de Sue. Al encender la vela de su mesita de noche, descubrió que su camisón estaba manchado y se dirigió despacio hacia la cómoda para coger otro. A medio camino abrió los ojos de par en par sorprendida y exhaló un gemido. Había roto aguas y estaba empapada. Cuando Edward abrió la puerta alarmado por los ruidos, la encontró impotente y confusa. Entró desnudo, poniéndose la bata.
—Bella, ¿te encuentras bien? —preguntó—. Creí haber oído... —Se detuvo de golpe al ver el camisón manchado y luego se acercó a ella a toda prisa—. ¡Dios mío, es el bebé! —exclamó.
—Edward, estoy empapada —comentó la joven, desconcertada—. Pasó tan deprisa. No sabía que estaba viniendo. —Lo miró fijamente durante unos segundos como si lo único que le preocupara fuera que se hubiera mojado y empezó a desabrocharse la prenda—. Por favor acércame otro. No puedo regresar a la cama mojada.
El hombre se abalanzó sobre la cómoda y abrió los cajones revolviéndolo todo como un loco. Finalmente consiguió encontrar los camisones doblados pulcramente en el último cajón y se acercó a ella para darle uno rosa.
—Pero Edward, es rosa —protestó—. Voy a tener un niño, y los niños no llevan ropa rosa. Ve a buscar uno azul, por favor.
Él se la quedó mirando, atónito, por un instante.
—Por el amor de Dios, me da igual si es niña o niño —exclamó al fin—. Ponte esto y deja que te lleve a la cama.
—No —insistió ella con terquedad—. Voy a tener un niño y no me pondré eso.
—Va a llegar desnudo a este mundo, así que da igual —dijo Edward—. ¿Vas a ponértelo o no?
Bella lo miró y sacudió la cabeza, con los labios apretados.
Edward alzó los brazos en señal de exasperación, dejando que el camisón cayera al suelo. Luego se dirigió de nuevo a la cómoda revolviéndolo todo en un frenesí. Al final encontró uno de color azul y se precipitó hacia ella con él. Bella, en actitud expectante, se lo arrebató, pero él, totalmente confuso se la quedó mirando boquiabierto.
—¿Puedes volverte, por favor? —pidió ella, reparando en su desconcierto.
—¿Cómo? —preguntó él estúpidamente.
—¿Puedes darte la vuelta, por favor? —repitió la joven.
—Pero si ya te he visto sin ropa... —Se detuvo y se volvió dándose cuenta de que no valía la pena discutir pues estaba obcecada en hacer las cosas a su manera, y lo único que conseguiría sería retrasarlo todo.
Bella, al no encontrar otro lugar donde ponerlo, echó el camisón azul sobre un hombro de Edward.
—Apresúrate —la instó él—. Vas a parir aquí en medio si no te das prisa, y nuestro hijo será el primero en no nacer de cabeza.
Bella dejó caer el camisón mojado al suelo y cogió el limpio.
—Lo dudo mucho, amor mío —contestó entre risas.
—Bella. ¡Por Dios! —suplicó—. ¡Deja ya de cotorrear y ponte el vestido!
—Pero Edward, no estaba cotorreando —corrigió—. Sólo te estaba respondiendo.
—Se colocó el camisón correctamente y empezó a atarse la cinta—. Cuando quieras ya puedes volverte.
Edward se volvió y se inclinó para levantarla del suelo.
—Pero Edward —protestó—, tengo que secar el suelo.
—¡Al infierno el suelo! —exclamó cogiéndola en brazos. Permaneció unos segundos con ella así indeciso, mirando la cama de Bella y luego en dirección a su habitación, hasta que decidió llevarla a ésta.
—¿Dónde me llevas? —inquirió—. Sue no me encontrará nunca. Tendrá que buscarme por toda la casa.
Edward la depositó suavemente en medio de la enorme cama.
—Aquí. ¿Contesta esto a tu pregunta? Es donde me gustaría que mi hijo... o hija naciera.
—No voy a tener una niña. Voy a tener... —Una nueva contracción la hizo retorcerse de dolor.
—Voy a despertar a Sue —dijo Edward, y salió de la habitación a toda prisa. Pero la vieja criada, que desde su cabaña había visto luz en la habitación de
Bella, sospechaba que había llegado el momento y ya estaba en el vestíbulo cuando su amo abandonó su dormitorio.
—¡Va a tener el bebé! —gritó Edward al verla—. Apresúrate.
Sue sacudió la cabeza mientras subía por las escaleras en dirección al dormitorio.
—Pasará un rato antes de que nazca el niño, señorito Ed —comentó la mujer—.
Es el primero y lleva su tiempo. Todavía faltan horas.
—Bueno, pero tiene muchos dolores ahora. Haz algo por ella —la apremió Edward.
—Señorito Ed, lo siento, pero no hay nada que yo pueda hacer para calmar el dolor —respondió. Se inclinó sobre Bella con la negra frente arrugada por la preocupación y le apartó el cabello del rostro—. No luche señorita. Respire cuando las sienta, luego relájese cuando hayan pasado. Necesitará su fuerza más tarde.
Bella fue respirando según las indicaciones de Sue y el dolor cedió al cabo de un rato. Fue entonces cuando la muchacha sonrió a su esposo, que fue a sentarse a su lado en el borde de la cama y le tendió la mano. Bella pudo comprobar que la expresión en el rostro de su marido era adusta y hasta le pareció ajado.
—Me han contado que todas las madres tienen que pasar por esto —comentó en voz baja para consolarlo—. Forma parte del hecho de ser mujer.
Sue despertó al servicio para que avivaran los fuegos y pusieran agua a hervir.
Trajeron toallas y sábanas limpias y, con la ayuda de Edward, colocaron varias debajo de la parturienta. El camisón azul fue sustituido por una sábana blanca que extendieron sobre la joven para cubrir su desnudez. El tiempo transcurrió despacio para unos y muy rápido para otros. Cuando no atendía a su ama, Sue se balanceaba en una silla junto a la cama, y Edward se angustiaba más con cada nueva contracción.
—Sue, ¿cuánto tiempo crees que puede durar? —la interrogó él ansioso, al tiempo que se enjugaba la frente.
—Eso nadie lo sabe, señorito Ed —respondió la anciana—, pero lo que está claro es que la señorita Bella lo está llevando mucho mejor que usted. ¿Por qué no va a tomarse un trago de eso que usted bebe? No le hará daño y puede que le ayude.
En efecto, Edward necesitaba con desesperación beber una copa de coñac, pero declinó el ofrecimiento de Sue, pues deseaba estar al lado de su esposa para ayudarla en lo que pudiera. Bella se agarró a la mano de su marido con fuerza, sin querer que se alejara de ella. ¿Cómo iba a abandonarla con todo lo que estaba sufriendo para dar a luz a su hijo?
Una vez más llegó el dolor, y de nuevo desapareció. Edward, cada vez más pálido, le pasó un paño frío y húmedo por la frente. Sue se acercó a la cama y lo apartó.
—Señorito Ed, será mejor que vaya a que el señorito Jas le prepare algo fuerte
—le aconsejó—. No tiene buen aspecto. —Lo acompañó hasta la puerta, la abrió y lo empujó con suavidad—. Vaya a emborracharse, señorito Ed. Emborráchese y no vuelva hasta que yo lo avise. No quiero que se desmaye cuando tenga que asistir a la señorita.
La puerta se cerró en sus narices y Edward, perdido e indispuesto, echó un vistazo a su alrededor. Al final, decidió bajar por las escaleras hacia su estudio, donde Jas y Seth estaban esperando. Jas le echó una ojeada y le puso una copa en la mano.
—Toma, parece que la necesitas —comentó.
Edward apuró la bebida haciendo caso omiso de los dos hombres que lo observaban. Jas le hizo una señal a Seth y éste se apresuró a coger el vaso de su capitán y a rellenarlo con coñac y un buen chorro de agua. Edward no notó la diferencia mientras caminaba arriba y abajo por la estancia.
Jas y Seth se encargaron de que la copa de Edward estuviera siempre bastante aguada. Jas observó cómo su hermano encendía los puros, uno detrás de otro, y los apagaba tras darles dos caladas. Se movía por el estudio aturdido, indiferente a lo que ocurría a su alrededor, ignorándolos. Salió al vestíbulo varias veces para mirar al segundo piso, luego regresaba y se servía otra copa. Cada vez que oía los pasos de una de las criadas subiendo o bajando a toda prisa por las escaleras, se asomaba expectante. Jas supo que estaba en otro mundo cuando se bebió un tercio de una copa de whisky sin notar la diferencia.
—Edward, o eres ya muy mayor para esta clase de cosas, o es que esa chiquilla te importa mucho más de lo que quieres admitir —comentó Jas—. Te he visto perseguir a un jabalí herido sin miedo, sabiendo perfectamente lo que estabas haciendo. Ahora estás tan aturdido que te bebes mi whisky y no lo aguantas.
Edward lo empujó con el vaso.
—Bueno, entonces, ¿por qué demonios me la has dado si sabías que no me gustaba? —inquirió.
Jas miró a Seth, perplejo, y éste le sonrió encogiéndose de hombros. Luego se sentó en el escritorio sacudiendo la cabeza y trató de relajarse. Tras unos minutos cogió una pluma y un papel y garabateó unas cifras. Cuando se volvió hacia Edward, una sonrisa de satisfacción cruzaba su semblante.
—¿Sabes, Edward?, según mis cálculos tuviste que casarte con Bella el primer día que llegaste a Londres —comentó.
Seth escupió la cerveza sorprendido ante el comentario y se atragantó mientras Edward le lanzaba una mirada llena de furia a su hermano.
En el dormitorio, Bella se retorcía en una agonía silenciosa al intentar expulsar a la criatura de su interior. Respiró profundamente cuando el dolor cedió, pero el intervalo fue breve pues volvió a sentir una nueva contracción. Agarró la mano de la sirvienta con fuerza, apretando los dientes mientras Sue la animaba.
—La cabeza está a punto de salir, señorita Bella. No falta mucho ya. Empuje.
Eso es. Grite si quiere. Ha estado callada demasiado tiempo, niña.
Bella gimió presa del dolor. Luchó por no gritar, pero al asomar la cabeza el bebé no pudo reprimir un alarido que dejó a Edward helado en el estudio. Miró a su alrededor sin ver y, antes de que derramara la copa, Seth se la arrebató. El grito de la joven también había afectado al sirviente y a Jas, que intercambiaron miradas de consternación.
Poco después, una sonriente Sue abrió la puerta del estudio con el pequeño Cullen en brazos. Se dirigió al padre mientras los otros dos se acercaban para admirar el rostro del recién nacido.
—Es un niño, señorito —anunció la anciana—. Es un niño fuerte, hermoso y sano.
—¡Dios mío! —exclamó Edward volviendo en sí y encontrándose con el rostro enrojecido y arrugado de su hijo. Agarró la copa y la apuró de un trago.
Jas y Seth se aproximaron para ver al niño y esbozaron una sonrisa, orgullosos, como si ellos fueran los responsables de que la criatura estuviera allí, olvidándose por completo del padre. Jas acarició con dulzura la pequeña mano.
—No se parece mucho a Edward —comentó.
Seth echó una rápida ojeada al padre y al hijo, pero Sue se apresuró a contradecir a Jas.
—El señorito era igualito cuando nació. Era igual de largo. Este niño será tan alto como su padre, eso seguro. Ya ha tenido un buen comienzo.
Edward se levantó y miró receloso al niño por encima del hombro de Seth.
Mientras éstos continuaban contemplando embobados a la criatura, se precipitó escaleras arriba hacia su dormitorio. Al acercarse a la cama y cogerle la mano, Bella le sonrió somnolienta.
—¿Lo has visto? —le preguntó al sentarse a su lado—. ¿No es precioso? Edward asintió a la primera pregunta y se reservó la opinión de la segunda.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó con ternura.
—Cansada —suspiró Bella—. Pero muy feliz. Él la besó en la frente y susurró:
—Gracias por el niño.
Bella le sonrió y luego cerró los ojos apretando su mano contra el pecho.
—La próxima vez será niña —le aseguró Edward en voz baja. Pero Bella ya dormía.
Edward soltó con cuidado la mano de su esposa y salió de la habitación de puntillas en dirección al salón, dejándola al cuidado de Mary. Se detuvo frente a una ventana y vio que rayaba el alba. Sonrió para sí, sintiéndose con la energía suficiente para enfrentarse a un oso a pesar de la noche en vela. Arrimó una silla a la ventana, que abrió, y se sentó apoyando los pies sobre el alféizar. Poco después, cuando Sue pasó por delante de él en dirección a la sala, se lo encontró profundamente dormido. Esbozó una sonrisa y pensó: Pobre amo, seguro que ha tenido una noche muy dura.
Los rayos del sol brillaban sobre Harthaven cuando unos berridos furiosos despertaron a Edward. Al acto, comprendió que su hijo estaba haciendo sus propias reclamaciones. Se levantó y fue a asearse para borrar el horrible sabor a alcohol de la noche, luego abrió la puerta del cuarto de los niños y se encontró a Sue inclinada sobre el pequeño. Chascaba la lengua, emitía arrullos y le hablaba en un tono tranquilizador, pero él continuaba rabiando.
—Vamos a darte de comer en un minuto, pequeño Cullen —le aseguró la criada— No es el fin del mundo.
Con un sentimiento de orgullo paternal, Edward se aproximó a la cuna con las manos a la espalda, para ver cómo Sue le cambiaba la ropa mojada. El bebé, con las piernas en alto, continuaba llorando, con la cara enrojecida.
—Vaya, está realmente furioso —comentó Sue—. Quiere algo de comer y pretende que todo el mundo se entere.
Una vez seco, el pequeño Cullen se calmó un poco. Cada vez que se rozaba la mejilla con el puño, abría la boca como un pajarillo balbuceando contrariado.
Sue se rió de él.
—Fíjese señorito, está intentando pedirme algo de comer. Edward miró al bebé que balbucía, contrariado, y sonrio.
—Desde luego que es un pequeñín muy impaciente —dijo Sue, cogiéndolo y acurrucándolo en su amplio pecho—. Pero tu mamá está despierta y vamos a llevarte con ella ahora mismo.
Edward siguió a la criada hasta el dormitorio, pasándose los dedos por su cabeza despeinada. Vio a Bella recostada en la cama, peinada y aseada, con un vestido limpio con volantes, irresistiblemente hermosa. Cuando ella lo vio aparecer, indicó a Mary que se apartara, devolviéndole el espejo, y lo miró con una sonrisa radiante y los brazos abiertos, deseosa de abrazar a su hijo. Edward observó que al desabrocharse el camisón y apartárselo, se ruborizaba nerviosa ante la nueva tarea materna. Sin embargo, la joven arrulló a su pequeño con ternura dirigiéndolo en su ansiosa búsqueda. El pezón rozó la mejilla del recién nacido, que se aferró a él con la ferocidad de un animal hambriento, sobresaltando a la dolorida madre. Edward esbozó una sonrisa y Sue se echo a reír al ver el modo en que el bebé succionaba.
—¡Dios santo! —exclamó la criada—. El pequeño amo está muerto de hambre.
Tendremos que prepararle una teta de azúcar hasta que la mamá tenga leche.
La diminuta boca produjo en el cuerpo de Bella una extraña sensación de placer mientras lo contemplaba con amor. La pequeña cabeza estaba cubierta por un cabello suave y negro y las magníficas cejas tenían la misma forma que las de su progenitor.
Bella pensó con orgullo maternal que era el bebé más guapo del mundo.
—Es hermoso, ¿verdad. Edward? —murmuró mirando a su esposo con ternura.
Sue empujó a Mary para que saliera de la habitación, y los dejaron a solas.
—Sí, que lo es —admitió Edward. Se aproximó y metió uno de sus dedos en el pequeño puño de su hijo, que se apretaba con fuerza contra el pecho de su madre. El bebé lo agarró de inmediato, asiéndolo con fuerza. Edward sonrió, complacido.
Le devolvió la mirada a su esposa, perdiéndose en los dos mares azules que lo contemplaban. No fue consciente de sus actos al inclinarse sobre ella fascinado por sus ojos, deslizar la otra mano por la nuca, y besarla apasionadamente. Sintió cómo Bella aflojaba los labios y los separaba empezando a temblar. Pudo saborear la respuesta cálida y dulce de la joven y notar su corazón palpitar salvajemente.
Bella intentó respirar bajo el beso de su marido, sintiendo sus caricias. Casi a punto de desmayarse, se liberó con una carcajada.
—Haces que me olvide del bebé —susurró mientras él le besaba el cuello e intentaba coger su rostro—. ¿Cómo lo vamos a llamar?
Edward se apartó y la miró durante unos segundos.
—Si no tienes ninguna objeción, me gustaría llamarlo como un viejo amigo mío ya fallecido. Murió hace unos cuantos años intentando apagar un fuego en su iglesia. Lo admiraba mucho, pero debo prevenirte, pues era francés... un hugonote francés.
Entendería que tu ascendencia inglesa desaprobara el nombre.
—Te olvidas, milord —contestó con una sonrisa—, de que en realidad tú eres más inglés que yo. ¿Cómo se llamaba tu amigo?
—Emmet... Emmet Grant —respondió rápidamente. Bella pronunció el nombre y asintió.
—Es bonito. Me gusta. Emmet Grant Cullen será su nombre.
Edward soltó la manita de su hijo y abrió el cajón de la cómoda para extraer una caja alargada. Se la ofreció a Bella levantando la tapa.
—Como agradecimiento por haberme dado un hijo.
Ella quedó maravillada al ver el collar de perlas con broche de rubíes y oro.
—Oh, Edward, es precioso —musitó. Edward contempló su cuello y su busto.
—Pensé que las perlas realzarían la belleza de tu piel mejor que los diamantes — comentó con voz ronca.
Bella podía sentir cómo la mirada de su esposo la acariciaba. Una sensación placentera recorrió su cuerpo acelerando de nuevo los latidos de su corazón.
De pronto Edward desvió la mirada.
—Voy a vestirme —apuntó con voz ronca levantándose de la cama—. Imagino que Abegail estará ansiosa por ver al bebé.
Escogió la ropa del armario y antes de vestirse, se volvió para contemplar a su mujer.
Poco después, Abegail y Jas entraron en el dormitorio para ver al bebé, que en ese momento dormía en una cuna junto a su madre. La anciana alzó las gafas y estudió al recién nacido, luego miró a Edward y dijo con una sonrisa:
—Bueno, ya veo que habrá otra generación de jovencitas asediadas por un Cullen, pero espero que tengáis los suficientes para contentar a todas esas faldas con volantes. No les va a gustar nada que sólo haya uno.
Jas sonrió tranquilamente.
—Tendrán por lo menos una docena, pero dudo que todos sean varones —afirmó. Abegail observó a Edward con alegría.
—Bueno, ahora se hará justicia cuando uno de vosotros dos tenga que defender el honor de una dama. —Rió ante la broma—. Se te subiría la sangre a la cabeza si tuvieras que forzar a un joven soltero a desposarse con tu hija.
Bella lanzó un rápido vistazo a su marido y se sorprendió al ver por primera vez un rubor en su semblante. Jas sonrió ante el desasosiego de su hermano, pero la señora Clark, ensimismada con el bebé, no se percató del intercambio de miradas y de lo cerca que había estado de descubrirlo todo.
—Has traído al mundo un niño magnífico, querida —comentó la señora a Bella—. Debes estar muy orgullosa.
Bella esbozó una sonrisa a la mujer y miró con ternura a su marido.
—Gracias, señora Clark. Lo estoy.
Una vez el niño hubo nacido. Edward dedicó toda su energía a poner en marcha el molino. Bella permaneció en el dormitorio con la idea de que se quedaría en él.
Edward advirtió que su peine y cepillo estaban sobre el tocador, y más tarde sus polvos y perfumes. Cada vez había más ropa colgada junto a la suya en el armario y en la cómoda la lencería se mezclaba con sus alzacuellos y medias. Muchas veces había sacado un pañuelo delicado pensando que era suyo.
Por deferencia a la delicada salud de su esposa, Edward ocupó lo que él confiaba fuera una residencia temporal en la sala de estar, no sin lanzar ocasionales miradas de nostalgia a la enorme cama pues la suya en la sala no estaba hecha para una persona tan corpulenta como él. Cada vez que se golpeaba la cabeza o le sobresalían los pies maldecía enérgicamente. Pero no encontraba el momento de reclamar cortésmente sus derechos y ocupar su lugar en el lecho junto a ella. Al ver que todavía se movía con dificultad por la casa, comprendió que aún pasaría cierto tiempo antes de poder aliviar sus necesidades más básicas. Pero como tampoco lo invitaba a compartirla con él, resignado, trató de disfrutar de la escasa comodidad de la que disponía.
Aunque pasaba la mayor parte del tiempo en el molino, sus ratos libres los compartía con su mujer y su hijo. Se levantaba muy temprano y se reunía con Bella mientras ésta atendía al bebé, bañándolo o alimentándolo. Disfrutaba de ello antes de iniciar la jornada, como parte de la rutina diaria. Y durante esos momentos de tranquilidad al lado de su hijo, ambos empezaron a desarrollar un lazo nuevo y estrecho.
ohhh... es un niño
las cosas entre Bella y Edward mejoran, quedan dos capítulos ya casi acabamos
Besos y abrazos
