El pequeño Gepetto ha comenzado a recuperarse.
Ha sido justo a tiempo cuando su enfermedad recibió finalmente el tratamiento necesario, teniendo desde ya su efecto los medicamentos que le fueron suministrados.
No bien ha conseguido la fuerza necesaria para levantarse de la cama, él muestra una actitud vivaracha, juguetona.
Corretea alrededor del cochero, formulando numerosas preguntas, con una ancha sonrisa de oreja a oreja:
— ¿Volveré pronto a la escuela? ¿No podría más bien enseñarme su oficio, señor cochero? ¡Yo creo que con el tiempo podría llegar a ser igual de bueno que usted!
El cochero es testigo de esta recuperación con una gran felicidad.
O al menos, eso es lo que él aparenta por fuera: Dentro de sí mismo es un hombre dividido, invadido por numerosos remordimientos y temores.
"El chico ya se encuentra bien, y eso es lo que importa…" intenta convencerse a sí mismo, con gesto melancólico, una vez Gepetto se ha quedado dormido. "Yo solamente hice lo que tuve que hacer… ¡No tuve alternativa…! ¡Para mí no había más opción!"
Mientras Gepetto duerme, el cochero es incapaz de conciliar el sueño, dando vueltas a través de los pasillos de aquella sombría casona tal como solía hacerlo antaño, antes de asumir su oficio de cochero.
A veces tiene la impresión de que las sombras le hablan, con voces risueñas, como de chiquillos:
— ¡Mejor no andes tan distraído, cochero! ¡O terminarás perdiendo el rumbo…!
Son varias noches las que él pasa sin dormir, observando constantemente por encima de su hombro al momento de realizar sus carreras habituales, como si temiese ver detrás de sí el espectro de todas esas personas a quienes él ayudó a asaltar, señalándole con gesto acusador.
Su sangre se hiela al momento cada vez que observa a algún guardia u oficial de ley, creyendo advertir una serie de recelosos gestos de sospecha dirigidos en su dirección. Inclusive la mirada sostenida de parte de las gentes más humiles le produce esa misma impresión, pareciéndole que en cualquier momento todas esas personas arremeterán en cualquier momento en su contra, llevándole violentamente a rastras hasta el patíbulo, a fin de ahorcarle.
"Y después de la muerte...El infierno…" reflexiona lúgubremente el cochero, casi imaginándose las puertas del infierno como las fauces abiertas de un enorme monstruo.
— ¡Cuidado…!—le advierte una voz a sus espaldas.
El cochero debe frenar abruptamente al caballo que tira de su carroza.
Ha estado a punto de arrollar a un hombre que acaba de caerse y tropezar sobre el empedrado de la calle.
— ¡Qué torpe eres! —le reprocha con tono despectivo el viejo sacerdote a quien el cochero transporta—. ¡Un poco más y te conviertes en asesino…!
Avergonzado, el cochero se baja de la carroza a fin de ayudar a la persona que estuvo a punto de arrollar, invadiéndole el pavor al comprobar que se trata de nada menos que del propio Albéri, disfrazado nuevamente con su atuendo de mendigo ciego.
—No te preocupes… ¡Yo te perdono, mi amigo…!—repone inmediatamente Albéri, con tono falsamente piadoso, al tiempo que rodea el cuello del cochero con su brazo izquierdo, para luego susurrarle al oído:
—También esta noche necesitaré de tu servicio cochero… ¡Más te vale que no faltes…!
El cochero se siente a punto de atragantarse con su propia saliva.
En esos momentos, le invaden los deseos de matar a golpes a Albéri allí mismo con su bastón, ante los ojos de los transeúntes.
Pero no es capaz de hacerlo.
Simplemente no es capaz, por mucho que rechinen sus dientes, por mucho que apriete los nudillos, haciendo que estos sangren.
El cochero siente entonces un terrible odio y repugnancia por sí mismo, al comprender en qué se está convirtiendo, y en cómo no es capaz de luchar contra ello.
