Inminente Futuro

A pesar de faltar tiempo para las estaciones frías, esa mañana en particular se mantiene una neblina cubriendo las calles. Desde la ventana de su cuarto puede observar las desocupadas calles grises, sin personas, sin sol, sin vida. Los caminos de esos lares tienen rectos bloques de adoquines y la poca vegetación está marchita. Con esa desalentadora vista inicia su día.

Era muy temprano todavía, mas evadió la cocina y la comida. La tensión le arrebataba el hambre; su estómago desaparecía junto al gusto de comer. Avanzó hasta el umbral donde Takami le esperaba, habiendo estado listo antes que él. Respondió a su saludo por inercia, sin intención de seguirle alguna de sus charlas o bromas, aunque no llegó a escuchar ninguna. Takami tenía el rostro relajado, un poco aburrido quizá; su mente no ha de pasar por turbaciones y aún así le dio su espacio a él y a las suyas.

Afuera enfrentó el frío que le obligó a esconder sus manos en sus bolsillos, envidiando por un instante los guantes de su padre. Sus manos siempre han recibido un especial trato, son cuidadas con esmero aun después de dejar los trabajos sucios. Han sido años desde que Takami tuvo que usar sus manos para robar y mantenerlos vivos, pero él sigue siendo meticuloso con ellas. Ninguno volvería a pasar miserias, mas su padre no soltaba los viejos días y la desesperación.

Emprendieron camino hacia los terrenos de la Iglesia, encontrándose con Rumi a medio trayecto, aún así el silencio reinó en ellos hasta que comenzaron a acercarse a los terrenos santos. En su tramo ya se pueden ver a otros cazadores, algunos de estos se atreven a conversar y hasta reír; tal vez no han comprendido el mensaje. Los mayores y más experimentados mantienen un rostro impasible, cada uno por su lado; y entonces están los inocentes, los que recién están conociendo el mundo, son los que sonríen mientras juegan en el camino, manteniéndose en sus grupos de amigos. Algunos ya han de sospechar, y otros aún han creer en el mensaje de buena fortuna.

Las casas en el camino ya no son de las calles altas; no, estas son de las calles viejas, donde se mantienen los más devotos a la Iglesia. No hay ostentosas decoraciones, ni pequeñas casitas apiñadas en desorden. Estas casas solo están pintadas en blanco, dejando los bordes de madera sin pintar, apenas poseen dos pisos y todas comparten el mismo perturbador tamaño. Son tan idénticas que cuesta diferenciarlas. Siempre pensó que eran un adecuado reflejo de sus dueños, un grupo apartado de la ciudad que nunca se le ve convivir con los demás, reservados al extremo y carentes de expresión; las únicas veces que demuestran algo es dentro del salón de oraciones. Son los habitantes más antiguos de Bordel, las familias que han estado desde el inicio, a los que quiso ir y conocer mas que solo de vistazos. Había pensado que alguno de ellos debía saber algo, lo sigue pensando todavía, pero todos eran tan fieles seguidores de la Iglesia que prefiere no entrometerse con ellos. Son un callejón sin salida.

A veces ellos también recordaban a los vampiros, sus semblantes serios que bordeaban los de una rígida estatua carecían de vida o emoción. Ellos no te miraban; te hacían creer que no existías.

Las viejas calles solo significaban que estaban cada vez más cerca de los terrenos de la Iglesia y más adelante ya alcanza a verlo, sus ojos atrapan el techo arqueado y las tejas sucias, si fuerza su vista puede también ver el único ventanal circular de la fachada, en la segunda planta. Tal vez alguien los mire desde ahí arriba, escudriñando entre los cazadores que están próximos, creyendo tener el derecho de juzgarles bajo su mirada. Ojalá no fuese lo que imagina, ojalá no hubiese nadie ahí esperándolos, ni en la Iglesia.

Cuando alcanza a ver las oscuras rejas que protegen el lugar acepta que sus ojalá no tienen poder. Los terrenos son visibles, las rejas dejan todo a la vista y sabe que no serían capaces de protegerlos siempre, menos ante el creciente enojo de los abusados. Ellos también lo supieron, por eso está aquí ahora, por eso su llamado. El pórtico con sus portones marrones y columnas gruesas no han cambiado nunca, ni una vez desde que vino de pequeño; el lugar se mantiene firme, ahora un poco polvoroso. En los portones se encuentran dos hombres que detienen el paso hacia el salón de oraciones, en cambio le indican a los cazadores ir a los patios traseros, donde se dan los comunicados, y donde las casas ya no llegan.

Con él es igual, los hombres de bajo rango —pues solo visten de blanco sin ninguna franja que denote su importancia— indican cordiales a continuar caminando.

Los tres han llegado, evitan el centro y los grupos animados, permanecen juntos en su apenas grupo. Aunque en conjunto todos los cazadores están dispersos a su manera. Poco a poco el lugar se llena, el ruido y las tantas voces le recuerdan al pasaje de los mercados. El silencio solo regresa cuando un grupo de religiosos se presentan en frente de todos, sus mantos blancos bordados con finas líneas doradas son suficientes para callar la curiosidad de los cazadores. Esos señores regresan las miradas que cargan la sabiduría de los años que han pisado la tierra, atentos a quienes ellos convocaron.

El hombre en el centro de todos aclara su garganta y dando un paso adelante comienza a hablar:

—Hermanos —inicia con voz firme y postura recta—, gracias por acudir a nuestro llamado, que la benevolencia de nuestro Señor los alcance siempre.

Cada uno de esos hombres de pulcras ropas cerró sus palmas, cada uno de ellos agachó la cabeza. Demostraron respeto ante los cazadores.

—Todos han leído nuestra carta, todos han visto las pruebas que han sido puestas para nuestra ciudad —continua estoico—. Hemos buscado apoyarnos en las palabras, apelar por una reunión con nuestros hermanos creadores y llegar a una solución para los malentendidos; mas no hemos recibido repuesta alguna todavía... Creemos que han de estar evaluando sus pedidos, así que no presionaremos, les daremos el tiempo que necesiten.

—Pero en estos tiempos de tensión también creemos que hay quienes desean el mal, y aunque no buscamos culpables no podemos permitir más conflictos sin sentido —habló esta vez la mujer a su lado —. Por eso les hemos llamado, no hay mejores mediadores para ayudar a librar estas pruebas que ustedes, los cazadores.

—Que su ayuda sea para proteger a nuestras familias y amigos, que ellos puedan descansar tranquilos por las noches, que no teman salir en el día. Velen por nuestros seres queridos para que sean libres en las tierras que nuestro Señor nos ha otorgado.

—¡Pero señor! Nos están pidiendo enfrentar a personas... a nuestros conocidos —replicó preocupado alguien en la multitud.

Los murmullos corrieron ante el primer valiente que se atrevió a alzar la voz.

—¡No teman, mis hermanos! —llamó el hombre, haciéndose oír entre todos—. Ustedes no atacaran, ustedes defenderán. No permitiremos actos de violencia contra nadie.

Los más inocentes han borrado la emoción de sus rostros. Aunque sus mentores llamen a la calma, los sentimientos de aflicción atrapan sus semblantes aturdidos, preocupados.

—Hermanos, acudimos a ustedes no para nuestra protección, deseamos detener cualquier catástrofe y proteger a quienes están cegados en sus emociones turbulentas. Defienda sin atacar, hablen sin gritar, piensen sin maldad. No por la Iglesia, sino por nuestro Señor y nuestros familiares, por nuestros amigos, por nuestros cercanos. Ayúdennos a crear un camino para volver a la paz que hemos alcanzado.

—Ahora, hermanos, es el momento de mantenerse firmes. Vayan y tomen sus escudos, alcen sus armas para detener, mas no atacar; usen las armas para traer control, mas no temor; usen su fuerza para llamar a la calma —culminó el hombre, manteniendo su semblante, manteniendo su mirada.

Ante el cesar de las palabras, esos hombres envueltos en un halo volvieron a agachar la cabeza ante los cazadores.

—¡Qué nuestro Señor les guie y cuide en todo momento!

Un grito abrumador estalló, las voces fervientes de los cazadores gobernaron la fría mañana y el lugar comenzó a guardar calor. Pasos apresurados aparecieron, corriendo en las tierras hasta que los pequeños grupos desaparecieron, poco a poco una gran ronda se formaba invitando a cada uno de los cazadores. Las voces reunidas discutieron, propusieron ideas, estrategias; todos estaban inmersos ignorando a los religiosos que observaban a cada uno, conociendo sus planes.

El almacén se llenó pronto, las armas y escudos comenzaron a ser repartidos. Aunque aún perduraban los dudosos que eran propensos a cometer errores, yendo por todo el lugar intentando ser de ayuda. Los podía ver endurecer su rostro, calmar el temblor en sus manos al sujetar las viejas gabardinas. Ellos rompían con la seguridad que se había formado, dejando un desorden a la vista. Keigo solía pedirles ayuda, dejando que se explayaran, que cometieran sus pequeños errores que retrasaban a los demás, hasta que los religiosos se hartaron de ver tal desbarate y regresaron dentro del edificio. Apenas quedando unos ayudantes de bajo rango.

—Pero los inventores han estado reclamando por años, ¿por qué han de acudir a nosotros ahora?

—Cállate, pueden escucharnos.

Los murmullos seguían, pequeños comentarios que despertaban más dudas, más vacilación en las personas. Aunque también estaban los que callaban temerosos de ser descubiertos, los que se tragaban sus pensamientos y aceptaban sus tareas. Los cazadores no eran los más ricos, muchos fueron pobres al igual que él y su padre, muchos tienen una familia, tienen hijos, tal cual mencionó la Iglesia. Había que llevar el pan a casa de alguna u otra forma, y muchos no encontraban más remedio que arriesgar su vida a cambio de una paga decente. Los hombres de familia eran los más arrinconados, ¿qué sería de su familia si ellos dejaran de trabajar? Su única opción era tragarse sus emociones, a cambio de traer una mejor vida a sus esposas, a sus hermanos enfermos, a sus hijos. Estaban solos porque nadie quisiera arrastrar a sus familias a ese mundo, solo un desquiciado lo haría.

En el ajetreo uno terminaba por perderse, era ignorado por la corriente que se concentraba en cumplir con su deber; una corriente de la que Keigo dio un paso fuera, entonces otro, y unos cuantos más hasta que dejó atrás a todos y se acercó a las abandonadas puertas de la entrada. Dio una última mirada atrás, no vio a nadie, no había nadie que lo detenga. Empujó los portones, poco importándole la cautela, pues no había forma alguna de callar el estridente rechinar. Fue suerte, fue tal vez su mejor momento cuando no encontró a nadie en el salón de las oraciones; alegre a pesar de haber pensado ya en varias excusas para sustentar su intromisión. Corrió a esconderse detrás de las columnas, aguardando por si la paz fuera interrumpida en ese momento, esperó hasta creer que nadie aparecería para hacerlo así. Miró hacia las escaleras a los lados, comenzando a dar sus primeros pasos. Mas se detuvo al instante y regresó a su escondite cuando oyó unas voces acercarse.

Otras puertas se abrieron, y un trote se escuchó junto a las voces atropelladas.

—¿Serán suficientes con esas armas? —dijo uno de esos hombres.

—Estará bien, alcanza para todos ellos.

—Ese no es el problema... Ya ni recordamos cuando se usaron por última vez —reclamó haciendo su voz más baja aún.

—No interesa eso, se les ha entrenado para actuar en peores condiciones.

El verdadero entrenamiento ocurre afuera, quiso decirles, pues apenas servían las instrucciones que recibían de ellos.

Los atolondrados señores desaparecieron tan pronto como aparecieron, inmersos en sus charlas y la prisa que no notaron a Keigo, ni siquiera cuando salió de su escondite y comenzó a seguirlos de lejos. Subieron las escaleras, llenando el salón de pasos que cubrían bien las suaves pisadas de Keigo. El atroz eco estaba de su lado por una vez. Aunque su suerte corría más riesgo con cada escalón que subía, quizás alguno de esos señores decida regresar, quizá se detenga a ver detrás. Los nervios por ser descubierto no lo iban a abandonar, junto al palpitar de su corazón resonante en sus oídos. La tensión era desagradable, era igual que prepararse para enfrentar a un vampiro en cualquier momento. Convivir con esa tensión siempre al menos le había obligado a actuar rápido para sobrevivir. Era igual ahora.

Cuando llegaron al segundo piso Keigo se apresuró a ver el cuarto que escogieron, alcanzando a observar una de las puertas cerrarse. Fue lamentable al saber que el cuarto que entraron era: solo de reportes. Las pocas veces que fue llamado a presentarse en el segundo piso era atendido en los dos primeros cuartos, donde solo daban comunicados o pedían algún reporte en especial. Había revisado esos cuartos, no había nada. Los viejos recelosos no dejarían información cerca de los desconocidos.

El segundo piso era reservado para uso exclusivo de los religiosos, ahí estaban sus capillas privadas, los cuartos de administración y finanzas, todo estaba ahí, y solo "los más cercanos al Señor" tenían permiso de caminar libres en esos pasillos.

El verdadero problema recién empezaba, a pesar de haber estado antes en el lugar, apenas lo conocía. Saber donde guardaban cada cosa era un misterio, y lo peor era, que todas las puertas eran idénticas, sin rejillas, sin decoración o una placa. Simulaba bien fingir ser un pasillo común y corriente, una verdadera molestia para él.

Pensó que no tenía más remedio que dejarlo a la suerte, aunque al haber tantas opciones deseaba no tener el lujo de elegir. Un leve temblor comenzaba en sus manos inquietas, no tenía tiempo para detenerse a pensarlo más, en cualquier momento alguien saldría de esos cuartos.

Se acercó a la puerta donde vio a esos señores entrar antes, despacio se apegó intentando oír lo que decían, mas solo se oían murmullos ininteligibles. Al menos así podría saber si alguno de los cuartos se encontraba vacío, ya tendría donde comenzar.

Apenas lo hacía, y ya estaba por terminar cuando oyó una de las puertas del medio abrirse, el escaso tiempo que le dejó solo le permitió ponerse delante de la segunda puerta, fingiendo que estaba por tocar. Escuchó las pisadas de la persona, lo vio salir del cuarto y no estuvo seguro si era un alivio tenerlo a él atrapándolo, en vez de los demás. Pero claro fue para él que había cierta advertencia con tener a ese hombre interrumpiendo sus planes.

—¿Qué está haciendo aquí, joven Keigo?

El hombre apenas se sorprendía de verlo, sin un matiz de enojo o severidad en su voz. Cerró la puerta, jalando una vez más para asegurarse que así fuera.

—¡Justo a tiempo, Mera! Venía a consultar con alguno pero no me he encontraba con nadie abajo —se apresuró a decir—. Quería saber sobre el depósito, si son todas las armas que tenemos disponibles.

—Son todas, ¿por qué guardaríamos algo en estos momentos?

—Siempre hay que asegurarse, no está de mas preguntar.

—Entiendo, de todas formas lo consultaré con los otros señores —aseguró—. ¿Algo más que quiera saber? Varios de nuestros hermanos se han ofrecido a guiarlos abajo.

El hombre mantenía inamovible su serenidad, aún así se las arreglaba para apresurarse a botarlo de ahí. Pero apenas había llegado, ¿cuántas veces volvería a irse con las manos vacías?

—Ya que lo mencionas, sí hay unas cuantas cosas que quisiera conversar contigo...

—Me temo que también estoy corto de tiempo, como verá, estamos tratando de llegar a una solución antes de que sea tarde.

No, podía presionar al viejo, solo un poco más. Si al final este ya tenía sus sospechas en él...

—Mera —llamaron detrás suyo—, están esperándote en el salón.

Keigo volteó a ver quien había interrumpido, reconocía la voz del viejo conocido, aquel que le aseguraba siempre no tener ánimos para hablar con él.

—Gracias por el aviso, Aizawa. —Los ojos de hombre cayeron de vuelta en él. —Como le dije, joven Keigo, encontrará abajo a varios de nuestros hermanos dispuestos a resolver sus dudas.

Pese a los sutiles comentarios Mera mantuvo su cortesía hasta el final, guardándose el enojo del que solo dejaba escapar una pequeñez, demostrando su frialdad con el joven cazador, de quien ignoró su presencia y caminó tan cerca suyo que Keigo pensó iba a contra él. Mera pasó de largo, el hombre no le rozó por poco. Era igual que los antiguos habitantes, para Mera su presencia era insignificante, o eso le hacía creer.

Escuchó sus pasos alejarse, lentos y cortos, tal vez por su edad, tal vez por la fatiga que delataba su rostro. Se fue sin una advertencia para los intrusos, creyó que confiaba lo suficiente en el juicio de Aizawa para poder dejarlos ahí. Keigo lo consideró, su mayor no era idiota, no podía dejarle sospechar de él.

Sin embargo, antes de decir o hacer algo el mentor se alejó, caminando hacia el ventanal que mostraba la entrada a los terrenos. Permaneció estático, sin despegar su atención de la vista. Cuando Keigo se acercó a ver en la misma dirección, buscó lo que tenía la verdadera atención del hombre. Abajo veía desatarse la indecisión de sus compañeros, pese al apasionado discurso estaba aún la minoría que temblaba al alzar su arma. Los veía correr, cargando con las viejas maderas que protegían la entrada, alineados con sus alabardas que perdieron su filo hace años, organizando los improvisados grupos y los turnos que tomaría cada uno. Entre el tumulto primaban los novatos, los principiantes que seguían buscando ayudar hasta con las tareas minúsculas; ahí también estaban los chicos que vio en el taller de Mei, los pupilos de Aizawa.

El mundo recién creado en los sagrados terrenos estaba cayendo en un infierno de incertidumbre, donde los pasos eran más inseguros que las propias personas. La desgracia arrastraba a sus compañeros que tenían las manos atadas, a sus más cercanos quienes también fueron obligados, y aun así disfrazaban su rostro sin vacilación. Hasta su padre, quien le ha demostrado lo que significa ser sangrefría ante el enemigo, ha de sentir algo de desazón ante lo inminente. Todos tienen un limite, ya sea cierta culpa por cortar la mano de tus proveedores.

—Es un caos, las cosas se han salido de control —le confirma Aizawa lo que su mente ha estado imaginando.

Desea negarlo, mostrarle que está equivocado; tener la misma confianza de Mei sobre el futuro. Por desgracia ese optimismo muere rápido en él, aceptando las palabras del hombre a su lado como ciertas, mas sin atreverse a apoyarlas en voz alta, dandole así una oportunidad al futuro incierto. Piensa en los vampiros del bosque, ellos que también son una oportunidad para detener a la Iglesia, y que aún así, no puede depositarles su entera confianza. Ni siquiera puede asegurar que aceptarían sus normas, al menos no si tiene las manos vacías. Esos vampiros no eran mas que otra de las inciertas oportunidades que tenía, porque todo se basaba en una tenue esperanza a la que se aferra incluso sin conocerla.

—Lo que sea que estés planeando... piénsalo bien, todavía eres un mocoso, aún te quedan unos años más —murmura sin dejar de ver por el ventanal.

—No sé de qué hablas, yo solo cumplo órdenes.

Aizawa no dijo más, ni siquiera se volteó a recriminarle por la gran mentira que se había atrevido a decirle. Los puños de Keigo dolieron por un instante al apretarlos, desquitando ahí las palabras que yacían en su garganta y no planeaba decir.