«Hoy decidí perdonarte. No lo hice porque te disculpaste ni porque reconociste el dolor que me causaste, sino porque mi alma merece estar en paz». Najwa Zebain
[Sàbado 15 y domingo 16 de marzo del 2003]
Entrelaza por milésima vez los dedos de sus propias manos delante de su torso y de inmediato las separa. Nota que intercala el peso de su cuerpo entre las puntas de los pies y los talones, moviéndose hacia delante y hacia atrás en un vaivén lento pero continuo, y entonces se planta firme, concentrándose en mantener el peso en la planta de los pies y la espalda recta.
El escrito del cartel luminoso frente a sus ojos cambia. Traga saliva con cierta dificultad y mira hacia su derecha para encontrarse con que aún la chica sigue a su lado.
—Yolei, de verdad, si quieres irte puedes hacerlo.
La aludida gira la cabeza en su dirección y le regala una sonrisa.
—¿Cuántas veces debo repetírtelo? Te acompañaré a la casa de tu abuela y lo tomaré como una cita de todas formas.
Ken suspira, bajando los hombros en expresión de derrotado. Solo faltan tres minutos para que llegue el tren que los acercará al puerto; luego tomarán la lancha hasta Izu Ōshima.
—Además, seguro que lo pasamos bien. Tu abuela debe ser adorable.
«Adorable» no es precisamente la palabra que usaría el chico para definir a la madre de su padre.
—Yo no conocí a mis abuelos.
Se da cuenta de que no le está prestando atención a la Heredera de los emblemas de la Inocencia y el Amor, por haberse perdido en sus pensamientos y en vagos recuerdos de su niñez. Solo el estruendo que hace el gigante de metal al acercarse por las vías logra que Ken regrese a la realidad y finge que es la cacofonía típica de la estación la que le impide responder a Yolei —si es que le ha preguntado algo.
Una vez dentro del tren, deciden quedarse parados los pocos minutos de trayecto. Hubieran ido caminando si el clima de Tokio no fuese tan inestable en esa época. Cuando descienden, los recibe un cielo encapotado que no los detiene para llegar a la estación de Takeshiba, donde Ken compra los boletos.
Durante el viaje en lancha la adolescente se asoma por los bordes mientras el Elegido de la Amabilidad se dedica a contemplarla y pensar en que no podría conocer jamás a alguien más extrañamente encantadora que Yolei. Casi dos horas después, cuando finalmente tocan tierra firme, la adolescente baja dando tumbos.
—¿Qué te sucede? —le pregunta Ken, acercándose a ella desde la espalda.
—Estoy algo mareada.
Yolei se apoya contra una cerca de madera e inspira profundamente durante algunos segundos.
—Te dije que no era buena idea asomarte.
—¡Pero había peces debajo nuestro! ¿No los viste? Y estoy segura que había una sombra por allí —exclama, señalando un punto en el medio del agua.
—¿Y qué tiene de raro? —pero antes de que él acabe de preguntar, Yolei lo interrumpe.
—Seguro que estaban huyendo de allí —murmura llevándose el índice diestro a la barbilla, e Ichijōji no acaba de comprenderle —. ¡Podemos encontrar la prisión Godzilla!
—¿Go…?
A pesar de que la chica parece haberse compensado rápidamente, Ken no puede evitar llevarse una mano al rostro y negar en silencio.
Tendría que haber adivinado lo que sucedería.
• • •
A medida que el cielo se despeja, Yolei y Ken pedalean con calma por Ōshima, en dirección al Monte Mihara, con las bicicletas rentadas cerca del puerto donde desembarcaron.
Tres horas después, habiendo intercalado entre intenso pedaleo y breves descansos en los que Yolei no pudo preguntarle nada a Ken por la brevedad y el cansancio, el chico se detiene frente a una casa baja de madera con tejas y bordeada por una muralla no muy alta de piedra clara. Desciende de la bicicleta, se seca el sudor de la frente con el dorso de la mano y, acercándose a la puerta principal, le indica a su acompañante que haga lo mismo.
El castaño toca el timbre y da un paso hacia atrás, guardando distancia. Pronto se oyen ruidos provenientes del interior de la casa y la cortina se mueve unos centímetros.
—¡Oh, pero si es mi nieto favorito! —Una señora pequeña y sumamente encorvada sale del interior y se acerca al chico para abrazarlo, pero este interpone las manos entre sus cuerpos y retrocede un poquito más.
—No, abuela. Soy Ken.
—¿Ken? —la anciana se detiene y mira mejor al adolescente —¿Y dónde está Osamu?
Metros detrás, Yolei se tensa un poco. Si mal no recuerda, el hermano de Ken murió cuando él era pequeño. Incómoda, juguetea con los lentes sobre el puente de la nariz y el cabello detrás de las orejas.
—Ah, cierto: está muerto —masculla la anciana antes de darles la espalda, impidiéndole agregar más nada —. Entra —le dice a regañadientes al castaño, quien a su vez le hace señas a Yolei para que lo siga.
—No le hagas caso, está perdiendo la memoria —le murmura mientras se quitan sus calzados, al ver la expresión en el rostro de Inoue, que se debate entre la compunción y la ira.
—¿Estás bien?
—Sí. Pero ya entiendes por qué intentaba hacerte desistir.
Yolei pega la barbilla al pecho y su rostro muta a uno de expresión seria.
—¿Qué es lo que tanto murmuras? Podré estar vieja, pero aún conservo mi audición.
La abuela de Ken regresa sobre sus pasos al ver que su nieto menor no la ha seguido hasta la sala, solo para encontrarlo junto a una chica de cabello morado brillante y enormes anteojos redondos que hacen resaltar sus ojos de pupilas acarameladas.
Yolei lleva una falda larga azul oscuro, una camisa de mangas anchas, de color blanco con botones de madera delante, y el pelo suelto con un pañuelo, también azul, sujetándolo parcialmente.
—Abuela Chie, esta es Yolei. Es una amiga —presenta, gesticulando con su mano hacia la Elegida.
—Es un gusto, señora. Tiene una casa muy bonita.
La mujer se la queda mirando unos segundos de arriba abajo, como si quisiera evaluarla, cosa que a la adolescente no le gusta nada; pero se obliga a morderse la lengua y guardar silencio mientras la arruga en su entrecejo se acentúa. Ciertamente, a ella tampoco le hubiese gustado recibir visitas sorpresa por partida doble.
—Sí… —y regresa a la sala de estar con los chicos pisándole los talones.
• • •
La noche fresca cae sobre Izu Ōshima. Desde la casa de la abuela Chie no se oye el mar, pero el viento emula un sonido similar al de las olas rompiendo contra la bahía que a Yolei le recuerda a sus paseos nocturnos por Odaiba.
Sentada sobre el suelo de madera, desliza las piernas hasta que sus rodillas quedan flexionadas y puede abrazarlas. Apoya el mentón sobre ellas y contempla la luna y el salpicado de estrellas que titilan en todo el cielo.
Jamás había visto tantas antes por la contaminación lumínica de Tokio.
El viento sopla, agitándole el cabello y provocando que todo su cuerpo tirite.
«Debí haberme traído el abrigo» se lamenta a la vez que se hace pequeña en el lugar para tratar de soportar el frío. En ese instante, siente algo pesado sobre los hombros. Sobresaltada, gira la cabeza y, a la vez que percibe por el rabillo del ojo algo en su espalda, nota a Ken parado a su lado, con dos tazas humeantes en las manos.
Preguntándole tan solo con la mirada, el adolescente inquiere si puede sentarse junto a Yolei, quien asiente con la cabeza sin dudarlo.
—Supuse que estarías fuera helándote, así que te preparé un poco de té y te traje una manta.
—Gracias —. Yolei cubre la taza con sus manos, soportando sin más el contraste de ambas temperaturas. —¿Te desperté al salir? Lo siento.
Ken niega con la cabeza.
—De hecho, no pude dormir aún.
Yolei aferra la taza con más fuerza de la necesaria, provocando que sus nudillos se pongan blancos y que el calor que pasa a través de la cerámica queme con más insistencia su piel. No sabe con exactitud qué hora es, pero supone que pasada la medianoche a juzgar por el rato que pasó tumbada en la cama mirando el techo.
El silencio se extiende entre ambos durante los minutos siguientes.
Una nube se acerca en dirección a la luna, amenazando con cubrirla por completo.
—¿Puedo saber en qué piensas?
—Si le temes a las alturas, ¿cómo puedes volar en Stigmon? —dicen al mismo tiempo. Lanzan una carcajada.
—Supongo que eso responde mi pregunta.
—Pero no la mía —. Le da un sorbo a la infusión que le abrasa la garganta al descender.
—Es una buena pregunta —admite, y también él se rodea las rodillas con las manos, reclinándose lo suficiente para que su espalda quede apoyada en la pared. Se toma algunos segundos para responder.
»Supongo que porque confío en él. Además, nunca miro al suelo cuando me lleva. Y tampoco vuela demasiado alto.
»Creo que son varios factores —resume.
—Pero principalmente la confianza, ¿verdad?
Ken vuelve a meditarlo, manteniendo la mirada fija en la luna blanca que comienza a verse cubierta por la nube oscura.
—Sí.
Yolei deja la taza en el suelo, delante de sus pies, y se inclina peligrosamente hacia el Elegido de la Amabilidad, que retrocede asustado.
—Ken, quiero que confíes en mí como lo haces con Stigmon —. Clava las rodillas y las palmas de las manos en el piso y se acerca aún más a Ken, a la vez que controla que su voz no se exalte demasiado para despertar a la señora Chie.
Ken, a pesar de hallarse acorralado por la pared a su espalda, se inclina hacia un lado y debe apoyar una de sus manos en la madera para evitar caerse.
—¿Qué debo hacer para lograrlo?
—N-no lo sé. Nada, supongo.
—¿Nada? ¿Eso quiere decir que ya confías en mí? ¿O que debo darte tiempo? —¿Por qué Ken es tan malo para expresarse con ella? —Lo siento, ¿estoy siendo muy insistente? ¿Te confundo? Estoy nerviosa. Suelo hablar mucho cuando estoy nerviosa. De hecho, tú me pones nerviosa —¿Cuántas veces ha dicho nerviosa en los últimos quince segundos? —Lo siento. Debo parecerte una tonta —. Percatándose de que Ken ha hecho todo lo posible por alejarse de ella en el pequeño espacio que tiene, Yolei se endereza.
—¿Te pongo nerviosa? —Ichijōji desvía la vista a un lado, pero el jardín está demasiado oscuro como para ver algo.
—Bueno, sí. Ya te lo he dicho: me gustas hace siglos. Solo no había podido decírtelo antes porque… —El tono de su voz se va apagando, como si sus palabras fuesen arrastradas por el vapor de la taza de té que se eleva, interponiéndose entre ellos, empañando la parte inferior de los anteojos de Inoue. Aún así, ella no se aparta más de Ken y mantiene sus ojos caramelo en los lilas que la rehuyen.
—Porque estaba muy ocupado siendo el Emperador de los Digimon, ¿verdad? —acaba él.
La chica va a decir algo, pero el castaño la interrumpe.
—¿Y qué tal si no te gustaba yo en realidad? Quiero decir, si te gustaba solamente Ken «el niño genio» y no Ken Ichijōji..
—Aunque así fuera, ahora me gustas tú. El Ken verdadero —. Responde de inmediato y con rotundidad.
—El Ken verdadero —repite él en un suspiro, preguntándose qué significa eso en realidad.
A su lado, la Elegida asiente gravemente con la cabeza una sola vez. Deja la barbilla pegada al pecho y las pupilas en el rostro del chico, iluminado parcialmente por la luz de la luna.
Finalmente, cuando la nube llega al satélite y la luz tenue mengúa más aún, Ken se pone en pie.
—Me voy a la cama. No tomes mucho frío o vas a resfriarte.
Inoue lo sigue con la vista sin decir nada hasta que el cuerpo del adolescente se pierde en el interior de la casa.
—Tonta.
• • •
—Osamu, pon la mesa por favor. Ya está listo el almuerzo.
Ken no responde, pero pasa por detrás de Chie y toma los platos del mueble. Yolei llega del comedor y comienza a llevar las bebidas junto a la anciana, quien camina con pasos lentos cargando una olla humeante y pesada.
—Huele delicioso, señora Chie —dice la chica, y no miente.
Ciertamente, Yolei ha tenido muy poco tiempo para hablar con Chie. Lo poco que sabe es lo que le ha logrado sonsacarle a Ken en el paseo hasta el templo de Hokora la tarde anterior.
La abuela Ichijōji es muy activa y tampoco pasa mucho en la casa, por lo que han coincidido solamente en el almuerzo anterior y en la cena. De hecho, horas más tarde de haber llegado quiso hablar con Chie y al no encontrarla en la casa, se asustó, puesto que la anciana había dejado la puerta principal abierta cuando fue al mercado.
En aquel momento Ken le había dicho que lo más peligroso que podía entrar a la casa era una ardilla y que se relajara, justo antes de tomar un bolso con unas pocas provisiones y guiarla al templo de Hokora.
—Es el platillo favorito de mi nieto: miso ramen de cerdo.
—¿El de Ken? No lo sabía.
A su espalda, el aludido niega con la cabeza, pero es demasiado tarde para callar a Yolei.
—El de Osamu —la corrige secamente Chie.
—Ah —. Yolei se encoge en su asiento tras dejar las bebidas en la mesa; por primera vez en su vida desea haber mantenido la boca cerrada.
Ken, el último en llegar, reparte los platos y tazones y se sienta a una punta de la mesa.
—Ese es el lugar de tu hermano mayor.
—Osamu está muerto, ¿recuerdas? No veo por qué no puedo ponerme yo en él.
—Jamás ocuparás su lugar.
—Es suficiente. Me voy —. Ken, que apenas ha llegado a sentarse, se levanta de la mesa y le da la espalda a su abuela, desapareciendo por el recibidor.
Desde el comedor, Chie y Yolei oyen el portazo que indica que el Elegido se ha marchado. La chica de inmediato se pone en pie, pero no lo persigue.
—¿Por qué ha hecho eso? —le espeta a la anciana, que toma los cubiertos con evidente intención de comenzar a almorzar, como si no hubiese acabado de ocurrir nada.
Chie se detiene y otea a Yolei, quien la mira con los superciliares fruncidos.
—Veo que te importa mucho ese chico.
—¡Ese chico es Ken, su nieto! ¡Y está sufriendo!, ¿no lo ve?
—¿Siempre eres así de impertinente?
Yolei cierra la boca sonoramente, haciendo entrechocar los dientes. Luego, separa los labios, pero ningún sonido sale por ellos. Nota que la voz se le ha quedado enredada en la garganta y que su cerebro procesa un cúmulo incontable de palabras a una velocidad que le resulta imposible a los músculos de su mandíbula escupirlas.
—Si tan solo él no hubiera muerto… —se lamenta Chie, dejando los palillos a un lado y colocando las manos sobre los muslos, con evidentes intenciones de levantarse del suelo.
—¡No conocí a Osamu pero estoy segura de que Ken es mejor que él! —logra decir, y lo hace con una furia mayor a la que hubiera esperado.
—No sabes nada.
No sin esfuerzo, la anciana Ichijōji se pone en pie y camina hasta una puerta corrediza de madera, revelando una nueva habitación a los ojos de la Heredera de los emblemas del Amor y la Pureza.
Chie camina en la penumbra de las pocas velas encendidas y de la luz que se filtra desde el comedor hasta un aparador donde portarretratos, más velas apagadas y un cenizario de cerámica descansan en imperturbable calma. Yolei decide seguirla con la mirada desde su sitio, con los puños fuertemente apretados a ambos lados del cuerpo.
La anciana se apoya sobre el mueble y toma una fotografía entre sus manos temblorosas.
Entornando los ojos, la Heredera de los emblemas verde y rojo distingue a un chico de anteojos muy parecido al avatar que Ken había adoptado en el Digimundo, cuando aún era el Emperador de los Digimon, aunque con un rostro más sereno y amigable.
Yolei aumenta la presión de sus puños cerrados: Incluso habiendo perdido toda razón de sí, Ken aún conservaba rastros de Osamu. Deseaba ser como él; verse como su hermano mayor, aunque no fuera completamente consciente de ello. Realmente Ken no había podido superar la muerte del primogénito Ichijōji.
—Osamu era la alegría de todos. Ken siempre fue un niño extraño, crecido entre las sombras de su hermano.
Harta, Yolei vuelve a expresarse en voz alta.
—¡No es así! Ken es un chico amable y... —pero la anciana la interrumpe.
—Él jamás llegará a ser siquiera un cuarto de lo que fue mi nieto —susurra, dejando nuevamente la fotografía del infante sobre el aparador, junto a los otros elementos decorativos.
Prestando atención, Yolei ve que el mueble está lleno de fotografías de Osamu y de un señor en diferentes etapas de su vida; el esposo de Chie, a juzgar por el retrato de una joven pareja con las vestimentas tradicionales de las bodas japonesas. Delante del cenizario de cerámica, una foto del mismo señor, ya anciano, en un estado evidentemente deteriorado, pero conservando una pequeña sonrisa.
Kenji Ichijōji.
—Jamás le han dado la oportunidad de ser él mismo, ¿cierto?
Chie se cruza de brazos y mira a Inoue temblar de la rabia.
—Nada bueno puede salir de alguien con tanta oscuridad dentro. Crees que no puedo verla, pero en realidad no quiero acercarme a él.
»Tú también deberías tener cuidado y alejarte de Ken y sus fantasmas, o podrían consumirte.
—No me importa —. Se corrige de inmediato: —No; no voy a permitirlo.
»Nadie puede hacer todas las cosas solo, así que yo estaré al lado de Ken incluso cuando no pida ayuda. Porque todos merecemos otra oportunidad.
»Y Ken merece que confíen en él.
• • •
Asciende por el Monte Mihara con el sol del mediodía golpeándole a un lado del rostro. El sudor le recorre la espalda y el pecho a medida que avanza sin prestar atención a los carteles indicadores.
Mientras sus pies lo dirigen a la cima por los caminos asfaltados, la mente de Ken lo lleva una y otra vez a la breve conversación que mantuvo con Yolei la noche anterior, bajo el manto negruzco salpicado de pequeños puntos blancos que parecían encenderse y apagarse a la misma velocidad que el latir del corazón de un colibrí.
«El verdadero Ken» piensa, deteniéndose en seco a un lado del camino principal. «A estas alturas ya debería saberlo, pero...» Mira hacia el cielo, recibiendo los rayos del Astro Rey en el rostro y quedando cegado durante unos momentos. «¿Cómo es Ken Ichijōji?»
Cierra los ojos e inspira profundamente varias veces, llenándose las fosas nasales con el aroma de las plantas que crecen detrás del cercado de madera, y los pulmones con el aire limpio y fresco del monte.
El trinar de las aves, el susurro del viento contra sus oídos y el bombeo de su corazón son todas las cosas que oye.
El tiempo parece transcurrir de manera extraña a aquella altura del Mihara, intercalándose entre una caída a cuentagotas y la fluidez del agua que se escurre entre las manos.
Durante algún tiempo después de haber abandonado la identidad del Emperador de las Digimon y previo a unirse a los Niños Elegidos, se había estado cuestionando sobre muchas cosas; principalmente sobre su pasado.
A lo largo de su vida, Ken había vivido a la sombra de los éxitos de su hermano y había sido un niño bastante solitario. Quizás por haber estado contaminado con la Semilla de la maldad, había pensado siempre, desde que le alcanza la memoria para recordar, que los demás niños eran demasiado aburridos y tontos; demasiado inocentes, como si pertenecieran a un mundo azucarado y hermoso al que él tenía vetado el ingreso y que no comprendía por estar viéndolo desde la lejanía.
La muerte de Osamu, lejos de significar un alivio para la constante presión que el qué dirán ejercía en él como la gota que carcome la roca, había acabado de quebrar las grietas que él mismo había formado al no alcanzar unas expectativas que creía que sus padres le habían puesto, pero que en realidad era el propio Ken su creador. Los meses posteriores habían sido una tortura tanto para sus padres como para él, y durante todo el tiempo entre el accidente y la recepción del correo electrónico de Oikawa que lo llevó al Mundo de las Tinieblas por primera vez, había logrado convencerse de que él era el culpable del sufrimiento de su familia.
Sí, había logrado que Osamu dejase de ser el objeto de adulación de todos cuantos lo conocían, pero su muerte lo había puesto en la boca de las personas con una constancia y un peso incluso aún mayor que el que había tenido en vida, acabando así con toda la ilusión de Ken de tener para él solo toda la atención que envidiaba tenía su hermano.
Se odió a sí mismo por no ser lo suficientemente importante para el pequeño mundo de allegados, y trasladó el rencor a sus padres, quienes más tarde encontraron en su hijo menor atisbos de todo aquello que habían perdido en el primogénito, olvidándose así de que Ken y Osamu eran personas distintas.
Proyectando sus deseos egoístas en el nuevo «niño genio», habían recobrado un poco de aquella sensación que abrasaba sus corazones cuando personas ajenas a su realidad felicitaban a su hijo por logros que realmente este no deseaba, y que poco o nada le interesaban, sin saber que el verdadero responsable de todos ellos era el fragmento de Millenniummon que había quedado incrustado en el cuello de Ken, asentando lentamente sus raíces para formar la Semilla de la maldad.
De esa forma, poco a poco, Ken había perdido el brillo y la alegría tan comunes en los niños de su edad, para volverse alguien oscuro y frío. La crueldad, el desinterés y la burla, acompañados de las mentiras y una pobre y harta actuación de ser una persona amable, habían sido sus compañeros durante los años posteriores, hasta finales del dos mil dos.
«El verdadero Ken». Wormmon había dicho las mismas palabras poco antes de morir, cuando entregó su energía para derrotar a Chimeramon.
El hecho de que su digimon original se rebelase contra él, seguido de su destrucción a manos del de los milagros, había supuesto un golpe muy duro para el Emperador. Pero el sacrificio de Wormmon resultó en el quiebre definitivo entre ambas personalidades, reviviendo en Ken el sentimiento de pérdida que había experimentado con la muerte de Osamu.
Tanto el choque de su hermano como el sacrificio de Wormmon habían suscitádose como el desenlace de una serie de malas decisiones que el propio Elegido había tomado.
Detenidos en la acera, nota la presión suave de una mano enorme sobre la suya. El contacto es cálido y agradable, y la persona que lo provoca le transmite seguridad y amor.
Ken mira a su hermano, parado a su izquierda. Osamu mira con atención al otro lado de la calle, donde un hombre reparte globos a los niños en la puerta de un local.
—¿Quieres uno? —le pregunta Osamu.
Ken está a punto de negarse. No ha sido un buen niño: esa semana, mientras su hermano estaba ausente, volvió a tomar el juguete del cajón para ver a su amigo Wormmon.
—Te has portado muy bien hoy —agrega el otro chico de ojos liláceos, sonriéndole desde aquella altura desmesurada e inalcanzable para el menor de los Ichijōji, quien le devuelve el gesto, feliz.
—Sí —. Cuando Ken regresa la vista al frente, ve que uno de los globos se suelta de la mano del hombre que los entrega, y flota en dirección a ellos, atraído por la brisa y por el movimiento de los automóviles.
Lo siguiente ocurre en un parpadeo.
La mano de Osamu deja de sujetar la suya. Ken baja un pie de la acera para devolverle el globo al niño: debe ser bueno, expiar la culpa de haber usado el juguete de su hermano para ir al Digimundo.
—¡Ken, no! —El grito de su madre lo obliga a detenerse y voltear para mirarla. Pero un camión se interpone en su visión a medio camino.
El sonido de la estridente bocina lo paraliza.
Una camiseta verde. Unos ojos lilas detrás de unas gafas de montura cuadrada.
Iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii.
Un golpe. Oscuridad.
—¡Osamu! ¡Osamu!
—Niño, ¿estás bien?
—¡Llamen a emergencias!
—¡Ken! ¡Osamu!
Al separar los párpados, ve a su madre arrodillada en el suelo, cerca suyo. El cuerpo de la mujer se mueve de un lado a otro, alternándose entre Ken y algo que él no llega a ver. Tiene la desesperación grabada en el rostro.
—Este niño está bien, señora —dice una voz masculina que no reconoce, a escasos centímetros de su oído.
—Se metió de pronto en mi camino, no pude esquivarlo —. Un hombre con uniforme blanco inmaculado está parado cerca de su madre.
—Necesitamos una ambulancia en...
Un grupo de gente desconocida los rodea en menos de un instante. El alboroto no demora en hacerse presente, aturdiendo a un asustado Ken.
A lo lejos, el sonido de una sirena se va incrementando.
—¿Hermano? —logra articular. Busca a Osamu con la mirada, pero no lo encuentra. ¿Por qué? Si hasta hace un instante estaba a su lado.
»¿Osamu? —se incorpora, escapando del agarre de las manos del hombre que habló unos segundos atrás y que intenta alejarlo de su madre, quien se encuentra de espaldas a Ken. Se acerca a ella a pesar de que aquellos desconocidos intentan detenerlo.
»¿Mamá? —La mira primero a ella y luego un bulto llama su atención desde el rabillo del ojo. —¿Osamu?
Los anteojos de Osamu se hallan a escasos centímetros de él, al igual que uno de sus zapatos. Su cuerpo, doblado en una posición imposible. El rostro mirando a la acera de la que acaba de bajarse. El camión pegado a él.
El globo flotando en el cielo, como una burbuja de jabón.
Cuando vuelve a abrir los ojos, se halla en un sendero entre dos rocas, detrás de las cuales puede distinguir que se separan otros dos caminos. Contempla desorientado el sitio. ¿Dónde está? ¿Y Osamu? Hace un momento estaba junto a él, sujetándole la mano. Aún puede sentir el tacto sobre sus dedos.
Un nuevo sol se alza sobre la cabeza de Ken en un cielo despejado. La temperatura de su cuerpo se acopla a la de la montaña rápidamente, despojándolo de todo rastro de escalofrío. El terreno que se extiende a su alrededor tiene una vida y unos colores que resultan imposibles a comparación de lo que acaba de revivir.
La lectura de los carteles pronto lo ubica en la realidad. Hacia la izquierda, un santuario sintoísta, hacia la derecha un camino que bordea la base de la montaña y detrás...
—¿La roca de Godzilla?
La mano fantasma de Osamu suelta la de Ken.
• • •
El sol ha bajado un poco desde la partida de Ken.
Yolei y Chie están sentadas en el jardín de la casa, una junto a la otra.
Las lágrimas que caen de los ojos de la anciana se pierden entre las arrugas. La mayoría ni siquiera llega a resbalar por su barbilla, sino que son atrapadas por la manga del kimono.
Ken la observa en silencio recargado contra la muralla.
Chie sopla de una pajilla recortada y una burbuja comienza a formarse en el borde, pero explota antes de poder salir. Vuelve a intentarlo, pero falla por segunda vez.
—A Osamu tampoco se le daba bien hacer burbujas de jabón —. Dibuja una mueca que parece una sonrisa torcida, y Yolei reduce un poco más la distancia que las separa, para colocarle una manta sobre los hombros, a pesar de ser consciente que los temblores de la anciana no son producidos por el frío.
—¿No?
Chie niega con la cabeza.
—Le gustaba ver a Ken hacerlas.
—Tú eres el mejor para soplar burbujas porque soplas gentilmente.
La voz de Osamu resuena y lo sobresalta ligeramente. Está parado a su izquierda, en el balcón del departamento. Ken lo mira sorprendido, incapaz de creer las palabras que salen de la boca de su hermano.
—Yo no puedo, siempre se me revientan— dice justo antes de llevarse la pajilla recortada a la boca y soplar, pero la burbuja, mucho más grande y hermosa que la de Ken, se revienta antes de salir flotando como lo han hecho las suyas.
El niño alza la barbilla para ver a su hermano, cuyo rostro se ve surcado por una sombra y Ken no puede ver bien su expresión, solo que tiene el rostro serio.
—¿Ves? —Le sonríe de lado y le devuelve el vaso y la pajilla. Él los toma y revuelve el agua jabonosa un par de veces.
—Hermano… —. Está a punto de soplar cuando una mano sobre la cabeza lo detiene. Ken mira a Osamu, quien le acaricia el cabello cariñosamente.
—Eres un niño muy bueno.
—Pero no tanto como tú —murmura, desviando sus ojos liláceos al suelo. Es un tema del que no le agrada demasiado hablar.
—Ken, quiero que me escuches una cosa.
Osamu le quita el vaso y se sienta en el suelo, colocando las cosas junto a sí e instando al menor de los Ichijōji a imitarlo. Ken asiente con la cabeza y toma lugar junto a él.
—La gente solo me halaga porque saco buenas notas. Creen que la inteligencia es superior a la amabilidad, pero están equivocados: tener notas altas no te hace mejor persona; menos aún si eres un presumido.
El más pequeño de los hermanos inclina la cabeza a un lado, intentando comprender las palabras del otro.
—Ken, lo que quiero decir es que cuando crezcas debes perseguir tus propios sueños, no intentar acabar los frustrados de los demás. ¿Me entiendes?
Aunque no lo hace del todo, asiente con la cabeza.
A veces Osamu decía cosas muy complicadas, pero sonaban importantes y suponía que algún día, cuando fuera mayor, lo entendería mejor.
—Y nunca dejes de lado tu bondad mientras intentas cumplirlos.
—Sopla, Ken. Sopla y vuela con las burbujas. Y cuando estas se revienten, vuelve a soplar para que, cuando caigas, el suelo esté amortiguado.
Sin embargo, el problema que tiene su abuela en ese momento no es el mismo que tenía Osamu cuando jugaban juntos.
Chie sopla suavemente porque al hacerlo piensa en Osamu.
—Le falta jabón.
Ambas mujeres alzan la vista al oír la voz de Ken. No saben en qué momento regresó de su paseo, por lo que encontrarlo a solo unos pasos de ellas las ha sorprendido.
Él se inclina y poco y toma el recipiente con agua enjabonada de la mano de su abuela y se lo lleva dentro de la casa. Minutos más tarde, regresa también con un sorbete recortado para sí, con el que revuelve el líquido. Al extraerlo, se lo lleva a los labios y sopla con cuidado.
Una gran burbuja sale del extremo y comienza a flotar con tranquilidad en el aire, envuelta en los colores del arcoíris. Luego se le suma otra más pequeña y una tercera del mismo tamaño.
Poco a poco, el jardín se cubre con burbujas de jabón que flotan mientras refractan los rayos hasta que explotan y salpican el ya de por sí brillante césped.
Por el rabillo del ojo, Yolei percibe que Chie se mueve espasmódicamente: está sollozando, con la cara oculta entre sus manos. Se inclina hacia su lado y casi pega su cuerpo al de la anciana, pero no se atreve a hacer más nada que mirarla quebrarse poco a poco.
—Yolei —dice de pronto Ken, interrumpiendo la creación de burbujas.
—¿Sí?
—¿Crees que Godzilla haya podido cavar un túnel de escape desde el Monte Mihara hasta el mar?
A la chica se le ilumina el rostro y dibuja la sonrisa más grande que recuerda en la última semana.
—Claro. No me explico cómo es que haya podido salir si no.
—¿Quieres ir a ver el lugar donde fue puesto prisionero?
Ambos miran a Chie, que se ha quedado dormida contra el hombro de Inoue después de haber llorado silenciosamente durante algunos minutos.
—Claro.
• • •
—Gracias por todo.
El Sol se oculta en el horizonte a medida que Ken y Yolei se alejan de Izu Ōshima en otra lancha.
—No es nada. Después de todo, soy la Elegida del Amor, ¿no? —Guiña un ojo y le da la espalda a Ken. Se acomoda un mechón de cabello detrás de la oreja, aunque resulta en vano porque el viento vuelve a arrebatarlo de su escondite y lo agita hacia atrás. —Me alegra haber podido mejorar la relación entre Chie y tú.
El vehículo reduce la marcha al acercarse a la costa tokiota. Pronto, se detienen en el puerto por el que se marcharon el día anterior.
—Sobre eso… Lamento haberte dejado a solas con mi abuela. Estoy seguro de que te ha dicho montones de cosas incómodas.
—N-no fue nada —. Sonrojada, la adolescente desvía la mirada hacia otro lado y se rasca nerviosa la mejilla con el dedo índice.
—¿Puedo saber qué le dijiste?
Yolei se lo queda mirando unos momentos.
Los rayos débiles del atardecer se reflejan en el rostro de Ken; algunos otros quedan atrapados en su cabello oscuro.
—Solo la verdad: que confío en ti y que te defenderé cuantas veces sean necesarias.
Ichijōji abre los ojos desmesuradamente.
—Creo en ti, Ken. En que eres más fuerte y no te dejarás vencer por la oscuridad de tu pasado.
»Ya no estás solo —. Yolei habla con firmeza y Ken, por un momento, se deja convencer —. Quiero que sepas que puedes contar conmigo —. El castaño no deja pasar por alto que es una de las pocas ocasiones que la compañera de Hawkmon no nombra al resto de los Niños o a Davis siquiera.
Ken relaja las facciones y obliga a la comisura de su labio a mantenerse en el lugar, a pesar de que Inoue está del lado contrario y no puede verla.
Casi sin darse cuenta, han emprendido la caminata hacia la estación de Tamachi. El domingo llega a su fin y al día siguiente tienen clases, por muy extraño que parezca en aquel momento.
De pronto, Yolei siente algo sobre la mejilla derecha: la presión de los labios de Ken que provocan inmediatamente la coloración en su rostro.
—¿Y eso qué significa? —pregunta, llevando la mano hasta el sitio que aún arde.
Él se encoge un poco de hombros.
—Solo es mi forma de darte las gracias. De manera sincera.
