Capítulo VIII

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InuYasha y Miroku regresaban a la aldea luego de efectuar dos trabajos, uno de consistió en eliminar a un demonio menor que estaba arruinando las siembras con su aura oscura. La recompensa por ese trabajo fue un pergamino que le ofrecía al monje un pago en arroz para la siguiente cosecha, y que éste había recibido con una sonrisa amable, a pesar de saber que probablemente sería algo incobrable. El segundo trabajo del día lo habían realizado en un pueblo que estaba algo más lejos de la aldea que el primero, sin embargo resultó más fácil de lo que InuYasha y él pensaron en principio. Los aldeanos decían que se escuchaban lamentos desde el pozo de agua que habían abierto durante la luna nueva, estos sucedían sólo por las noches e incluso había quienes contaban haber visto la figura de una mujer vestida de blanco sentada en el borde del pozo y mirando hacia cielo.

¿Alguien se ha acercado a ella y le ha preguntado qué quiere? —consultó el monje, pero los aldeanos comenzaron a murmurar entre ellos y a negar casi como si les estuviese pidiendo un imposible.

InuYasha no pudo evitar pensar en lo débiles que resultaban algunos humanos, no todos, ya lo había comprobado gracias a sus amigos y a Kagome, pero en las aldeas se encontraban a muchas personas dependientes de sus debilidades, como si no quisieran superarlas y casi todas provenientes de un miedo heredado. Él mismo siempre se mantenía a un paso tras Miroku cuando llegaban a algún lugar, porque podía oler el miedo en las personas cuando lo veían. Sin embargo, casi siempre los primeros en acercarse a él eran los niños pequeños, los que apenas sabían caminar solos, esos no le temían, tiraban de sus ropas y le sonreían. InuYasha se limitaba a mirarlos con curiosidad y algo de simpatía, nada que sus padres pudiesen descubrir en su gesto, era consciente de los mitos que había entorno a los mitad demonio. Algunos de esos mitos contaban que los hanyou robaban niños y se los comían para convertirse en humanos, otros decían que se los robaban y comían justamente para lo contrario, convertirse en demonios completos.

De ahí que InuYasha pensara que los humanos eran débiles, parecían escudarse tras la seguridad de las barreras que creaban con su propio miedo.

Finalmente el trabajo en esa aldea no había sido más que inspeccionar el pozo y concluir que la corriente de algún río subterráneo conseguía crear un eco que los aldeanos interpretaban como un lamento. Miroku se los comentó y los moradores de la aldea se miraron entre sí, como si no le creyeran, así que reformuló la explicación y los convenció que el espíritu del agua residía en ese pozo y que no había nada que temer. Con esa historia en firme puso unos cuántos sellos entorno a la madera de la estructura y les aseguró que aunque se escuchara el canto de la mujer, esta no volvería a salir.

Por ese trabajo les habían pagado con tres tawara's de arroz, con lo que Miroku daría de comer a sus hijos un par de meses. Podía considerar que el arroz era la fuente de la alimentación que mantenían, pero necesitaba conseguir variedad y muchas veces ese mismo arroz se transformaba en una moneda de cambio para abastecerse de lo demás.

Al tomar el camino de regreso a la aldea, InuYasha se cargó al hombro dos de las bolsas de paja que contenían el arroz y llevó la tercera sostenida bajo el brazo. Lo cierto es que para él no pesaban nada, pero a Miroku le significaría un sacrificio cargarlas hasta llegar a casa.

—Veo que llevas algo atado al dedo desde hace semanas —le mencionó el monje, mientras recorrían el camino de vuelta.

—Sí, bueno —InuYasha no quería explicar demasiado sus decisiones, ni porqué las tomaba. Siempre había tenido que resolver situaciones por y para sí mismo, y aún le costaba tomar el parecer a los demás.

—¿Significa algo? —continuó preguntando el monje, que también era su amigo.

A InuYasha la amistad le había resultado un concepto ambiguo, que no conseguía definir en su mundo, hasta que Kagome le fue marcando las pautas de lo que una amistad significaba y él había podido ponerlas en práctica al comprender que un amigo era alguien con quien compartías lazos que se iban formando en base a la confianza. En realidad, iba entendiendo que esa era la base primaria para cualquier tipo de relación.

—Un compromiso —le contó, sin entrar en más detalles.

—Ya veo, eso quiere decir que Kagome sama y tú ya han… —Miroku unió sus dedos índices, dando golpes, como si quisiera recrear otro tipo de golpes.

—¿Por qué me preguntas eso? Yo no te pregunto esas cosas —InuYasha sintió como le subía la sangre a las mejillas y se molestó por las palabras inconvenientes de su amigo.

—No es necesario que las hagas, lo mío es evidente, tengo tres hijos que lo demuestran —remarcó lo obvio—. Y ¿Entonces?

—Eso no es lo importante. Kagome y yo nos hemos comprometido a estar juntos y punto —enfatizó, más de lo necesario.

—Oh, ya veo que no —razonó el monje, con una mano en el mentón, lo que le daba aire de seriedad a su conclusión.

—Miroku —lo nombro a modo de advertencia, pero el hombre no tenía interés en ella.

—Pero ¿Supongo que querrán tener hijos? Al menos sabrás que así se hacen los niños ¿No? —InuYasha lo miro intentando dilucidar si hablaba enserio.

Sin embargo, ante aquella pregunta se quedó mudo. Kagome y él nunca habían hablado de hijos, aunque era obvio que esas cosas sucedían en las parejas, salvo casos complejos en los que alguno no podía engendrar.

—Será que ¿Tienes algún problema y no sabes con quién hablarlo? —insistió el monje con sus preguntas e InuYasha pensó que la amistad era algo muy difícil, porque tenía deseos de dejarle caer las tawada's de arroz por la cabeza a su amigo.

—Miroku —mencionó con calma.

—Dime, amigo mío —respondió éste, mostrando su total y seria disposición.

—Aún queda camino hasta la aldea y el arroz pesa ¿Quieres volver solo? —la amenaza estaba implícita en el comentario. Miroku sonrió.

—Te estás volviendo muy sabio, amigo mío —aceptó la jugada y cambio de tema.

Al llegar ese día a la cabaña que compartía con Kagome, se la encontró en silencio y deshabitada, quizás algo más fría de lo habitual debido a que el otoño ya iba dejando paso al invierno. Para él era una temperatura que podía tolerar sin problema, pero para ella sería como el peor día de invierno. Miró el hogar y comprendió que llevaba horas apagado, con lo que no encontraría ni un rescoldo para ayudarse a encender un fuego mayor. Bufó, molesto, ella siempre hacía lo mismo, se olvidaba que el fuego aquí no se prendía con la facilidad que lo hacía en su época y era necesario para todo, incluso para mantener algo de luz por la noche. Se puso a la tarea de comenzar uno, empezando por la madeja de paja deshilachada que debía hacer.

Mientras ejecutaba la labor, sus pensamientos lo llevaron de vuelta a la conversación que había tenido con Miroku de regreso a la aldea. Al parecer todos daban por hecho que entre él y Kagome tenía que existir una relación más íntima. Suponía que era lo normal en una pareja que vivía junta; sin embargo, para ellos las cosas iban a un ritmo propio al que él se adaptaba. Debía reconocer que cuando se besaban con algo menos de castidad, sentía que la sangre se le volvía densa y pesada, como si la vida le estuviese dando un aviso de sobrevivencia, pero nunca hacía nada que ella no iniciara; después de todo la había esperado durante tres años.

Vivían juntos, sí, pero Kagome jamás se cambiaba delante de él, usaba para ello un byobu, algo de lo que InuYasha no había escuchado hablar antes. Se trataba de una especie de pared de madera pequeña que podía separar un espacio de otro y según lo que ella le explicó eran bastante antiguos, aunque él no recordaba haber visto uno. Se lo había encargado a un aldeano que solía trabajar con la madera, hacia figuras con las que los niños jugaban o pequeños elementos ornamentales para las casas.

Recordó la noche anterior, cuando ella pasó hasta ese rincón que él percibía como una especie de enemigo que no sabía si odiar, por la distancia que creaba entre los dos, o admirar, por el dibujo que Kagome estaba creando con pinturas de colores en la superficie. La había mirado perderse tras el byobu, llevando consigo una lamparilla de aceite que le servía para iluminarse tras la madera, ya que la luz del hogar no podía traspasarla. InuYasha se mantenía en silencio mientras ella efectuaba su rutina de desanudar y quitar el hakama y el hitoe para quedar completamente desnuda, mientras la luz de la lamparilla creaba una sombra contra una pared de la casa, que él asumía como un obsequio. Se preguntaba si Kagome era consciente de esa sombra, en ocasiones creía que sí, sobre todo cuando se sostenía el pelo en alto sobre la nuca con ambas manos, permitiendo por un instante que la silueta limpia bailara en la pared, y su aroma en el ambiente. Luego se ponía la yukata con la que solía dormir y salía de detrás de aquel muro que él no se atrevía a cruzar.

Suspiró, algo derrotado por el recuerdo. Sí, respetaba el ritmo con que Kagome quería avanzar, pero a veces se le hacía muy difícil.

El fuego ya estaba encendido en el hogar.

En ese momento entró Kagome, con las mejillas arreboladas y él no sabía bien el motivo, aunque escuchó los latidos acelerados de su corazón y una leve capa de sudor sobre la frente.

—¿Venías corriendo? —preguntó para asegurarse. Ella hizo un sonido afirmativo, antes de dejar la cesta en la que traía las últimas setas que recolectaría en esta estación.

—La mujer de uno de los aldeanos se ha puesto de parto y la anciana Kaede me ha pedido ayuda —le anunció con premura, dejando la canasta en el rincón en que guardaban la comida.

—¿Estarás bien? —su pregunta iba dirigida a su prisa, al agotamiento que suponía era asistir un parto y a la experiencia que podía tener en ello.

Ella lo miró, como buscando todas esas razones en su pregunta. InuYasha era completamente llano en sus expresiones y Kagome había aprendido a leer los matices en su mirada.

—Sí, espero que la madre también —tomó una tela blanca y limpia que mantenía dentro de uno de los baúles y salió por la puerta.

InuYasha se sintió vacío.

Comprendía la prisa que llevaba Kagome, no era la primera vez que escuchaba los quejidos de una mujer de la aldea al dar a luz, incluso los de su amiga Sango, y suponía que eso era un esfuerzo increíble. Recordaba el olor a sangre y se llevó la manga del haori a la nariz, su mente recreaba los olores y los definía con mucha facilidad.

De pronto ella volvió a entrar, casi corría, y él se puso en alerta.

La vio quitarse las sandalias con rapidez y dar los dos pasos que la separaban de él, arrodillándose a su lado para enmarcarle la cara con las manos y darle un beso intenso. No era más que el contacto de sus labios, no había intensión de profundizar en él, pero la energía del contacto hablaba de amor y de sentimientos de alegría por estar aquí, por compartir juntos su vida; InuYasha lo pudo sentir en su corazón.

Cuando lo liberó del beso le sonrió.

—Volveré en cuánto pueda —le avisó, se calzó las sandalias, y volvió a salir por la puerta.

InuYasha supo que podía esperar de este lado del byobu todo el tiempo que ella necesitara.

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Todo se encontraba en calma en el interior del Templo en que Kagome custodiaba la Perla de Shikon, el frío y la nieve de estos días parecía haber desalentado a los aldeanos a subir hasta aquí, de hecho, se sorprendió de no ver a los niños jugueteando con la nieve fuera de las casas cuando se acercó hasta el lugar.

Subir los peldaños al Templo, luego de encontrarse con InuYasha, le había servido para meditar un poco en el comportamiento extraño que él había tenido, parecía como si huyera de algo. Lo llamó, esperando a que al menos le diera una razón, pero lo vio perderse en la espesura del bosque tan rápido que bien habría podido imaginar el encuentro.

Respiró profundamente, esperando que el incienso que había puesto le diera un poco de calma a su mente y así poder seguir con la labor de purificar la Perla. Intentó centrarse en ella y en el momento en que la había traído consigo a este Templo. Recordaba la batalla con Naraku y la soledad en la que se había quedado sumida cuando fue atrapada dentro de la Perla. Recordó que ésta le había dado la oportunidad de pedir un deseo.

¿Lo había pedido? —abrió los ojos cuando comprendió que no podía darle un lugar a ese recuerdo en todo lo que la rodeaba como una realidad.

Miró tras de sí y las paredes a su alrededor. Tocó el suelo, sobre el que estaba arrodillada, para confirmar su solidez y el espacio en que se encontraba. Si esto era real, entonces ¿Por qué había tantas incongruencias en su mente?

Se quedó observando la Perla que lucía radiante frente a ella y con su característico tono rosa, limpio y libre de energía oscura. Era real, como ella misma. Volvió a cerrar los ojos y busco uno de los mantras que solía recitar a la Perla, para que ésta estuviese purificada y de ese modo también centraría su mente.

Al terminar con aquella tarea se puso en pie y se estiró el hakama para mantener la imagen adecuada de una sacerdotisa. Cerró la puerta de la pequeña habitación en que estaba la Perla y creó el sello para resguardarla. Caminó hacia la salida por el lustroso suelo de madera y se puso las sandalias antes de salir. Cerró también esa puerta, dejando un sello de protección menor que permitía a los visitantes al Templo entrar siempre que sus intenciones fuesen armónicas.

Avanzó despacio por entre la nieve y comenzó a hacer un repaso mental de lo que hoy la ocuparía. Este día no iba a escribir sellos, quería pasar por la cabaña de la anciana Kaede y compartir algo de tiempo con ella, eso siempre la ayudaba a estar más tranquila y centrada. Luego prepararía algo de comer que le valiera para un par de días e iba a revisar el estado de las flechas que estaba preparando.

Alzó la mirada cuando el rojo de la vestimenta de InuYasha llamó su atención. Se encontraba de pie en el lugar en que había estado la tumba de Kikyo y que ahora no era más que un recordatorio de piedra que no contenía nada. Urasue se había encargado de ello cuando robó sus cenizas para revivirla. Kagome se estremeció al recordar ese momento y las sensaciones cuando la bruja la había sumergido en aquella bañera de hierbas malolientes. Recordaba la inmovilidad y el enorme peso en el pecho como si tuviese una loza de piedra en lugar de su corazón. Ahora sabía que en ese momento su alma estaba recordando lo que había sido en otra encarnación y también el resentimiento aterrador con que había muerto; esa fue la primera vez que sintió que se le iba la vida. No comprendió entonces, si no hasta mucho después, que la hostilidad que sentía por Kikyo cuando la veía cerca de InuYasha era la respuesta al miedo que despertó en su corazón, ante el rencor furioso con que había muerto la sacerdotisa y que parecía lo único que podía sentir hacia él. De alguna forma, Kagome necesitaba acorralar ese mal y aunque nunca se lo llegó a decir, recuperó su alma para protegerlo.

Ahora que lo veía junto a la tumba de Kikyo pensó en acercarse, pero no estaba segura, lo más probable es que ya supiese de su presencia y aun así no había quitado la mirada del monolito de piedra. Con el tiempo aprendió a aceptar que él siempre sentiría nostalgia por aquella relación que se rompió con una violencia que ninguno de ellos dos deseaba. Sin embargo, a pesar de la comprensión que podía esgrimir con la dignidad de una gran sacerdotisa, en su pecho se manifestaba esa carga de profunda desolación cuando recordaba que InuYasha se había marchado con Kikyo finalmente, incluso habiendo sellado un pacto de amor con ella.

No lo culpaba, sabía que la culpa no era suya. No era su culpa.

Decidió alejarse, seguir el plan que había creado para su día y dejar que InuYasha existiera en algún lugar de esta realidad. Comenzó a caminar hacia la escalera que la conducía a la aldea y mientras lo hacía se tocaba el meñique de la mano derecha con el pulgar, buscaba algo, no había podido dejar de hacerlo.

—Kagome —escuchó su nombre, cuando aún no había tocado el segundo escalón. Cerró los ojos esperando contener el estremecimiento que le producía su voz. No, InuYasha no era consciente del mundo que significaba para ella.

Se giró y disimuló el temblor de su cuerpo con ese movimiento.

—¿Pasa algo? —preguntó, deseando mantener intacto su talante de sacerdotisa de la Perla. InuYasha estaba de pie a corta distancia, con las manos metidas en las mangas de su haori.

—Bueno, no sé —él la miro a los ojos y luego desvió la mirada al suelo, a los escalones, a cualquier lugar; sólo necesitaba un punto en que anclar sus pensamiento. Paradójicamente volvió a enfocarse en ella— ¿Recuerdas cómo murió Kikyo?

La pregunta que le hacía era clara, sin embargo en su mente pareció imprecisa.

—¿Cómo?

—Eso ¿Recuerdas cómo murió? —insistió. Kagome podía notar en sus ojos la incógnita clara. Se llevó una mano al pecho y sostuvo su hitoe, comenzaba a hacer frío.

—¿La primera vez? —sabía que la pregunta podía resultar cruel, pero también la habían dado por muerta antes que ella misma purificara el veneno de su cuerpo.

InuYasha la miró con tanta intensidad que Kagome sintió miedo de perder el equilibro.

—La última vez.

Envuelta en halos de luz —fue lo que llegó a la mente de Kagome y sintió miedo.

—Kagome ¿Está todo bien? —escuchó la voz de la anciana Kaede que subía las escaleras, ella siempre la ayudaba a estar más tranquila y centrada.

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Continuará

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N/A

He aprovechado unos días libres para avanzar todo lo posible, espero seguir encontrando el tiempo para continuar a buen ritmo.

Me parece que el capítulo siguiente se me complicará más aún, a ver.

Muchas gracias por leer y comentar

Anyara