6

Rachel estaba sentada a la mesa, enfrente de sus padres. El alivio y la alegría hacían que le temblaran las manos al deslizar el cheque por la usada mesa de cocina, cubierta por un alegre mantel de vinilo con soles amarillos.

—Quinn y yo queremos darles esto para pagar la hipoteca —anunció—. No vamos a aceptar ni discusiones ni protestas. Hemos hablado del tema largo y tendido, y somos afortunadas de tener muchísimo dinero. Queremos compartirlo. Significa mucho para nosotras, así que les pido que acepten nuestro regalo.

Sus expresiones asombradas hicieron que se le llenaran los ojos de lágrimas. ¿Cuántas noches se había pasado en vela, sintiéndose culpable por no poder ayudar a sus padres a salir de su difícil situación económica? Como primogénita, detestaba sentirse tan impotente. La decisión de lidiar con Quinn y con sus incipientes emociones merecía la pena. La certeza de que su familia estaría a salvo aliviaba el terrible dolor con el que llevaba cargando desde que su padre sufrió el infarto.

—Pero ¿cómo pueden permitírselo? —Shelby se llevó una mano temblorosa a los labios mientras Leroy la abrazaba—. Quinn no debería considerarnos una carga. Están recién casadas, tienen sueños. Para tu librería. Sueños de una familia con muchos hijos. No deberías ocuparte de nosotros, Rachel. Nosotros somos tus padres.

Leroy asintió con la cabeza.

—Ya había tomado la decisión de buscar otro trabajo. No necesitamos el dinero.

Rachel suspiró al enfrentarse a la terquedad de sus padres.

—Escúchenme bien: Quinn y yo tenemos dinero de sobra, y esto es importante para nosotras. Papá, otro trabajo es inviable en tu situación, a menos que quieras morirte. Ya sabes lo que te dijo el médico. —Se inclinó hacia ellos—. Esto les permitirá liberar la casa de cargas y podrán concentraros en pagar otras facturas. Pueden ahorrar para la universidad de Izzy y de Dakota. Pueden ayudar a Ryder a pagar el último año de Medicina. No les estamos dando dinero para que se jubilen, de verdad, solo lo justo para facilitarles las cosas.

Sus padres se miraron. La esperanza brillaba en los ojos de su madre mientras aferraba el cheque.

Rachel los empujó un poco más para obligarlos a dar el paso decisivo.

—Quinn no ha querido venir conmigo hoy. El dinero tiene solo una condición: no quiere oír hablar más del tema.

Shelby jadeó.

—Pero tengo que agradecérselo —dijo—. Debe saber lo mucho que apreciamos el gesto… hasta qué punto nos ha cambiado la vida.

Rachel tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta.

—A Quinn no le van los arranques emocionales. Cuando hablamos del tema, insistió en que no quería que se volviera a mencionar.

Leroy frunció el ceño.

—¿No quiere aceptar un simple agradecimiento? Al fin y al cabo, si no fuera por mí, no estaríamos metidos en este problema.

—Cualquiera puede enfermar, papá —susurró.

El dolor del pasado se reflejó en la cara de su padre.

—Pero me marché.

—Y volviste. —Shelby le tomó la mano y sonrió—. Volviste con nosotros y arreglaste las cosas. Todo eso es agua pasada. —Su madre se irguió en la silla, con los ojos rebosantes de emoción—. Vamos a aceptar el cheque, Rachel. Y no le diremos ni media palabra a Quinn. Siempre que nos prometas que vas a volver a casa y que le dirás que es nuestro ángel. —Se le quebró la voz—. Estoy muy orgullosa de que seas mi hija.

Rachel la abrazó. Después de charlar durante varios minutos más, les dio un beso y salió de la casa.

Esa noche tocaba poesía en Locos por los Libros y no podía llegar tarde. Arrancó su destartalado Volkswagen Escarabajo y puso rumbo a la librería mientras la cabeza le daba vueltas.

Era triste tener que recurrir a una farsa para conseguir el dinero, pero también era necesario. Jamás le hablaría a Quinn de la precaria situación económica de sus padres. Se estremecía solo de imaginar que la rubia le tiraba unos cuantos fajos de billetes como si el dinero lo pudiera solucionar todo. Su orgullo era importante, al igual que el de sus padres. Ellos resolvían sus propios problemas. Tenía la sensación de que Lucy Quinn Fabray creía que el dinero suplía a las emociones, una lección que sus padres le habían impartido todos los días durante su infancia. Se estremeció al pensarlo.

No, se las apañaría para hacerlo sola.

Recuperó la compostura y se dirigió al trabajo.

Rachel echó un vistazo por Locos por los Libros con expresión satisfecha. Las veladas poéticas atraían a mucha gente, y todos compraban libros. Todos los viernes por la noche transformaba la parte trasera de la librería en un escenario. La música ambiente flotaba entre los pasillos poco iluminados. Varios sillones verde manzana y algunas mesitas destartaladas salían del almacén y se colocaban formando un círculo. El público estaba conformado por una agradable mezcla de intelectuales, algunos muy formales, y otras personas que solo querían pasar una noche divertida. Llevó el micrófono hasta el pequeño escenario y miró de nuevo el reloj. Faltaban cinco minutos. ¿Dónde estaba Spencer?

Vio que la gente comenzaba a tomar asiento, protestando por la ausencia de café y discutiendo sobre estrofas, simbolismos y emoción desbordada. La puerta se abrió justo a tiempo, dejando pasar a Spencer junto con una ráfaga de aire fresco.

—¿Alguien quiere una taza de café?

Rachel se acercó a ella corriendo y tomó dos tazas humeantes de moca.

—Gracias a Dios. Si no les sirviera cafeína, leerían los poemas en el Starbucks de la esquina.

Spencer soltó la bandeja de cartón y presentó las tazas. Su pelo de color rubio le acarició la barbilla al menear la cabeza.

—Rach, estás tonta. ¿Sabes la cantidad de dinero que te gastas en café para que estos artistas puedan leer sus poemas delante de los demás? Que se lo paguen ellos mismos.

—Necesito los ingresos. Hasta que encuentre la manera de que me concedan el préstamo para ampliar el negocio, necesito darles cafeína.

—Pídeselo a Quinn. Técnicamente es tu esposa.

Rachel le lanzó una mirada elocuente.

—No, no quiero que se meta en mis asuntos. Me prometiste que no le dirías nada.

Spencer levantó las manos.

—¿Qué pasa? Quinn sabe que ibas a pagar el préstamo.

—Quiero hacerlo yo sola. Ya he cobrado el pago, ese era el trato. Nada más. Ni que fuera un matrimonio de verdad.

—¿Les has dado el dinero a tus padres?

Rachel sonrió.

—Solo por eso casi merece la pena soportar la compañía de tu hermana.

—Sigo sin entenderlo. ¿Por qué no le cuentas a Quinn la verdad acerca del dinero? Es un horrible, sí, pero tiene buen corazón. ¿A qué estás jugando, cariño?

Rachel se dio media vuelta, ya que temía mirar a su amiga. Nunca había sabido mentir. ¿Cómo podía decirle a Spencer que su hermana la ponía muchísimo y que necesitaba todas las barreras que pudiera reunir para mantener las distancias? Si Quinn la creía una avariciosa y una egoísta, tal vez la dejara en paz.

Spencer la observó con detenimiento. De repente, se le encendió la bombilla y esos ojos verdes se abrieron de par en par.

—¿Tienes algo más entre manos? Porque no te sentirás atraída por ella, ¿verdad?

Rachel se obligó a reír.

—Detesto a tu hermana.

—Mientes. Siempre he sabido cuándo mientes. Quieres acostarte con ella, ¿verdad que sí? ¡Uf!

Rachel tomó la última taza de café.

—Se ha acabado la conversación. No me atrae tu hermana y yo no lo atraigo a ella.

Spencer la siguió pegada a sus talones.

—De acuerdo, ahora que se me han pasado las ganas de vomitar de pensarlo, hablemos del tema. Es tu esposa, ¿no? Bien podrías acostarte con alguien durante este año.

Rachel subió al escenario. Todos los ojos estaban clavados en ella.

«Hablar de sexo llama la atención de todo el mundo, está claro», pensó ella.

Pasó de su amiga e hizo las presentaciones de rigor para esa noche.

Cuando subió al escenario el primer poeta, ella se apartó y se acomodó en su sillón. Tomó su bloc de notas por si necesitaba apuntar alguna repentina inspiración y dejó su mente en blanco para centrarse en la lectura.

Spencer se arrodilló a su lado y le susurró:

—Creo que deberías acostarte con ella.

Rachel suspiró, hastiada.

—Déjame en paz.

—Lo digo en serio. Después de analizarlo, creo que es perfecto. De todas maneras, las dos tienen que ser fieles, así que sabrás que no se está acostando con otra. Podrás hartarte de hacerlo con ella y después de un año te largas y punto. Sin malos rollos. Sin complicaciones.

Se removió, inquieta. No porque le avergonzara la sugerencia de Spencer. No, era por todo lo contrario. La posibilidad la intrigaba. Por las noches daba vueltas en la cama imaginándola en la habitación del fondo del pasillo. Su cuerpo fuerte y desnudo tendido en la cama, esperándola. Sus hormonas se revolucionaron al pensarlo. Joder, a ese paso acabaría en un manicomio al terminar el año.

Causa: el celibato.

Spencer chasqueó los dedos delante de su cara y Rachel salió de sus ensoñaciones.

—Otra vez se te ha ido el santo al cielo. ¿Viene Quinn esta noche?

—Claro, a tu hermana le encanta pasar así un viernes por la noche. Seguramente prefiera un empaste dental y un examen de su ginecóloga.

—¿Cómo les va? Aparte de la atracción física.

—Bien.

Spencer puso los ojos en blanco.

—Mientes otra vez. No vas a contármelo, ¿verdad?

Rachel se percató de que se lo había confesado todo a Spencer salvo una cosa: la primera vez que Quinn la besó. En aquel momento descubrió que la quería. La amistad se había convertido en rivalidad y después había dado paso a un enamoramiento infantil. Aquel primer beso alteró tanto sus emociones que las confundió con el amor. Su corazón latía por la rubia, lleno de alegría ante la posibilidad de estar juntas, de modo que pronunció aquellas palabras bajo los árboles.

«Te quiero», le dijo.

Después esperó que la besara de nuevo. En cambio, se apartó de ella y se rió. Le dijo que era una niña y se largó.

En aquel momento aprendió lo que era el amor no correspondido. Con catorce años. En el bosque, con Quinn Fabray.

No tenía pensado repetir la experiencia.

Desterró aquel recuerdo y decidió ocultarle a Spencer otra cosa más.

—No hay nada entre nosotras —le aseguró ella—. ¿Me dejas que escuche el siguiente poema en paz, por favor?

—No creo que esta noche vayas a encontrar mucha paz, cariño.

—¿Qué quieres decir?

—Quinn está aquí. Tu esposa. La mujer que no te atrae.

Rachel volvió la cabeza y vio horrorizada la figura que había en la puerta. Saltaba a la vista que Quinn estaba fuera de su elemento, pero irradiaba tanta confianza y su presencia resultaba tan sobrecogedora y elegante, que se quedó sin aliento al comprender que esa mujer era capaz de encajar en cualquier parte. Y eso que ni siquiera iba de negro.

Las mujeres que usaban trajes de diseñador dejaban que la tela las controlara. Quinn llevaba los vaqueros Calvin Klein como si fuera desnuda. La tela se amoldaba a sus muslos y a sus caderas como si se plegara a su voluntad. Proyectaba la imagen de una mujer que se conocía bien… y a quien le importaba una mierda la opinión de los demás.

Había elegido un jersey de color tostado de punto grueso que resaltaba su diminuta cintura. Sin duda de Ralph Lauren. Las botas eran unas de tacón alto Michael Kors.

Esperó mientras Quinn recorría la estancia con la mirada, que tras pasar sobre ella, se detuvo y regresó despacio.

La miró a los ojos.

Rachel detestaba los tópicos, pero sobre todo detestaba estar convirtiéndose en uno. Sin embargo, el corazón se le desbocó, empezaron a sudarle las palmas de las manos y su estómago parecía sufrir los estragos de una montaña rusa gigantesca. Su cuerpo cobró vida mientras deseaba que se acercara a ella y le prometiera sumisión total. Si Quinn le decía que volviera a casa, que se metiera en la cama y que la esperase, estaba convencida de que cumpliría sus órdenes.

Esa falta de voluntad la sacaba de quicio, pero su naturaleza sincera la obligaba a admitir que lo haría de todas maneras.

—Ya veo. No hay ni pizca de atracción entre ustedes.

Las palabras de Spencer rompieron el extraño hechizo y permitieron que Rachel recobrara la compostura. Había invitado a Quinn a la velada poética porque no había visto su librería. La rubia había rechazado la invitación con tacto, aduciendo que tenía trabajo pendiente, cosa que no la había sorprendido. Una vez más se recordó que procedían de mundos distintos y que Quinn no tenía deseos de visitar el suyo. Según se acercaba a ella, Rachel se preguntó por qué habría cambiado de opinión.

Quinn se abrió paso entre las estanterías. Un chico vestido de negro estaba soltando una parrafada delante de un micrófono acerca de la correlación entre las flores y la muerte, y el olor del café le llegaba a la nariz. Escuchaba los sonidos de una flauta y el lejano aullido de un lobo. Sin embargo, su mujer eclipsó todo lo demás.

El verdadero atractivo de Rachel residía en que desconocía el efecto que causaba en las personas, fuesen mujeres u hombres. La irritación la puso de los nervios. Vivía en un constante torbellino emocional y lo detestaba con todas sus fuerzas. Quinn era la mujer más tranquila del mundo y se había dedicado a evitar problemas sentimentales. En ese momento, su día a día consistía en ir de la irritación al enfado, pasando por la frustración. La volvía loca con sus argumentos inverosímiles y con sus discursos apasionados. También la hacía reír. Su casa parecía haber cobrado vida desde que Rachel se había mudado.

Llegó junto a la morena.

—Hola.

—Hola.

Miró a su hermana.

—Spen, ¿cómo va la cosa?

—Bien, hermanita. ¿Qué te trae por aquí? No irás a leer el poema que escribiste cuando tenías ocho años, ¿verdad?

Rachel ladeó la cabeza, interesada.

—¿Qué poema?

Quinn sintió que le ardía la cara y se dio cuenta de que las dos mujeres que tenía delante eran las únicas que habían conseguido que perdiera la compostura.

—No le hagas caso.

—Creía que tenías trabajo pendiente —comentó Rachel.

Lo tenía. Y no sabía por qué había ido a la librería.

Tras salir de la oficina y llegar a una casa vacía, el silencio la inquietó. Pensó en Rachel, rodeada de gente en la librería que ella había creado y quiso unirse a su mundo aunque fuera un momento. Sin embargo, en vez de confesarlo, se encogió de hombros.

—He terminado antes. Se me ocurrió ver de qué iba tu velada poética. ¿Todos los artistas fuman? Hay una cola enorme fuera y están todos echando humo.

Spencer esbozó una sonrisa torcida y extendió las piernas hacia delante. Estaba sentada en el brazo del sillón. Sus ojos verdes la miraron con el brillo travieso típico de una hermana pequeña que aún disfrutaba atormentando a su hermana mayor.

—¿Sigues de ridícula, Quinn? Seguro que puedo conseguirte un chiste para que dejes la cara de culo.

—Gracias. Siempre es agradable contar con un miembro de la familia como tú hermanita.

Rachel resopló.

—¿Fumas?

Quinn meneó la cabeza.

—Fumaba. Lo dejé hace unos cuantos años.

—Sí, pero cuando se estresa o se enfada, vuelve al vicio. ¿Te puedes creer que no lo considera recaídas siempre y cuando no compre el tabaco?

Rachel se echó a reír.

—Es una conversación muy reveladora, chicas. Tenemos que reunirnos más a menudo. Dime, Spen, ¿tu hermana hace trampas cuando juega a las cartas?

—Siempre.

Quinn extendió el brazo y tomó a Rachel de la mano, invitándola a levantarse del sillón.

—Enséñame el resto de la librería mientras termina su poema este tipo.

Spencer se rió por lo bajo y se acomodó en el asiento vacío.

—Le da miedo lo que pueda decirte a continuación —comentó, dirigiéndose a Rachel.

—Tienes toda la razón.

Quinn la alejó de la multitud. Con un movimiento instintivo, se detuvo en un rincón oscuro, junto a un letrero en el que se leía RELACIONES. La guió de tal modo que la instó a quedar de espaldas contra la estantería, tras lo cual le soltó la mano. En ese momento cambió la posición del cuerpo y maldijo por lo bajo, repentinamente muy nerviosa. No había planeado qué decir, solo sabía que tenía que hacer algo para acabar con la tensión que crepitaba entre ellas antes de que se volviera loca y la arrastrara a la cama. Fuera como fuese, tenía que reconducir la relación de vuelta a la amistad. De vuelta a la camaradería entre hermana mayor y hermana pequeña. Aunque le costara la vida misma.

—Quiero hablar contigo.

Los carnosos labios de Rachel esbozaron una sonrisa.

—Te escucho.

—Sobre nosotras.

—De acuerdo.

—Creo que no debemos acostarnos.

Rachel echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Quinn no supo si le molestaba su sentido del humor o si se sentía fascinada por su franca belleza. Rachel era una mujer que disfrutaba de la vida y que soltaba carcajadas sinceras. Nada de risas calculadas ni de risillas tontas con ella. Aun así, detestaba que se riera de ella. Aunque era mayor que la morena, Rachel la devolvía a la época de la adolescencia en la que trataba de ser guay sin conseguirlo, mientras ella le ponía la zancadilla a cada paso.

—Qué te causa gracia, porque no recuerdo haberte ofrecido mi cuerpo. ¿Me he perdido algo?

Quinn frunció el ceño al escuchar el desparpajo con el que se desentendía de su problema.

—Ya sabes a lo que me refiero. La noche de la fiesta la cosa se nos fue de las manos, y asumo toda la responsabilidad.

—Qué amable.

—No te pases. Intento decirte que lo que ocurrió estaba fuera de lugar y que no volverá a pasar. Bebí demasiado, estaba enojada por lo de Sam Evans y me desquité contigo. Intento ceñirme a nuestro acuerdo original y me arrepiento de haber perdido el control.

—Disculpa aceptada. Y siento haber contribuido a todo el episodio. Olvidémonos del tema.

A Quinn no le gustó que tachara de mero episodio semejante momento de pasión, pero lo pasó por alto. Se preguntó por qué no se sentía aliviada después de haber logrado su apoyo. Carraspeó.

—Tenemos un año muy largo por delante, Rachel. ¿Por qué no intentamos ser amigas? Será mejor para mantener las apariencias y también para nosotras.

—¿Qué tienes en mente? ¿Más partidas de póquer?

De repente, se la imaginó tumbada sobre ella. Con el pecho aplastado contra el suyo. Se imaginó su piel ardiente sobre ella, dispuesta a estallar en llamas entre sus brazos. Como si la escena estuviera preparada, levantó la cabeza en ese momento y leyó el título del libro que estaba justo al lado de Rachel.

Cómo proporcionarle orgasmos múltiples a una mujer.

«¡Joder!», pensó.

—¿Quinn?

Sacudió la cabeza en un intento por aclararse las ideas. ¿Sería Rachel multiorgásmica? Se había estremecido entre sus brazos por un simple beso. ¿Cómo reaccionaría su cuerpo en pleno delirio sexual si usaba los labios, la lengua y los dientes para hacerla volar? ¿Gritaría? ¿Lucharía contra su respuesta? ¿O se entregaría al placer y se lo devolvería con creces?

—¿Quinn?

Sintió que se le llenaba la frente de sudor mientras apartaba la vista del libro y volvía a la realidad.

Era una imbécil. No habían pasado ni dos segundos desde que le había propuesto que fueran amigas y ya estaba fantaseando con ella.

—Esto… de acuerdo. Digo, que sí, claro, que podemos jugar a lo que sea. Menos al Monopoly.

—Siempre se te ha dado fatal. ¿Recuerdas cuando Brittany te hizo llorar porque caíste en el hotel más caro del Monopoly, que era suyo? Tú querías negociar, pero ella solo aceptaba dinero en efectivo. Dejaste de hablarle durante una semana.

La fulminó con la mirada.

—Te refieres a Brittany S.Pierce , la niña que vivía al final de la calle. Yo nunca he llorado por un juego.

—Claro.

Rachel se cruzó de brazos, con una expresión que le indicó que no lo creía.

Irritada, Quinn se pasó los dedos por la cara y se preguntó cómo era posible que le hiciera perder los papeles por una partida de Monopoly que nunca se jugó.

—Vale, seremos amigas. Puedo soportarlo —dijo la morena.

—Trato hecho, entonces.

—¿Por eso has venido a la velada poética?

La miró a la cara y le mintió como una adolescente:

—Quería demostrarte que sé llegar a un compromiso.

No estaba preparada para la dulce y arrebatadora sonrisa que Rachel le regaló. Parecía complacida de verdad, aunque había admitido que lo había hecho para evitar males mayores en el futuro.

Rachel le tocó el brazo.

—Gracias, Quinn.

Sorprendida, se apartó. Después, tuvo que lidiar con la vergüenza.

—De nada. ¿Vas a leer algo esta noche?

Rachel asintió con la cabeza.

—Será mejor que vuelva. Suelo ser la última. Anda, ve a darte una vuelta por la librería.

La observó alejarse para reunirse con la multitud y después comenzó a caminar entre las estanterías.

Sin prestarle mucha atención, escuchó al siguiente poeta recitar los versos con el sonido de la música ambiental de fondo, y puso cara de asco. ¡Por Dios! Detestaba la poesía. Detestaba ese flujo de emociones, complicadas y desatadas, al alcance de cualquier desconocido que quisiera compartirlas.

Las retorcidas comparaciones entre la naturaleza y la rabia, el sinfín de topicazos y las desconcertantes analogías llevaban a una mujer a cuestionarse su inteligencia. No, ella prefería una buena biografía o un clásico como Hemingway. Prefería la ópera, donde había control tras las feroces emociones.

Una voz chillona y familiar brotó de los altavoces.

Se detuvo entre las sombras y observó que Rachel se comía el pequeño escenario. Bromeó con los espectadores, les agradeció su presencia y presentó su nuevo poema.

«Un rinconcito oscuro» —anunció ella

Quinn se preparó para el despliegue emocional e incluso empezó a formular halagos mentalmente. Al fin y al cabo, Rachel no tenía la culpa de que a ella no le gustase la poesía. Había decidido no burlarse de algo tan importante para ella e incluso pensaba animarla.


Escondidas entre la suave piel y el dulce terciopelo; mis piernas ceden y se doblan bajo mi cuerpo.

Espero que llegue el final y que llegue el comienzo.

Espero que llegue la brillante y refulgente luz para que me lleve de regreso; al mundo de relucientes colores y de aromas perfumados que me inundan la nariz; al mundo de lenguas viperinas que destrozan dulces sonrisas. Escucho mientras el hielo cruje contra el líquido ambarino.

El fuego arde en el interior, en recuerdo de un suicidio del pasado; en recuerdo de un silencioso asesinato.

Segundos… minutos… siglos…

El súbito conocimiento me retuerce las entrañas; estoy en casa. Abro los ojos para ver el fogonazo de una puerta que se abre.

Y me pregunto si lo recordaré.


Rachel dobló la hoja de papel y les hizo un gesto a sus espectadores. El silencio se extendió por la sala. Algunas personas escribían muy deprisa en sus blocs de notas. Spencer la vitoreó. Rachel soltó una carcajada y se bajó del escenario, y después empezó a recoger las tazas vacías y a charlar mientras la velada llegaba a su fin.

Quinn se quedó donde estaba, observándola Una extraña emoción burbujeaba en su interior. Dado que nunca había experimentado nada parecido, no podía nombrarla. Había muy pocas cosas en la vida que la conmovieran, y admitía que le gustaba que fuese así.

Esa noche se había producido un cambio.

Rachel había compartido una parte muy importante de sí misma con una estancia llena de desconocidos. Con Spencer. Con ella. Expuesta a las críticas, vulnerable a los caprichos de los demás, había descrito lo que sentía y había hecho que ella también lo sintiera. Su valor la dejaba sin aliento.

Aunque la admiraba, las dudas la asaltaron como un monstruo salido de un pantano y la llevaron a preguntarse si, pese a toda su lógica, no sería una cobarde.

—¿Qué te ha parecido?

Parpadeó y miró a Spencer, aunque le costó concentrarse.

—Ah, me ha gustado. Nunca había oído nada de ella.

Spencer sonrió como una orgullosa mamá gallina.

—Siempre le digo que podría ser actriz de Broadway, pero no le interesa. Su verdadera pasión es Locos por los Libros.

—¿Y no puede dedicarse a las dos cosas?

Spencer resopló.

—Claro. Tú y yo lo haríamos sin pensarlo, porque jamás dejaríamos pasar una oportunidad. Rach es distinta. Se contenta con compartir, no necesita la gloria que acompaña a la actuación. Ha publicado en algunas revistas y también es miembro de un grupo de crítica literaria, pero lo hace más por los demás que por ella misma. Ese es el problema que tenemos nosotras, hermana. Siempre lo ha sido.

—¿Cuál?

—Somos egoístas. Por culpa de nuestra infancia tan desastrosa, supongo. —Ambas contemplaron a Rachel acompañar a sus invitados a la puerta con su habitual buen humor—. Pero Rach ha encontrado su camino haciendo todo lo contrario. Haría cualquier cosa por otra persona.

De repente, Spencer se volvió hacia su hermana. Echaba chispas por los ojos con la ferocidad que ella recordaba de los viejos tiempos. Su hermana le clavó un dedo en el hombro.

—Te lo advierto, guapa. Te quiero con locura, pero como le hagas daño, yo misma te daré una paliza. ¿Entendido?

En vez de enfadarse, Quinn se sorprendió a sí misma al soltar una carcajada. Acto seguido, besó a su hermana en la frente.

—Eres una buena amiga, Spencer. Yo no te tildaría tan a la ligera de ser una persona egoísta. Ojalá que el hombre adecuado sea capaz de verlo algún día.

Spencer retrocedió con la boca abierta.

—¿Estás borracha? ¿O eres una impostora? ¿Dónde está mi hermana?

—Tampoco te pases. —Quinn echó un vistazo a su alrededor—. ¿Qué pasa con la ampliación? —Al ver que su hermana ponía los ojos como platos, tuvo que contener una carcajada—. No te preocupes, ya no es un secreto. Rachel ha admitido que quiere el dinero para añadir una cafetería. Le di el cheque, pero supuse que me pediría consejo. —Su hermana parpadeó y se negó a responder. Quinn frunció el ceño—. ¿Te ha comido la lengua el gato, Spencer?

—Ay, mierda.

Enarcó una ceja al escucharla.

—¿Qué pasa?

De repente, su hermana comenzó a recoger las tazas de café que quedaban y a limpiar la mesa.

—Nada. Esto… creo que puede que le dé un poco de vergüenza porque va a contratar a otro para hacerlo. No quería molestarte.

Quinn se vio obligada a reprimir la irritación.

—Tengo tiempo para ayudarla.

Spencer se echó a reír, pero con un deje desesperado muy raro.

—Pasa del tema, hermanita. Tengo que irme. Nos vemos.

Se marchó a toda prisa. Quinn meneó la cabeza. Tal vez Rachel no quería que se involucrara en su proyecto.

Al fin y al cabo, había dicho en muchas ocasiones que su relación se basaba en un contrato comercial. Tal como ella quería.

Se recordó que tenía que sacar el tema más adelante. Ayudó a Rachel a cerrar la librería y después la acompañó al coche.

—¿Has cenado? —le preguntó.

Rachel negó con la cabeza.

—No he tenido tiempo —dijo—. ¿Quieres que compremos una pizza de camino?

—Prepararé algo cuando lleguemos a casa. —Se atragantó con la última palabra. Por raro que pareciera, había comenzado a pensar que su santuario particular también lo era en parte de la morena—.No tardaré mucho.

—Vale. Nos vemos en casa. —Rachel se volvió, pero después se dio media vuelta para mirarla de nuevo. Abrió la boca—. Ah, Quinn, no te olvides de…

—La ensalada.

Rachel puso los ojos como platos y, durante un segundo, fue como si hubiera perdido la capacidad de hablar. Sin embargo, se recuperó con una velocidad admirable. Y ni siquiera le preguntó cómo lo sabía.

—Eso. La ensalada.

A continuación, Rachel se volvió y entró en su coche. Quinn comenzó a silbar mientras se dirigía a su BMW. Sí, estaba aprendiendo. Le gustaba tomarla desprevenida. Alguna vez tendría que ganarle la partida.

Se pasó silbando casi todo el trayecto de vuelta a casa.