LA ROSA DEL VIKINGO


6 Eihwaz


[La Historia, imágenes y personajes NO me pertenecen, los tome para entretenimiento, SIN ánimo de LUCRO]


La piadosa inconsciencia no duró mucho. Una fuerte palmada en la mejilla la despertó. Estaba apoyada en el hombro del vikingo. Se habría apartado bruscamente, si él no se hubiera apresurado a levantarla para depositarla sin ninguna delicadeza en el suelo.

Hinata perdió el equilibrio y cayó. Alzó la vista ante la imponente estatura del hombre y encontró aquellos ojos implacables y glaciales.

—Tu ropa, señora —dijo secamente.

La había llevado hasta donde había dejado su ropa sobre la hierba. Ella deseó mirarlo con desdén, orgullo y odio, pero bajó la vista y la posó en sus pertenencias: la suave y fina camisa, la larga túnica, las calzas y los zapatos de cuero.

Se le encendieron las mejillas. No podía esperar mucha cortesía por parte de aquel bárbaro después del modo en que la había hallado, pero de ninguna manera se despojaría de la capa y vestiría ante él. Además, era inocente, y también lo era Kiba, aunque el príncipe irlandés jamás la creería. Levantó la barbilla, pero no la vista.

—Si me haces el favor de…

—No me da la gana.

—¡Concédeme esa cortesía!

—Primero pediste piedad, ahora cortesía. Bastante me cuesta perdonarte la vida. Vístete, y rápido.

«¡Al demonio con este bastardo!», pensó ella, furibunda. Se armó de valor, un valor de tonta, tal vez. Se incorporó lenta, majestuosamente, mirándolo con franco desafío. Se cubrió bien con la capa, arqueó una ceja, y en sus labios se dibujó una sonrisa despreciativa.

—Mátame si quieres, señor vikingo. Tal vez ese sea un destino mejor que ser tu esposa.

Él apretó los dientes, y ella, a su pesar, sintió un escalofrío ante el frío control que demostraba su enemigo.

—¿Sí? —musitó él amablemente—. Me aflige mucho que pienses así, señora. —Y, cambiando bruscamente de tono, añadió—: Vístete —ordenó con voz ronca como el sonido de un trueno—. Ahora mismo.

Hinata movió la cabeza con resolución.

—Hazlo —dijo.

—¿Qué?

Ella se obligó a no temblar mientras miraba al hombre montado en el enorme caballo, muy erguido, majestuoso y magnífico con su vestimenta, porque ese día se había ataviado con sus ropajes de príncipe.

Las joyas de los jaeces del caballo y el broche con que el irlandés se sujetaba la capa al hombro lanzaban refulgurantes destellos. Ella se había levantado, pero aún parecía estar muy por debajo de él, envuelta en los pliegues de su capa, con el cabello enmarañado que la cubría como una cascada y los ojos plateados vivos y centelleantes de orgullo y desafío.

—¡Hazlo! —repitió—. Saca tu espada pagana y atraviésame con ella.

Entonces gritó asombrada al ver que él desenfundaba la espada. El caballo se encabritó y rascó el suelo con los cascos, y el implacable vikingo se inclinó con frialdad hacia ella y le colocó la punta de la espada en la garganta. Ella no pudo moverse entonces.

—Vístete. No tengo ninguna intención de matarte, milady, ahora que nos aguarda un dichoso futuro. Como sigas negándote, me apearé y te vestiré yo mismo.

—¿Cómo te atreves? —soltó ella, temblando.

—¿Que cómo me atrevo? —repitió él con rabia contenida. Desmontó rápidamente y allí, de pie ante ella, continuó con la espada puesta contra su cuello. Después la envainó. Aunque la joven no era baja, él parecía gigantesco ante ella—. ¿Que cómo me atrevo, milady? —dijo con voz engañosamente dulce. Cogió la capa por los bordes que se cerraban sobre el pecho y tiró de ellos para atraer a la muchacha, totalmente ruborizada, hacia sí. Su aliento le rozó lanmejilla cuando dijo—: ¿Y osas hablarme así cuando te he sorprendido aquí, de la manera que estabas? Será mejor que tengas cuidado, mi pequeña sajona, mucho cuidado. No olvides que soy, según tus propias palabras, un bárbaro. Y los bárbaros nos atrevemos a cualquier cosa.

Dicho esto le arrancó la capa con engañosa suavidad. Ella quedó tan sorprendida que permaneció inmóvil unos instantes, mirándolo. Cuando se dio cuenta de que estaba desnuda, casi echó a correr, aterrada. Pero se mantuvo firme y alzó el mentón.

—Un bárbaro, sin duda —dijo con tono burlón.

Se volvió, tratando de dominar el pánico. ¿Qué haría él?

Hinata se agachó junto al roble para recoger la camisa, sintiendo en todo momento sobre ella el abrasador frío de su mirada. Con cierta torpeza a causa del miedo que la atenazaba, se pasó la suave camisa por la cabeza, se puso la túnica y se abrochó el cinturón. Él no se movió.

La aprensión que la joven sentía aumentaba a medida que se prolongaba el silencio entre ellos. Con dificultad consiguió ponerse las calzas y los zapatos, vuelta de espaldas a él. Cuando por fin terminó, cogió la capa y se la echó sobre los hombros con toda la dignidad que fue capaz de reunir.

Entonces oyó gritos y comprendió que los hombres del rey proseguían la búsqueda. Desesperada, se preguntó si Kiba habría logrado escapar.

Percibió un movimiento y pensó que el vikingo había montado de nuevo a Alexander. Enseguida se giró para mirarlo, recelosa. Él la observó, y ella advirtió que le leía los pensamientos, tranquilo e imponente a lomos del semental. Su espada continuaba envainada. Impasible, él le tendió una mano. La muchacha notó la furia que emanaba de él.

—¿Qué te propones? —susurró pese a que había pretendido que su voz sonara imperativa.

Aguijoneó a Alexander con las rodillas para que avanzara. Ella comenzó a retroceder, pero él la alcanzó con rapidez y la levantó casi sin esfuerzo, agachándose para rodearle la cintura con el brazo. De nuevo estaba sentada ante él. Sintió la robusta dureza de sus muslos y la banda acerada de su brazo.

Él espoleó la montura y emprendieron la marcha. El príncipe irlandés tenía la vista fija al frente. Ella volvió la cabeza para ver hacia dónde miraba y notó el suave roce de su barba contra su frente.

Momoshiki cabalgaban hacia ellos, pero aún se hallaban a cierta distancia.

—Si este fuera el país de mi madre —dijo él—, te repudiaría y te devolvería a la familia de tu padre deshonrada.

No tenía padre, pensó ella; la devolvería al rey, quien sin duda alguna la desterraría. Sería despreciada para siempre, pero sería libre; libre de ese hombre. De todos modos, le asustaba que él pudiera hacer lo que decía. Por mucho que odiara a aquel bárbaro, quería a Iroha y Wessex, a pesar de lo que el rey le había hecho.

—No me importaría —aseguró ella.

Él continuó como si ella no hubiera hablado.

—Si este fuera el país de mi padre —añadió con tono de advertencia—, la puta sería vendida como esclava. Creo que yo la ofrecería directamente a la tripulación de daneses más repugnante que encontrara. En tu caso, buscaría a una fiera rabiosa.

Ella se puso rígida y sofocó un grito colérico, pero no pudo hacer más que maldecirlo, porque de pronto los brazos del príncipe la apretaron con tanta fuerza que le resultó imposible moverse. Las lágrimas asomaron a sus ojos, pero no permitió que resbalaran.

—Ya me han entregado a un vikingo. ¿Qué importa si invade desde Noruega o Dinamarca?

—O Irlanda.

—¡O Irlanda!

—Tal vez exista una enorme diferencia, milady. Quizá llegues a descubrir cuánta.

De nuevo se estremeció a su pesar. Iroha se enfurecería más con ella que con el vikingo. Había desobedecido a su rey, lo había deshonrado, y tal vez Kiba había muerto por su culpa. Además su propia vida se había convertido en una pesadilla.

—¡Te desprecio! —masculló con vehemencia.

—¡Basta! —ordenó él bruscamente cuando se acercaban los jinetes. La estrechó aún más con los brazos—. ¿De verdad eres tan egoísta como para desear ver más sangre noruega, irlandesa e inglesa derramada en este suelo?

Ella guardó silencio, preguntándose si habría alguna manera de evitar la tragedia. Sin duda el vikingo no la aceptaría por esposa después de lo ocurrido. Y si él la rechazaba, podría estallar una guerra entre los ingleses y los hombres del príncipe irlandés.

—Esta será nuestra batalla —añadió él en voz baja, rozándole la mejilla con su susurro y desencadenando una espiral de calor por su interior—. Con suerte, señora, no morirán más tontos por tu traición.

—¡No soy culpable de ninguna traición! —protestó ella indignada, volviendo la cabeza hacia él.

La mirada que el hombre le dirigió era escalofriante. Él jamás la creería. Entonces él levantó la vista.

—Por fin —dijo suavemente—, nos encontramos.

—¡Naruto de Uzushiogakure! —saludó Toneri, lanzando una rápida mirada lúgubre y censuradora a Hinata—. El rey te pide de nuevo perdón por el recibimiento que se te dispensa…

—Iré a ver al rey —anunció Naruto.

—La chica será…

—Yo llevaré a la chica —dijo Naruto fríamente.

El semental avanzó entre las cabalgaduras de los dos hombres y después inició un suave galope. Hinata notó el fresco viento primaveral. De pronto el aire le pareció insoportablemente gélido. El movimiento del caballo la impulsó hacia los brazos del vikingo, y se estremeció al notar su fuerza, producto de su destreza en las batallas.

Ya lo había tildado de bárbaro, y él había oído el insulto. Probablemente era el guerrero más hábil que había conocido en su vida. La había sorprendido con Kiba y podría matar a este con toda facilidad.

No, debía apartar de su mente tales pensamientos, pues él notaba cómo se estremecía cada vez que le asaltaban esos temores.

No tardaron en llegar a las puertas. De todas partes del bosque aparecían hombres del rey y del contingente irlandés y noruego. Hinata no vio a Kiba entre ellos y rogó a Dios que hubiera conseguido ocultarse entre los árboles.

Las puertas se abrieron y el inmenso semental pasó entre ellas en dirección a la casa señorial. El rey los esperaba en el patio delantero. Observó a Naruto hasta que este detuvo la montura a unos pasos de él. El irlandés levantó a Hinata y la bajó del caballo.

La joven se encontró delante del rey. Apenas podía tenerse en pie ante él, pues le flaqueaban las rodillas a causa del miedo. La desaparición y el desprecio del vikingo no la afectaban tanto como la furia y el odio que percibió en la fría mirada del rey.

Este se aproximó a Hinata, quien enseguida adivinó que él sabía que se había citado con Kiba. Lo que sin duda ignoraba era que ella había decidido acatar su orden y que solo se había reunido con Kiba para despedirse de él. Iroha suponía que lo había traicionado voluntaria y premeditadamente.

El monarca la miró y a continuación la golpeó con tal fuerza que ella gritó y cayó de rodillas. El vikingo se apeó del caballo. El suelo tembló porque regresaban los jinetes; las imponentes tropas inglesas y las del príncipe irlandés entraban en formación dentro del patio amurallado.

—Naruto de Uzushiogakure—dijo el rey—, te libero de tu promesa de alianza y de tu compromiso matrimonial.

El vikingo se inclinó hacia Hinata y la puso en pie sujetándola por el codo. Ella sintió que se desencadenaba una tempestad en su interior y deseó librarse de ese contacto, pero no se atrevió. Se mordió el labio para reprimir el llanto.

—Iroha, rey de Wessex —dijo Naruto—, propongo que entremos en tu casa para hablar a solas e intentar reparar el daño causado.

El rey asintió.

—Entonces, bienvenido, Naruto de Uzushiogakure; bienvenido a mi casa.

Hinata no pudo moverse, pues los dedos de Naruto se clavaron en su brazo hasta que ella chilló de dolor. Contempló aquellos ojos nórdicos con el mentón alzado y sintió su poder.

—¿Milady? —dijo él con un tono nada educado.

Ella consiguió mantenerse erguida y siguió a Iroha. El vikingo no la soltó.

Cuando entraron en la casa, los criados retrocedieron, a la espera de las órdenes del rey. Shiho, sonriendo nerviosamente, se apresuró a situarse al lado de su esposo. Hizo una graciosa reverencia ante el invitado, mirando rápidamente la palidez cenicienta de Hinata y la fría cólera aposentada en el entrecejo de su marido.

Tartamudeando ofreció a Naruto cerveza, pan y arenques. Los criados se acercaron. El irlandés aceptó una copa de cuero que contenía cerveza, pero declinó la comida. Levantando la mano, el rey dijo a Shiho:

—Llévate a Hinata.

El vikingo tenía apoyada la mano en el hombro de la muchacha, quien sintió aterrada cómo era empujada hacia una de las sillas que había junto al hogar.

—La chica se queda —anunció Naruto, obligándola a sentarse.

La inquietud de Hinata aumentó al comprobar que él se quedaba detrás. Tragó saliva. Desesperada, miró a Shiho, quien sin embargo no podía brindarle ayuda alguna. La reina retrocedió y se colocó discretamente detrás de Iroha.

—No deseo que los hombres combatan de nuevo por esta chica —dijo Naruto.

Hinata se levantó de un salto, dispuesta a explicar que ella no era la responsable de la matanza anterior. Sin embargo, al sentir cómo se clavaban en sus hombros los dedos del vikingo, comprendió la orden de permanecer callada y quieta.

—Tienes todo el derecho a romper tu promesa —afirmó Iroha.

—El derecho, rey de Wessex, pero no el deseo. Tomaré a la dama y la tierra, pero con estas condiciones: partiremos hacia Rochester para luchar contra los daneses antes de la boda; Hinata será confinada en una casa santa hasta que pueda determinarse que no lleva la semilla de otro hombre. Si muero en batalla, las tierras que he reclamado pasarán a mi padre, el rey de Uzushiogakure, para que las distribuya entre mis hermanos según juzgue conveniente. Y la chica será entregada a mi familia, que decidirá su destino.

—Por tanto, ¿se mantiene la alianza para luchar contra los daneses?

—Sí —respondió el vikingo alzando la copa.

—Se hará como dices —prometió Iroha.

Los dos hombres se estrecharon firmemente las manos. Hinata se aferró a los brazos tallados de la silla; la sangre pareció congelársele.

—Lo que ha ocurrido no quedará sin castigo —añadió el rey, dirigiendo una fugaz mirada a Hinata.

Jamás lo había visto tan frío ni tan cruelmente indiferente. Había oído que podía mostrarse despiadado y que trataba brutalmente a los traidores, pero nunca lo había sido con ella. La había amado. Había sido severo, pero la había amado.

Ya no.

El rey volvió a hablar con rabia salvaje:

—Te prometo que se le enseñará a tu esposa a ser humilde y que el hombre que, conociendo mi voluntad y mi promesa, no las respetó, pagará por ello como corresponde.

—No, Iroha —dijo el vikingo—. Yo tomaré mi venganza.

A Hinata las manos del irlandés le parecieron fuego y acero sobre los hombros, y la determinación de sus palabras sacudió cada fibra de su ser. No se trataba de una amenaza acalorada, sino de una severa declaración de intenciones. Seguro que la golpearía hasta dejarla al borde de la muerte, pensó con amargura. De pronto la invadió un miedo espantoso; no por ella, sino por Kiba.

Súbitamente se abrieron las puertas de la casa sin el permiso del rey. Iroha se volvió furioso. Entraron sus vasallos Toneri y Momoshiki y entre ellos, cogido por ambos brazos, Kiba, ensangrentado y vencido.

Para salvar lo poco que le quedaba de su honor tendría que haber permanecido sentada, pero no pudo soportar ver a Kiba herido.

Hinata se olvidó de todo, excepto del dulce amor que habían compartido. Se zafó de la odiosa sujeción del vikingo y se puso en pie de un salto, profiriendo un grito desgarrador. Se disponía a echar a correr cuando unos fuertes brazos la rodearon por la cintura y fue aplastada contra el pecho del vikingo, que la apretó contra sí.

Por eso no se había apartado de ella, pensó amargamente Hinata. No permitiría que los deshonrara aún más a él y Iroha.

Kiba, medio aturdido, la miró a los ojos y esbozó una triste sonrisa; después se desplomó entre los dos hombres. Estos lo empujaron para que cayera a los pies del rey.

—Señor —dijo Toneri, recorriendo con su tenebrosa mirada la sala—, ignoramos si estuvieron juntos, pero lo encontramos fuera de las puertas, no muy lejos de donde había huido el caballo de lady Hinata.

—Vete —ordenó el rey.

—Pero, señor… —protestó Toneri.

—Está limpia, mi señor —murmuró Kiba. Brotó sangre de su boca, y Hinata volvió a chillar, odiando los brazos que la sujetaban. Kiba escupió un diente. Alzó la vista, aturdido, y la clavó en Iroha y el vikingo—. Está intacta, lo juro —añadió.

El rey se acercó, se agachó y cogió a Kiba por el cuello de la camisa. Kiba cayó hacia Suzumente, y Hinata gritó de nuevo, arañando sin piedad las manos que la inmovilizaban, porque creyó que su amado había muerto.

—¡Por el amor de Dios, suéltame! —suplicó.

—¡Basta! —rugió el rey—. ¿Acaso no nos has avergonzado ya lo suficiente?—Tomó el pulso a Kiba—. Vive… por ahora.

A Hinata le resbalaron lágrimas por las mejillas. El vikingo la soltó de repente. Ella tropezó, cayó junto a Kiba y comprobó que realmente estaba vivo. Le rodeó los hombros con los brazos, y lágrimas silenciosas se deslizaron por sus mejillas.

El rey ordenó a unos criados que se llevaran a Kiba. Hinata sintió que le tocaban la espalda; un roce en absoluto cruel. El vikingo volvió a alzarla y sujetarla.

Se llevaron a Kiba. El rey y Naruto continuaron hablando, pero ella ya no escuchaba sus palabras, porque rogaba fervorosamente no ser la causante de la muerte de Kiba. No podía imaginar cómo se vengaría el vikingo. Se preguntó si podría suplicar por la vida de Kiba, si sería capaz de humillarse para encontrar algo de piedad. Él ya le había negado la piedad antes.

—Se hará ahora mismo —dijo el rey—. Ahora, en este mismo momento. — Ordenó a un criado que fuera a buscar a su médico y a una partera. Después dijo a Shiho—: Llévala a su habitación.

El vikingo retiró las manos de sus hombros, y Shiho le tendió la mano. Hinata retrocedió de manera instintiva, observando a los presentes, preguntándose qué nuevo horror habían planeado para destruirla.

—Vamos, Hinata —urgió Shiho.

Hinata miró al rey, que estaba ceñudo y pensativo. Miró al gigantesco vikingo, quien la observaba con indiferencia.

Naruto se encogió de hombros, como si ella le importara muy poco.

—Sigo pensando que la boda debe posponerse —dijo al rey.

—Te prometí a esta mujer, y estaba a mi cargo. Es como mi hija. Me complacerá averiguar la verdad de este asunto.

—Rey de Wessex, yo puedo descubrir la verdad por mí mismo y dictar los ultimátum de mi propia casa.

—Ella está todavía bajo la tutela de la casa de Wessex, y quiero cumplir mis juramentos.

La puerta se abrió de nuevo, y entraron el médico de confianza del rey y su robusta criada. Esta miró a Hinata con sus ojillos astutos y sonrió subrepticiamente, como si disfrutara al imaginar alguna crueldad.

En ese momento la joven comprendió qué se proponían y abrió desmesuradamente los ojos, avergonzada y horrorizada.

—¡No! —exclamó con ferocidad.

Deseó echar a correr como una loca hacia la libertad, pero sabía que nunca conseguiría escapar. Dominando la furia y el pánico se obligó a caminar lentamente, no hacia el rey, sino hacia el señor noruego irlandés. Iroha la había repudiado, tal como había jurado hacer. Quizá sufría en su interior, pero no lo revelaba.

El vikingo, por su parte, ya la había tachado de puta, ya había reclamado su venganza. La propuesta no había partido de él.

—Las cosas no son siempre lo que aparentan, mi señor. Yo no cometí traición contra ti antes, y aunque ahora tal vez parezca que… —Se interrumpió, tratando de reunir la dignidad y la resolución suficientes para convencerlo—. Yo no he roto la promesa del rey. Y aunque él jura que me quiere, no confía en mí. ¡No permitas que me haga esto! —pidió con vehemencia.

Se estremeció, sabiendo que los métodos del irlandés podrían ser mucho peores. Después pensó que nada podría ser tan humillante como lo que habían planeado.

De todos modos, le hicieran lo que le hicieran, eso no la salvaría cuando la arrojaran a las garras del vikingo. De pronto creyó distinguir en sus ojos un curioso destello de admiración, incluso mientras rechazaba su petición.

—Milady, yo no he solicitado que te hagan esto —dijo.

—Esto me hará odiarte hasta el último día de mi vida —afirmó ella apretando los puños a los costados.

No lograba aceptar el hecho de que no podía escapar a la voluntad del rey. En cualquier caso, se negaba a volver a rogar al vikingo. Este lanzó un suspiro.

—Milady, reconozco que tengo muy pocos motivos para apreciarte, pero te aseguro que esto no es obra mía. Iroha es el rey y tu guardián. No he sido yo quien ha tomado la decisión. Tengo mis propios medios para descubrir las verdades que busco. Tu rey ha hablado, y en esta casa él es la ley. En mi casa, señora, me obedecerás a mí.

Sus palabras no eran en absoluto tranquilizadoras, sino que escondían una amenaza categórica. Sin embargo, era el rey quien había decretado su ignominia, y a él se dirigió:

—¡Deberías creer en mi palabra!

—No puedo confiar en tu palabra, Hinata. Nos has arrastrado al borde del desastre.

Shiho tomó a Hinata por el brazo y la miró con los ojos empañados de lágrimas.

—¡Por el bien de Kiba, sométete! —rogó en un susurro.

—¡Que se la lleven! —tronó el rey.

En esta ocasión no se encomendó la tarea a Shiho. De la cocina acudieron dos mujeres fuertes que cogieron a Hinata por los brazos. Ella chilló y se resistió en vano. La sacaron a rastras de la sala y la condujeron al anexo de la casa, donde se hallaba su pequeña habitación.

Forcejeó y se debatió con denuedo, lo que no impidió que la tendieran en la cama y le desgarraran la ropa. Después, ya profundamente humillada, dejó de pugnar. Shiho, a su lado, le acariciaba el cabello. Todavía inmóvil y conmocionada, Hinata se refugió en lo más profundo de su mente para no sentir las frías manos que la tocaban.

Se le saltaron las lágrimas cuando la abrieron de piernas y la hurgaron. Vagamente oyó al médico decir a Shiho que todavía era virgen, que el himen estaba intacto.

Jamás en su vida se había sentido tan ultrajada. Permaneció allí tumbada, envuelta en un manto de sufrimiento y vergüenza tales que ni siquiera tuvo fuerzas para rogar que por lo menos su oprobio pesara algo en favor de la vida de Kiba.

Juró que jamás perdonaría a la plaga vikinga que había llegado con el viento para destrozar su existencia. No le importaba que Dios no la perdonara. Oraría cada día para que Naruto de Uzushiogakure fuera borrado de la faz de la tierra.

Rogaría para que, cuando le llegara la hora, muriera con tal sufrimiento y angustia que maldijera el día en que nació.


Naruto cabalgaba por la pradera, observando a los hombres que realizaban prácticas de combate, haciendo un comentario aquí, aplaudiendo una acción allí y reprendiendo a un joven inglés que dejaba expuesto al ataque un flanco al sostener con descuido el escudo. Al llegar al final de las filas, se volvió para contemplar la escena.

El rey también presenciaba los ejercicios desde su montura. A la mañana siguiente partirían hacia Rochester. La ciudad sitiada ya no podía resistir mucho más tiempo a los daneses acampados fuera de sus murallas.

Naruto observó a los hombres que entrenaban con las lanzas, el pilar de la guerra. Otros se ejercitaban con espadas y mazos, mientras en un campo distante los arqueros practicaban tiro. Delante de él Svein de Trondheim blandía su poderosa hacha de doble pala, arma típicamente vikinga, dado que en la mayor parte de Europa consideraban incivilizada esa mortífera hacha.

Él sabía que su astuto abuelo irlandés había tomado de los vikingos lo que juzgaba oportuno y conveniente para obtener la victoria. Había sido capaz de detener la amenaza noruega y danesa que se cernía sobre su isla porque siempre había estado dispuesto a aprender del enemigo.

Antes de que él gobernara, la mayoría de los irlandeses luchaban con armadura de cuero, si es que la usaban. Ashina Uzumaki había visto la malla metálica en los cuerpos de sus adversarios y descubierto que esta salvaba vidas; por tanto había ordenado a sus hombres que la utilizaran.

Naruto había comprobado que el hacha de doble pala era un arma mortífera y formidable, y había animado a sus hombres, irlandeses y noruegos por igual, a que aprendieran a emplearla.

Al día siguiente partirían para combatir contra los daneses, unos adversarios terribles. No sería una lucha civilizada, sino bárbara. Naruto no temía a la muerte.

Había recibido educación cristiana, pero su madre jamás le había negado el estudio de la religión nórdica. Estaba dispuesto a creer en el amable Cristo y en un supremo Dios Padre, pero se adhería a la creencia vikinga de que ningún hombre podía burlar a la muerte, y que siempre era mejor Suzumentarse; si caía, encararía a los grandes dioses del Valhalla o incluso al Señor cristiano del Universo.

Miró al rey a quien había decidido apoyar y que se encontraba en el otro extremo del campo. Iroha era buen jinete. No era un hombre corpulento, pero irradiaba la autoridad que se requería para gobernar.

La noche anterior había permanecido largo rato sentado con el monarca junto al hogar central; aunque sabía que el rey sajón era normalmente muy moderado con la bebida, ambos habían apurado muchos cuernos del vino francés que Naruto almacenaba en sus barcos. Uzushiogakure se había enriquecido gracias al comercio; los barcos zarpaban y arribaban continuamente a sus puertos.

Dado que los musulmanes habían conquistado gran parte del Mediterráneo, los astutos mercaderes sirios y judíos habían perdido parte de su poder comercial en Oriente. Sin embargo, en Uzushiogakure podían obtenerse especias, perfumes, sedas finas y multitud de vinos porque los vikingos que surcaban los mares estaban dispuestos a arriesgar mucho en su búsqueda de riquezas.

Al conversar con el rey sajón, Naruto quedó fascinado. Estaba seguro de que Iroha también había quedado fascinado con él y que le había envidiado muchas cosas que él consideraba normales.

A los diez años Naruto ya sabía leer latín y griego, así como el idioma irlandés de su madre y el nórdico de su padre. Había leído sobre las proezas de Alejandro y las costumbres de los califas que regían el mundo árabe desde su sede en Bagdad.

Le habían explicado las hazañas de Carlomagno. Había estudiado matemáticas, ciencia y música, además de las leyes Brehon de Irlanda, tan importantes para cualquier hombre que quisiera gobernar allí. Había asistido a los consejos celebrados en Tara, bajo la autoridad de su abuelo.

Había oído las leyendas de los grandes hombres de Konoha, desde san Patricio, Cuchulain y la poderosa tribu Tuath De Danaan. Había participado en las batallas contra los piratas que habían asolado las costas irlandesas. Y había vivido en una hermosa casa construida por su padre, una fortaleza con elevados muros y muchas habitaciones.

Iroha se había visto obligado a huir con frecuencia durante la noche, y muchas veces había compartido alojamiento con vacas y cerdos. Su padre Atelwulf había obtenido muchas victorias, al igual que sus hijos mayores.

Iroha contaba solo veintiún años cuando fue proclamado rey al morir el último de sus hermanos mayores, Atelred I. Desde entonces se había dedicado casi por completo a guerrear. En mayo de 878 Iroha partió de las marismas hacia Egbert's Stone, donde Inglaterra se le unió. Se enfrentó con el danés Orochimaru en una gran batalla de la que salió victorioso.

Orochimaru llegó al extremo de consentir ser bautizado, y Iroha actuó de padrino. Y Orochimaru mantuvo su paz cristiana… por un tiempo.

En esos momentos Orochimaru se proponía conquistar Rochester, y Iroha necesitaba expulsarlo.

El rey de Wessex era un hombre curioso. No era de apariencia imponente, pero tenía el poder de inspirar grandeza en los hombres. Era apasionado en su apoyo a su iglesia y hombre de profundas convicciones. Y siempre mantenía sus promesas.

Había estado preocupado por los acontecimientos ocurridos en la costa, en las tierras de Hinata.

—¿Aún no has descubierto qué sucedió? —había preguntado Naruto. Y el rey había negado seriamente con la cabeza.

—Envié a un muchacho de mi confianza con el mensaje de que debíais ser recibidos como mis respetados invitados. No he vuelto a ver al chico. Alguien decidió que el mensaje no debía llegar a lady Hinata. Sospecho que alguno de los hombres muertos impidió que se lo entregaran. —Miró a Naruto—. Ella no desafiaría mi palabra, y menos contra vuestra superioridad. Al menos no lo habría hecho entonces. Niega haber tenido conocimiento de ello, y yo la creo. Todavía puedes liberarte de tu promesa —añadió gravemente el rey—. Si la consideras culpable…

—No tengo la menor intención de liberarme de mis promesas —aseguró Naruto.

No estaba dispuesto a romper esa alianza ni ver truncados sus sueños de poseer su propia tierra por culpa de una joven caprichosa. La había visto con Kiba junto al arroyo. Tal vez habían sido interrumpidos antes de consumar el acto, pero él no podría considerarla inocente jamás. Era una seductora consciente de su belleza y poder. Compadecía al pobre muchacho que se había enamorado de ella.

Ya se había calmado un tanto su furia. Era un hombre posesivo, lo sabía. Cuando se casaran, ella se enteraría de que él era la ley de su vida y jamás se atrevería a rebelarse. Prefería no pensar en el día que la vio por primera vez, porque el recuerdo lo enfurecía.

Por supuesto, no la amaba, y recelaba mucho de ella; sin embargo, lo hechizaba. Era extraordinariamente bella, apasionada y rebosante de vida. Y podía ser tan seductora como un sueño de gloria. Sabía que la deseaba fieramente.

Había despertado en él un ardor que no conseguía apagar, y no obstante había decidido mantenerse alejado de ella. Confiaba en Iroha; ni él ni el médico le mentirían sobre un asunto tan delicado como la virginidad de su futura esposa. En realidad, pensó, se había alegrado de que Iroha insistiera en verificar la inocencia de Hinata.

Por otro lado, ella debía aprender que él podía mostrarse tan brusco, severo y exigente como fuera necesario. No estaba dispuesto a permitir que llorara su amor perdido durante todo su matrimonio.

Lo cierto era que en algunos momentos la había compadecido. No podía olvidar la escalofriante dignidad de sus ojos empañados por las lágrimas cuando le suplicó en la casa del rey. En cualquier caso, ella misma se lo había buscado.

De todos modos, él recordaba qué era amar, y por esa razón ella contaba con su comprensión. Él habría arriesgado todo por Shion. Sin embargo, no podía pensar en Hinata sin que lo invadiera una cólera encendida, porque no podía disculpar su comportamiento. Además, era su prometida.

Sin embargo, se preguntaba si no eran su fuego y su belleza los motivos que lo habían impulsado a mantener su alianza con el rey. Tal vez no volvería a amar, pero sí deseaba a lady Hinata.

Atravesó el campo y se acercó al rey.

—Todavía estoy contento de nuestra alianza —dijo a modo de saludo—. Y me complace que la mañana haya transcurrido sin derramamiento de sangre.

—Sí —contestó el rey, casi sin verlo, mirando a lo lejos.

Naruto siguió la mirada del rey a través del campo y observó que Shikamaru cabalgaba hacia ellos. Presintió que la grave expresión de su capitán estaba relacionada de algún modo con la chica.

—¿Qué ocurre? —preguntó cuando Shikamaru se acercó a ellos en su sudorosa montura. El caballo bufó.

—Hay problema entre los hombres —contestó Shikamaru. Naruto arqueó una ceja, expectante.

—Quieren sangre, exigen justicia.

—¿Contra quién? —preguntó Naruto fríamente.

—Contra Kiba.

—¿Por qué?

Nadie había presenciado la escena entre el joven y la muchacha, de modo que nadie sabía la gravedad de lo ocurrido.

—Los rumores corren. Ya conoces a los hombres. Piden que luches por tu honor.

Naruto lanzó un suspiro de impaciencia.

—¿Quieren que mate al muchacho?

—Sí —respondió Shikamaru con tristeza, consciente de que no les convenía ningún desacuerdo entre sus propias tropas—. El chico deberá presentarse ante ti y retarte. Tendrás que matarlo, a menos que decidas entregarle a la chica.

De pronto reinó un súbito silencio en el campo de prácticas. Todos los hombres observaban a Shikamaru y Naruto.

Otro jinete se aproximaba al príncipe irlandés. Era Kiba. Los guerreros se apartaron a un lado para dejarlo pasar.

Naruto observó que el muchacho estaba todavía pálido como la ceniza, pero cabalgaba erguido, con la dignidad intacta. Se detuvo ante Naruto, y antes de que pudiera hablar, Iroha de Wessex se interpuso entre ellos.

—Kiba, ¿cómo te atreves a venir así? Te he concedido la gracia de tu vida y vuelves a desobedecer mi autoridad.

Kiba bajó la cabeza.

—Ante Dios te pido perdón, mi señor. —Alzó la vista hacia Naruto—. Pero la amo. Naruto de Uzushiogakure, no pretendo faltarte al respeto porque eres invitado de mi señor, pero te desafío a una prueba de armas, como es mi derecho según la antigua ley.

—¿Quieres batirte conmigo, y con Venganza? —preguntó amablemente Naruto, levantando su espada.

El rostro de Kiba palideció aún más y asintió con seriedad.

—La chica no lo vale —dijo el irlandés después de un momento de silencio—. Ninguna mujer lo vale.

—Sí, esta sí —aseguró Kiba.

Naruto pensó que era un tonto enamorado, pero era un hombre y merecía la prueba de las armas.

—Al alba, entonces —dijo—. Aquí, en este mismo campo. Kiba alzó una mano a modo de saludo.

—Aquí entonces, príncipe Naruto, en este campo.

—¡Y que Dios se apiade de tu alma! —murmuró el rey gravemente.

Kiba asintió de nuevo, afligido. Naruto decidió que le agradaba el joven; tenía el valor de ir al encuentro de una muerte segura. El muchacho hizo girar su cabalgadura y galopó hacia las dependencias anexas a la casa señorial.

Entre los hombres de Naruto se elevó un clamor, un grito de guerra, que sonó como un eco de la muerte.

Naruto levantó la mano con furia. La bajó, y el grito cesó. El semental blanco se encabritó al notar su ira. Naruto se situó con su montura frente a sus guerreros.

—¿Tanto deseáis la muerte de nuestros aliados? No. Vamos a luchar contra los daneses, y si hemos de regocijarnos con la muerte de alguien, que sea con la de ellos.

Con creciente malhumor, volvió su caballo y se alejó de la muchedumbre de guerreros. Cabalgó hacia la muralla, pero no se molestó en buscar la puerta. El semental blanco saltó la barrera y continuó galopando por las praderas, campos y bosques que se extendían más allá de la casa señorial fortaleza. Y Naruto sintió de nuevo un amor por la tierra que lo subyugó.

Finalmente se detuvo sobre un elevado montículo desde el cual se divisaba el valle donde el rey había construido su hogar. Entornó los ojos y, a pesar de la congregación de hombres y armas, logró imaginar una escena de paz.

Contempló las ovejas que pacían y los patos que desfilaban. Una yegua pasó corriendo con un potrillo, y el aire llevaba el sabor de nacimiento, de primavera.

Ella también amaba la tierra, pensó de pronto. Había luchado con fiereza por ella. Pero él se impondría, decidido. Él se impondría.

Esa noche Naruto se sorprendió al ver que Hinata había decidido asistir a la cena.

Kiba no estaba. Naruto pensó que tal vez Hinata se había enterado del reto, pero después cambió de opinión; nadie se lo había contado, porque sus ojos, de color plata brillante, al encontrarse con los suyos, destilaban tal aborrecimiento que adivinó que la joven no sentía ningún miedo, que no sabía nada del combate cuerpo a cuerpo que el honor exigía que se librara por ella.

Hinata no se sentó cerca de él y tampoco se presentó ante el rey. En realidad ignoró a ambos.

Estaba hermosa y parecía envuelta en un raro esplendor porque caminaba con un orgullo y desprecio que negaban cualquier pecado por su parte. Naruto había supuesto que los evitaría a él y al rey. Sin embargo, ella había decidido no hacerlo.

Era la mujer más maravillosa de la sala, probablemente de toda Inglaterra, pensó Naruto. Lucía un atuendo de color azul suave, que armonizaba con sus ojos, aunque no con el destello de odio y furia que aparecía en ellos cuando posaba la vista en él.

Llevaba el cabello recogido, enrollado alrededor de la cabeza, destacando de ese modo los contornos puros de su cuello y rostro. Caminaba como una sílfide, bella, esbelta y ágil. Cuando llegó el momento de sentarse al banquete, no se acomodó cerca de él ni del rey, ni siquiera de Shiho, sino que eligió un lugar al final de la mesa.

Él, por su parte, la saludó con una fría inclinación de la cabeza y la observó con una mezcla de diversión y curiosidad. Al día siguiente la entregarían a las mujeres de una congregación religiosa para asegurar que conservara la virginidad hasta la boda.

Muchas mujeres en su situación habrían rehuido asistir a esa reunión; ella no. Allí estaba, sola, condenada por muchos, pero majestuosa ante todos.

Naruto olvidó su presencia y conversó con el rey sobre el plan de ataque. Shikamaru hablaba con energía, como muchos de los hombres del rey. Se sirvió una interminable cantidad de platos: codorniz rellena, todavía con las plumas, arenques, jabalí, venado asado al palo.

La cerveza y el aguamiel corrían a discreción por la mesa. Cuando al parecer la comida ya no resultaba atractiva, Shiho se levantó e hizo un gesto a los criados, los cuales se apresuraron a retirar los platos.

—En honor de nuestros huéspedes —anunció—, Padraic, senescal del gran Naruto de Uzushiogakure.

Este se sintió un tanto sorprendido cuando su narrador irlandés se levantó y se dirigió a la parte posterior de la sala, donde todos podían verlo. El fuego que ardía tras él creaba el ambiente adecuado.

Con claridad grandiosa y dramática, Padraic describió a la familia del abuelo de Naruto. Habló con un lenguaje poético, bello y seductor, de los reyes irlandeses y las batallas que libraron entre sí. Honró a la familia Finnlaith, llegando por fin a Arashi, quien había unido a los reyes de Irlanda y casado a su hija Kushina con el nórdico Minato el Lobo para que Irlanda pudiera encontrar la paz y fortalecerse.

Después habló del propio Naruto, de sus viajes por el mundo, su defensa del reino de su padre y las grandes batallas en que había vencido.

Cuando finalmente se quedó en silencio, los hombres alzaron sus voces en una estridente aclamación. A Shiho se le encendieron las mejillas de placer, porque Iroha estaba contento, Naruto asombrado y todos habían disfrutado muchísimo con el excelente narrador.

De pronto el alboroto cesó y se hizo el silencio. Naruto levantó la vista, curioso, y observó que Hinata había tomado el lugar de Padraic ante el fuego. Se había soltado los cabellos, y los reflejos de las llamas danzaban en su vestido. Parecía una visión de fluida seda y sensual belleza.

—Hemos escuchado las narraciones de nuestro gran invitado nórdico y nos hemos deleitado muchísimo. Damos las gracias a nuestro emprendedor aliado, y ojalá podamos nosotros entretenerlo con nuestro relato sajón de sufrimientos, batallas… y triunfos.

El fascinante tañido de un laúd resonó en la sala. Hinata comenzó a mecerse, y daba la impresión de que la música penetraba en sus extremidades, moviéndolas con exquisita gracia. Giraba y giraba. Echó hacia atrás la cabeza y levantó los brazos mientras todos los hombres la contemplaban en silencio.

Reinaba un silencio absoluto en la sala, solo roto por la melodía del laúd, el suave crepitar del fuego y el delicado sonido de los pies de la doncella al posarse sobre el suelo.

Tejió un hechizo; los mantuvo a todos extasiados.

Pareció que las llamas disminuían su intensidad y la estancia se oscurecía y todo se desvanecía, a excepción de la seductora y bella mujer.

Después comenzó a hablar a medida que se movía. En realidad, cantaba más que hablaba, y su melodía era cautivadora. Ella también contó una historia; la historia de Inglaterra.

Su mirada se clavó en Naruto con una osadía retadora y sarcástica.

—Mi relato está tomado de Lindesfarne. Lindesfarne —repitió dulcemente.

No apartaba la vista de Naruto, en silencioso desafío. Entonces él comprendió por qué se había presentado esa noche. Había ido para vengarse, para combatir contra él.

—Narro la historia de un lugar hermoso, despojado de la gracia de Dios, la belleza y la paz. Lindesfarne… Y narro la historia de los salvajes que lo invadieron, fieros bárbaros.

Sonrió y comenzó a evolucionar de nuevo, girando, balanceándose graciosa y seductoramente. Y ningún hombre de la sala pareció capaz de hablar ni de moverse cuando ella inició su maldito relato.

Naruto mismo no sabía si era capaz de moverse. Escucharía su historia. Y si ella quería batalla, batalla tendría.

Lindesfarne. Si no se equivocaba, había peligro en la historia que se disponía a contar. Iroha la miraba con recelo, apretados los dedos en la silla. Pero no se movió.

Ningún hombre lo hizo. Y en efecto el cuento era peligroso.

Ella era peligrosa. Tenía el poder de hechizar.


Eihwaz


Personifica la madurez, resistencia y la entereza. Eihwaz indica la consecución de metas gracias a la elección de decisiones hechas con convicción y firmeza.