El sol brillaba fuertemente y calentaba la tierra. El pasto, amarillo por el verano, maduro y listo para irse a descansar de la mano del otoño, parecía duro al tacto.

Algunas golondrinas sobre volaban el cielo, dando sus últimos paseos antes de migrar al sur, a aires más cálidos.

- Si apuntas así, das en tu objetivo. – Explicó Oscar mientras demostraba su puntería disparando una flecha directo a una pequeña hoja de un árbol lejano. – Mi padre adora esto, su espada y su lanza, fue él quien me enseñó para nunca errar mi blanco.

- Los sátiros no cazamos. – Reflexionó André, viéndola enderezarse. – Pero es muy interesante como lo haces tú, podrías haber dañado a un animal, pero no lo hiciste. – Agregó cuando ella lo miró con una ceja arqueada.

- Ya es hora de que te vayas con tus hermanos. – Soltó seca, volviendo a apuntar con una de sus flechas a algún punto lejano.

- ¿Acaso ya te aburrí?

- No, pero pronto vendrá Artemisa, no quiero que malinterprete el que estés aquí. – Contestó tosca, disparando la flecha para luego dejarse caer en el suelo.

- Comprendo. – Asintió, dando un par de zancadas hacia el camino que lo llevaría al prado donde Sileno contaba sus cuentos eternos.

Oscar se negó a seguir con la mirada a André, viendo obstinada el punto lejano donde su segunda flecha había quedado.

Había comenzado a sentir una incomodidad en su pecho cada vez que miraba a André, se sonrojaba cuando sus miradas se encontraban y eso le molestaba, no le gustaba el sentirse así, como vulnerable.

Entonces, tomando una decisión con la razón, optó por dejar de verlo, de hacer a un lado al sátiro, que cada vez que él la buscase, ella tuviese una excusa para no recibirlo ante su presencia.

Durante los primeros días, André la siguió buscando con una sonrisa pintada en los labios, sin embargo, ella, fría como solo podía serlo una hija de Ares, lo rechazó en cada una de las visitas. Finalmente, el sátiro dejó de visitarla, desilusionado.

Porque él, desde el primer día que la vio, con una flecha apuntando a su rostro, había sentido una profunda atracción que decantó en amor, un amor tierno que nada tenía que ver con el salvajismo y la libido indomable que caracterizaba a su gente. Le gustaba estar con ella, escucharla, admirarla en silencio, sabiendo que era un amor sin futuro por ese carácter duro de la mujer.

Oscar, por su parte, sentía la soledad atenazar su alma. Había días que veía a André detrás de la espesura de los arbustos del bosque o le parecía que escuchaba su voz cantando las melodías secretas de los sátiros o tocando su flauta.

Quizá estaba exagerando, después de todo ¿Qué tan maravilloso podía ser alguien que se viese así de salvaje? Pero la luz de sus ojos era completamente civilizada, era tan elocuente con sus palabras.

Con la calma de los días y su mal disfrazada ansiedad ante cualquier insinuación de ver al séquito de Dioniso por parte de las ninfas que no pertenecían al a, Oscar comprendió que estaba enamorada de André, pero su comprensión no le trajo paz, sino un profundo vacío y una tristeza infinita.

Ella misma lo había echado de su lado y eso solo sumaba a la desolación que sentía en su corazón.

Los paseos de cacería junto con el séquito de Artemisa no le llenaban como antes, su entrenamiento mucho menos, el bosque se sentía cada día más grande…

Un día, caminando por el borde del bosque, vio algo que le llamo la atención al pie de una enorme morera. Se acercó con sigilo solo para encontrarse a André profundamente dormido, con los labios y los dedos manchados con el jugo de la dulce fruta del árbol.

Lo observó en silencio, dejando con sumo cuidado su arco y flechas en el suelo. Caminó hasta estar a su lado, detallando su rostro masculino, sus rizos enredándose como guías de las vides por los cuernos blancos, su pecho se movía al ritmo de la respiración tranquila del sueño…

Se sobresaltó cuando el ojo verde de André se abrió, observándola fijamente, asustado, como si pensara que ella iba a hacerle algo malo.

- Oscar…yo…yo solo estoy…

- André… - Él se levantó de su cama improvisada, temblando cuando ella apoyó una mano en su pecho. – André…

- Si quieres que me vaya…lo haré de inmediato, no te preocupes, no tendrás que volver a verme…yo solo quería comer unas moras y…

- No te vayas. – Pidió en un susurró, acercándose aún más para abrazarlo, sintiendo el aroma a hierba y moras silvestres adherido a la piel desnuda.

- Oscar. – Apenas pudo decir, percibiendo el perfume de rosas que ella poseía naturalmente. Su cuerpo reaccionó al contacto con el cuerpo femenino, sus mejillas sonrojándose, sus manos tratando de alejando a la mujer.

Detuvo sus intenciones cuando sintió una suave mano sobre la suya, los ojos azules mirando el verde tan fijamente que parecía que lo iba a traspasar.

Se inclinó un poco, aceptando la invitación muda de los labios entreabiertos de Oscar.

Ella había cedido y él había ganado sin proponérselo.

La tierra virgen sin consagrar que era su cuerpo ardía con una pasión que nunca había sentido antes, agrandándose entre más atrevidos se volvían los besos del sátiro.

Y más atrevidos se volvieron, al pie de la morera, sus voces resonando sobre la Madre Gaia, purificando su unión, pues no era solo de cuerpos, eran dos almas enamoradas que al fin estaban juntas.

Al final, Anteros había sido el gran vencedor.

Holi, yo de nuevo, este es el segundo final para esta pequeña historia.

Aclaraciones: Oscar y André, son semidioses mortales, a pesar de que sus padres son dioses (las ninfas son diosas primordiales del agua, pero algunas son mortales como la madre de Oscar y la de André)

Anteros es el dios del amor correspondido y, como en el final anterior, vengador del amor no correspondido, hermano de Eros y algunos erotes más como Potos e Hímero.

Espero tener inspiración para poder seguir con las otras historias.

No leemos pronto.