El hechizo de Dawn Star se esfumó de repente. Incapaz de reaccionar, miró al viceemperador con una expresión de absoluta estupfacción en su rostro.
Sentía como si se hubiera dado una ducha de agua fría tras una larga caminata al Sol en pleno verano trottinghamiano, como si hubiera llegado al fin a la meta tras haber corrido una dura e interminable maratón, como si hubiera avistado tierra desde el mástil de un barco tras varios meses de navegación en alta mar.
— Vos, sobrina mía, seréis la soberana de aqueste reino, desde sus costas de poniente en las que va el regio astro a morir fasta la oriental —omitió las palabras "e nefasta" sin poder evitar un rictus de rabia ante tamaña afrenta— frontera; desde las salvajes e inexploradas junglas del sur do ignotos monstros e criaturas moran a las altas e ricas montañas que separación nos dan de los siete hiperbóreos reinos de cristal.
Las plumas del ala de Swébende Gagel, repentinamente relajadas, se retrajeron hasta volver a su posición habitual de calma, sobre los costados del pegaso, mirando hacia atrás, casi rozando su marca de belleza. Una amplia sonrisa de satisfacción cruzaba su hocico de punta a punta. Lo había hecho.
El rey le había dado el reino a Luna. Jamás entendería cómo había sido capaz de cometer locura tal de coronar a una yegua, bastarda para más señas; pero si alguien iba a quejarse, ciertamente no iba a ser él.
— Recordarvos habrá la equestriana estoria como Luna I, reina de Equestria. Larga vida a la reina.
Nąȋenähz no pudo contener un agudo grito de júbilo. Presa de una alegría irrefrenable, corrió hacia la infanta Luna y se abalanzó sobre ella, estrechándola en un poderoso abrazo, transmitiéndole su amor y el júbilo que corría por sus venas.
Ella, todavía en shock, ni siquiera fue capaz de reaccionar; ni siquiera cuando se levantó un murmullo de sorpresa entre los asistentes a la lectura del testamento.
Reina de Equestria. Ella, la joven Luna, la infanta bastarda, reina de Equestria.
— ¡Es aquese testamento una infamia! ¡Una vil falsedad! —bramó la voz grave del príncipe Coren Blóma, silenciando al instante a toda la concurrencia—. ¡¿Reina bastarda?! ¡Inconcebible es que el mi pobre hermano concibiera tamaña monstruosidad! ¡¿Qué vil falsario traidor mutólo en aquesta infamia?!
Apretó los dientes, y le lanzó una mirada asesina a su hija. La corona se escapaba de sus cascos. ¡Era legítimamente suya como hermano del rey Bullion y de la tristemente fallecida Platino VI! ¿Cómo podía haber decidido su hermano hacer reina a una hija ilegítima?
Giró la cabeza hacia el viceemperador grifo en busca de apoyo, pero se le cayó el corazón a los cascos al comprobar que en su rostro solo había una confusa expresión de circunstancias.
— Es testamento de pluma e magia del rey Bullion —dijo—. Vos mismo habéislo reconocido. Nadie violó el vuestro sello, ni ninguno dellos.
— Todos en ello coincidimos —añadió el mago Pyrn Fleusa. Un leve deje de incredulidad sonaba en sus palabras; tampoco podía creer que el rey se hubiera saltado la previsible sucesión—. Criada fecha fue sellar en grande secreto para impedir cambio alguno. Veras son sines dubda aquesas palabras.
El teniente Solar Spear giró la cabeza hacia la infanta Luna, y luego a su esposa con reconocimiento. Así que por eso le había insistido tanto en que se llevara bien con ella.
Ojalá le hubiera hecho caso.
El recién nombrado Duque de los Cumulonimbos bajó la mirada mientras apretaba los dientes con rabia. Una bastarda. Su nueva señora era una bastarda. ¿Cómo podía haber tenido el rey Bullion semejante idea?
Pero no podía negar que era su reina.
Y aun así, servir a una bastarda…
— ¡Basta! ¡Non he de escuchar más sinsentidos! ¡Jamás hubiera el mi hermano cometido locura semejante! —Ante el asombro general y el desconcierto de los asistentes, caminó hasta colocarse enfrente del viceemperador y lo miró desafiante—. ¡Falsas son aquesas voluntades! ¡Yo soy el vero rey!
Repentinamente, Nąȋenähz se encontró de pie sobre sus cuatro patas. La infanta Luna se había levantado. Su ceño se había fruncido de golpe, y sus labios se habían apretado.
— ¡Guardias! —bramó.
Swébende Gagel no pudo reprimir un escalofrío de gusto al cuadrarse. Oh, sí. Por fin ese malnacido traidor iba a recibir lo que merecía.
Para su sorpresa, los otros tres guardias hicieron el mismo gesto que él. Creía que no iban a obedecer la orden de una yegua, además ilegítima.
— ¡Detened al mi padre!
Al unísono, los cuatro caballos se pusieron en marcha hacia el príncipe Coren Blóma. El cuerno de uno de ellos se iluminó, y un anillo de contención mágica salió flotando del interior de un armadura.
Coren Blóma dio un paso hacia atrás, pero continuaba mirando con furia a los guardias y a su hija.
— ¡¿Cómo osáis mover un casco contra nos?! ¡¿Osáis levantarvos contra el vuestro rey?!
— ¡La reina de Equestria soy yo! —exclamó Luna, sus ojos clavados en los de su padre con desprecio, y, por primera vez en su vida, superioridad—. ¡No vos! ¡Guardias, encerradlo en las mazmorras por traición contra la reina!
Un murmullo de asombro recorrió a la concurrencia al tiempo que los otros tres nobles selladores intercambiaban una mirada de preocupación. El anciano comandante pegaso masculló una maldición al tiempo que negaba con la cabeza. Solo el viceemperador mantenía los ojos fijos en la reina Luna, manteniendo a raya la intriga y la desconfianza de su expresión inescrutable.
— ¡Non oséis acercarvos! —El cuerno del príncipe chisporroteó con su aura mágica, y apuntó directamente al pecho de Swébende Gagel—. ¡Farévos colgar de las más altas almenas de la torre del homenaje como castigo a vuestra traición!
Un destello azul zafiro brilló durante apenas una décima de segundo, y, tan pronto como desapareció, el príncipe Coren Blóma cayó al suelo, desplomado.
Detrás de él apareció una temblorosa Dawn Star, con su expresión nerviosa aún iluminada por la magia de su cuerno. Buscó ansiosamente con la mirada a la reina, y en cuanto la encontró se arrodilló ante ella.
— Cumplida es vuestra voluntad. Está neutralizado.
Dijo aquellas palabras en un rápido murmullo, tan amortiguado que Luna ni siquiera alcanzó a oírlas. Pero tampoco necesitó hacerlo. La detención y el gesto de Dawn Star eran más que suficientes.
— Vamos, Su Majestad —le dijo Swébene Gagel, burlón, mientras el guardia de pelaje esmeralda colocaba el anillo antimagia sobre el cuerno del príncipe, y tiró con fuerza de sus patas delanteras, arrastrándolo algunos centímetros—. Habéis de conocer los vuestros nuevos aposentos. Nadie podrá entrar en ellos para robarvos la corona.
— Custodiadlo cabe la puerta —ordenó la infanta Luna—. Cuando sea aquesta reunión terminada, escoltadlo fasta las reales cárceles.
Sin mirar cómo los guardias arrastraban al caído y humillado príncipe unicornio, la nueva reina se separó del abrazo de Nąȋenähz, no sin antes agradecérselo con una sonrisa que solo la thestral vio; y caminó con dignidad hasta ocupar el lugar que hasta hacía pocos segundos había ocupado su padre. A su derecha y a su izquierda, todos los asistentes la miraban con impresión, e incluso disimulado temor en el rostro de algunos nobles especialmente cercanos a Coren Blóma.
Cuando estuvo en su lugar, se giró hacia la puerta, y volvió la cabeza hacia el viceemperador, que la observaba con una mezcla de asombro, intriga y aprensión.
— Habed la bondad de continuar, Su Gracia —le pidió humildemente al grifo—. Todos hemos de saber cómo acaba el testamento del mi muy caro tío Bullion.
El viceemperador pareció dudar por un momento. Parpadeó un par de veces, pero al final asintió, se colocó el pergamino a la altura de los ojos y carraspeó para aclararse la voz.
— Coren Blóma, mi caro hermano. Enfadado conmigo sine dubda estaréis, pues neguévos el trono en beneficio de la nuestra sobrina Luna. Tal vez non comprendéislo aún. Tal vez nunca faréislo. Mas sabed que fícelo en beneficio de Equestria. Doloroso fue, mas las necesidades de Equestria mayor importancia que los deseos de un rey han.
El viceemperador no pudo evitar curvar su pico en una sonrisa retorcida. Viejo zorro. Por supuesto que sabía a qué necesidades de Equestria se refería.
Y aquello convertía a Luna en un peligro. Una amenaza que debía mantener vigilada y de cascos atados.
— En compensación, déjovos en herencia el título de Príncipe de Equestria; otrosí las rentas anuales de las urbes de Vanhoofer e Tall Tale e la media parte del impuesto sobre las mercancías que de las afortunadas islas de Mustangia importaren.
-Son aquestas las últimas voluntades del malogrado Bullion I, rey de Equestria, rey de Canterlot, rey de Cloudsdale, rey de Trottingham, rey de Hoofington, rey de Vanhoofer, rey de Tall Tale —omitió de nuevo los títulos de rey de Baltimare, rey de Fillydelphia y conde de Manehattan—, archiduque de Hexia, duque de Trigia; señor de la magia, soberano de las nubes, soberano de las plantas y los cultivos, aquel que manda al Sol y a la Luna; vasallo y siervo de Su Majestad Imperial Gebhardt III, emperador de los grifos, señor de Grifonia y soberano de Equestria. Felicidad e prosperidad falle aquel que cumplirlas faga, e maldito e desgraciado por siempre sea aquel que a ellas se oponga.
Sobre sus dos patas traseras, el viceemperador usó sus dos patas delanteras para volver a enrollar el pergamino, y lo colocó en el suelo, cubierto con su pata delantera derecha. Suspiró, y levantó la cabeza para dirigirse a los asistentes por última vez. Se detuvo unos segundos en el rostro de la reina Luna, escrutando profundamente su expresión, que trataba de ser autoritaria, pero no era otra cosa que nerviosa y dubitativa, antes de apartar la vista de ella.
Su instinto le decía que aquella reina iba a provocarle serios quebraderos de cabeza. Y su instinto nunca se equivocaba.
— Coronada será la nueva reina al amanecer de tres jornadas aquí. Larga vida a Luna I, reina e soberana de Equestria.
El "larga vida a la reina" que entonaron los asistentes no fue otra cosa que desigual. Pocos ponis lo repitieron con entusiasmo, y fueron muchos más los que lo entonaron con desgana, por puro compromiso ceremonial.
Luna I bajó la mirada al suelo, decepcionada. No parecía tener muchos apoyos entre la nobleza del reino. Nada que no supiera ya, por desgracia. ¿Quién mostraría fidelidad a una reina bastarda?
Las puertas de la estancia se abrieron, y los cuatro guardias fueron los primeros en salir, cargados con su inmóvil prisionero. El resto de asistentes, tras presentar unos artificiales respetos a su nueva reina, se marcharon también. Al cabo de unos minutos, solamente Luna I, Dawn Star, Nąȋenähz, Solar Spear y su esposa permanecieron en la habitación.
La reina suspiró con fuerza, y Nąȋenähz se apresuró a colocar un casco alrededor de su espalda.
— Gracias, Nayenaets —murmuró ella, con una sonrisa sincera en su hocico—. Grande necesidad en verdad habíamos de saber que alguien aprécianos.
La thestral frotó su hocico por la espalda de su reina. Delante de ella, el teniente Solar Spear y su esposa, la unicornio cereza de ojos verdes, se inclinaron ante la reina.
— Levantaos —se apresuró a decir ella—. Necesidad de reverenciarme non habéis.
Los dos ponis obedecieron al instante. Solar Spear pasaba la vista de un lado a otro de la estancia, sin permanecer nunca más de un segundo en ningún sitio. En cambio, su esposa miraba a Luna con una sonrisa satisfecha.
— Enhorabuena, su Majestad —dijo—. Mucho alégranos non haber el el trono a yegua como vos, e non a amigo de grifos.
Luna inclinó la cabeza casi imperceptiblemente hacia delante.
— Gracias a vos por las vuestras palabras —murmuró. Al cabo de unos segundos de silencio, añadió—: Mío es aqueste reino. Dueña soy de los sus destinos. E ni siquiera por dó comenzar sé.
Por primera vez en muchos años, la unicornio cereza cruzó voluntariamente la mirada con su marido; y también por primera vez en mucho tiempo su mirada no se volvió de gélido acero.
— Su Majestad, os juramos fidelidad —dijeron los dos al unísono—. Encontraréis en nos otros fieles aliados que siempre a vuestro lado estarán.
Los ojos gris platino de la reina brillaron de forma extraña, y se humedecieron de golpe. Sin embargo, logró controlar sus emociones.
— Mucho vos agradecemos la vuestra fidelidad a la nuestra causa. Responsabiliad mía será facer seguro que el nuestro reinado satisfaga el vuestro amor y la vuestra lealtad.
La siguiente en situarse enfrente de Luna I fue Nąȋenähz. La miró con lágrimas de felicidad pura en sus iris amarillos, e, incapaz de contenerse por más tiempo, la abrazó con toda la fuerza que pudo.
— Nayenaets, la nuestra querida e fiel Nayenaets —susurró la reina mientras correspondía a su afectuoso e impetuoso gesto—. ¿Marcharás con los tuyos?
El hocico de la thestral moviéndose hacia arriba y hacia abajo sobre su pecho hizo saber a Luna que su respuesta era afirmativa.
— Por deber marcho —respondió ella, también en un susurro—. Por deseo mío fuere, entonces cabe vos moraría e siempre vos serviría.
— Non os cuidéis. A la tu raza trataré de fallar e ayudar. Asistirévos en ser salvos de los grifos.
La thestral no pudo contener las lágrimas. ¡Una promesa de ayuda! ¡Su reina había prometido ayudar a los de su raza!
Era el comienzo. Luego los encontraría. Y los nombraría súbditos suyos. Y…
Y todo gracias a ella. Ella había hecho que Luna aceptara a los thestrales.
Dawn Star se colocó por detrás de Nąȋenähz, pero esperó antes de postrarse ante la reina. Por nada del mundo querría interrumpir aquel momento tan importante y emotivo para ella.
Tras algo más de un minuto, Nąȋenähz se separó al fin de la reina Luna. Lucía en su rostro la más amplia sonrisa que Dawn Star le había visto jamás.
— Mi reina —dijo Dawn Star, postrándose ante ella hasta que su frente tocó el suelo—. Os juro fidelidad hasta el fin de mis días. Por vuestra gloria o reino trabajaré.
— Levantaos —respondió ella, y la unicornio parda obedeció—. Mucho agradecemos la vuestra lealtad por la nuestra causa.
Suspiró, cansada, y dio un paso hacia la puerta.
— Necesidad he agora de reflexionar a solas. Nada sé de gobernar un reino, nin tampoco sé aún qué he de facer con el mi padre.
Solar Spear y su esposa asintieron rápidamente, y salieron al instante de los aposentos del difunto Bullion I. Los siguió Dawn Star.
Por el contrario, Nąȋenähz se detuvo al pasar frente a su reina. Tragó saliva, y rodeó su cuello en un último abrazo.
— Adiós, reina mía —susurró en su oído—. Habed buen reinado. Ayudad pueblo mío.
Ella giró la cabeza hasta que la cabeza de Nąȋenähz quedó alrededor de su cuello. Bajó los ojos, disfrutando su aprecio y su contacto, y depositó un suave beso en el lado izquierdo de su hocico.
— Adiós, Nayenaets. Buscaré modo de ayudarvos.
— Un traidor. Gylden Bile, un traidor a la corona —murmuró para sí mismo Swébende Gagel.
Mantenía una pezuña sobre la otra y la mirada perdida en el infinito. Hacía cinco minutos que Swébende Gagel le había narrado lo ocurrido en el despacho del consejero, y que Dawn Star y Nąȋenähz habían completado la historia desde sus puntos de vista. Pero aún seguía quieto, pensativo, tratando de procesar la historia.
Veinte años. Hacía más de veinte años que conocía a aquel caballo. Veinte años desde que lo había reclutado personalmente en el pequeño castillo de su familia en las montañas del norte, veinte años desde que había logrado introducirlo en la corte de la Canterlot gobernada por la reina Platino V.
Veinte años de consejos, de avisos, de planes, de operaciones secretas en beneficio de la Corona. Veinte años de seguridad y confianza. Y ahora…
Veinte años de los que no quedaban más que humo y recuerdos.
Comet Nova inclinó ligeramente, mirándolo con preocupación. Le preguntó si estaba bien, si necesitaba algo; pero Time Keeper no respondió.
— Comprenderle puedo —dijo de repente Swébende Gagel, atrayendo las miradas de sus compañeros—. Siéntome aún indigno e sucio por haber en aquesa rata tan solo un día confiado. Si, como decís, por veinte años gozó de total e indubitada confianza…
No acabó la frase. No hizo falta para que todos comprendieran lo que quería decir.
— ¿Qué aconteció con Grenat? —preguntó.
Al ver la mirada extrañada de Comet Nova, se apresuró a añadir:
— Gloriosa potrilla que la su vida dio por salvar la su patria de execrable traición. Muerta fue por aquesa rata Gylden Bile por encubrir los sus actos. —Cerró los ojos, y los abrió al cabo de varios segundos—. Concedióle funerales de Estado el rey Bullion en las sus últimas voluntades.
Para su decepción, Comet Nova se encogió de hombros.
— Nunca he oído hablar de ella. Pero supongo que Luna le haría los funerales prometidos.
El soldado pegaso se limitó a negar con la cabeza mientras mascullaba maldiciones contra los reyes de Equestria. Comet Nova suspiró.
— Han pasado mil quinientos años, Swébende. Las historias del pasado se acaban olvidando. Pero miraré en el panteón real, aunque no prometo nada.
Por un momento, Swébende Gagel pareció conforme, pero enseguida volvió a preguntar:
— ¿E qué fue del príncipe? Arrestado fue por la reina Luna. ¿Mantúvolo en la cárcel, u otorgóle la libertad?
— Luna lo mandó ejecutar —respondió Dawn Star. Una amplia sonrisa apareció en el rostro de Swébende Gagel, y elevó el casco izquierdo al cielo, triunfante—. A los pocos meses, los servicios de inteligencia de Luna descubrieron una conjura nobiliaria para deponerla y coronar a su padre. Todos sin excepción fueron ahorcados en la plaza central de Canterlot.
— ¿E non es aqueso olvidado? —gruñó, burlón—. ¿Permiten que los heroicos actos de una potrilla en el olvido caigan, mas si reina los traidores a la su patria ajusticiar face es la su acción recordada e celebrada?
Comet Nova no respondió. Sabía que ninguna respuesta que pudiera darle satisfaría al pegaso. Swébnde Gagel resopló con rabia, y cruzó sus patas delanteras en un gesto de victoria.
— Sé que non debería decir aquesto. Sé que buen momento non es —murmuró Nąȋenähz de repente, y sus alas se extendieron hasta rodear su cuerpo, como si quisieran ocultarlo de los dos unicornios—, mas… vio ëtȋewigëthȅstotralikönȅginï Luna përstëi vera forma mía. Arrancóme collar de maxïa. Sabe que thȅstotral soy. Prometióme ayudar thȅstotralesȉm. Ayudar thȅstotralesȉm contra grifos.
Humilló la cabeza, y se preparó mentalmente para recibir un enorme rapapolvo por parte del ministro y su segunda. No era la primera vez que revelaba su identidad a pesar de las órdenes en contra que había recibido.
Pero, para su sorpresa, Time Keeper ni siquiera alzó la voz.
— No importa. Es fácil de contenerlo. Simplemente con sabotear los esfuerzos de Luna I hasta el año 615 bastará.
Había pronunciado aquellas dos frases en el mismo tono hueco y desapasionado que mantenía desde que había recibido las noticias. Nąȋenähz se revolvió en su asiento, con los dientes apretados. Sentía la rabia bullendo en su interior. Veintidós años. Veintidós años más de persecución. Veintidós años más de ocultación, de dolor, de muerte. Sus padres...
No obstante, no se atrevió a abrir la boca a pesar de que alguna lágrima de impotencia bajaba ya por sus mejillas, y bajó la mirada al suelo. Sabía perfectamente que no tenía ningún sentido hacerlo. Time Keeper jamás permitiría alteración alguna en el curso de los acontecimientos.
— ¿E… E qué aconteció con otro…? —balbució, tratando de mostrarse serena sin demasiado resultado. Necesitaba saberlo.
Time Keeper espiró largamente. Dawn Star pasó un casco sobre la espalda de la thestral escuchó con atención; podía estar definiéndose el futuro tanto de Nąȋenähz como de su mejor amiga.
— Tenemos una decisión. Solo queda informarla. Ella decidirá si accede.
Nąȋenähz no pudo evitar sentirse decepcionada por aquella respuesta inconclusiva después de dos días de preocupación; sensación que fue secundada por su amiga. Pero decidió que no era prudente exteriorizarlo, no cuando seguía en la cuerda floja; de modo que se limitó a asentir.
— Es todo. Pueden sentirse orgullosos. Han realizado un servicio inconmensurable a Equestria.
La llave del piso de Dawn Star se introdujo en su cerradura, y su magia le hizo dar dos vueltas hacia la derecha. El familiar crujido de la puerta al abrirse llegó a sus oídos, y la empujó, haciéndola girar sobre sus goznes.
— Pasa, pasa.
Nąȋenähz asintió levemente con la cabeza antes de entrar en el piso. Fue directamente a la cocina, donde llenó un vaso de agua y la bebió en un largo trago. Dawn Star la siguió, y también bebió.
Rebuscó en la despensa, y sacó un cesto con zanahorias aliñadas que colocó sobre la mesa. Dos platos y dos tenedores los siguieron.
Nunca cocinaba cuando volvía de misión. Siempre estaba demasiado cansada como para hacerlo. Solo tenía ganas de meterse en la cama.
Sirvió un cazo en cada plato, y se sentó a comer a la mesa del salón. Nąȋenähz se sentó enfrente, y comenzó a comer con ganas.
No eran las deliciosas aceitunas de su reina, pero aquellas zanahorias aliñadas tampoco estaban mal. Le agradaba especialmente el uso de las hierbas aromáticas; la cocina de su kölonȋa apenas hacía uso de ellas.
Aunque lo cierto era que su tía tampoco las había necesitado nunca. Era una gran cocinera, capaz de cocinar deliciosos platos con los sencillos ingredientes obtenidos de la caza, la recolección y el robo a los grifos.
— Bueno, ¿qué tal te fue con tu reina Luna? —preguntó Dawn Star después de masticar y tragar un par de trozos de zanahoria.
Las mejillas de la thestral enrojecieron levemente.
— Bien —respondió. Los agradables recuerdos de los dos día que había pasado junto a su adorada ëtȋewigëthȅstotralikönȅginï Luna përstëi recorrían su cerebro—. Tratóme con cariño. Dióme de comer comida suya. Respetóme tras beso que diome.
Dawn Star asintió, satisfecha, y volvió a llevarse el tenedor a la boca.
— Me alegro de que te tratara bien.
— Yacimos.
La unicornio parda tosió violentamente, esparciendo violentamente el bocado que acababa de tragar por la superficie de la mesa. Sonrojada, limpió los trozos de zanahoria a medio masticar con su servilleta antes de mirar a Nąȋenähz como si tuviera dos cabezas.
— ¿Qué?
Fue lo único que acertó a musitar.
— Yacimos —repitió su amiga, firme, sin avergonzarse en absoluto; aunque los recuerdos cubrían sus mejillas con un débil tono rojizo.
— Pero… Pero… Si anoche estabas poco menos que escandalizada porque te había dado un beso.
Nąȋenähz cerró los ojos mientras sus labios dibujaban una casi imperceptible sonrisa.
— Grande necesidad de consuelo había. Abracéla cuando fuimos en aposentos suyos. Después… ocurrió. Cómo arrastróme non sé; mas ocurrió.
— Y… Y de verdad… —balbució Dawn Star, a la que todavía le costaba creer que su amiga hubiera logrado llegar tan lejos con su idolatrada reina. Un fuerte sonrojo cubrió sus mejillas antes de que pudiera preguntar en un débil susurro—: Y… ¿Y qué hicisteis?
Nąȋenähz no se cortó en absoluto al sonreír con picardía. Mira qué cotilla, preguntando aquellas cosas.
— Aqueso entre ëtȋewigëthȅstotralikönȅginï Luna përstëi y yo queda. —Pinchó con el tenedor las últimas rodajas de zanahorias que quedaban en su plato, se las llevó a la boca y tragó—: Sellados son labios míos.
Dawn Star no tuvo más remedio que asentir. Pero eso no le impidió volver a la carga con otra pregunta.
— ¿Y… Y te gustó?
Otra sonrisa pícara, pero suavizada por los placenteros recuerdos de su encuentro con su reina, apareció en el hocico de Nąȋenähz.
— Sí. Fue mejor experiencia en toda vida mía.
— Ah, ¿pero ya…?
La thestral se levantó de la mesa, con el plato vacío firmemente asido entre sus mandíbulas y el tenedor sobre él. Lo depositó en el fregadero, se dio la vuelta y miró a su amiga con una sonrisa traviesa en su rostro.
— Non soy virginal doncella que ser protegida deba, Dawn.
Dawn Star la miró de arriba abajo, incrédula. Tan joven, tan menuda, ¿y ya tenía experiencia? Finalmente, se encogió de hombros y colocó su plato sobre el de la thestral; que aprovechó para sentarse de nuevo a la mesa y comenzar el periódico deportivo que había comprado de camino a casa. No se detuvo en la portada, que anunciaba en grandes letras la detención del presidente del Húfbol Club Manehattan, Fucking Bastard, ni en las primeras páginas que revelaban detalles de la operación policial y los presuntos delitos que se imputaban al dirigente; sino que se dirigió directamente a una de las páginas finales, que explicaba el plan de pretemporada del Fillydelphia.
— Dawn —preguntó unos minutos después, una vez su amiga hubo vuelto de fregar los platos en la cocina—. Espezuña y Potrogal... ¿son lejos?
— ¿Espezuña y Potrogal...? Sí, están como a una semana en barco. Hay que rodear por el sur las tierras de los dragones, y seguir... —Miró a su amiga con curiosidad—. ¿Por qué lo preguntas?
A modo de respuesta, Nąȋenähz le pasó el periódico, abierto por la hoja que estaba leyendo. Dawn Star ojeó la noticia sin demasiado interés. Fillydelphia, pretemporada, Barcecolta, Sefilly, Coltimbra, Opotro... No había terminado de leer la noticia cuando un largo "aaaah" ya había escapado de su boca.
— Quieres ver a Fayelenaets.
No era una pregunta ni un reproche, sino una simple afirmación. Sonrojada, Nąȋenähz asintió tímidamente.
— Sí. Quisiera ver él otra vez. Mas si semana de viaje es precisa, e nos dos non podemos largo tiempo ausentarnos... —Otra idea acudió de repente a su mente, y la peluda punta de sus orejas se inclinó hacia delante—. Viaje... Viaje ¿también es caro?
Dawn Star ladeó la cabeza, y enseguida asintió con cara de circunstancias.
— Me temo que sí. Los billetes de barco, el hotel, las entradas, la comida... Sería demasiado caro. —Miró a su amiga, que había bajado la mirada para ocultar la decepción que brillaba en sus ojos amarillos; y añadió, compadecida—: Lo siento.
— Non preocupes, Dawn —murmuró ella, tratando de ocultar la decepción que sentía. Cogió de nuevo el periódico, lo arrugó hasta formar una apretada bola, y entró en la cocina para tirarlo a la basura—. Ya veré Făȋelënähz cuando jueguen otra vez en Könȅgengŭradï. ¿Vendrá próximo resȋĕt?
— Claro. La próxima liga el Fillydelphia vendrá otra vez a jugar contra el Real Canterlot y el Atlético de Canterlot.
Una chispa de ilusión brilló en los ojos de Nąȋenähz. Dawn Star no pudo evitar sonreír.
— A ver si le voy a tener que decir a la reina Luna que le quieres poner los cuernos con un caballo.
Por un momento Nąȋenähz pareció desconcertada; pero al oír la alegre risa de su amiga lo comprendió de golpe. Una amplia sonrisa se abrió paso en su rostro, y enseguida rio junto a Dawn Star.
— Problema ninguno hay. Ambos puedo casar. Ley thȅstotralësï non prohíbe.
— ¿En serio? —Dawn Star parecía más extrañada y curiosa que asqueada por la perspectiva de la poligamia—. ¿Es legal entre los thestrales?
Para su asombro, Nąȋenähz asintió.
— Legal es. Mas asimismo raro en extremo. Thȅstotral casi ninguno face tal. Difícil es alimentar esposa e potros, entonces imagina dos familias.
Dawn Star inclinó la cabeza. Le resultaba un concepto tan extraño... Pero ¿era reprochable? Eran sus tradiciones...
Nąȋenähz bostezó con ganas.
— Poco ha que Sol cayó, mas apenas he dormido en dos días. Dormir necesito.
— Yo también estoy muerta de sueño. Estoy molida después de pasarme dos días limpiando el palacio.
— ¿Compartimos cama entonces?
Dawn Star parpadeó. Hacía meses desde la última vez que las dos habían dormido en la misma cama, que también había sido la primera. En aquella ocasión no le había importado en absoluto, y seguía sin ver ningún problema en hacerlo.
— Sí, sin problema.
— ¿Tantas ganas tienes de dormir con yegua?
Nąȋenähz rio con ganas mientras Dawn Star se sonrojaba y la miraba con estupefacción. Finalmente, se encogió de hombros y decidió reír la broma de su amiga.
— No, estoy muy contenta con los caballos. No me apetece ir a por una yegua.
— Yo también contenta soy con caballos. Pero ëtȋewigëthȅstotralikönȅginï Luna përstëi necesitaba cariño. Solo díselo.
Dawn Star sonrió, y envolvió con su cuello el de su amiga.
— Venga, vámonos a dormir, amante real. Mañana será otro día.
El eco de sus cascos al pisar sobre el suelo de piedra era el único sonido que llegaba a los oídos de Siroco. La trémula luz de las lámparas mágicas apenas era capaz de iluminar una pequeña distancia a su alrededor, rompiendo a intervalos regulares la oscuridad con pequeñas manchas azuladas.
El vaho se condensaba en el aire gélido cada vez que espiraba, formando largas e intrincadas volutas que rápidamente se deshacían en el aire. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, y masculló una maldición. Ni siquiera el abrigo que le habían proporcionado le servía para hacer frente a las heladas temperaturas que reinaban durante todo el año en aquella caverna.
A su izquierda y a su derecha, iluminadas por la escasa iluminación que lograba llegar hasta ellas, se abrían las celdas de Uruqaiqa cada pocos metros. Pequeños agujeros excavados en la roca de menos de cinco metros cuadrados, con apenas un jergón de paja, un orificio en la pared del fondo para aliviarse y cerradas con gruesos barrotes de hierro en los que muchos viajeros del tiempo no autorizados habían terminado sus días enterrados y olvidados.
Siroco no entendía por qué debía patrullar aquel sector de Uruqaiqa. Detectar posibles brechas de seguridad y evitar riesgos de fuga, habían sido las órdenes del alcaide. Pero ¿quién iba a pretender penetrar aquella caverna en medio de la nada, sepultada por toneladas de piedra y nieve?
Y para terminar de arreglarlo, todas las celdas de aquella sección estaban vacías.
Apenas miraba en ellas una fracción de segundo, lo necesario para comprobarlo. Cada vez que observaba e interior de una de ellas recordaba a Moon Stone. A su amigo y compañero, ejecutado pocas semanas antes por traficar con drogas en el pasado.
Al menos el alcaide le había permitido no asistir a la ejecución. Una ejecución que posteriormente le habían comentado que había sido por una rápida decapitación.
Habían tenido aquel detalle con él por la colaboración de Siroco. Normalmente, el alcaide de Uruqaiqa prefería ajusticiar a los condenados enterrándolos en la nieve hasta que la hipotermia y la congelación acababan con ellos.
Y allí estaba él, guardando el lugar en el que había terminado la vida de su amigo.
Ni siquiera se lo había pensado cuando el Ministerio le ofreció trabajo como carcelero de Uruqaiqa. El caballo que le ofreció la posición, que había resultado ser el mismo alcalde de Uruqaiqa, le había asegurado que no era obligatorio que aceptara su proposición; pero no pudo evitar pensar que era una especie de soborno, una velada amenaza. Coge el trabajo y cállate, o estarás en apuros. Hazlo y todos salimos ganando.
Había aceptado al instante. No porque se hubiera sentido intimidado por el alcaide. El dinero hacía falta en casa, y para lo que hacía en el instituto... Las matemáticas no las entendía ni por casualidad, la literatura le resbalaba, la economía era un rollo de los nobles para justificar que explotaran a los fillecanos, y la zorra de geografía ni siquiera se leía sus exámenes y le cascaba un dos directamente.
No era una pataleta de potro enfadado; había hecho la prueba. Había entregado un examen en el que solo repetía "Abajo Zorrestia" una y otra vez, hasta que se le acabó el folio, y recibió el mismo dos de siempre.
Ya había conseguido su título de secundaria el año anterior; educativamente hablando, ya había llegado tan lejos como podía.
Sí le había preocupado al principio conocer a sus compañeros. Los había imaginado como caballos duros, rudos, ya entrados en años;que seguramente no tendrían problema en humillarlo. Y jamás había estado tan contento de equivocarse. Eran rudos, sí; el estándar de masculinidad que correspondía a otra época. Pero desde el primer momento le habían tomado aprecio y se habían esforzarlo en integrarlo en su grupo. No sabía por qué pero sospechaba que porque tenía edad para ser hijo de la mayoría de ellos.
Durante unos minutos, siguió su camino, procurando acelerar el paso, sin fijarse mucho ni en el techo ni en las paredes que debía inspeccionar. Al llegar a una encrucijada, sus orejas se erizaron de golpe, inclinándose ligeramente hacia la izquierda. Creía haber escuchado una voz en la lejanía.
Sus orejas se orientaron de nuevo en la misma dirección, y rápidamente se puso en marcha hacia la fuente. Había alguien en los gélidos túneles de Uruqaiqa. Alguien que, se temía, no fuera uno de los guardianes.
A toda velocidad, echó a correr hacia su izquierda. A mitad de camino, apretó el paso.
Aun amortiguada por la distancia, había podido distinguir que aquella voz anciana y ronca pedía a gritos un guardia.
Apretó los dientes con rabia. Mil situaciones diferentes pasaron por su cabeza en menos de un segundo. Un infarto, un intento de invasión… Pero nada podía haberlo preparado para lo que vio.
Se detuvo en seco ante la reja de la celda, con los ojos abiertos de par en par, y pronunció una sola pregunta.
— ¿Y tú qué leches haces aquí?
El prisionero, un anciano pegaso de celeste pelaje, se aferró con fuerza a los barrotes. Jadeando con fuerza, subió la mirada hasta encontrarse con el rostro estupefacto del joven pegaso. De inmediato, sonrió esperanzado, y su expresión aterrada se transformó en una expresión suplicante.
— ¡Siroco! ¡Siroco, sácame de aquí, por favor!
Él dio un paso hacia atrás como precaución mientras evaluaba la situación.
— A ver, viejo, respóndeme. ¿Qué has hecho para que te hayan mandado aquí?
— No… No lo sé —balbució el anciano, y trató de sacudir los barrotes, que no se movieron ni un milímetro de su posición—. Un unicornio negro me echó un hechizo… Y aparecí aquí. No sé…
Un unicornio negro, pensó. No le sonaba ninguno. Pero tratándose de unicornios y Uruqaiqa, y conociendo las aficiones del anciano, ya le empezaba a cuadrar aquella historia.
— A ver, déjame adivinar —aventuró, a medias hastiado, a medias burlón, en busca del último dato que le faltaba para terminar de formar la historia—. Tenías la antena puesta.
Por un momento el unicornio celeste pareció enfurecer, pero enseguida sus mejillas enrojecieron y bajó la vista. Culpable.
Siroco suspiró con fuerza mientras sus ojos rodaban en sus órbitas. ¿Cómo se le había ocurrido dudarlo?
— Sí... En casa de tu hermanastra.
Siroco golpeó el grueso barrote de hierro con tanta fuerza que lo dobló ligeramente. El anciano saltó hacia atrás instintivamente; asustado, y se refugió al fondo de la celda con la espalda contra la pared.
— ¡Que no es mi hermanastra, joder! —bramó. Con el eco de su bramido todavía en sus oídos, se cubrió los ojos con su casco derecho y dio un fuerte pisotón sobre el suelo de piedra—. ¡Que no la conozco! ¡Que dejes de intentar encajármela!
— Pero... Pero la historia... Vuestros padres... Los morros... —trató de argüir el anciano, pero una sola mirada asesina de Siroco lo silenció al instante y le hizo pegarse aún más a la pared de roca.
Durante un par de minutos, Siroco lo miró con mal disimulada rabia, sin saber muy bien qué hacer con él.
— Poniendo la oreja en una comunicación oficial de la Corona de Equestria —murmuró con desprecio—. Estás jodido, viejo. Muy jodido.
El anciano se encogió en su sitio, con las orejas gachas. Alargó un tembloroso casco hacia el adolescente, y levantó la vista.
— Si-Siroco... Siroco... —tartamudeó, en un susurro apenas audible—. Saca... Sácame de aquí... P-por favor...
Sí. Que se lo había creído. Ni los de arriba lo iban a liberar hasta recibir órdenes superiores, ni a él le daba la gana de hablarle en su favor a su jefe.
— Ni loco.
Jamás vio la expresión de absoluta estupefacción del pegaso, ni el salto que dio para ponerse a dos patas, ni cómo sacaba la cabeza por los barrotes, aterrado y estupefacto; pues Siroco ya se había dado la vuelta para continuar con su ronda.
— ¡Siroco! ¡Siroco, ¿qué haces?! ¡Siroco, sácame de aquí! ¡Siroco!
El adolescente frenó su camino, pero no se giró hacia él. Muy lentamente, negó con la cabeza.
— Mira, vejestorio, ni de coña te pienso hacer el favor. ¿Te acuerdas de cuando estuviste soltando a diestro y siniestro por el barrio que me gustaba Storm Lighning?
No había sido uno de sus inventos ni de sus exageraciones. El fornido y atlético defensor del equipo de cózbol de su instituto había sido el primer amor del joven Siroco, hacía ya unos tres años. Habían sido días complejos, llenos de ansiedad, confusión y descubrimientos.
Por desgracia, no solamente había descubierto sus propias preferencias; sino también el profundo odio y la visceral aversión que el jugador sentía por los homosexuales. Su breve flechazo con el otro pegaso había terminado con el rostro desfigurado, algunos huecos en su dentadura que aún conservaba y una visita al botiquín de su casa a altas horas de la madrugada para curar sus heridas mientras trataba en vano de contener las lágrimas.
— Me agarró a la salida de clase, me partió la nariz y me sacó tres dientes. Ni harto de fumar hierba te saco de ahí. Hay ponis que llevan años sufriendo por culpa de tus cotilleos. Ahora te toca a ti.
En cuanto Siroco dio el primer paso, la desesperación estalló en el pecho del viejo cotilla.
— ¡¿Qué?! ¡Siroco! ¡Siroco, sácame de aquí! —imploró patéticamente. Sacudió los barrotes, intentando sacarlos de su sitio; pero las gruesas barras de hierro no cedieron un solo milímetro—. ¡Siroco!
Pero sus palabras cayeron en oídos sordos. Impasible ante sus súplicas cada vez más débiles y su forcejeo contra la reja, Siroco continuó su camino a paso lento por los gélidos pasillos de Uruqaiqa, hasta que la omnipresente oscuridad de los helados túneles lo ocultó al fin de la vista del anciano.
La mención acerca de la detención del presidente del equipo está (desgraciadamente) basada en un hecho real. Qué asco de Nobita...
Sí, en mi cabeza los equivalentes equestrianos de España y Portugal se llaman Espezuña y Potrogal.
