LA ROSA SALVAJE


25 La Verdad.


–¡Un brindis! – exclamó el señor Crowley, maestro orfebre, alzando la copa-. ¡Un brindis, amigos míos, por la ciudad de Byakugan! ¡Y por su fundador, Su Excelencia Naruto de Namikaze!

Llovieron los elogios entusiastas mientras los comerciantes y artesanos presentes en el gran salón de banquetes alzaban las copas al unísono. Naruto, sentado a la cabecera de la larga mesa, extendió las piernas y entregó sonriendo a sir Yamato el último de los documentos.

Había decidido que ese caballero era la elección idónea para alcalde. Sir Yamato poseía un feudo justo en el término de la nueva ciudad; la gente lo conocía y lo apreciaba. Había luchado y trabajado con ellos, y era querido y respetado.

–Gracias, caballeros -dijo Naruto alzando su copa-. ¡Por que todos prosperemos!

Apareció el anciano Ōnoki y su carraspeo pareció una indicación, pues los habitantes de la recién fundada ciudad de Byakugan dejaron los vasos y jarras y empezaron a salir del salón.

Todos menos sir Yamato, que permaneció ante el hogar. Naruto lo ignoró y, descansando un pie en la silla que se hallaba a su lado, se recostó con más comodidad. Apuró la copa de un trago, esperando receloso el siguiente comentario de sir Yamato, convencido de que sería una súplica a favor de Hinata.

Así fue.

–Habéis hecho una gran labor aquí, Naruto.

–Gracias, sir.

–Y habéis mostrado gran consideración hacia el enemigo vencido. Me habéis permitido volver a mi hogar. Tokuma está satisfecho de haber recuperado la libertad y trabajar voluntariamente como vuestro administrador oficial. Lady Kurenai y Asuma han sido bendecidos con una felicidad poco frecuente. Todo eso…

–Todo eso ya lo he escuchado antes -lo interrumpió Naruto, impaciente.

«¡No sigáis, viejo!», pensó con tristeza. Frunció el entrecejo y se sirvió más vino. ¡Palabras y más palabras! ¿Qué más podía decirse?

En los quince días transcurridos desde su regreso había ido a ver a Hinata tres veces, y en las tres ocasiones había permanecido cerca de la puerta, con los brazos cruzados rígidamente sobre el pecho para no caer en la tentación de tocarla.

Tres veces le había pedido una explicación y las tres veces ella había inclinado la cabeza en silencio.

Así que la señora de Byakugan volvía a estar prisionera en su alcoba, y Naruto se había instalado en los aposentos del señor.

Sin embargo, a menudo se preguntaba con amargura si su vida no era aún más miserable que la de Hinata, porque apenas había dormido desde entonces. Se paseaba por la habitación, deseándola y suspirando por ella.

Soñaba que la abrazaba. Pero no era sumisión lo que quería, sino amor… y el amor lo había traicionado una y otra vez.

Miró fijamente el vino y pensó angustiado que la había llevado en la sangre como una fiebre obsesiva desde que la había visto por primera vez. Dejó la copa en la mesa con brusquedad y se levantó, decidido a olvidarse de ella.

Sin hacer caso de sir Yamato se encaminó hacia el pie de las escaleras.

–¡Asuma! ¡Bajad aquí!

Un momento después Asuma bajaba mirando a Naruto con asombro, porque no lo había visto hablar con tanta animación en muchos días.

–¡Vamos, Asuma! El joven señor Piers ha abierto una taberna justo en el límite de la nueva ciudad. ¿Qué os parece si vamos a beber su cerveza y ayudarle a empezar bien el negocio? – Se volvió hacia sir Yamato-. ¿Os apuntáis, sir?

–No, creo que no -respondió sir Yamato.

–Naruto… -empezó Asuma.

Pero Naruto le rodeó el hombro con el brazo.

–Me muero de ganas de emborracharme.

–¿Para ahogar las penas? – murmuró Asuma.

–De eso nada. Sólo para saturarlas y empaparlas. Hallar consuelo en unas cervezas… y tal vez en los brazos de una solícita y complaciente joven, ¿quién sabe? ¡Vamos!

Naruto se despidió con la mano de sir Yamato y ordenó a gritos a Mateo que trajera los caballos. Asuma se apresuró a seguirlo. Al parecer iba a ser una de esas noches en que era mejor permanecer cerca de Naruto y hacer lo posible por mitigar su malhumor. Echó un vistazo a sir Yamato.

–Decid a mi mujer, si sois tan amable, que estoy tratando de agarrar al tigre por la cola.

Sir Yamato asintió. Las largas zancadas de Naruto ya lo habían llevado fuera; Asuma se apresuró a seguirlo.

–¡Que no se lo cuentes a Naruto no significa que no puedas contármelo a mí! –se quejó Kurenai exasperada.

Hinata volvía a pasearse por la habitación como una criatura enjaulada. Kurenai se hallaba sentada con la pequeña Himawari en el regazo, pensando en lo hermosa que sería cuando creciera, con la bronceada tez de Naruto y las delicadas facciones de su madre.

Contempló al bebé y pensó que ella iba a dar a Asuma -¡y a Hanabi!-el bebé que tanto deseaban antes de que comenzaran la siega de otoño. Solía discutir acaloradamente con Hinata porque no podía soportar ver a su sobrina y a Naruto tan heridos y enfadados.

–No puedo contártelo, Kurenai -suspiró Hinata-. Te considerarás en el deber de explicárselo a Asuma y…

–¡Soy tu tía! ¡Tenemos la misma sangre!

Hinata sonrió con tristeza y la miró a los ojos.

–No, lo siento, pero no puedo confiártelo. Se que insistirías en hacer lo que consideras correcto. No puedes ayudarme, pero sí crearme problemas.

–Pero Hinata, ¿no lo comprendes? – exclamó Kurenai.

–Sí, lo comprendo -respondió la joven, cansada, y dejó de pasearse para sentarse al pie de la cama-. Cree que fui a Rasengan Heath para reunir pruebas contra él. ¡Pero no es cierto, Kurenai, lo juro!

Se tendió en la cama, al borde de las lágrimas y enfadada consigo misma por su debilidad. Pero no sólo tenía el corazón angustiado y desesperado, también estaba preocupada porque volvía a sentir mareos por las mañanas.

Se preguntó qué significaría para Naruto ese nuevo embarazo… si es que significaba algo. ¡Oh, no podían seguir de ese modo! Se estremeció y se abrazó las piernas contra el pecho.

Kurenai le había comentado que él y Asuma habían salido juntos. Que habían bebido más de la cuenta y que Naruto parecía desenfrenado. ¿Realmente había terminado con ella? ¿Qué querían los hombres de las esposas sino herederos?

Posiblemente ese hijo sería varón y no volvería a acercarse a ella…

–¡Hinata, juro por Dios que no te traicionaré! – prometió Kurenai-. Tienes que hablar de ello con alguien o acabarás consumiéndote aquí dentro.

–Espero otro hijo -dejó escapar Hinata impulsivamente.

Kurenai permaneció unos segundos en silencio.

–Naruto se alegrará, desde luego. Pero…

–No obtendré con ello su perdón - terminó Hinata entre el llanto y la risa-. ¡Oh, Dios, Kurenai! ¿Qué…?

–Dime -la animó Kurenai con serenidad.

–¡Kurenai, irás al infierno si no conservas el secreto! – exclamó su sobrina-. De verdad, podría empeorar las cosas.

–Cuéntamelo, por favor.

Así pues, Hinata, en el fondo deseosa de poder hablar de ello, explicó a Kurenai que había visto a Toneri en Rasengan Heath y decidido abordarlo ella misma.

–Era un hombre de mi padre y el mejor amigo de Shino. No podía permitir que Naruto lo matara si podía evitarlo.

–Sigue, por favor -repuso Kurenai con tristeza.

–Bien. Acudió a mi habitación en la corte y empezó a decirme lo mucho que me amaba y que había solucionado todo. Mencionó esas cartas que había robado, así que…

–Así que decidiste volverlas a robar. Pero el guardia sospechó de ti y te cogió… y entonces las descubrieron.

Hinata asintió con desolación.

–¡Cuéntaselo! – exclamó Kurenai perdiendo la paciencia.

–¡No puedo! Sólo conseguiré que crea que estaba confabulada con Toneri.

–Deberías haber hablado con él desde el momento que viste a sir Toneri en su propiedad.

–Tal vez -repuso Hinata-. Tal vez, pero… oh, no sé. Yo…

Se interrumpió y miró boquiabierta la puerta, que acababa de abrirse. Para sorpresa de ambos, el objeto de la conversación apareció ante sus ojos: sir Toneri, con capa negra y sombrero, calzas también negras y camisa de terciopelo gris oscura. Se detuvo unos instantes, con el cabello platinado cayéndole en desorden sobre la frente. Sonrió.

–He venido a rescataros, amor mío.

Hinata estaba demasiado atónita para hablar. La mente parecía funcionarle muy despacio. Se llevó una mano a la garganta. ¿Cómo había logrado entrar? Se suponía que el joven Konohamaru era su guardián.

¿Dónde se había metido? El miedo y la cólera se apoderaron de ella.

–¿Qué estáis haciendo aquí? – preguntó con frialdad-. ¿No se os ha ocurrido que podría haber hablado con Naruto? Sin duda estáis enterado de mi excursión nocturna a la puerta del Traidor.

Desde su asiento Kurenai emitió un débil sonido, y Hinata comprendió que su tía había comprendido la situación mucho más deprisa que ella. Sabía lo que podía significar la presencia de Toneri allí, en su alcoba.

–Lo siento -susurró Toneri-. ¡Ah, Hinata, qué tontería hicisteis! Pero no disteis mi nombre a vuestro marido. De lo contrario no se habría marchado sin vos y no estaríais esperándome aquí.

–¡No os estaba esperando! – replicó ella, levantándose ágilmente-. ¡Casi me cortan la cabeza por vuestra culpa, Toneri!

Él se precipitó hacia ella y la urgió:

–¡Vamos, Hinata, tenemos que irnos!

La cogió con brusquedad y ella experimentó una oleada de terror.

–¡Toneri, no quiero ir con vos! ¡Soy la esposa de Naruto! – Se interrumpió porque él la zarandeó con crueldad. Ella jadeó y lo miró fijamente, de nuevo con incredulidad-. Pero ¡qué demonios…!

–¡Os amo, Hinata! ¡Os he amado siempre!

–¡Erais mi amigo, Toneri! ¡Erais amigo de Shino! Nunca os he amado, ni os he dado motivos para creer…

Volvió a interrumpirse porque él se echó a reír y sus ojos se llenaron de malicia.

–¿Estáis conmigo o contra mí? Byakugan tenía que ser mío…

–¿Cómo decís? – replicó ella, luchando por liberarse.

No era un hombre débil, sino tan fuerte y diestro con las armas como Naruto. Desesperada, ella miró a Kurenai, que permanecía inmóvil, con ojos muy abiertos, cubriendo la cabeza de la pequeña Himawari con gesto protector.

Meneó la cabeza y Hinata experimentó una nueva oleada de terror. Comprendió la mirada de Kurenai, que parecía advertirle: «Ten cuidado, este hombre es capaz de hacerte daño. De hacernos daño a todos.»

–¡Jamás me habría casado con vos, Toneri!

–¡No importa! He pasado muchas noches en vela imaginando cómo sería estar aquí. Yo yacería en la cama y vos permaneceríais de pie ante mí, os quitaríais la ropa y os tenderíais sobre mí…

–¡Toneri, jamás estuvimos prometidos! Yo amaba a Shino…

–¿Vais a venir conmigo, Hinata? Algún día Byakugan será mío. Nos reuniremos con otros yorkistas en Irlanda. Algún día se levantarán contra Itachi, y tal vez entonces regresaremos aquí y podré cortar la cabeza a Naruto de Namikaze.

–¡Oh, Toneri, no lo comprendéis! ¡Yo amo a Naruto! ¡No pienso ir a ninguna parte con vos! Marchaos antes de que los guardias os descubran. Lo amo libremente y…

De pronto, Toneri la abofeteó y ella, soltando un grito, se desplomó en el suelo. Se incorporó aturdida y él dio un paso hacia ella, mirándola con enloquecida cólera.

–Vendréis conmigo por las buenas o por las malas, ramera. Os poseeré hasta que me canse de vos y de vuestra arrogancia, zorra estúpida. No fue un caballero lancasteriano quien mató a Shino en el campo de batalla. ¡Lo maté yo! Como también maté al viejo Hiashi.

–¡Oh, Dios mío! – gimió Hinata. Él esbozó una cínica sonrisa.

–Y volveré a matar una y otra vez, Hinata. Os mataré… antes que dejaros con él. Pero preferiría que vinierais conmigo.

Hinata respiró hondo y gritó con todas sus fuerzas, pero él le propinó un puntapié en las costillas. Kurenai brincó de la silla, pero antes de que pudiera llegar a la puerta apareció un desconocido empuñando un cuchillo y le bloqueó el paso.

Kurenai retrocedió, protegiendo al bebé contra el pecho. Se volvió hacia Toneri con labios temblorosos.

–¿Dónde está…?

–¿Oh, la pequeña Hanabi? Está bien. La encerré con Ayame y la otra criaducha.

–¿Y sir Yamato? – preguntó Kurenai, humedeciéndose los labios.

–Desangrándose en el suelo -respondió Toneri con crueldad-. Y el viejo Ōnoki… bueno, tal vez aún conserve la vida. Al resto de los sirvientes los intimidamos fácilmente. Un buen número se halla en la torre. Konohamaru se defendió, pero lo cogimos por la espalda, ¿eh, Urashiki?

–Por la espalda -sonrió el hombre desde el umbral.

–Hay muchos guardias fuera de estas murallas… -amenazó Hinata, pero Toneri parecía tranquilo.

–Habremos partido antes de que podáis llamarlos. Kurenai, dadme a esa mocosa.

–¡Ni hablar! – replicó Kurenai, retrocediendo.

Hinata se levantó, tambaleante pero decidida. Se abalanzó como una gata furiosa sobre Toneri pero éste se revolvió y volvió a arrojarla al suelo. A continuación arrebató el bebé a Kurenai, que volvió a gritar, pero el otro hombre la cogió por el cabello y la apartó a rastras. La niña lloraba, consciente del alboroto.

Hinata volvió a levantarse tambaleante y gritando, y se precipitó hacia Toneri, pero éste logró detenerla con unas sutiles palabras:

–Le cortaré el cuello a esta marrana, Hinata, y con mucho gusto. No deberías haberla llevado jamás en vuestro vientre. Ahora, distinguida lady Hinata, os pondréis la capa, saldréis fuera conmigo y pediréis dulcemente al mozo de cuadras que os traiga el caballo.

Hinata estaba aterrorizada, porque él seguía sosteniendo a su hija y no dudaba de que cumpliera su amenaza.

¡Oh, Dios, jamás lo habría imaginado! ¡Su padre no había muerto luchando, sino asesinado por uno de sus hombres! Y Shino, su querido Shino. Oh, Dios, Toneri era un loco asesino sin escrúpulos… ¡y jamás lo habían sospechado!

–No temáis, milady. Al venir hacia aquí hablé con el muchacho y le dije que tal vez me acompañarías, y él se limitó a sonreír. Veréis, querida, vuestro marido no se ha preocupado en decir a la chusma que él y su esposa han reñido una vez más.

¿Qué podía hacer? No había posibilidad de obtener ayuda dentro de las murallas del castillo. Tal vez al salir al patio podría alertar a la guardia.

–Iré con vos, pero dejad al bebé con Kurenai…

–No, milady, llevaré al bebé conmigo. Y si no dedicáis una sonrisa tan radiante como los rayos del sol a todos los que os rodeen, acabaré con su odiosa vida en un abrir y cerrar de ojos.

–¡Malnacido! Sois un canalla ruin… - exclamó Kurenai, acercándose a Toneri.

Pero él la golpeó con violencia arrojándola contra la columna de la cama. Hinata corrió presa de la ansiedad, hacia su tía y se arrodilló a su lado. Oh, al menos respiraba.

–Kurenai, querida Kurenai…

Hinata gritó cuando Toneri le tiró con brusquedad del cabello.

–Está viva -dijo-. Dejadla así. Coged un abrigo, que nos vamos.

Temblando, Hinata cogió una capa de verano, se la echó sobre los hombros y se volvió para lanzar una última mirada a su tía.

–Puedo matarla antes de partir, Hinata. Tal vez debería hacerlo, así no dudaríais de mi palabra.

–Iré con vos -repuso Hinata.

Cuando traspasó el umbral, soltó un grito de horror y corrió a arrodillarse junto al cuerpo postrado de Konohamaru. Sangraba por una herida en la frente, pero seguía con vida.

–¡En pie! – ordenó Toneri y la levantó de un tirón. El bebé rompió a llorar y Toneri le tapó la boca con un gruñido-. Puedo hacerla llorar de verdad, Hinata. ¿Lo prefieres?

Ella se apresuró a seguirlo hasta las escaleras. Himawari seguía sollozando en los brazos de Toneri, pero al advertir la presencia de su madre guardó silencio. Tal vez sabía que su vida dependía de ello.

Al cabo de unos segundos se hallaban en el pasillo. Un guardia los saludó desde el parapeto. Hinata oyó risas procedentes de la hilera de tiendas en el interior de las murallas.

Mateo se acercó a ellos. Hinata sonrió y dijo que partiría con sir Toneri. Él le devolvió la sonrisa y respondió que traería los caballos.

«¡Oh, Mateo! ¿Acaso no ves que algo marcha mal?» El sol brillaba con fuerza mientras esperaban. Hacía el calor propio del verano y el cielo estaba despejado. A su mente acudieron lánguidas voces y ella las oyó tan claramente como los latidos de su aterrorizado corazón.

«Naruto, os amo ¡Os amo tanto! ¡Con todo mi corazón! Pero he sido una estúpida. ¡Por favor, no creáis que he huido con él!»

Kurenai le contaría la verdad, se dijo para tranquilizarse. ¡Ojalá la creyera y partiera en su busca! ¡Oh, sin duda iría a rescatarla! Pero ¿llegaría a tiempo? ¿O Toneri la secuestraría y la llevaría prisionera a la costa irlandesa? ¿Se cansaría de ella y la mataría junto con Himawari, como había hecho con tantos otros?

Casi gritó al sentir la poderosa mano de Toneri en torno a su brazo; aquel demente podía estrangular al bebé en cualquier momento. Cuando pensaba que no podía aguantar más, Mateo regresó con los caballos.

–¡Aquí está, Milady! – exclamó, conduciendo una yegua baya.

Colocó las manos a modo de plataforma para ayudarla a montar. Toneri subió a su caballo con agilidad, pese a llevar en brazos a Himawari. Hinata temió que la asfixiara, o la dejara caer y la pisoteara con los cascos del caballo…

–Cabalgaremos un rato por el bosque - explicó Toneri con afabilidad a Mateo.

–¡Muy bien, sir Toneri!

–Adelántate y dile al guardia que abra la puerta, muchacho -añadió Toneri, arrojándole una moneda.

–¡Sí, señor! – asintió Mateo. Y miró a Hinata con una extraña sonrisa antes de echarse a correr.

Toneri soltó una carcajada y Urashiki, su compinche, rió con disimulo a sus espaldas.

–Hinata, amor mío… -dijo Toneri y dio una palmada a su yegua, que empezó a trotar obediente a su lado.

Al cabo de unos momentos los guardias de la puerta principal los saludaron con la mano y los tres abandonaron Byakugan. Una vez más Toneri dio una palmada en la grupa de la yegua de Hinata y ésta gritó al ver que galopaban por el terreno escabroso que bordeaba el río, en dirección al sur.

Al rato Himawari empezó a berrear y Hinata espoleó a su yegua para que se acercara a Toneri. Éste aminoró la marcha con el entrecejo fruncido.

–¡Por favor, Toneri, dádmela! Ya no puedo escapar. Por favor, dadme a mi hija…

Toneri le pasó la niña con brusquedad.

–¡Cogedla y hacedla callar!

Hinata la estrechó en sus brazos. Toneri desmontó del caballo para pasar las riendas por el cuello de la yegua de modo que Hinata no tuviera ningún control sobre ésta. Himawari siguió llorando a pesar de hallarse en brazos de su madre.

–¡Hacedla callar de una maldita vez! – ordenó Toneri.

–Tiene hambre.

–¡Entonces dadle de comer!

–¡No puedo hacerlo delante de vos! Debemos parar.

Toneri rió y Hinata sintió un escalofrío.

–Más vale que lo hagáis delante de mí. No nos detendremos hasta que nos hayamos alejado lo bastante.

–Naruto saldrá en vuestra busca.

–Estará ocupado. – Toneri esbozó una sonrisa encantadora y señaló hacia atrás.

Ella tardó unos segundos en reparar en la nube de humo que se alzaba en el cielo.

–¡El castillo! ¡Está…!

–En llamas, exacto. – Se echó a reír-. Os lo dije, Hinata, cuando no puedo tener lo que quiero, prefiero destruirlo.– Su tono se endureció y la miró fijamente con una sonrisa cruel en los labios.

–¡Los habéis matado! – jadeó ella-. Toda esa gente, atrapada dentro de…

–Tal vez hayan escapado unos cuantos. Rezad por ellos, Hinata. ¡Y cabalgad!


Mateo intuyó que algo marchaba mal. Lady Hinata había sonreído, pero parecía al borde de las lágrimas. Sí, sir Toneri había estado otras veces en Byakugan -con los hombres del rey, nada menos-, pero seguía sin caerle bien.

Cuando el señor y la señora habían regresado de Londres, ambos se habían mostrado encariñados con el bebé, pesar de la tensión que se percibía entre ellos.

Pero la señora difícilmente lo dejaría en brazos de su marido… así que ¿cómo iba a permitir que ese caballero lo llevara a caballo?

Por fortuna no se lo pensó demasiado. Convencido de que algo iba mal, se dirigió al gran salón y encontró ahí al viejo caballero, sir Yamato, gimiendo en el suelo.

De la cocina llegó un estruendo y percibió el olor a humo. Mateo se precipitó a la puerta pidiendo ayuda a gritos y, en pocos segundos, los guardias corrían de un lado a otro.

Entonces subió los escalones de dos en dos y al llegar al rellano casi tropezó con un hombre.

Konohamaru se incorporaba gimiendo.

–¡Fuego, sir! – exclamó Mateo.

Konohamaru no necesitó oír más. Se levantó tambaleándose y musitando una maldición. Mientras Mateo subía corriendo por las escaleras que conducían a la torre, Konohamaru entró vacilante en la alcoba de lady Hinata.

Las cortinas ardían y ya habían prendido las sábanas. Vio a lady Kurenai tendida al pie de la cama y corrió hacia ella. El fuego crujía y se propagaba alrededor.

Mareado y tosiendo, se agachó para cogerla en brazos. Logró salir en el preciso momento en que las vigas del techo se desplomaban con una lluvia de chispas. No se detuvo hasta llegar fuera; Kurenai gemía y tosía. Lo miró con ojos vidriosos y el rostro tiznado.

–¿Dónde está Hanabi? Mi hija, oh, Dios, Konohamaru…

–¡La niña está aquí, milady! – gritó Mateo conduciendo a la pequeña lady Hanabi, seguido de Ayame, Meg y varios criados.

Hanabi corrió sollozando a los brazos de su madre, quien la abrazó.

–¡Mi niña! – susurró una y otra vez. Luego miró fijamente a Konohamaru-. ¡Se ha llevado a Hinata! Tenemos que llamar a Naruto y Asuma, y…

–Iré yo -respondió Konohamaru sombríamente.

–¡No, esperad! – gritó Kurenai-. Tal vez a vos no os crea, pero a mí me creerá.

Konohamaru la miró confundido.

–He de explicarle que no se marchó por voluntad propia -murmuró Kurenai, y Konohamaru asintió.

–Iré a buscar los caballos -anunció Mateo.

Kurenai reunió fuerzas y se hizo con el mando.

–¡Alabado sea Dios, sir Yamato! ¡Estáis bien! Ocupaos de que todo el mundo abandone el castillo. Ōnoki, da cuenta de todos y encárgate de que se detenga el fuego. Hanabi, oh, Hanabi, cariño. Cuida de Ayame, que está asustada. Volveré muy pronto, pequeña.

Mateo ya tenía preparados los caballos y Konohamaru estaba listo para acompañarla. Con ayuda del mozo montó en su yegua.


Era inútil. Podía beber hasta que las estrellas cesaran de brillar en el cielo, pero de nada servía. Podía sonreír a las rollizas muchachas de la taberna y tratar de convencerse de que las alegres promesas reflejadas en sus ojos aliviarían su cuerpo en llamas, pero jamás sería cierto.

Podía reír, bromear y beber cerveza hasta el final de los tiempos, pero seguiría sin calmar aquella desazón. Sólo podía calmarla una mujer, aquélla cuyo amor era como un bálsamo, aceite fragante, vino potente.

«¡Acude a ella!» El grito surgía del fondo de su corazón. «Acude a ella y toma en tus brazos toda su dulce belleza.»

Dejó bruscamente la jarra en la mesa; Asuma, taciturno a su lado, se apresuró a levantar la mirada.

–Naruto, ¿qué diablos…?

Naruto se levantó y arrojó unas monedas sobre la mesa.

–Vámonos a casa -murmuró.

Asuma suspiró aliviado. No sabía a qué se debía aquel cambio en su amigo, pero se alegró de ello. Se levantó y dio las gracias a la descarada joven que los había servido, quien parecía decepcionada al ver que la promesa de diversión con un noble lord se había desvanecido.

Y sin duda así era, pues Naruto se dirigía resueltamente hacia la puerta. Sin embargo, aún no había llegado a ella cuando se abrió de golpe.

–¡Kurenai! – exclamó Asuma-. ¿Qué haces aquí?

Al ver el rostro tiznado de su esposa, Asuma corrió hacia ella.

–¡Santo cielo, Kurenai! ¿Qué significa esto?

Kurenai habló deprisa y con gravedad.

–Sir Toneri ha secuestrado a Hinata y Himawari. Ha prendido fuego al salón, pero eso no importa ahora, Naruto. – Lo miró-. ¡Maldita sea, no se trata de una conspiración! Toneri robó aquella correspondencia y Hinata trató de recuperarla para impedir que matarais a Toneri o que os encerraran en la Torre. Toneri está loco… y sin duda siempre lo ha estado. El padre de Hinata no murió en la batalla, fue Toneri quien lo mató, como también mató a Shino para conseguir a Hinata. Y ahora se la ha llevado, Naruto, y…

Se interrumpió con un sollozo antes de añadir

–Y al bebé. Han ido tras él, pero conoce el territorio. Tenéis que encontrarla, Naruto. Es capaz de hacerle daño. Ella se resistirá, ya sabéis como es, y él la matará o matará al bebé. Además, no le conviene cabalgar. Si lo hace, perderá al nuevo…

–¿Cuándo se marcharon? – bramó Naruto-. ¿Cuántos hombres lo acompañan?

–No hace ni una hora. Sólo lo acompaña un hombre. Lo llamó Urashiki…

–¡Urashiki! – gritó Naruto furioso-. Era criado en Rasengan. ¡Lo mataré! Si las toca o hace daño…

No finalizó la frase pues ya había cruzado la puerta, con la cólera y la angustia reflejada en los ojos que ardían con la furia primitiva y certera del fuego del infierno. En cuestión de segundos se hallaba a lomos de su caballo.

Tras cruzar una mirada, Konohamaru y Asuma corrieron tras él y montaron de un salto temerario sus caballos. Pero no podían cabalgar al ritmo de Pie, porque corría como el viento y los fuertes latidos del corazón de su dueño resonaban junto con el estruendo de los cascos.

Un grito hendió el aire. Un escalofriante y ronco grito de guerra, mucho más antiguo que todas las guerras declaradas por los reyes Lancaster o York.