CAPÍTULO 25

Edward

Mi vuelo de regreso a Washington me resultó el período de tiempo más largo de toda mi vida. Aunque era un salto corto, estuve inquieto durante todo el vuelo, esperando que Bella siguiera en mi casa cuando llegara allí.

Cuando finalmente subí las escaleras de mi mansión histórica, respiré hondo al poner la llave en la cerradura, el corazón golpeándome el pecho de anticipación.

«¿Qué pasa si no me quiere? ¿Y si esta es la última vez que la veo?», me pregunté. Aparté los pensamientos negativos de mi cabeza al entrar en casa, donde reinaba un silencio sepulcral. Evidentemente, el ama de llaves se había ido y, mientras cruzaba lentamente el salón formal, escuché la televisión de la sala de estar familiar.

«Ya está. Hora de luchar por lo que realmente quiero y necesito», pensé decidido. Mi vida no valía una mierda sin Bella y tenía que hacerle comprender que, sin importar qué se interpusiera en nuestro camino, yo lo haría desaparecer.

Empujé la puerta y eché una ojeada en el interior; pasé la mirada desde el televisor montado en la pared hasta el sofá de cuero donde yacía Bella, con aspecto tan cómodo que incluso antes de acercarme, supe que estaba dormida.

«Dios, qué guapa está», pensé. Tenía el pelo suelto y le cubría parcialmente el rostro. Sin pensarlo, me agaché y le retiré los mechones de la cara, revelando sus rasgos delicados mientras dormía.

Las ojeras oscuras debajo de sus ojos me dijeron que probablemente había dormido tanto como yo durante al menos los últimos días, pero, por lo demás, se veía preciosa.

«¡Mía!», pensé.

Parecía tan natural que estuviera allí que se me quedó el corazón en un puño al ver sus botas, Sama y abrigo en la silla.

—Tiene que quedarse, —me dije con voz ronca mientras la arropaba bien con la manta.

Le acaricié el pelo ligeramente y ella se movió.

—Edward, —dijo con voz somnolienta y adormilada.

—Duerme, Bella. Podemos hablar más tarde. Estoy aquí.

La escuché suspirar y luego su respiración volvió a un ritmo uniforme. Su confianza en mí hizo que se me acelerara el corazón al mirarla.

Me acerqué a un sillón junto al sofá, me quité los zapatos y la miré mientras dormía.

Bella

Noté la presencia de Edward en el momento en que empecé a despertar. Abrí los ojos y casi de inmediato me encontré con su mirada de ojos de acero.

—Estás aquí. —«Genial, ¿verdad?», me dije. Era bastante obvio que estaba en casa. Estaba mirándolo fijamente.

—Llevo aquí un rato. Quería dejarte descansar un poco. Me senté con dificultad, frotándome los ojos soñolientos.

—¿Cuándo has entrado? Él se encogió de hombros.

—Hace unas horas.

—Tendrías que haberme despertado. Lo siento. Estaba tan cansada que me he quedado dormida.

—Conozco esa sensación —respondió en tono seco—. Yo tampoco he dormido mucho.

Mientras lo miraba, todavía intentando situarme, resultaba evidente que estaba cansado. Su pelo oscuro estaba casi erizado en varios sitios, como si se hubiera masajeado la cabeza, frustrado. Su mirada, por lo general aguda, se veía apagada, y llevaba la mandíbula desaliñada, como si no se hubiera afeitado en un día o dos.

Incluso con ese aspecto desaliñado, el traje a medida con la corbata que ya se había quitado y los primeros botones de la camisa abiertos, Edward seguía siendo la vista más bonita que había visto en mucho tiempo. El corazón se me hizo un nudo en la garganta al ver auténtica tristeza en sus ojos y lo único que quería era arreglar lo que fuera mal.

Quería que todo volviera a estar bien en su mundo, especialmente porque sabía que había sido yo la causante de ese estado. Reconocía su pena. Me llamaba a gritos porque era un eco de la mía propia.

—Lo siento mucho, —dije, esperando que la emoción en esas tres palabras insignificantes ayudara a deshacer el dolor que le había causado.

Y le había hecho daño. Llevaba escrito el tormento en la cara.

—¿Por qué me dejaste, Bella? ¿Por qué? —Preguntó con voz a la vez airada y suplicante, exigiendo saber por qué me había escapado.

—Porque no puedo serlo todo para ti, Edward. No puedo ser la mujer que necesitas, —empecé a explicar.

—Lo eres todo para mí, joder, —interrumpió con fuerza—. Todo.

—Pero no soy la indicada para una relación a largo plazo—, discutí. —No soy una mujer con la que puedas vivir feliz para siempre.

—¿Y por qué no, si se puede saber? Dios, Bella, he esperado doce condenados años solo para verte de nuevo. Es posible que nunca lo haya admitido conscientemente hasta que te volví a ver, pero es verdad. —Se levantó y se sentó en el sofá, y luego me agarró por los hombros para que lo mirara—. ¿Crees que no he tenido oportunidades de conformarme con otra persona? ¿De acostarme con otras mujeres? ¿De tener sexo por sexo?

Miré su gesto enloquecido.

—Sé que sí y sé que podrías.

—Pero no lo hice, joder, —gruñó—. ¿Quieres saber por qué? Yo no podía hablar, así que asentí.

—Porque nunca podría desenamorarme de ti. No importa cuánto lo intentara, me has perseguido durante más de una jodida década. Una noche contigo y estaba acabado. Me arrancaste el corazón del pecho y te lo has quedado durante todo este tiempo. Ni una vez deseé a nadie más. Siempre has sido tú.

Las lágrimas me empaparon las mejillas cuando respondí:

—Yo sentía lo mismo.

—Entonces dime por qué demonios no puedes quedarte. Te quiero, Bella.

Siempre te he querido.

Sentí el cuchillo que me desgarraba el pecho, un dolor tan intenso que tuve que llevarme la mano al corazón para asegurarme de que no se había roto.

—Esto está mal, Edward. Muy mal. Él me sacudió ligeramente.

—¿Qué? Solo dime qué demonios va tan mal. Lo arreglaré. Lo arreglaré. Me sequé las lágrimas la mano con rabia al responder:

—No puedes arreglarlo. Nadie puede.

—Dímelo.

—Serías un padre increíble, —le dije con la voz rota de dolor.

—Sí. Y me encantaría dejarte embarazada si eso es lo que quieres. En caso de que no lo hayas notado, practicar no es ningún problema para mí.

—Ese es el problema. No puedes y nunca podrás. —Inspiré hondo y me encontré con su mirada de frente—. No puedo tener hijos, Edward. Nunca. Y no puedes arreglar eso.

Se produjo un completo silencio en la habitación cuando Edward se sentó y me miró, perplejo.

—¿Por qué?

—Me quedé embarazada hace doce años. Sé que usaste condón, pero algo salió mal.

—¿Tenemos un hijo? —preguntó Edward con cautela. Yo sacudí la cabeza lentamente.

—No.

—Condones viejos—, respondió él—. Uno de mis amigos en la universidad me los dio cuando se echó novia y era una relación formal. Su novia tomaba la píldora. No sé cuánto tiempo los había tenido, pero cuando vi la caja después de volver a la universidad, estaban caducados. El látex se descompone pasado cierto tiempo. No pensé mucho más en ello porque nunca más volví a saber nada de ti. —Vaciló antes de preguntar en tono malhumorado—: ¿Por qué no me llamaste? ¿Qué pasó?

Respiré hondo y solté el aliento, intentando relajarme antes de explicárselo.

—Perdí al bebé. Tuve lo que se conoce como un embarazo ectópico, en el que el óvulo fertilizado se atasca en la trompa de Falopio. Esta se rompió y tuve que someterme a una cirugía de emergencia. Ya no puedo tener hijos, Edward. Soy estéril.

Vi el destello de sus ojos y casi pude escuchar las preguntas formándose en su mente. Me habría gustado simplificar la explicación, pero me di cuenta de que no iba a librarme sin contestar más preguntas.