Layla iba con expresión lúgubre en su carruaje por las calles de Chicago. Se sentía como la primera vez que había ido a la gran mansión hacía catorce años. Nerviosa, asustada, desesperada. No tenía demasiadas esperanzas de tener éxito esta vez, cuando ya había fracasado tan estrepitosamente antes.

El odio que albergaba aquel hombre era una locura. Cada vez que había ido a su casa a lo largo de aquellos años para hacerlo entrar en razón, Jiemma ni siquiera había querido recibirla. El hombre se negaba a escuchar sus súplicas. Se negaba a devolverle su vida. Layla tenía la esperanza de que con el tiempo aquel odio desaparecería, pero no era así. La amenaza todavía pendía sobre la cabeza de Jude… y sobre la suya. Santo Dios, ¿no eran quince años tiempo suficiente para que aquel malnacido saborearse su perversa venganza?

Layla era la única que lo sabía. Aquella había sido la estipulación de Jiemma para no matar a su marido. Jude jamás podría saber el auténtico motivo por el que ella lo había abandonado. Imaginaba que Jiemma tenía la esperanza de que Jude muriese de desamor, una historia que se repetía. Pero Jude era demasiado fuerte para eso.

Cada vez que iba allí, acababa reviviendo el primer acto de venganza de Jiemma y asimismo cómo Jude había estado al borde de la muerte. Layla se había culpado de aquello durante mucho tiempo, aunque ahora se preguntaba si era realmente culpa suya.

Aquella aciaga noche, Layla había corrido desesperada a Nashart en busca del médico. La herida de Jude parecía muy grave. El médico fue al establo por su caballo. Antes de que Layla pudiera volver a montar en el suyo, un hombre la arrastró a un lado de la casa, tapándole la boca con una mano. No la llevó lejos, solo hasta una zona sombría. Ella no reconoció su voz ni llegó a verle la cara.

—Se lo advertiré esta única vez —le dijo—: abandone a su marido o lo mataremos.

Layla no entendía nada. Creía que uno de los Dreyar le había disparado a Jude. Todo el mundo lo creería así. Pero lo que acababa de decirle aquel hombre no guardaba relación con aquella maldita rivalidad.

—¿Usted no es un Dreyar?

—No.

—Entonces, ¿qué tiene contra mi marido?

—Personalmente, nada. Trabajo para Jiemma…

—¿Mi antiguo vecino de Nueva York? —dijo ella incrédula. Aunque se dio cuenta de que era una conclusión disparatada por su parte ya mientras la decía.

Solo que no lo era.

—Veo que lo entiende.

—No, no lo entiendo. ¡Yo estaba prometida a su hijo Mard!

—Un compromiso que debería haber cumplido en vez de romperlo. El chico está muerto por culpa suya. Y su padre quiere venganza.

—Esto es absurdo. Rompí el compromiso hace cinco años. Si Mard ha muerto, lo siento, pero ¿cómo puede culparme su padre por ello?

—¿No lo sabe?

—¿Saber qué? No he vuelto a ver a esa familia. Sé que vendieron la casa y se marcharon de Nueva York poco después de que yo me casara con Jude, pero ni sé adónde fueron ni he vuelto a ver a Mard desde que le dije que no me casaría con él.

—Jiemma se trasladó con su familia a otro estado porque pienso que eso ayudaría a su hijo a superarlo. Pero no fue así. El chico se dio a la bebida para olvidarla a usted, y como tampoco lo logro, empezó a vivir al límite. finalmente se suicidó. Su nota de despedida decía que no podía seguir soportando el dolor del desamor. Jiemma me ha enviado a matar a su marido. La aflicción lo ha cegado de ira.

Por si no estaba ya horrorizada, aquello fue la gota que colmó el vaso.

—¡Han dicho que era una advertencia! ¡¿Y ahora dice que le ha pagado para matarlo?!

—No me ha pagado. hace años que trabajo para Jiemma. Lo intentó todo para sacar a Mard de la desesperación en que usted lo sumió. Y yo también. Nada funcionó. Y ahora Mard está muerto. Pero yo no soy un asesino desalmado. Tampoco lo es Jiemma, normalmente. Su primera reacción fue matar al hombre que le había arrebatado la novia a su hijo, aunque yo logré convencerlo de llevar a cabo una venganza menos sangrienta.

Layla se debatió, llena de ira.

—¡¿Y lo que ha hecho esta noche le parece poco sangriento?!

El tipo le dio la vuelta. La pistola que apretaba contra su espalda presionó su estómago. Layla seguía sin poder verle la cara en la penumbra, aunque tampoco es que importase, ya que solo era un lacayo de Jiemma.

—¿Preferiría haberse convertido ya enviudar? —le susurro—. No se equivoque, Jiemma no habría llegado donde está hoy sin tener una vena despiadada, y les culpa a usted y a su marido por su pérdida. Se vengará. No he podido discutirlo. La cuestión ahora es muy sencilla. Si Mard no pudo tenerla, ningún hombre lo hará. Por tanto, ¿está dispuesta a salvar la vida a su marido?

—¿Abandonándolo? —sollozó Layla—. Por favor, no me pida una cosa así.

—Alguien tiene que pagar, señora Heartfilia, con la muerte o con la desesperación. La elección es suya.

Layla no podía dejar de llorar, pero la cosa fue a peor.

—Hay una condición —añadió el hombre.

—¿Acaso no es suficiente?

—No; el dolor de su abandono tiene que herirlo profundamente. Así que no podrá contarle el verdadero motivo por el que lo abandona.

—Entonces necesitaré un poco de tiempo. Si me voy mientras se recupera de esta herida, jamás creerá que es eso lo que quiero.

—Tres semanas, ni un día más.

Layla había tenido la esperanza de encontrar algún modo deliberarse de aquel trato nefasto, pero no pudo. Cada vez que veía a Jude quejarse de su herida, recordaba que su vida estaba en sus las manos. Así que al final lo abandonó. No tenía elección. Pero al menos se llevó a una parte de Jude consigo, a su hija pequeña, y antes de huir protegió a sus hijos sellando una tregua con sus vecinos. Se habría vuelto loca de angustia si también hubiera tenido que preocuparse por la amenaza de los Dreyar.

Layla miró por la ventanilla del carruaje. Chicago era una ciudad muy interesante, de la que podría haber disfrutado si no la detestase tanto porque su verdugo vivía allí. Y porque tenía la vista nublada. Otra vez las lágrimas. Cada vez que afloraban los recuerdos, lloraba.

Catorce años atrás, había tardado meses en averiguar donde se había mudado Jiemma. Tenía muchos intereses y negocios por todo el país y viajaba asiduamente. No la sorprendió que hubiera elegido una ciudad céntrica como Chicago. Pensaba matarlo. Lo había meditado largo y tendido. Él era la causa de demasiado dolor y sufrimiento. Y no sería el único capaz de cobrarse venganza.

Ni siquiera había estado segura de que la recibiera. Un mayordomo la había acompañado a su estudio. Jiemma estaba sentado tras su escritorio, con los brazos cruzados. Sus cabellos cortos y castaños empezaban a encanecer, aunque era de esperar en un hombre cercano a los cincuenta. Layla se llevó una decepción al comprobar que todavía se lo veía bastante robusto. Si lo hubiera visto enfermizo, tal vez habría considerado la posibilidad de esperar a que falleciera de muerte natural. Pero ¡quería recuperar a su marido! Quería volver a reunir a toda la familia.

Jiemma no le había ofrecido asiento.

—¿Todavía te haces llamar señora Heartfilia?

—No me he divorciado de él.

—Eso no importa. Él, cualquier otro hombre… ¿Entiendes que no puedes tener a ninguno? Jamás.

—Ya ha tenido su venganza. Déjelo correr.

—Siento curiosidad. ¿Nunca le contaste la verdad?

—No. ¡Jude estaba destrozado!

—Lo dices con rabia, cuando la culpable eres tú.

—Está usted loco si me culpa por la debilidad de su hijo.

—¡Cómo te atreves! ¡Él te amaba! ¡Siempre te amó! Tú le diste esperanza y luego se la arrebataste.

—Mard y yo éramos amigos desde la infancia, nada más. No debería haberle dejado convencerme de casarme con él. Tuve dudas desde el primer momento, pero él estaba tan seguro de que seríamos felices que no tuve el valor de rechazarlo. Le tenía afecto y no quería herirlo. Cuando descubrí el auténtico amor vi la diferencia. Incluso Mard aceptó mi decisión de poner fin al compromiso.

—No, no lo aceptó, sólo lo fingió. ¡Te mintió! Nunca dejó de amarte, y tu amor acabo con él. Así que ¿cómo puedes pensar que no es culpa tuya, cuando le dijiste que te casarías con él y luego lo abandonaste por otro hombre?

—Creo que ya he sufrido suficiente. Esto tiene que terminar. Ya.

Layla había sacado la pistola del bolsillo y le apuntó. Pero su reacción no fue la que ella esperaba. De hecho, Jiemma se rio.

—Adelante. Mi vida perdió todo su significado cuando murió mi único hijo. Pero mi muerte no será el final de tu tormento, Layla Heartfilia. Los hombres a los que pago para que te sigan, continuarán haciéndolo cuando yo ya no esté. Está en mi testamento. Y el día que trates de volver a vivir con tu marido, o casarte con otro, será el día en que termine tu linaje, como tú terminaste con el mío.

Santo cielo, era peor de lo que pensaba. Layla había creído que la muerte de Jiemma pondría fin a su sufrimiento.

No obstante, con el paso de los años, había seguido intentando hacerle entrar en razón. Había vuelto a Chicago muchas veces, pero siempre inútilmente. Jamás la habían dejado volver a entrar a la casa. Solo había aceptado verla aquella única vez para asegurarse por sí mismo de que su venganza había llegado a buen puerto.

Ahora, mientras el carruaje se acercaba a la mansión Orland, Layla se preparó anímicamente para la decepción. Tenía que volver a intentar convencer a Jiemma de que abandonase su venganza. Seguiría intentándolo hasta el día que Jiemma Orland o ella murieran. Cuando se apeó, vio que todavía la vigilaban…