Lucy estaba furiosa cuando volvió a la cocina. Dio más de un portazo, incluida la puerta del horno cuando metió dentro bruscamente el pan para la cena. Sí, aquella era la casa de Laxus y seguramente estaba acostumbrado a pasearse de aquella manera después de un baño, pero, ¡santo cielo, ella no lo estaba! Ahora la cocina la llevaba una mujer, y no Ed el Viejo. Tendría que establecer algunas normas domésticas inflexibles. Salir del baño con solo una toalla estaría prohibido. Y que la besara, más que prohibido. Dios, eso la había puesto rabiosa. ¡Ella se lo había permitido! No le había puesto fin en el acto como debería haber hecho. Él la habría dejado en paz. Para el era sólo un juego: el flirteo, los comentarios subidos de tono, incluso los besuqueos juguetones.

Receló también de su excusa para aquel escandaloso alarde de piel desnuda. Probablemente quería pavonearse delante de ella. ¿No había dicho que se preguntaba dónde estaba? ¡Porque esperaba que ella estuviera en la cocina para comérselo con los ojos! ¿Acaso pensaba que se lanzaría a sus brazos, incapaz de resistirse a su portentoso físico, si lo veía medio desnudo?

En el suelo de la cocina no había ningún rastro de barro. O sea que… Miró en el baño. Vale, la ropa amontonada en el suelo sí que parecía embarrada. Aunque no había botas. ¿Realmente había sido tan considerado de quitárselas fuera para no mancharle el suelo? Lucy echó un vistazo fuera y abrió un poco más la puerta trasera. Ahí estaban las botas de Laxus, cubiertas de barro. Y también el cerdito, que de hecho se restregaba en las botas. Al menos había alguien contento.

—Te gustan los mimos, ¿eh? Aunque no vamos a hacer de esto una costumbre —le advirtió.

Lo secó con una toalla de cocina, luego volvió a dejarlo fuera y le dio un empujoncito en las ancas en dirección a la pocilga. Aquel animalillo nuevamente le había alegrado el humor. Su enfado se había esfumado… de momento. Aunque probablemente volvería si cruzaba otra vez su mirada con la de Laxus durante el día.

Él ya estaba en la cocina. Lucy no supo cuánto rato llevaba junto a la otra puerta mirándola, pero sí lo suficiente para haberla visto llevando al cerdito fuera.

—¿Ahora nos visita la cena? —preguntó con una sonrisa.

—Ni se te ocurra.

—No me digas que te has hecho amiga de un cerdo —repuso arqueando las cejas.

La idea era absurda, pero aun así Lucy levantó el mentón desafiante.

—Por supuesto que no, pero ¿y si fuera que sí?

—Con lo estirada que eres, Blondie, todo corrección y formalidad del Este, y ahora conviertes en mascota a un animal que va a crecer mucho, pero mucho, casi trecientos kilos…

Y Laxus rompió a reír con ganas. Era una risa casi contagiosa, de modo que Lucy casi ni pudo molestarse por su comentario. Aquel hombre sabía disfrutar de la vida y le encontraba la gracia a las cosas más insignificantes. Pero Lucy lo había mirado demasiado rato. La imagen de su amplio pecho desnudo le volvió a la mente. Bajó los ojos, recordándolo… y lo que había venido luego. Su corazón se acechó.

Se acercó presurosa a la cocina, cogió un cucharón y empezó a remover vigorosamente la sopa, tanto que se derramaba de la olla. Terminada la risotada, Laxus estaba de repente a su lado, aunque solo para servirse una taza de café. Sin embargo, no se alejó una vez hubo vuelto a dejar la cafetera sobre la cocina.

Lucy evitó mirarlo, pero notó que él sí que la miraba. ¿Iba a ponerla siempre tan nerviosa? ¿Y era exactamente nerviosismo lo que le hacía sentir? Fuera lo que fuere, era perturbador. Tal vez hablando se quitaría de la cabeza la imagen de su torso desnudo.

—¿Cómo te has embarrado tanto?

—Uno de nuestros trabajadores más antiguos, Caleb, capturó a un caballo cimarrón cerca de aquí. No formó parte de tu cuadrilla de barrenderos, así que todavía no lo conoces. No tenemos muchos vaqueros casados trabajando en el rancho, pero construimos algunas casas en el extremo norte de la propiedad para los que se casan y quieren seguir con nosotros. Caleb es uno de ellos. Espera un segundo hijo para cualquier día de estos. El caso es que trajo un cimarrón y pretendí domarlo. Podría haber elegido un día mejor para hacerlo. Sabía que me tiraría varias veces antes de rendirse.

—Y entonces, ¿por qué no has esperado?

Laxus sonrió.

—Porque sigo tratando de batir el récord de Hibiki Heartfilia.

Lucy se sorprendió de oír el nombre de su hermano y preguntó con cautela:

—¿Y qué récord es ese?

—Hibiki me desafió hace un par de años a un concurso de doma de caballos en el pueblo. Trajo una reata de seis caballos salvajes que había capturado y le pidió al sheriff que contara el tiempo, ya que no podíamos confiar en que nadie de las dos familias fuese imparcial.

—¿El tiempo de qué?

—El que tardábamos en domar cada caballo. Ganarían los dos mejores tiempos de los tres caballos que le tocaban a cada uno. Pero los dos primeros ya los domó en la mitad de tiempo que yo. Tendría que haber sabido que estaba condenado a perder desde el momento en que afirmó haber capturado él mismo a los seis. Más tarde supe que lleva años domando caballos salvajes. Lo hace por diversión, de modo que es todo un experto.

Lucy recordó a Hibiki contándole sobre aquella inusual afirmación suya. Seguía a las manadas salvajes. El desafío que más le gustaba era capturar a una de las yeguas sin alertar al semental que las guardaba. También rescataba a cimarrones recientes antes que el semental de la manada se pusiera demasiado agresivo.

Lo que Laxus acababa de describir resultaba muy parecido a lo que estaba haciendo Makarov al privar a Jude de su ama de llaves. Una broma. ¿Así que a ambos bandos les gustaban las bromas? Eso no sonaba a enemistad a muerte. Le hizo preguntarse si la rivalidad habría muerto por sí misma si las proximidad de la boda no hubiera sacado de sus casillas a sus hermanos. ¿Se habría calmado para convertirse simplemente en desconfianza, insultos y bromas hasta ese año? ¿Iba a ser justamente lo que había comportado una tregua tantos años atrás lo que ahora iba a echarla por la borda? Aunque olvidaba el agua en disputa, la maldita agua que no querían compartir. Y lo furiosos que estaban los Dreyar aquella misma mañana cuando habían salido cabalgando para enfrentarse a su familia. No, ni se había acabado ni era inofensiva.

—Si logras batir su récord, ¿piensas volver a desafiarlo?

—Depende de cómo vaya esta año. Tal vez lo desafíe a otras cosas.

Lucy palideció cuando vio que se llevaba la mano a la pistola mientras lo decía. ¿Un duelo? ¡¿Con su hermano?!