Capítulo 31

La Navidad se ciñó sobre Cornwall más rápido que caballo desbocado. El espíritu de sus vecinos pareció transformarse de la noche a la mañana del desánimo a la esperanza. Aunque en realidad no había habido ningún cambio que pudiera justificar la alegría que pareció invadir a todo el mundo era la época del año, supuso Ross. Ahora varios tributarios de la mina habían decidido dejar su escaseantes vetas e ir a ayudar a cavar en el nivel 40, parecía ser la única esperanza. Ellos también estaban de acuerdo con Ross que, si seguían excavando allí, eventualmente encontrarían cobre o en su defecto darían con algún viejo túnel de Wheal Maiden, una mina abandonada que había sido muy rica en estaño. Ross no pagaba directamente a los tributarios, ellos sacaban su ganancia de lo que encontraban y le dejaban un porcentaje a él, así que el efectivo escaseaba más que antes. Pero no les quedaba alternativa, o la otra alternativa era cerrar definitivamente la mina.

Al menos en Nampara si hubo una mejoría, muy pequeña, pero de la que Ross se abrazaba fuerte, literalmente. Demelza ya estaba recuperada de la neumonía que vino como consecuencia de la hipotermia. Se había mejorado rápido, como el bueno para nada de Choake había dicho. Demelza era joven, fuerte y llena de vitalidad. Y Ross no le había sacado los ojos de encima desde que la trajo desmayada del acantilado. Se había asegurado de que estuviera cómoda y le había dado todos los cuidados de los que estuvieron a su alcance. Cuando se despertó controló que tomara el brebaje que le había dejado el médico y que tomara mucho líquido y respirara el vapor con hierbas que Prudie le preparaba. Demelza le había dado las gracias por salvarla y cuidar de ella en varias ocasiones, pero no tenía nada que agradecerle. ¿Qué otra cosa hubiera podido hacer? Se veía tan frágil cuando la trajo. De verdad había llegado a pensar que la perdería, una extraña sensación aún oprimía su pecho cada vez que lo pensaba. Pero Ross sacudía la cabeza para alejar esos oscuros pensamientos. Demelza ya estaba bien, ya estaba sana. Solo en el peso que había perdido se notaba el rastro de la enfermedad y ahora Ross volvía a casa para todas las comidas para asegurarse que comiera el plato entero, y un poco más. Ella se quejaba y protestaba que ya no le entraba un bocado, pero Ross no se movía hasta que no se terminaba la última migaja de pan.

Su trato con el aún no era el mismo que antes. Era cordial, sí. Y cuando la sorprendía con la guardia baja hasta podía arrancarle una sonrisa. Pero aún había una frialdad, una distancia que Demelza interponía entre ellos que Ross no sabía cómo sortear. Al menos no conscientemente. Unos días atrás al regresar cansado de la mina de alguna forma ella había terminado sentada en sus rodillas y él la había abrazado, prendido a ella como un niño recién nacido al pecho materno. Extrañaba su afecto, su alegría, el calor de su cuerpo. Ross había enterrado el rostro en su cuello para que el perfume de su piel inundara sus sentidos. Había apoyado los labios en su garganta, mientras ella con los brazos alrededor de sus hombros y sus dedos moviéndose entre su pelo murmuraban palabras de ánimo. Había sentido su respiración entrecortarse cuando presionó sus labios más fuerte en su cuello y subió besando, centímetro a centímetro, hasta su mandíbula. Había acariciado con sus labios su mejilla, rozado con su barba crecida su piel suave de la forma que él sabía a ella le gustaba. Pero cuando estuvo a punto de llegar a sus labios, ella se había puesto de pie de golpe y dijo que iría a controlar la cena, dejándolo con el aliento entrecortado.

El día siguiente al llegar a casa la había llamado desde la sala. La esperó sentado en el mismo sillón junto al fuego y le había pedido que le ayudara a quitarse las botas de nuevo. Después que fuera a buscar las pantuflas había vuelto a rozar sus dedos y, después de dudarlo por un minuto, se volvió a sentar en su regazo. Al tercer día Ross notó que las pantuflas ya lo esperaban junto al fuego y Demelza emergió de la cocina sin que tuviera que llamarla. Se sentía bien en sus brazos, cálida y más receptiva. Aunque claro, el límite continuaba existiendo. Otra vez más Ross había comenzado a besar su cuello, prestando especial atención a ese punto que parecía encenderla tanto cuando hacían el amor. Le pareció sentirla suspirar, pero no podía verla enterrado como estaba entre sus cabellos. Pero en el instante que sus labios cambiaron el rumbo, el mismo en que una de sus manos se dirigió a sus senos, otra vez se levantó de golpe con la excusa de buscar algo en qué diablos sabe dónde. Así que aprendió que debía contentarse con abrazarla y rozar su mejilla de tanto en tanto. Pero valía la pena al notar que Demelza volvía a ser un poco más ella misma. Al menos ahora conversaba animadamente con él también. Le preguntaba sobre su día y le hacía sugerencias sobre Wheal Leisure. Ross podía debatir con ella las diferentes ideas que tenía en mente por más inaplicables que fueran. No se había percatado antes de que ella tuviera tanto conocimiento sobre minería. "Todos en mi familia son mineros." – había dicho. También le contaba sobre Jinny. La hija de Zachy Martin venía seguido a visitarla. Entre susurros, como si alguien más pudiera oírlos, le contaba que ya se notaba el cambio en su barriga y que estaba muy afligida porque Jim no quería casarse hasta que no tuvieran un lugar donde vivir y su madre estaba furiosa. También le leyó las cartas que Verity le enviaba. Su prima le enviaba saludos, y contaba lo hacía en Trenwith y cómo iban los preparativos para la fiesta de año nuevo. Ross frunció el ceño.

"¿Y qué le cuentas tú?"

"Pues, lo aburrida que estoy aquí encerrada."

Pero Ross no creía que Demelza pasara todo el día adentro. El jardín se veía muy prolijo para que fuera así.

Era imposible. Por más que quisiera resistirse, proteger su corazón. Ross se estaba comportando tan bien con ella. Desde el accidente, después de salvar su vida y cuidarla mientras estaba convaleciente, Ross pasaba más tiempo con ella ahora que nunca antes. Era abierto, le hablaba y contaba cosas mientras comían. Quizás porque ella que era la charlatana antes, no conversaba mucho y él se veía obligado a llenar el silencio. Pero aun así, él podría no volver a almorzar con ella, antes no lo hacía. Él había sido sincero con ella y se había quitado un peso de encima al hablarle de sus verdaderos sentimientos. Su esposo la apreciaba y la protegía. Y hasta cierto punto la quería también, de eso no tenía ya más dudas. Pero entonces porqué, aún cuando había estado de acuerdo y aceptado lo que tenía que ofrecerle, ¿porque aún algo dentro de ella se resistía todavía?

Si bien ella ya estaba repuesta de su odisea, aún no habían vuelto a tener intimidad. Y Demelza sabía que la deseaba. Lo podía sentir cada vez que le ofrecía sus labios cada mañana al despedirse para ir al Wheal Leisure. O cuando volvía y la sentaba sobre sus piernas a contarle de su día, un par de veces estuvo a punto de sucumbir a sus besos. Ella lo extrañaba también, extrañaba la pasión que compartían, extrañaba estar unida a él en cuerpo y alma; solo que le dolía que su alma fuera de alguien más y Demelza quería proteger su corazón y no sabía si podría hacerlo si estaba perdida en la tormenta de sensaciones que Ross despertaba en ella. Pero hasta en eso él la había respetado.

Cada noche era una oportunidad para dejarse llevar por el deseo de estar juntos. Pero cada vez que Ross se acercaba, cuando sus dedos rozaban sus caderas o sus labios se hundían en su cuello, ella se ponía rígida y se alejaba. Solo un poco, lo suficiente para que él se diera cuenta que no quería. Pero sí que lo quería, lo deseaba con todo su ser. Y Ross se acostaba boca arriba y ella se giraba para acurrucarse contra su pecho. Era injusto para él. Era injusto para ambos. Y aunque Demelza veía su obvia excitación, su erección debajo de las mantas o apoyada contra ella en las mañanas, él no se lo reprochaba. Y parecía estar contento, satisfecho con el mero hecho de que ella se hubiera recuperado. Como si perderla hubiera sido perderlo todo. Todo era una confusión.

Con el pasar de los días se fue relajando. Sus vecinas, sabiendo que se estaba recuperando de una enfermedad y no podía salir de casa, venían a visitarla y a ofrecerle cosas para comprar. Al parecer era algo habitual en época navideña y Demelza, que jamás había tenido un céntimo para comprar nada, se vio tentada en comprar algo para sus hermanos y para los niños de la Señora Martin y el bebé por nacer de Jinny que tanto se habían preocupado por ella en esas semanas. Ross pareció complacido también cuando le dijo, no había gastado tanto, y estaba dentro del presupuesto que tenía para las cosas de la casa. Y, si bien tenía órdenes estrictas de no salir se la Nampara, Demelza había extendido ese límite hasta la pared de piedras que rodeaba la casa, lo que le permitía sentarse bajo el sol a coser o trabajar en su jardín. Todo bajo la estricta supervición de Prudie por supuesto, que era tan mandona como Ross en esos días. Pero la mujer no le decía nada a su amo sobre lo que la Señora hacía mientras él no estaba. Así que Demelza estaba más animada con cada día que pasaba y tenía muchas ansias por ir a la reunión que el primo Francis había organizado para ella.

Fue la noche anterior al día de Nochebuena que Ross logró romper esa barrera que lo mantenía alejado de su esposa. Habían conversado animadamente desde que llegó de la mina, más de lo habitual. A Demelza también la había invadido el espíritu navideño. Casi saltó de la silla de alegría cuando Ross le dijo que se había acercado hasta la iglesia de Sawle para asegurarse que el coro de cantantes de villancicos pasara por Nampara el día siguiente. Demelza solo había escuchado un coro una vez que había ido a una misa de Navidad con su madre, le había parecido mágico y hermoso. Jamás se habría imaginado que podrían ir a su casa, a cantar especialmente para ellos. No podía dejar de sonreír pensando con que les convidaría. De seguro algo caliente para afrontar el frío, y algo más fuerte para los adultos. Tendría que hacer más dulces. Ya se había comido la mitad de los que había hecho. A ese paso no quedaría nada para el día siguiente, ni para Navidad. También le quería enviar a sus hermanos.

Demelza jugueteaba con la comida en su plato mientras Ross le relataba cuanto le gustaba cuando el coro venía a Nampara cuándo era un niño. Él y su hermano los esperaban con ansias, todo el día con la nariz pegada en la ventana mientras su madre preparaba la cena de Nochebuena. Cuando Ross terminó de comer, ella estiró el brazo para tomar su plato.

"No hay apuro. Termina tu comida."

"Estoy repleta, no me entra otro bocado."

Ross la había mirado fijamente por un instante y luego con voz muy seria dijo: "Termina tu cena o te pondré de nuevo sobre mis rodillas." – y había arqueado una ceja. Toda la sangre pareció subir a sus mejillas que al instante se tornaron de un color rosa encantador.

Ross no pudo mantener el gesto serio por mucho tiempo y sus labios se curvaron en una sonrisa maliciosa. La clase de sonrisa que hacía temblar todo su cuerpo y estremecerse de anticipación, con un calor de deseo que llegaba a sus partes más íntimas. Debería morirse de vergüenza que la mención de ese acto tan humillante despertara esa reacción en ella. De repente se veía completamente desnuda sobre la falda de Ross, su mano dando nalgadas en su suave trasero y acariciándola allí, entre sus piernas, entre nalgada y nalgada. Demelza apretó las piernas para sofocar el cosquilleo que se había despertado.

"Quizás seas tu quien tiene que recibir un castigo por cómo te has comportado." - Dijo sin pensar. Y la imagen que tenía en su cabeza cambió. Ahora era Ross quien estaba sin ropa sobre sus piernas, su espalda bronceada en sus manos y su trasero a su merced. Se le hizo agua la boca.

Ross río con ganas y la miró con ojos llenos de lujuria. Allí estaba su esposa. Sensual, inocente, provocadora. Su polla se movió en el confín de sus pantalones.

"Cuando tú quieras, cariño. Estoy a tu entera disposición."

Fin del Capítulo 31