Dolorosas Despedidas

Resumen: Albus da una terrible noticia. Remus se despide luego de asimilarla. Sirius recibe una extraña visita y se desahoga.

Remus y Sirius se habían sentado a solas frente a la chimenea del saloncito del cuarto piso en que dormían, luego de dejar a los chicos hablando en el del primer piso. El castaño había llevado el pensadero que Dumbledore le había dejado a Harry y la botellita con sus pensamientos que le había entregado meses atrás, en la última reunión en que el anciano se había dirigido a los miembros de la O.D.F. como su líder. Justo después de la reunión Albus le había entregado aquél frasquito, pidiéndole que lo abriese el día que estuviese listo para despedirse definitivamente de Jennifer.

Estuvo tentado de hacerlo en varias oportunidades, pero cuando se enteró que Sirius estaba vivo y volvería comprendió que debía hacerlo en presencia de su amigo. Estaba seguro que él también necesitaría despedirse de Angelica. Con lo ocurrido tras El Velo de la Muerte sabía ahora que no era de las gemelas de quien necesitaban despedirse, sino de Albus Dumbledore (el hombre que les mintió en un momento crucial de sus vidas) así como también del dolor desgarrador que vivieron entonces.

Lo había conversado con Sirius minutos antes y él estuvo de acuerdo. Habían invitado a Nymph y Meg a estar presentes, pero las dos les habían dicho que los esperarían en las habitaciones para que estuviesen totalmente tranquilos para aquello.

Los ojos miel y los grises no se despegaron ni un momento del frasquito mientras el castaño vertía su contenido en el pensadero, suspiraba y lo activaba. Los dos retuvieron el aliento al ver aparecer al que había sido su suegro en su oficina, con una expresión de abatimiento tal que de inmediato los transportó a lo ocurrido dieciséis años atrás.

—Me ha costado mucho aceptar lo que me pidió Isolde para protegerlas —meditaba en voz alta y triste Albus. Tenía un nudo en la garganta y parecía haber envejecido esa noche cien años de golpe—. Sólo cuando me aseguraron que las dos están estables y existe una posibilidad que mis gemelas sobrevivan he podido salir de la casa que creé con mi esposa para nuestras hijas. Desearía estar con ellas, pero en lugar de eso he tenido que aparecer aquí y pedirle a Fawkes que le llevase a mi amigo Alastor Moody la nota que logré escribir con mi letra temblorosa. Espero que la entienda y pueda venir de inmediato. Yo… no puedo solo.

Cuando el auror llegó a la dirección y vio su rostro palideció y se sentó.

—Están muertas, Alastor. No pudimos hacer nada. —dijo en voz muy baja. Sentía que se le desgarraba el alma con cada palabra que pronunciaba, como si fuese él y no los mortífagos quien finalmente les ocasionaría la muerte.

—Albus… Yo… Lo siento amigo. —fue lo único que pudo decirle, totalmente abatido.

—Isolde… Ella me culpa de sus muertes —le confió. Al ver la expresión interrogante de su amigo suspiró y se explicó—. Jamás estuvo de acuerdo en que las niñas viniesen al colegio, sabiendo que Voldemort ya empezaba a mostrar… —Sus labios temblaron, el recuerdo de aquella conversación vivo en su memoria—. Si yo le hubiese hecho caso ellas no… —El nudo en su garganta se apretó y no pudo terminar.

—No te atormentes así, amigo —le pidió el auror, preocupado por el estado en que lo veía—. Voldemort no respeta muggles o magos. No hay lugar en que estuviesen a salvo.

Albus cerró los ojos y apretó los puños con fuerza. Si lo había, con Isolde en Ainsley, lejos de aquella absurda guerra.

—Ellas fueron dichosas, Albus. Desarrollaron su capacidad mágica y no se sintieron rechazadas, como generalmente ocurre con los magos entre los muggles —continuó el auror, intentando procurarle un consuelo a su atormentado amigo—. Una vez Angelica me dijo que siempre estaría agradecida contigo por haberla traído aquí, porque eso le permitió conocer a su esposo y sus mejores amigos.

El hombre, envejecido bruscamente por el peso de lo ocurrido, abrió sus ojos azules para mirar a su amigo, dejándole ver a su acompañante su profundo dolor y el tormento que aquejaba a su alma.

—No tengo la fuerza para decírselos, Alastor —le confesó luego de un par de minutos de denso silencio—. Ni siquiera tendrán cuerpos o tumbas sobre los que puedan desahogar su pena. Isolde… Ella… Enloqueció de dolor cuando le dije que alguien nos había traicionado… Ella… Ni ellos ni yo tenemos dónde ir a llorarlas porque… —No pudo terminar. No lograba decir la mentira que ella le había pedido que dijese.

El auror abrió desmesuradamente los ojos al oír aquello y tragó saliva.

—Tengo que convocar una reunión de La Orden del Fénix y dar la noticia de su fallecimiento como si se tratase sólo de otros dos miembros más que hemos perdido y no mis hijas —pensó Albus en voz alta, abatido—. Sólo Minerva, los Potter, los Longbottom, ellos y tú saben la verdad —agregó al ver la expresión de su amigo—. Prefiero que siga así mientras descubrimos quién es el traidor. No quiero darle más armas al enemigo.

—Y así será, amigo. Pero… ¿Estás seguro que Remus y Sirius deben enterarse de esto en una reunión de La Orden del Fénix? ¿No sería mejor que hablases con ellos antes? El golpe será muy duro.

—Lo sé pero tengo dos buenas razones para hacerlo así. Hemos llegado a sospechar en algún momento tanto del uno como del otro como posible traidor. Y… No tengo la fuerza para responder sus preguntas, Alastor. Tú las viste cuando fuimos a rescatarlas, al igual que quienes nos acompañaron.

El viejo auror asintió con pesar. Jamás podría olvidar a aquellas dos jóvenes, con sus cuerpos heridos de manera tan cruel. Vinieron en seguida a su memoria las palabras del medimago jefe a su amigo, luego de examinarlas en el hospital, cuando le dijeron que estaban embarazadas y que no había nada que pudiesen hacer para salvarlas a ellas ni mucho menos a las criaturas que esperaban.

—¿Remus y Sirius saben que estaban embarazadas? —le preguntó luego de dudar durante varios minutos.

—Ni siquiera creo que ellas lo supieran. —le respondió totalmente abatido. Su esposa le había dicho que era casi imposible que los bebes sobreviviesen.

—¿Para cuándo convocarás la reunión? Sabes bien que en un par de horas sabrán que algo va mal con ellas, cuando no aparezcan en el Valle tampoco hoy.

—Nos vemos en la mansión Potter en media hora. Necesito al menos unos minutos para poder… Los Potter están bien protegidos mientras el guardián esté a salvo, pero los Longbottom… Por favor, necesito que se incremente la vigilancia pero…

—No te preocupes por eso. Yo me hago cargo.

—Gracias amigo —Cerró los ojos, triste—. Pasa Minerva. —dijo al oír los golpecitos en la puerta del despacho.

—Albus, ¿cómo están? —entró en ese momento la subdirectora.

—Me voy a coordinar lo que hace falta para la reunión —se despidió el auror. Acercándose rápida y disimuladamente a la mujer le susurró en tono preocupado—: No lo dejes solo. —desapareciendo en seguida por la chimenea.

—Apenas vivas —le respondió Albus un instante después que quedasen a solas—. Isolde, Catherine y Charlton Brown lograron estabilizarlas pero… Están embarazadas, Minerva, pero es prácticamente imposible que los bebes sobrevivan. Ni siquiera sabemos si ellas… Mi esposa me ha pedido que las de por muertas para nuestro mundo desde ya, como forma de protegerlas de otro ataque.

—Oh Albus. —le dijo totalmente apesadumbrada la mujer, colocando una de sus manos sobre las suyas en señal de apoyo.

—Sólo tú sabrás la verdad. Para todos, incluyendo a Remus y Sirius, han muerto hoy en la madrugada. Daré la noticia de la muerte de Angelica y Jennifer White en unos minutos a La Orden del Fénix. —finalizó cabizbajo.

De los ojos de la subdirectora se escaparon las lágrimas sin que pudiese evitarlo. Las imágenes que había visto la tarde antes, cuando fueron a rescatarlas, estaban frescas en su memoria. Comprendía tanto el dolor de madre de Isolde como el de padre de su amigo Albus. No quería ni imaginarse el tener que estar en su posición. Se quedó acompañándolo en silencio, viéndolo deprimido, angustiado y meditabundo.

Remus alejó la varita del pensadero al ver a Sirius levantarse de la silla y alejarse hacia la puerta. Tragó saliva al verlo golpear con el puño cerrado la pared junto a la puerta.

—¿Estás seguro de querer continuar? —le preguntó con un tono de voz tan extraño que le pareció que había hablado otra persona.

Por toda respuesta escuchó a su acompañante empezar a relatar lo que él había pensado y sentido el día de la última reunión de la Primera Orden del Fénix en que estuvieron los dos, que fue también la última vez que se vieron hasta su reencuentro en la Casa de los Gritos cuatro años atrás. Sin darse siquiera cuenta él empezó a completar lo que Sirius decía, completando los dos la información que empezó de nuevo a mostrar el pensadero.

Estaba desesperado, sólo por eso se había presentado en la reunión. Necesitaba ayuda para buscarla.

«Siempre le he respetado sus secretos, su independencia, pero llevo demasiadas horas sin saber de ella. Estando en guerra… ¿Por qué siento esta extraña y angustiante opresión en el pecho? ¿Dónde está Angelica? ¿Por qué no llegaron ni ella ni la gemela al Valle anoche?», se preguntaba Sirius inquieto.

Había visto las miradas nerviosas y la tensión en Remus.

«¿Estará preocupado por Jennifer? ¿Será él el traidor? No pensaría así de no ser por aquella mentira hace dos meses, cuando mi esposa también había desaparecido… Pero luego ella regresó y dijo algo que no coincidía totalmente con lo dicho por mi amigo… Aparecerá de nuevo esta vez. Sí, tiene que volver, y esta vez les arrancaré la verdad sobre a dónde va a Angelica, a mi cuñada, a mi amigo… ¿Mi amigo? ¿Aún lo es? Sí, mientras él esté encubriendo en algo a mi mujer por influencia de la gemela y no traicionándonos aún es mi amigo», cavilaba el animago mirando con aire ausente a todos a medida que llegaban.

«¿Dónde estás amor mío? Voy a enloquecer si no apareces pronto. Esta sensación extraña en mi corazón me está matando», clamaba Sirius mentalmente, angustiado.

«¿Dónde se han metido? ¿Por qué siento un dolor en mi corazón aún más terrible que los que convulsionan mi cuerpo durante mis transformaciones? Si no aparecen en la reunión le diré toda la verdad de la desaparición de Angelica a Sirius e iremos los dos a buscarlas, aunque rompa mi promesa a Jennifer y luego me reclame por aquello hasta quedar sin voz», decidió Remus al ver la expresión de Sirius.

«Si no le hubiese mentido a mi amigo en esa oportunidad no me miraría con esa desconfianza y hubiésemos unido esfuerzos anoche. Estoy seguro que, al igual que yo, Sirius ha pasado la noche buscándolas», pensó el licántropo viendo las ojeras y la barba incipiente de su amigo, además del brillo desesperado en los ojos grises.

«¿Habrán ido a hablar con sus hermanos o su mamá? Pero ¿Por qué no nos avisarían que ellos regresaron o que ella quería verlas? Jennifer siempre busca la forma de avisarme si va a ir con ellos. Ella me lo prometió y siempre cumple sus promesas», seguía intentando el de ojos miel conseguir una explicación lógica para la desaparición de las gemelas desde hace tantas horas.

«Por favor, aparece Jennifer. Te lo suplico, ya no puedo más», pensaba Remus en su desesperación.

Los dos hombres palidecieron al ver entrar al director del colegio y cerrarse la puerta de la Sala de Reuniones. Su palidez, sus ojeras, el aspecto abatido que sólo se le veía cuando moría alguien, les posó un nudo en la garganta a todos los presentes.

«Sólo que es demasiado marcado, como si… No, no puede ser. ¿Quién?», pensaron simultáneamente. Miraron rápidamente a todos los presentes y sintieron que su angustia se disparaba al máximo. Sólo faltaban tres personas en la reunión que no estaban en San Mungo u ocultas desde el día antes.

Un minuto después, cuando Peter Pettigrew abrió la puerta y entró pidiendo disculpas por su tardanza, los dos palidecieron al extremo y se giraron a mirar a su líder con la misma expresión de terror en sus rostros.

—Me temo que los he llamado para darles una noticia terrible —dijo el director, con su dolor reflejándose en su voz a pesar de sus esfuerzos para mantenerse lo más sereno posible—. Ayer a final de tarde Angelica pasó a buscar a Jennifer a la salida de su trabajo en San Mungo. Recibieron una nota según la cual Remus y Sirius habían sido atrapados por mortífagos y los estaban torturando. Los dos estaban de misión y ellas no pudieron contactarlos.

Hizo una pausa para tomar aire y lograr mantenerse bajo control. Viendo los rostros de los dos pálidos, denegando frenéticamente Sirius, petrificado Remus, desvió la mirada y se concentró en el recuerdo del rostro de su esposa para poder seguir con lo que ella lo había convencido que tenía que decir para mantenerlas a salvo.

—No pudieron ubicarme tampoco y enviaron esa nota con otra a Alastor, dirigiéndose seguidamente al lugar en que se suponía los tenían. Allí las estaban esperando un nutrido grupo de mortífagos que… —Apretó los puños y una rebelde lágrima se escapó de sus ojos azules—. Llegamos tarde, las habían herido gravemente. Murieron hoy en la madrugada. La mamá se ha llevado los cuerpos y ha desaparecido con ellas. No habrá funeral.

—¡NOOO! —gritó enfurecido y desgarrado por el dolor Sirius, teniendo que sostenerlo Hagrid para evitar que se precipitase sobre el director que se sentó abatido en una silla.

Emmeline, que estaba junto a Remus, le apretó el brazo derecho e intentó girarlo hacia ella para que la mirase, pues su rostro había caído hacia delante con los ojos cerrados al oír lo último. La bruja frunció el ceño al no lograrlo y le intentó agitar, instalándose un nudo en su garganta al sentir que estaba tan rígido como una piedra.

—Remus lo siento. —le dijo suavemente, esperando oírlo gritar como al pelinegro que desahogaba en ese momento su dolor gritando y golpeando al guardabosques del colegio. Pero el castaño no reaccionó. El único movimiento que había en su cuerpo era el de su respiración, tan leve que apenas era perceptible.

—Jennifer era tan dulce —comentó entre sollozos Arabella, de pie junto a Emmeline—. Y Angelica siempre me visitaba y hablaba conmigo.

La no reacción del castaño alarmó a la bruja de pelo negro y mirada generalmente contemplativa, que en ese momento reflejaba miedo.

—Remus. ¿Me oyes Remus? —Emmeline se asustó por su falta de respuesta— ¡REMUS! —gritó desesperada.

Sirius llegó junto a ellos en tres zancadas al oírla.

—¿Fuiste tú? —le preguntó con la voz cargada de rabia y desesperación al castaño.

Frunció el ceño al no verlo reaccionar, enfureciéndose aún más, asestándole de inmediato un golpe en el rostro.

—Basta Sirius —intervino Alastor al ver al castaño en el piso, con sangre saliendo de su boca—. Llévatelo, Hagrid —le pidió—. ¿Cómo estás, Remus? —le tendió la mano para ayudarlo a incorporarse, abriendo los ojos alarmado al ver que no se movía—. ¿Remus? Sturgis, ayúdame a levantarlo y sentarlo en esa silla. —le pidió al hombre junto a ellos.

—Episkey. —le curó el labio totalmente partido Emmeline, que le lanzaba miradas asustadas al auror pues el castaño no se quejó ni hizo ningún movimiento cuando ella le limpió con un poco de fuerza la sangre en la quijada. Ni siquiera movimiento reflejo por el dolor vieron en su rostro.

—Remus, hijo, ¿me oyes? —intentó de nuevo Alastor. Suspiró y tomó aire profundamente antes de decir lo único que estaba seguro lo haría reaccionar—. Jennifer está muerta y no volverá a estar jamás a tu lado. —Al ver que empezaba a denegar, las lágrimas empezando a escapar de sus ojos miel, comprendió que había logrado llegar hasta él.

»La has perdido como muchos han perdido a quienes quieren en esta guerra. Pero tienes que pelear para que no siga ocurriendo, para que otros sobrevivan. Ella luchaba por eso en las batallas con la misma pasión con que luchaba en el hospital por salvar vidas —le dijo con tono sereno intentando hacerle entrar en razón. Notó que miraba alrededor, buscando a alguien con desesperación. Tomó aire y le gritó—: JENNIFER ESTÁ MUERTA, ACÉPTALO.

—No. —gruñó Remus, desapareciéndose en seguida.

—Sirius se ha desaparecido. —entró en ese momento a avisarles Rubeus Hagrid, su rostro lleno de lágrimas.

—Iré por Sirius. Ve tú por Remus. —le dijo Albus a Alastor, desapareciendo los dos en seguida.

—Vamos a buscarlos nosotros también. —apoyó Minerva, organizando a los que habían quedado en la Sala.

Los dos permanecieron un par de minutos en silencio, hundidos por el peso de los recuerdos de aquél día. Con el ceño fruncido vieron que el contenido del pensadero se arremolinaba de nuevo y empezaba a mostrar algo, notando lo que no habían visto antes: estaba activo sin que ninguno de los dos lo hubiese activado con o sin varita. Sorprendidos y con el corazón oprimido observaron la siguiente memoria.

Albus Dumbledore se apareció en El Valle de Godric, aprovechando las sombras de la incipiente noche para llegar a la pequeña casita en que se habían refugiado los Potter. Tomó aire y llamó a la puerta, entrando rápidamente cuando James le abrió varita en mano.

—¿Sirius está aquí? —preguntó rápidamente.

—No. Aún no llega —le respondió el pelinegro, mirándolo preocupado con sus ojos color avellana tras sus lentes—. ¿Qué pasa, Albus?

—Por favor pídele a Lily que venga. Sólo tengo fuerzas para contarles una vez, no creo poder repetirlo. —le pidió con las lágrimas aflorando a sus ojos en su rostro envejecido bruscamente.

James se alarmó y lo ayudó a llegar hasta el mueble de la sala, sentándolo allí. Luego salió corriendo para buscar a su esposa. Bajaron los dos con el pequeño dormido y lo acostaron en el corralito que tenían en la sala.

El director se había levantado y miraba por la ventana la oscuridad de la noche. La pequeña fracción de la luna no era casi visible por la alta nubosidad, así como tampoco las estrellas. Su corazón estaba junto a sus hijas, dándoles fuerzas para seguir viviendo. Su mente era atormentada por las palabras de su esposa. Las lágrimas se escapaban de sus ojos azules. Sentía que no tenía fuerzas para seguir sin desahogarse con alguien.

—Albus, ¿qué pasa? —le preguntó Lily con voz dulce, presionándole levemente en el brazo con cariño.

Abrió mucho sus esmeraldas al verlo girarse, envejecido y sollozante. Con cariño fraternal lo atrajo hacia ella en un abrazo. Miró a su esposo interrogante al sentir al anciano sollozante aceptar su abrazo y aferrarse con desesperación a ella. Frunció el ceño al oír que murmuraba los nombres de las hijas, dos de sus tres mejores amigas.

James la ayudó a llevarlo de nuevo al viejo mueble. La dejó con él y fue a la cocina a preparar rápidamente el té que su mamá le daba, cuando él era niño, a su tía Alyssa cuando estaba triste. Buscó además poción tranquilizante con un nudo en la garganta. Se temía la razón por la cual el director del colegio, envejecido bruscamente, había llegado en ese estado preguntando por su mejor amigo.

Albus luego de beber el té con la poción que le dio aquél joven, a quien siempre había apreciado como un hijo más, y habiéndose tranquilizado un poco les contó lo ocurrido desde el día anterior con casi toda la verdad. Les dijo que Isolde y los Brown no las habían podido salvar, como su esposa le había pedido. También sus motivos para decirles a sus yernos aquello frente a toda La Orden del Fénix. Escuchó muy triste la defensa de James de sus amigos. Aceptó el reproche y les contó las reacciones de ambos.

—No lo han aceptado. Deben estar como locos buscándolas —afirmó James—. Quisiera poder ir por ellos. —protestó con frustración, mirando el corralito en que dormía el pequeño.

—Estoy segura que al no encontrarlas finalmente vendrán aquí, a contarnos y desahogarse con nosotros —le aseguró Lily, tomándole de la mano. Su rostro estaba bañado por las lágrimas que había estado derramando—. ¿No hay forma que Isolde les permita despedirse de ellas?

El director sólo pudo denegar, mientras las lágrimas volvían a escaparse de su avejentado rostro.

—Albus, ellas… —Tenía un nudo en la garganta. No sabía si preguntarle sobre las sospechas que tenían de estar embarazadas. Vio los ojos azules llenos de nuevo de lágrimas mirándola interrogantes y no tuvo el corazón de formularle la pregunta—. ¿Ellas dijeron algo, después que las consiguieron, que debamos decirles cuando vengan?

El ahora anciano recordó destrozado sus súplicas.

—Que los amaban y que… Me pidieron que llevase a sus esposos con ellas antes de perder el conocimiento.

Los tres cerraron los ojos y lloraron sin poder contenerse. Pasaron varios minutos y otra taza de té con poción tranquilizante antes que pudiesen calmarse un poco.

—Gracias por su apoyo, Lily, James. —les dijo con sinceridad el director, apretando levemente entre sus manos las de ellos—. Iré al colegio para desde allí contactar a los demás y saber si ya los consiguieron.

—Por favor, avísanos si sabes algo de ellos. —le pidió el pelinegro. Intentó sonreír al verlo asentir, logrando solamente formar una mueca a medio camino entre sonrisa y expresión de dolor.

—Conociéndolos… —empezó Remus casi sin voz.

—Se contuvieron de expresar su dolor para no lastimar más a Albus. —completó Sirius con voz ronca.

—Nos deben haber esperado esa noche, despiertos y angustiados. —comentó Remus después de varios minutos de silencio.

Una vez más el contenido del pensadero se movió y los dos hombres suspiraron. Por lo visto Albus había preparado aquello para mostrarle a Remus varias cosas de lo ocurrido en esos días, los que ellos se habían ocupado de enterrar en sus mentes hasta ahora.

Al final de la tarde de ese miércoles, el tercer día luego que Albus fuese allí, James estaba al límite con sus nervios a punto de estallar. Sólo se contenía de ir a buscarlos personalmente porque no quería poner en peligro a su hijo y a su esposa, pero sentía que enloquecería en cualquier momento. Cuando le abrió la puerta al director sintió que una losa muy pesada se posaba sobre él al ver su expresión tan seria y preocupada.

—No los hemos encontrado, pero… —comenzó el director apenas cerraba el pelinegro la puerta tras él—. Le han estado llegando lechuzas a Alastor y cuando va con su grupo de aurores al sitio que aparece en la nota se han encontrado con hombres interrogados con brutalidad. Las notas provienen de los dos.

—¡Por Merlín! —exclamó Lily, que venía de la cocina con Harry en brazos.

—Está cada uno por su lado. Sirius se ha enfrentado solo a grupos de hasta cuatro mortífagos. Remus está cazando licántropos. Con el dolor de la pérdida los dos están dejando salir lo más oscuro de cada uno de ellos. Sólo espero que no se encuentren entre ellos antes que logremos hallarlos —Al ver la expresión interrogante de la pareja suspiró—. Por lo que logró sacarles Alastor a los mortífagos y licántropos, antes de encerrar en Azkaban a los que sobreviven, cada uno ha estado intentando saber si el otro es el traidor además de preguntarles dónde tienen a las gemelas.

James abrió los ojos al máximo, asustado. «Si mis dos amigos llegan a conseguirse en ese estado…»

—Ninguno de ellos dos es el traidor. —afirmó con fiereza Lily.

—El traidor es alguien muy cercano a ustedes dos y, aunque yo tampoco creo que sea ninguno de ellos, Voldemort al parecer ha instruido a sus hombres que uno de los dos lo es. Pero ninguno puede decir quién es el traidor porque, al parecer, Voldemort se reúne a solas con sus hombres más importantes. Así que nadie sabe a ciencia cierta quién es el traidor a La Orden del Fénix que está en sus filas, ni tampoco quienes son los otros cabezas de grupo. Cada mortífago sabe sólo sobre su jefe inmediato.

—Eso lo hace porque no confía en nadie —afirmó James—. El problema es que Sirius y Remus, al no obtener respuestas a sus preguntas, se irán enfureciendo cada vez más.

—Sí han obtenido una respuesta. Les han confirmado a ambos la muerte de mis hijas. —le refutó parcialmente el director con expresión de dolor.

—Entonces no tardarán en aparecer por aquí —afirmó Lily. Al ver la expresión interrogante de su esposo y el director agregó—: Su prioridad desde que desaparecieron fue conseguirlas, porque ninguno de los dos había aceptado que están muertas. Pero ahora que lo han oído de nuestros enemigos, luego de escucharlo de la boca del padre de sus esposas, están intentando asimilarlo. Sirius buscará a James para desahogarse y Remus a mí.

—Por favor Albus, que nadie vaya a la casa en Maidstone esta noche —le pidió James. Al ver su extrañeza se explicó mejor—. Isolde les ha negado el derecho a despedirse de ellas en cuerpo presente. Estoy seguro que si no vienen aquí a hablarlo con nosotros irán allí. Si se encuentran con alguien desahogarán con quien sea su dolor.

—¿Y si se consiguen los dos allí? —cuestionó asustada Lily.

—No. Aunque estuviesen los dos al mismo tiempo en la casa no se conseguirían. Cada uno estaría en el piso que compartió con su esposa, despidiéndose. —afirmó muy seguro el de lentes pues los conocía bien.

—Estaré al pendiente en Maidstone —dijo el director pensativo—. Vendré si uno de ellos aparece, o en la mañana si no ha ido ninguno allí para saber si han venido aquí.

La pareja asintió en aceptación.

Media hora más tarde el director de Hogwarts y los miembros de La Orden del Fénix que no estaban ocultos, heridos, o enloquecidos de dolor, enfrentaban junto con aurores a un grupo de mortífagos grande en Manchester.

—Albus no desconfiaba realmente de nosotros dos. —comentó decaído Sirius. Aunque el anciano se lo había dicho en Hogwarts, cuando él le contó la verdad sobre su animagia y su escape de Azkaban, él había dudado que no hubiese desconfiado de él cuando no fue a verlo nunca a la prisión ni intentó averiguar la verdad.

—No era el Albus Dumbledore de siempre. Había perdido a sus hijas y a su esposa —comentó Remus mirando fijamente la imagen del que había sido su suegro. La había congelado con su varita sobre el pensadero. Allí flotaba, con apariencia fantasmal—. Wymond no logra hablar de ello, pero Humphrey me pidió que hablásemos a solas después que me enteré que Isolde les había dicho a ellos que Jennifer y Angelica estaban muertas.

»Me ha contado que Aline y él averiguaron con Raymond lo ocurrido en esas fechas, para ayudar a sus parejas a sobrellevar esto. Isolde rompió definitivamente con Albus desde que llegó allí con las gemelas malheridas. Le permitió que fuese a verlas hasta que dieron a luz, para no generarles más tristeza a sus hijas, pero luego incluso a él lo separó de Angelica y sus nietas. Isolde le confesó a su abuelo, antes de morir, que había querido sacar de la casa incluso a Catherine y Charlton, pero que no lo había logrado porque Angelica no lo permitió hasta que, finalmente, había huido de ella llevándose a las niñas.

—¿Cómo pudo hacerles eso a sus propios hijos? —cuestionó Sirius con su voz llena de amargura.

—Cuando se enteró por Albus de Voldemort entró en pánico, pues sabía que su esposo era un gran fénix —le respondió Remus con expresión sombría. Se arrepintió en seguida al ver la mirada interrogante de su amigo—. Te aseguro que te lo explicaré, pero hoy no. —le pidió.

—Ya estoy recuperado. —protestó Sirius.

—Pero aún no hemos terminado con lo que vinimos a hacer aquí. —le respondió Remus señalándole el pensadero, sobre el que ahora no se veía nada.

Luego de suspirar separó un hilo plateado de su sien derecha y lo vertió en el pensadero, para mostrarle a su amigo una de las noches más difíciles y extrañas de su vida. Sabía que no tendría la fuerza para contarlo todo. Además, así podría verlo y asimilar mejor lo ocurrido. Sin embargo, relató sus pensamientos y sentimientos, dejando fluir el dolor que había atormentado su alma aquella noche de finales de octubre de 1981.

Se apareció directamente en el pasillo del segundo piso de la casa en Maidstone, agitado, con su varita afuera, sus sentidos lobunos alertas al máximo. Se dirigió al baño a asearse y buscar la caja con pociones y ungüentos que su esposa manejaba allí. Ante ese pensamiento tragó saliva y un par de lágrimas se escaparon de sus ojos miel.

Abrió la puerta y, al verse en el espejo, creyó por un momento ver tras él el rostro de su amada. Se giró rápidamente, bajando la cabeza al no encontrarla allí. Regresó a su posición original sin atreverse a mirar de nuevo el espejo. Se desvistió, entró a la ducha y dejó que el agua fría corriera por su cuerpo, quitándose la sangre propia y la ajena mientras su mente, una vez más, lo traicionaba.

Recordaba cuando su suegro les había dicho a Sirius y a él, frente a toda La Orden del Fénix, que Jennifer y Angelica habían muerto. Sólo se le ocurría una explicación para que no los hubiese llamado aparte para decírselos: que sospechase que uno de los dos era el traidor y que les había tendido la trampa.

Él no hubiese creído posible que Sirius… pero lo que habían dicho los que había interrogado… Sacudió la cabeza, sus puños apretados contra las cerámicas del baño.

Una vez más vinieron a su mente los mismos recuerdos que le habían paralizado y absorbido, luego que Albus diese la noticia. Empezó a llorar con desesperación.

Cuando los espasmos en su cuerpo, por el frío, le hicieron reaccionar cerró la llave. Se envolvió con una toalla y salió de allí con el maletín. Una vez en el pasillo tomó aire profundamente y se dirigió con paso lento y penoso al cuarto que había compartido con ella.

Al entrar allí su olfato se vio inundado de su aroma a jazmines. Con lágrimas deslizándose por su rostro se dirigió a buscar ropa. Sintió que agonizaba lenta y dolorosamente al ver allí las cosas de ella.

Con un movimiento de su varita se vistió. Luego tomó con cuidado el vestido que ella usaba el día que sostuvieron la conversación que lo venía desgarrando por dentro. Con mucho cuidado lo tendió sobre la cama matrimonial en que compartió tantas cosas maravillosas con ella, con Jennifer, la mujer que le amó sin importarle su licantropía. Dio rienda suelta a sus recuerdos y su dolor, llorando mientras recordaba su primera noche allí.

Aquella caminata bajo la lluvia, tomado de la mano de ella por el bosquecillo cercano a la casa. Sus primeras caricias atrevidas sobre aquél rostro y el cuerpo con que había soñado tantas veces. Aquellos sueños le habían hecho tener la sensación de ya haber vivido aquello pero entre brumas, sin la intensidad con que en ese momento lo había vivido y disfrutado. Se había perdido en sus ojos aguamarinas, en sus labios rojos, en su piel blanca, con su pelo castaño claro flotando con la brisa.

Habían corrido al cabo de unos minutos a la casa mientras la risa de ella, que fingía huir de él, lo embotaba y le hacía perder el sentido sobre la posible presencia de alguien más. Al llegar al cuarto los dos giraron abrazados, bailando al son de una melodía que ella cantaba con su voz dulce, desvistiéndose lentamente, besándose, disfrutándose, felices. Antes de soltar definitivamente su varita, ella convirtió el piso de la habitación en un campo verde de grama suave y el lecho nupcial en un colchón de pétalos de flores.

En aquella habitación, iluminada por el amor de ambos, los dos se entregaron por primera vez. Habían dejado que la pasión les indicase qué hacer, sus corazones expresándose a través de besos, caricias y susurros. Cerca del amanecer, cuando los dos empezaban a adormilarse, él vio brillar una lágrima en sus pestañas y sintió una punzada en su corazón. Asustado le preguntó qué le ocurría y ella le dijo que no sabía cómo había podido vivir sin él hasta ahora, que no soportaría perderle, aferrándose a su torso.

Acarició el vestido de ella, el lecho que habían compartido, la almohada en que había visto tantas veces reposar su rostro, llorando, recostado de lado en la cama. Su mente por momentos le hacía creer que estaba allí, a su lado, mirándolo.

Otro recuerdo lo inundó de lleno, golpeándole el alma y los sentidos. Estaban los dos tendidos en aquella cama, ella boca arriba, el de lado admirándola. Ella le decía muy contenta que había conseguido algo que sabía le conduciría a la cura definitiva de su licantropía. Le había tomado su mano grande y fuerte entre las manos más pequeñas de ella, conduciéndola con cuidado hasta el vientre plano y perfecto de su femenino cuerpo mientras le decía con tono soñador:

—Pronto aquí dentro crecerá el fruto de nuestro amor.

El grito desgarrador que emergió de su garganta ante ese recuerdo fue ahogado por la almohada, en la cual había enterrado su cabeza. Por su mente había pasado, luego de su última transformación, la sospecha de que ella podría estar embarazada.

Cuando separó la cabeza de la almohada creyó ver un brillo en la ventana. Extrañado se levantó del lecho y se acercó allí, con su varita afuera. La noche era muy oscura y cerrada. No podía ver nada afuera. Denegó y se limpió el rostro, pensando que tal vez las lágrimas en sus pestañas le habían hecho ver algo inexistente.

Miró hacia la puerta del cuarto, pensando en que debía marcharse. Sin embargo su cuerpo no le obedeció sino que se sentó en el sillón preferido de él, junto al pequeño escritorio, al otro lado del cuarto del lugar en que se encontraba el que tanto le gustaba a ella, bajo la ventana.

Se sobresaltó una vez más al ver una imagen etérea y brillante de ella, sentada allí. Lo miraba con una sonrisa en su rostro, se acarició el vientre y asintió. En seguida le arrojó un beso y desapareció.

Pasaron varios minutos antes que soltase el aire, que había retenido sin darse cuenta. Fue entonces que se dio cuenta que estaba aferrando con fuerza excesiva los brazos del sillón. Una vez más las lágrimas rodaban por su rostro mientras de sus labios se escapaba una súplica:

—No te quedes como fantasma, Jennifer. No soportaría que te quedases sufriendo por mi culpa. No quiero ser tu asunto pendiente.

Siguió llorando desconsolado varios minutos más hasta caer adormilado en un sueño intranquilo, producto del cansancio físico y el dolor en su alma.

Se levantó tembloroso un par de horas después. Se acercó al sillón de ella, atreviéndose a sentarse allí. Tomó aire y habló en dirección a la cama:

—Jamás me pude imaginar una vida sin ti, Jennifer. No después que te conocí. Mucho menos después de aquella noche maravillosa. Haría cualquier cosa por recuperarte, por tenerte aquí junto a mí y no dejarte marchar. Sabes bien qué soy, amor mío. Eres la única con quién siempre hable todo sin mentiras. Te dije todo mi pasado, viví contigo un hermoso matrimonio, juntos soñamos un futuro, juntos…

Su voz se apagó mientras las lágrimas rodaban por su rostro. Pasaron varios minutos antes que pudiese hablar de nuevo.

—Mi vida no tiene sentido si no estás en ella. Pero no puedo dejar de cumplir la promesa que nos hicimos, amor. Lucharé hasta el último minuto de mi vida porque Harry, Neville y otros pequeños puedan conocer una vida en paz, aunque muera a cada segundo un poco por tu ausencia. Te amé, te amo y te amaré siempre, Jennifer.

Se levantó, tomó su varita y el maletín para desaparecer rumbo al Valle de Godric. Quería hablar con dos de sus amigos y ver al pequeño pelinegro, luego visitaría a los Longbottom. Así se despediría de todos antes de ir una vez más de cacería.

Sus planes se vieron frustrados cuando Lily, luego de curarlo mientras James y ella hablaban con él, le escondió la varita. La pelirroja le dio poción para dormir sin soñar, bajo amenaza de petrificarlo y dársela igual. Ella se quedó luego con él, pudo oír mientras se quedaba dormido, pero le pidió a su esposo que bajase a la sala rápidamente al haber oído un ruido allí.

Las lágrimas corrían libremente por el rostro de Remus al finalizar de ver el recuerdo. Sentía que esa agua salada le estaba limpiando no sólo su rostro, sino también su alma. Se sorprendió gratamente al sentir el abrazo de su amigo, correspondiéndole con agradecimiento.

En cuanto Sirius sintió que el castaño se tranquilizaba lo separó de él. Intentó sonreírle, pero sólo una mueca triste se formó en su rostro.

Suspiró, llevó la varita a su sien derecha y dejó que el recuerdo se uniese en el pensadero al de su amigo y a los de su ex suegro. Con un movimiento de su varita el contenido del recipiente se movió hasta mostrar aquella noche que le torturó durante tantos años. Con voz ronca, le explicó a su amigo los pensamientos y sentimientos que le habían atormentado en el momento que estaban viendo.

La oscuridad del tercer piso de aquella casa se podía decir que era un claroscuro, si se comparaba con la negrura que había invadido su futuro. Uno dónde no estaría ya ella, la luz que había iluminado su vida. Su infancia y adolescencia habían sido terribles por haberse rebelado siempre contra las absurdas ideas de su familia. Lo había soportado desde que entró al colegio gracias a sus amigos y a ella, la que finalmente le había rescatado de su propia madre y el tormento que le hacía vivir.

Sacudió la cabeza y entró al cuarto que había compartido con Angelica. Se paralizó por un momento en el umbral, al percibir su aroma a azucenas flotando allí con tanta intensidad. De sus ojos grises se escaparon unas lágrimas rebeldes mientras él terminaba de entrar y cerraba la puerta tras de sí, apoyándose en ella. Selló e insonorizó la habitación con su varita.

No sabía si había sido buena idea el ir allí pero… La suegra que nunca conoció le había negado el derecho a despedirse de ella. Su cuerpo, su mente, su espíritu, su corazón, habían clamado por volver a estar con Angelica de alguna manera, al menos una vez más.

Con paso vacilante avanzó hasta los pies del lecho matrimonial. Se detuvo allí, mirándolo entre la neblina que habían generado sus propias lágrimas en sus ojos. Recordaba la primera vez que la vio en el viaje en el Expreso de Hogwarts para iniciar su primer año.

Jamas olvidaría la valentía con que se enfrentó a los Slytherin que lo molestaban. Sus ojos habían brillado con el azul eléctrico propio de una tormenta, con su cabello castaño claro recogido con una cinta aguamarina en la parte posterior de su cabeza en forma de cola y una expresión decidida en su rostro perfecto de niña. Recordaba bien la habilidad con que se había desenvuelto a pesar de su corta edad (ahora sabía que la que aparentaba no era la real, pero que la verdadera era muy relativa). Suspiró al pensar en la ascendencia Cundáwan de ella.

Inmediatamente una cadena de recuerdos se desató en su memoria, uno tras otro, sin pausas. Sintió con total intensidad cada una de aquellas vivencias, con las que su mente se empeñaba en torturarlo desde que el primero de aquellos malditos había confirmado lo dicho por su suegro: Ella estaba muerta.

Pero él se había negado a aceptarlo. No le quiso creer a Albus, tampoco a aquél mortífago, ni al siguiente, ni al otro. No lo hizo hasta que la vio interponerse entre el aprendiz de asesino y él, con su cuerpo etéreo y una mirada aguamarina suplicante. Vio al joven desmayarse ante su visión luego de gritar:

—Yo no estuve allí, señora. Dígale que no me mate. Yo no la convertí en un fantasma.

Luego de atarlo con su varita se giró de nuevo a mirarla, su corazón latiendo acelerado, su mente negándose a asimilar lo que veía. Se podía ver a través de su cuerpo la horrorosa casucha en que se encontraba. Pero él sólo podía mirar sus ojos aguamarinas y su sonrisa triste. La vio arrojarle un beso con la mano derecha, para luego señalarle su vientre y acariciarlo con una mirada maternal que le hizo abrir mucho los ojos. Después se había despedido con su mano agitándose levemente, con aquél gesto infantil que él adoraba en ella.

Su corazón destrozado sufría intensamente ante cada recuerdo: sus risas, sus pequeñas revanchas a sus bromas, sus regaños, las persecuciones por los terrenos del colegio alrededor del lago. En especial recordaba la forma en que se enfrentó a Walburga por él y el mimo con que le había cuidado ese día, el mismo que usó cada vez que él volvía herido de una batalla.

Sintió su cuerpo estremecerse de dolor al recordar sus lágrimas cuando él hizo aquél frustrado intento de alejarla, para que no la lastimasen por acercársele, temeroso de la revancha de su madre sobre la joven que tanto amaba.

El recordar sus palabras cargadas de su sinceridad acostumbrada diciéndole que jamás lo dejaría, que nadie los separaría, no después que él le hubiese dicho finalmente sus sentimientos por ella, le hizo caer de rodillas frente al lecho matrimonial y a gritos reclamarle desesperado:

—MENTISTE, ANGELICA. DIJISTE QUE JAMÁS ME DEJARÍAS Y AHORA TE HAS IDO. ¿QUÉ HAGO, ANGELICA? DÍMELO. YO TE CREÍ. YO NO ESTOY PREPARADO PARA VIVIR SIN TI. NO PUEDO. NO QUIERO. NO SÉ —denegó desesperado. Atrapó entre sus manos la colcha que cubría la cama, apretándola entre sus puños, llevándola a su frente—. Llévame contigo, te lo suplico, déjame morir para que podamos estar siempre juntos. Libérame de nuestra promesa, te lo ruego, sin ti mi vida no tiene sentido. Muero a cada hora que te pienso, a cada instante que sé que no volverás.

Se derrumbó a llorar desesperado, sentado en el piso, con su cabeza y sus brazos sobre el colchón. El silencio aterrador de la habitación sólo se rompía con los sollozos desgarradores de quien había perdido su amor. Estuvo así largo rato hasta que sintió el aroma a azucenas de ella con mayor intensidad a su alrededor. Se paralizó al verla sentada frente a él, en el borde del otro lado de la cama, con una sonrisa dulce.

—Angelica… —murmuró.

Vio que ella le señalaba primero su vientre, luego el lecho matrimonial y por último el camafeo en su cuello. Luego aquella visión se levantó y le señaló una estrella brillante en la constelación correspondiente a su segundo nombre, Orión, se giró hacia él y le señaló su varita, como siempre hacía en las batallas cuando él caía para indicarle que siguiera luchando.

Al ver que luego desaparecía se incorporó bruscamente y corrió hacia la ventana, deseando conseguir una forma de hacerla volver. Pero sus manos sólo encontraron el aire.

Cerró los ojos y los puños con fuerza. Permaneció así un par de minutos, devastado e ilusionado por el significado de aquello. Al abrir los párpados vio la estrella que ella le había señalado: Saiph. El nudo en su garganta se apretó.

Recordaba perfectamente aquella conversación con ella, tan sólo unos días atrás. Le había pedido que fuese al hospital a examinarse, mientras le acariciaba el vientre con ternura, con la ilusión haciendo brillar sus ojos grises que miraban felices los aguamarinas de su amada. Ella había aceptado sonriente, diciéndole que si estaban en lo cierto y era una niña se llamaría Angela Saiph, pero si era un varoncito se llamaría Ángel Orión.

Miró su varita y comprendió que ella le había dicho que siguiera luchando. Pero si creía en eso también debía creer que Angelica estaba viva y embarazada de una niña, de su hija. Con todo su cuerpo temblando abrió la ventana y se asomó a mirar la estrella que ella le había señalado. Albus le había dicho que estaba muerta, también todos los mortífagos que había interrogado, pero… Angelica jamás le había mentido. Cerró los ojos y respiró el aire frío del otoño que amenazaba un invierno muy helado.

Albus había dicho:

—La mamá se ha llevado los cuerpos y ha desaparecido con ellas. No habrá funeral.

Pero Isolde nunca había querido conocerlos a ellos: los esposos y los amigos de sus hijas. Su esposa le había contado el enfrentamiento que habían tenido con ella cuando, justo después de retornar a su tierra al graduarse, le habían dicho que regresarían junto a ellos a luchar con Voldemort.

Su suegro nunca nombraba a la esposa, ni siquiera indirectamente. Si lo había hecho era porque algo de verdad había allí: Él les había llevado a las gemelas, tal vez con la esperanza que las salvase.

«¿Y si aún están vivas? Es lógico que las den por muertas para protegerlas. Pero si tengo razón, ¿cómo ir junto a mi amada? Si lo intento mientras no se atrape al traidor la condenaré a muerte y también a mi cuñada», intentó analizar las posibilidades aferrándose a que lo visto antes era cierto.

Se sentó en el pequeño mueble de dos puestos junto a la ventana, en que tantas noches se abrazaron los dos y miraron las estrellas. Una vez más su sola presencia lo había tranquilizado y sus indicaciones lo habían enfocado, dirigiéndolo hacia cuáles batallas debía pelear y ganar.

La sintió más viva que nunca, sentada al lado de su alma. Veía su imagen en sus párpados cuando se cerraban. La sentía en su piel y palpitando en su corazón. «¿Acaso es todo un engaño de mi mente cansada y atormentada? El cúmulo de recuerdos que no cesan de acosarme… ¿Me han producido la visión de ella dándome esperanzas? Y sin embargo su aroma dulce, su mirada hipnotizante que me hace sentir que floto… Ha sido tan real… Ella siempre me dijo que nuestro amor era eterno. Que cada hora, cada minuto, cada segundo, vividos a total intensidad con fe y entrega lo haría imperecedero».

«Pero si ella está muerta, si todo es una ilusión, si… De lo que estoy casi seguro es que Angelica estaba embarazada. Y aunque estuviese viva, si el ataque ha sido tan feroz como me ha dicho Hagrid mientras me desahogaba luego de oír a Albus… Es imposible que la criatura sobreviviese y por lo tanto que Angelica lo hiciese, porque aquello la destrozaría». Nuevas lágrimas mojaron el alfeizar de la ventana.

Sintió que ya no podía más y se desapareció de allí. Compró en una licorería muggle una bebida llamada brandy, con el dinero no mágico que su esposa le había insistido siempre que portase para emergencias. Se movilizó hasta un callejón oscuro cercano a aquél local y de allí desapareció con las cinco botellas que había comprado. Apareció en la sala de la pequeña casita en que se ocultaban la "pelirroja entrometida", su mejor amigo y su ahijado, encontrando a su amigo sentado frente a la chimenea con aspecto preocupado.

—¡Sirius! —exclamó James abalanzándose hacia él, asustado por su aspecto desaliñado, sin afeitar, sucio y lleno de heridas sin curar.

—Hola "cornamenta". ¿Ya les ha contado alguien mi desdicha? —Al verlo asentir, sintió que el poco valor que había reunido empezaba a esfumarse de nuevo—. ¿Te importaría mucho compartir conmigo esta larga noche frente al fuego? Ayúdame amigo. —le pidió mientras se secaba las lágrimas con el revés de su brazo.

—Ven Sirius, siéntate. —le indicó James con cariño, empujándolo con suavidad hacia el mueble en que estaba cuando él llegó.

Había bajado poco antes, dejando a Remus con su esposa, al oír un ruido allí. Había creído que él estaba abajo, pero no fue así. El ruido sí había provenido de la cajita de música que le habían regalado Angelica y Sirius a Harry, pero no había nadie allí que la hubiese abierto. Se sentó triste y confundido en el mueble, sobresaltándose al verlo aparecer.

—La he perdido, James. Justo ahora que iba a darme un hijo me la han arrebatado y yo… —Abrió la primer botella, sollozando, tomó un gran trago y siguió—. Yo no sé vivir sin ella. No puedo seguir amigo, no quiero. —Empinó de nuevo la botella y bebió otro trago largo.

—Tú puedes seguir, amigo. Es muy doloroso pero sí puedes. Harry, Lily y yo te necesitamos, no te rindas.

—Tengo frío en el alma, James. Jamás me había sentido así. Me muero sin su amor —Bebió de nuevo de aquella botella, con ansiedad, con desesperación, sin detenerse a sentir el sabor de aquella bebida extraña—. No sé si este dolor pueda curarlo el tiempo, pero esta noche quiero dominarlo con alcohol. Vamos a brindar con brandy. Por favor amigo, acompáñame, no me dejes solo con este dolor… Mi amada… Mi hijo… —Su mirada se hundía en el vacío, en la soledad de su pérdida.

—Yo nunca te dejaré solo, "canuto". —afirmó James vehementemente, tomando la botella de las manos de éste y bebiendo un trago de aquél licor dulce pero fuerte.

Sirius se estremeció al escucharlo. Ella le había prometido que nunca lo dejaría solo, las mismas palabras de su amigo. Sacudió la cabeza y abrió otra botella bebiendo la mitad de ella sin detenerse casi a respirar.

—Sabes bien que ella lo era todo para mí. Era la luz blanca en mi negra y miserable vida —le dijo Sirius a su amigo, mirándolo fijamente, empezando a sentirse mareado. Tal vez no había sido buena idea el empezar a tomar aquél licor extraño luego de todo el Whisky de Fuego que había tomado esos últimos días, aunque aquél día no hubiese probado una gota de alcohol antes de ir a Maidstone—. Black & White. No, así no, ella se enoja. White & Black —dijo entre risas tontas, producto de su tristeza tanto como del alcohol.

»Ella estaba embarazada, ¿sabes? Lo iba a confirmar en el hospital, me lo prometió. Incluso habíamos escogido nombre si era niña o si era niño. Y ahora… —Bebió de nuevo con avidez de la botella—. Ella se ha ido justo cuando iba a darme un hijo, cuando por fin le iba a dar al fruto de nuestro amor el cariño fraternal que tus padres me enseñaron, el que los míos nunca conocieron ni me dieron.

—Amigo, no te atormentes así. —le aconsejó James con el dolor que sentía en su alma trasluciendo en sus palabras.

—Brinda conmigo, James. Anda amigo, no me dejes solo en esta muerte en vida. Dejemos que este brandy apague este dolor que me carcome el alma. Que me quite el frío que tengo aquí adentro. Un trago más para sentir que estoy vivo. Porque justo ahora me siento vacío, amigo. Quiero que esta noche el alcohol duerma el monstruo que tengo aquí adentro, comiéndome vivo, haciéndome sufrir el peor cruciatus en mi alma. Vamos a brindar con brandy, por favor amigo.

James asintió y bebió otro trago de la botella que tenía entre sus manos, mientras Sirius terminaba de vaciar la que tenía entre las suyas y abría otra.

Lily, que los había escuchado oculta en las sombras de la escalera, se quedó allí sollozando silenciosamente. Espero a calmarse un poco para terminar de bajar a la sala. Cuando llegó junto a ellos ya Sirius se había bebido tres botellas y media mientras su esposo bebía pequeños tragos para acompañarlo pero no emborracharse.

Con dificultad lograron subirlo a que se bañara y lo recostaron en el mueble de la sala, pues volvió a bajar por la botella faltante al haberse recuperado levemente con el baño. Cayó noqueado con haber bebido sólo la mitad de esa última botella.

La pelirroja le curó las heridas como había hecho antes con el castaño, acariciándole con tristeza el cabello negro cuando terminó.

Fue ahora Remus quien atrapó en sus brazos a Sirius para reconfortarlo, mientras se desahogaba con un llanto muy similar al de aquella noche. Aunque ahora no había el dolor y la angustia terrible, sino melancolía y tristeza.

—Ella fue a visitarme en Azkaban de la misma manera en que lo hizo esa noche —le contó Sirius en susurros, aún entre sus brazos—. Yo creía que alucinaba ya por los dementores, pero sin embargo le hice caso cuando me recordó que bajo mi forma de animago esas criaturas monstruosas no me afectarían. El saber que era inocente de lo que se me acusaba y la obsesión luego por encontrar a Peter evitaron que perdiera la razón durante esos doce años y cuando escapé, pero fueron sus visitas las que lograron que sobreviviese a esas primeras semanas en que por momentos pensé en dejarme morir.

—Ahora entiendo tu expresión cuando ella dijo aquello tras El Velo de la Muerte —le confió Remus luego de asentir—. Creo que Angela sabe de las visitas que te hizo Angelica. —comentó pensativo después de un minuto.

—¿Qué? —preguntó asustado Sirius, separándose de su amigo.

—No estoy seguro, pero… ¿No te has dado cuenta que a veces parece que te conocía de antes? Hay cosas que no me parecen propias de alguien que sólo te había visto en un pensadero.

—Sí, pero… Eso significaría que recuerda lo ocurrido esta noche que acabamos de ver y cómo estaba yo en Azkaban, cuando Angelica fue allí a verme de esa manera tan inusual. —le dijo con expresión angustiada Sirius.

—No te pongas así, amigo. No sabemos si es sólo una impresión nuestra. —le planteó Remus para tranquilizarlo un poco, mientras se insultaba mentalmente por generarle aquella ansiedad cuando aún no estaba totalmente recuperado.

—Tan sólo unas horas más tarde, cuando el sol se asomaba por el horizonte, desaparecí de la casa, aprovechando que Lily y James estaban distraídos con el pequeño Harry que había despertado. Les dejé una nota para agradecerles y decirles que iría de nuevo, avisándoles antes para que no tuviesen problemas. —le contó Sirius después de varios minutos de silencio, mirando el pensadero, suspirando luego.

—Es curioso, yo hice exactamente lo mismo. Sin sospecharlo siquiera coincidimos en Maidstone y luego en el Valle de Godric. Tan cerca y tan lejos, desconfiando mutuamente por lo que nos habían dicho los mortífagos pero guardando en el fondo de nuestros corazones la esperanza que aquello no fuese cierto. —comentó Remus.

—Yo supe que no eras tú el traidor a finales de esa semana. Algo aquí adentro me lo gritaba y al fin mi testaruda cabeza lo entendió. Sólo lamento que fuese tan tarde tras la rata traidora. —dijo con tristeza Sirius.

—Hay acontecimientos que afectan a muchos que no pueden cambiarse. —recitó Remus de memoria lo que una vez les dijese Albus y recientemente les dijese de nuevo Raymond.

—Tal vez eso sea cierto, pero dejaría de ser yo si no intentase con todas mis fuerzas luchar para que aquellos a quienes quiero no sean lastimados —aseguró Sirius—. Y sé con certeza que tú piensas igual.

—Sí. Es por eso que me he prometido no viajar al pasado. No quiero torcer el destino hacia algo terrible y no sería capaz de contenerme para evitar lo que se desató el 24 de octubre de 1981. —le confesó Remus.

Después de estar media hora en silencio, sentados el uno al lado del otro, sintieron los brazos de sus prometidas rodeándolos por el cuello. Sonriendo agradecidos los dos se dejaron llevar por ellas a sus respectivas habitaciones, luego que Remus destruyese las memorias que habían estado viendo por un acuerdo tácito con Sirius.