Despierto al llegar a Toronto.
Fuerzo la vista a través del lumínico día ocurriendo tras los diáfanos cristales del vehículo y bostezo. Shawn está silencioso al volante, fijo al camino. Interpone tensa postura y reservada, tan ajena y distante a nuestro tiempo juntos. Hoy existen actitudes irreconocibles entre él y yo. Podrá decir que no, reiteradamente, pero comprendo lo suficiente para saber que he estropeado, de cierta forma, éste su día.
Al salir de Pickering, y pese a los conflictos en nuestra actual situación, poco me cuesta quedar dormida en el auto, durante el transcurso del viaje, dócil y debilitada por no sólo una noche en vela, sino las precedentes. Estar cerca de él me es paliativo. Supongo que algunas cosas nunca cambian.
Me reacomodo en el asiento, sin osar a evidenciar que he despertado, no por completo, si eso significa su retraimiento.
He pecado de ignorancia toda mi exigua vida. Lo que antes me intrigaba ahora me entristece.
Toronto me es tan conocido como el recuerdo en una vieja fotografía.
Desconozco qué excusa le brinda a su novia, con la aspiración de traerme a la ciudad, o si acaso opta por serle honesto. Tampoco quiero saberlo. La brecha es incesantemente ancha entre nosotros; es un mar en el que me encantaría ahogarme. Sé, con suma claridad, y sin embargo, que como él no hay otro igual. Nadie nunca se le asemejará, y esta es una certeza. En lo más recóndito en mí, me complace esa idea.
Shawn introduce el auto por el camino de entrada a las residencias para ancianos y detiene la marcha. La barrera de acceso está echada abajo. El vigilante se asoma por la ventanilla de la caseta de seguridad y alza una irónica ceja al reconocer a Shawn como conductor. Al fijar en mí, asiente, implícito, y permite la inclusión del vehículo. Vivimos en una convivencia, donde el camino lleva a todos, en torno a una manzana. Shawn estaciona frente a mi nuevo hogar. El exterior del apartamento presenta mayormente modestia y lo que Leonie expresa como una «fachada romántica». Las paredes son blancas, de un piso de alto, y están dominadas por amplios ventanales. Es pequeño y práctico. Nos llevaremos muy bien.
—Ven conmigo —digo a Shawn, sin mucho aliento—. Tengo algo para ti.
Los residentes comienzan a despertar. Distingo a varios adultos mayores ya en su paseo matutino de todos los días. Empero, no a Leonie. Al frente, compiten par de escalones, intimidados por musgo. Más que verlo, le oigo seguirme, y suspiro, aliviada. Inserto la llave en la cerradura y empujo la puerta con la mano. Demoro un segundo en recordar dónde, en la pared, está el interruptor de luz. El apartamento esplende cálido. Está suspendido en un momento de la noche anterior. Shawn se incluye y contempla detalladamente el interior. El salón es generoso y lo constituye la sala de estar, el pequeño comedor, –de mesa circular y sillas de madera tallada–, y la estrecha barra de la cocina. Todavía es el apartamento de alguien sin nombre. Ninguna de mis pertenencias detalla el lugar.
—Sabía que tomarías la oferta de Leonie.
Los tendones de mi espalda se tensan, como si sus palabras fueran disparos, y me hubieran alcanzado, justo entre los omóplatos. Certero dolor me abunda, realmente crítico. Cierro los ojos y resisto el golpe. «Leonie me ha hecho una propuesta conveniente», mi voz surge como un recuerdo, «un apartamento propio en la residencias para ancianos. Sé que no es lo usual, pero me atrae la idea». Le había visto sonreír. «¿De veras?», respondió, «eso es como tu... hábitat natural».
Asiento sin mucha convicción y le exhorto a esperar.
En el pasillo, me recargo contra la pared y trato de mantener la calma. La mañana está lejos de finalizar. «Quizá, algún día...», Shawn se había sonrojado al decirlo, «cuando la gira esté por acabada, y no esté yendo de un lado a otro, podríamos considerar vivir... juntos». Sin preverlo, las lágrimas brotan una a una. «Quizá», yo había coincidido en voz baja; era una promesa con un sinfín de compromisos.
Pasó un mes, y Shawn puso su casa en Arjay Crescent a la venta.
Seco mis mejillas con la manga de la chaqueta y cruzo el umbral del cuarto de invitados, –ahora la recámara principal. Las paredes están tapizadas, y sus muebles, –el tocador, el escritorio y las puertas del clóset–, son de madera maciza, de líneas curvas, ribeteados a mano. Parte del suelo está gobernado por una alfombra mullida. Tres altas y arqueadas ventanas poseen la pared; contra ésta, la cama ostenta tanto de lo mismo. Puesta sobre la colcha está una pequeña caja diseñada con exhaustivos motivos de flores. En otro tiempo... guardó un obsequio.
Regreso al salón. Shawn está a la espera, se recarga en la pared, y apuesta su teléfono entre sus dedos, lo gira y lo atrapa.
—¿Has cambiado de número celular? —pregunta, sin verme en realidad, pero percibiendo mi cercanía.
—No —respondo.
Él contorsiona la esquina de su boca, como si pensase que le he mentido.
Le doy la caja; la reconoce al instante. Trastornado, intenta abrir la tapa y darles razón a sus pensamientos. Pongo de inmediato mis manos sobre las suyas y lo detengo de hacerlo. Sólo soy capaz de ver su interior limitadas veces, y las he excedido. Aparto el toque enseguida, no obstante, al notar cómo nuestras pieles se comunican, pues no deseo confundirlas con un escenario que está muy apartado de la realidad, y llorar los siguientes días por el dolor de su ausencia, tratando de dar consuelo a mi tristeza.
—Ábrela cuando estés solo —le digo—. Encontrarás dentro todo lo que nunca te dije, lo que nunca me animé a escribir para otros. La verdad... que me reveló mamá. Entiendo que no podré contártela, pero la he escrito por el mismo motivo. Por favor, léela.
Shawn sujeta la caja con expresión indescifrable.
—Adiós, África —dice.
Se me entrecorta la voz. —Adiós, Shawn.
Lo último que escucho de Shawn Mendes ese día es el sonido de sus pasos al alejarse; un eco que hiere mis memorias y se cicatriza.
El resto de la mañana finalizo lo que empecé ayer. Sacudo los restos de polvo, asentado en los muebles u objetos del apartamento, adherido a los cortinones, cambio la disposición de los sofás en la sala de estar, de cara a las radiantes vistas de los ventanales, y no al insustancial interior. Me deshago de las telarañas sobrantes y cambio la bombilla de las estancias; arduo trabajo.
Lentamente, me adapto al concepto del apartamento, el romanticismo en su tapiz y lo tradicional en sus efectos.
Leonie toca a la puerta al mediodía. No recrimina motivo, ni siquiera cuestiona porqué estoy tan tempranamente en Toronto. Me indica sentarme en el salón mientras prepara té francés en mi cocina, –sin alcohol, según elucida–, con ingredientes que trae de su propio apartamento. Mis alacenas están vacías. Minutos luego, pone en mis manos una taza hecha de cristal, con encantadoras decoraciones de plantas; la bebida interna parece atrapar una puesta de sol. Un sorbo después percibo una combinación de limón, canela y sirope de arce, con un leve toque de menta. Le agradezco suavemente.
—¿Cómo te sientes, joven escritora?
—Es difícil de discernir. Leonie, el mundo es el mismo... pero he dejado de formar parte de él.
—¿Qué sugieres?
—No lo sé, a lo mejor trato de decir que todo ha errado sentido. No me malentienda; repugno el pesimismo y jamás debatiría un intento en contra de mi vida. Creo... simplemente creo que me he rendido. Porque, ¿qué esperar cuando no se está esperando nada?
—Mejorará —dice Leonie, calma—. Con el tiempo.
—Sé que lo hará —digo—, sin embargo, no cambia el hecho de que le he perdido.
Cuando miro hacia atrás, no extraño nada salvo a él. Él, quien siempre estuvo ahí, incluso cuando no estaba. Extraño una vida que nunca fue real... pero donde al menos le tenía. Ahora, tengo todo lo que nunca pedí, las respuestas por las que nunca pregunté... y él se ha ido.
Los días pasan, y con ellos, el hecho de que estoy en Toronto.
Recibo la visita de Kyandi e Italy el último viernes de las vacaciones de verano.
—Me alegro tanto de verte. —Italy me da un gran abrazo—. Estaba tan preocupada...
Kyandi tiene una tranquila sonrisa por brindarme que, sorprendentemente, logra su cometido.
—¿Por qué no llamaste?
Escucho el grito lejano, emergido de mi garganta, y el estrépito del teléfono al golpear contra la pared, impostado por mi brazo. Un autoataque que mamá se aseguró no se repitiese.
—Sé que debí hacerlo antes —digo, y retrocedo al sofá—, pero el celular se descompuso. No fue hasta ahora que conseguí uno nuevo. Te marqué inmediatamente, Italy. No pude tener mi anterior número de vuelta, por lo que tengo que conformarme con utilizar la clave lada canadiense.
Italy se sienta a mi lado.
—¿Cómo estás? —pregunta—. Por favor, dime la verdad.
¿Así es? Esta mañana, al despertar, estaba llorando incluso antes de abrir los ojos.
—No puedo... darte una respuesta, y no utilizaré el usual estoy bien para excusarme. Te prometo, en cambio, que serás la primera en saberlo cuando lo sienta con exactitud.
Italy posa su mano sobre la mía, genuina muestra de apoyo, y me brinda un suave apretón. Encuentro mi reflejo en el cristal de sus anteojos, y aparto rápidamente la vista.
—Sé que no hemos podido hablar adecuadamente sobre esto, pero no tiene porqué continuar así. No sé qué sucedió entre Shawn y tú... pero aquí estoy por si quieres hablar, ¿de acuerdo, morena? Sé que Amelia lo siente igual.
Amelia...
—De acuerdo —murmuro.
Kyandi se acerca a mi lado y sonríe con aliento. —¿Has pensado en qué vas a decirle? —pregunto, mirándola.
—Seré honesta —dice—. Si estoy en lo cierto en cuanto a porqué está aquí, me escuchará. Espero pueda perdonarme.
—Lo hará —sosiega Italy, quien acostumbra a desafiar las probabilidades de la lógica.
Es necesario aclarar que, respecto a los motivos que llevaron a Kyandi a reaccionar pávida, el pasado febrero, en el comedor de la universidad, me han ya sido esclarecidos.
No entendí hasta entonces cuán afortunada era por ostentar un corazón entero, sin grietas y cardenales. Shawn cuidó muy bien de éste mi órgano, que latía exclusivamente para él. Y yo cuidé del suyo, como mi afecto más valioso... y también supe soltarlo llegado su momento.
Escucho el pulso de mi corazón, ruidoso eco desacompasado, peso invisible, impalpable en mi pecho, como si se hubiese convertido en cenizas y dejado tras de sí el fantasma de sus latidos.
Me aparto el cabello de la cara, lamento su corto largor, constantemente roza la piel de mi cuello, es... discordante, un ágil peso en mi cabeza, ya no decora mi espalda o cae por mis hombros... no puede ser anudado aún. No me habitúo. A veces me cuesta mirarme al espejo, no olvidar mi nombre, recordar los sucesos que me trajeron hasta aquí, a este viejo apartamento en Toronto. Contrarias veces, me es difícil ignorarlo, y mi eco en los reflejos es mi fiel compañía, mi cárcel y mi verdugo.
En ambas perspectivas, sufro.
