La ceremonia de graduación de la Academia Mexicana Miguel Hidalgo se realiza el primer viernes de junio.
Ya no es más de sorprender tener a Shawn en casa. Acordamos alternar de una ciudad a otra, abarcar cuantos momentos no sean posibles ante el inminente reinicio de la segunda etapa de la magnánima gira mundial. No es mi cuestión, pues continúo emocionándome al segundo de verle cruzar migración.
Esa mañana de viernes, despierto con la piel erizada. Naufragada en un lugar entre el sueño y la vigilia, me agito, indecisa sobre sensaciones dóciles en la piel, ínfimas como la caricia de una pluma o el aire de un suspiro al caer.
Alguien me gime al oído.
—Ya hemos hablado sobre esto —murmura Shawn, y apresa mis caderas; las contiene se seguir moviéndose en su contra, –inconscientemente, me es necesario aclarar.
Alentada por la braveza de una exhalación, destiendo los párpados.
Láseres de luz, librados por la robustez del prolongado sol de junio, desfilan por mi habitación, se esparcen en el aliñado aire y se reflejan en las superficies, realzan los contornos de una alcoba que, pretéritamente, no ha demostrado la misma magnificencia. ¿Las impresiones del amor permutan el modo cotidiano, monótono, de apreciar la vida?
En mi cadera descansa su mano, desnuda de sus distintivos anillos de oro y plata; el esmerado tatuaje del ave golondrina destaca en la piel blanca del dorso. Son estas innegables particularidades que lo componen, los ornatos que adopta, las representaciones que se tatúa, y el rítmico movimiento de su garganta al tararear una melodía... cuando hablo de quererlo, me refiero a la forma general, y a su vez, cada individual detalle que lo caracteriza. Sin estas piezas, muy propias... mi amor por él se prestaría a dedicarse de otra manera. Es esto preciso, sin embargo, –joyas, tatuajes y tarareos distraídos–, la garantía por la que mis sentimientos perduran.
Complacida, entono un susurro, deleitada por las frágiles caricias que sus dedos marcan en mi cadera. Shawn me aprieta contra él, fusiona mi espalda a su ardiente pecho, y me acerca más... y más. Encajamos. Su ambicioso contacto pauta por mi cuerpo, busca y encuentra el dobladillo de mi camisón para dormir y se adentra por debajo. Oh, señor... Gimo y me estremezco, muchacha siempre perceptiva. Halla su lugar en medio de mis piernas –sitio que perennemente lo recibe cálido y húmedo. Hierra un compás, entre mis mojados pliegues íntimos, que me absuelve de lucidez. Su cuerpo está a mi espalda, caliente cual fuego, perverso y seductor cual pecado. Sus labios se proponen a hurtar el sabor de mi piel, lamen y besan mi cuello y hombros. Combinado, su rápida respiración delata su furor interno. Ya ha apresado, en su libre mano, mis muñecas, e intenta contener ambas de sacudirse a razón de mi agitación. Murmuro algo, disconforme, pero él afianza la sujeción y me impide objetar. Introduce cuidadosamente un dedo en mí y gime en mi oreja al sentir cómo le aprieto. Acezo, trémula, extasiada. Me arqueo y anhelo. Shawn jadea al notar cómo la curva de mi trasero se acopla a la perfección con su miembro viril. Estrecho los muslos juntos, encierro su mano y el cadencioso movimiento de sus dedos. Se interna una y dos y tres veces más, me estimula, me dilata para la cabida de un segundo dedo. El exhaustivo ejercicio que tan tercamente se dedica a llevar a cabo prolonga su resistencia física de forma soberbia; con la fuerza de sus manos, ancladas a mis muñecas, inmoviliza cualquiera de mis deseos por tocarlo. La excitación, no obstante, se acumula y magnifica ante esta muestra de posesividad. En nuestras caderas hay un irrevocable deseo. Es imaginable; el tornado –nombrado en su gloria y honor– se riega por mi femineidad e inunda sus censurables dedos.
Exactamente once segundos después, su ronca voz me trae de regreso.
—Buenos días, mi amor.
Juro en nombre del cielo.
Mamá nos informa, durante el desayuno, que Felipe se mantendrá cerca debido a la magnitud del programa, y claro, la presencia de Shawn. La familia estará presente por la tarde, porque en paralelo Mérida y el primo Seúl han de graduarse.
Me esfuerzo, para variar, y me preparo para el evento del día. Saciado el tema de la higiene y el baño, cepillo concienzudamente mi cabello, alterada por los constantes nudos; es el pasatiempo favorito de Shawn, jugar y sujetarse a mi cabello –especialmente al venirse. Él se limita a contemplarme a sus anchas desde la cama. Ato el pelo en una coleta baja con un lazo y lo robustezco con pasadores. Al desperezarme, Shawn entorna la mirada, forjada en codicia, y persigue la desnudez de mi cuerpo cuando me privo de la toalla. Disfruta, sencillamente, de enviciar sus ojos conmigo. Trato de disimular que ante su vista estoy tímida y sonrojada. Estrecho las bragas y visto la camisa de lino con puños abotonados, sin sujetador. Shawn arquea una ceja. Me pongo el pantalón plisado, de corte recto. Conjeturo el calzado que utilizaré. Sé cuál. Distiendo la puerta del armario y usurpo la caja de cartón, de mediano tamaño y diseño floral, del compartimiento superior; guarda los zapatos dorados de escaso tacón, uno de los presentes de Shawn en nuestra primera cita. Por último, ajusto el broche del brazalete en torno a mi muñeca, el único adorno en mi cuerpo, y me declaro preparada.
—Preciosa.
Miro a Shawn; él se incorpora en la cama y me indica acercarme con un deliberado ademán de su diestra mano. Es como si una fuerza invisible tirara de mí hacia él. Shawn pierde su tacto por mi espalda y roza con la punta de sus dedos mi espina dorsal, y me irgo, perturbada por la sensación, trastorna mis músculos con la simple caricia.
Sube su miel mirada, dilatada, por mi cintura y pechos, se demora más de lo decente, finalmente enfoca sus ojos en los míos por debajo de sus cobrizas pestañas.
—Te quero —me dice.
Pestañeo, sonrojada. —Pero —agrega, condescendido— no sé cuán adecuado es que esté mirando tus pezones a través de esta camisa todo el día. Y los demás... ni hablar, África.
—Si dejases de mirarme así no serían tan notorios —refunfuño—. Además, estaré usando la toga.
—Mmm.
Tres suaves e irregulares toques en la puerta interrumpen, a buen venir, el diálogo.
—¿Quién es? —he de inquirir, pues con tantas personas en casa es mejor asegurarse que lamentar.
—Adana —musita una voz delicada e infantil.
Shawn hace un mohín y se enternece; Adana ha conquistado prestamente su corazón.
—Espera, Adana —digo—. Dame un momento.
Shawn se apresura a vestir el pantalón. Busco por su camiseta en los rincones más obvios de la alcoba. No la encuentro, sin embargo. Asgo del armario el jersey de Grant Allen y se lo entrego. Es un tanto ancho, pero cuando Shawn entra a éste, y sacude su castaño cabello, le queda muy pero que muy bien.
—Me parece lo más justo —digo, y me encamino a la puerta—, ya que me he quedado con tu chaqueta, tú conserves mi jersey.
—Estás dedicada a romper estereotipos, ¿no es cierto, preciosa?
Adana se adentra a la alcoba, momentos precisos luego. Porta un vestido a la medida con bordado de ojales en el cuello, los puños y el dobladillo. Su largo y ruloso cabello, del marrón más claro y reflejos castaños, está suelto sobre sus pequeños hombros, adornado con una diadema blanca.
—He perdido a Delfín —dice, a nada de echarse a llorar.
Con su vuelta, Shawn ha traído un obsequio a Adana; un delfín de peluche, que Adana, bien comedida, decide nombrar cómodamente «Delfín». Ella no había querido soltarlo desde entonces.
—Oh. —Shawn rápidamente trata de sosegarla y se arrodilla frente a ella—. Está bien, bonita, vamos a encontrarlo, ¿de acuerdo?
Adana asiente y revolotea sus oscuros rulos. Shawn acomoda uno que otro mechón tras su oreja y le sonríe livianamente.
—Bueno —digo—, escúchate. Pensé que era así cómo a mí me llamabas.
Shawn me tira una mirada sobre el hombro. —Me hace recordar a ti —dice él—. Te es muy parecida.
¿«Recordar»?
—Shawn tiene que vestirse para la ceremonia —digo a Adana—, pero yo te ayudaré a buscarlo, ¿está bien?
—Gracias, tía Áf.
Probablemente Vientián –ese hombrecito irritante– lo ha escondido para molestarme de manera indirecta. Pareciese que no tiene nada mejor qué hacer. Tomo la pequeña mano de Adana en la mía y nos guío fuera de la alcoba. Concedo a Shawn espacio para actuar. Después de un par de misiones donde nos infiltramos en las habitaciones de los demás, luego de tocar, claro es, y en las estancias de la casa para registrar y evaluar el campo, hallamos al condenado delfín de peluche en el refrigerador.
¡Ése desagradable Vientián! Ya está mayorcito para estos desplantes. No vuelvo a prestarle un libro.
La sonrisa torna a Adana, para mi propia tranquilidad. Al dirigirme por el pasillo del primer piso, en dirección a las escaleras, oigo singular voz ahogada proveniente de la recámara de mamá. Lo considero por un segundo y pego un costado de mi rostro a la puerta. No deseo imponerme en su privacidad, no me es grato, sólo necesito salir de dudas, por si acaso. La conversación es ininteligible; ella claramente está hablando por llamada telefónica.
—Silvestre —dice mamá.
Oírle pronunciar su nombre me es increíble. Hasta entonces, sólo había leído sobre él. Mamá tiene una forma única de declararlo, como si lo llevara arraigado a la piel.
—No sé si pueda. Ha pasado mucho tiempo... temo que sea demasiado tarde.
«¿Para qué?», él debe replicar, porque mamá responde: —Para ti.
Cinco segundos de silencio.
—Lo siento —dice mamá, finalmente.
La tristeza en ella me afecta de forma directa. Me alejo por el pasillo sin volver la vista. Regreso al piso superior y hallo a Shawn recién salido de la ducha. Se está secando el cabello con la toalla cuando entro en la habitación. Cierro la puerta a mi espalda, con un áspero eco, y echo el seguro. Veo a Shawn, apesadumbrada, y él reconoce este sentimiento en mí, no necesita de palabras. Se aproxima y me besa, me aprieta contra la madera. El desconsuelo en mamá es turbador, siempre una mujer ecuánime. Me inquieta pensar quién dejaría de ser si llegase a perder a Shawn.
Su olor; jabón, champú y canela natural, se riza a mi alrededor, y me corrompe. Tiempo juntos... mi piel lo reconoce como la primera vez, y se enchina al percibir su cálida cercanía. Alzo la pierna y presiono mi muslo en su cadera, le acerco más, más y luego más... un pequeño vaivén que nos mantiene cuerdos. Shawn se aventura por mi abdomen, desabotona un par de ojales, y amasa mis senos, prensa entre sus dedos índice y pulgar cada pezón y tira. Un gemido agridulce abandona mi garganta y se pierde en la suya.
—Todavía virgen, mi amor —murmura él—, pero tan entregada...
Los sucesos de junio tienen un destino completamente diferente al que ambos pretendíamos.
La academia está, a todas luces, en su mejor momento del año. Los vehículos llenan las calles desde cuadras anteriores. Surgen los peatones que consideran la calzada como acera. Felipe introduce el auto en la conglomeración de reporteros, que aguardan ante las puertas altas de la escuela, y se encomienda a su trabajo. Verlo realmente ejercerlo, debo decir, es imponente.
Shawn me sonríe, adoloridamente tan apuesto, previo a que nos abran la puerta. Está en traje negro, con los primeros botones de la camisa oscura sueltos; expone su endurecido torso y el vello en él, como un paraíso al que sólo pocos pueden soñar llegar, la cadena alrededor de su cuello cae suelta hasta su pecho, entre sus pectorales descansa mi anillo. Me es angustioso sentirlo incansablemente arrebatador. Exclamación colectiva se alza en el exterior cuando advierten en su presencia.
Florida nos acompaña en el vehículo; está usando un vestido casual de verano con caída a media pantorrilla. No hace más que sujetar nerviosamente el libro en sus manos, desmadeja las esquinas de sus páginas. Su mayor desconsuelo, sé bien, es por la indudable asistencia de Silvain Desrosiers al Acto de Graduación.
—¿Vienes?
—¿Tengo opción?
Sonrío. —Por supuesto que no.
Shawn nos está esperando fuera. Su mano se une a la mía tan natural. Seguimos la influencia del guardaespaldas hasta la cima de las escalinatas, mientras mamá y Florida nos reanudan de cerca.
—Mantengamos a Florida cerca —digo a Shawn, haciéndonos pasar por el vestíbulo—. Una sola de sus miradas ahuyenta a la más feroz jauría.
Ella, al oírme, nos guiña un ojo.
En lo más alto, guirnaldas metálicas cruzan de norte a sur, y simulan un llamativo techo silbante. Las cortinas, puestas de manera sinuosa, cuelgan de la balaustrada en el segundo y tercer piso. Frente a las escaleras del norte está el presídium decorado con un estrafalario arreglo floral. «Generación 2013-2019». A cada empiezo le corresponde un final. En torno a la mesa de honor, y la fuente, incrustada en el centro del patio, se desarrollan las hileras de asientos destinados para los estudiantes de último grado. Está a medio rebosar.
—Qué extravagante —se hace oír Florida.
—Lee tu libro.
Florida se encoge de hombros y deposita la atención de sus ojos donde el marcapáginas le indica.
Cerca del presídium se reúne un distinguido grupo; miembros, académicos y el presidente. Mamá está recibiendo un saludo desde allá, de una mujer particular, jefa de Gobierno de la ciudad. Invita a Argelia Ruiz a unírseles; atención que ella acepta.
—Pero, ¡señorita Ruiz! —el profesor Desrosiers se aproxima por el pasillo, hombro a hombro con su hijo, Silvain—. ¿Qué está haciendo aquí? ¡Debería estar ya vistiendo la toga! Pronto les indicarán tomar asiento.
—Mi apellido es uno de los últimos, profesor —me excuso—. Hola, Silvain.
Las manos de Florida se tensionan en los márgenes del libro.
—Princesse. —Silvain asiente en mi dirección, guapísimo como de costumbre, incluso más; se le nota más erguido, sin embargo apocado. Sublevarse a las exigencias del corazón le resta brío. Desvía sus atractivos ojos, reservados tras los lentes, a la muchacha ruborizada a mi lado. Intenta hablar, nada sale. Supongo que habría dicho algo como «mon amour».
Me consagro a ceder la tensión. —Él es Shawn —digo, dedicada a atribuir a mi novio, quien hasta entonces se ha limitado a observar fascinado el intercambio. Más tarde me esclarecerá detalles que yo he pasado por alto; distinta perspectiva, nacida desde su mente, que venero.
—¡Claro! —expresa Silvain, incondicional—. ¿Cómo obviar al hombre que logró derretir el corazón de princesse afrique?
—Eso... eso es tan alegórico.
Shawn estrecha la mano con profesor e hijo.
—No mentiré —dice él—. Desconfié. Muchas veces creí que no podría.
—Suficiente —prorrumpo, al oír reír a Silvain—, suficiente. Profesor, ¿adónde debo de ir?
—Salón 9, señorita Ruiz. Dese prisa, la ceremonia está por comenzar. Y, por cierto, felicidades por su admisión a Grant Allen.
Le sonrío en agradecimiento, siempre un buen mentor. Beso la mejilla de Shawn antes de partir al salón indicado. —Cuida de Florida —pido, muy cerca de su oreja. Su pesadumbre se ha acentuado y me inquieta. Shawn me asegura que así será. Me pierdo en la muchedumbre y miro reiteradamente atrás. Felipe se mantiene cerca de ambos, atento, controla la situación con ojos de halcón.
El Salón 9 atañe a Biología del 4to curso en la academia. El aula se desaloja de las sillas y mesas y se suple por colgadores metálicos del que se destienden fundas desde ganchos. Hay desorden en su mayoría, lío de togas, birretes y otras prendas. Las paredes todavía conservan carteles alusivos a la botánica, la anatomía y la zoología. La fila emerge del umbral. Formándome, también me encomiendo a esperar por Amelia, quien llega más tarde que temprano, encalmada. Le consiento el sitio frente a mí, que fielmente aparté.
—Permíteme conjeturar a tu costa; las sábanas no te dejaban ir esta mañana.
—Bueno, es que..., África, yo no tengo una ardiente alarma de carne y hueso.
—Claro —emito, pues pienso en cierto muchacho de California.
Amelia está preciosa, y destaca cual sol a merced de un airoso vestido de encaje, color canario, con abertura a la altura del muslo. Luce su castaño cabello suelto en suaves ondas; dos rizos enmarcan su acaramelado rostro. Sobresale con una gracia extraordinaria.
—Me hubiese gustado quedarme para la fiesta de esta noche.
Viajará esta misma tarde, justo después de finalizar la ceremonia, al estado de Chiapas, con curso al sur del país. Amelia ha sido aceptada en la Facultad de Finanzas y Contabilidad; es pues su deber administrar eventualmente la finca Esquivel. Se confía enteramente a su herencia. Decir que la echaré de menos es el más horripilante eufemismo.
—Viene bien, como un evento social. Unirse a una mayoría y todo eso. Como Le Bon decía: «alma colectiva»...
Amelia pestañea.
—¿Qué estás diciendo?
—Me refiero a que la fiesta de graduación corresponde a un acto significativo en la vida de cualquier persona.
—Pero, no asistirás.
—Cumplí mi rol en esta institución educativa —digo—. La celebración no es más que una redundancia si tú no estás.
El académico a cargo de la distribución pronuncia el nombre de Amelia y el mío. Firmamos un papel y nos entrega la negra toga, así como el birrete y borla, de misma oscuridad, a excepción de la estola, tela blanca aperlada. Nos vestimos como es requerido, debido al acto, y vamos al encuentro de Shawn y Florida, quienes se hallan inmiscuidos en una intensa plática de motivos ininteligibles. Amelia besa la mejilla de Shawn y le pregunta, inmediatamente después, por Connor Brashier.
—Se quedó sin excusas al tratar de acompañarme —responde Shawn.
De reojo, él me mira, a sabiendas de que se encontrará con la complicidad de mi mirada.
La ceremonia de graduación da inicio con los honores a la Bandera Nacional. Brindamos el saludo civil, simultáneamente, cada directivo, estudiante y persona presente. A partir de mi puesto asignado veo a Florida amaestrar a Shawn en la correcta forma de posicionar la mano sobre el pecho, un arte que pocos saben llevar a cabo. Confío no se juzgue como traición a su patria canadiense. Se interpreta el Himno Nacional y la Escolta de Bandera hace el inicial recorrido. Mamá, naturalmente, observa la ceremonia concurrir desde su lugar de honor en el presídium.
Su boca me roba el aliento. Gimo y lo atraigo por el cuello. Él clama ronco y arrastra sus manos por mis piernas. Apresa mi trasero en sus palmas, aprieta, se empuja. Mi espalda da contra una estantería y los libros se sacuden, amenazan con caer en un estropicio. Jadeo con sonoridad y nos desuno.
—¿Qué estamos haciendo, exactamente?
Los brazos de Shawn sitian mis muslos, ejerce fuerza, me alza y me sienta en la mesa industrial que interfiere en el pasillo entre las rinconeras. El olor de todo es ahogado, viejo y concéntrico. Shawn lo desafía con su aroma soberano; deliciosa canela que se asocia con la arraigada fragancia de los miles de libros.
—Cumplir una de tus fantasías, por supuesto.
Mjm, cierto. Una vez he recibido el reconocimiento, jalo a Shawn conmigo al último piso de la academia, éste que me perteneció todo un año, con la ambición de consumar uno de mis deseos, que lo abarcan a él, una biblioteca y sonidos roncos. Primeramente, me aseguro que la señorita Moliner esté enajenada en la celebración actual.
Retorno por besarlo, saciado el argumento, tiro de su cabello y magullo nuestros labios. El acto de frenesí evoluciona, cada segundo, convierte débiles mis huesos, y la sangre, caliginosa, vertiginosa, en morosa ebullición, golpea debajo de mi piel. Nadie me había enamorado, excitado; mi deseo por él ha estado, todo este tiempo, enterrado bajo capas de tierra, frío, como corteza fértil para un naciente volcán.
Ahora, he hecho erupción.
Shawn atrapa mis tensos dedos, aferrados a su pelo, y lentamente los afloja. Me hallo magníficamente distraída. Oigo el silbido de tela, y luego, casi sin querer, noto las manos oprimidas. Mis muñecas están atadas con la estola que debería llevar puesta sobre los hombros. En un acto de inconsciencia e irracionalidad –traído al exterior bajo incredulidad– trato de separar los brazos. La eficacia del nudo lo impide y presiona mis muñecas juntas. ¡Están contundentemente dominadas!
—¿Shawn?
—Recuerda —susurra él, en la comisura de mi boca; aunque suena ronco, insólito anhelo surge inevitable—. Recuerda mis palabras de esa noche.
«No contenerme implicaría hundir mis dedos en ti». Oh... «Implicaría privarte de un orgasmo para llevarte a uno más jodido». Buen señor... «Te sujetaría y te haría correrte». Qué incauta he sido. La mayoría de las cosas, las promesas que pactó, se han cumplido. Continúan, y Shawn no tiene intención de parar.
Entreabro los labios. Suspiro. No alcanzo a crear sonidos al hablar.
La rojiza y húmeda boca de Shawn se estira en una sonrisa bien ejecutada. —Intenta no gemir muy alto —advierte, excitado—. Una ceremonia de graduación está llevándose a cabo abajo.
Pero ¡qué pretencioso!
Cómo le quiero.
Me atrae hacia sí. Murmura rudo y complacido. Quedo al filo de la mesa. Shawn introduce sus manos bajo la toga y halla el botón que mantiene mi pantalón ajustado, tira de éste por mis piernas y respira, jocosamente agitado, cerca de mi boca. El placentero calor de su cercanía me embriaga. Nuestro entorno es tirante, se estrecha, se dilata, nos sofoca. Shawn inmoviliza mi barbilla y abre mis hinchados y sensibles labios con su pulgar, se inclina, azuzado, y los lame. Me sacudo, espoleada. Con una libertad fuera de toda comprensión, entra en mi ropa interior y me halaga con la maestría de sus dedos. —Tan mojada —susurra, afónico. La estola ciñe mis muñecas, impidiéndome la acción de tocarlo, y por consiguiente, sufro desesperada. Shawn niega con una sonrisa. Un húmedo y chasqueante sonido se crea al momento en que sus dedos se mueven melódicamente e hincha mi botón con sus caricias. Intento cerrar las piernas, pero él está en el medio. Gimo, impotente. La nulidad que él me suscita, y la efervescencia, se combinan en un dúo avasallador. Sé que estoy a su merced, y que puede hacer cualquier cosa conmigo, y eso me excita más, si cabe.
Shawn desliza dos de sus dedos a través de mis pliegues íntimos, los roza, de arriba abajo, y su pulgar rodea magníficamente rápido mi cumbre, el foco de mi excitación. —¿Escuchas eso? —masculla, al borde de la cordura—. ¿Escuchas cuán húmeda estás, preciosa? Tu cuerpo habla y me dice cuánto ama lo que hago con él, y a mí me encanta complacerlo.
Se introduce en mí, aprieta, ensancha, y dueño de una exquisita velocidad me lleva al borde, me angustio, enloquezco y crezco, pero no me deja caer. Retrocede y todo, toda esa locura y frenesí, se detiene en seco. Quedo latiendo mansamente. Busco por Shawn, alterada por perder su imagen. Parpadeo, encandilada, y vuelvo a parpadear... ¡oh...! Está arrodillado, entre mis piernas, y se embelesa con mi femineidad. Ahogo un fuerte gemido; la emoción se aloja en mi pecho, y lo sacude, y sacude... Me derrumbo de espaldas sobre la mesa. Shawn está sediento, toma todo de mí, como si fuese un manjar que le ha sido alardeado, pero jamás dado. No imaginé que su lengua fuese capaz de sostener esta velocidad… Sus labios me consumen, sin misericordia, en cada profunda lamida. Se sujeta a mi cadera con un brazo, y el otro, más pródigo, se escabulle por mi abdomen, arruga la tela de la camisa en sus manos, por el valle entre mis senos, enhiestos pezones marcados contra el lino, y estrecha sus largos dedos alrededor de mi cuello. No se contiene; oprime lo justo para llevarme a delirar, limita mi respiración, ya de por sí bulliciosa. En réplica, aprieto mis muslos a cada lado de su cabeza. Soy incapaz de describir el acto como llana carnalidad, cuando me devora, y me muestra una realidad apartada de lo ordinario. Abandono mi nombre, mi temperamento, mi sabiduría, y en su lugar lo tomo a él, por completo y sin reparos.
Fijo la vista en el tan inminente techo de la biblioteca. Mis piernas se sacuden violentamente, trastornadas debido al vigor del orgasmo, ya derramado. Largas lámparas cuelgan de las vigas e iluminan cobrizamente el entorno. Vítores suenan desde el exterior e invaden la niebla que cubre mis sentidos. Shawn sosiega mis muslos con la suave presión de sus manos, los amasa, con la intención de aminorar el calambre. Con cada acto íntimo que cometemos, el espasmo llega magnificado. Pestañeo, adormecida, y encuentro su dulce mirada; Shawn se empina sobre mi cuerpo con tal de verme. De rizos despeinados y mejillas enfebrecidas. Su boca está impúdicamente húmeda.
Sonríe. —¿Estás bien?
—Me he venido ante los ojos de miles de libros —digo—. Imagínate el cuchicheo que se armará entre sus páginas una vez estemos fuera.
Shawn se hecha a reír; el simple sonido de su risa, jocoso y jovial, me extasía como nada lo ha hecho.
La Abanderada, miembro prócer de la Escolta de Bandera, ya ha hecho su discurso. Presenciamos el número artístico desde el segundo piso; el Jarabe Tapatío, donde un conjunto de bailarines –estudiantes pertenecientes al taller de danza– interpretan el característico y colorido folclore mexicano, representados en el traje de los charros, con sus grecas y sombreros, y los castores con lentejuelas y rebozos de las chinas poblanas.
Las parejas de bailarines se sumergen en la rítmica y dulzona danza, sincronizados a los instrumentos musicales prestos para la ocasión; el violín le da el sentido vívido, y las trompetas y los otros el contrafuerte. «¡El martirio de Santa Úrsula y sus once mil compañeras!». El suplicio del hombre mexicano.
Comento con el canadiense a mi lado la leyenda de Catarina de San Juan, venerada de Puebla que da origen al folclore. La expresión artística está en mero auge. Mujer de origen hindú que marca la historia de México con sus embozos natales y corazón creyente, e inspira una danza nacional, puramente romántica, punteada por el ritmo más sápido, pues bien trata de un cortejo amoroso.
—¿Has sido alguna vez una china poblana? —pregunta él; me conmueve, sin que vaya a decírselo, con su forma de dar expresión a las palabras que por primera ocasión pronuncia, siendo éstas por completo en español.
—Toda mujer mexicana lo ha sido —digo—. Probablemente generalizo. Sabes que me limito a hacerlo. Lo he sido en mis primeros años en la academia. No me podía negar, pues mamá adoraba el vestuario y las fotografías que vienen con ello. Pero sí que me quejaba —agrego, correspondiendo a la sonrisa que él me entrega—. Lo hice, sobre todo, en el desfile del aniversario 20 de noviembre. Cumplí una determinada edad y, simplemente... dejé de intentarlo. Quizás es algo que siempre extrañaré volver a hacer.
—Pero es tu cultura —dice Shawn—. No pueden prohibírtelo después de cierto momento... ¿verdad? —añade, como presentimiento tardío. «Verdad», repito, con una sonrisa—. México es tu sangre, África. Te ha hecho quién eres hoy; su cultura... sus tradiciones, incluso sus coloquios, son tuyos. No los pases por alto. Ciertamente, es un país virtuoso, y esas virtudes están en ti... virtudes que yo más amo.
«Amor». Él lo ha dicho. «Amor». Pero, ¿no tiene prudencia este muchacho, acaso? ¿Cómo puede insinuármelo así, con esos ojos preciosos, brillando en la intensidad del mediodía, con el implícito ruego de que de por entendido lo que ha aludido?
Esta no es una percepción objetiva.
Primeramente, cabe aclarar, el corazón se hincha en mi pecho, y late como no ha latido antes, una frecuencia disímil, incomparable a las veces en las que, sabiéndolo mío, me sobresalto ante ese hecho. Es armónico, lenitivo... tranquilo. Como si persiguiese el compás de otro corazón... y pulsasen en sintonía, unidos en venas y fibras. Luego, no sé describir cómo, aumenta rápido en palpitaciones, una vez superada la sorpresa, y da razón a la palabra. «Amor». Es real. Es increíblemente real, en el sentido serio. Lo dijo, ¡lo ha proclamado! No a los cuatro vientos, no en la total declaración de sus afectos. De forma alusiva, consciente de lo alterable que es mi corazón, sin tomar en cuenta que, en lo que a él concierne, es fervientemente entregado. Si él me propusiese cometer el acto más impensable, sin rechistar lo haría. Es precisamente que no lo hace porqué yo correspondo entera... sobradamente a ese amor.
Él sabe que he oído lo que quiso decir. Lo nota en mis manos; en el modo sosegado con el que sujetan las suyas. En mis labios, por la manera en que besan su dorso, consintiendo dulcemente el tatuaje del ave, fiel vestigio. Así, en mis ojos; cómo le dicen que lo aman, más de lo que han amado algo o alguien en la vida. No lo pongo en palabras, temerosa de venirme abajo por su peso, el más fuerte que he albergado. La correspondencia está en mí, sin embargo, y él puede verla con claridad.
No temo más por la inadvertencia del momento correcto.
Atestiguamos el discurso de agradecimiento de un egresado, así como del presidente de la institución. La balada que da por finalizada la ceremonia de graduación, en conjunto con las campanadas desde la cúpula, seducen los antiguos muros, construidos con piedra caliza, las amplias habitaciones pretéritas y el elaborado patio central de la Academia Mexicana Miguel Hidalgo. Le otorga ese... sentimiento, el hecho inexorable de que, mi tiempo aquí, ha acabado. Eufórica despedida.
Sostengo su mano y tiro de él, de mi apuesto novio, por el pasillo. Felipe nos encuentra al término de las escaleras; se mantiene alerta mientras nos unimos a la algarabía, el regodeo, la excitación que dispone un final más que esperado. Exclamaciones de congratulación de aquí y de allá. Admito que fue interesante haberle dado la mano a mi propia madre al recibir el certificado arriba del presídium, pero qué se le va a hacer. Me reúno con Amelia, a quien abrazo valerosamente, siendo vivificada por su imperecedera alegría. ¡Cuánto quiero a esta muchacha! Jalil nos encuentra, impelidas por la marea de estudiantes, y nos brinda un abrazo, –sin olvidar a Shawn, a quien le guiña el ojo bien descaradamente. Recibo los brazos de un par de muchachas, más que simpáticas, compañeras del mismo curso con quienes recuerdo haber bailado en la fiesta de San Valentín honorada por Amelia. En torno a la médula, Italy nos envía un videochat, y grita regocijada, junto a la dulce Kyandi, igualmente aplaudidas en su festejo.
Shawn no se va de mi lado, resolución que adoro contemplar.
Las personas se aproximan a conocerlo, apreciarlo de cerca, como la ocasión tiene el placer de ofrecer. Isma, –creo recordar–, la compañera de Florida, le abraza por largo rato, –tanto que llega a impacientar al propio e inmutable Felipe. Besa su mejilla, inclusive, acción que Amelia parece exasperar con la mirada, pues sus intenciones no parecen estrictamente de admiración. Contantemente, está viéndome de reojo, al brazo de mi mano que sostiene la de él, como si no pudiese acordarse qué tipo de extremidad es exactamente en el cuerpo. Me divierte, acepto, que ella piense que logrará algo con una mirada que nada tiene de poder.
La particularidad me hace coincidir con Abraham.
Abraham mira a Shawn fijamente, sin el reparo de mostrarse modesto. Me atrae hacia él, sin miramientos; la mano de Shawn se desliza de la mía, contacto que añoro al instante. Con una valentía diga del heroísmo más osado, rodea mi cintura entre sus brazos, que se ha determinado por fortalecer, y besa largamente mi mejilla.
—Te he extrañado demasiado —me dice—, y seguiré haciéndolo.
Shawn ha endurecido la línea de su mandíbula cuando, al despedirse Abraham, regreso junto a él.
—Eso —masculla— fue innecesariamente explícito.
—¿Te parece? —inquiero, pues conozco a Abraham, y lo suyo es un acto que en cualquier otra circunstancia manifestaría tan naturalmente como hoy.
Shawn no está muy feliz con lo que me ha escuchado decir; deduce mi razonamiento, y se contraría todavía más.
Busco su mano nuevamente, e intento entrecruzar nuestros dedos, pero Shawn retira el brazo inmediatamente hacia atrás. Oh..., es lo único que logro pensar, y siento mi corazón empequeñecer. La pena se agolpa en mi expresión y con ello la pesadumbre en mis ojos. Shawn, notando lo que su rechazo desencadena, trae su brazo al frente, aquél que me fue negado de manera incongruente, y une su mano a la mía sin ceremonias.
—Perdóname, bonita —susurra—. Lo hice sin pensar.
—Claramente —contesto.
Jala de mí hacia su pecho, mi cálido hogar, que recibo afectuosa, sin inmutarme ante la atención que estamos atrayendo imparablemente. Shawn entierra su nariz en mi cabello y aspira el aroma de mis hebras. Le he atrapado soportando la tentación de tirar del lazo que mantiene mi pelo sujeto. Las personas voltean y nos observan. Shawn lleva sus labios por el contorno de mi rostro y deja un placentero beso en mi pómulo, piel ruborizada, y suspira tenuemente. La expresión de los espectadores es inigualable. Entre los más enajenados, está Abraham, y otros muchachos igualmente angustiados. Shawn sonríe en mi piel. Se abraza a mi cintura, borrando sin compasión el rastro de lo que fueron los brazos de Abraham, y me aprieta contra él. Murmura ronco por lo bajo, casi un ronroneo, y un gemido silencioso. Sus acciones gritan, esclarecidamente, «mía».
No había imaginado que Shawn se regodease en la certeza de que, en resumen, es el hombre con el absoluto consentimiento de tocarme, proclamarme suya, y gozar completa razón en ello.
Amelia, quien decide echarnos un curioso vistazo, nos atrapa íntimos. Abre contritamente sus ojos y su boca recrea la forma de unas cuantas palabras insinuantes. «Qué caliente».
Sí, coincido. En su manera simple y corta, es caliente. Mi cuerpo es testigo devoto.
Los birretes son lanzados hacia arriba y la euforia del día consumada.
Ese día lo tenía todo para culminar de manera admirable, pero el júbilo de los empiezos no asegura un final perfecto. Lo que inicia como la consumación de una parte de mi vida y el rudimento de una nueva etapa... concluye como el peor de mis días.
Nos incorporamos a la familia, en casa de los abuelos, y experimentamos el comienzo de la tarde de forma adorable. Comemos sopes, acompañado ulteriormente por chili con carne y guacamole. Aunque los adultos se satisfacen con agua de cebada, de tanto en tanto, uno de mis hermanos, hasta un osado primo, le ofrece a Shawn una botella de tequila a escondidas de la supervisión adulta. Shawn, en cada oportunidad, me mira detenidamente antes de negar. A mí no me importaría, ciertamente, pero sé que es una impresión que él no quiere dar a malinterpretar. Florida sí acepta, a quien más adelante tía Jordania arrebata digno tequila.
Mamá, en un momento dado, extrae de la cartera un conjunto de hojas.
—Ya que rechazaste cualquier idea de un arreglo floral o incluso globos —dice, un tanto irónica y maternal—. Eso es para ti, mi hija.
Shawn se inclina sobre mi hombro y lee los papeles; son los documentos de un vehículo puestos a mi nombre.
Mamá sonríe. —Lo necesitarás para manejar a la universidad. Es más simbólico; recibirás el auto una vez estés estable en Toronto.
Es tónico el hecho de que dejaré México. Le sonrío en agradecimiento y la abrazo, como si contase como una temprana despedida que no quiero dar. Me olvido de las barreras que me han mantenido alejada del cariño de mamá, la llamada celular que le escuché tener, la tristeza que ella muestra al mirar, y me consagro al afecto indestructible que le tengo.
Abandono el salón, donde la familia se reúne en convivencia, e indago por Shawn en los corredores perimetrales, sabiendo de antemano que probablemente está al teléfono. Ha recibido últimamente una gran variedad. Parecen aumentar y alargarse conforme México lo tiene. Efectivamente, le hallo en el patio, con el teléfono a la oreja. El crepúsculo ha caído. Los faroles, dispuestos en línea hacia la fuente de piedra, sumida en su pleno espectáculo hidráulico, en los cuatro caminos que llevan hasta su desemboque, lo ilustran. Espero por él en el ornamento. El motivo de la llamada es claro a mis oídos. Silencio este sentido fisiológico, sin embargo, hábil en hacerlo. Es una privacidad que Shawn merece conservar.
Al finalizar, se sienta junto a mí, en silencio.
Su mano se encuentra con la mía, en medio de la unanimidad.
Sin la necesidad de decir nada, me levanto y lo llevo conmigo de regreso a casa. A mi habitación, siendo precisa. Shawn suspira, e inmersos en la oscuridad, viene a mí y hunde su rostro en mi cuello. Su respiración es larga y sosegada, como si intentase controlar su pulso cardíaco. Rodeo sus hombros y lo estrecho en un abrazo que nunca necesité de nadie como de él. Shawn gime, amodorrado entre mis brazos. Apresa mis muslos y empuja de mí, me alza así. Camina al sillón, donde se sienta y a mí sobre su regazo. Se aferra a mi cuerpo como si, al estar expuestos a un peligro inminente, desease protegerme. Es tal su fuerza al abrazarme que, el silencio que nos apacigua, silba, como el viento que antecede a la tormenta, advertencia ineludible.
—¿Shawn?
—Te quero, África, te quero.
Deshace los primeros botones de mi camisa y despeja mis hombros. Su mirada parece desesperada al mirarme. Alza mi barbilla y acerca su rostro, respira tenuemente en mi boca. Me dejo hacer. No me besa, como uno esperaría. Roza su nariz con la mía y, al compás de la caricia, erra por mis enfebrecidas mejillas, cruza mi mandíbula, por debajo... Besa mi cuello. Y, oh... Presiona sus labios ahí, donde mi pulso delata su euforia, de nuevo y de nuevo... A base de besos, contornea mi hombro y desciende por el valle, la sombra al comienzo de mis senos. Suspiro audiblemente. Shawn ciñe mi cuello y me besa.
Lo hace lento, como si necesitase rememorar mis labios en cada vaivén.
Poco a poco, disminuye la cadencia melodiosa de su boca, y empieza a hablarme de lo que nunca me habló. Aquello por lo que pedí escucharle, tal vez sin mucha precaución, pues lo que me dice, descubro ahora, tiene el poder de cambiar sin vuelta atrás el curso de los acontecimientos.
Esa noche no dormimos. Fingimos que es así, pero ciertamente no. Ni él duerme, lo sé, ni yo lo hago, lo sabe. Entiendo porqué le costó tanto finalmente sincerarse, y lo que pretende al hacerlo. Demuestra así cuánto en mí confía. Pese al peligro, mi posible reacción, como él pudo preverlo... me habla, con valentía y honestidad. Y le escucho. Por el resto de la noche continúo haciéndolo, aunque todo lo que hay entre nosotros es silencio.
Algo ha cambiado irremediablemente al día siguiente.
Esa mañana de junio.
