Capítulo 46: El filo de la traición

Las puertas de Hogwarts se encontraban cerradas cuando Albus y sus amigos llegaron hasta ellas. El profesor White envió su patronus, un brillante murciélago plateado, volando a través de las barreras hacia el castillo. Minutos más tarde, las puertas se abrieron para dejarlos pasar.

En el interior del castillo, los profesores intentaban tranquilizar a los alborotados y asustados alumnos. Preguntaban por el ataque y por los estudiantes que no habían logrado escapar a tiempo de Hogsmeade. Pipa Caldwell aseguraba que su hermana menor seguía en el pueblo y exigía que le abrieran las barreras para poder salir a buscarla. A ella se le sumaban otros alumnos reclamando también por sus familiares desaparecidos.

Habían despejado las mesas del Gran Salón y los bancos donde habitualmente se sentaban a comer se encontraban dispuestos a los costados junto a las paredes, aunque la mayoría de los alumnos se mantenía de pie, caminando nerviosamente de un lado al otro o conversando en pequeños grupos en susurros preocupados. Estaban inquietos, todavía desconcertados por el inesperado ataque, y los primeros rumores sobre la magnitud de lo que había sucedido comenzaban a correr entre ellos.

James ocupaba uno de los bancos más cercanos a la puerta acompañado por el resto de los Caballeros de la Mesa Redonda y, para alivio de Albus, por Hedda. Su hermano y Louis estaban cubiertos de suciedad y tenían algunos rasguños menores, pero el resto no mostraba señales de daño. James fue el primero en reconocerlos al cruzar la puerta, y saltando como propulsado por un resorte, se abalanzó sobre Albus y Lily, envolviéndolos a ambos con sus brazos fuertes. Albus se lo permitió sin resistencia. Él también se sentía feliz de reencontrarse con James.

Percibió por el rabillo de ojo que Louis se acercaba a Elektra y la abrazaba con cuidado, evitando presionarle el brazo herido. El vendaje que Victoire le había colocado se había teñido de un color seroso, un exudado de aspecto desagradable. Elektra se refugió contra el pecho de Louis y soltó un gemido como un llanto ahogado. Él le acarició el cabello rubio con ternura y le besó la coronilla.

Thomas les informó que se encargaría de avisarle a su padre de que los tres se encontraban a salvo, pero no se alejó sin antes recordarles que debían de ir a la Enfermería para que Cho Chang revisara sus heridas.

—Mamá está herida —fue lo primero que dijo James mirando alternativamente a Albus y Lily. Su hermana soltó un respigo y se llevó ambas manos a la boca. Albus tardó varios segundos en procesar la información.

—¿De qué hablas? —fue su reacción. James tragó saliva y se pasó los dedos por entre sus cabellos oscuros y revueltos.

—Lo vimos desde aquí, cuando quisimos volver a Hogsmeade por ustedes —explicó su hermano nerviosamente. Era inusual que James se mostrara nervioso por algo, así que Albus supo que inmediatamente que era grave—. Había un dragón intentando evitar que los alumnos regresaran al castillo y la directora McGonagall trató detenerlo… Ganar tiempo para que los estudiantes llegaran hasta las puertas… Mamá llegó junto a más gente de la Orden e intentaron ayudarla, pero… —las palabras se le atragantaron en la boca. Levantó la mirada. Se veía demasiado joven y vulnerable, un verdadero adolescente que había presenciado algo escalofriante—. Lograron detener al dragón pero hirieron a mamá.

—¿Qué pasó con ella? ¿Dónde está? —demandó Lily. James meneó la cabeza y le tembló la mandíbula mientras intentaba dar con las respuestas correctas.

—No estamos seguros. Creemos que la trasladaron a San Mungo —respondió Louis por él. James le dedicó una expresión agradecida.

Albus dejó que las palabras penetraran en él. Primero Scorpius, y ahora su madre. Se preguntó cuántas otras personas habrían resultado heridas en esa batalla.

—¿Y la directora McGonagall? —recordó.

—El dragón la mató —la voz melodiosa de Hedda contrastaba de forma abrumadora con la dureza de sus palabras. Su rostro se mantuvo imperturbable, aunque Albus se percató de que sus ojos azules estaban enrojecidos y sus puños estaban cerrados. Estaba conteniendo las lágrimas.

Albus prácticamente podía oler el sentimiento de culpa que emanaba de ella. Lo percibía en la forma en que evitaba mirarlo a la cara y en cómo se mantenía a cierta distancia de ellos.

Había logrado mantener una fría calma durante todo el camino de regreso a Hogwarts. Pero ahora, refugiado en las paredes seguras del castillo, la realidad de lo que habían vivido ese día empezaba a decantar dentro de él.

La Rebelión había golpeado con un puño de acero contra ellos. Los había tomado por sorpresa y con la guardia baja. Y a pesar de que su padre había conseguido contener el ataque, el daño que habían recibido era abrumador. La lucha había dejado detrás de sí un pueblo en ruinas, un Velo quebrado y demasiados heridos.

Habían intentado matarlos, a todos ellos. Y habían estado muy cerca de conseguirlo con Scorpius. En ese mismo momento, en alguna habitación de San Mungo, su mejor amigo se debatía entre la vida y muerte.

Sintió cómo dentro de él comenzaba a germinar un enojo venenoso y lo dirigió hacia la única persona que podía hacerlo.

—Scorpius casi muere hoy —dijo con voz gélida hacia Hedda, aunque sabía que no era necesario. El Amuleto de seguro había alertado a todos sus portadores. Pero aún así, Albus lo expresó en voz alta y aguardó a ver la reacción de su amiga.

La pálida muchacha se encogió como si Albus la hubiera azotado con un látigo, y sus ojos atormentados finalmente se posaron en él.

—Albus… yo… —susurró Le Blanc en un tono suplicante. Desvió momentáneamente la mirada hacia Rose todavía manchada con la sangre de Scorpius, pero la pelirroja estaba ausente, con una expresión perdida en el rostro. —Debí haber estado ahí con ustedes —reconoció, desarmándose frente a él y volviéndose repentinamente pequeña.

—Sí —coincidió Albus con más dureza de la necesaria—. Casi nos matan a todos.

—Lo siento —fue la respuesta de Hedda. Mantenía las manos cerradas con tanta fuerza que Albus estaba convencido de que las uñas se le estaban clavando en la piel de sus palmas.

Sabía que no estaba siendo justo, que se estaba desahogando con Hedda, pero no podía evitarlo. Lo abrumaba un dolor agudo en pecho que nada tenía que ver con las maldiciones que había recibido. Scorpius. Su madre. ¿Cuántos más habría que él no sabía?

Elektra soltó otro quejido, llevándose la mano sana hacia el brazo vendado mientras su rostro se contorsionaba en un gesto de dolor. Lysander chasqueó la lengua con impaciencia.

—Todos hemos pasado por un montón de mierda hoy, ¿eh? —intervino Lysander, lanzándole una mirada de advertencia a Albus. Su voz era rasposa, como dos piedras golpeando entre sí—. ¿Qué les parece si dejamos esta charla para después de que visitar a Chang?

Albus asintió. Victoire había logrado extraer la maldición de su pierna, pero la herida que ésta le había causado le generaba un dolor sordo y pulsátil que trepaba por su pantorrilla y le debilitaba la articulación de la rodilla, dificultándole caminar con normalidad. Tanto él como Elektra iban a necesitar de las atenciones médicas de Cho Chang durante varios días hasta sanar completamente.

Se movieron en silencio por el castillo, sin hablar entre ellos, cada uno sumergido en sus propios pensamientos. Los de Albus eran oscuros y violentos, como las nubes de una tormenta eléctrica. Tronaban con deseos de venganza y furia, pero también con un sentimiento que le era nuevo: vulnerabilidad. Hasta entonces no había sido consciente de lo seguro que se sentía de sí mismo, de sus propias habilidades. Se había confiado en el poder y en el respeto que había acumulado durante los últimos años en Hogwarts, y no había visto venir la jugada de sus enemigos. Había estado tan seguro de que nadie se atrevería a desafiarlo, que ni siquiera se había planteado el escenario hipotético donde la traición fuese protagonista.

Pero lo habían traicionado, y eso era algo que Albus no se podía permitir.

Demasiado ocupado rumiando sus propios pensamientos, Albus no se percató hasta que llegaron a la Enfermería de que Hedda Le Blanc no los había acompañado.


Las mazmorras del castillo estaban desiertas y sumidas en un silencio sepulcral. Nunca le había molestado la oscuridad y la humedad que flotaba en el aire de los pasillos más profundos de Hogwarts, pero aquel día le resultó particularmente sofocante. Cayó en cuenta que se parecía demasiado a una tumba, y un escalofrío le recorrió la espalda.

Con prácticamente todos los estudiantes reunidos en el Gran Salón y los profesores ocupados rescatando a aquellos que habían quedado atrapados en Hogsmeade durante el ataque, o bien socorriendo a cualquier posible herido, Hedda encontró el camino despejado hasta la Sala Común de Slytherin.

Trepó las escaleras que llevaban a las habitaciones de los varones con zancadas largas y rápidas, consciente de que se movía con más velocidad de la normal para un simple humano. El tiempo para sutilezas había quedado atrás.

Abrió la puerta de la habitación de séptimo año con violencia descontrolada, golpeándola contra la pared de piedra y provocando un sonido ensordecedor que resonó dentro de la habitación, sobresaltando a la única persona que estaba adentro.

Lancelot giró sobre sus talones con la varita en mano, listo para enfrentarse a quien quiera que había irrumpido sin anunciarse. El aliento quedó atrapado en el pecho de Hedda mientras lo contemplaba: ya no era un niño quien le apuntaba con la varita, sino un hombre. Un hombre alto y de hombros anchos, con la mirada dura y la mano firme. Listo para atacar. Apenas podía reconocer a su amigo de la infancia en él.

Hasta que Lancelot la identificó, y entonces sus ojos verdes se ablandaron mientras bajaba su mano y se relajaba. Su baúl estaba abierto frente a él y sus pertenencias desparramadas por el suelo de forma desordenada. Había un bolso a medio armar en la cama detrás de él.

—¿Vas a algún lado? —preguntó Hedda en un tono glaciar, haciendo un gesto con la cabeza hacia el bolso.

—Sabes que no puedo quedarme aquí —le respondió con inusitada tranquilidad.

Se miraron durante largos segundos sin decir nada, Hedda sintiendo un torbellino de emociones crepitando dentro de su pecho. La luz verde que reflejaba el Lago se filtraba por las ventanas, tiñendo toda la habitación de un color anormal y frío. Una tumba. Era como estar dentro de una tumba. Encerrada.

—¿Lo sabías? —preguntó a pesar de que ya conocía la respuesta. Quería escucharlo de sus propios labios. Lancelot tomó aire, su pecho inflándose pausadamente.

—Sí —respondió sin vueltas, sosteniéndole la mirada. Hedda buscó algún signo de arrepentimiento en su rostro, pero no lo encontró.

—Sabías que atacarían Hogsmeade —volvió a repetir. Era muy importante dejarlo en claro. Su voz temblaba a causa del esfuerzo que estaba haciendo para mantener la tormenta de sentimientos dentro de ella a raya. Lancelot, en cambio, seguía impasible.

—Sabía que algo sucedería en Hogsmeade —aclaró él—. No conocía los detalles.

—Pero no dijiste nada —lo presionó Hedda. Lancelot no le respondió. Se mantuvo inmóvil, y Hedda lo encontró más distante y frío que nunca. ¿Cómo podían estar tan cerca y al mismo tiempo tan lejos? —¡Atacaron un pueblo repleto de estudiantes y civiles! ¡Gente inocente murió hoy, Lancelot! —bramó sin poder contenerlo más. No podía tolerar verlo tan inmutable, tan indiferente.

Consiguió una mínima reacción.

—Nadie tenía que morir hoy —dijo Wence, frunciendo el ceño en un gesto contrariado—. Si hubiesen escuchado a la advertencia de la Rebelión…

—¿Qué? —lo interrumpió Hedda, dando un paso hacia él y sintiendo a la bestia que habitaba en su interior trepar hacia la superficie. Algo en ella debió de asustar a Lancelot, porque el muchacho dio un paso instintivo hacia atrás.

—Todo esto podría haberse evitado. El Mago les dio una alternativa pacífica, pero el gobierno prefirió ignorar los pedidos de la Rebelión de un cambio, aún sabiendo que eso traería consecuencias —intentó reformular su argumento Lancelot, y esta vez Hedda percibió la cautela con que seleccionaba las palabras.

Fue como un baldazo de agua fría que le caló los huesos y la petrificó en su lugar. Hedda sintió que una mano helada le estrujaba el corazón y le robaba el aire de los pulmones. La verdad volvió a golpearla en la cara con una fuerza cegadora.

Su mirada se desvió hacia la mano izquierda de Lancelot donde un anillo rojo resaltaba sobre su dedo anular. Era el mismo anillo que ella le había visto mostrar frente a los Rebeldes encapuchados en Hogsmeade. El mismo anillo que les había conseguido un pase libre para abandonar el pueblo y regresar a Hogwarts cuando el resto de los alumnos permanecían cautivos. El Anillo que los había salvado.

Una risa agria escapó de sus labios sin que pudiera contenerla.

—Eres uno de ellos —comprendió Hedda, mientras se agarraba la cabeza con ambas manos, entrelazando sus largos y pálidos dedos en la espesura negra de sus cabellos. Frente a ella, Lancelot se enderezó y levantó el mentón en un gesto orgulloso.

—Sí —volvió a confirmarle sin atisbos duda o remordimiento. Hedda sintió deseos de llorar.

—¿Hace cuánto?

—Navidad.

Lancelot le lanzó una mirada suplicante. Hedda podía sentir la energía apremiante que emanaba de su novio mientras esperaba su reacción.

Las piezas empezaban a encajar lentamente. Todos esos momentos en que Lancelot le había parecido tan distante, ensimismado en su propia mente, perdido en sus pensamientos. El aire taciturno que lo había rodeado al volver a Hogwarts de las vacaciones. Su repentino desinterés por el quidditch, cuando antes había sido uno de sus mayores motores. Había descuidado sus estudios argumentando que no creía que fueran a ser importantes para su futuro. Hedda lo había interpretado como una señal de que Lancelot estaba contemplando la posibilidad de hacerse cargo de la empresa familiar… Pero nunca había imaginado hasta qué punto estaba dispuesto a seguir el camino de su familia.

—Aquel día en la sala común cuando Cardigan estuvo a punto de atacar a Albus y tú lo detuviste… —el recuerdo la asaltó como un disparo en medio de la oscuridad, tomándola por sorpresa y atravesándola de forma dolorosa—. No lo hiciste para proteger a Albus. La Rebelión te ordenó que lo hicieras. ¿Por qué?

—Era importante que todo volviera a la calma dentro de Hogwarts. Si los alumnos continuaban peleándose y atacándose entre sí, cabía la posibilidad de que terminaran suspendiendo la visitar a Hogsmeade —explicó Lancelot, cierta resignación en su voz, como un criminal que confiesa finalmente su crimen y se libera del peso de su secreto.

—Cardigan y Zabini… ¿Ellos también son parte de la Rebelión? —presionó Hedda por más información. Lancelot negó con la cabeza.

—No. La Rebelión no acepta menores de edad entre sus líneas —se apresuró a decir, como si eso significara algo respetable.

—Pero te obedecieron ese día. Y hoy sabían del ataque —lo contradijo Le Blanc con dureza.

—No sabían de ataque —volvió a negar Lancelot—. Sólo sabían que debían mantenerse lejos del pueblo porque yo se los ordené ayer.

—¿Y qué hay del resto de los estudiantes? ¿Por qué era tan importante que la visita no se suspendiera? —Hedda empezaba a sentir la indignación desbordándola. Lancelot titubeó antes de responder.

—No estoy seguro —le respondió, pero Hedda sabía que no era del todo cierto. Él sabía más de lo que estaba diciendo.

—Todo este tiempo me has estado mintiendo —lo acusó.

Lancelot hizo una mueca de dolor, la primera señal de algún tipo de emoción en un rostro que hasta entonces se había mantenido sorprendentemente controlado. Sus ojos verdes oscuros relampaguearon. Bien. Enójate, se encontró pensando Hedda mientras el monstruo que habitaba dentro de ella se agitaba otra vez, atraído por la inminencia del peligro, por la posibilidad de que perdiera el control.

—Todo lo que he hecho ha sido para protegerte —reaccionó Wence, sus fosas nasales dilatándose y los músculos de su mandíbula contrayéndose.

—¡No intentes hacerme responsable de tus malas decisiones, Lancelot! ¡No quieras convencerme de que te has unido a la Rebelión por mí! —estalló Hedda, y la criatura en su interior gruñó. Lancelot se restregó ambas manos contra el rostro con un movimiento desesperado.

—Ven conmigo, Hedda. Tan solo escucha lo que tienen para ofrecerte —le pidió. Hedda lo miró con ojos enormes.

—No puedes decirlo en serio.

—La Rebelión está dispuesta a aceptarte como uno de ellos…

—Dime que no les dijiste la verdad sobre mí, Lancelot —esta vez, la voz de Hedda fue una clara amenaza. Sus ojos azules se tiñeron de rojo.

—¡No! ¡Claro que no! —se indignó Lancelot, horrorizado por la sugerencia—. Pero eso es lo que intento explicarte: no deberías vivir escondiéndote, Hedda. Ocultando tu naturaleza… Tu poder. Ellos te aceptarán por quien eres.

—¿Realmente crees que personas como Zafia Avery pueden aceptar a una híbrida como yo y considerarla su igual? —se mofó Hedda con amargo sarcasmo.

—La Rebelión entiende a la gente como tú, Hedda —aseguró Lancelot con vehemencia. Hedda torció una sonrisa desagradable.

—Gente como yo —repitió.

—Híbridos —puntualizó Lancelot—. Comprenden la importancia de proteger la magia en todas sus formas...

—¡Oh, por todos los demonios! —exclamó Hedda—. ¿Es que no te das cuenta que ellos dirán lo que sea necesario para conseguir el apoyo de las minorías? Pero si consiguen hacerse con el gobierno, ¿cuánto tiempo crees que pasará hasta que empiecen a marcar una diferencia entre la "gente como yo" y ustedes?

—No lo entiendes —Lancelot comenzaba a sonar molesto.

—Al menos yo sé diferenciar entre lo que está bien y lo que está mal —disparó ella.

—¡No seas ingenua! ¡Nada de eso importa si terminas muerta! —le gritó Lancelot, perdiendo finalmente el poco autocontrol que todavía conservaba—. ¡Potter no puede ganar esta guerra!

—No lo sabes —lo contradijo con tozudez. Lancelot inspiró profundamente y se llevó una mano hacia la cara, pellizcándose con dos dedos el puente de la nariz.

—Sí, lo sé —aseguró en un suspiro—. No tienes idea de lo que te estás enfrentando, Hedda. El Mago de Oz es demasiado poderoso. Cuenta con fuerzas que no puedes ni empezar a imaginar—tomó aire, calmándose—. Tarde o temprano, la Rebelión va a derrotar al Ministerio. Y cuando eso suceda todos aquellos que hayan peleado en el bando contrario serán considerados traidores y enemigos del cambio… Te encarcelarán y te matarán —le prometió. El enojo se había esfumado para ser reemplazado por cruda desesperación. Hedda no estaba segura de qué prefería.

—Me estás pidiendo que traicione a toda la gente que quiero —susurró ella, su voz melodiosa quebrándose. Lancelot dio un paso hacia ella y extendió una de sus manos hasta entrelazarla con la de ella. Sus dedos estaban tibios, y cuando Hedda inspiró, sintió el aroma de su piel impregnándole la nariz. Era un perfume que conocido y reconfortante.

—Te estoy pidiendo que me elijas a mí —suplicó.

Fue como volver a tener nueve años, con Lancelot guiándola de la mano por el bosque de St. Jean Baptiste en medio de la noche. Estaban escapando de sus casas, alejándose de sus familias, dejando a todo y a todos atrás. No querían separarse. No podían separarse. Era un recuerdo de su infancia, un recuerdo que ella guardaba con recelo dentro de su corazón. Era el recuerdo al que había acudido cada vez que había dudado sobre Lancelot.

Pero ya no podía seguir acudiendo a ese recuerdo en busca de consuelo. Ya no tenían nueve años. Ya no estaban en el bosque de St. Jean Baptiste. Ya no podían escaparse de todo y de todos.

—No —dijo finalmente Hedda, y tiró de su mano para desenredarla de los dedos de su novio. El vacío se abrió entre ellos.

Casi pudo oír algo romperse dentro de Lancelot, y la decepción tiñó su rostro e invadió su mirada. Y ella sintió que su propio corazón de fragmentaba hasta volverse polvo mientras giraba sobre sus pies y le daba la espalda a su primer amigo. A su primer amor.

—Si te vas ahora… Si elijes este camino… No podré protegerte, Hedda —la voz de Lancelot estaba impregnada de angustia. No era una amenaza, sino un verdadero lamento. Hedda lo miró por sobre su hombro.

—No necesito que me protejas, Lance. Nunca lo necesité —le respondió ella con una sonrisa triste.

Cerró la puerta detrás de ella sabiendo que la próxima vez que sus caminos se volvieran a cruzar sería peleando en lados opuestos de la guerra.


Harry golpeó suavemente a la puerta.

—Adelante —respondió una voz ronca del otro lado.

La imagen en el interior de la habitación era desoladora. Scorpius Malfoy se hallaba recostado en la cama, los ojos cerrados y el cuerpo cubierto de gruesos vendajes. La mitad de su rostro estaba escondido debajo de un trozo de tela humedecido en una solución que olía a caléndula y díctamo. Habían intentado limpiarle la sangre del cuerpo, pero todavía quedaban restos resecos entre las hebras de su cabello platinado y en los pliegues entre sus dedos y debajo de sus uñas. Respiraba de forma pausada y lenta, señal de que se encontraba profundamente sedado. Un sonido sibilante y húmedo escapaba de entre sus pálidos labios con cada exhalación.

A su lado, Draco Malfoy se encontraba sentado sobre una silla de aspecto incómodo, con el cuerpo inclinado hacia la cama, los codos apoyados en el colchón junto a su hijo mientras sostenía una de las manos de Scorpius entre las suyas. La cabeza le colgaba hacia abajo entre los hombros, el cabello cayéndole sobre los ojos ocultándolos. Si Harry no lo conociera mejor, habría jurado que estaba rezando.

Permaneció allí de pie durante segundos que se le hicieron una eternidad mientras contemplaba a un padre sufrir junto a la cama de su único hijo moribundo. Un pensamiento morboso lo asaltó al caer en cuenta que la última vez que había visto a Draco Malfoy tan vulnerable y frágil había sido aquel terrible día en el baño de Hogwarts durante su sexto año, cuando el propio Harry le había lanzado la misma maldición que ahora tenía postrado a Scorpius.

Scorpius se removió entre las sábanas, una mueca de incomodidad surcándole el rostro. Draco se apresuró a tomar uno de los frascos que había junto a la cama y a volcar su contenido sobre los labios de su hijo. Scorpius bebió entre sueños con avidez. Harry reconoció la poción. La había bebido incontables veces, tanto durante sus años en Hogwarts como posteriormente. Durante los primeros años después de la guerra, había necesitado de pociones para dormir con más frecuencia de la que habría deseado. Las pesadillas rara vez lo dejaban descansar en paz, y las Poción para Dormir sin Sueños habían sido como un bálsamo dentro del cual sumergirse cuando el mundo se sentía demasiado pesado sobre sus hombros.

—Los sanadores lograron detener la maldición —habló repentinamente Draco, mientras volvía a colocar la botella sobre la mesa. Scorpius había dejado de moverse y volvía a lucir una expresión vacía, carente de dolor y de cualquier tipo de emoción—. Pero las heridas todavía no han terminado de sanar. Es mejor mantenerlo dormido hasta que lo hagan —aclaró. Harry asintió con la cabeza a pesar de que Draco no lo estaba mirando.

—Pero creen que pueden sanarlas —dijo Harry, su frase a medio camino entre una afirmación y una pregunta. Draco se encogió de hombros.

—Sobrevivirá —dijo Draco con la frente en alto y esa expresión altiva característica de los Malfoy—. Esto ha sido personal, Potter.

—Lo sé.

—Fue Zabini —no estaba preguntándoselo. De alguna forma, ya lo sabía.

Draco torció su cabeza para mirarlo a la cara. Tenía los ojos hundidos y oscuros, y su rostro parecía más anguloso de lo que Harry recordaba. Sus facciones estaban torcidas en un gesto cruel.

—Voy a hacerlo pagar por cada gota de sangre que derramó de mi hijo —amenazó Draco en un tono grave y peligroso—. Voy a encontrarlo y voy a matarlo con mis propias manos.

Era la promesa de un hombre con sed de venganza y de un padre herido. Era una promesa que Harry no se atrevió a contradecir. El fuego que ardía en los ojos grises de Draco era abrasivo.

La puerta de la habitación de Scorpius se abrió sutilmente y una cabeza asomó por la misma.

—Auror Potter, me dijo Weasley que podía encontrarlo aquí… —empezó a decir Lavender Brown, manteniendo las formalidades, pero se detuvo inmediatamente al comprobar quién era el paciente que yacía en la cama y su acompañante. Su rostro se endureció evidenciando su desconfianza. —Malfoy —dijo sin esconder su desagrado.

—Brown — Draco respondió tensándose en su silla y mirándola por encima de la nariz como si fuese una mosca en su sopa.

—Te escucho, Lavender —dijo Harry percibiendo la tensión en el aire. La sanadora le lanzó una mirada de absoluta perplejidad.

—¿Aquí? —quiso asegurarse Lavender, sus ojos desviándose hacia Draco y de regreso hacia Harry, remarcando su preocupación.

—Puedes hablar tranquila —intervino Harry—. Draco es de confianza.

—¿Draco? —repitió Lavender sin dar crédito a lo que escuchaba—. ¿Tengo que recordarte que esta es la misma persona que dejó entrar a un montón de mortífagos a Hogwarts cuando teníamos dieciséis años? —masculló entre dientes apretados, un brillo salvaje iluminándole el rostro—. ¿Pretendes que confíe en la persona que invitó a un hombre lobo a pasearse por los pasillos de un castillo repleto de niños?

Un siseo escapó de entre los labios de Draco mientras se ponía de pie con suficiente brusquedad como para derribar su silla. A pesar de que ni Draco ni Lavender habían sacado sus varitas, Harry se interpuso entre ambos a modo de precaución. El ambiente estaba demasiado caldeado y todos estaban muy sensibles.

—Si no puedes confiar en él, entonces confía en mí —le rogó Harry. Lavender meneó la cabeza, claramente en desacuerdo, pero aún así, habló.

—Como quieras —suspiró sacudiendo su cabello hacia un costado en un gesto reflejo que había adquirido para cubrirse la cicatriz del cuello—. Los números que tengo son preliminares… Los Rastradores aún no han terminado de rastrillar las escenas, y es posible que encuentren más cadáveres conforme pasen las horas…

—Dame los números que tienes hasta ahora, Lavender —la apremió Harry, preparándose para la noticia.

—Treinta y tres muertos —respondió velozmente Lavender, como si al entregar la información de sopetón el golpe fuese menos violento. Harry tragó saliva. Tenía la garganta seca y un sabor agrio en la boca.

—¿Cuántos… cuántos aurores? —se forzó a continuar. No imaginó la mirada de lástima en Lavender.

—¿Contando a los novatos de Camelot? —preguntó Brown en un tono profesional que rozaba la insensibilidad. Era un puñal en el pecho. Harry asintió con la cabeza, un movimiento reticente y doloroso. —Diez.

—Diez… —repitió Harry mientras deslizaba una mano por su cabellera negra y crecida.

No perdían tantos aurores en un solo enfrentamiento armado desde… Voldemort. Ni siquiera cuando Harry había viajado a Nueva York con un equipo de elite para ayudar contra la revuelta de los Ángeles Negros había perdido semejante número. Ni siquiera durante las persecuciones de los mortífagos prófugos.

Era un golpe duro para las fuerzas de Seguridad, y para él. Cada una de esas muertes era su responsabilidad. Cada una de esas personas había acudido a la batalla en respuesta a su llamado. Habían muerto peleando bajo sus órdenes.

—¿Civiles? —dijo Harry, carraspeando para aclararse la pesadez que le atenazaba la garganta.

—Catorce… Por ahora. Las próximas horas serán definitorias para algunos de ellos que se encuentran en estado crítico —continuó informándole Lavender con ese tono tan característico de los sanadores, capaces de hablar de la vida y la muerte con la misma facilidad con que otros discutían sobre el tránsito o el clima. Por el rabillo del ojo notó que Draco se acercaba protectoramente hacia la cama de su hijo al escucharla.

—Gracias, Lavender —no estaba seguro de lo que estaba agradeciendo, pero Lavender aceptó sus palabras con un movimiento seco de cabeza—. Mantenme informado si los números cambian.

—Lo haré —le confirmó ella antes de partir.

—Son muchas muertes inocentes —comentó repentinamente Draco cuando quedaron nuevamente a solas. Su mirada estaba congelada en su hijo—. El pueblo demandará justicia, Potter —aseguró.

Ya lo estaban haciendo. Harry había visto a la gente desencajada en los pasillos de San Mungo. El miedo y el dolor eran peligrosos, capaces de desencadenar un incendio ante la menor chispa. El pueblo iba a reclamar respuestas por parte del gobierno. Alguien iba a tener que rendir explicaciones y pagar el precio político de todas esas muertes. La gente iba a exigir un responsable. Un culpable.

Draco le lanzó una mirada de soslayo.

—¿Estás pensando en martirizarte una vez más, Potter? ¿Sacrificarte ante la turba enfurecida? —satirizó Malfoy, leyéndole los pensamientos.

—Yo soy responsable de la seguridad del mundo mágico —reconoció. Draco rió por lo bajo.

—No eres el único —le recordó Malfoy.

Nuevamente, tenía razón, pero no era un pensamiento reconfortante. Harry no podía sacudirse la culpa de encima. Todas esas muertes…

—¿Cómo está Ginevra? —Draco interrumpió sus pensamientos.

—Los sanadores han soldado la mayoría de los huesos que se rompió durante la caída, pero extraer la Maldición de la Bella Durmiente de su cuerpo tomará tiempo —explicó Harry, intentando no pensar demasiado en ello.

—Ford ha tenido mala puntería —puntualizó Draco—. Si la maldición hubiese golpeado contra su corazón…

—Sí, lo sé —lo interrumpió Harry antes de que pudiese terminar la frase. No quería escucharlo en voz alta.

Chequeó su reloj de bolsillo. Era tarde, pero todavía quedaba mucho por resolver. Kingsley y Hermione lo esperaban en el Ministerio para escuchar un reporte completo sobre lo que había sucedido tanto en Callejón Diagon como en Hogsmeade. Habría una reunión del Comité de Jefes para determinar la magnitud de los daños ocasionados por la batalla, las formas para repararlos y los pasos a seguir a partir de aquí.

Harry estaba seguro de que tanto él como Hermione, jefa del departamento de Seguridad Mágica, tendrían que dar muchas explicaciones. La batalla física había terminado, pero ahora debían enfrentar otro tipo de lucha, una que Harry detestaba porque nunca había aprendido cómo pelearla. Era una batalla política, donde los golpes se escondían detrás de palabras sofisticadas y sonrisas diplomáticas, las alianzas se formaban en las sombras, y las lealtades viraban con absurda facilidad.

—Debo irme —anunció con desgano. No ansiaba reunirse con el Comité. Ya podía imaginar la expresión de triunfo en el rostro de Bradshaw, las duras críticas de De Fazio y la mirada de derrota de Clearwater.

—Potter —lo retuvo Draco—. El Mago intentará aprovechar la situación para hacerse con el Ministerio. No se lo permitas.

Harry se pasó una mano por el rostro, un gesto que reflejaba tanto su frustración como su agotamiento. Malfoy lo miraba con una expresión fría e impenetrable, y Harry lo envidiaba por su capacidad para mantener la calma en una situación caótica como esa.

—¿Cómo? —le preguntó. Una sonrisa ladina se perfiló en los labios de su antiguo enemigo.

—Esto es un juego de ajedrez, Potter —le advirtió—. A veces, para ganar la partida, tienes que hacer sacrificios —. Pero a Harry no le gustaba cómo sonaba eso.

—Hermione me dijo algo parecido hace unos minutos cuando hablamos —le confesó Harry. La sonrisa arrogante se afianzó en el rostro afilado de Draco.

—Escúchala, Potter. Granger es más inteligente que tú.


En todo su tiempo en Hogwarts, Albus nunca había visto la Enfermería tan repleta de pacientes. La mayoría de los estudiantes tenían heridas menores, siendo Albus y sus amigos los más graves del grupo. Aún así, Cho Chang quería revisarlos a todos antes de enviarlos de regreso a sus salas comunes.

Albus se fue enterando de lo que estaba sucediendo en el mundo exterior gracias a las visitas. Tessa fue una de las primeras en visitarlo. Su novia estaba mortificada. Cargaba con la culpa de los sobrevivientes, de las personas que logran escaparse milagrosamente de una catástrofe. Sólo que Albus no pensaba que fuese un verdadero milagro o una casualidad lo que había llevado a que Tessa permaneciera en Hogwarts el día del ataque. Sin embargo, se cuidó de no expresar sus sospechas frente a su novia.

En cambio, se dedicó a preguntarle todo sobre las noticias que llegaban a través de la radio y los periódicos. Hogsmeade no había sido el único blanco de la Rebelión. El Callejón Diagon había sufrido también un fuerte golpe, y aunque allí no se habían divisado dragones, la destrucción había sido igual de significativa. Se hablaba de un número importante de víctimas mortales que ascendía con cada hora que pasaba. San Mungo estaba colapsado. La gente se agolpaba en la entrada del hospital exigiendo saber sobre sus familiares y seres queridos, buscando nombres en la lista de pacientes y fallecidos que los sanadores actualizaban cada media hora conforme iban llegando los heridos.

Godwin Bradshaw, jefe del departamento de Accidentes y Catástrofes Mágicas, había sido de los primeros políticos en salir a hablar públicamente. Había tildado el ataque de la Rebelión como una "prueba del deficiente funcionamiento del departamento de Seguridad Mágica", y había afirmado frente a los medios de comunicación que "semejante desgracia podría haberse prevenido de haberse aceptado la propuesta original de la Ley de Vigilancia que se presentó meses atrás frente al Comité".

Las opiniones entre el público estaban divididas. La violencia inusitada de la Rebelión había sido recibida por la gran mayoría como un acto de terrorismo contra el gobierno y una prueba de que el movimiento era un peligro para la sociedad. Pero otros, arengados por Zafira Avery y su partido político, afirmaban que las muertes y la destrucción eran responsabilidad del gobierno de Shacklebolt, y que nada de todo aquello habría sucedido si hubiesen obedecido al pedido del Mago de remover el Velo y quebrar de una vez por todas con las ataduras del Estatuto de Secreto Mágico. Aquellos que apoyaban a la Rebelión afirmaban que no habían tenido otra opción. Ellos no deseaban la violencia, pero si ese era el único camino posible para conseguir la libertad, entonces habría violencia.

Mientras tanto, el Ministerio de Magia sólo había liberado un comunicado oficial informando que se establecía el Estado de Emergencia Nacional y ordenando a todos los habitantes a permanecer en sus casas hasta que el Departamento de Seguridad Mágica asegurara las calles. Todos los lugares neurálgicos del mundo mágico habían quedado bloqueados. Los Inefables trabajaban para reparar el daño sobre el Velo y fortalecer las barreras, mientras los Aurores vigilaban alertas ante cualquier posible ataque.

Pero conforme pasaban las horas y los detalles sobre los ataques se hacían de público conocimiento, la necesidad de que el Ministerio de Magia emitiera alguna declaración se volvió evidente. El Ministro Shacklebolt había convocado a una reunión urgente del Comité, y todos aguardaban para escuchar las noticias que surgirían de la misma.

El humor entre Albus y sus amigos era deprimente. Rose no había vuelto a hablar desde que habían llegado al castillo y permanecía en su cama con la mirada perdida y los ojos vidriosos. Le habían conseguido un juego de ropa limpia para cambiarse las prendas rotas y manchadas con la sangre reseca de Scorpius, y se había limpiado la cara y las manos con la ayuda de Lily. Pero no había prestado atención a nada de lo que contaba Tessa.

Las heridas en el brazo de Elektra eran profundas, y a pesar de que Victoire había hecho su mejor trabajo limpiándolas y vendándolas, todavía persistían supurantes. La Sanadora Chang le colocó un ungüento espeso y con un olor ácido que ardía terriblemente al ser colocado, pero que luego dejaba una sensación agradable y fresca sobre la quemadura. Elektra intentaba mantener su actitud positiva, pero era evidente que el enfrentamiento y el daño que había sufrido su cuerpo la habían dejado debilitada.

A simple vista, Lysander no parecía tener ninguna lesión evidente, pero su garganta había quedado inflamada a causa de la maldición sofocante que había recibido y le costaba hablar con normalidad. Sin embargo, eso no evitó que sonriera de oreja a oreja cuando Ketih Nox apareció junto a su cama, pálido y asustado.

—Te encuentras vivo —susurró Nox con un suspiro de alivio. Lysander se encogió de hombros y extendió las manos en un gesto despreocupado. Keith lo tomó de la nuca y tiró de él para besarlo allí mismo, en plena enfermería, frente a todos. Cuando se separaron, Lysander tenía la mirada desenfocada.

—Parece que estar al borde de que te maten tiene sus beneficios colaterales —dijo con voz ronca Scamander. Keith lo golpeó cariñosamente con el puño en el brazo.

—Guarda silencio, ¿quieres? —lo retó mientras ponía los ojos en blanco.

Ya había anochecido para cuando el profesor White los visitó. Con la muerte de Minerva McGonagall, el colegio había quedado sin dirección y Neville Longbottom había asumido el cargo de forma transitoria hasta que el Consejo Escolar se decidiera por un nuevo rector. Los profesores se habían pasado la mayor parte de la tarde intentando tranquilizar a los estudiantes, informando a las familias sobre la salud de sus hijos y asegurando el castillo.

El profesor White había recibido novedades desde San Mungo, donde permanecían internados tanto Scorpius como la madre de Albus. Para alivio del grupo, ambos se encontraban fuera de peligro, pero la gravedad de sus heridas significaba que permanecerían varios días, sino semanas, internados. El color volvió a las mejillas de Rose cuando lo escuchó, y recién entonces cayó rendida al sueño.

Albus no pudo conciliar el sueño. En cambio, aguardó hasta estar seguro de que el resto de sus amigos no podían escucharlo, y se levantó de la cama. Caminó descalzo sobre el piso azulejado de la Enfermería, asegurándose de que sus pisadas fueran silenciosas. Se detuvo frente a una de las camas que había al final del largo pasillo y descorrió la cortina para revelar a la persona que yacía del otro lado.

Circe Zabini estaba despierta y lo contemplaba sentada en la cama, las piernas metidas debajo de las sábanas blancas y las manos cruzadas sobre su regazo de forma elegante.

—Me imaginé que vendrías a verme —susurró ella en el silencio de la noche.

Su voz se oía tranquila, pero Albus podía notar que su cuerpo estaba rígido, erguido en la cama y alerta. Estaba asustada pero intentaba disimularlo. Era demasiado orgullosa para reconocerlo. Pero Albus era como un sabueso capaz de detectar el miedo. Había descubierto que pocas cosas eran tan efectivas como el miedo para obtener respuestas. Y él necesitaba respuestas.

Aguardó sin decir nada a los pies de la cama, contemplando a Circe mientras ella hacía un esfuerzo por no ceder bajo su mirada penetrante.

—Sé lo que estás pensando —dijo Circe sin poder aguantar más el silencio. Albus alzó las cejas.

—No sabía que eras Legeremente —comentó con aire casual. Un extremo de la boca de Circe tembló, elevándose casi imperceptiblemente. —Dime, ¿qué estoy pensando?

—Piensas que yo sabía del ataque —respondió ella manteniendo la frente en alto y una expresión tozuda.

—¿Tengo razón?

Los ojos de Circe se encendieron con un fuego iracundo ante la descarada pregunta de Albus.

—¿Realmente me estás acusando —articuló las palabras cuidadosamente. La voz le temblaba a causa del enojo contenido— de ocultar algo así?

—Tu hermano Taurus no planeaba ir a Hogmeade, y Tessa se quedó contigo para cuidarte… —comentó Albus en un tono de falsa indiferencia. Las fosas nasales de Circe se dilataron mientras inhalaba profundamente.

—¿Crees que Taurus y Tessa son las únicas personas que me importan en este lugar? ¿Te piensas que, de haber sabido del ataque, no habría advertido a mis amigos? ¿A la Hermandad? ¡Incluso a ti! —le espetó entre dientes apretados, inclinándose hacia delante en la cama y acortando la distancia que la separaba de Albus. Pero Potter se mantuvo firme en su lugar, inmutable.

—¿Entonces tengo que creer que fue una casualidad que cayeras enferma el mismo día que la Rebelión decide atacar Hogsmeade? —puntualizó Albus con sus ojos clavados en ella como dagas filosas, sus manos cerrándose sobre el armazón a los pies de la cama—. Porque no soy de los que cree en las casualidades.

—No fue una casualidad —reconoció ella, el fuego en sus ojos dando lugar a lo que parecía ser vacilación—. Fue mi hermano.

—Eres demasiado inteligente para caer en un engaño de tu hermano, Circe —se exasperó Albus. Pero ella lucía avergonzada y furiosa al mismo tiempo.

—Normalmente lo soy —siseó —. Pero todos tenemos nuestros puntos débiles… Y resulta que mi hermano conoce uno de ellos —hizo una pausa durante la cual se contempló las manos cuidadosamente, evitando así mirar a Albus a la cara—. Se me acercó ayer después de la cena… Me dijo que papá le había enviado un regalo para nosotros, y que se suponía que debíamos compartirlo —una risa amarga escapó de su delicada boca—. Debí de sospechar en ese momento que algo estaba mal. Mi padre nunca me ha enviado un regalo desde que estoy en Hogwarts, ¿por qué habría de hacerlo ahora?

—¿Qué era? —la presionó Albus. Circe tragó saliva.

—Unas galletas caseras —respondió con voz ronca—. Mi madre solía cocinarlas para nosotros cuando éramos niños. Cocinaba siempre tres galletas, y nos obligaba a dividir la tercera a la mitad y compartirla… Nos decía que eso era lo que debían hacer los hermanos.

—No te tenía por una persona sentimental —dijo Albus ácidamente. Circe le dedicó una mirada furibunda.

Pero lo cierto es que podía verlo perfectamente en su mente. La hermosa e intocable Circe, que usaba su belleza y su arrogancia como una armadura para protegerse del mundo y para esconder su verdadera debilidad, había caído en la trampa de su hermano. Taurus había sabido manipularla, abusando del deseo de Circe por pertenecer y sentirse querida y valorada por su familia. La había engatusado usando un truco barato, recurriendo a un recuerdo de la infancia, de cuando los dos hermanos habían sido más unidos, de cuando acostumbraban a compartir incluso la comida. Y el moño del engaño había sido ese detalle meloso final: le había dicho que era un regalo de su padre. Un presente enviado desde casa por Blaise Zabini, para esa hija a la que había ignorado y descuidado, a la que nunca le enviaba ningún regalo, a la que consideraba una oveja negra dentro de la familia.

Y Circe, sedienta por recibir aunque fuese las sobras del amor de su familia, había caído en la trampa. Había aceptado la galleta partida y la había comido con su hermano, sintiéndose más cercana a Taurus de lo que nunca se había sentido desde que estaban en Hogwarts.

Taurus la había envenenado. De un modo espeluznante, había sido un acto de cariño. Un intento de Taurus Zabini de mantener a su hermana a salvo sin revelarle verdaderamente lo que estaba por suceder. Una jugada inteligente que ni siquiera Albus había previsto.

Al final, Albus había tenido razón con respecto a Circe y a Taurus. La sangre siempre termina pesando en las venas, y ninguno de los dos había sido capaz de darle la espalda al otro. Circe había elegido a su hermano sin saberlo.

—Taurus sabía del ataque e intentó evitar que fueras a Hogsmeade —le dijo Albus, dando la vuelta a la cama para sentarse en el borde de la misma, quedando ahora muy cerca de Circe.

—Eso creo —aceptó ella, derrotada.

Pero Albus necesitaba presionarla todavía un poco más. Necesitaba llegar hasta el fondo de la verdad. Necesitaba asegurarse de dónde estaban las lealtades de Circe Zabini. Muchas traiciones habían tenido lugar ese día entre los alumnos de Hogwarts, y Albus planeaba desentrañar una por una.

Necesitaba saber si podía confiar en Circe.

—Tu padre estaba en Hogsmeade —la voz de Albus resonó grave entre ellos y los ojos de Circe se abrieron enormes—. Él fue quien le lanzó la maldición contra Scorpius. Quería matarlo para vengarse del padre de Scorpius… y casi lo logra.

Circe empalideció tanto que Albus pensó que se desplomaría en la cama frente a él. Tenía la boca entreabierta, pero las palabras no parecían encontrar su camino a través de ésta. En cambio, se llevó una mano a la frente y se masajeó la sien mientras procesaba lo que Albus acababa de decirle.

—Yo… No… Mi padre… él jamás… —balbuceaba de forma incomprensible. Albus nunca la había visto tan perdida.

—¿Jamás mataría a una persona inocente? ¿Jamás buscaría venganza contra las personas de su pasado? —espetó Albus con brusquedad excesiva. Las preguntas golpeaban a Circe como cachetazos, aturdiéndola todavía más. —Mírame a los ojos y dime que tu padre no es capaz de matar a Scorpius para vengarse de Draco Mafloy —le exigió tomándola por una muñeca.

Circe lo miró a los ojos. Era una mirada atormentada, como la de un animal herido y moribundo.

—No puedo.

—Una vez me dijiste que tú no eras como tu hermano y tu padre —le recordó Potter, serio—. Ha llegado el momento de que lo demuestres, Circe.


La conciencia volvió a ella de forma progresiva. Los sonidos ahogados de voces que susurraban a su lado, el repiqueteo acelerado de personas que caminaban a paso vivo en algún lugar no tan distante, los ocasionales gritos lejanos incomprensibles y agónicos. Lentamente regresó también la noción de su propio cuerpo, tumbado sobre una cama algo rígida. Las sábanas almidonadas que la cubrían. El olor penetrante a desinfectante que impregnaba su nariz. La sensación de pesadez en todos sus músculos y un dolor sordo y constante que recorría su cuerpo de pies a cabeza y le advertía que no debía moverse.

Pero el recuerdo de la batalla de Hogsmeade la invadió de forma brusca, rompiendo que su letargo como un disparo, obligándola a abrir los ojos y a tomar una enorme bocanada de aire, su corazón acelerándose de forma descontrolada mientras volvía a la realidad.

Su escudo se había quebrado… Los Rebeldes los estaban atacando… Jasper corría hacia ella, cargando con el cuerpo sin vida de Priya…

—Ey, ey… Tranquila, Molly —se apresuró junto a su cama una voz conocida—. Estás a salvo —le dijo esbozando una débil sonrisa.

Los ojos frenéticos de Molly recorrieron la habitación impoluta donde se encontraba hasta finalmente detenerse en el muchacho que le hablaba. Le tomó varios segundos reconocer la nariz torcida y el cabello cobrizo de Hamilton Knight. Empujada por un impulso, Molly le rodeó con ambos brazos el cuello. Hamilton soltó una risita mientras le devolvía el abrazo.

—Jasper —recordó Molly, separándose de Hamilton. Escuchó una voz carraspear en el otro extremo de la habitación.

Tumbado sobre otra cama se encontraba la figura estilizada de Jasper Yaxley. Tenía una venda que le rodeaba la cabeza cubriéndole prácticamente todo el cabello rubio y su piel lucía un color amarillento y enfermizo, pero a pesar de eso se las arregló para dedicarle una sonrisa petulante y mirarla por encima de la nariz con ese aire sobrador que solía irritar a la mayoría de las personas, pero que Molly había aprendido a reconocer como un simple mecanismo de defensa.

—Ya era hora de que te despertaras. No estaba seguro de poder soportar mucho tiempo más a Knight paseándose como un perro mojado por la habitación —soltó Jasper mientras se enderezaba en su cama y se sentaba contra el respaldo de la misma. Intentó disimular la mueca de dolor mientras lo hacía.

—¿Cuánto tiempo llevo inconsciente? —preguntó Molly.

—Horas. Ya es de noche —le respondió Hamilton, rascándose nerviosamente la nuca—. La Sanadora que estuvo atendiéndote estaba preocupada…

—La Sanadora que estuvo atendiéndola no la vio hacer lo que hizo en Hogsmeade —lo interrumpió Jasper con un resoplido desdeñoso. Sus ojos oscuros se posaron en Molly. Estaba orgulloso de ella.

—¿Horas? —repitió Molly, todavía aletargada—. Entonces la batalla…

—Terminó —respondió Hamilton, posando una mano sobre su hombro y forzándola a recostarse y relajarse.

—¿Ganamos?

—Es una manera de verlo —siseó Jasper con su lengua filosa.

—Las fuerzas de los Aurores lograron contener a los Rebeldes y evitar la caída del Velo —reafirmó Hammer, lanzando una mirada de reojo hacia Jasper a modo de advertencia.

Un millar de preguntas se agolparon en la boca de Molly, quien no sabía por dónde empezar. Una sensación de pesadez se asentó en la boca de su estómago, tirando de sus entrañas. Quería preguntar, pero temía las respuestas que obtendría.

La puerta de la habitación se abrió y una mujer joven entró. Vestía el uniforme verde lima de los Sanadores de San Mungo y tenía el cabello castaño claro recogido en un estricto nudo a nivel de la nuca. Sus ojos del color de la miel se posaron en Molly y la sorpresa se hizo evidente en su rostro.

—Estás despierta —dijo la sanadora mientras recuperaba una expresión profesional y se recomponía de la sorpresa. Caminó a paso vivo la distancia hasta la cama de Molly, y Hamilton se hizo a un lado para dejarla trabajar. Sacó su varita e instintivamente Molly se encogió y se alejó. —Necesito revisarte —le advirtió la sanadora, suavizando su expresión. Una media sonrisa tocó su boca y Molly se permitió relajarse. Con un gesto de asentimiento de su cabeza, la autorizó a revisarla.

La Sanadora se sentó en el borde de su cama y durante los siguientes minutos trabajó en silencio haciendo bailar elegantemente su varita sobre el cuerpo de Molly. Sus labios se movían articulando encantamientos que Molly no llegaba a escuchar, pero podía sentir la magia de la chica rozándole la piel. Era suave como la caricia de una pluma de cisne. No pudo evitar quedarse mirándola de forma hipnotizada mientras trabajaba sobre ella.

—Sorprendente —masculló por lo bajo la sanadora, observándola atentamente. Molly notó una arruga casi imperceptible en su entrecejo, mezcla de curiosidad y perplejidad.

Sin decir nada más, tomó una cartilla que había colocada a los pies de la cama de Molly y empezó a garabatear sobre la misma. Molly cruzó una mirada de desconcierto con Hamilton, quien se limitó a encogerse de hombros.

—Perdón, ¿está todo en orden? —inquirió Molly sin poder contenerse.

La sanadora levantó la mirada de la carpeta, observándola desde debajo de sus largas pestañas. Por unos segundos simplemente la miró como si no fuese consciente de lo que había dicho en voz alta. Luego, se aclaró la garganta y se enderezó, sujetando la carpeta con ambas manos, adquiriendo nuevamente esa actitud distante y protocolar.

—Tu núcleo mágico está intacto —respondió la sanadora.

—Y eso es… ¿algo bueno, no?

—Cuando llegaste, estabas inconsciente. Tu compañero dijo que te habías excedido en el uso de tu magia durante… un combate —trastabilló al pronunciar las últimas palabras. Había cierta reticencia en su voz, y Jasper también lo percibió porque frunció el ceño desde su cama.

—Eso es exactamente lo que sucedió —dijo Yaxley de mal modo. La sanadora permaneció imperturbable.

—De acuerdo —le respondió en un tono desinteresado que sólo consiguió irritar más a Jasper. Hubo una breve pausa durante la cual la muchacha golpeteó un par de veces su pluma contra la carpeta de Molly, debatiéndose. Finalmente, volvió a hablar—. ¿Fue magia defensiva u ofensiva? —preguntó repentinamente.

—¿Qué diferencia hace? —disparó Yaxley, lívido. Pero la sanadora la miraba a Molly. Sus ojos miel eran como dos imanes. Había algo allí que Molly no terminaba de descifrar.

—Un hechizo ofensivo de esa magnitud, capaz de dejar a su invocador en el estado en el que estabas cuando llegaste... Pues habría significado un gran peligro para vuestros oponentes —puntualizó la sanadora, y a pesar de que su voz se mantenía imparcial, había un nuevo brillo extraño en sus ojos. ¿Miedo, tal vez?

—Nuestros oponentes estaban intentando matarnos —esta vez fue Hamilton quien respondió, y a pesar que lo hizo en un tono de voz mucho más cordial que Jasper, todo su cuerpo se encontraba tenso en una clara actitud defensiva.

—Fue magia defensiva —intervino Molly. Por algún motivo que no podía explicarse a sí misma, sintió el impulso de justificarse ante la sanadora. Ésta la contempló una vez más y asintió con la cabeza.

—¿Y qué si no lo hubiese sido? —estalló Jasper. Amenazó con levantarse de la cama, pero inmediatamente se aferró con fuerza la cabeza y volvió a recostarse con los ojos apretados y los dientes rechinando.

La sanadora tomó un frasco de la mesa junto a la cama de Jasper y sirvió su contenido en un vaso. Lo extendió en dirección a Yaxley sin decir nada, y éste lo tomó y lo bebió de un solo trago. Se quedó un tiempo quieto, con los ojos cerrados y la frente perlada de sudor, mientras aguardaba a que la poción para el dolor se asentara en su cuerpo.

—No era mi intención alterarlo, auror —le dijo la sanadora una vez que la respiración de Jasper se volvió acompasada y suave. Una risa sarcástica escapó de los labios de él.

—No, simplemente estabas juzgándonos como si fuésemos unos asesinos despiadados —gruñó entre dientes.

Las mejillas de la sanadora se sonrojaron. Abrió la boca, dispuesta a responder algo, posiblemente una respuesta diplomática y neutral, pero la puerta de la habitación volvió a abrirse, interrumpiéndola.

Victoire Weasley entró en la sala sin pedir permiso, y se detuvo en seco al descubrir que ya había allí otra sanadora. El color en las mejillas de la sanadora se reavivó bajo la mirada escrutiñadora de Victoire.

—Sanadora Rosier, yo me haré cargo de estos pacientes a partir de ahora —espetó Victoire con excesiva brusquedad, mientras le arrancaba la carpeta que todavía sostenía entre sus manos—. Pero estoy segura de que apreciarán su colaboración en la sala de Quemados. Se encuentran saturados de pacientes.

—Sí. Por supuesto —aceptó la sanadora Rosier, haciendo una leve inclinación respetuosa hacia Victoire.

Antes de salir, la sanadora Rosier miró por sobre su hombro una última vez hacia Molly. Sus ojos se encontraron e inmediatamente apartó la mirada y abandonó la habitación.

—¡Por todos los cielos, no sabes lo que me alegra verte despierta! —exclamó Victoire en cuanto la puerta estuvo cerrada, envolviendo a Molly en un impulsivo abrazo que le estrujó el aire de los pulmones.

—Gracias —jadeó Molly cuando su prima finalmente la soltó.

—Recuéstate mientras te reviso —le indicó Victoire, arremangándose.

—Oh, no es necesario. La otra sanadora ya me revisó y dijo que me encuentro bien —le informó Molly. Victoire frunció la nariz.

—Prefiero chequearlo yo misma —insistió. Molly obedeció. Conocía lo suficiente a su prima como para saber que no se rendiría hasta revisarla. Era mejor fluir con la corriente.

—¿Por qué no confías en ella? —preguntó mientras la magia de Victoire cosquilleaba sobre ella. La rubia curvó una sola ceja.

—¿En Gweneth Rosier? Ni siquiera ha completado todavía su entrenamiento como Sanadora —explicó Victoire despectivamente.

—¿Segura que no tiene nada que ver con que sea una Rosier? —disparó certeramente Jasper. Victoire hizo una mueca de disgusto.

—No ayuda —reconoció. Jasper soltó una risa agria.

—Claro que no —masculló por lo bajo. Victoire giró a mirarlo desafiante.

—No es nada personal, auror Yaxley —aclaró.

—Nunca lo es.

—Que sea una Rosier no significa que esté involucrada en algo turbio, Vicky —criticó Molly—. Dom entrenaba con un Rosier hasta hace poco —le recordó.

—¿En serio quieres poner a Adrien Rosier como ejemplo? —puntualizó su prima descreídamente.

Molly sintió como sus mejillas se sonrojaban. Victoire tenía razón. Adrien Rosier no era el mejor ejemplo sobre moral y respeto de la ley. Era un caza-recompensas privado que trabajaba en el mundo clandestino de Francia. Era un brillante Rastreador que por el precio adecuado estaba dispuesto a hacer cualquier trabajo. Molly sabía perfectamente que los métodos que empleaba Monsieur Rosier no siempre eran legales y su magia muchas veces rozaba la oscuridad. Pero Dominique aseguraba que era un buen hombre sumergido en una mala familia, y la realidad era que no existía evidencia que vinculara a Adrien Rosier con los mortífagos ni con ningún otro mago oscuro.

—Todo parece en orden —reconoció finalmente Victoire.

—Te lo dije —no pudo resistir la tentación de pelearla mientras se volvía a sentar en el borde de la cama.

Un ruido intenso, como un estallido, retumbó en el pasillo exterior. Victoire se enderezó y apuntó con su varita hacia la puerta, alerta. Hamilton la imitó. Molly se sintió desprotegida al comprobar que no tenía la varita encima. Alguien se la había quitado y la había dejado apoyada sobre la mesa junto a su cama.

Afuera se oían los pasos acelerados y las voces nerviosas de varias personas. El siguiente ruido fue acompañado por un destello de luz roja que se filtró por la rendija debajo de la puerta de la habitación.

—¿Qué está pasando? —preguntó Molly. Victoire aguardó hasta que la situación afuera pareció calmarse, y recién entonces bajó la varita.

—El hospital está desbordado. Las familias de las víctimas están asustadas y enojadas. Quieren saber qué ha pasado con sus familiares, pero no siempre tenemos respuestas... Y cuando las tenemos, no siempre son las que quieren escuchar —respondió su prima con un suspiro cansado. Tenía profundas sombras debajo de los ojos. Pero había algo más en su mirada. Dolor.

—Vicky… ¿tío Ron y tío Harry se encuentran bien? —preguntó Molly, percibiendo que había algo personal de fondo.

—Ellos están bien —respondió Victoire, tragando saliva con dificultad. —Pero papá y tía Ginny resultaron heridos en Hogsmeade… Los dos se encuentran en estado crítico.

Molly extendió una mano y le tomó la muñeca. Sintió cómo su prima temblaba mientras hacía un esfuerzo por contener las lágrimas que presionaban por salir. Deseaba preguntarle qué había sucedido, pero no podía hacerlo con Jasper y Hammer allí, no sin exponer a la Orden del Fénix.

Victoire inclinó la cabeza hacia atrás e inspiró profundamente, apartando la angustia que la invadía y recuperando la compostura. Cuando volvió a mirar a Molly, lucía una expresión sombría en su atractivo rostro.

—Aún no tenemos cifras oficiales sobre los heridos y muertos, pero los números preliminares no son alentadores —le advirtió su prima.

—¿El Ministro ha emitido alguna declaración ya? —preguntó Hamilton.

—No —respondió Victoire acompañando sus palabras con un movimiento negativo de la cabeza—. Pero sí lo ha hecho la jefa del departamento de Seguridad Mágica —agregó significativamente, sus ojos azules clavándose en Molly.

—¿Qué ha dicho? —preguntó ella.

—Ha presentado su renuncia.


Un capítulo un poco más corto de lo habitual, pero con muuuuucho para extraer.

Damos un cierre a prácticamente todas las dudas que habían quedado sobrevolando... O al menos a la gran mayoría.

*Hedda y Lancelot: empezaré por aquí porque creo que es el GRAN fragmento de este capítulo, o al menos el que la mayoría estaba esperando. Por fin terminamos de saber de qué lado se encuentra Lancelot. Un camino que creo que ya todos habían predicho, pero que aún así, seguíamos sin terminar de descifrar. ¿Qué lo motiva? ¿Dónde está verdaderamente la lealtad de Lancelot? Creo que en este capítulo esas preguntas encuentran finalmente su respuesta.

*Albus: nuestro protagonista ha quedado un poco sensible después del ataque de Hogsmeade, y por primera vez siente que lo sus enemigos lo han superado... Y eso lo enoja, y mucho. La idea de que alguien se atreviera a traicionarlo le resulta inaceptable, y eso lo vemos en la forma en que le habla a Hedda, y después en cómo encara a Circe. Con Circe lo vemos jugar una carta que ya le hemos visto en otras ocasiones: el miedo.

*San Mungo: vemos un poco de lo que ha sucedido con Scorpius, y nos encontramos con un Harry que sigue teniendo que tomar difíciles decisiones. Y volvemos a ver un poco de nuestro trío de Camelot. Para los que preguntaban si habían sobrevivido los tres... Sí, por ahora siguen los tres vivos y medianamente sanos.

¡GRACIAS POR LOS COMENTARIOS! Son verdaderamente maravillosos lectores, y estoy muy agradecida de poder compartir esta historia con ustedes. He leído todos los reviews, y prometo que en el próximo capítulo los responderé a todos!

¡Y ya estamos más cerca de los 800 reviews! Si llegamos a los 800 reviews antes de que termine la historia, les revelaré el nombre del próximo libro :)

Saludos,

G.