Capítulo 47: Por los muertos
Bajo la oscuridad de la noche, el castillo de Aquilanest tenía todo el aspecto de una construcción embrujada, acechada por los fantasmas del pasado. Incluso ahora, cuando sus torres habían sido alzadas nuevamente, sus paredes remendadas, sus salones reconstruidos, había algo ominoso en el aire que advertía a sus visitantes de que ese lugar no estaba sano, y posiblemente, nunca lo estaría.
Crepitaba con magia antigua y magia nueva, con magia de luz manchada con oscuridad, con restos de un pasado glorioso que se entremezclaban con un futuro peligroso.
El salón donde el Mago los había reunido no era la excepción. De techos altos y enormes ventanas, permitía que la luz de la luna y las estrellas se filtrara con un destello plateado sobre los muebles. La inmensa chimenea de mármol blanca se encontraba apagada, pues el invierno había quedado atrás. Pero la habitación se encontraba anormalmente fría, sumida en una semioscuridad y un silencio sepulcral mientras todos aguardaban.
El Mago se reclinó sobre su silla de respaldo alto, de espaldas a la chimenea apagada, y chasqueó los dedos. Un par de candelabros se encendieron sobre sus cabezas, apenas iluminando los rostros sombríos de su Guardia. Los había escuchado hablar y dar sus inagotables explicaciones hasta que la noche había caído sobre sus cabezas. Ahora era su turno de responder, y deseaba verles los rostros claramente cuando lo hiciera.
—Entonces… —susurró el Mago, juntando la yema de sus dedos frente a su rostro oculto en las sombras de su capucha. Su voz era filosa, dotada de una falsa paciencia—. No han cumplido con la tarea —dictaminó.
—Yo cumplí con mi parte —estalló Naomi con una expresión feroz.
Era la única que no había tomado asiento en la mesa, sino que había optado por mantenerse de pie, moviéndose de forma inquieta alrededor del salón. Todavía vestía ese hermoso kimono de guerrera, aunque ahora se encontraba para siempre arruinado a causa de la sangre que había salpicado la fina seda. Su katana estaba limpia, la única parte de ella que lucía impecable, como si no hubiese visto la batalla, y aferrada a su cadera. Estaba lívida de furia.
—Se suponía que debía distraer a los aurores en ese asqueroso callejón, y eso hice. Yo hice mi trabajo —repitió Naomi tozudamente y con la frente en alto.
Niña orgullosa, pensó el Mago. Hablaba con autoridad, pero el Mago podía ver a través de su máscara. En el fondo, era simplemente una niña pequeña con una espada afilada. Pura ira liberada de forma destructiva. Una guerrera perdida, con el corazón oscurecido por el odio y la venganza. Su carácter violento y su falta de moral la convertían en la asesina perfecta, pero también la volvían volátil y difícil de controlar. Y al Mago le gustaba controlar las cosas.
—No recuerdo darte la orden de que destruyeras el callejón mientras hacías tu trabajo —dijo el Mago, tamborileando los dedos entre sí. Naomi detuvo su caminata en seco y el Mago sonrió para sus adentros—. ¿De qué me sirve hacerme del control de Inglaterra si destruyes todo lo que existe aquí para gobernar? —le preguntó con voz serena, pero aún así, notó el recelo en la mirada de la samurái.
—Trajeron refuerzos… —empezó a excusarse Mitsumoto. El Mago chasqueó la lengua.
—Pero ya sabíamos que los traerían. Sabíamos perfectamente que Potter pediría refuerzos en cuanto cayera en cuenta de que atacábamos por dos frentes al mismo tiempo. Era algo que habíamos contemplado con anticipación —la interrumpió. Naomi tragó saliva.
—Me diste los Rebeldes menos entrenados. ¿Qué se suponía que debía hacer con un montón de brujos que no saben pelear? —se quejó Naomi, adoptando una actitud defensiva.
—Debías crear una distracción. Un disturbio. No una masacre —gruñó Octavius, lanzándole una mirada de soslayo.
—Oh, porque tu pequeño espectáculo en Hogsmeade fue una demostración pacífica, ¿eh? —le devolvió Naomi con una sonrisa ácida. El Mago levantó la mano, haciéndolos callar a ambos.
—¿Qué fue lo que salió mal en Hogsmeade, Octavius? —preguntó, girando su cabeza hacia Genrich. El rostro del Mago permanecía oculto, pero sus ojos eran capaces de atravesar la negrura de su capucha y clavarse con firmeza en su interlocutor.
Octavius ocupaba el asiento inmediatamente a su derecha. Un lugar de privilegio y honor. Se lo había ganado a costa de ser su soldado más fiel. Hacía años que Octavius Genrich trabajaba junto al Mago, primero sirviéndolo entre los Guardianes Negros, y ahora como miembro de su Guardia personal en la Rebelión.
A diferencia de Naomi, Octavius era un hombre experimentado, que cargaba con muchos años de vida en el mundo oscuro. Formaba parte de una de las familias más antiguas y peligrosas de Rusia, y había servido varias sentencias en la escalofriante prisión de Vorkuta. No era el mago más poderoso en esa mesa, y nunca lo sería. Pero era cruel y obediente. Y en momentos como éstos, un soldado leal valía más que cualquier mago poderoso.
—Envié a tres de ustedes a capturar a una chiquilla de trece años y a derribar un Velo que ya teníamos minado—recapituló el Mago, su voz volviéndose grave y apremiante. El aire craqueó alrededor de ellos y las luces en los candelabros flamearon. —Pero aquí estamos… No tenemos a la niña Potter, y el Velo sigue en pie a pesar de que me aseguraste que podías derribarlo, Stefano.
El Camaleón, sentado en la punta más alejada de la mesa, levantó la cabeza al escuchar su nombre. La expresión distante e indiferente que había lucido hasta entonces tembló. Algo muy parecido a la indignación brilló en sus ojos.
—Y lo habría logrado si no hubiesen ordenado la retirada —aseguró el Camaleón.
—¿Por qué nos retiramos entonces, muchachos? —preguntó el Mago en un tono casual.
—Miembros de la Orden del Fénix estaban ahí, y la mayor parte de los estudiantes habían logrado regresar a Hogwarts antes de que pudiésemos dar con la niña Potter —intervino Duncan Ford. Se encontraba recostado sobre su silla con las piernas estiradas y los brazos descansando sobre los reposabrazos, pero la postura relajada era toda una pantomima. El Mago podía ver el miedo en su sonrisa apuesta y forzada.
—Eso sigue sin explicar cómo perdiste tu dragón, Duncan —recordó el Mago con crueldad. Ford hizo una mueca de desagrado y abrió la boca dispuesto a responder, pero fue Octavius quien habló primero.
—Tienen una Domadora —dijo, mirándolo directamente a la cara.
Las palabras cayeron como plomo sobre sus hombros. Apoyó ambas manos sobre los apoyabrazos de su silla terminados en cabezas de leones, y se aferró con fuerza mientras intentaba disimular su estupor.
—Imposible —susurró el Mago, los nudillos de sus dedos blancos a causa de la presión que ejercía—. La línea de los Domadores está extinta.
—Lo vi con mis propios ojos, señor —insistió Octavius. Había reverencia en su mirada, como la de un hombre religioso que ha visto un milagro. —Una muchacha morena. Caminó hasta el dragón y lo calmó… Igual que nosotros con los collares, solo que… No llevaba ningún collar.
Claro que no llevaba un collar. Solo existían cinco collares. El Mago los había fabricado a partir de los huesos del último Domador. Cinco collares, cinco dragones. No había más, y no se podrían fabricar más a menos que contaran con la sangre de un nuevo Domador.
Pero ya no quedaban Domadores en el mundo. O al menos, eso había creído el Mago. Había buscado durante mucho tiempo la leyenda, persiguiéndola por toda Europa Oriental. Había seguido las mismas pistas que Grindelwald una vez, y había llegado hasta la familia Fritzsche sólo para encontrarse con un nuevo callejón sin salida. Toda la descendencia de la familia se había esfumado décadas atrás. La última hija de Walter había desaparecido sin dejar huellas. Por el mundo subterráneo de Alemania se decía que Oxanna Fritzsche había encontrado su final víctima de la sed de venganza de aquellos que habían perdido seres amados por culpa de su padre y de la guerra de Grindelward. Pero su cadáver nunca se había encontrado.
Ahora, décadas más tarde, una muchacha resurgía de entre las llamas y se proclamaba la heredera de un poder arcaico y olvidado. Una leyenda que cobraba vida.
—¿Sabemos su nombre? —preguntó el Mago, inspirando profundamente. Octavius negó con la cabeza.
—Averígüenlo. Quiero saber quién es, y cómo es posible que tenga este poder —ordenó el Mago—. La quiero —susurró codiciosamente.
—¿Y qué hay de la niña Potter? —preguntó con cautela Octavius.
—Hemos desperdiciado nuestra oportunidad. Ahora deberemos esperar —señaló el Mago sin poder esconder cuánto le irritaba la idea. Duncan Ford resopló.
—Entiendo por qué esta domadora de dragones es importante, pero… no entiendo qué es lo que hace tan especial a la niña Potter, señor —dijo con escepticismo.
El Mago soltó una risa baja y vibrante que atravesó la sala. La sonrisa trastabilló en los labios de Duncan, y la expresión de Octavius se ensombreció.
—No espero que un hombre como tú lo entienda, querido Duncan —se burló el Mago.
—Solo digo… Hay cientos de videntes en el mundo —insistió Ford, aunque esta vez se cuidó de mantener un tono neutral, desprendido de toda burla.
El Mago se incorporó de la silla. Todos los ojos se clavaron en él, expectantes y temerosos, pero se limitó a darles la espalda y caminar hacia una de las ventanas. Afuera, el cielo estaba despejado y las estrellas brillaban hermosas contra un cielo oscuro y tranquilo.
—No hay nadie como ella —aseguró, hablando hacia la noche—. Ella es… única.
—Pero es la hija de Potter —señaló Naomi con desdén—. Incluso si logramos capturarla, jamás aceptará ayudar a la Rebelión.
—Nos ayudará —dijo el Mago, su voz suave y tranquila, sin señales de duda—. Le haremos ver que es la única forma.
El Mago giró para enfrentar nuevamente a sus soldados. Su enojo y decepción eran palpables en el aire, y se permitió unos segundos para saborear el efecto que tenía sobre su Guardia.
—Ella es una pieza clave en esta guerra —les instruyó el Mago—. Creía que eso había quedado claro cuando les di la orden de encontrarla y traerla hasta mí —soltó un largo suspiro—. Parece que no fui lo suficientemente claro, o de lo contrario no habrían vuelto con las manos vacías.
—No conseguimos a la niña, pero nuestro ataque no fue enteramente un fracaso, señor —se atrevió a argumentar Genrich, un dejo de resentimiento en su voz. Era un hombre que no estaba acostumbrado a que lo sermonearan. Se había abierto camino en la vida a base de intimidar a la gente y asesinar enemigos.
—Mi colega Octavius tiene razón, señor. Le hemos asestado un buen golpe al Ministerio… Hemos forzado a Granger a renunciar —coincidió Ford, guiñando un ojo en dirección a Genrich con una complicidad que éste no le devolvió.
—Un mérito que tampoco es enteramente de ustedes —susurró el Mago—. Pero es algo —concedió luego de una pausa.
No estaba conforme con el resultado que habían obtenido. Había previsto otro final. Se había confiado en su estrategia, en su delicado y complejo plan, trazado a lo largo de meses, sino años, de cuidadosa maquinación. Había subestimado al enemigo, un error poco habitual en él. El tipo de error que cometería un principiante en el arte de la guerra, no un hombre experimentado como él.
Pero al menos no se iba con las manos vacías. Habían logrado asestar un daño considerable, y ahora el gobierno estaba haciendo todo lo que podía por repararlo antes de desangrarse. Y el Mago sabía que eran momentos de desesperación como esos los que propiciaban las mejores oportunidades para quienes estaban listos.
—Esta es nuestra oportunidad para penetrar dentro del departamento de Seguridad Mágica. Esta vez, no podemos permitirnos fallar, soldados —les advirtió el Mago, su voz grave y acompasada, pero no menos peligrosa por ello—. Ford, tengo entendido que tenemos nuevos jóvenes reclutas.
—Así es, señor —confirmó Duncan con una inclinación de cabeza.
—Bien. Tú y Naomi se encargarán de entrenarlos. Necesito un ejército, no civiles —ordenó.
—Parece que estaremos pasando tiempo de calidad juntos, preciosa —se burló Ford hacia la joven samurái, una sonrisa perversa en sus labios.
—Acércate a mí, Ford, y te haré probar el filo de mi espada —amenazó Naomi con los labios fruncidos en un gesto de desagrado. Ford lanzó una carcajada despreocupada, pero la mirada de Naomi daba a entender que no había ninguna broma en sus palabras.
—Stefano se está encargando de adecuar un lugar para que puedan llevar adelante los entrenamientos —dijo el Mago. El hombre de rasgos mediterráneos y aspecto taciturno asintió la cabeza.
—Estará listo en unas semanas, señor —le recordó Rozzi.
—Que sea en una semana, Stefano —lo apuró.
Una expresión contrariada atravesó el rostro del Camaleón y por un instante pareció que iba a contradecirlo. Pero se tragó sus palabras y se limitó a asentir una vez más.
—Excelente —aceptó el Mago complacido—. Ahora, todos fuera. Octavius y yo necesitamos hablar a solas.
El Mago y Octavius quedaron solos en el salón, el silencio denso con la tensión entre ellos. El Mago apoyó las manos sobre el respaldo de su silla, tamborileando los dedos sobre el tapizado de terciopelo oscuro.
—¿Tiene una misión para mí, señor? —preguntó Octavius, tensándose en su silla, la mirada encendida.
—Sí —le respondió el Mago—. Irás al Este —sentenció.
Al principio, Octavius no reaccionó. El aturdimiento era evidente en su rostro.
—¿Al Este? —repitió.
—Volverás a la Frontera —confirmó el Mago, su voz impasible. Pudo ver la ira burbujeando en los ojos de Genrich. —La guerra se está prolongando más de lo necesario. Ha llegado el momento de acelerar las cosas.
—¿Es esto un castigo? —le temblaba la voz a causa del enojo contenido y sus manos estaban cerradas en forma de puños sobre la mesa. El Mago chasqueó la lengua.
—Si no puedes ser útil aquí, lo serás en otro lado, Octavius —le dijo con fría indiferencia.
Octavius frunció el rostro, conteniendo seguramente el impulso que sentía por sacar la varita y reaccionar. Un impulso estúpido, sin duda, pues no tenía chances contra alguien como el Mago. Se puso de pie con la mirada encendida y la respiración acelerada, y sin decir nada, se dispuso a salir de allí.
—Llévate al dragón. Y tráeme una victoria, ¿quieres? —le dijo el Mago. La puerta se cerró con un golpe seco que resonó en la quietud de la noche.
A Neville Longbottom le encantaba visitar los Invernaderos por la mañana. La luz el sol se filtraba por los cristales haciendo un efecto caleidoscópico sobre las plantas, tiñéndolas con todos los colores del arcoíris allí donde las pequeñas gotas de humedad se habían condensado sobre sus hojas.
Caminó por entre las filas de plantas examinándolas parsimoniosamente, deleitándose en la quietud y el silencio lo rodeaba. Otra razón por la que le gustaba ir allí cuando no había nadie. Era uno de los pocos lugares donde se sentía en paz.
Después de la Segunda Guerra, al igual que muchos otros sobrevivientes, Neville se había visto arrastrado en una vorágine caótica. El mundo mágico necesitaba héroes sobre los cuales apoyarse para salir adelante, y Neville se encontró con que él era uno de ellos.
Harry se había llevado la peor parte, por supuesto. Todos querían un pedazo del Niño-que-vivió. Era una leyenda viviente. Había sobrevivido a la muerte no una, sino múltiples veces, para finalmente derrotar a Voldemort, un mago que todos creían inmortal. Pero la gente también arañaban lo que podían de los demás, de aquellos que habían participado en la guerra y habían peleado con valentía poniendo sus propias vidas en riesgo. Y cuánto más heroico resultaba todo eso cuando se trataba de niños. Porque eso eran ellos. Harry, y Neville, y todos los demás.
Así que Neville se vio rodeado de estudiantes que esperaban órdenes de su parte, periodistas que querían extraerle hasta el último detalle de cómo había logrado matar a Nagini y oficiales del Ministerio que le solicitaban su colaboración como figura emblemática para restaurar el orden. Lo llamaban el Asesino de Serpientes. Lo llamaban un héroe.
Pero Neville no se sentía uno. Se sentía igual que se había sentido toda su vida: un muchacho sin ningún don en particular y bastante torpe con la varita. No se consideraba especial, menos aún un héroe. Simplemente había hecho lo que había que hacer. Lo que era correcto, aunque eso pudiese significar su propia muerte. Neville sabía perfectamente que existían cosas peores que la muerte, y no le tenía miedo. Tenía miedo a muchas cosas, pero no a la muerte.
No hubo tiempo para llorar a los muertos. No hubo tiempo para descansar. El mundo estaba hecho pedazos y era tarea de los supervivientes sacarlo adelante. Así que una vez más, Neville se alzó ante la ocasión aunque seguía sintiendo que él no estaba a la altura de las circunstancias.
Durante el día, trabajaban reconstruyendo los destrozos que había dejado la guerra contra Voldemort, reparando el daño físico y moral que tenía la sociedad. Era fácil sobrellevar los días pues su mente y sus manos estaban siempre ocupadas.
Las noches eran otra historia. Allí era donde habitaban los verdaderos desafíos, los verdaderos terrores. En medio de la oscuridad del sueño, Neville se veía obligado a enfrentarse a todos sus demonios, incluso a esos que habían muerto. Nagini volvía a estar viva, Voldemort seguía gobernando, y Bellatrix seguía libre, torturando y destruyendo familias sin reparos. La guerra se repetía una y otra vez durante las largas horas nocturnas.
No era el único que sufría las secuelas de haber sobrevivido. Harry no hablaba mucho de ello, pero Neville sabía que él transitaba el mismo camino. Posiblemente, uno todavía más doloroso. Habían visto demasiado. Habían sufrido demasiado. Era agotador, y por momentos, Neville deseaba simplemente apagar su mente y escaparse de ese mundo.
Pasaron cinco años antes de que Neville volviera a Hogwarts. La directora Minerva McGonagall había decidido celebrar una ceremonia para conmemorar a los caídos en la Batalla de Hogwarts.
Después de la guerra, Neville había preferido no volver al colegio. Sus pasillos estaban repletos de fantasmas y de horribles recuerdos. A donde mirara podía ver a los hermanos Carrow torturando a los estudiantes. Veía la sangre manchando las escaleras principales. Veía las filas de cadáveres tendidas en el suelo del Gran Salón. Veía a Hagrid cargando el cadáver de uno de sus mejores amigos mientras Bellatrix reía desquiciada de felicidad. Pero Minerva le había pedido específicamente que asistiera pues quería conversar personalmente con él, y a pesar de que Neville ya no era un estudiante de once años, encontró imposible desobedecerle.
Habían hecho un trabajo espléndido con la reconstrucción del castillo. Eso fue lo primero que pensó cuando regresó a Hogwarts después de la guerra. Las paredes del castillo volvían a alzarse imponentes, sus pisos pulidos y limpios y sus jardines florecidos. Era como si la guerra nunca hubiese pisado ese suelo. Nada quedaba de la sangre de sus compañeros y de los escombros desperdigados. Las torres del castillo ya no ardían en llamas, y la gente ya no gritaba de miedo o dolor a su alrededor. Había paz. Hogwarts volvía a ser un lugar seguro. Un lugar donde los jóvenes brujos de todo el país podían encontrar refugio, tal como él lo había encontrado en su infancia.
Había sido una ceremonia austera pero emotiva. Una placa conmemorativa había sido colocada en la pared del vestíbulo que daba ingreso al castillo, y una multitud de figuras emblemáticas e importantes del mundo mágico se habían reunido alrededor de la misma para prestar sus respetos a los caídos en la Batalla de Hogwarts. El Ministro Shacklebolt había dedicado unas hermosas palabras. Incluso Harry había asistido, y eso que él odiaba los eventos públicos.
Era un recordatorio del sacrificio del pasado y del peligro del futuro. El precio de la avaricia. El sufrimiento de los inocentes. Neville había soportado estoicamente toda la ceremonia sin derramar lágrimas, mientras que en su mente resonaban una vez los sonidos de la guerra, la risa sádica de Bellatrix, la voz gélida de Voldemort.
Al final de la ceremonia, Minerva lo había apartado para hablar. La profesora Sprout planeaba retirarse, y necesitaba alguien joven y bien predispuesto para reemplazarla. Neville se sintió profundamente halagado por la oferta. Jamás se había imaginado digno de un honor como ese, y viniendo de alguien como la profesora McGonagall, tenía todavía un peso mayor.
—Debes aceptarlo —le había dicho Harry en aquella ocasión, cuando Neville se lo comentó, dubitativo de la oferta.
—No estoy a la altura —argumentó Longbottom, sonrojándose. Harry esbozó una sonrisa cómplice.
—Serás un excelente profesor, Neville —dijo sin vacilación.
Neville terminó aceptando convencido de que Minerva terminaría despidiéndolo a los pocos meses. Pero los meses fueron transcurriendo, y Minerva no mostró señales de querer reemplazarlo. Gradualmente, Neville empezó a relajarse.
Los Invernaderos se convirtieron en su refugio. Allí sus manos trabajaban la tierra con inusitada habilidad. La torpeza de sus movimientos se desvanecía, y su mente se aclaraba. Los gritos de la guerra se silenciaban. El dolor que se había arraigado dentro de él después de la batalla final cedía. Lentamente, empezaba a sanar.
Los alumnos ayudaban. Nuevas generaciones de mentes jóvenes, anhelantes de conocimiento, deseosos de abrirse paso en un mundo que empezaba a florecer una vez más, lleno de oportunidades. Había inocencia en sus miradas, y la forma en que reían era un bálsamo para el alma herida de Neville.
Y después, había llegado Hannah.
Llevaba ya varios meses trabajando en Hogwarts cuando Hagrid finalmente lo convenció de ir a tomar un trago al pueblo un sábado por la noche.
Neville no había vuelto a saber de Hannah Abbott desde la guerra, así que fue una agradable sorpresa cuando esa noche entró en las Tres Escobas y se la encontró atendiendo la barra.
Hannah había pasado una temporada en Estados Unidos después de la guerra. Al igual que muchos otros, había buscado escapar de Inglaterra y buscar suerte en otro lugar, lejos de los turbios recuerdos que suponía permanecer en su país. Había vuelto hacía menos de un año cuando su madre cayó enferma, y desde entonces, trabajaba para Rosmerta en el pub de Hogsmeade. Era un trabajo tranquilo, y le permitía estar cerca de su madre para cuidarla.
Neville volvió cada sábado después de ese día. A veces, simplemente se quedaba allí sentado, mirándola mientras ella servía bebidas y conversaba con la gente. Había algo fresco en ella. Como una mañana de primavera. Como el agua del mar rozando los pies en la orilla de una playa. Era renovador. Pacífico.
Ella siempre encontraba un momento para acercarse a él, con la excusa de rellenarle la bebida u ofrecerle algo para comer. Él siempre aceptaba, aunque no tuviera sed ni hambre. Ella le sonreía, y él sentía que algo aleteaba en su pecho, una sensación emocionante e inesperada.
La esperaba hasta que terminara su turno, y entonces la acompañaba de regreso hasta su casa. Tomaban el camino más largo y se paseaban sin prisa. Hablaban de todo y de nada al mismo tiempo. Ella reía con facilidad y lo hacía sentir más inteligente de lo que él se consideraba.
El amor entre ellos creció de a poco, como las plantas en el invernadero de Hogwarts. A base de tiempo y cuidado, ambos fueron creciendo y nutriéndose mutuamente. Se enamoraron de forma gradual y progresiva, sin prisa pero sin pausa. Hasta que un día, mientras que hacían el camino de siempre entre el bar y la casa de Hannah, Neville cayó en cuenta de que estaba irremediablemente enamorado de ella.
Las pesadillas fueron cediendo después de eso. La risa de Bellatrix se volvió un recuerdo lejano, un sonido olvidado. El rostro de reptil de Voldemort se convirtió en una imagen borrosa, difícil de definir. Nagini se volvió cada vez más pequeña y menos amenazante. Hasta que un día, finalmente, dejaron de existir. Neville se despertó sintiéndose en paz, después de una noche sin pesadillas. Ese mismo día le pidió a Hannah que se casara con él. Ella dijo que sí.
Pero ahora, las pesadillas estaban de regreso. Vívidas y aterradoras, con renovados terrores. Habían pasado veintitrés años desde la última guerra, y a lo largo de ese tiempo Neville había cultivado una vida que ahora temía perder. El horror de una nueva guerra cobraba nuevo significado ahora que él era padre. No quería que Hope tuviera que pasar por lo que él había pasado. Quería evitarle ese dolor. Quería verla feliz y a salvo. Quería verla crecer.
—Imaginé que estarías aquí —la voz de Harry interrumpió sus pensamientos.
Neville se sobresaltó, dejando caer el florero que sostenía entre sus manos. La cerámica impactó contra el suelo del invernadero, fragmentándose en varios pedazos, las hermosas flores esparciéndose en el suelo.
Harry avanzó por el pasillo y sacudió la mano. Con un chasquido de magia, el florero se reparó y levitó de regreso hacia la mesada. Neville soltó una risita nerviosa.
—Son hermosas —reconoció Harry con un gesto de cabeza en dirección a las flores que resaltaban en un rojo vibrante dentro del florero.
—Son amapolas… Las primeras de la temporada —informó Neville, tomándose más tiempo del necesario para reacomodarlas en el florero, agregando un puñado de orquídeas amarillas al arreglo—. La mayoría de las plantas recién están floreciendo en nuestros invernaderos pero… bueno, pensé que la profesora McGonagall habría apreciado un ramo de flores de aquí… De Hogwarts. Con los colores de Gryffindor… —las palabras se atoraron en su garganta.
—Le habría encanto, Neville —confirmó Harry con un gesto dolido.
Hubo un silencio entre ambos mientras contemplaban el arreglo floral frente a ellos. Neville se había tomado el trabajo de seleccionar las mejores flores, los pimpollos más iluminados, las hojas más verdes, y había usado magia avanzada sobre sus pétalos para evitar que se secaran o cayeran, tinturas mágicas para asistir en que mantuvieran el brillo, y había colocado agua dentro de los floreros dotada de pociones nutritivas que mantendrían las flores vivas durante semanas.
—¿Cómo has estado? —le preguntó Harry con cautela, mientras le brindaba cierta distancia para que se moviera por el invernadero y mantuviera sus manos ocupadas.
—Han sido unos días muy complejo, Harry… Estamos intentando retomar la vieja rutina pero sin ella… Es difícil. Y también están los padres y el Consejo Escolar… —empezó a balbucear Neville, sobrepasado por todo lo que había que resolver tras la partida de Minerva. Sintió la mano de Harry sobre su hombro, una sensación cálida y reconfortante, y suspiró, relajándose momentáneamente.
—Me refería a cómo has estado tú, Nev —corrigió Harry con una sonrisa empática, y un tanto preocupada.
Neville se apoyó de espaldas contra una de las mesas y se frotó con ambas manos el rostro.
—No puedo creer que esto haya sucedido de verdad —confesó en la intimidad de su invernadero, en compañía de uno de sus únicos amigos con quien se permitía volver a ser ese muchacho frágil e inseguro que había llegado a Hogwarts con once años.
—Sí, te entiendo —coincidió Potter. Podía ver su propio luto reflejado en Harry.
—¿Es verdad que han destituido a Hermione como Jefa del Seguridad Mágica? —soltó la pregunta que venía rumiando desde que la había escuchado en la radio la noche anterior.
—No teníamos mucha alternativa. Estábamos entre la espada y la pared —confirmó Harry, apesadumbrado—. El Comité estaba enfurecido y todas las culpas apuntaban hacia nuestro departamento… Nos acusaron de una mala administración y poca previsión para un ataque como éste… —intentó explicar con calma Potter, aunque se podía ver el fuego iracundo en sus ojos.
—Eso es pura basura. El departamento de Seguridad Mágica enfrentó esta situación de la mejor forma que podía manejarse dadas las circunstancias. De no haber sido por los Aurores, el número de muertes habría trepado por las nubes… ¡El Velo habría caído! —lo defendió siempre fiel su amigo Longbottom. Harry le dedicó una media sonrisa, cargada de tristeza.
—Aún así, ha sido un desastre. San Mungo no estuvo tan saturado de heridos desde el conflicto en Irlanda, y eso fue hace mas de una década atrás. La gente tiene miedo, y es lógico que cuestionen a los líderes en estos momentos, sobre todo los no somos capaces de entregarles éxitos rotundos —se lamentó Harry, rascándose la nuca mientras lo decía.
— La gente exige a alguien a quien culpar por estos errores y estas muertes… ¿Y ustedes han ofrecido a Hermione? —se sorprendió Neville. Harry negó inmediatamente con la cabeza, un gesto que denotaba lo ofensivo que le había resultado el comentario. Neville se sintió culpable. No había sido su intención sonar tan agresivo.
—Fue idea de Hermione, pero ni Ron ni yo deseábamos hacerlo. Incluso le ofrecí mi renuncia a cambio…
—No seas ridículo, Harry. Tú no puedes dejar a los Aurores, menos ahora—lo contradijo Neville poniendo los ojos en blanco.
—Eso fue lo que dijo Hermione —suspiró—. Ella cree que la Rebelión intentará apuntar todos estos ataques contra el Ministro Shacklebolt, y en segundo lugar contra mí… Y la única forma de prevenirlo era entregándoles a otra figura importante y de poder…
—Ella misma—comprendió Neville. Hermione siempre había sido mucho más inteligente que él, y aunque aquel era un plan riesgoso donde muchas cosas podían salir mal, parecía ser la mejor alternativa con que contaban. Casi podía oír a Ron diciendo, como si se tratara de otra partida de ajedrez: Sacrificar a la Reina para salvar al Rey. Esa jugada es muy peligrosa.
Y lo era.
—¿Ya sabes quién la reemplazará? —preguntó Neville.
—El Comité de Jefes ha votado a Linus Cavenger —respondió Harry en un tono seco. Neville frunció la nariz.
—¿No es ese el abogado que llevó adelante el juicio de Teddy por asesinato? —recordó Neville. Harry asintió. —¿Y qué sabemos de él? ¿Es de los buenos o de los malos?
—Difícil descifrarlo… Por lo pronto ya ha empezado a marcar cambios dentro del departamento —informó Harry con desagrado—. Me ha solicitado una reunión a primera mañana con él. Quiere informes de las batallas de Callejón Diagon y de Hogsmeade así como el registro completo de la cantidad de Aurores activos que tenemos y sus respectivas misiones… Y quiere acceso a Camelot.
—Cielos… ¿Camelot, en serio? —resopló Neville—. ¿Qué le dirás?
—Intentaré demorarlo todo lo posible… Tengo asuntos pendientes allí que quiero resolver antes de que nos hagan una de esas visitas —Harry odiaba recibir en Camelot a personas que no fueran Aurores. Era un santuario para ellos.— He enviado a Zaira para que tenga todo preparado por las dudas…
—¿Nuevos reclutas para la Orden? —preguntó Longbottom, esperanzado.
—Eso espero. Vamos a necesitar gente fiel dentro de las nuevas camadas de Aurores. La Rebelión ha incorporado mucha gente joven entre sus líneas—hizo una pausa, meditando. —Esto nos obliga a reacomodar nuestro juego.
—Pero, ¿por qué atacar como lo hicieron, Harry? ¿Qué buscaban? —Neville le había dado vueltas a la cuestión durante horas.
—Intentaron dividir nuestras fuerzas y arrastrarnos hacia zonas altamente pobladas, donde sabían que no podríamos atacarlos de forma abierta sin exponer a riesgo a los civiles… De haber tenido éxito, de haber derribado los Velos de lugares como Hogsmeade o Callejón Diagon… Nuestro mundo habría quedado expuesto de forma irremediable. Kingsley se habría visto forzado a abdicar al cargo de Ministro, y la Rebelión se habría hecho finalmente del poder —vaticinó Harry.
—¿Y por qué atacar Hogwarts? ¿Por qué ir contra niños inocentes? Podrían haber atacado cualquier día… Pero eligieron un día que sabían que las calles estarían repletas de estudiantes… ¿por qué? —seguía presionando Neville, ajeno a la palidez que lentamente trepaba por el rostro de Harry.
—Buscaban a Lily —respondió en un tono tan bajo que Neville por poco no llega a escucharlo.
—¿Lily? ¿Tu Lily? —repitió Neville, observándolo con ojos enormes. Harry tragó con dificultad.
—Pensé que la estaba protegiendo… Enseñándole Oclumancia, formas para cerrar su mente de las visiones. Me confié en que mientras que estuviera en Hogwarts, estaría a salvo… No creí que el Mago se fuese a atrever a ir tan rápido contra mi hija... No así. No aquí —empezó a lamentarse Harry, el rostro curtido de dolor y arrepentimiento.
—¿Qué es lo que quiere de ella que la hace tan importante? —susurró Neville con tacto. Harry lo miró a través de sus anteojos con sus verdes ojos brillantes.
—Cree que Lily puede darle ventaja en esta guerra… Puede preverle el futuro, ayudarlo a ganar —eran puras especulaciones que hacía Harry a partir de lo poco que conocía al Mago. Pero podía imaginárselo con mucha facilidad. El Mago era un hombre ambicioso, sediento de poder y conocimiento, y se había topado con la vidente prematura, una muchacha cuya conexión con el tercer ojo podía abrir dimensiones nunca exploradas. Su hija se había convertido en un arma de guerra.
—Reforzaremos la protección sobre Lily. No vamos a permitir que la Rebelión se la lleve —prometió Neville. Harry le sonrió agradecido. —No todas han sido malas noticias… Hemos descubierto a una Domadora de dragones entre nosotros, después de todo —agregó Neville con una expresión cómplice. Esta vez, Harry soltó una risita.
—Eso sí que ha sido un golpe de suerte —reconoció.
—¿Qué sabemos de los mellizos?
—Ted se ha encargado de trasladar a Felicity a la Mansión, y su hermano Rick está llegando esta misma tarde de regreso. Permanecerán allí, seguros, hasta que logremos descifrar cómo es que tienen ese poder y cómo funciona exactamente.
—¿Crees que el hermano también puede controlarlos? —se esperanzó Neville. Harry alzó las manos en el aire con un gesto de entrega.
—Ya lo pondremos a prueba cuando llegue. Mientras tanto, Dominique está investigando sobre su familia, intentando rastrear si tienen algún vínculo con Fritzsche —hizo una pausa y lanzó una mirada significativa hacia Neville—. Necesitamos toda la ventaja que podamos conseguir.
Hubo una pausa. Neville tomó un pequeño frasco y lo llenó de agua. Se tomó unos cuidadosos segundos para verter el agua sobre las plantas. Pensaba mejor cuando tenía las manos ocupadas en la tierra.
—Es como si estos veinte años nunca hubiera existido, y de golpe estuviéramos de regreso aquí en Hogwarts, donde nuestro líder ha muerto, con una guerra alzándose por delante… —Neville soltó todos sus miedos de una sola bocanada, las palabras aceleradas tropezándose entre ellas.
Harry se mordió el labio y se frotó una mano sobre el mentón barbudo antes de responder.
—Aún quedan líderes dentro de Hogwarts, Neville —le confesó Harry. Neville se enderezó, escuchándolo atentamente, pero no giró a mirarlo.
—¿Qué es lo que intentas pedirme, Harry? —se resignó Longbottom.
—El Consejo Escolar se reunirá en unas semanas para definir quien dirigirá Hogwarts ahora que Minerva ha fallecido… Yo he propuesto tu nombre —le confesó Potter. Nevile se sacudió de pies a cabeza, recorrido por un estremecimiento desagradable. —Me gustaría que lo aceptes, Nev.
—Harry… No puedo… yo… —balbuceó. Pero Harry se apresuró a interrumpirlo, ignorando sus palabras poco convincentes.
—Se vienen épocas difíciles… años de guerra por delante… Esta no ha sido la primera ni será la última vez que nuestros enemigos desafíen el poder de Hogwarts. Vamos a necesitar a alguien fuerte y de confianza en Hogwarts cuando eso suceda.
— Yo no soy como tú o como Ron. —se lamentó Neville, aferrándose como ambas manos del borde de la mesa y dejando caer la cabeza entre sus hombros, avergonzado—. Los Fundadores bien saben que intenté ser un auror, como mis padres… Ni siquiera pude completar el primer año en Camelot, ¿recuerdas? Yo no soy un guerrero. Y el mundo entero es testigo de que no soy ni nunca seré un tercio del mago que fue Albus Dumbledore o Minerva McGonagall. Yo solo soy… un simple profesor de Herbología.
—Eres uno de los hombres más valientes que conozco, Neville —le dijo Harry, posando ambas manos sobre sus hombros y forzándolo a mirarlo directamente a la cara—. Confío en ti —hizo una pausa—. Minerva confiaba en ti.
Minerva. La había visto arder en llamas frente al castillo. Había entregado su vida por el castillo, pero antes le había hecho prometer con el fuego de testigo. Dame tu palabra de que protegerás Hogwarts. ¿Sería verdaderamente esto lo que la vieja profesora tenía planeado para él? ¿Había sido esa su forma de hacerle saber que tenía su bendición como sucesor en la noble tarea de dirigir ese castillo?
Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras terminaba de acomodar el florero, un torbellino de flores rojas y amarillas, los colores que Minerva había amado y honrado.
—Llegaremos tarde al funeral —dijo Neville, evitando contestar la pregunta que seguía pendiente en el aire. Harry simplemente asintió con la cabeza y no insistió.
No había cuerpo para enterrar. El fuego del dragón quemaba tan intenso que había desintegrado hasta los huesos humanos, reduciéndolos a un puñado de polvo blanco que el viento había arrastrado. A Neville no le molestaba que fuera así. Ahora, Minerva se encontraba esparcida por todas partes, una porción de ella reposando en cada rincón de Hogwarts.
En cambio, alumnos, profesores y otras personas que habían conocido a Minerva se reunieron en el campo de quidditch para rendirle tributo. Neville se sintió conmovido al ver los rostros no solo de los estudiantes actuales, sino también de antiguos estudiantes, algunos que habían egresado hacía muchos años, pero todos volvían a rendir sus respetos a una mujer que había jugado un rol fundamental en sus vidas.
Neville depositó su racimo de flores junto a los otros regalos que ya se encontraban esparcidos por el césped. Había fotos, tokens, recuerdos y distintos amuletos desperdigados por todo el terreno. Harry se acercó y abrió una bolsa que había estado cargando hasta entonces. Extrajo del interior los fragmentos de una escoba rota que Neville reconoció al instante, a pesar de que habían pasado muchísimos años dese la última vez que Harry había volado sobre la Nimbus 2000. Esa había sido su primera escoba voladora al llegar a Hogwarts. Se la había regalado Minerva. Harry la había conservado todos estos años como un recuerdo del gesto de cariño casi maternal que había recibido de la profesora.
Varias personas hablaron, rindiéndole homenaje. Enumeraron sus múltiples talentos, sus grandes logros, sus fe en la educación y su fidelidad hacia Hogwarts. Pero para Neville, ella era mucho más que eso. Era la mujer que le había dado la confianza necesaria para intentar su propio camino. Era la primera persona que no lo había tratado como si fuese un inútil y en cambio le había brindado la posibilidad de demostrarlo. Era la directora que lo había visto perdido en el mundo de la posguerra, asfixiado en las pesadillas, y le había ofrecido un trabajo capaz de ayudarlo a sanar.
Había sido estricta y poco cariñosa, pero justa y correcta. Y había dado la vida defendiendo esos honores.
Una serie de magos dispuestos en círculo alzaron las varitas al unísono y un torbellino de fuego azul bañó con delicada suavidad el campo de quidditch, evaporando lentamente el santuario que habían alzando, convirtiendo también en cenizas esos recuerdos, esas muestras de cariño, para que así pudieran reunirse con ella, donde fuera que estaba ahora.
Harry, Ron y Hermione desaparecieron tan pronto como terminó la ceremonia. Hermione lucía agotada y tenía los ojos hinchados de tanto llorar. Ron estaba pálido, y por primera vez en mucho tiempo, no tenía palabras. Neville pensó que Harry le diría algo más antes de partir, pero su amigo se limitó a abrazarlo con fuerza.
Es noche, Neville no pudo dormir. Las pesadillas lo asaltaban incluso con los ojos abiertos. El ataque del dragón contra Minerva se mezclaba con la risa de Bellatrix. Podía escuchar los gritos de sus padres mientras ella los torturaba hasta la locura, y aunque sabía que eso era imposible porque él no había sido testigo de la tortura, en su sueño se sentía crudamente real. Y luego llegaron nuevas torturas, imágenes fabricadas por su propia mente para perturbarlo y desquiciarlo. Veía a un grupo de enmascarados rojos secuestrar a Hannah y a la pequeña Hope. Hope lo llamaba a los gritos: "papá" "papá", pero él no podía acercársele. Y entonces ellos la mataban. El grito de Hannah atravesaba el aire como el sonido de un animal herido, agónico y desgarrador.
Despertó antes que despuntara el sol, empapado en sudor y con el rostro desencajado. Le tomo unos minutos entender qué era real y qué no. Escribió dos cartas apresuradamente. La primera se la envió a Hannah, para asegurarse de que tanto ella como la pequeña Hope estaban a salvo.
La segunda se la envió a Harry. En ella escribió una sola palabra: Acepto.
El Cementerio de Highgate se alzaba en las afueras de la ciudad de Londres, hacia el norte. Y desde sus comienzos, numerosas leyendas habían recorrido sus caminos y catacumbas. A los fantasmas habituales que rondaban todo cementerio se le habían sumado eventos paranormales, luces brillantes e inexplicables que iluminaban el parque en medio de la noche, o vampiros sedientos de sangre que emboscaban a los penitentes que iban a llorar a sus muertos.
Los muggles atribuían las leyendas a la imaginación y al duelo. No tenían forma de saber que ese también era un cementerio para magos.
Algunas de las familias más importantes de la comunidad mágica tenían allí sus mausoleos. La familia de Jasper era una de ellas. De pequeño, él y su hermano habían acompañado a sus padres a prestarle respetos a sus difuntos. Jasper odiaba ese lugar. Era una construcción opulenta y fría, demasiado parecida a la casa donde ellos vivían para su gusto. Pero la única vez que se atrevió a decir que no deseaba visitar el cementerio su padre le dio vuelta la cara de una bofetada tan fuerte que creyó que se le volarían los dientes de leche. No volvió a quejarse.
Esa tarde se enterraban diez féretros en el cementerio, todos ellos fabricados en la misma madera de cedro pulida, dotados de una simpleza enternecedora y suave. Diez muertos que se preparaban para descender a las profundidades de la tierra. Y al igual que cuando era un niño pequeño, Jasper deseó poder estar en cualquier otro lugar en ese momento. La imagen era simplemente desoladora.
Habían alineado los ataúdes en una fila perfecta, y frente a cada uno de ellos se encontraban los familiares, vestidos con impolutas túnicas negras, los rostros pálidos y las miradas vacías.
El Auror Harry Potter se acercó a cada uno de ellos en orden. Estrechó la mano de las familias de los caídos, les brindó su pésame, y les entregó la insignia de Auror que alguna vez había pertenecido a la persona que ahora yacía fría dentro del cajón.
Todos aquellos Aurores que se encontraban en condiciones de sostenerse sobre sus pies habían asistido al entierro. Los Sanadores de San Mungo habían encontrado imposible retenerlos en sus camas. Todos querían prestar sus respetos a sus compañeros caídos en batalla. Jasper, Molly y Hamilton no eran la excepción. Entre lo muertos había gente que ellos habían conocido. Compañeros de Camelot. Novatos, como ellos.
Harry Potter se detuvo frente a una señora de cabello corto, mirada azul y expresión desolada. Un muchacho apenas más grande que el propio Jasper se mantenía a su lado, sosteniéndola del brazo con firmeza, como si temiera que fuera a desmoronarse en cualquier momento. Los rodeaban otros tres niños que no podían ser otra cosa que sus hermanos menores, dos mujeres y un varón, el más pequeño. Todos tenían los ojos enrojecidos y la cara hinchada de tanto llorar.
El jefe de los Aurores le tendió la insignia de auror sobre la que se encontraba grabado el nombre de Drake Mufson, y la mujer la tomó con manos temblorosas, mientras tragaba las lágrimas que presionaban contra su garganta. El muchacho a su lado, el hijo mayor, estrechó la mano extendida de Potter mientras éste le brindaba sus respetos y decía unas palabras que Jasper no llegó a escuchar en la distancia, pero que atravesaron al hijo de Drake, emocionándolo. El muchacho mantuvo la cabeza en alto y la mirada orgullosa. Su padre había muerto como un héroe. "Pero no hay honores que revivan a los muertos" pensó Jasper con una punzada dolorosa en el pecho.
Inhaló profundamente. El aire olía a tierra removida, a incienso… Y a muerte. Ya sólo quedaban un par de familias más por saludar, y entonces, por fin, podría irse de allí.
Pero entonces el auror Potter llegó frente a la madre de Priya Goyette. Jasper la reconoció sin problemas. Priya había sido un calco de su madre. Al igual que como había hecho con las anteriores familias, el jefe de los aurores les entregó la medalla que había pertenecido a Priya, pero esta vez, en lugar de estrechar la mano de la madre, la abrazó. La mujer se fundió en el pecho del auror Potter, desarmándose. Un sonido agónico y desgarrador brotó de su garganta, a medio camino entre un llanto y un grito. Era el sonido más horrible que Jasper hubiese oído en su vida. Le acribilló los oídos y lo hizo estremecer hasta los huesos. Una sensación de vacío irremediable lo invadió mientras observaba a una madre llorar la muerte de su hija. Su esposo apoyó una mano sobre su hombro y tiró con suavidad de ella, separándola del pecho de Potter y envolviéndola con sus propios brazos, intentando darle un consuelo imposible.
El recuerdo de Priya tendida en el suelo de Hogsmeade, sus ojos vacíos y sin vida, asaltó a Jasper como un disparo, congelándole el cuerpo y atenazándole la garganta. Escuchó que Molly se sonaba la nariz, sobándose los mocos. Hamilton le tomaba una mano. Él también tenía los ojos enrojecidos y vidriosos.
El jefe Potter dio la señal, y una fila de aurores, dirigidos por Ronald Weasley, alzó sus varitas en el aire, y disparó hacia el cielo. El sonido de los disparos cortó el silencio del cementerio, acompañado por el brillo escarlata que iluminó la tarde estival. Diez ataúdes, diez disparos. Jasper desvió la mirada cuando los ataúdes descendieron y la tierra los cubrió. No podía verlos desaparecer en la nada.
La gente se acercó a las familias de los caídos. Por el rabillo del ojo pudo ver que Ronald Weasley estrechaba a la mujer de Drake Mufson. Había sido su mentor. Los padres de Priya Goyette se encontraban acompañados con una bruja vestida con el uniforme verde lima de San Mungo y una inmensa cicatriz en el cuello. Ambas mueres lloraban juntas.
Era demasiado. Jasper ya no quería seguir viéndolo. No estaba acostumbrado a compartir el dolor. Su dolor siempre había sido suyo para cargar. A excepción de su hermano, nunca nadie lo había ayudado a tolerarlo, y a cambio, él nunca había tenido que ayudar a nadie. Su hermano Magnus había sido su único compañero en el sufrimiento. Tal vez por eso su partida había sido tan difícil de sobrellevar. A partir de entonces, había tenido que abrirse camino solo en la vida. Y así lo había preferido. Era una vida solitaria, pero menos dolorosa.
Pero ahora, ya no estaba solo. Y eso lo aterraba.
—Vámonos de aquí —declaró Jasper, dándole la espalda a las tumbas. Empezó a caminar sin esperar a Molly y a Hamilton, aunque sabiendo que lo seguirían.
—¡Yaxley! —lo detuvo la voz de Wyde Goldstein.
Yaxley no lo habría reconocido en un primer vistazo de no haber sido porque conocía su voz. En el curso de tan solo un par de días Goldstein se había encogido. Ya no lucía una postura inmensa y arrogante mientras caminaba hacia él, sino que pisaba con cuidado, sopesando cada paso que daba, visiblemente debilitado. Estaba tan pálido que cualquier muggle lo habría confundido con uno de los fantasmas del cementerio, y había envejecido una década. Había perdido el brazo derecho durante la batalla, y ahora la manga de su túnica de auror estaba plegada sobre el muñón. Era una vestimenta simbólica, su futuro como auror frustrado para siempre a causa de su lesión. Junto a él caminaba su amigo Rama Dallas, otro de los bravucones que habían intentado hacerle la vida imposible en Camelot.
Hamilton dio un paso al frente, más de costumbre que otra cosa, acostumbrado a tener que interponerse en el camino entre Wyde y Jasper. Molly frunció el ceño y le dedicó una mirada pesada a Jasper que le decía claramente que no era el momento ni el lugar para causar una escena.
Pero Jasper aguardó en silencio, rígido en donde se encontraba, hasta que Goldstein estuvo de pie frente a ellos. La corta distancia que había recorrido lo había dejado fatigado, y respiraba forzadamente por la boca mientras intentaba recuperar el aliento. Todavía no había sanado del todo, y lo más probable era que hubiese abandonado San Mungo sin el alta médica. Allí en el cementerio, donde la frontera entre los vivos y los muertos se difuminaba, era difícil precisar a cuál de los dos mundos pertenecía Wyde Goldstein.
—Relájate, Knight —jadeó Goldstein, enderezándose todo lo que podía para recuperar toda su estatura—. No he venido a pelear.
—¿Y a qué has venido? —le preguntó Hammer, no del todo convencido. A lo largo del año que habian pasado en Camelot, habían tenido demasiados encontronazos con Goldstein y sus amigos como para relajarse en su presencia.
Pero ese ya no era el glorioso muchacho que había empezado la escuela de aurores con ellos, meses atrás. Ese chico se había perdido en algún lugar de Hogsmeade durante la batalla, y Jasper sospechaba que nunca volvería. El hombre frente a él lucía derrotado, sin energías para pelear.
Wyde se aclaró la garganta y su mirada se clavó en Jasper. Era difícil sostenerle la mirada. Había algo roto en sus ojos, un daño que incomodaba.
—Gracias —dijo Wyde con voz áspera, la palabra rasgándole la garganta reseca con sus brusquedad—. Por salvarme… Y por traerla de regreso.
—Tú habrías hecho lo mismo por mí —mintió Jasper. Una sonrisa amarga tembló en los labios de Wyde.
—No, no lo habría hecho —confesó llanamente. Se pasó la única mano que le quedaba por los cabellos y se humedeció los labios con la lengua. —Me equivoqué contigo, Yaxley —dijo arrepentido.
Jasper lo vio titubear antes de estirar la mano en su dirección. La observó detenidamente, allí extendida frente a él. Una ofrenda de paz. Estrechó la mano de Wyde, aceptando sus disculpas con un gesto silencioso. Notó como el pecho de Goldstein se desinflaba mientras exhalaba el aire que había estado reteniendo en los pulmones a la espera de su veredicto.
—Eres un buen hombre… Y serás un mejor auror, Yaxley —prometió Wyde. Se tomó del brazo de Rama Dallas para regresar hacia donde se encontraban el resto de los novatos reunidos. Jasper lo observó alejarse mientras procesaba el inesperado cumplido.
Se aparecieron en la casa de Jasper y caminaron los tres en silencio hasta la sala donde siempre acostumbraban a juntarse. Casi de forma automática, Hamilton encaró el tocadiscos y encendió la música. Para sorpresa de Yaxley, fue Molly quien tomó la botella de whisky de fuego y sirvió tres copas. Colocó uno de los vasos en la mano de Jasper, y haciendo chocar el cristal, se bebió el suyo de un solo trago. Hamilton alzó las cejas y cruzó una mirada con él, extrañado.
—Entonces… así es la guerra —masculló finalmente Weasley, dejándose caer sobre uno de los sillones.
—¿Esperabas otra cosa? —la increpó Jasper, pero ni siquiera era capaz de conjurar el sarcasmo necesario.
—No lo sé —respondió de todas formas Molly—. Uno escucha hablar sobre cosas así pero…
—No es lo mismo vivirlas —coincidió Hammer con una sonrisa empática. Jasper chasqueó la lengua, se bebió su trago y se sirvió una nueva copa.
—Es sólo el comienzo —auguró crípticamente Yaxley—. Se pondrá peor conforme avance. Habrás más batallas como la de Hogsmeade… Más muertes como la de Priya…
Molly se estremeció en su sillón, frotándose las manos contra los brazos intentando devolverle al cuerpo el calor que las palabras de Jasper le habían robado.
—Todavía estás a tiempo de retirarte, Yaxley —lo provocó Hamilton disimulando la sonrisa detrás del vaso de whisky mientras bebía. Jasper soltó una carcajada socarrona.
—¿Y dejar que te robes mi gloria? —le respondió con una expresión felina.
—Basta. Los dos —los reprendió Molly, golpeando su vaso contra la mesa ratona. Tenía los ojos encendidos y llenos de lágrimas—. ¿No se dan cuenta que esto no es una broma? —se enfureció con ellos.
—Ey… Lo sabemos, Mol —se disculpó Hammer. Tenía el doble del tamaño de Molly, pero aún así la chica lograba intimidarlo cada vez que elevaba la voz.
—¿Qué prefieres que digamos, Weasley? —dijo Jasper, curvando una ceja hacia ella y haciendo girar su medida de alcohol dentro del cristal—. ¿Quieres que lloremos y nos lamentemos sobre nuestro futuro?
—Hoy enterramos a diez aurores. No uno, ni dos… Diez. Y esto fue sólo el primer enfrentamiento —les recordó ella—. Si nos quedamos… Si decidimos terminar nuestro entrenamiento en Camelot… —la voz le falló. Cerró los ojos, y cuando volvió a abrirlos, había un brillo extraño en ellos—. Es posible que muramos en esta guerra. ¿Lo entienden?
El peso de las palabras de Molly cayó sobre ellos como un yunque de realidad. Solo se podía escuchar el sonido proveniente de los parlantes, la música muggle como salida de otra realidad alternativa, menos caótica y letal.
—Lo entiendo —dijo Jasper.
—Ya lo sabemos —aseguró Hamilton con una media sonrisa.
—Bien —aceptó la respuesta Weasley, apoyando nuevamente la espalda contra el respaldo de su asiento.
—Entonces… Nos quedamos —quiso asegurarse Hammer, mirando alternativamente a ambos—. Y peleamos… Hasta el final.
—Hasta el final —repitió ella solemnemente. Ambos giraron a mirar a Jasper, esperando su respuesta. El joven rubio suspiró y apuró lo que quedaba de su bebida. Iba a necesitar más whisky.
—Qué más da. Los Yaxley no envejecemos con gracia, así que tal vez sea mejor morir joven y en la plenitud —dijo finalmente, rompiendo la tensión. Hamilton hizo un esfuerzo por contener la risa, fallando estrepitosamente. Molly meneó la cabeza, pero una sonrisa asomó en su rostro serio.
A pesar de que los tres reían, Jasper sintió el aletear de algo más profundo en el ambiente. Esa promesa bailando entre ellos como una profecía. Fuese lo que fuese que viniera con la guerra, no iban a retirarse. Era una condena y un alivio.
Lo escuchó subir las escaleras antes de verlo. La brisa suave que corría sobre la torre de astronomía le trajo el aroma frío y casi imperceptible, pero imposible de confundir para su excepcional olfato. Era el aroma del invierno.
Ya sabía que era él. Lo sentía en la forma en caminaba, en cómo balanceaba su peso favoreciendo su pierna todavía herida. Pero por sobre todas las cosas, lo sentía en su pieza del Amuleto, cálida contra la piel de su pecho, censando la presencia cercana de una pieza gemela, percibiendo la tensión entre sus portadores. Le estaba advirtiendo.
Pero a pesar de ello no se movió. Se quedó sentada en el borde la Torre, con los pies colgando entre las columnas de la balaustrada, balanceándose en el aire sobre la nada misma. Tenía la extraña sensación de que si extendía los brazos, tal vez podría volar. Deseaba esa sensación de libertad más que nada en el mundo. El castillo se sentía como una jaula.
Albus Potter se sentó junto a ella en silencio y sin mirarla, su aroma invernal penetrándola como hielo seco. Colgó también las piernas y se reclinó hacia atrás, apoyando el peso de su cuerpo sobre sus manos mientras dejaba caer la cabeza hacia atrás y observaba el cielo.
—¿Cómo me encontraste? —preguntó Hedda, todavía sin girar a mirarlo. Albus se encogió de hombros, metió una mano en el bolsillo interno de la túnica y extraño un pedazo viejo de pergamino.
—El mapa me ayudó —habló finalmente, mientras volvía a guardarlo. Por supuesto. El bendito mapa.
Se quedaron así varios minutos. Hedda no sabía qué decir. No encontraba las palabras adecuadas, y por primera vez desde que se habían conocido, tenía miedo de enfrentarlo.
—Lancelot ha desaparecido —soltó Albus en un tono casual, pero Hedda podía sentir su energía agitada escondida debajo de esa fría calma.
—Lo sé —respondió con voz rasposa. Albus emitió un sonido de asentimiento. Temió que le preguntara si lo había ayudado a escapar. Si lo hacía, ella no iba a mentir. No se arrepentía de haberlo dejado ir, pero sabía que Albus no lo aprobaría.
—Pero tú sigues aquí —dijo él, en cambio.
—Sí — le dolió decirlo. Todavía podía sentir esa fractura dentro de su pecho, donde algo se había roto luego de hablar con Lancelot. Él se había ido y ella seguía allí. —Tenías razón —soltó con dificultad. Las palabras le quemaban en la boca.
—¿Sobre qué? —Albus fingió ignorancia. La comisura de los labios de Hedda se curvaron en un gesto amargo. La humildad no le sentaba bien a Potter.
—Sobre Lancelot… Sobre todo —reconoció tragándose su orgullo. Las palabras empezaron a acudir a ella como una catarata imposible de controlar—. Fui una estúpida por pensar lo contrario.
Sintió que Albus soltaba una larga exhalación por la nariz, sopesando su respuesta.
—Quería creer que había algo en él por lo que valía la pena pelear. Lo querías —intentó razonar Albus.
—Todavía lo quiero —lo corrigió Hedda con fiereza.
—¿Pero no lo suficiente como para seguirlo? —preguntó con astucia.
Hedda giró a mirarlo. Un destello escarlata opacó momentáneamente el azul de sus ojos. Albus no retrocedió. Se mantuvo tendido sobre sus manos, confiado. Una expresión desafiante tensaba de forma imperceptible los músculos del rostro de Albus, casi burlándose de ella. En el fondo, ambos sabían que Hedda no iba a lastimarlo.
—¿Realmente tienes que preguntarlo? —Hedda odió la fragilidad con que sus labios formularon la pregunta. Pero Albus seguía frente a ella inmutable, como el invierno mismo. Solo el brillo de sus ojos verdes delataba la tormenta que se sacudía dentro de él. Hedda no era la única que estaba sufriendo.
—No estabas en Hogsmeade cuando atacaron —susurró Albus, la implicancia de esa frase atravesándola como una maldición imperdonable.
—No sabía del ataque, Albus —gruñó ella, la indignación crepitando bajo su piel, el rojo de sus ojos intensificándose.
—¿Habría cambiado algo que lo supieras? —la estaba poniendo a prueba. Curvó una ceja altanera, a la espera de su respuesta. Casi podía oírse la magia crepitando entre ellos.
—Me habría quedado a tu lado, y lo sabes —dijo Hedda mostrando los dientes. Albus asintió.
—Quería escucharte decirlo —confesó. Fue como si la cuerda tirante que se había erguido entre ellos se aflojara de repente. Hedda fue consciente de que había estado conteniendo el aliento.
—Jamás los traicionaría. Jamás —susurró, más tranquila. El azul volvió colorear el iris de sus ojos.
Albus se enderezó, despegando las manos del suelo y estirando una hacia ella. La tomó de la mano. Hedda se la aferró con fuerza. La fría armadura que Potter había sostenido hasta entonces para protegerse se desmoronó. Pudo leer el miedo que lo había invadido hasta ese momento. Le aterraba la idea de que Hedda pudiese traicionarlo.
—Dijimos que sin importar lo que deparara la guerra, lo enfrentaríamos todos juntos, ¿recuerdas? —le dijo ella, un atisbo de sonrisa. Ella lo recordaba con claridad. Un juramento pronunciado bajo la sombra de un árbol, una tarde como esa, un año atrás.
—Recuerdo —dijo Albus, tragando pesadamente. Desvió la mirada de regreso hacia el frente, perdiéndose en el atardecer. —No puedo hacer esto sin ti. Sin todos ustedes —confesó roncamente.
—No tendrás que hacerlo —le aseguró Le Blanc. Pasaron los segundos.
—No vi venir el ataque —dijo Albus, revelándole aquello que turbaba su mente—. Me confié en que teníamos a los Hijos controlados… Vigilados. No lo vi venir.
—Nadie en la Hermandad lo vio venir —trató de consolarlo. Albus resopló.
—Yo tendría que haberlo visto —rumió las palabras enfurecido con sí mismo.
Albus se había vuelto arrogante durante los últimos años. Su éxito, su inteligencia y su habilidad natural para el combate lo habían llenado de falsa seguridad. Era la primera vez que el enemigo lo superaba, que lograba engañarlo. Y le dolía el ego a causa de ello.
—No puedo dejarlo pasar. Tiene que haber consecuencias —cuando volvió a hablar, su voz había recobrado la quietud del inverno—. Voy a necesitar de tu ayuda ahora más que nunca, Hedda.
—De acuerdo —aceptó Hedda con voz serena.
Han sido unas semanas de locos desde la última actualización. Para los que no saben, aquí en Argentina el rebrote de COVID ha golpeado fuerte al sistema de salud... He estado más ocupada de lo habitual (sí, soy médica). En medio del caos que es esta pandemia, escribir se ha vuelto una especie de refugio seguro para mí. Un lugar al que puedo acudir cuando todo se vuelve demasiado, cuando la realidad supera un poco la ficción.
Gracias a todos por acompañarme en este camino. Prometí que respondería reviews en este capítulo, y verdaderamente planeaba hacerlo, pero me he demorado tanto en actualizar que creo que valorarán más que suba el capítulo de una vez a que me demore varios días más escribiendo las respuestas. ¡Pero he leído todos y cada uno de sus mensajes! No se dan una idea de cuánto aprecio su apoyo.
A cambio, les dejo unas palabras sobre este capítulo. No sé si es que esta etapa del libro me encuentra en un momento particularmente sensible, pero escribir este capítulo ha sido muy removedor para mi débil corazón, jeje.
*Aquilanest: creo que se venía palpando en el ambiente que tendríamos una aparición más del Mago antes de que el libro terminara. Sus apariciones son fugaces, pero siempre nos traen MUCHO para analizar. Vemos un poco más de los planes de la Rebelión, y creo que también muestra al Mago un poco más humano, en el sentido de que no es infalible. Él también se equivoca, y planear un golpe de estado no es algo que se pueda hacer con liviandad y facilidad. Creo que este segmento responde a muchas de las dudas que me plantearon en los reviews, y nos da pie a los próximos planes de la Rebelión, y el destino de su Guardia.
*Neville: así es un poco como me imagino que fue la vida de Neville. Estoy convencida que tanto él como Harry sufrieron de Estrés Post Traumático después de la guerra, y salir adelante fue un proceso que les tomó años. Este fragmento rinde homenaje también a Minerva... Necesitaba darle un cierre al personaje, y reflejar un poco lo importante que había sido para Neville y Harry en la saga original. Y por supuesto, necesitaba una conversación entre ellos dos. Me planteé varios escenarios posibles para mostrar las consecuencias del ataque para Harry, la Orden y el Ministerio en general... Pensé en convocar una nueva reunión de la Orden, pero siento que habría sido algo poco original, ya que hemos tenido varias de esas a lo largo de los libros. También pensé en una charla entre Harry y Albus... Pero me pareció que Harry no compartiría información tan importante con su hijo... Finalmente, me decanté por un momento entre Harry y Neville, donde nos enteramos de algunas cosas importantes: por qué Hermione renuncia a su puesto, quién la reemplazará (CHAN!), el destino de los hermanos Fox... Y el pedido de Harry de que Neville acepte el puesto como Director del colegio.
Muchos me han comentado en los reviews sobre cómo Harry "deja" a sus hijos en Hogwarts con demasiada facilidad para atender otros asuntos. Y entiendo que puede haber parecido algo desprendido o poco afectivo de su parte. Pero primero, Hogwarts es uno de los lugares más seguros donde dejar a sus hijos. Segundo, al final de la batalla vemos esta "lucha interna" que tiene Harry entre lo que desea hacer y lo que debe hacer porque es un líder. Nada le habría gustado más que quedarse junto a sus hijos en ese momento, o ir a San Mungo con Ginny. Pero siempre ha sido el tipo de personaje que se sacrifica, y este momento no es otra cosa que un nuevo sacrificio de su parte, anteponiendo el bien de la mayoría por sobre su propia felicidad. Por cuestiones de practicidad a la hora de escribir, y de cosas que hacen a la "trama" de la historia, no puedo escribir la interacción o reacción de todos los personajes a todas las situaciones. Por ejemplo, por supuesto que cuando Harry acude a Hogwarts al funeral de Minerva visita a sus hijos en la Enfermería... Pero no lo incluyo en la historia porque no es verdaderamente relevante, ¿se entiende a lo que quiero llegar?
*El Trío de Camelot: Tengo que encontrarle un mejor nombre a estos tres, ¿no? Jaja. Bueno, voy a confesarlo. Jasper se ha convertido, a lo largo de este libro, en uno de mis personajes favoritos. Y verdaderamente disfruto mucho cuando escribo sobre ellos tres. Estoy satisfecha con la relación que han generado, y con cómo interaccionan entre sí. Este es un fragmento emotivo en muchos aspectos. Vemos de nuevo esta fragilidad que tiene Jasper, esta herida que no termina de sanar sobre su pasado y su familia... Y vemos cómo Wyde Goldstein, la persona que representaba el prejucio que había dentro de Camelot hacia el apellido Yaxley, finalmente le pide perdón, y hacen las pases.
*Hedda y Albus: esta era otra escena que todos sabíamos que vendría, ¿no? Quedó sobrevolando en el aire en el capítulo pasado cuando Albus insinúa que teme haber sufrido de varias traiciones... Primero confronta a Circe, y ahora finalmente a Hedda. Es una conversación fuerte, cruda y sincera, fiel a como siempre ha sido el vínculo entre ellos dos. Desde siempre, Hedda y Albus han hablado entre ellos con una complicidad y una crudeza especial. Son los más oscuros del grupo, y ella siempre ha sido quien mejor entiende a Albus... O quien mejor sabe acompañarlo en su oscuridad. Y es por eso que Albus se muestra tan duro con ella... Solo pensar que ella podría haberlo traicionado le resulta insoportable. Una vez más, el vínculo entre ellos no defrauda... Hedda sigue siendo la persona a quien Albus acude cuando está a punto de hacer algo controversial, porque sabe que ella lo apoyará.
Espero ansiosa sus opiniones y comentarios. ¡Queda muy muy poco para terminar la historia! (¿Dos capítulos creo? Tal vez tres...) ¡SI LLEGAMOS A LOS 800 REVIEWS ANTES DE QUE TERMINE LES REVELARÉ EL NOMBRE DE LA PRÓXIMA ENTREGA!
Saludos,
G.
