¡Holi!
Bueno, ha pasado casi un mes y tengo una explicación al respecto. Si me seguís por Instagram y por Twitter, argumenté que quería escribir los tres siguiente capítulos seguidos para ir publicándolos después cada dos semanas. Sin embargo, el siguiente capítulo me está quedando tan largo que veo que hasta mayo no actualizo todo, por esa razón creo que es momento de sacar al menos la primera parte de la batalla de Isla Mema. La buena noticia de todo esto es que seguramente en un par de semanitas tengáis el siguiente capítulo, lo que ya no sé es cuándo irá el tercero, pero creo que es momento de iniciar el tercer y último acto de Wicked Game.
Porque sí, amores, he decidido que de aquí hasta el final será el Tercer Acto de Wicked Game y preparaos porque se vienen curvas.
Estos capítulos me están llevando mucho trabajo, pero creo que la espera ha merecido la pena. O si no, esperad al siguiente capítulo que me tiene LIVING. Aprovecho para recordaros que, por favor, si tenéis la ocasión y las ganas me dejéis alguna review, porque de verdad que me dais la vida y que me encanta leeros y saber de vosotres. Por no mencionar que son numerosas las ocasiones en las que vuestras reviews me derriten el corazón y me sacáis alguna que otra lagrimilla.
Espero de corazón que estéis todes bien y que disfrutéis de la primera parte de las tres de esta batalla.
Os mando un abrazo enorme.
El plan era sencillo.
Demasiado sencillo, había querido matizar la propia Brusca tras escuchar la estrategia planteada por Hipo y Astrid en su primer concilio de guerra con las brujas del Nakk.
Pese a que no destacaba por ser una gran guerrera, Brusca era una vikinga acostumbrada a confrontar las cosas de frente. Sin embargo, la estrategia planteada por Hipo y Astrid presentaba una idea completamente distinta: infiltrarse en la isla para liberar a la población local que todavía vivía allí y derrocar a la Jefe actual. La ayuda de las espías de Iana fue imprescindible para comprender a qué escenario se enfrentaban. Isla Mema estaba en un estado decadente y sometida a la tiranía de Ingrid Gormdsen, quien al parecer mantenía una estrecha relación con Drago Bludvist, hasta el punto que permitía atracar su barco de prisioneros en el embarcadero de la isla. Se había corroborado que Le Fey y Thuggory habían estado recientemente en la isla, pero al parecer estaban atendiendo asuntos en el oeste del Archipiélago y no se sabía bien cuando tenían intención de regresar.
—Le Fey se aparecerá en la isla tan pronto sepa que estamos atacando Isla Mema —comentó Iana preocupada—. Si ella entra en el juego estamos jodidos.
—En realidad, lo que debe preocuparnos es que Le Fey no puede enterarse bajo ninguna circunstancia de que Isla Mema está siendo atacada —argumentó Astrid pensativa.
—Claro, porque la Reina del Salvaje Oeste no se va a enterar de que una de los puntos estratégicos más importantes del Archipiélago está siendo atacada por los fugitivos más buscados del Barbárico —apuntó Sylvie con sarcasmo.
Astrid se esforzó en no perder la compostura, pero resultaba evidente que la general del Nakk le sacaba de quicio a unos niveles preocupantes. No obstante, se esforzaba por mantener siempre un tono cortés con la bruja y no mostrar la ira que debía estar guardando para sí.
—Solo hay algo que a Le Fey le preocupa por encima de cualquier cosa y que es capaz de dejarlo todo para protegerlo.
—¿El qué? —demandó saber Estoico que se encontraba a su lado.
—Su aquelarre.
La reina y la general del Nakk jadearon escandalizadas, mientras que el resto de la salas las contemplaban claramente confundidos. Astrid carraspeó algo incómoda.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Hipo sin comprender qué estaba pasando.
—Ninguno de los presentes sabemos dónde se esconde el aquelarre de Le Fey, solo ella —señaló Sylvie horrorizada.
—¿Y qué hay de malo en eso? —cuestionó Alvin molesto por tanto dramatismo—. Es más, ¿por qué coño nunca dijiste nada, bruja? Quizás habríamos acabado mucho antes si nos hubieras contado dónde estaban sus brujas para matarlas nosotros mismos.
Astrid apretó los puños mientras tomaba aire profundamente. Estaba muy tensa, casi podría pensarse que estaba a punto de romper a llorar, y no fue capaz de pronunciar palabra. Hipo posó su mano contra su espalda y sus hombros se relajaron casi al instante.
—Para una bruja es inevitable no ser fiel a su aquelarre —defendió Iana sin dejar de mirar a la rubia—. ¿Podríais alguno de vosotros traicionar a un miembro de vuestra familia? Esto es lo mismo.
—Pero Astrid y Le Fey… —empezó a decir Brusca confundida.
—Una cosa es la reina y otra muy distinta el aquelarre —explicó Astrid con suavidad—. A veces se confunden, pero para mí jamás fueron lo mismo. Nunca tuve una buena relación con las brujas de mi aquelarre, pero llegué a considerarlas como mis hermanas porque eran la única familia que tenía. Es más, Sylvie estará de acuerdo conmigo que cuando te conviertes en general es imposible no preocuparse y sentir un vínculo especial con el aquelarre. Eso no desaparece nunca.
La general del Nakk asintió secamente con la cabeza.
—El poder de una reina se instaura precisamente en su aquelarre. No se puede ser reina sin un aquelarre —añadió Sylvie muy seria—. Tal vez si…
—¡No! —le cortó Astrid furiosa como si hubiera adivinado sus intenciones—. Descarta ese pensamiento de tu cabeza ahora mismo. Si esas son tus intenciones, prefiero que nos enfrentemos directamente contra Le Fey.
—¿Qué sucede? —preguntó Hipo confundido.
Iana soltó un suspiro y miró a su general con cierto reproche, aunque ésta no se dio por aludida.
—Si asesinamos a todo el aquelarre es probable que Le Fey pueda perder una gran parte de su poder —explicó la reina del Nakk.
Se hizo un silencio grave en la sala. ¿Cuántas brujas debían haber en ese aquelarre? Astrid jamás había hablado de números, pero por lo que Iana le había contado los aquelarres solían estar formados por centenares de brujas. ¿Cuán grande debía ser el aquelarre de Le Fey? La extensión de influencia y poder de la reina en el Archipiélago eran inmensos y, por la cara de Astrid, entendió que su aquelarre no debía ser precisamente pequeño. ¿Quería alguien de esa sala cargar realmente con el asesinato de esas brujas en su conciencia?
Era obvio que no.
—Podemos plantear un ataque para conseguir rehenes —sugirió Sylvie—. Podríamos incluso inutilizar la herrería y robar las armas y otros recursos.
Astrid asintió sin poder evitar una expresión de alivio.
—Puedo prepararte un listado de brujas que puedan interesarnos capturar.
No mencionaron lo que pasaría con las brujas del Nakk una vez que apareciera Le Fey en el ataque, pero todos entendieron que aquel asunto concernía únicamente a las brujas y a nadie más. En lo que respectaba a los humanos, el plan conllevaba de que debía ir muy poca gente. Hipo les había asegurado que su idea no iba funcionar si marchaban más de cinco personas y que, ante todo, no debían llamar la atención.
—Hablas como si ya hubieras decidido quién debería ir —cuestionó Camicazi con recelo.
—Pues la verdad es que sí que lo tengo bastante claro —ratificó Hipo—. Yo siempre he trabajado codo con codo con los Jinetes de Mema y no hay gente en la que confíe más que en ellos.
Todas las cabezas giraron hacia ellos tres. Debía haberse sentido halagada por el comentario de Hipo, aunque ella ya le había dicho —o más bien amenazado— que si se le ocurría llevar a cabo un plan de reconquista sin ella lo iba a descuartizar vivo. Se alegraba de la sensata decisión de Hipo, aunque por la mirada cómplice que le había lanzado Astrid comprendió que ella había tenido mucho que ver con dicha resolución.
—¿Vas a mandar a una desnutrida y a dos drogadictos a una misión de ese calibre? —preguntó Alvin escandalizado—. ¿Acaso queréis que os maten?
Los tres fueron a replicar ofendidos, pero Hipo alzó la mano para hacerlos callar.
—Todos hemos sufrido estragos con esta guerra, Alvin —razonó Hipo muy calmadamente—. Los Jinetes de Mema hemos servido Isla Mema desde la paz instaurada con los dragones. Gracias a nuestra intervención no solo hemos conseguido ganar los conflictos abiertos contra nuestra isla, sino que además hemos logrado la paz con tribus como la tuya o la de Dagur. Puede que estemos rotos, agotados y decepcionados —a Brusca no le pasó por alto que Hipo mirase de reojo a su primo—, y me duele que tampoco estemos todos. Faltan muchos jinetes, algunos se encuentran en Mema, otros están bajo la influencia de Le Fey y otros… bueno, otros ya no están —Brusca sintió a Mocoso removerse a su lado y, por la tensión de su cuello, parecía que estaba esforzándose por no venirse abajo—. Les confiaría mi vida, Alvin. Otra cosa es que ellos confíen en nosotros.
Hipo se volteó entonces hacia ellos, expectante por su respuesta. Brusca intercambió una mirada rápida con su hermano y sintió que el nudo de su estómago se deshacía ligeramente al adivinar enseguida su decisión. Chusco se levantó.
—Yo no entiendo bien todo ese rollo de la magia y demás, pero yo voy a muerte contigo, tío —le aseguró su gemelo.
Hipo sonrió y asintió agradecido con la cabeza.
—Teniendo en cuenta que llevo pidiendo esto desde hace semanas, no voy a ser tan imbécil como para echarme atrás ahora —argumentó Brusca—. No voy solo a muerte con vosotros dos, haré todo lo que haga falta para patearle el culo a Le Fey y recuperar lo que es nuestro.
La sonrisa de Hipo se anchó y Astrid lucía orgullosa por sus palabras. Sin embargo, la tensión en el ambiente fue palpable cuando le tocó hablar a Mocoso. El vikingo fulminaba a Hipo con la mirada, aunque éste procuraba sostenerla con la mayor tranquilidad posible. Se levantó de su silla y entonces se inclinó ligeramente hacia ella para susurrarle al oído.
—¿Sigue en pie nuestro trato?
Brusca tuvo que detener el hormigueo de su brazo para no golpearlo. Los demás parecían extrañados por la interacción entre ellos, por lo que Brusca se vio obligada a actuar.
—Él se apunta también.
Astrid frunció el ceño. Era obvio que se olía algo raro.
—¿Estás seguro, Mocoso? —preguntó Hipo sin evitar la desconfianza en su voz.
—Tan seguro como lo estás tú —señaló el vikingo volviéndose a sentar.
La reunión se dio por finalizada y Brusca quiso salir por patas para huir de Astrid, pero la bruja era mucho más rápida que ella y se interpuso rápidamente en su camino.
—¿Qué te ha dicho? —demandó saber muy seria.
—Nada.
—Brusca…
—Es algo entre él y yo —le aseguró la vikinga procurando mantener la firmeza en su voz—. Ya sabes como es. Se ha vuelto un tipo un tanto excéntrico.
Astrid estrechó los ojos desconfiada.
—Después de lo que te hizo no veo razón para que lo defiendas.
—Me pidió perdón, As —argumentó Brusca algo impaciente—. Prefiero ser rencorosa con quien realmente lo merezca. Además, sabe que no tiene ninguna posibilidad conmigo y le necesitamos.
—En eso yo no estoy de acuerdo, pero me temo que, por mucho que insista, Hipo tampoco cambiará de parecer —condenó Astrid con frialdad—. Sé que se lo ha pedido ha sido para encerrar el hacha de guerra con él, pero no creo ni por asomo que Mocoso esté en condiciones para afrontar una misión como esta.
—¿Y nosotros sí? —replicó Brusca a la defensiva.
Astrid estudió su rostro con una expresión tan seria que la intimidó.
—Mocoso está lleno de odio y rencor hacia Hipo e incluso hacia mí. No hay nada más impredecible que una persona que no sabe canalizar su propia ira, así que dudo mucho que Mocoso pueda aportarnos algo más que no sean problemas.
A Brusca le hubiera encantado encontrar la forma de defender a Mocoso, pero Astrid había acertado de lleno con él. El vikingo estaba convencido de que quería recuperar la espada de su padre y no habría forma de cambiarle de parecer. Es más, temía que la misión fuera a peligrar precisamente por querer darle prioridad a una estúpida espada que a recuperar Isla Mema. ¿Pero qué podía hacer ella? Mocoso estaba en estado muy inestable y temía que fuera a hacer alguna tontería si lo delataba. Y, lo que es peor, estaba convencida de que Astrid no iba a ser indulgente con él si descubría que sus fines eran totalmente egoístas. Pero Mocoso conocía Isla Mema tan bien como el resto y su aporte ante una posible batalla valía como el oro.
—Yo me encargaré de que cumpla con su cometido —prometió Brusca—. No nos dará problemas, lo prometo.
Astrid puso los brazos en jarras. Parecía decepcionada y eso le dolió casi tanto como si le hubiera dado una bofetada.
—No prometas algo que sabes que no puedes cumplir —concluyó la bruja antes de retirarse.
Durante los siguientes días, Brusca se concentró en preparar los suministros para el viaje a Mema. Se había decidido que, pese a que los Jinetes fueran a ser los que procedieran a cumplir con la misión, habría una partida que quedaría a la retaguardia por si la cosa se ponía fea. La partida la formarían Estoico, Alvin, Camicazi y un grupo reducido de hombres y mujeres con fuerzas para luchar. Fue durante esos días también cuando dieron comienzo los entrenamientos para las brujas.
Brusca siempre había disfrutado con ser testigo de una buena pelea.
Ella, por supuesto, siempre estaba entre el público animando a su apuesta ganadora y gritando como una posesa y eso que ella jamás había tenido grandes aspiraciones para controlar el arte del combate ni se había esforzado en aprender más allá de las nociones básicas para defenderse y coger un arma.
Sin embargo, cuando vio por primera vez a Astrid peleando con una bruja, sintió por primera vez el impulso de querer aprender a pelear como lo hacía ella.
Brusca tenía la noción de que Astrid era muy buena combatiendo y que podía llegar a ser una bestia si se lo proponía —había visto con sus propios ojos cómo casi había arrancado el dedo a un tipo sin despeinarse y había hecho sudar a Thuggory en un combate cuerpo a cuerpo—, pero verla pelear con otras brujas… era un auténtico espectáculo. Iana había pedido que Astrid liderara el entrenamiento para preparar a sus brujas para el conflicto contra las brujas de Le Fey. Astrid se mostró insegura ante la petición.
—No sé si será buena idea, a tu general no le va a gustar nada que yo me meta en el entrenamiento de su ejército.
—¡Oh! A Sylvie será la primera a la que harás morder el polvo, estoy segura de ello.
—No lo decía por eso —replicó Astrid torciendo el gesto.
Brusca comprendió un rato después a qué se refería la bruja. Astrid era muy impopular entre las brujas del Nakk. Al parecer, solo Iana toleraba bien su presencia, pero el resto se dedicaba a asesinarla con la mirada y a bisbisear a sus espaldas en un idioma que Brusca no podía entender. Por esa razón, ante la posibilidad de darle una paliza sin sufrir las consecuencias, todas las brujas que se enfrentaron cuerpo a cuerpo contra Astrid lo hicieron con todas sus fuerzas. La bruja era rápida, más de lo que cualquiera de ellas hubiera esperado, y sabía dónde había que golpear para dejar a las más despistadas inconscientes en cuestión de segundos. ¿Y qué decir cuando había un arma de por medio? Astrid sabía manejar prácticamente cualquier tipo de armamento y parecía que todas ellas se convertían en una extremidad más de su cuerpo cuando las sostenía en sus manos. Ninguna de las brujas del Nakk, por muchísimo que lo intentara, había conseguido herir a Astrid. Es más, Brusca estaba convencida de que la bruja se estaba conteniendo para no hacerles demasiado daño en sus contraataques.
Los entrenamientos de las brujas captaban la atención de los refugiados y era habitual que hubiera público cada vez que Astrid se enfrentaba a alguna de las brujas del Nakk. Hipo pasaba por allí de vez en cuando, aunque se encontraba la mayor parte del tiempo en la herrería improvisada que se había construido para crear armas y tener espacio para sus inventos. Algunas de las brujas del Nakk trabajaban con él y Heather también deambulaba por allí de vez en cuando a petición de Astrid; quizás con la esperanza de que por fin pudiera sacar partido a su don para manipular el metal, aunque no se le había visto especialmente entusiasmada.
La primera semana desde que Hipo y Astrid habían vuelto transcurrió más o menos rápida, pero Brusca no hizo nada más allá que fuera de sus tareas habituales y, con la llegada del aquelarre del Nakk, el improvisado hospital de campaña que habían levantado a causa de la batalla en la Isla de los Marginados se cerró gracias a la intervención de las brujas sanadoras del Nakk. Brusca se vio de repente muy ociosa y la inactividad le ponía más ansiosa que otra cosa.
—¿Por qué no ayudas a Hipo a desarrollar algunos de sus inventos? —le sugirió Astrid cuando Brusca le explicó su situación.
—¿Y por qué no me enseñas a pelear como haces con las brujas? —replicó Brusca irritada.
Brusca pensó que Astrid pondría los ojos en blanco y se negaría en rotundo, pero le sorprendió quedándose pensativa.
—La verdad es que a algunos no os vendría de más un entrenamiento intensivo —argumentó la bruja.
Brusca no tardó en arrepentirse de haber implantado tal idea en la cabeza de Astrid. Tras discutirlo con los jefes e Hipo, se decidió que cualquiera que se ofreciera voluntario se le entrenaría para el combate, ya no solo por la propia Astrid, sino también por Alvin y Estoico. Brusca había conseguido convencer a su hermano para unirse a los entrenamientos, pero le sorprendió gratamente encontrarse con Mocoso entre los voluntarios también. Hipo también se unió a ellos, aunque al parecer estaba allí en contra de su voluntad y no lucía muy contento.
—Ninguno habéis entrenado con Astrid —dijo Hipo cuando Brusca se burló de su expresión mustia.
—¡No será para tanto! —exclamó Chusco en tono jocoso.
—No diréis luego que no os he avisado —le aseguró Hipo sacudiendo los hombros.
Todos tuvieron que tragarse sus palabras cuando, efectivamente, Astrid demostró ser una auténtica tirana. Les hizo correr, saltar y hacer toda clase de flexiones hasta que sus músculos ni siquiera pudieron reaccionar a las órdenes de su cerebro. Irónicamente, el único que salió más o menos bien parado de los entrenamientos fue Hipo y no por ello sudó menos que los demás. Mocoso tuvo la osadía de quejarse de que aquel entrenamiento era una estupidez y que lo que realmente necesitaban era coger de nuevo los hábitos de combate. Si aquel comentario molestó a Astrid fue difícil saberlo, pues la bruja dibujó una sonrisa radiante que desconcertó a todo el mundo y desafió a Mocoso que, si en tan buena forma se encontraba, seguro que no tendría problemas en pelear cuerpo a cuerpo contra ella.
—¿Y qué gano yo con todo esto? —replicó Mocoso con cierto recelo.
—Dejaré que seas tú quien se encargue de organizar los entrenamientos —le ofreció Astrid sin perder la sonrisa—. Estoy segura de que te encantaría tener el control de todo esto, ¿a que sí? Para conseguirlo, solo me tienes que neutralizar contra el suelo —los ojos de la bruja se ensombrecieron de repente—. Sin embargo, si gano yo, darás veinte vueltas corriendo a la isla sin detenerte a descansar.
Mocoso palideció. Estaba claro que tenía todas las de perder y Brusca tenía la esperanza de que no fuera tan gilipollas como para aceptar ese desafío.
—Mocoso —intervino Hipo con tono prudente—. Yo si fuera tú no lo haría. No tienes ninguna posibilidad contra ella.
Por lo visto, el comentario de su primo consiguió el efecto contrario a lo que pretendía Hipo, porque fue todo lo que Mocoso necesitó para crisparse él solo y aceptar el reto de Astrid. Aquel combate cuerpo a cuerpo levantó cierta expectación y Brusca observó cómo Hipo le susurraba algo a Astrid al oído, a lo que la bruja respondió con una mueca. El joven se colocó a su lado para observar el combate y Brusca no pudo evitar la tentación de preguntarle qué le había dicho a la bruja. Hipo dio un largo suspiro.
—Solo le he dicho que fuera rápida y que procurara no humillarlo —comentó él frustrado—. Para estas cosas, Astrid es un poco rencorosa y la conozco lo suficiente como para saber que si no le paro los pies es capaz de hacer lo que sea para dejar a Mocoso en muy mal lugar.
Brusca arrugó el gesto.
—No tenías que haberle dicho nada a Mocoso —le advirtió la vikinga.
Hipo la observó sin dar crédito.
—¿Pretendes decirme que todo esto es culpa mía?
—Sabes de sobra que cualquier cosa que salga de tu boca solo consigue enfadarlo más. Siempre va hacer lo contrario a lo que tú le digas —explicó Brusca con impaciencia.
Hipo se llevó la mano a su pelo para echárselo hacia atrás.
—Es muy difícil tratar con alguien que se siente atacado por cualquier cosa que diga —musitó Hipo agotado—. No quiero estar mal con él, pero empiezo a cansarme de que me culpe a mí de todo.
Observaron cómo Astrid se sujetaba su corta melena en un medio recogido mientras que Mocoso realizaba unos estiramientos muy pocos necesarios.
—Todos perdimos algo aquel día, Hipo —señaló Brusca con tristeza.
Hipo tragó saliva.
—Lo sé.
—Pero tampoco creo que sea culpa tuya o de Astrid —le aseguró la vikinga—. Todo fue cosa de Le Fey y hay gente a la que todavía le cuesta procesar todo este tema de las brujas y la magia.
—Lo sé —repitió Hipo menos convencido.
Brusca buscó su mirada.
—Dudas, ¿por qué?
—Porque temo que sea precisamente esa la razón por la que todo el mundo culpa a Astrid —expresó Hipo preocupado mientras forzaba una sonrisa cuando la bruja le hizo un gesto a lo lejos de que iba a dar comienzo el combate—. Ojalá todos supieran cómo es ella realmente.
—Ella tendría que esforzarse un poco en ser más amable y abierta con los demás, ¿no crees?
—Ella es amable cuando quiere serlo —la defendió Hipo con las mejillas ligeramente ruborizadas—. El problema es que es muy desconfiada. No puede evitarlo.
Brusca torció el gesto. Aunque apreciaba a Astrid con todo su ser y la consideraba su mejor amiga, no cabía duda que Heather y Camicazi habían implantado la duda en ella. Antes de marcharse a lo que fuera que tenían que hacer en los confines del Archipiélago, Astrid se había distanciado de todo el mundo, incluida de Hipo. Brusca había intentado hablar con ella, pero la bruja le había asegurado que estaba perfectamente. Tras su regreso, lo que fuera que había estado perturbando a Astrid parecía haber desaparecido o, al menos, a primera vista. Cuando no estaban trabajando cada uno en sus cosas, siempre se les veía juntos y acaramelados. No obstante, Astrid no había dado indicios que le fuera a contar nada de lo que había sucedido y ella, visto lo visto, no había querido meter sus narices en sus asuntos pese a que se moría de ganas de hacerlo.
Sintió una mano ardiente sobre su hombro y Brusca salió de sus pensamientos para encontrarse con una expresión comprensiva de Hipo.
—Pronto lo sabrás todo, te lo prometo. Creo que por fin está preparada para contarlo todo —le aseguró el vikingo.
—¿Contarnos el qué?
Pero Hipo apartó su mano para centrarse en el combate que acababa de comenzar. Brusca llevó la suya sobre su hombro y notó alarmada que la tela de su túnica estaba caliente justo dónde Hipo la había tocado. Miró a Hipo extrañada, ¿acaso él también tenía cosas que ocultar?
Mocoso duró poco más de un minuto contra Astrid y tuvo la suerte de que la bruja fue lo bastante benevolente como para no romperle el brazo cuando se lo retorció contra su espalda. Las risas fueron significativas y hubo bastantes personas que alabaron la destreza de Astrid. Sin embargo, tan pronto soltó el brazo del vikingo, Astrid le ofreció su mano para levantarse. Mocoso observó su mano durante cinco largos segundos y Brusca temió que fuera a rechazarla, pero entonces Astrid pareció susurrarle algo que le convenció para aceptarla.
Esa misma noche, después de la cena, Estoico se acercó a los Jinetes para pedirles que, por favor, les acompañara. Brusca pensó que la reunión tendría algo que ver con el ataque contra Isla Mema, pero le extrañó que cuando entraron en la sala se encontraron únicamente con Hipo y con una Astrid que lucía especialmente nerviosa. No había rastro ni de Alvin, de Camicazi o de Iana.
—¿Ocurre algo? —preguntó Mocoso consciente de que aquel escenario no era normal.
—Hay algo que tenemos que contaros —explicó Hipo con un tono afable—. Hemos creído que sería más fácil si os lo contábamos a todos juntos.
Hipo tomó la voz cantante, siempre mirando de reojo a Astrid quien asentía o respondía con monosílabos para apoyar el relato de su novio. Brusca no recordaba ver a Astrid tan nerviosa y solo los miró directamente cuando Hipo soltó la bomba de que Astrid, al parecer, había nacido en Isla Mema y era miembro de la familia Hofferson. Todos soltaron una exclamación de sorpresa. ¿Quién no había oído hablar de la familia Hofferson? Thror Hofferson era una leyenda entre los vikingos de Mema y su hijo, Finn Hofferson, había sido exiliado de la isla cuando eran pequeños.
—¿Eres la hija de Thror Hofferson? —preguntó Mocoso incrédulo.
—En todo caso su nieta, palurdo —le corrigió Astrid irritada—. Thror solo tuvo dos varones gemelos. Mis padres eran Eyra y Erland Hofferson.
El nombre de Eyra le resultó familiar y, por suerte, Chusco tenía mejor memoria que ella.
—¿No era Eyra Hofferson la mejor amiga de mamá? —le susurró su hermano al oído.
Sin embargo, el que más desconcertado y sorprendido lucía de todos era indudablemente Estoico. Se había quedado muy pálido y no apartaba sus ojos de Astrid, quien claramente lucía violenta e incómoda por verse tan observada. Hipo también se veía repentinamente tenso por el silencio de su padre.
—¿Tú eres Astrid… Hofferson? —consiguió preguntar Estoico en un hilo de voz—. ¿La pequeña Astrid?
La bruja asintió titubeante con la cabeza.
—Yo… —miró a Hipo y luego volvió a mirarla a ella—. Yo te sostuve más veces de las que puedo ahora mismo contar. Eres una preciosidad de niña, de esas que nunca lloraban —se llevó su mano a la boca para contener lo que parecía un sollozo—. ¡Por Odín! Querría cuestionarte, pero ahora que lo pienso sí que te pareces mucho a tu abuela, aunque tienes los ojos de tu padre. El azul de los Hofferson. ¿Cómo no he podido verlo antes?
Astrid se puso a parpadear rápidamente mientras sus mejillas se cubrían con un fuerte rubor. Hipo se inclinó angustiado, pero ella murmuró algo en una lengua extraña y él se redujo a coger de su mano.
—No… no os estoy pidiendo que me aceptéis como una más de vuestra tribu —balbuceó Astrid—. Soy consciente de lo que soy, pero… he estado buscando toda mi vida algo que, al parecer, lleva tiempo delante de mis narices. Solo quiero que comprendais que no quiero recuperar Isla Mema solo por arrebatarsela a Le Fey… Digamos que se ha vuelto una causa muy personal.
—Pero no queda nada de los Hofferson en Mema. Finn Hofferson se encargó de ello cuando lo exiliaron —comentó Mocoso con el ceño fruncido y tanto Hipo como Astrid se tensionaron al escuchar ese nombre—. Además, ¿qué pruebas hay de que ella es una Hofferson? Sí, ya, que Estoico dice que se parece a unas personas que no hemos visto en nuestra puta vida y cualquiera en el Archipiélago tiene ojos azules. Yo creo que esto es una trola para que nos hagas creer de que puedes pertenecer a una tribu a la que jamás pertenecerás.
Brusca le dio un codazo tan fuerte en las costillas a Mocoso que casi lo tiró de la silla. ¡Había que ser un auténtico cabrón rencoroso para hablarle así a alguien! Astrid, sin embargo, se mantuvo firme mientras sostenía la mano de Hipo con tanta fuerza que los nudillos se le habían quedado blancos. Hipo, por su parte, estaba furioso, tanto que parecía soltar chispas. Estoico seguía con los ojos clavados en Astrid, probablemente buscando más similitudes con aquellas personas que solo él había conocido. La bruja tomó aire profundamente y dijo:
—Hay dos personas que pueden ratificar mi identidad.
—¿Ah sí? ¿Quienes? —le desafió Mocoso frotándose la zona en la que Brusca le había golpeado.
—Una es Gothi. Ella era la tía carnal de Eyra y estoy casi convencida de que ella sabe quien soy —contestó Astrid.
—¿Y cómo puedes estar tan segura si sigue dormida? —cuestionó Chusco arrugando la nariz.
Brusca le propinó un pisotón a su hermano para que cerrara la bocaza, pero eso no había impedido que Astrid se viera de repente más deprimida. Con la llegada de Iana a la isla, Astrid le había preguntado si había posibilidad de despertar a Gothi con su ayuda, pero la bruja le argumentó que la maldición a la que le había sometido Le Fey era demasiado poderosa, incluso para una reina como ella, y se requería un conocimiento en medicina mágica que iba más allá de los que ella o cualquiera de su aquelarre poseían.
—¿Qué ganáis cuestionando la identidad de Astrid? —preguntó Hipo a la defensiva.
—Molestarte, claramente, porque cuando se trata de ella nunca atiendes a razones —escupió Mocoso asqueado.
—Ella tiene nombre —intervino Astrid molesta—. Os estoy contando esto no porque necesite vuestra amistad, sino porque creímos conveniente que lo supierais. ¿Que no te aporta una mierda? Pues ya sabes donde está la puerta.
—¡Tú fuiste la última en venir! —replicó Mocoso levantándose de un salto rabioso.
Astrid, en cambio, mantuvo un semblante frío y tranquilo.
—Y tú fuiste el primero en largarte.
Como era de esperar, aquello le sentó a Mocoso como una patada en el estómago. Brusca se esforzó en evadir su mirada, sobre todo porque no podía estar más de acuerdo con Astrid. El vikingo hizo un amago de marcharse, pero la vikinga cogió de su túnica y le obligó a sentarse de nuevo en su sitio.
—¡Déjame en paz! —gritó Mocoso furioso.
—Por una vez en tu puta vida te vas a enfrentar a los problemas —le advirtió Brusca con dureza—. Y eso conlleva a oír cosas que no te gustan escuchar.
—No creo que…
—Mocoso —volvió a cortarle Brusca perdiendo ya la paciencia—. Sabemos lo mal que lo has pasado, ¿pero crees que eres el único que sufre aquí? Esta tía que ves aquí —Astrid alzó una ceja cuando la señaló—, tiene traumas y ha pasado por lo indecible, ¿sabes? Y sí, no niego que es un poco perra cuando se lo propone, pero si está aquí hoy es porque se está esforzando en ser mejor. Así que agradecería que, al igual que los demás te hemos dado una oportunidad, tú hagas lo mismo con ella.
Brusca lo había acorralado en un rincón del que sabía que no podría escapar. No sintió el más mínimo remordimiento aún cuando Mocoso lució dolido por recordarle que si él estaba allí hoy se debía porque ella había sido quien le había dado la oportunidad que, en el fondo, sabía bien que no se merecía. Había aceptado el estúpido chantaje de Mocoso por pura necesidad y aborrecía la posibilidad de que la misión fuera a peligrar por culpa de su capricho. Es más, había mentido a Astrid por él y se odiaba por ello. Sin embargo, aunque Colmillos aún no quería saber nada de él y solo accedía a volar con ella, Mocoso no dejaba de ser un jinete de Mema. Su ayuda era imprescindible para recuperar Isla Mema, por muy poca gracia que le hiciera a Brusca.
—¿Quién es la segunda persona? —preguntó Estoico para cambiar de tema.
—Creo que es evidente —dijo Astrid—. Finn Hofferson me confundió con su madre las dos veces que nos hemos visto. Cuando estuvimos en la Isla Berserker…
Estoico dio un puñetazo en la mesa que los sobresaltó a todos.
—¡¿Os encontrasteis con Finn Hofferson en la Isla Berserker?! —Hipo y Astrid se hundieron en sus asientos ante los gritos del Jefe—. ¡¿Por qué demonios no me dijisteis nada?! ¡Os dije que era un loco!
—En nuestra defensa diré que él nos encontró a nosotros y no al revés —se excusó Hipo nervioso.
—¡Como si eso fuera un consuelo! —exclamó Estoico furioso.
—De todas formas, ¿Finn Hofferson no perdió la chaveta hace años? —preguntó Chusco sin comprender a qué venía tanto melodrama.
Astrid suspiró.
—Más que loco, es más bien un borracho gilipollas —señaló la bruja.
—Muy fidedigno, vamos —apuntó Mocoso con sarcasmo.
La bruja puso los ojos en blanco, pero no replicó. Raspó la madera de la mesa con sus uñas para distraer su mente de los fantasmas que la azotaban. Astrid nunca había sido una persona abierta y Brusca comprendía que todo aquello no debía ser nada fácil para ella. La vulnerabilidad no era algo que solía mostrar la bruja y Brusca admiró su capacidad para mantener la compostura. La vikinga no era tampoco frágil, pero no estaba segura de que ella pudiera tener la entereza que Astrid les estaba demostrando, eso sin mencionar de que estaba convencida de que no les estaba contando todo.
A petición de la bruja, todos acordaron mantener en secreto la identidad de Astrid. No quería ser fuente de más cotilleos y no deseaba volver a sacar el tema al menos hasta después de la batalla de Isla Mema. Estoico, sin embargo, parecía de repente mucho menos tenso cuando estaba cerca de Astrid. La bruja y ni siquiera el propio Hipo parecieron percatarse de ello, pero Brusca caló que su expresión se había suavizado de repente y ahora observaba a la pareja con más fascinación que otra cosa.
Heather también parecía haber cambiado repentinamente de actitud al poco de regresar Hipo y Astrid. Apenas se le veía el pelo y las pocas veces que se cruzó con ella fuera de la herrería parecía tener la mente muy lejos de todo. Al menos parecía que su trabajo con la fabricación de armas estaba dando sus frutos e Hipo parecía contento con su aportación. Sin embargo, apenas hablaba con nadie, aunque parecía que volvía haber un acercamiento con Astrid y, para sorpresa de todos, con Camicazi también. Astrid arrugó la nariz cuando las vio un día juntas y acarameladas en el comedor.
—¿Te molesta? —preguntó Brusca extrañada por su actitud, sobre todo porque Astrid no daba la impresión de ser contraria a las relaciones del mismo sexo cuando ella había admitido que había mantenido relaciones de esa naturaleza.
—No es lo que piensas —señaló la bruja con tono cansado—. Conozco bien a Heather y sé que está usando a Camicazi como vía de escape.
—¿Vía de escape? —repitió la vikinga sin comprender.
La bruja hundió sus hombros.
—A veces utilizamos a otros para escapar de una realidad que no queremos aceptar —argumentó Astrid—. Lo que no nos damos cuenta es cuánto daño podemos llegar a causar por comportarnos así.
—Astrid, ¿qué ha pasado? —preguntó Brusca desconcertada por sus palabras.
Estaba casi segura de que la bruja no le diría nada, pero le sorprendió contándoselo todo. Todo el mundo sabía que Dagur había tenido una hermana más pequeña, aunque había muchas versiones de lo que había pasado. Heather había sido producto del segundo matrimonio de Oswald el Agradable. Se contaba que la madre de Heather, una tal Lady Sif, era una bella dama de cabellos oscuros proveniente del continente, aunque otros decían que era de una isla cercana a Beren. Oswald había amado a su primera esposa, Dahlia, pero ésta había fallecido a causa de epidemia de gripe a los dos años de haber dado luz a Dagur y el Consejo Berserker, dada la juventud de su Jefe, forzó a Oswald a contraer nupcias de nuevo. Aunque a primera vista aquel enlace pareció muy beneficioso y Lady Sif había cogido fama por su gran belleza, la realidad era muy distinta entre las cuatro paredes de la casa del Jefe Berserker. Brusca se había enterado por Camicazi que Lady Sif había maltratado a Dagur a espaldas de su padre y el resto de la tribu, aunque era un tema muy delicado del que Dagur raramente hablaba. También se decía que Oswald y Lady Sif no podían ni verse y que invertían más tiempo en gritarse el uno al otro que en tener más descendencia. Heather había sido el único bebé que había nacido de aquel enlace y, pese a que la niña había nacido sana como una manzana, aparentemente falleció a los pocos meses de venir al mundo. Se decía «aparentemente» puesto que el bebé había desaparecido de la noche a la mañana de la cuna y, tras una intensa búsqueda por todo el Archipiélago, se dio a la niña por muerta. Brusca había oído aquella historia y hacía años no había dudado por un solo instante que todo había sido cosa de Dagur, quien movido por los celos había decidido tirar a la niña al mar. No obstante, la historia que le contó Astrid contaba con muchísimo más sentido y le consolaba que Dagur nunca hubiera realizado tal desquiciado acto.
—¿Crees que Le Fey te robó a ti también? —cuestionó Brusca, aunque enseguida se arrepintió de haber seguido el impulso de realizar tal pregunta.
Astrid no levantó la vista de su plato de gachas por un rato hasta que dejó la cuchara a parte y soltó un largo resoplido.
—No sé cómo acabé en el aquelarre, Brusca —explicó Astrid—. Sé… sé que hubo una especie de acuerdo por parte de… —la bruja frunció los labios y apretó su puño con tanta fuerza que se quedó blanco—. No era una niña deseada por todos los miembros de la familia Hofferson.
Brusca parpadeó sorprendida por su confesión.
—¿A qué te refieres?
Astrid sacudió la cabeza y arrastró su silla hacia atrás.
—Acabo de recordar que tengo que matizar un asunto con Iana para el ataque contra el aquelarre, discúlpame.
—¡Astrid, espera!
Pero la bruja ya se había levantado y había dejado su plato de gachas prácticamente intacto. Aquel día, Brusca se dedicó a sus tareas mucho más malhumorada de lo normal y cuando pasó por la herrería a recoger las armas para llevarlas a la armería, Hipo detectó enseguida su mal humor.
—¿Qué te ha pasado que estás con el morro torcido?
Hacía un calor sofocante en la herrería, pero Hipo parecía el único ajeno a él. Aún estando sudoroso, parecía cómodo en aquel lugar con el aire tan cargado y caliente. Llevaba una túnica remangada hasta los codos y cargaba con una sola mano con un martillo que debía pesar tanto como la propia Brusca. Nunca le había prestado mucha atención a Hipo y sus trabajos en la herrería, pero se sintió sumamente escandalizada consigo misma por encontrarle atractivo al verle empapado de sudor. Las brujas que lo rodeaban estaban vestidas con túnicas de manga corta hechas con la misma tela color verde de los vestidos que solían llevar habitualmente. Todas llevaban el pelo muy recogido para que no les molestara mientras trabajaban. Incluso estando cubiertas de sudor y hollín todas se veían increíblemente hermosas y esbeltas. ¿Cómo demonios lo hacían?
—No es nada, me he pasado de indiscreta con Astrid y creo que está molesta conmigo —señaló la vikinga.
Hipo alzó una ceja.
—Dudo mucho que eso sea así —le aseguró el vikingo.
Brusca sacudió los hombros queriendo quitar hierro al asunto, pero Hipo no parecía en absoluto convencido.
—No te lo tomes como algo personal —le aseguró Hipo.
—No lo hago —replicó ella azorada—, pero me gustaría poder hacer algo de utilidad en lugar de molestarla con mi bocaza.
Hipo se rió por su comentario y Brusca le fulminó con la mirada.
—Brusca, no serías tú si no fueras una bocazas y, honestamente, creo que Astrid te aprecia precisamente porque no tienes pelos en la lengua —argumentó Hipo con simpatía—. Ella ha sufrido unas semanas muy difíciles y sé que no es la más abierta de todos, por eso es mejor que se tome sus tiempos y dejarla estar. Es más, estoy seguro de que cuando vuelvas a verla estará como siempre.
Y no se equivocaba.
A las pocas horas, volvió a toparse con Astrid antes de cenar y le preguntó con una amplia sonrisa si quería sentarse con ella y con Iana. Brusca no pudo rechazar esa propuesta, sobre todo porque le encantaba escuchar hablar a la reina del aquelarre del Nakk. Desde que habían llegado de improviso a la isla del Vindr, Iana había conquistado a todos los refugiados con su labia y sus divertidísimas anécdotas. Eso por no mencionar que era una de las mujeres más bellas que había conocido nunca. Su piel era casi tan oscura como la noche, sus ojos eran de un precioso tono almendrado y su cabello azabache era muy voluminoso debido a sus bellos tirabuzones. Resultaba increíble que aquella bruja hubiera conectado tan bien con alguien tan frío y arisco como Astrid, pero ni siquiera ella podía resistirse al buen humor de la reina. Hacían buen equipo y no cabía duda que Iana tomaba en mucha consideración la opinión de Astrid casi tanto como la de sus propias brujas, quienes no veían a la antigua general de Le Fey con los mismos buenos ojos que su reina.
—¡Oh! ¿Vienes acompañada hoy? —preguntó Iana cuando las vio acercarse y le regaló una sonrisa que hizo que le temblaran las piernas—. Brusca, ¿no?
¡Por Loki! ¡Sabía su nombre!
—S-sí —balbuceó tontamente.
Astrid le dio un suave codazo para que se calmara y la invitó a sentarse frente a la reina. Brusca pensó que Astrid e Iana se pondrían a parlotear en la lengua de las brujas, pero agradeció enormemente cuando se pusieron a charlar en nórdico sobre el avance de los entrenamientos de las brujas. Resultaba fascinante escucharlas hablar con tanta soltura de magia, conjuros, planes de ataque y posibles estrategias que el aquelarre de Le Fey podían tomar. Astrid mostraba una clara preocupación, temerosa de que pudieran ocasionarse demasiadas bajas, pero Iana insistió que debía confiar en la estrategia fijada y que sus brujas estaban más que preparadas para afrontar un ataque como aquel. De ahí que Iana cambiase rápidamente de tema y se focalizara, por alguna razón inexplicable, en Brusca.
—¿Y qué hay de ti? —preguntó Iana con curiosidad—. ¿Cómo has acabado aquí?
Brusca tragó saliva.
—Huí de Isla Mema cuando tuve la oportunidad —explicó la vikinga algo nerviosa.
Astrid frunció el ceño y a Brusca no le extrañaba, nunca había sido tan escueta en sus respuestas, pero temía pasarse de charlatana con Iana y deseaba dar una buena impresión.
—Brusca es una de los Jinetes de Mema. Nos ayudó a escapar cuando Le Fey tomó el control en la boda —añadió Astrid con un orgullo que la hizo ruborizar—. Ella y su hermano tienen unas dotes fantásticas para destruir cosas.
Iana arqueó las cejas con una sonrisa divertida.
—Me gustaría verlo —comentó la reina—. ¿Nunca has pensado en bautizarte?
Se hizo un silencio incómodo en la mesa y Astrid la miró interrogante. Brusca apartó la mirada avergonzada.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Astrid a Iana al ver que Brusca no le daba ninguna respuesta.
—¡Ah! Bueno, soy un poco nueva en esto, pero al parecer las reinas podemos saber qué mujeres están marcadas por Freyja —argumentó Iana azorada.
Brusca sintió una mano en su hombro y giró la cabeza para encontrarse con los profundos ojos azules de Astrid.
—¿Tú lo sabías?
La vikinga asintió titubeante.
—Le Fey me inspeccionó personalmente —respondió secamente y se llevó su mano de forma inconsciente a su muslo—. Dijo que nunca me robaron porque no llamé la atención de su clarividente.
Iana torció el gesto.
—¡Hay que ser hija de perra!
Astrid suspiró y Brusca sintió un nudo en su estómago al apreciar la decepción en su rostro.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—No… no lo vi relevante, además tú has tenido bastantes problemas como para contarte esta chorrada —argumentó la vikinga—. Puede que incluso Le Fey tuviera razón y no me bautizó porque estaba destinada a ser una bruja mediocre.
—¿Perdona? —reclamó Iana indignada—. ¡No existen brujas mediocres! Todas nosotras contamos con la suerte de recibir una bendición especial, ¿por qué demonios esa hija de…?
—Iana, baja la voz —le pidió Astrid al caer que ahora todo el comedor las estaba mirando.
Las brujas de la reina enseguida apartaron la mirada, pero no causó el mismo efecto en los refugiados, quienes lucían curiosos por la extraña escena.
—No todas las niñas marcadas por Freyja tienen que ser brujas —señaló Astrid esforzándose en ignorar la presencia de los demás—. Es más, estate agradecida de que no llamaras la atención de Le Fey.
—Nunca he dicho que estuviera descontenta porque no me hubiera robado —se defendió ella con las mejillas encendidas.
—Yo tampoco he dicho eso —le advirtió Astrid desconcertada.
—Pero podría ser bruja si quisiera —añadió Iana.
Astrid le lanzó una mirada de circunstancias a la reina que enfureció a Brusca.
—¿Qué pasa, Astrid? ¿Acaso te molesta la idea de que yo pudiera ser una bruja?
—¿Qué? —cuestionó la bruja atónita—. ¡Claro que no! Es solo que me preocupa que Iana te lance esa idea tan a la ligera y que…
—¿La considere? —terminó Brusca por ella.
Astrid abrió mucho los ojos y miró a una confundida Iana antes de dirigirse de nuevo a ella.
—Brusca, yo… jamás me opondría a una decisión como esa, pero… no es una vida fácil, ¿sabes? —miró a la reina quien observaba a su amiga con lástima—. Puede que Iana sepa hablarte de esto mejor que yo. Aparentemente, mi experiencia no es la habitual.
La expresión de Astrid se tornó muy ansiosa y se mordió el labio mientras respiraba profundamente. Por suerte para la bruja, Estoico la llamó desde la entrada del comedor y se excusó para retirarse a toda prisa de allí. Brusca se sintió de repente fatal por cómo le había hablado a su amiga. Astrid solo había intentado integrarla en la conversación con Iana y, al final, había permitido que sus inseguridades la dominaran y había herido los sentimientos de su amiga. No obstante, la idea de que ella pudiera convertirse en bruja le despertaba un cosquilleo en su estómago que enseguida se transformaba en verdadero pavor. ¿Y si resultaba que también pudiera ser realmente mediocre en la brujería? Además, no estaba segura de que ella estuviera dispuesta a abandonar su antigua vida para vivir en un aquelarre, por mucho que le encantaran las brujas del Nakk y sin mencionar que la experiencia de Astrid con su aquelarre había sido traumática.
—Ella no se equivoca cuando dice que su caso no es lo normal —apuntó Iana como si le hubiera leído la mente—. Le Fey no se preocupa por sus brujas. Es más, Astrid nos corroboró que Le Fey las deja infértiles a propósito.
—¿Qué? —soltó Brusca escandalizada—. Pensaba que…
—¿La infertilidad es el precio de la magia? —acabó Iana por ella—. Esa es la mentira que ha estado repitiendo una y otra vez Le Fey a sus brujas, pero la magia es una bendición de la diosa. Además, Freyja es diosa de la fertilidad y por eso las brujas tendemos a ser más proclives a engendrar con más facilidad que las humanas, así es como crecen nuestros aquelarres: con nuestras bebés y con las huérfanas que acogemos.
Brusca no daba crédito a lo que estaba oyendo. ¿Le Fey había manipulado el cuerpo, no solo de Astrid, sino de Heather y otras brujas también para evitar que tuvieran hijos? Pensaba que ya nada podía convencerle de que la reina podía ser peor de lo que había demostrado ser, pero se equivocaba. Era una loca despiadada y sin escrúpulos. Brusca se levantó de un salto y tras balbucear una disculpa torpe corrió a buscar Astrid, pensó que tardaría en encontrarla, pero estaba hablando con Estoico en un rincón de la galería principal. Brusca no pudo contenerse y corrió hacia su amiga para abalanzarse sobre ella. Astrid exclamó su sorpresa cuando la vikinga rodeó su esbelto cuerpo con sus flacos brazos. La bruja no supo bien cómo reaccionar y le pareció escuchar a Estoico que continuarían su conversación más tarde.
—Brusca, ¿estás bien? —preguntó Astrid al cabo de un rato a la vista de que no pretendía soltarla.
—No, me he portado fatal contigo —dijo ella contra su hombro.
—¿Y quieres que te perdone mientras me asfixias? —bromeó Astrid sin poder evitar una risotada.
Brusca le apretó con más fuerza si cabía y la bruja terminó por corresponderle el abrazo.
—Lo siento —murmuró Brusca.
—No hay nada que perdo…
—No —le cortó la vikinga rompiendo el brazo—. Iana me ha contado lo que os hizo Le Fey.
La bruja frunció los labios, aunque no soltó sus manos.
—Iana será todo lo simpática que quieras, pero la jodida de ella tiene la boca más grande que una Muerte Susurrante —se quejó Astrid con amargura.
—Yo… lo siento mucho, Astrid.
—No tienes que pedirme perdón —insistió la bruja apesadumbrada—. Es solo que… no es un tema del que me guste charlar. Ni siquiera me he sentado a hablarlo largo y tendido con Hipo.
—Pero...
La bruja le dio un apretón en el brazo y forzó una sonrisa.
—Todo a su tiempo, esto no es una prioridad ahora y no es como si tuviéramos planes de tener hijos —le salió una risa floja—. ¿Te imaginas? Eso sí que sería un espectáculo.
Brusca le hubiera gustado replicar e intentar convencer a Astrid para que hablara del tema con ella, pero entonces se acercó Camicazi con cara de pocos amigos.
—¿Qué pasa? —preguntó Astrid sin evitar la tensión en su voz.
Camicazi solía mostrarse amable con la bruja, pero había estado bastante disgustada porque no la hubieran dejado formar parte del grupo de jinetes que se iba a filtrar en Isla Mema. Se la había visto discutir en público con Hipo y se había negado en rotundo a acudir a los entrenamientos liderados por Astrid. Al parecer, Camicazi estaba convencida de que la negativa a que ella estuviera en el grupo había sido cosa de la bruja, pero Brusca tenía conciencia de que la decisión había recaído plenamente en Hipo.
—Gormdsen quiere verte.
Tanto Astrid como Brusca pusieron los ojos en blanco.
—¿Otra vez? —preguntó la vikinga exasperada.
—No teníamos que haberle contado lo de su hermana —señaló Astrid irritada—. Desde que sabe que Ingrid es la Jefa de Isla Mema no hay quien lo aguante.
La información del nombramiento de la nueva Jefa de Mema no sorprendió a nadie, aunque no por ello les había preocupado menos. Lars Gormdsen había sido un Jefe mediocre y débil, sin un ápice de carisma que le había impedido imponer un mínimo de respeto o incluso temeridad entre sus súbditos. Su traumática vivencia bajo su mandato se había instaurado más en el miedo hacia Le Fey que en Gormdsen, quien siempre se había comportado en base a su codicia de poder y no por dirigir y proteger a su pueblo.
Ingrid Gormdsen, en cambio, era una historia completamente distinta.
Aquella mujer poco tenía que ver con su hermano. Tras la máscara superficial de querer mantenerse siempre bella y joven se escondía una mujer fría y calculadora. Brusca había sido testigo de sus discusiones con Lars y como a la mínima oportunidad movía sus hilos para influenciar en una decisión crucial en el Consejo o conseguía papeles y documentos que únicamente concernían al Jefe. Nunca había visto a dos hermanos odiarse tanto como lo hacían ellos, por lo que Brusca no dudaba por un instante que Ingrid había hecho todo lo que había estado en su mano para quedarse con la Jefatura tras la desaparición de Lars. Eso causaba que Gormdsen ni siquiera valiera como rehén y se había tomado fatal la traición de su hermana. Le sorprendía que todavía no le hubieran matado; pero, al parecer, Estoico deseaba llevarlo a juicio una vez que acabara la guerra. Brusca no era una mujer de leyes, pero tenía clara cuál era la sentencia por traición y no comprendía la necesidad de retrasar el inevitable destino de Gormdsen.
Astrid resopló resignada.
—Está bien, iré, pero que nadie le diga nada a Hipo que luego cualquiera le oye —se quejó la bruja con amargura y se volteó hacia ella—. ¿Me acompañas?
—¿Para ver cómo destrozas a ese capullo? No me lo pierdo por nada —le aseguró Brusca para animarla.
Las brujas del Vindr habían usado sus calabozos como almacén de carne semiseca y especias que los hombres de Drago habían saqueado tras masacrar el aquelarre, por lo que el olor era fuerte allí abajo. Gormdsen se encontraba en una celda más apartada de la escalera, aunque enseguida adivinó su presencia.
—Vaya, vaya, así que la zorra se ha dignado a venir por fin —escucharon decir desde el fondo del oscuro pasillo—. ¿Y no viene sola? ¿Qué pasa, bruja? ¿Miedo a vértelas a solas conmigo?
Astrid chasqueó la lengua.
—En realidad, te hago un favor, Gormdsen, si hubiera venido sola tal vez no vivirías luego para contarlo.
Astrid encendió unas llamas flotantes tan pronto alcanzaron la celda y Brusca contuvo un jadeo de horror. Decir que Lars Gormdsen tenía un aspecto lamentable era quedarse corta. La falta de luz había agrietado su piel que ahora era tan blanca como la leche y, a su vez, remarcaba las ojeras oscuras que había bajo sus ojos. Había perdido mucho peso, lo cual podía apreciarse debido a la delgadez de sus brazos y los rasgos marcados de su cara que se acentuaban a la luz de las llamas flotantes, por no mencionar que su pelo se estaba tornando cano. En pocas semanas parecía haber envejecido más de diez años, pero su expresión arisca y desagradable de siempre se mantenía intacta.
—¿No había un testigo mejor? —escupió Gormdsen tras mirarla de arriba abajo—. ¿Eres el chico o la chica? Perdona, aún sigo sin diferenciarlos.
Brusca tuvo que contenerse para no escupirlo en la cara.
—Cuidado, Gormdsen, nunca se sabe lo que puede pasar por aquí abajo —le advirtió la vikinga inocentemente.
—¿Me estás amenazando, hija de perra?
—¿Yo? —repuso Brusca fingiendo sorpresa—. No sé de qué me hablas.
Gormdsen se levantó con tal brusquedad que Astrid sólo tuvo tiempo para empujarla tras su espalda y protegerla con su cuerpo pese a que los barrotes se interponían en el camino de aquel loco. Lars fulminaba a Astrid con sus ojos inyectados en sangre mientras que la bruja le desafiaba con la barbilla alzada.
—¿Qué coño quieres, Gormdsen? —preguntó la bruja con tono severo.
Gormdsen la contempló un rato en silencio antes de decir:
—¿Quién está llevando la negociación por mi libertad?
Brusca y Astrid alzaron las cejas sorprendidas. ¿De qué demonios estaba hablando aquel tipo ahora?
—¿Por qué piensas que hay una negociación? —cuestionó la bruja procurando contener la mofa en su voz.
—Mi hermana no dejaría a la sangre de su sangre desamparada con escoria rebelde —escupió Lars.
Ni el propio Gormdsen se creía su propia mentira, era evidente. Astrid cruzó los brazos sobre su pecho.
—No eres más que un peón en esta partida, Gormdsen —sentenció la bruja con frialdad—. Tu hermana ha sabido aprovechar su oportunidad tan pronto fuiste tan idiota como para dejarte atrapar por la Resistencia. Yo ya te habría matado, pero Estoico insiste en llevarte a juicio una vez acabada la guerra.
—Os sirvo más vivo que muerto —les aseguró él procurando no lucir nervioso—. Mi hermana no puede heredar las titularidades y…
—Tu hermana es la Jefa de Isla Mema ahora, Gormdsen, puede hacer lo que le salga del coño mientras tenga a la reina contenta —le aseguró Brusca de mala gana.
Lars volvió a golpear los barrotes rabioso e impotente.
—Tengo oro y joyas —propuso el vikingo desesperado.
—Dirás que es tu hermana la que tiene el oro y las joyas —matizó Brusca con una sonrisa malvada.
Astrid soltó una risita ante su comentario y Lars gritó de pura frustración.
—¡Reid ahora, pero el último ríe mejor!
La bruja dio una zancada tan rápida que ni Brusca tuvo ocasión de reaccionar hasta que visualizó que Astrid había agarrado de su cuello y ahora murmuraba algo en una lengua extraña. Gormdsen intentó soltarse por todos los medios, pero los días de encierro le habían dejado las fuerzas bajo mínimos y Astrid había demostrado ser tan o más fuerte que el más fornido de los guerreros. La bruja le soltó cuando terminó de recitar el hechizo y Gormdsen cayó sobre sus rodillas, gimiendo de dolor y llevándose las manos a sus ojos.
—¿Qué… qué le has hecho? —preguntó Brusca sin poder ocultar el temor en su voz.
Astrid puso los brazos en jarras y se volteó hacia ella con una sonrisa que erizó los pelos de la nuca de Brusca. Había visto muchas caras de Astrid: la mujer solitaria, la furiosa general, la amante enamorada, la galena gruñona, la feroz guerrera, la huérfana sin rumbo… Pero aquella era la primera vez que realmente veía a la bruja. Su instinto le suplicaba que saliera corriendo, pero Brusca estaba tan sumergida en las orbes azules y brillantes de magia de Astrid y en el aura que la había envuelto que no fue capaz de despegar sus pies de la tierra. Incluso su lenguaje corporal había cambiado, ahora Astrid parecía más hermosa, más poderosa, más… inhumana.
Y, fue en ese instante, cuando Brusca Thorston tuvo la convicción de que si Astrid, ya fuera Hofferson o a secas, no podría ganar a Le Fey, nadie en todo el Midgar lo haría.
Xx
Aquella noche hacía frío y había mucha humedad por la lluvia torrencial que había caído durante toda la jornada.
Había empezado a despejar cuando salieron de la isla del Vindr rumbo a Isla Mema, pero eso no había evitado que sus capas acabaran caladas y que se escucharan quejas susurrantes de los tres jinetes que les seguían de cerca. Astrid había observado que, de vez en cuando, Desdentao había tenido que planear para que tanto él como Hipo pudieran descansar sus extremidades amputadas que ahora estaban resentidas por la humedad.
Astrid no pudo evitar tomarlo como una mala señal.
Al tener decidida la fecha desde hacía tiempo, Astrid tampoco pudo sugerir aplazar el ataque a un día que no fuera a llover. Es más, Hipo se habría molestado de haberlo comentado a los demás. Astrid apreció entre las copiosas nubes grises el grupo de brujas vestidas de verde que volaban a unos metros por encima de ellos. Para quitarse a las brujas que vigilaban Isla Mema de en medio, Iana había cedido a cinco de sus brujas para que actuaran bajo sus órdenes. Aquella primera parte del plan era, indudablemente, la más delicada de todas, ya que había que esperar a que Le Fey fuera notificada del ataque al aquelarre para que desapareciera del mapa lo antes posible y, a su vez, quitarse de en medio a las brujas que se quedaban en la isla para evitar que la reina se enterara de lo que estaba pasando en Isla Mema. El ataque del Nakk se llevaría a cabo al atardecer, por lo que el grupo de jinetes y ella tendrían que esperar en una pequeña isla que se encontraba a unos diez kilómetros de Mema hasta que recibieran la señal de las brujas del Nakk para poder intervenir ellos.
La espera se hizo larga y los nervios tampoco les hacían ningún favor. Chusco se durmió poco después de llegar al islote junto con Vómito y Eructo. Brusca se concentró en recogerse el cabello mientras procuraba ignorar las miradas indiscretas de Mocoso. Hipo estudiaba un plano de Isla Mema que él mismo había dibujado para repasar por centésima el plan en su cabeza. Ella procuró apaciguar su ansiedad lanzando su hacha nueva contra unos árboles.
Hipo se la había regalado dos días antes por motivo de su cumpleaños.
Astrid había cumplido veintidós años en el aniversario de la no boda que desencadenó todo aquel desastre. Había amanecido sola en la cama y no pudo evitar cierta decepción al creer que Hipo se le había olvidado de su cumpleaños. El ambiente durante todo aquel día fue bastante deprimente e incluso se realizaron un par de actos en memoria de los fallecidos desde que Le Fey tomó el trono. Astrid estaba acostumbrada a no celebrar su cumpleaños, pero estaba inexplicablemente molesta porque Hipo no hubiera dado ni una sola señal o indicio de que fuera a recordarlo. Es más, cuando fue a buscarlo para comer juntos, Hipo se excusó con que tenía mucho trabajo sobre la mesa y que él almorzaría más tarde por su cuenta. Por esa razón, Astrid no pudo evitar sentirse apesadumbrada y tonta por pensar que, por una vez, iba a saber lo que era celebrar su cumpleaños.
Poco antes de la hora de la cena, Astrid se estaba terminando de vestir después de lavarse cuando Iana apareció con una expresión de enorme angustia.
—Tengo entendido que sabes algo de medicina, ¿verdad?
Astrid asintió con la cabeza dubitativa.
—Una de mis chicas está vomitando desde mediodía y no hay forma de que consiga retener algo en su estómago, ¿podrías echarle un ojo? Ven, te llevaré hasta ella.
—Pero…
—Es urgente, Astrid —le suplicó ella.
—Vale, vale…
Astrid hubiera querido hacer cualquier otra cosa que no fuera ejercer de sanadora. No quería que las otras brujas pensaran que ella era menos por saber de medicina, pero su conciencia le advertía que tampoco podía negar la ayuda a una persona que estaba enferma. La llevó por los laberínticos corredores de la montaña hasta llevarla al otro extremo de la misma. Iana abrió la puerta y antes de que Astrid pudiera pedirle explicaciones de por qué había ubicado a la bruja tan lejos, oyó un estallido de gritos que hizo que casi la mataron del susto.
Hipo, Brusca, Chusco, Estoico, Heather, Camicazi y algunas de las brujas y humanos estaban allí reunidos alrededor de una mesa grande llena de verduras, pescado asado y fruta. Aquella sala era en realidad un jardín interior un tanto descuidado que tenía vistas al cielo estrellado y estaba iluminado por fuegos ignífugos flotantes de diversos colores. Astrid se llevó la mano a la boca, ¿qué era todo aquello?
—Madre mía, parece que le va a dar un chungo —comentó Chusco antes de que su hermana le diera un codazo en el estómago.
—Ya os dije que Astrid odiaba las sorpresas —argumentó Heather.
Al verla que no reaccionaba, Hipo se acercó hasta la puerta para coger de su mano.
—¿Qué…? ¿Qué es esto? —balbuceó Astrid.
—¿Qué va a ser? ¡Es tu fiesta de cumpleaños! —señaló él alegremente—. La idea fue de Brusca y mía e íbamos a ser un grupo pequeño, pero al final se ha apuntado más gente.
Astrid no comprendía por qué tenía tantas ganas de llorar. Una fiesta… ¿para ella? ¿Con tantas personas que no dejaban de sonreír y felicitarla? Apenas fue capaz de murmurar un «gracias» a todas las personas que la saludaron y reconoció a cada uno de ellos: desde las brujas con las que había congeniado mejor en los entrenamientos hasta los humanos que ella había cuidado en el hospital de campaña tras la batalla en la Isla de los Marginados. Astrid tuvo que hacer un esfuerzo titánico para no dejarse llevar por todas las emociones que la estaban embargando. Todas aquellas personas se alegraban de estar allí para celebrar su cumpleaños. Estaba acostumbrada al afecto de Hipo e incluso al de Brusca; pero, como adulta, jamás había experimentado lo que era verse apreciada por otras brujas. Había entrenado mano a mano con todas ellas y sabía que se había ganado su respeto a base del trabajo y la constancia, pero nunca hubiera esperado que fuera a ganarse su aprecio también.
—¿Eso es… tarta de manzana? —preguntó Astrid atónita cuando la vio coronando la mesa, dorada, preciosa y sumamente apetitosa.
Productos básicos como el azúcar eran muy escasos en la isla del Vindr, por lo que le resultaba desconcertante que hubieran usado algo tan valioso en ella. Astrid adoraba los dulces, pero no era un lujo que estuviera acostumbrada a comer.
—El azúcar es de parte de Ying Yue —dijo Iana con aire risueño—. No sabe decirme que no cuando le pido cosas con ojitos. El pastel lo han hecho los gemelos.
Astrid alzó la mirada y sonrió a los gemelos. Por supuesto, la receta debía ser la de Sigrid Thorston. Astrid sólo había probado una vez su pastel y casi tuvo un orgasmo mientras lo degustaba. La fiesta fue animada y resultaba surrealista observar cómo humanos y brujas actuaban como si fueran amigos y aliados de toda la vida. Heather se acercó tímidamente a Astrid mientras escuchaba a Iana contar una de sus divertidas anécdotas en las que involucraba un dragón y un caballo. Se sentó discretamente a su lado y carraspeó antes de hablar en la lengua de las brujas.
—Esta fiesta es definitivamente mejor que las que organizábamos en el aquelarre —confesó la bruja.
—Tú sabes de eso que yo, a mí nunca me invitaban.
Se sorprendió a sí misma al no encontrar el menor reproche en su voz. Heather, en cambio, se ruborizó claramente avergonzada.
—Nos tenían prohibido celebrar tu cumpleaños o invitarte a los nuestros.
—Lo sé, no te preocupes, ya no tiene importancia —insistió Astrid.
—Si te consuela… tampoco te perdías nada. Lo único que comíamos eran arenques en salazón y había mucho alcohol para quitarnos aquel sabor asqueroso de la boca.
La mención del alcohol causó que Astrid mirara rápidamente a Hipo, quien estaba charlando en el otro extremo del jardín con su padre, pero se tranquilizó enseguida al observar que no tenía ninguna copa en mano.
—¿As?
La bruja forzó una sonrisa al escuchar la voz de su amiga y Heather, consciente de que no le iba a contar lo que le estaba pasando por la cabeza, cambió a su nuevo favorito: su hermano. Hipo y ella habían decidido contárselo al día siguiente de regresar del nido del Valka. No fue fácil, sobre todo porque, al principio, Heather no aceptó lo que le estaban contando. Ella misma había estado meses viviendo en la Isla Berserker y conocía bien a Dagur y su difícil carácter. Según ella, era materialmente imposible que fueran hermanos. Hipo le entregó entonces el cuaderno de Ikerne que habían encontrado en el Egeo y que tan cuidadosamente había guardado en su alforja durante todo el viaje de vuelta. Heather rompió a llorar tan pronto leyó su nombre, su fecha de nacimiento y el nombre de sus padres y su hermano. Astrid le explicó que todas eran bebés robadas por Le Fey y sus brujas y también le relató lo que habían descubierto sobre su infertilidad. Aquello despertó del todo la ira de Heather. De repente, la bruja estaba decidida a ir con ellos a Isla Mema para rescatar a Dagur y matar a Le Fey, pero Astrid le bajó los pies rápidamente al Midgar.
—¿No ves que llamas demasiado la atención? Eres muy fácil de identificar, Heather, por no mencionar que esta misión requiere de gente que conozca Isla Mema a la perfección —argumentó Astrid procurando mostrarse empática—. Podrás estar en el grupo de apoyo, pero nada más.
Heather tuvo que aceptar a regañadientes, pero desde ese momento hubo un cambio radical en la bruja. Aunque se mostraba cerrada con las brujas del Nakk, quienes siempre cuchicheaban a sus espaldas por el pañuelo que tapaba su cabeza, ya no tenía una actitud tan a la defensiva como antes e incluso se mostraba afable con los humanos. Incluso Hipo estaba contento con su labor en la herrería y la ayudaba a comprender mejor la composición de los metales para usar su poder con mayor precisión. A raíz de eso, su relación se había vuelto más estrecha y no habían vuelto a tener los desagradables desencuentros que habían sufrido anteriormente. Por otra parte, no había que ser muy lista para adivinar que se estaba volviendo a acostar con Camicazi, aunque procuró mantener su opinión para sí misma.
Astrid observó a la gente bailar cuando algunas brujas y humanos decidieron tocar algo de música. Resultaba divertido ver a ambas especies bailar e Hipo, consciente de que ella no saldría a bailar, sacó a Brusca en su lugar para hacer una rueda con los demás bailarines. La bruja observó maravillada la expresión sonriente y radiante de su novio mientras Brusca le echaba la bronca por haberla pisado. ¡Se le veía tan contento! ¡Cómo se notaba que estaba feliz de estar rodeado de su gente de nuevo! Por unas horas, se había permitido desconectar de la tensión de la misión de los últimos días e incluso se había preocupado de organizar personalmente su cumpleaños.
No cabía duda de que no se lo merecía.
—¿Astrid?
La bruja alzó la mirada para encontrarse con Estoico de pie a su lado.
—¿Sí?
—¿No sales a bailar? —preguntó preocupado.
Sintió de repente sus mejillas muy calientes.
—No sé bailar —confesó ella azorada—. Prefiero mirar, ¿tú no bailas?
Estoico sonrió con tristeza.
—No bailo desde que Valka murió.
Astrid sintió un nudo en su estómago. Le resultaba muy violento tener que guardar un secreto tan grande como el de que Valka estaba viva, pero procuró ocultar su nerviosismo.
—Puedes sentarte conmigo si quieres —se ofreció ella haciéndole hueco en el banco—. Podemos criticarlos desde aquí.
Estoico no pudo contener una carcajada y se sentó a su lado. Estuvieron un rato observando al grupo en silencio, consolados de que por una vez no hubiera aquella tensión tan tirante que siempre había habido entre ellos. La actitud de Estoico había cambiado radicalmente desde que supo quién era ella en realidad. El shock del Jefe había sido tan grande que Astrid no había sacado el valor para abordarlo a demasiadas preguntas. Después de todo, Erland Hofferson había sido uno de sus mejores amigos, por lo que no debía ser nada fácil de asimilar que su única hija hubiera estado viva todo ese tiempo.
—A tus padres les encantaba bailar —dijo Estoico de repente y Astrid volteó la cabeza procurando no mostrarse demasiado excitada por sus palabras—. Tu madre se podía pasar todo el día bailando, tenía una energía desbordante.
—¿Ah sí? Me han dicho que era un poco… cabra loca.
Estoico alzó las cejas.
—¿En serio? Yo no lo creo en absoluto —Astrid le contempló interrogante—. Era una chica muy enérgica y extrovertida y es cierto que se metía en algún que otro lío, sobre todo durante la pubertad, pero no creo que fuera alguien que se precipitara a hacer algo sin pensarlo antes —Estoico se quedó mirando a su hijo unos segundos pensativo—. ¿Sabes que Eyra se hizo cargo de Hipo cuando Valka desapareció?
Astrid asintió con lentitud.
—Nadie confiaba que fuera hacerlo bien y hubo más de una persona que me desaconsejó que le dejara a su cargo —explicó Estoico—, pero Eyra insistió tanto y yo estaba tan agobiado por aquel entonces que no pude decir que no. Al final, demostró estar sobradamente capacitada para cuidar no solo de Hipo, sino de ti también cuando te tuvo.
La bruja había visto con sus propios ojos cómo Eyra se había volcado en cuidar a Hipo y lo afectuosa que había sido con él. No obstante, no tenía consciencia de haber tenido una visión de su madre con ella y, aunque Ying Yue le había dado un truco para forzar su poder, no había sido capaz de aplicarlo consigo misma.
—Creo que te debo una disculpa, Astrid.
Astrid frunció el ceño.
—¿Por qué? —cuestionó ella.
—No… no me he comportado bien contigo, ya sabes por qué.
—¿Por ser una bruja que pervirtió la mente inocente de tu hijo? —preguntó Astrid con diversión—. Supongo que ahora que soy la hija de una reputada familia, la historia cambia, ¿no?
Astrid sabía que aquello era un reproche en toda regla y no negó que disfrutó del arrepentimiento marcado en la cara de Estoico, pero Astrid no tenía el más mínimo ápice de rencor hacia el Jefe. Es más, estaba segura de que ella hubiera actuado de manera similar de estar en su lugar.
—Yo... lo sien…
—No hay nada que perdonar —le interrumpió Astrid con una sonrisa—. Soy muy consciente de que no soy la mujer que los padres sueñan para sus hijos.
El vikingo torció el gesto.
—A los padres se nos olvida muchas veces que lo que conviene a nuestros hijos no siempre es lo que deseamos para ellos.
Astrid no supo qué replicar a eso, pero ni siquiera tuvo tiempo de razonar una respuesta porque Hipo enseguida corrió a buscarla. Se excusó un tanto azorado a su padre explicándole que quería darle su regalo en un espacio un poco más privado. Astrid no sabía quién se había puesto más rojo, si Hipo o su padre, pero le pareció una escena de lo más divertida.
El hacha fue un regalo de lo más inesperado. Hipo se había pasado semanas construyendo y calibrando hasta que encontró el punto perfecto para ella. Por suerte, la conocía tan bien que había conseguido que el hacha fuera perfecta para su mano y con un tamaño que se ajustaba como un guante a las dimensiones de su propio cuerpo. Era mucho menos ostentosa que el hacha de Asta, pero definitivamente era un hacha acorde para una guerrera. Sin embargo, ni la mejor hacha podía superar los ojos llenos de amor con la que le observaba Hipo ni la abrumante sensación que la embargaba cada vez que su piel rozaba contra la suya. Había cierta desesperación en la forma en la que hicieron el amor esa noche. No hablaron de la infiltración de Isla Mema en ningún momento, pero el miedo estaba muy presente en ellos. La guerra había formado parte de la vida de Astrid desde que era muy joven, pero nunca había luchado con tanto que perder y el solo pensar que existía la posibilidad de que ambos murieran durante la misión casi la paralizaba del miedo.
Mientras esperaban a que dieran la señal en aquel islote, Astrid apreció el nerviosismo de Hipo. A diferencia de cuando estaba a solas con ella y los dragones, su novio se esforzaba por ocultar sus emociones negativas de los demás. Se esforzaba por dar una imagen de seguridad en sí mismo y confianza en la misión, aunque por el repiqueteo de sus dedos sobre el mapa y su magia danzando inquieta dentro de él sabía bien que estaba muy alterado.
—Saldrá bien —le dijo ella en la lengua de las brujas.
Hipo se lamió los labios sin alzar la mirada del mapa.
—Hay demasiadas posibilidades de que salga mal.
—Si Le Fey no está presente, todo lo demás será muy fácil. Drago está en la isla bog-burglar y Thuggory se encuentra de camino a Beren, así que lo único que se interpone entre nosotros y recuperar la isla es Ingrid Gormdsen.
Hipo tuvo que asentir por pura resignación. Estaba claro que no estaba convencido del plan y que lo único que le motivaba a seguir adelante era la predisposición de ella a continuar. No podían decepcionar a la Resistencia, no ahora que habían llegado tan lejos y habían expuesto a tantas vidas en peligro. La verdad era que resultaba bastante insoportable tener que soportar todo aquel peso sobre sus hombros y Astrid no comprendía cómo Hipo había podido soportar esa presión durante tantos años sobre sus hombros.
La señal que esperaban llegó cerca del atardecer, cuando un fuerte torrente de aire golpeó con gran violencia la copa de los árboles.
—Viento del oeste —dijo Astrid tras estudiar el movimiento de las hojas.
—Es la hora, ¡en marcha! —ordenó Hipo con voz firme.
Todos montaron sobre los dragones y pusieron rumbo a Isla Mema. Volaron a ras del agua, ocultos bajo la neblina que emitía el agua salada para no ser vistos por los vigías humanos de la isla y aterrizaron en el bosque que se encontraba al este de la aldea. Astrid se puso a dar órdenes tan pronto sus pies tocaron tierra.
—Vosotros tres iréis a liberar a las personas que están presas en los calabozos. Es probable que sepan quienes están bajo el hechizo de Le Fey, así que dejaros indicar por ellos si es preciso.
—¿Y qué vais hacer vosotros dos? —preguntó Mocoso.
—Nosotros iremos a por Dagur —se adelantó en responder Hipo—. Entraremos en el barco que está atracado en el puerto y liberaremos a los que están allí.
—Una vez que tengamos a todos reunidos en el Archivo iremos a por Ingrid Gormdsen —añadió Astrid—. Es imprescindible que llevemos esto con el mayor sigilo posible, si nos pillan estamos muertos. Lo entendéis, ¿verdad?
Todos asintieron nerviosos.
—Si os ven, tenéis que aseguraros que bajo ningún concepto dén la voz de alarma —continuó la bruja—. Todos vais armados, así que haced lo que sea necesario para que esta misión salga bien.
Astrid sabía bien que ni los gemelos ni Mocoso habían matado nunca a nadie. Eso era algo que se sabía con sólo mirar a alguien a los ojos. Sin embargo, no tenía otro remedio más que confiar en ellos. Se consolaba de que al menos Brusca estuviera allí para manejar a dos personas tan impredecibles como su hermano y Mocoso.
—¿Y los dragones? —preguntó Chusco.
—Los liberaremos una vez que tengamos a los humanos a salvo —dijo Astrid mientras cogía el hacha de la silla de Tormenta—. Los nuestros saben que es lo que tienen que hacer.
—Que conste que a mí no me parece bien lo de tener que esconderme mientras vosotros os arriesgais a que os maten —se quejó Desdentao.
Hipo estuvo a punto de responder al comentario del dragón; pero, por suerte, se dio a cuenta a tiempo del tamaño error que estaba a punto de cometer. Astrid le lanzó una mirada que claramente le clamaba prudencia.
—Sólo intervendréis si la cosa se complica —dijo Astrid armándose de paciencia y ante las miradas curiosas y atónitas de los otros jinetes—. Esta es una misión que requiere mucha discreción y vosotros llamáis muchísimo la atención. Sobre todo tú, Desdentao.
El dragón hizo un mohín y Astrid murmuró a Tormenta:
—No dejes que hagan ninguna tontería.
—Sabes que no puedo prometerte nada, me dejas a niños a mi cargo —se lamentó la Nadder.
Se pusieron en marcha en dirección a la aldea. Astrid lideraba el grupo, vigilante ante cualquier movimiento extraño que pudiera darse entre los árboles, pero tuvieron la suerte de no encontrarse con nadie. Se separaron de los jinetes tan pronto alcanzaron los lindes del bosque y Astrid le hizo un gesto con la mano a Brusca deseándole la mejor de las suertes. La aldea estaba prácticamente desierta salvo por los centinelas que vigilaban las calles con antorchas y espadas en mano. Aunque la luz no fuera la más favorable, podría apreciarse lo mucho que se había deteriorado Isla Mema en el último año. Cuando Astrid llegó a la isla, la aldea estaba llena de vida, con casas decoradas y pintadas con ilustraciones de dragones y había mucho ruido de la cantidad de gente y dragones que transitaban por sus calles. Ahora, sin embargo, mostraba un aspecto de abandono y mucho deslustre. Había casas medio derruidas, con pintadas y aspecto de que nadie había dedicado ni un suspiro en cuidarlas, probablemente por la falta de recursos.
Hipo tenía la mandíbula tensa y, pese a que sus ojos estaban vidriosos, su magia delataba lo enfadado que estaba. Astrid posó su mano sobre su hombro para calmarla y le oyó suspirar por lo bajo.
—Solo un poco más y tendremos parte de nuestra venganza —le susurró ella.
—Lo sé —dijo él posando su mano sobre la suya y clavó sus hermosas orbes verdes en las suyas—. Solo un poco más.
Bajar al puerto resultó ser más complicado de lo que hubieran esperado en un principio. Las brujas les habían especificado que no había especial vigilancia en el puerto por las noches. La idea inicial de Astrid había sido colarse por el agua para escalar después el barco, pero enseguida cayó que Hipo lo tendría muy complicado para nadar hasta allí sin el riesgo de hundirse por la prótesis, más si tenían en cuenta que ahora iban armados y las ropas de cuero que llevaban no era precisamente las más ligeras.
No tenían otro remedio más que utilizar la magia.
Gracias al grimorio y muchas horas de práctica, Hipo y Astrid habían conseguido perfeccionar un conjuro de invisibilidad. Era un hechizo complicado que requería mucha concentración, por lo que iba a ser muy complicado mantenerlo por un largo periodo de tiempo, pero sería suficiente para colarse en el barco sin ser detectados por la gente de Drago. Se dieron de la mano y formularon el hechizo en un susurrante canto que les salió a la primera. Astrid no veía su propio cuerpo ni tampoco el de Hipo, pero su mano se sentía ardiente contra la suya y procuró no soltarla bajo ningún concepto.
Bajaron las sinuosas escaleras de piedra del acantilado sin grandes complicaciones, aunque ambos se quedaron paralizados cuando observaron que además del barco de presos de Drago, se encontraba uno más pequeño con una bandera con el escudo de los Cabezas Cuadradas. Astrid tiró rápidamente de la mano de Hipo y lo guió hasta unos toneles que habían justo al inicio del embarcadero para observar qué estaba pasando. No tenía lógica ocultarse cuando uno ya era invisible, pero Astrid temía que Le Fey estuviera subida en ese barco y pudiera detectar el rastro de magia que dejaba el hechizo. Si debían romperlo, tendrían que tirarse al agua y nadar lo más lejos posible de allí.
—¿No se supone que Thuggory y Le Fey estaban yendo hacia Beren? Es más, ¿Le Fey no debería estar ahora mismo volando hacia el escondite de su aquelarre? —susurró Hipo sin poder ocultar su pánico.
Astrid no respondió. ¿Acaso Le Fey sería capaz de abandonar a sus brujas a su suerte? No le encontraba ningún sentido, más considerando que el aquelarre era una de las fuentes de magia más grandes con las que la reina podía contar. Astrid e Hipo contuvieron la respiración cuando observaron a Thuggory salir del camarote del barco, aunque no vieron a Le Fey por ningún lado. El Cabeza Cuadrada tenía aspecto de estar agotado y tenía unas ojeras muy marcadas bajo sus ojos. Bajó del barco con los labios fruncidos y Astrid se fijó que entre el gentío destacaba un anciano que había pertenecido al Consejo de Isla Mema cuando gobernaba Estoico.
—Es Ivar Gumnar —murmuró Hipo desconcertado—. Joder, si pensaba que ese no podía verse más viejo, ahora parece un cadáver viviente.
El anciano iba apoyado en un bastón y una mujer joven, probablemente alguna hija o nieta suya, le sujetaba del otro brazo.
—Lord Meathead, no esperábamos su regreso hasta la semana que viene, pero nos agrada tenerle aquí —le saludó con voz rasposa—. La Jefa no ha tenido ocasión de bajar a recibirle y he venido yo en su lugar, espero que no le moleste.
—En absoluto —respondió Thuggory secamente—. Estoy de paso, Gumnar, me iré mañana al mediodía, solo he parado para que mi tripulación descanse.
—Por supuesto, ¿Su Majestad nos complacerá con su presencia también? —cuestionó el anciano—. La Jefa ha mandado preparar su casa tan pronto hemos avistado su barco.
—No, la reina está resolviendo unos asuntos de Estado —dijo el Cabeza Cuadrada—. Si me disculpan, me retiro ahora mismo a descansar.
—Sí, señor.
Todos los presentes inclinaron sus cabezas y Astrid leyó la irritación en la expresión de Thuggory. Claramente le incomodaba toda aquella parafernalia, pero no dejaba de ser una figura de gran autoridad en el Archipiélago. Eso sin mencionar que era el amante de la reina.
—Señor… ¿debemos felicitarle por su compromiso con Su Majestad? —Hipo y Astrid jadearon sorprendidos y la bruja temió que alguien los hubiera escuchado—. Nos han llegado rumores desde la Isla de los Cabezas Cuadradas.
Thuggory no lucía contento por aquella pregunta, pero se esforzó en suavizar su expresión y responder:
—Sí, nos casaremos cuando acabemos con la Resistencia. Así lo desea la reina.
Hubo un murmullo de excitación entre la gente e incluso hubo aplausos, pero no había que ser especialmente listo para apreciar el enorme descontento que deformaban las facciones del Cabeza Cuadrada. Esperaron a que la gente siguiera a Thuggory hasta la aldea y cuando el embarcadero se quedó prácticamente vacío, Hipo sacó el valor para hablar.
—¿Thuggory y Le Fey se van a casar?
—Seguramente es una treta de ella, porque no he visto nunca a un futuro marido más infeliz —señaló la bruja sin dejar de mirar al vikingo que subía las escaleras seguido del grupo de ciudadanos de Mema. Ivar Gumnar iba cargado a espaldas de un hombre fornido—. La presencia de Thuggory lo complica todo.
—¿Deberíamos abortar el plan? —cuestionó Hipo preocupado.
—No —respondió ella—. Thuggory no tiene forma de contactar con Le Fey, pero si nos descubre estamos jodidos.
—¿Qué propones entonces?
—Distraerlo —respondió ella.
Se hizo un tenso silencio entre ambos.
—No —dijo él tajante.
—Soy la única de los dos que podría hacerle frente si fuera preciso —le advirtió ella—. Además, quizás podríamos acabar con todo esto si le mato, Hipo. Muerto Thuggory….
—Muerta Le Fey —acabó Hipo con voz sombría—. No lo sé, Astrid, no me gusta nada de que estés a solas con él. Ya te enfrentaste una vez contra Thuggory y estuvo a punto de matarte.
—No volverá a pasar —se apresuró a decir Astrid.
La única vez que se había enfrentado al Cabeza Cuadrada, Astrid había titubeado en matarlo porque había leído la tristeza y la impotencia en sus ojos y, no solo eso, la había engañado con sus súplicas para que lo matara y eso le había descolocado por completo. Había colado una vez, pero no iba a permitir que pasara de nuevo. La mano de Hipo ardía contra la suya por su ansiedad y la bruja sabía que a ese paso su piel se quedaría roja y sensible.
—¿Realmente crees que si matamos a Thuggory Le Fey morirá? —preguntó Hipo sin poder ocultar la duda en su voz—. Es demasiado fácil.
—¿A qué te refieres? Sabemos que está vinculado.
—Pero no tiene un vínculo como el nuestro. Le Fey puede curarlo a través de sí misma, cosa que nosotros no podemos hacer. ¿Quién dice entonces que el vínculo no es más que una manera que tiene Le Fey para controlar a Thuggory? No sé, el Thuggory que yo conozco es un hombre de honor, no actuaría como lo está haciendo ahora…
—El Thuggory que conoces ya no está, Hipo —le advirtió Astrid con suavidad—. Ese hombre no es tu amigo. Ya no. Nos quiere muertos a los dos.
Se hizo un silencio grave entre ambos e Hipo aflojó por fin el agarre de su mano.
—Prométeme que tendrás cuidado —le pidió con suavidad.
Astrid tanteó sus dedos por su cuerpo invisible hasta su cara. Acarició su mejilla con su pulgar.
—Si pasara algo, lo sabrías, y cuento con que estarás preparado para actuar como bien sabes. Sin embargo, ahora tienes que enfocarte en liberar ese barco, ¿crees que podrás? El hechizo no durará mucho más tiempo —dijo ella dubitativa.
—Podré, si consigo liberar a Dagur primero será infinitamente más fácil liderar al resto —le aseguró él antes de posar su mano de nuevo sobre la suya—. Astrid, ten cuidado, por favor.
—Tú también —le suplicó ella—. Cuida que no te pillen. Nos vemos en el punto de encuentro en una hora.
A la bruja le costó alejarse de él. Siempre resultaba complicado separarse de Hipo, pero aquella vez fue aún más difícil. Le aterraba lo que pudiera pasar, de no poder volver a verlo, pero no tenía otro remedio más que confiar en él y en la misión. El hechizo de invisibilidad se desvanecería en pocos minutos, así que tenía poco tiempo hasta alcanzar la casa donde se alojaba Thuggory.
Tomó aire al pie de las escaleras y, por mucho que odiara hacerlo, rezó a los dioses antes de subir los escalones de dos en dos.
Xx.
Thuggory supo que algo iba muy mal cuando tocaron la puerta de su camarote tan violentamente.
Le Fey seguía dormida contra su pecho, aunque arrugó el gesto por el molesto ruido que trastornó su sueño. Thuggory se levantó a regañadientes y, con cuidado de no despertarla, se puso rápidamente los pantalones antes de acudir a abrir la puerta. Una joven muchacha pelirroja, vestido de un vaporoso traje negro purpuréo y con cara de susto le contempló asustada. Thuggory frunció el ceño al darse cuenta que era una de las brujas de Le Fey y miró a su alrededor preocupado de que alguien de la tripulación los hubiera visto, aunque no pareció que fuera el caso.
—¿Está la reina? Es un asunto de extrema urgencia —matizó la chica ansiosa.
—Está durmiendo —le advirtió Thuggory—. ¿Estás segura de que quieres despertarla?
La bruja tragó saliva, aparentemente familiarizada con el mal despertar de la reina, pero asintió con firmeza y Thuggory le dejó pasar. La bruja se acercó hasta quedarse a una distancia prudencial de la cama y llamó a Le Fey en un susurro tan bajo que ni Thuggory la escuchó. La muchacha estaba tan nerviosa que al final tuvo que ser Thuggory el que la despertó sacudiéndola del hombro sin mucha delicadeza.
—Despierta, tienes visita —le dijo Thuggory con desgana.
—Mándale a la mierda —gruñó Le Fey dándole un manotazo sin abrir los ojos.
—M...mi re..reina —balbuceó la bruja muerta de miedo.
Le Fey entreabrió los ojos al reconocer la voz de la muchacha. Thuggory sintió un escalofrío sacudir su espalda ante la mirada mortífera que le lanzó la reina a su temblorosa esbirra y le hizo una pregunta en una lengua que Thuggory no comprendió. La bruja respondió aparentemente en la misma lengua y Le Fey palideció de repente. Volvió a decir algo en la lengua extraña y la bruja simplemente asintió. Le Fey se incorporó de un salto de la cama y le dio una bofetada a la muchacha antes de gritarle algo a pleno pulmón. La chica volvió a asentir y salió a toda prisa del camarote.
Le Fey jadeaba nerviosa mientras murmuraba ahora sí en ese idioma que Thuggory no comprendía, pero no recordaba haberla visto tan alterada desde la batalla en la Isla de los Marginados.
—¿Qué pasa? —demandó saber Thuggory.
—Están atacando mi aquelarre —respondió Le Fey con voz temblorosa—. No entiendo cómo esas perras del Nakk han podido descubrir mi escondite.
Thuggory supuso que las del Nakk serían un aquelarre enemigo de Le Fey.
—¿Supongo que tienes que irte? —preguntó él con cautela.
—¡Obviamente me tengo que ir, imbécil! —gritó Le Fey furiosa—. ¡No tengo ninguna general competente liderando a esa panda de inútiles! ¿Pero cómo demonios lo han sabido? Nadie sabe la ubicación de mi isla, me aseguré de tenerla bien protegida de…
Se calló en ese instante, como si se hubiera dado cuenta de algo, y Thuggory observó que su cuerpo se sacudía de la rabia que la estaba invadiendo.
—¡Hija de la grandísima puta! ¡Asquerosa traidora de mierda! —chilló Le Fey—. ¡La próxima vez que pille a esa perra juro que mandaré que le hagan trizas!
Thuggory lo comprendió todo. Aquel ataque contra el aquelarre de Le Fey debía haber sido cosa de Astrid. Le sorprendía que la bruja no hubiera decidido atacar el aquelarre de la reina antes, pero parecía que había estado esperando la ocasión para establecer alianzas con otros aquelarres antes de efectuar el ataque.
Bruja lista, pensó Thuggory conteniendo una sonrisa. Había dado a Le Fey donde más le dolía.
La reina se quitó el camisón y, tras dar un chasquido con los dedos, una nube negra cubrió su cuerpo para vestirla con sus vestiduras oscuras de bruja. Abrió la ventana del camarote y se dirigió a él muy seria.
—Dirígete a la isla de los Cabezas Cuadradas de inmediato —ordenó secamente—. No hagas ninguna tontería en mi ausencia.
Thuggory quiso defenderse con que, por lo general, ella era la de las tonterías, pero se redujo a asentir sin mucho ánimo y la bruja salió volando por la ventana. Thuggory terminó de vestirse y salió a cubierta para dar nuevas indicaciones. A nadie de la tripulación pareció entusiasmarle el nuevo cambio de rumbo y su timonel le advirtió que los marineros estaban muy cansados para un viaje tan largo.
—Pararemos en Mema, nos queda a mitad de camino —propuso Thuggory sin muchas ganas.
No le apetecía encontrarse con Ingrid Gormdsen y ser testigo de la decadencia de la isla una vez más, pero no había una isla que le quedara mejor que Mema para parar a descansar. Llegaron poco después del atardecer a la isla y les recibieron una comitiva liderado por uno de los ancianos del Consejo de Mema. Ingrid Gormdsen, por supuesto, no iba a malgastar su tiempo en recibirle y a Thuggory le consoló no tener que cruzar palabra con esa horrible mujer. El ambiente seguía siendo tan deprimente como siempre y agradeció no toparse con nadie conocido. La casa de la reina estaba limpia y preparada como siempre y tuvieron el detalle de darle una cena caliente, algo que el resto de la población seguramente no habría disfrutado en meses. Se quedó solo en la casa, acompañado únicamente del crepitar del fuego y del canto de las cigarras. Se quitó la capa y dejó su espada junto al hogar. Agradeció estar solo esa noche y que Le Fey estuviera ocupada con sus asuntos de brujas. La reina no le había dejado ni respirar en las últimas semanas y era un alivio contar con su propio espacio por una vez. Sin embargo, su cuerpo anhelaría el de la bruja tan pronto se metiera en la cama, por lo que era consciente de que aquella tampoco iba a ser su mejor noche.
El chirrido de la puerta abriéndose le asustó, aunque cuando acudió a ver quién estaba tras ella no se encontró con nadie. Volvió a cerrar la puerta y esta vez le echó la llave. La sensación de paz y soledad había desaparecido repentinamente y el vikingo tenía la extraña percepción de que alguien le estaba observando. Sabía que era una tontería, pero su intuición rara vez solía fallarle. No obstante, la casa estaba vacía y no tenía sentido permitir que la cena se enfriase por más tiempo. Se sentó en la mesa y revolvió el estofado de carne y verduras con la cuchara antes de darle un bocado. Para su disgusto, estaba soso, aunque recordó aliviado de que había sal guardada en uno de los armarios. Hizo el amago de levantarse, pero sus piernas no parecían obedecer a su mandato o, más bien, era como si... ¿Qué demonios? ¡Tenía el trasero pegado al asiento! ¿Pero cómo…?
De repente, una uva del racimo que se encontraba en su plato se elevó en el aire hasta la altura del asiento en el que solía sentarse Le Fey y desapareció ante sus ojos.
—La fruta está en su punto, deberías probarla —dijo de repente una voz femenina.
Thuggory miró hacia los lados alarmados. La voz le resultaba familiar, pero no lo bastante como para reconocer de quién era. Sin embargo, pronto empezó a aparecer ante sus ojos una persona. Primero parecía traslúcida, pero enseguida se torno totalmente visible y el Cabeza Cuadrada se quedó sin aliento cuando reconoció a Astrid, quien estaba despatarrada en el asiento de Le Fey, con sus piernas cruzadas sobre uno de los brazos de la silla y con una sonrisa pícara dibujada en sus labios.
—¿Qué tal, Thuggory?
A Thuggory no le salían las palabras. De todas las personas con las que podía encontrarse allí, aquella mujer era indudablemente la última de la lista. El vikingo sintió una tensión en su estómago. Si ella estaba allí, eso significaba que Hipo también estaba en la isla.
—Hipo está ocupado con otros asuntos —dijo la bruja cogiendo otra uva de su plato—, pero me ha parecido conveniente pasarme a saludar. Después de todo, estuviste a punto de matarme la última vez y no cualquiera puede presumir de tal hazaña.
Thuggory estudió el rostro de la mujer con atención. Resultaba comprensible la razón por la que Hipo se hubiera sentido atraído por ella: era una mujer muy bella. El cabello corto le sentaba muy bien y le daba un aire femenino del que pocas mujeres podían presumir con un corte como aquel; sus ojos eran de un azul profundo y eran tremendamente expresivos. Era mucho más esbelta y alta que cualquier bruja que hubiera visto y Thuggory sabía por experiencia que su aspecto tan voluptuoso y femenino fácilmente podía engañar a cualquiera que osara pelear con ella. Nadie le había golpeado tan fuerte como lo había hecho Astrid y aún le dolía la mandíbula del puñetazo que le había dado durante la batalla en la Isla de los Marginados.
—Te habría matado si la chica Thorston no me hubiera golpeado por la espalda —le aseguró el vikingo muy tenso.
—Soy una bruja con suerte y con buenos amigos, ¿qué le vamos hacer? —replicó ella sonriente—. Relájate, Thuggory, que solo he venido a hablar.
—¿Y qué te hace pensar que yo quiero hablar contigo? —escupió el Cabeza Cuadrada rabioso—. ¿Qué coño haces aquí? ¿Dónde está Hipo?
—Relájate —repitió ella sin perder la calma y miró a su alrededor—. Teniendo en cuenta la de comida que tienes sobre la mesa y lo bien que se está aquí tendrías que estar la mar de tranquilo, ¿qué necesidad hay de alterarse?
Estaba burlándose de él, no cabía duda. La bruja volvió a focalizar su atención en él y ambos se sostuvieron las miradas en un tenso silencio. Bajo aquella máscara de mofa y superficialidad, se escondía una bruja muy peligrosa que fácilmente podría matarlo con su magia si quisiera. Podría haberlo hecho aquella noche en la Isla de los Marginados, cuando se quedó a merced de ella, aunque finalmente dudara y él hubiera aprovechado la oportunidad para intentar matarla. No había estado orgulloso de su movimiento, pero nadie le había advertido que Astrid fuera a ser una contrincante igual o superior a él.
—¿Por qué no lo hiciste? —preguntó Thuggory sin poder resistirse por más tiempo.
—¿A qué te refieres? —replicó ella extrañada.
—Pudiste matarme y no lo hiciste.
Ella ladeó la cabeza, claramente molesta por su pregunta.
—En ese momento no sabía que estabas vinculado con ella, de saberlo lo habría hecho —se defendió Astrid indignada—. Al menos, yo estaba ganando limpiamente, no como otros.
Thuggory frunció los labios. Aquel había sido un golpe bajo al que no podía rebatir.
—¿Por qué la ayudas? —continuó preguntando la bruja—. Y no me vengas con el discursito ridículo de que ella es la reina legítima. Los dos sabemos que Kateriina Noldor es una fachada que utiliza Le Fey como herramienta, al igual que resulta muy evidente que no estás bajo su influencia.
—¿Cómo sabes que no lo estoy? —cuestionó él con amargura.
—Porque tienes la misma mirada que he tenido yo durante veinte años —respondió Astrid muy seria—. Yo no tenía otro remedio más que servirla, ¿pero tú? No comprendo qué es lo que te impulsó a quedarte a su lado para servirla. Eres consciente de que esa mujer no es tu dulce prometida, ¿verdad?
—Perfectamente —afirmó él entredientes.
—¿Entonces?
Thuggory no quiso responder porque sabía que no había nada que decir en su defensa. Estaba sirviendo a la personificación del mal sin titubear porque quería salvar a su amada. Era consciente de que aquel argumento flojeaba a cada día que pasaba, pero era lo único que le ayudaba a seguir adelante. El volver a tener a su Kateriina entre sus brazos, nada más.
—Es muy probable que ella esté muerta —dijo Astrid de repente—. Kateriina, me refiero.
El vikingo alzó la mirada furioso hacia ella e intentó abalanzarse sobre ella, aunque su cuerpo no se movió ni un solo centímetro. Astrid suspiró cansada y le contempló con una lástima que asqueó a Thuggory.
—¿Qué vas a saber tú? —escupió Thuggory rabioso—. Si piensas que voy a tragarme tus mentiras...
—¿Prefieres que te deje entonces engañándote a ti mismo? ¿Que te creas mejor las mentiras de Le Fey? —replicó Astrid con severidad—. ¿Qué prueba tienes de que Kateriina esté viva, Thuggory? Le Fey ha devorado…
—¡Cállate! —rugió él golpeando contra la mesa, causando que la bruja se viera obligada a arrastrar su silla hacia atrás—. ¡Todo esto lo hago para recuperarla, así que no te atrevas siquiera a insinuar que ella no está viva!
Astrid le observó con los ojos abiertos de par en par y se quedó un momento callada antes de apartarse el flequillo de sus ojos. Su expresión se había tornado muy severa y sus orbes se habían vuelto frías como el hielo.
—Creo que eres perfectamente consciente del percal que estás metido, Thuggory. Has sido un auténtico idiota por creer a Le Fey.
—No soy ningún idiota —se defendió él furioso.
Ella hizo un amago de querer reírse, pero no lo hizo.
—Todos los hombres lo sois cuando se trata del amor —apuntó ella con impaciencia—. Perdéis la razón y actuais sin pensar.
—Supongo que estaré a la altura de Hipo entonces.
A la bruja no le gustó aquella réplica, pero tampoco lanzó ningún contraargumento al respecto. Se había puesto tensa por primera vez desde que habían empezado la conversación y Thuggory fue consciente de que Hipo ya era una cuestión más delicada para ella.
—¿Le quieres? —preguntó él.
—¿Te importa? —cuestionó ella con frialdad.
—Sí —respondió Thuggory tajante—. Me resultaría incomprensible que Hipo hubiera traicionado a su propia especie por alguien que no le amara.
Astrid se inclinó hacia delante con ojos mortíferos.
—¿Me hablas de traición cuando eres tú el que se folla y sirve a un monstruo como Le Fey?
Thuggory sonrió y también se reclinó hacia ella.
—¿Y me hablas tú de traición cuando proteges al paladín de Surt de las de tu propia especie?
Astrid palideció ante sus palabras y, por un segundo, Thuggory pensó que iba a desmayarse allí mismo. La bruja cerró los puños con tal fuerza que sus manos se quedaron blancas. Parecía tentada a darle una paliza, pero al parecer la bruja sabía no dejarse llevar por sus emociones y se redujo a apoyarse contra el respaldo de su asiento.
—¿Cómo lo has descubierto?
Thuggory se alegraba de que no perdiera el tiempo negándolo.
—Hipo tiene enemigos por todo el Archipiélago. ¿Pensabas que no se iba a saber? No es precisamente discreto que un hombre pueda hacer magia, ¿me equivoco? Magia del fuego, además. Tan pronto se lo expliqué a Le Fey no tardó en hacer la asociación —relató el Cabeza Cuadrada con diversión.
La bruja parecía muerta de ganas de echársele encima, pero parecía consciente de que si algo le pasaba a él, Le Fey se enteraría al instante. Por eso no le había hecho nada todavía. A Astrid no le interesaba que Le Fey supiera que ella estaba en Isla Mema y, ahora que ella estaba ante él, estaba seguro de que todo aquello era una estrategia que la bruja e Hipo estaban llevando a cabo para recuperar la isla. Sin embargo, su presencia de última hora en la aldea debía haber desajustado sus planes y, ahora, era ella la que se estaba encargando de mantenerlo entretenido. No debía haber otra opción, sino… ¿qué razón habría movilizado a aquella mujer para estar allí? Nada los ataba y, hasta donde sabía, ambos tenían el mismo deseo mutuo de matarse.
—Dime una cosa, ¿esta información te la reveló el mercenario? —preguntó ella sin poder ocultar la amargura en su voz.
Thuggory alzó las cejas.
—¿Te refieres a Bain Eldarion? Bueno, su reputación se nubla por su alcoholismo, pero al menos ha resultado útil para descubrir la información de la magia de Hipo —le aseguró Thuggory.
Varios cuencos de cerámica que se encontraban sobre los estantes de la cocina explotaron de repente, causándole casi un infarto del susto, aunque Astrid no movió ni un pelo ni apartó sus ojos de él.
—¿Dónde está Bain Eldarion ahora mismo? —preguntó ella con lentitud.
—¿Qué tienes con ese tío? —cuestionó el Cabeza Cuadrada—. Eldarion parecía muy predispuesto a salvarte en nuestras últimas conversaciones. Llegó incluso a negociar tu liberación conmigo.
—Ese tío está predispuesto a hacer lo que le venga en gana siempre y cuando sea como él quiera—le aseguró la bruja conteniendo su ira—. ¿Dónde está?
—¿Por qué quieres saberlo?
—Porque sabes dónde está.
—No sé…
—Thuggory —le cortó ella furiosa—. Si quieres que no te tome como un imbécil, deja de tomarme a mí por gilipollas. Sé perfectamente cuando alguien me miente a la cara.
El Cabeza Cuadrada sostuvo su mirada. No comprendía la naturaleza de la relación que había entre el mercenario y la bruja, pero parecía mucho más complejo de lo que Eldarion le había dado entender. No había preocupación en el rostro de la bruja, sino más bien puro resentimiento, como si quisiera matarlo ella misma con sus propias manos. Una posición muy distinta a la de Eldarion, quien se había mostrado insistente en proteger a la bruja como fuera necesario. La presencia del mercenario había sido problemática desde el instante que había puesto un pie en Isla Mema. Tras revelarle lo de la magia de Hipo, Thuggory había marchado para encontrarse con Le Fey para darle las nuevas y, para antes de que pudiera volver a reunirse con él ese mismo día, Ingrid Gormdsen le había encerrado con una fuerte acusación de desorden público e injurias contra su persona. Thuggory no había abogado por el bienestar del mercenario, es más, estaba agradecido de quitárselo de en medio. Además, tenía preocupaciones más importantes, dado que Le Fey no se había tomado bien la información de que Hipo tuviera magia.
—Ahora tenemos más razones para matarlo —había argumentado la reina—. Tendría sentido que él fuera el que mató al pequeño de los Gormdsen. Aquel fuego no era normal, Thuggory, te lo digo yo. Si él posee magia, indudablemente debe tratarse del paladín de Surt.
Oír hablar de paladines, dioses, gigantes de fuego y del Ragnarok se le hacía tan surrealista que casi rozaba lo absurdo, pero no podía tomarse el asunto a la ligera, más teniendo en cuenta lo preocupada que se veía Le Fey. No obstante, Thuggory no era capaz de comprender como de todos los hombres que había en el Midgar, Surt se había decantado por Hipo. No es que dudara de las capacidades del vikingo, pero Hipo no parecía tener el perfil de ser alguien que pudiera iniciar el Ragnarok.
Sencillamente no le entraba en la cabeza.
Un chasquido ante sus ojos le trajo de nuevo a la realidad. La bruja estaba ahora de pie a su lado y Thuggory sintió que el aire de repente estaba muy cargado, como cuando se avecinaba una tormenta. Tragó saliva. Thuggory había visto la magia de Astrid en el pasado y sería una imprudencia infravalorar sus capacidades. La bruja, sin embargo, tomó aire profundamente y el aire se fue descargando a medida que fue calmándose.
—Bain Eldarion es en realidad Finn Hofferson —reveló ella una vez que se había tranquilizado del todo.
Thuggory soltó una exclamación atónito.
—¿El hijo de Thror Hofferson? ¿El que deshonró el nombre de los Hofferson? —preguntó él escandalizado.
—Ese mismo.
Thror Hofferson era una leyenda del Archipiélago. Un formidable luchador, gran matador de dragones y temido por todas las tribus por su ferocidad y su fuerza. Thuggory siempre había admirado su figura y fue una gran decepción descubrir que había fallecido a causa de un ataque de dragones junto con toda su familia. Finn Hofferson había sido el único Hofferson que había quedado vivo tras la guerra, pero había sido exiliado de Mema e incluso de los Marginados por ser un hombre conflictivo y deshonroso. Había ensuciado el buen nombre de su padre y de sus antepasados y ahora no eran más que un recuerdo que acabarían pronto en el olvido. Thuggory no se hubiera esperado que el mercenario fuera Finn Hofferson, pero si lo valoraba fríamente cobraba perfecto sentido. Un hombre amargado, atormentado, frío y dado al alcohol. Resultaba incluso lógico sus deseos de quitarse a Hipo de en medio dado que su padre lo había exiliado de Mema, pero no comprendía la relación entre Astrid y Hofferson.
Antes de que Thuggory pudiera indagar más sobre el asunto, sonó el cuerno de alarma. En ese momento, el vikingo sintió que lo que fuera que le estaba sujetando a la silla se aflojaba, probablemente debido a la repentina distracción que le había hecho entrar en pánico a la bruja. Thuggory aprovechó su oportunidad y se abalanzó sobre ella. Astrid soltó un grito de sorpresa y jadeó cuando su espalda dio contra el suelo con todo su peso encima. No obstante, la bruja no se quedó quieta e intentó quitárselo de encima por todos los medios. Por suerte, Thuggory supo aprovechar su ventaja y había inmovilizado su piernas con las suyas y había sujeto sus muñecas contra el suelo.
—Te creías muy lista, ¿a que sí? ¿Realmente pensabas que podrías conseguir algo aquí? Debe ser cuestión de minutos hasta que atrapen a Hipo, ¿y qué vas hacer entonces? No podrás sola con todos nosotros, Astrid.
La bruja le fulminó con la mirada, pero entonces dibujó una sonrisa maquiavélica que le puso la piel de gallina.
—Mira y aprende —dijo la bruja.
Su mano, que hasta entonces estaba cerrada en un puño, se había abierto y movió los dedos al ritmo de una extraña sintonía que empezó a murmurar. Preso de un repentino pánico, Thuggory soltó una de sus manos para cerrar su boca, pero cayó enseguida que Astrid buscaba precisamente eso. Con su mano libre, sujetó fuerte de su nuca y Thuggory sintió que su piel ardía inexplicablemente contra la suya.
—¡Suéltame! —gritó.
Nunca, dijeron sus ahora relucientes ojos llenos de determinación. Y, poco a poco, Thuggory se fue perdiendo en aquellas orbes profundamente azules, inconsciente de que estaba perdiendo la fuerza en sus miembros y que ahora la bruja se había liberado de su agarre, aunque aún no había soltado su nuca.
—Que tengas dulces sueños, Thuggory.
El Cabeza Cuadrada quiso replicar, zarandearse para que le soltara, pero poco a poco se dejó caer en la comfortable oscuridad y, por primera vez en mucho tiempo, consiguió quedarse profundamente dormido.
Sin sueños.
Sin pesadillas.
Sin recuerdos que lo atormentaran.
Y, lo mejor, sin culpa.
Xx.
