Capítulo 48: No todavía
La vida fue volviendo gradualmente a la normalidad en Hogwarts. O al menos, a una nueva normalidad teniendo en cuenta los últimos eventos que habían golpeado a la comunidad mágica inglesa. El profesor Longbottom se hizo cargo de la conducción del colegio y las clases retomaron su curso a los pocos días del ataque, una vez que la sanadora Chang le dio el alta definitivo a todos los estudiantes que ocupaban su Enfermería y los ánimos agitados de los padres se calmaron al ver que la seguridad del castillo no había sido vulnerada.
Las puertas del colegio eran ahora vigiladas de forma constante por un escuadrón de Aurores. Durante las noches, patrullaban también los pasillos y las entradas a las salas comunes. No era la primera vez que tenían fuerzas de seguridad dentro del castillo, pero sí era la primera vez que se percibía la tensión emanando de ellos. Algo había cambiado en los aurores, la sombra de una amenaza cerniéndose sobre sus cabezas, obligándolos a estar en un estado de alerta constante. Ahora parecían más soldados que antes.
Pero las cosas difícilmente habían vuelto a la normalidad para Albus y su grupo. Era difícil concentrarse nuevamente en los exámenes que aguardaban por delante cuando la ausencia de Scorpius entre ellos se hacía más evidente con cada día que pasaba y su asiento continuaba vacío. Su mejor amigo seguía en San Mungo, recuperándose de la desagradable maldición que Zabini le había lanzado, y aunque su vida no se encontraba en peligro inminente, era un recordatorio constante de lo cerca que habían estado de la muerte.
Todos contaban los días hasta su regreso, especialmente Rose. Así que esa mañana, después de una semana de tortuosa espera, cuando finalmente llegó una carta de Scorpius anunciando que al día siguiente regresaría a Hogwarts, su prima se iluminó como un árbol de Navidad en Nochebuena.
Albus cruzó una mirada rápida con Hedda por sobre el desayuno. Debían actuar ese mismo día, antes de que Scorpius volviera al castillo. Era consciente de que su amigo no iba a aprobar lo que él y Hedda estaban a punto de hacer, pero no pensaba echarse atrás.
No había querido actuar en el fervor de los días inmediatamente posteriores al ataque de la Rebelión. Albus había aprendido que la ira era mala consejera. En cambio, había rumiado su enojo, había calmado su corazón enloquecido que clamaba retribución, y había esperado. Iba a atacar con la mente fría y la mano firme, cuando su contrincante no se lo viera venir. Iba a esperar a que el traidor se sintiera tranquilo y se relajara, resguardado en el falso consuelo de que lo peor de la tormenta había pasado.
Pero no iba a echarse atrás. Albus no era una persona benevolente, y el perdón no era algo que cosechara en gracia. La traición era algo inaceptable para él. No había honor ni respeto en un traidor. No merecía su perdón. Y no lo tendría.
Sus amigos de Gryffindor estaban tan ilusionados con el regreso de Scorpius que ni siquiera notaron cuando Hedda se deslizó sigilosamente fuera del Gran Salón siguiendo a Circe Zabini, para volver varios minutos más tarde. Volvió a ocupar su silla en silencio e hizo un gesto casi imperceptible hacia Albus, dándole a entender que estaba hecho. Ahora sólo restaba esperar. Habían esperado una semana, podían esperar hasta la tarde.
Tal como Albus había predicho, Dimitri Kurdan se había relajado conforme fueron pasando los días y las represalias no llegaron. Para el séptimo día, estaba convencido de que se había salido con la suya y no habría consecuencias a su traición. Un pensamiento ingenuo, por supuesto, teniendo en cuenta que era Albus Potter de quien hablaban. Siempre había consecuencias con él. Tendría que haberlo sabido después de tantos años de ser su espía.
Pero en cambio se dejó engañar por el aspecto maltrecho que tenía el grupo de Potter sin uno de sus integrantes, y se envalentonó con las palabras orgullosas con que Portus Cardigan y Taurus Zabini se llenaban la boca cada vez que podían, regodeándose en que finalmente alguien había puesto a Potter y sus amigos en su sitio. Se permitió pensar que, tal vez, solo tal vez, Albus no se animaría a actuar contra él ahora que la Rebelión había mostrado lo que era capaz de hacer y que los Hijos tenían la delantera dentro del castillo. Se había equivocado.
Envuelto en esa falsa confianza, no le llamó la atención cuando la hermana de Taurus se acercó a ellos esa tarde para entregarles una nota del profesor Slughorn dirigida exclusivamente a Zabini y a Cardigan, solicitando hablar con ellos en privado respecto a su último ensayo de pociones. Dimitri era un muchacho astuto, y tendría que haber sospechado algo en ese momento. Pero Circe era la hermana de Taurus. Era alguien en quien podían confiar... ¿o no?
No le gustaba demasiado la idea de volver él solo hasta la sala común de Slytherin, pero de nuevo, se sentía confiado. El peor momento había pasado, y el tramo que tenía que recorrer por su cuenta, sin el apoyo de sus dos compañeros, era relativamente corto. Y todavía era temprano. Había mucha gente dando vueltas por los pasillos. O debería haber habido.
Cuando dobló en el pasillo justo antes de llegar a la sala común, se encontró con que sólo había una persona allí, esperándolo.
El cabello largo y negro de Hedda le caía como una cortina pesada por los hombros y hasta la cintura, enmarcando su rostro pálido y resaltando sus ojos azules y incandescentes. Allí de pie, bloqueando el camino de un pasillo subterráneo y oscuro, se parecía más a un espectro que a un humano. Dimitri sintió un escalofrío recorrerle la espalda y se sintió tentado de dar la vuelta y volver por donde había venido, un mal presentimiento abordándolo. Pero en cuanto giró sobre sus talones para hacerlo, se encontró con que Albus Potter le cerraba el paso.
—¿Ibas a algún lado? —le preguntó Albus. Dimitri tragó saliva.
—Albus… qué sorpresa —balbuceó nervioso. Albus curvó una ceja.
—¿Lo es?
Dimitri lanzó una mirada desesperada por sobre su hombro sólo para comprobar que Hedda se había acercado y ahora se encontraba a su espalda.
—Taurus y Portus llegarán en cualquier momento… —intentó nuevamente Dimitri, aunque no sonaba convincente ni siquiera a sus propios oídos. Albus sonrió de forma viciosa.
—Lo dudo —dijo con tranquilidad—. Ven conmigo, Dimitri —le pidió luego, señalando hacia una de las puertas que había en el pasillo.
—¿Por qué?
—Porque quiero hablar contigo —respondió Albus evasivamente.
—Podemos hablar aquí —sugirió Kurdan, su voz temblando. Sintió el extremo de una varita clavarse en la región entre sus omóplatos y supo que estaba atrapado.
—Camina —la voz melodiosa de Hedda le erizó los vellos de los brazos.
Avanzó con pies torpes, tropezando consigo mismo. Albus sostenía la puerta abierta para él mientras Hedda lo obligaba a seguir avanzando a punta de varita. Dimitri temblaba cada vez más con cada paso que daba, el pánico evidente en su mirada.
—Me mentiste, Dimitri —dijo Albus, cruzándose de brazos, y manteniendo la voz tranquila.
Dimitri se removía inquieto frente a él, sus ojos recorriendo con frenetismo la sala, buscando una escapatoria. La puerta se encontraba cerrada, con Hedda apostada frente a la misma bloqueándola. No había ventanas, y las paredes eran de piedra maciza, una habitación excavada en la tierra. No había a donde escapar.
—¿Mentirte? —repitió Dimitri, tartamudeando—. Albus, yo jamás…
—Cuidado con lo que vas a decir ahora, Dimitri —le advirtió Potter, sus ojos relampagueando—. No quieres mentirme de nuevo.
—Puedo explicarlo… —volvió a intentar Kurdan, su voz convertida prácticamente en un gimoteo patético.
—No necesito que me expliques nada, Dimitri —aseguró Albus, descruzando los brazos. Dio un paso hacia delante, e inmediatamente, Dimitri retrocedió. —¿Hace cuanto tiempo que me mientes?
—Albus, por favor… —rogó Kurdan.
—¿Hace cuánto que sabes que Wence es un Rebelde? —siguió preguntando Albus, ignorando las súplicas del muchacho.
—Por favor… Hedda... —giró entonces su atención hacia la muchacha, desesperado. Pero Hedda se mantenía como una estatua de mármol frío ante la puerta, inmutable.
—Responde, Dimitri —Albus chasqueó los dedos, llamándole la atención de regreso hacia él.
—Yo… Te lo dije, Albus —suspiró Dimitri, derrotado—. Te dije que no quería seguir haciendo esto…
La varita de Potter recortó el aire antes de que Dimitri pudiera terminar lo que fuera que estaba por decir, una furia cegadora impulsando su mano. El hechizo golpeó contra Dimitri empujándolo hacia atrás hasta golpear contra la pared. Un grito ahogado escapó de sus labios, mezcla de sorpresa y dolor, mientras se desplomaba en el suelo.
—Y yo te dije que si no estabas conmigo, —le recordó Albus en un tono amenazante— estabas en mi contra.
Dimitri intentó incorporarse, aturdido por el ataque sorpresivo. Su mano tanteó entre los pliegues de su ropa, buscando la varita. Pero Albus se la arrebató con otra sacudida desdeñosa de su muñeca. Kurdan quedó desarmado frente a él, sus pupilas dilatadas de puro terror mientras se apretaba contra la pared como si deseara fundirse en ella y desaparecer.
—No vas a hacerme daño —dijo Dimitri, y aunque temblaba, había cierto desafío en su voz. Una sonrisa desagradable torció la comisura de los labios de Albus.
—¿Estás seguro de eso?
—¡Te expulsarán de Hogwarts si lo haces! — gritó repentinamente, su voz estridente y desesperada.
El rostro de Albus se endureció. Volvió a mover su varita, convocando un nuevo hechizo. El cuerpo de Dimitri se elevó, flotando a escasos centímetros del suelo, sus brazos extendidos en forma de cruz, su rostro empalideciendo con el más crudo de los miedos.
—Tienes razón —susurró Albus en un tono plácido, casi despreocupado. Caminó hasta quedar cara a cara con Dimitri. Se inclinó hacia delante, acercando su boca a una de las orejas de Kurdan—. Pero algún día, los dos saldremos de Hogwarts. Y entonces, voy a encontrarte y voy a hacerte pagar por tu traición. No habrá ningún lugar seguro donde esconderte de mi. Tienes mi palabra —susurró a su oído.
Sintió cómo Kurdan se estremecía. Dio un paso hacia atrás para contemplarlo mejor, mientras Dimitri se sacudía intentando liberarse de la magia que lo mantenía sujeto en el aire. Una extraña sensación de satisfacción lo invadió.
Estiró una mano hacia el brazo izquierdo de Dimitri y le arremangó cuidadosamente la manga de la camisa.
—¿Qué haces? ¿Qué buscas? ¡Suéltame! —gritaba Dimitri, cundiendo completamente al pánico. Tenía el rostro desencajado, pero no importaba cuánto se sacudiera, la magia de Albus lo mantenía clavado en aire, vulnerable.
—Un pequeño recordatorio para sellar nuestra promesa —respondió Albus con una expresión maliciosa.
Apoyó la punta de su varita sobre la piel del antebrazo descubierto de Dimitri y comenzó a deslizarla trazando un dibujo. El muchacho soltó un grito de pura agonía ante el contacto. El aire se impregnó con el olor a carne quemada, mientras la piel se chamuscaba allí donde la tocaba la varita. Lentamente, el dibujo de una letra "A" comenzó a tomar forma en el antebrazo de Dimitri.
Cuando terminó, Albus retrocedió nuevamente para observar su trabajo. Complacido con el resultado, liberó a Dimitri. El chico cayó pesadamente en el suelo y se hizo un ovillo, acunándose el antebrazo izquierdo contra el pecho y sollozando. Albus le dio la espalda sintiéndose asqueado con su debilidad. Scorpius había recibido una herida mortal y no había derramado una sola lágrima. Dimitri tenía que agradecer su suerte.
—Voy a mostrarle al profesor Slughorn lo que me has hecho… Estás arruinado, Potter —la voz de Dimitri se escuchaba ronca, su garganta encendida a causa de los gritos que había emitido. Sin embargo, había cierto triunfo en la forma en que lo dijo, mostrando esa faceta astuta de él que había estado oculta hasta entonces.
Hedda se despegó de la puerta, sus pies deslizándose por el suelo de piedra como si flotara, dotada de una gracilidad y un silencio inhumanos. Su rostro se mantuvo imperturbable mientras se arrodillaba junto a Dimitri y estiraba ambas manos blancas y frías, con las palmas hacia arriba, en una especie de invitación. Kurdan la observó con recelo.
—Déjame verte —le pidió Hedda, y cada una de las sílabas tintineó en el aire como una melodía armoniosa y hechizante. Era un pedido al que Dimitri no podía negarse, no cuando era pronunciado por una voz tan hermosa, tan perfecta. Sus ojos se volvieron vidriosos y extendió el brazo herido sin resistencia, con una expresión de ensueño en su cara que hasta entonces había lucido torturada.
Los dedos largos y pálidos de Hedda se cerraron alrededor del antebrazo de Dimitri, rodeando la zona donde la letra A resaltaba como una marca hecha con hierro ardiente. Deslizó con suavidad el pulpejo de su pulgar por sobre la piel ardiente, y Dimitri dejó escapar un siseo entre dientes apretados ante el contacto gélido.
—No dirás nada de esto a los profesores —volvió a hablar Hedda armoniosamente, con una débil sonrisa dibujada en sus labios violáceos—. Porque si lo haces, y algo le sucede a Albus… Yo iré por ti. Me deslizaré durante la noche en tu habitación, mientras duermes pacíficamente en tu cama, y te rebanaré el cuello como el cerdo que eres —su voz se volvió dura como el hielo, y toda la música que la había encantado se desvaneció con la misma velocidad con que había llegado.
Hedda presionó el pulgar fuertemente contra la quemadura, y Dimitri se retorció y se encogió todavía más frente a ella, gimiendo de dolor mientras salía del estupor en que ella lo había sumido en primer lugar. Levantó la cabeza hacia ella, confundido y suplicante, y sus ojos se abrieron inmensos al encontrarse con que Hedda le devolvía una mirada roja y salvaje.
Dimitri sacudió el brazo, intentando liberarse de las manos de Hedda, aferradas a él como garras de acero. Hedda lo soltó y volvió a enderezarse, manteniéndose tan imperturbable como había llegado. Kurdan se arrastró por el piso, alejándose de ella todo lo que la pequeña habitación le permitía.
—Ahora ya lo sabes —dijo Albus—. Tus nuevos amigos no son las únicas personas peligrosas aquí, Kurdan.
Dejaron a Dimitri gimoteando de dolor y miedo en la pequeña sala. Albus lanzó una mirada de reojo hacia su amiga mientras caminaban a la sala común en silencio. El rostro de Hedda era indescifrable. El brillo escarlata había sido solo un destello pasajero, y sus ojos volvían a tener ese color celeste glaciar e impenetrable.
Terminó de dibujar las runas en el suelo y las contempló pensativamente durante unos segundos con la cabeza inclinada hacia un costado, como si de esa forma fuese capaz de corregir las líneas torcidas y desprolijas de su escritura.
Suspiró, sentándose dentro del círculo con la Bola de Cristal frente a ella. Cerró los ojos, apoyando las manos sobre sus rodillas cruzadas, intentando despejar su mente y acceder una vez más a su Tercer Ojo.
—No deberías hacer esto sola —le advirtió una voz tímidamente.
—¡Mierda! —gritó Lily, saltando desde donde se encontraba y sacando la varita de forma refleja.
Amadeus se encontraba en la puerta, con el morral colgando de un hombro y torciéndolo bajo el peso de los libros que llevaba con él a todos lados. Los anteojos se le habían deslizado por el puente de la nariz y se los empujó de regreso a su lugar con un dedo. Evitaba mirar a Lily a los ojos, y lucía una expresión extrañamente culposa.
—¿Qué haces aquí, Amadeus? —le preguntó Lily, con el corazón todavía latiéndole inusualmente rápido en el pecho.
El chico se encogió de hombros y una sonrisa tímida amenazó con elevar la comisura de sus labios. Metió una mano dentro de su bolso y extrajo un pequeño frasco. Lily sintió que su corazón volvía a acelerarse de solo ver la poción para dormir.
—Fui a buscarte a la sala común de Gryffindor para entregártela, pero tu amiga Nina me dijo que estabas en la biblioteca… Pero tampoco te encontré ahí… —Amadeus dejó flotando en el aire la insinuación de la mentira que Lily le había dicho a Nina.
—¿Cómo me encontraste? —preguntó la pelirroja, saliendo del círculo de runas y caminando hacia él, sin quitar la atención de la poción.
—Supuse que estarías aquí —fue la simple respuesta de Amadeus, mientras le extendía la mano que sostenía la poción para que ella la tomara. Lily se la arrebató de entre los dedos con cierta brusquedad, un instinto posesivo invadiéndola. Solo tener la poción entre sus manos servía para calmar sus nervios.
—Gracias —susurró con los ojos entrecerrados. Casi podía oler el aroma de la poción escapándose por el corcho del frasco, apaciguándola.
—Es peligroso que intentes hacer esto tú sola, Lily —volvió a insistir Amadeus, lanzando una mirada significativa hacia el círculo de runas en el suelo. Lily abrió los ojos.
—Debo hacerlo —afirmó de forma testaruda. Se mordió el labio inferior—. Tengo que hacerlo —agregó en voz baja, dándole la espalda.
Amadeus se removió incómodo en su sitio, frotándose las manos entre sí. Era un muchacho inteligente, pero cuando se trataba de cuestiones sociales, podía ser muy ignorante.
—Fue mi culpa —susurró Lily, sintiendo que sus ojos volvían a llenarse de lágrimas.
—¿Qué cosa? —le preguntó Relish con inocencia.
—Todo —dictaminó ella—. El ataque contra Hogsmeade… La muerte de la directora McGonagall… Scorpius… Mi mamá… Todo —la voz se le quebró.
—¿Por qué crees eso? —había genuina curiosidad en la voz de Amadeus. Aquellas cosas se le escapaban con facilidad. Podía entender a la perfección complicados libros de teoría mágica, pero encontraba terriblemente complejo descifrar emociones tan humanas como la culpa.
—Era a mí a quien buscaba la Rebelión —le explicó ella con resignación. Sus dedos se cerraron alrededor del frasco de la poción. El deseo de beberla y así olvidarse de todo era demasiado tentador. Necesitó de todo su autocontrol para no ceder a la tentación.
—Entiendo —respondió Relish con practicidad. Lily torció la cabeza para mirarlo con un gesto sarcástico.
—¿Lo entiendes?
—Pues sí —repitió él, acomodándose nuevamente los anteojos—. Yo también querría tenerte de mi lado si fuera ellos.
—¿Por qué? —quiso saber Lily, abrumada. Amadeus la miró fijamente durante un instante.
—Porque eres única —le respondió con simpleza—. Tienes un don que nadie más tiene. Puedes torcer la balanza de esta guerra hacia donde lo desees…
—No, no puedo —lo interrumpió con amargura. Amadeus soltó una risita baja.
—Todavía. Algún día podrás —vaticinó Relish. Lily pudo oír la reverencia en su voz y se sonrojó. Nadie nunca había hablado sobre ella de esa forma. Nadie la miraba con la intensidad con que lo hacía Amadeus.
—Aunque lo consiga, jamás usaré mi poder para ayudar a la Rebelión —siseó Lily, alzando el mentón. Amadeus se limitó a asentir con la cabeza, como si eso no fuera realmente relevante.
Lily caminó hasta el alfeizar de una de las ventanas y se sentó sobre el mismo, recostándose contra el grueso cristal, su mirada perdiéndose en el paisaje exterior, mirando sin ver. Escuchó el ruido seco y brusco que produjo el bolso de Amadeus cuando lo depositó en el suelo, y segundos más tarde, el muchacho se encontraba sentado junto a ella en la ventana, mirando también hacia afuera.
—Lo conseguirás —le dijo Relish, en ese tono tan práctico e intelectual que lo caracterizaba.
—¿Cómo? Cada vez que intento usar mi poder termino perdiendo el control o desmayada en el suelo —se lamentó Lily, frustrada consigo misma.
—Encontraremos la forma —siguió diciéndole Amadeus con convencimiento—. Un poder como el tuyo… Magia como esa… —por primera vez, Amadeus no parecía capaz de encontrar las palabras adecuadas. Lily lo miró disimuladamente. Estaba emocionado, y la forma en que brillaban sus ojos... Se parecía más a un hombre de fe que a un hombre de ciencia.
—Es demasiado para mí —se lamentó Lily.
No era la primera vez que pensaba que un don como ese había sido desperdiciado en una niña como ella. Si James o Albus hubiesen tenido el poder que tenía ella, sin duda ya habrían logrado dominarlo, ya habrían encontrado la forma de usarlo para terminar con la guerra. En cambio, ella a duras penas podía espiar hacia el futuro sin demoronarse, física y emocionalmente.
—Tengo miedo, Amadeus —confesó, estremeciéndose de solo decirlo.
—No lo tengas —le dijo él, con ese fuego extraño encendiendo sus ojos detrás de los anteojos—. Esto es tu destino, Lily. Lo sé.
—¿Me ayudarás? —era una pregunta infantil, pero no le importó. Estiró su mano hasta dar con la de Amadeus, y la aferró con fuerza. El muchacho se puso rígido, pero no apartó la mano.
—Tiene que haber una forma de dominar tus visiones —dijo Amadeus con una determinación febril—. Y te prometo que no me detendré hasta encontrarla y traértela.
Allí estaba de nuevo, esa mirada reverencial, como si ella fuese una especie de santa a la cual Amadeus estaba dispuesto a encenderle una vela y montarle un altar. La miraba como si no pudiera creer su suerte al encontrarla, como ella fuese verdaderamente la solución a todos los problemas. La miraba como si ella fuera alguien importante. Amadeus creía en su poder más de lo que ella misma lo hacía… Posiblemente más de lo que cualquier persona lo hacía.
Lily le dio un apretón a la mano, y después de unos segundos, Amadeus le respondió con otro igual. Se quedaron sentados tomados de la mano, haciéndose silenciosa compañía.
Scorpius no llegó a la mañana temprano como ellos esperaban. Se habían hecho a la idea de que lo verían aparecer por las puertas del Gran Salón durante el desayuno y que se sentarían una vez más los seis juntos alrededor de la mesa, completando una unidad que se sentía incompleta sin él.
Rose no quería irse a clase. Nunca antes había faltado a una clase, y eran contadas las veces que había llegado incluso tarde. Pero ese día, no le importaba lo que los profesores tuvieran para enseñar. No le importaba si la amonestaban por ausentarse el día entero. Solo le importaba Scorpius. Necesitaba volver a verlo. Una intranquilidad se había asentado en su pecho desde el ataque en Hogsmeade y la acompañaba desde entonces a todos lados y en todo momento. No le dejaba pensar. No le dejaba dormir. No le dejaba comer. Solo podía pensar en él. Empapado en sangre, con el cuerpo atravesado por heridas. Su rostro pálido y frío como la muerte bajo la luz del comedor de Victoire Weasley. Su vida escapándosele con cada gota que manaba de los cortes.
Había estado segura de que moriría ese día. Había estado convencida de que lo vería morir en sus brazos, sin que ella pudiera hacer nada al respecto. Había sido el peor tipo de tortura. Rose habría dado cualquier cosa por intercambiar lugares con él, por ser ella la que sangraba en lugar de Scorpius.
Pero no había muerto. A Rose le costaba creerlo. Necesitaba volver a verlo, asegurarse de que estaba vivo. De que estaba bien.
Se arrastró de clase a clase como un fantasma, escuchando sin oír, mirando sin ver, pendiente de cada minuto que pasaba, de cada esquina que doblaba, esperando ver a Scorpius aparecer en cualquier instante.
Fue durante la clase de Aritmancia que Rose finalmente sintió su presencia. Levantó la cabeza de la hoja de cálculo y buscó frenéticamente con la mirada por toda la sala. El resto de los estudiantes continuaba haciendo sus deberes, ignorantes de esa pulsión que latía dentro de ella, llamándola.
—¿A dónde vas? —le preguntó Albus cuando Rose se incorporó bruscamente de su silla.
—Scorpius —susurró ella. Era él. Estaba segura. Lo sentía. La estaba llamando. Albus la miró analíticamente con la cabeza levemente inclinada hacia un costado. Rose se preguntó si su primo creería que finalmente ella había perdido la cabeza. Pero en cambio, le sonrió.
—Ve. Yo juntaré tus cosas —dijo Albus. Rose salió corriendo del aula, ignorando a lo que fuese que le decía la profesora mientras ella se abalanzaba sobre la puerta.
Corrió con el corazón en la garganta, sintiendo como esa soga invisible tiraba de ella hacia delante. Se dejó guiar sin resistencia, y una fuerza cálida empezó a invadirla a medida que se acercaba más a más hacia él. Todavía no podía verlo, pero sabía, sin ninguna duda, que esa soga la estaba guiando hacia él.
Giró el último pasillo, desembocó en el Vestíbulo del castillo, y entonces finalmente lo vio. El aire se le quedó atrapado en el pecho.
Estaba de pie junto a su padre, mientras éste conversaba con el profesor Longbottom en voz baja. Tenía la mirada fija en algo que sostenía entre los dedos de una mano, haciéndolo girar de forma inquieta. Era su pieza del Amuleto.
Levantó la mirada en cuanto sintió la presencia de ella en el lugar. Sus ojos se encontraron. Scorpius sonrió, y Rose creyó que iba a llorar de pura alegría.
Corrió hasta él y lo abrazó.
—Ouh… —jadeó Scorpius cuando Rose lo embistió torpemente, pero a pesar de eso la rodeó fuertemente con los brazos y no la dejó alejarse. Rose sintió cómo Scorpius enterraba el rostro en su cabello rojo e inspiraba profundamente.
—No vuelvas a hacer eso —le dijo Rose al oído, todavía con las manos firmemente agarradas a la espalda de su camiseta.
—¿Qué cosa? —preguntó Scorpius. Su voz se escuchaba rasposa a causa del desuso.
—Amenazar con morirte —respondió ella. El cuerpo de Scorpius tembló entre sus brazos, sacudido por la risa. Se estaba riendo. Rose nunca creyó que escuchar reír a alguien podía ser tan reconfortante.
—Te lo prometo —susurró él, separándose un poco para poder mirarla a la cara.
La luz del sol incidía sobre el perfil del rostro de Scorpius. Rose ahogó un grito de sorpresa mientras se permitía examinarlo en mayor detalle.
Estaba pálido, casi tan pálido como ella lo recordaba en su lecho de muerte. Era un fantasma tan blanco que prácticamente podían distinguirse las venas que se deslizaban como serpientes azules debajo de su adelgazada piel. El pelo rubio le caía ralo y sin brillo a los costados del rostro, más largo de lo que él acostumbraba a llevarlo. Sus ojos grises estaban hundidos, lo único en su rostro que delataba su vitalidad. Seguían brillando igual que siempre, con la misma intensidad que ella recordaba. Como estrellas fugaces en medio de la noche.
Lo peor era la cicatriz que atravesaba su cara allí donde la maldición había golpeado, bajando desde la ceja izquierda hasta la mejilla. Los sanadores habían hecho un trabajo formidable cerrando la herida, reduciendo la terrible lesión a una marca rojiza que resaltaba contra la blancura del resto de su piel.
Rose estiró una mano con temor, rozando la cicatriz con la yema de sus dedos. La sonrisa se tambaleó en los labios de Scorpius. Sus pálidas mejillas se colorearon a causa de la vergüenza y ella vio la inseguridad reflejada en sus ojos.
Acortó la distancia entre sus labios y lo besó. Fue un beso firme, cargado de significados, lleno de las palabras que no sabía cómo pronunciar. Era el beso después de la ausencia, el beso de los que esperan sin saber si volverán a besarse. Había alivio y desesperación en sus labios, sedientos de volver a rozarse contra los de él.
Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas de pura felicidad mientras se besaban, y deslizó su mano con cuidado por sobre la mejilla marcada de Scorpius, memorizándola con su tacto. Él templó, pero no la soltó. Podrían haberse quedado así para siempre y Rose habría sido feliz.
—Ehm-Ehm —se aclaró la garganta Neville, recordándoles que no estaban solos.
Se separaron de un salto, poniendo una distancia segura entre ellos. Ambos tenían las mejillas arrebatadas y los ojos encendidos y vidriosos. Neville los miraba con una expresión divertida, pero Scorpius tenía su atención puesta en su padre.
Draco Malfoy los miraba desconcertado. No parecía enojado, ni contento. Simplemente… conmocionado. Entornó sus ojos grises mientras analizaba a su hijo, y Rose no pudo evitar pensar que tenían la misma mirada crítica. Scorpius estaba más sonrojado de lo que Rose nunca antes lo había visto. Tenía los labios húmedos y rojos de besarla. Pero no había vergüenza en sus gestos, y se mantenía con la frente en alto, desafiante y decidido. Rose quería besarlo de nuevo solo por eso.
—Padre… Ella es Rose Weasley… —empezó a decir Scorpius con toda la seguridad que podía reunir. Su voz seguía sonando ronca.
—Ya sé quién es, hijo. La conozco —le recordó Draco en un tono controlado.
—... mi novia —continuó Scorpius, expectante.
El brazo de Scorpius recorrió a ciegas el espacio entre ellos dos y sus dedos se cerraron en torno a la mano de Rose, reforzando sus palabras. Los ojos de Draco se desviaron inmediatamente hacia las manos entrelazadas y de regreso a su hijo. Rose podía sentir la ansiedad de su novio emanando de él mientras esperaba el veredicto.
—Sí… Deduje esa parte también —comentó Draco arrastrando las palabras tras unos segundos de tenso silencio, con un asentimiento de su cabeza.
Scorpius se relajó, dejando caer sus hombros y aflojando su mentón puntiagudo. Rose observó alternativamente a padre e hijo, todavía no muy convencida de lo que estaba sucediendo. Los Malfoy eran muy diferentes a su familia. No había grandes gestos de cariño o cálidas palabras de amor. Bastaban un par de miradas y unos movimientos de cabeza para decirlo todo.
—¿Tu padre lo sabe? —preguntó repentinamente Draco, dirigiéndose a ella y tomándola por sorpresa.
—No todavía… —confesó Rose, confundida. Una sonrisa viciosa se dibujó en los labios del señor Malfoy, y su rostro se iluminó con la perspectiva de algo que Rose no terminaba de entender.
—Draco… —le advirtió Neville, meneando la cabeza. Éste chasqueó la lengua.
—Alguien tiene que contárselo, Longbottom —señaló, su voz teñida de una inocencia que no encajaba con él.
—Profesor Longbottom —lo corrigió Neville aunque parecía resignado a que no conseguiría que Draco usara el título jamás.
Efectivamente, Draco respondió con un movimiento desinteresado de su mano, descartándolo. Luego, avanzó un paso hacia su hijo. Scorpius soltó la mano de Rose y y dio un paso al frente. Quedaron uno frente al otro. Rose cayó en cuenta de que Scorpius había crecido mucho en el último año. Ahora prácticamente tenía la misma altura de su padre. Eran increíblemente parecidos.
Draco apoyó una mano sobre el hombro de su hijo y lo apretó cariñosamente. Scorpius sonrió. Era una sonrisa que guardaba solo para Draco. La sonrisa de un niño complacido ante el reconocimiento de su padre. Improvistamente, Scorpius se lanzó hacia delante y abrazó a Draco. Éste soltó una exclamación ahogada de sorpresa, y tras los primeros segundos de confusión, le devolvió el abrazo.
—Cuídate —dijo Draco cuando se separaron. Rose jamás imaginó que una sola palabra pudiera cargar tanto peso.
El profesor Longbottom acompañó a Draco hacia afuera del castillo, de regreso hacia los límites donde pudiera aparecerse de regreso a su hogar. Ella y Scorpius quedaron a solas.
Hacía mucho que no estaban los dos solos, y durante el resto de la tarde, disfrutaron simplemente de hacerse compañía. Se las arreglaron para mantener la conversación alejada de los temas álgidos, evitando intencionalmente nombrar el ataque contra Scorpius y la guerra que se avecinaba. En cambio, jugaron a adivinar formas de animales en las nubes y conversaron sobre los exámenes que pronto llegarían. Ambos sabían que no podían escapar para siempre, pero en ese momento, Rose habría dado lo que fuese porque esa tarde durase para siempre. El resto del mundo podía esperar. La guerra podía esperar un día más, o al menos unas horas. Todavía tenían esa tarde para ellos, para caminar tranquilos junto al lago, y besarse escondidos entre los árboles linderos del Bosque Prohibido. Una última tarde de paz, antes de sumergirse nuevamente en la realidad que los rodeaba.
Pero no podían esconderse para siempre, y no podían evitar lo ineludible. El mundo real los estaba esperado. Sus amigos los estaban esperando. Así que volvieron, tomados de la mano y dándose aliento mutuamente. Mientras subían las escaleras para encontrarse con el resto del grupo, Rose lanzó una mirada de reojo hacia el perfil afilado de su novio. Poder mirarlo tan de cerca, poder tocarlo de nuevo y sentir la tibieza de su piel, le generaba una felicidad que resultaba casi dolorosa. Sentía que le iba a explotar el pecho, pues no cabía dentro de ella todo lo que sentía en ese momento.
Incluso con la cicatriz recorriendo la mitad de su rostro, Rose encontró a Scorpius simplemente perfecto.
Se reunieron con el resto del grupo en la Sala de Menesteres. Albus recibió a Scorpius con un abrazo prolongado. Cuando se separaron, Albus puso sus manos sobre los hombros de su mejor amigo, lo miró de arriba abajo, y finalmente sonrió, palmeándolo amistosamente. Albus lo recibía como a un hermano. No, se corrigió Rose, lo recibe como a un igual. Y eso era mucho decir viniendo de Albus Potter, quien siempre se sentía un poco por encima del resto de la gente.
—Te han devuelto bastante entero —se burló Albus. Scorpius soltó una carcajada divertida.
—Nos alegra tenerte de regreso —dijo Ely, con su sonrisa alegre, mientras le daba un abrazo cargado de cariño.
—Esa cicatriz te sienta bien —comentó Lysander, señalando su rostro.
—¿Cómo es eso? —preguntó Rose, curvando una ceja con curiosidad.
—Es una marca de guerra, Rosie. Dice que Scorpius peleó y sobrevivió… Lo convierte automáticamente en uno de los chicos rudos con los que no quieres meterte en problemas —aseguró Scamander, guiñando un ojo hacia Scorpius. Elektra chasqueó la lengua.
—¿Y eso es bueno? —preguntó la rubia, aunque no podía dejar de sonreír.
—Lo será cuando los Hijos vengan a por nosotros —comentó Albus, siempre críptico.
—Muchos de ellos han desertado… Nadie ha vuelto a ver a Wence, ni a Campbell ni a Ponce desde el ataque… —dijo Lysander, encogiéndose de hombros.
—No han desertado —interrumpió Hedda—. Han cumplido la edad suficiente para unirse a la Rebelión y lo han hecho —explicó metódicamente, con excesiva frialdad. Permanecía de pie a una distancia prudencial de ellos, como si temiera acercarse demasiado. Scorpius se aclaró la garganta. Él y Hedda aún no se habían saludado cara a cara.
—¿Lancelot Wence también? —preguntó, clavando sus ojos grises en ella. Hedda permaneció inmutable.
—También —confirmó.
—¿Y tú cómo estás? —le preguntó, preocupado.
Hedda se animó finalmente a mirarlo a la cara. Hasta entonces no se había considerado digna de mirarlo a los ojos, no después de cómo lo había abandonado a su suerte en Hogsmeade. Le resultaba dolorosamente irónico que fuese Scorpius quien se estaba preocupando por ella después de eso.
—Yo… Bien —respondió Hedda sin poder esconder la desconfianza, buscando posiblemente una trampa en la pregunta. Pero la sonrisa de Scorpius era sincera, y también su preocupación. —Scorpius… Yo… —se apresuró a hablar, acercándose. Pero Scorpius la interrumpió con un gesto de su mano.
—No tienes que hacerlo —susurró para que solo ella pudiera escucharlo—No tienes que disculparte conmigo—. Hedda se mordió el labio inferior.
—Tenías razón... Sobre Lancelot… —balbuceó avergonzada. Scorpius suspiró con cansancio.
—Ya no importa, Hedda —le aseguró Malfoy. Pero Hedda lucía desgraciada.
—Yo habría peleado con ustedes —dijo en un hilo de voz frágil. Scorpius apoyó una mano sobre el hombro de Hedda, y la pálida chica se estremeció.
—Nunca lo dudé, Hedda —la quiso tranquilizar, forzándola a mirarlo a la cara—. Lo que me sucedió… No fue culpa tuya —agregó.
Hedda tragó saliva y asintió, aunque su mirada seguía atormentada. Le iba a costar librarse de la culpa que sentía por no haber estado presente en la batalla, cuando la vida de todos ellos había estado en riesgo.
—Bueno, ¿qué tal si me ponen al día sobre lo que ha estado pasando en mi ausencia? —pidió Scorpius, tumbándose en uno de los sillones con Rose a su izquierda y Albus Potter a su derecha.
No contaban con mucha más información de la que se publicaba en los periódicos o se informaba en las radios mágicas. Los padres de Albus y Rose habían estado muy ocupados en las últimas semanas. Tras la renuncia de Hermione al cargo de Jefa de Seguridad Mágica, la movida lógica habría sido ascender al padre de Albus, Jefe de los Aurores, a dicho puesto. Pero en cambio, el Comité de Jefes había elegido como nuevo líder del departamento al Abogado Linus Cavenger, padre de una de sus compañeras de Hogwarts y de quien Albus sospechaba formaba parte de los Hijos de la Rebelión.
Linus Cavenger no había perdido el tiempo, asumiendo el cargo de forma inmediata al día siguiente de la renuncia de Hermione, y promulgando, durante esa semana inicial, una serie de modificaciones importantes que afectaban no solo a su departamento sino también a otros sectores del Ministerio. Había destinado un presupuesto mayor al proyecto de Reforma de Ley de Vigilancia que había propuesto Bradshaw, dándole así el impulso final que necesitaba para llevarla hasta su máximo esplendor. Se aumentaría la cantidad de oficiales de ERIC vigilando las calles mágicas, otorgándoles mayores responsabilidades, e incluso se hablaba de que podían llegar a recibir entrenamiento directamente en Camelot, territorio que hasta la fecha únicamente le había pertenecido a los Aurores.
Por su parte, Cavenger había hablado públicamente asegurándole al pueblo que planeaba conservar a los Aurores Potter y Weasley como Jefe y Subjefe de la división de Aurores, no sin antes deslizar de forma muy sutil que esperaba a cambio la colaboración absoluta por parte de las Fuerzas Armadas de Aurores. Estaba negociando con ellos. Y lentamente, empezaba a intentar meterse en el Cuartel.
Gracias al ataque doble que habían recibido de la Rebelión, el Cuartel de Aurores se había visto forzado a sacar al campo de batalla a los Novatos de Camelot. Y como consecuencia de ello, habían sufrido varias bajas, numerables heridos, pero también algunas gratas sorpresas que Albus estaba seguro que no habían pasado desapercibidas a los ojos atentos de su padre. Algunos de entre los novatos habían demostrado estar a las alturas de las circunstancias.
Muy pronto, los novatos estarían terminando su primer año de Camelot, y serían asignados a un Mentor. Los rumores sobre posibles parejas ya corrían por todos lados. Y como siempre, todos se preguntaban si el famoso Harry Potter tomaría, finalmente, otro Discípulo. Por lo visto, Linus Cavenger también estaba interesado en el proceso de entrenamiento que tenía lugar dentro de Camelot, así como en el proceso de sección de los Mentores. El Jefe Potter se había pasado largas horas durante las últimas semanas reuniéndose con Cavenger para discutir al respecto. Finalmente, se había visto obligado a acceder al pedido del Jefe del Departamento de visitar Camelot.
La visita de Linus Cavenger al santuario de los Aurores fue portada de todos los periódicos. Hablaban sobre la importancia de lo que se hacía allí adentro, y la posibilidad de abrir las puertas para entrenar otros sectores del ministerio que no fuesen propiamente Aurores. Linus había puesto como ejemplo a los oficiales del ERIC que formaban parte de los equipos de Vigilancia, quienes con el entrenamiento adecuado, podían colaborar en la defensa de los civiles en caso de que surgiese un nuevo ataque.
A Albus no le gustaba todo aquello, y tenía el presentimiento de que a su padre tampoco le agradaba. Camelot era tierra de Aurores. Siempre lo había sido. Era mucho más que un castillo. Era una fortaleza milenaria, que guardaba la magia de los primeros Caballeros de la Mesa Redonda, los primeros Aurores en la historia de Inglaterra. Era peligroso abrir las puertas de un lugar tan poderoso como Camelot. Una vez abiertas, sería difícil volver a cerrarlas. El enemigo podría abrirse paso rápidamente hacia el interior.
Pero además, Albus sentía que había algo más… Su padre defendía Camelot con ferocidad, con la misma energía avasallante con la que había defendido Hogwarts en otras ocasiones. Había algo más en Camelot… Algo importante para Harry Potter, algo que no deseaba compartir con el resto del mundo. Algo peligroso.
Algo que el Mago de Oz parecía decidido a conseguir.
Todas las noches, cuando se iba a acostar, Albus tomaba su viejo cuaderno de notas y se ponía a garabatear todos estos pensamientos, intentando deducir qué podía haber dentro de Camelot tan importante como para que su padre quisiera esconderlo y el Mago quisiera robarlo.
—¿Por qué no le preguntas directamente? —disparó Scorpius, una tarde. Estaban los dos a solas en la habitación, tumbados en sus camas, cada uno escribiendo en sus propios cuadernos.
—Porque no creo que me responda la verdad —confesó Albus.
Había barajado incontables veces la posibilidad de enfrentarse a Harry y exigirle respuestas. Pero las visitas de su padre a Hogwarts habían sido fugaces durante las últimas semanas. La mayoría de las veces, era una visita rápida para hablar con los Aurores que vigilaban el colegio, o tener alguna palabra privada con Neville. En una ocasión, había tenía una charla a solas con Lily, y Albus se había sentido absurdamente celoso. Las visitas que Harry dedicaba a Albus y a James eran más bien informativas y breves. Les traía noticias de San Mungo, donde su madre continuaba en coma, y su tío Bill empezaba a recuperarse de las graves heridas que había recibido.
Cada vez que lo veía, Albus tenía al menos una decena de preguntas listas en la punta de la lengua para hacerle en cuanto fuera el momento adecuado. Pero ese momento nunca parecía llegar. Su padre estaba demasiado ocupado, y rara vez podía quedarse más que unos breves minutos con ellos. Albus se veía forzado a priorizar una o dos preguntas. ¿Habían atrapado a alguno de los peces grandes de la Rebelión durante las batallas? ¿Habían confesado sus planes? ¿El Partido de la Rebelión por el Cambio se había adjudicado los ataques?
Las respuestas eran decepcionantes. Habían logrado atrapar a varios miembros de la Rebelión tanto en el Callejón Diagon como en Hogsmeade, pero todos ellos eran simples soldados respondiendo órdenes. Los peces gordos se habían escapado. Aunque ahora, conocían sus caras y sabían sus nombres.
Una muchacha oriental, delgada y letal, una asesina despiadada armada con un sable de acero mágico, llamada Naomi Mitsumoto.
Un convicto que se había escapado de Vorkuta, miembro de Los Guardianes Negros, con quien Albus y sus amigos ya se habían enfrentado años atrás, llamado Octavius Genrich.
Un ex mortífago, con un talento para la tortura y la destrucción, que había escapado hacia Estados Unidos y ahora volvía para seguir alimentando su codicia y sed de muerte, llamado Duncan Ford.
Un Inefable italiano, capaz de quebrar los escudos más poderosos, de abrirse paso por las maldiciones más impresionantes, un cazador de recompensas sin moral a quien apodaban El Camaleón, pero cuyo nombre real era Stefano Rozzi.
El Partido de la Rebelión por el Cambio había hecho su declaración después de los enfrentamientos. Zafira Avery había salido a hablar frente a las cámaras con su sonrisa más diplomática y su mirada más solemne, y había asegurado que los ataques eran responsabilidad de un grupo de extremistas con quienes compartían la línea de pensamiento pero no los métodos. Eran puras patrañas, y Albus lo sabía. El Partido del Cambio era la versión políticamente correcta con que la Rebelión del Mago se presentaba a la sociedad. Por supuesto que el Partido había apoyado ese ataque, pero jamás lo confesarían públicamente. En cambio, la familia Avery había hecho una importante donación de galeones al hospital San Mungo destinada a ayudar a los heridos en los ataques. No habían sido los únicos. La familia Ponce, dueños del periódico El Oráculo, se habían ofrecido a subvencionar las reparaciones del Callejón Diagon. Y el partido del Cambio había reunido voluntarios para colaborar en la limpieza y reconstrucción de Hogsmeade.
Pero después, Albus tenía preguntas más pujantes y más comprometidas. Quería saber sobre la Orden del Fénix, y cuáles eran los planes que tenía su padre para pelear contra el Mago. Quería saber por qué Hermione había renunciado al cargo de Jefa del departamento y cuál era la opinión que tenían sobre Linus. Quería saber qué pasaría con los hermanos Fox, con su hermana Lily… Y con él mismo. Habría deseado poder hablar largo y tendido con su padre sobre todos esos temas, pero eso no parecía una opción viable en el corto plazo. Harry estaba demasiado ocupado, y aunque hubiese contado con el tiempo necesario, Albus dudaba que su padre fuese a responderle esas preguntas.
La situación era caótica, y Harry estaba peleando una batalla desde varios frentes al mismo tiempo. Sin Hermione a su lado dentro del ministerio, se lo notaba más perdido que de costumbre. Pero todavía tenía a Ron, fiel a su lado. Y a los Aurores, que lo respetaban y admiraban. Harry iba a tener que elegir entre ellos quiénes eran dignos de su confianza, y rezar porque no lo traicionaran. Todo el departamento dependería de esa red de confianza.
Por su parte, en Hogwarts, las cosas fluían con sorprendente tranquilidad. Ninguno de los dos grandes bandos, ni los Hijos ni la Hermandad, sentían que habían ganado la batalla. Durante las semanas que siguieron al golpe, todos se movieron con sumo cuidado por el castillo, como si pisaran sobre nieve blanda y pudiesen hundirse hasta la cintura en algún peligro en cualquier momento.
Al principio, sobre todos los días que Scorpius había estado ausente, los Hijos se habían mostrado un poco más engreídos que de costumbre, considerando la caída de Scorpius como una victoria propia. Se habían pavoneado por los pasillos con los pechos inflados y sus cintas rojas brillando en sus pecheras y mochilas, orgullosos de sí mismos. Pero toda señal de victoriosa superioridad que pudiesen haber mostrado los primeros días se desvaneció por completo después de la pequeña reunión que Albus y Hedda tuvieron con Dimitri Kurdan.
Como Albus había predicho, Dimitri no los delató con las autoridades de Hogwarts. Pero sí compartió su traumática experiencia con el resto de los Hijos, quienes a partir de ese día, mantuvieron una distancia prudente de Albus y los suyos. La Rebelión había golpeado a Scorpius, y Potter les había devuelto el golpe de forma sorpresiva y violenta. Albus no consideraba que estuvieran ni cerca de igualar las balanzas, pero su respuesta les había conseguido un tiempo de tregua. No duraría para siempre, y eventualmente, los ánimos entre ambos bandos volverían a agitarse. Pero ahora, los Hijos sabían lo que les esperaba si elegían enfrentarse a Albus.
Una tarde, mientras estudiaban para los TIMO, Scorpius ya no pudo aguantar más las miradas de soslayo que recibían, los susurros que los acompañaban por los pasillos, y las expresiones de terror que lucían los estudiantes más jóvenes de Slytherin cuando se cruzaban con ellos en la sala común.
—¿Qué fue lo que hicieron? —le preguntó tanto a Albus como a Hedda, dejando caer la pluma dentro del tintero con un tintineo. Hedda fingió seguir escribiendo, pero Albus tuvo la decencia de levantar la mirada del libro.
—Bueno... Hemos completado la tarea de Pociones y estamos avanzando con la de Aritmancia pero sinceramente nos vendría bien tu ayuda… —respondió Albus, fingiendo inocencia. Scorpius lo conocía demasiado bien. Frunció el ceño y cerró el libro de Albus con un movimiento seco y descortés.
—Nos tienen miedo —siseó Malfoy, inclinándose sobre la mesa para quedar más cerca de Albus. Potter se reclinó hacia atrás en la silla y cruzó las manos por encima de su regazo adoptando una postura relajada y contemplativa.
—¿Eso crees? —le preguntó, lanzando una mirada interesada hacia la sala común. Un pequeño grupo de estudiantes de segundo año desvió la mirada inmediatamente al ver que Albus los observaba. Scorpius podría haber jurado que Albus estaba complacido consigo mismo—.Tranquilo, Scor… Solo nos temen aquellos que tienen motivos para temer.
—¿Qué has hecho? —repitió Scorpius, apremiante. Sus ojos grises estaban entornados y lo miraban cargados de energía.
—Solo una advertencia… Para que sepan lo que sucede cuando nos traicionan —le prometió Albus.
—Cielos, Albus… ¿qué has hecho? —volvió a decir mientras se deslizaba una mano por los cabellos rubios, ahora ralos y sin brillo. Esta vez, su voz sonaba más a un lamento.
—Hice lo que era necesario, o de lo contrario, habríamos perdido completamente el control del castillo —aseguró él, sin atisbos de arrepentimiento. Scorpius meneó la cabeza.
—¿Y cuál es el plan? ¿Controlarlo a través del miedo? —dijo sarcásticamente. Pero un sabor amargo le tiñó la boca al ver la expresión decidida en Albus.
—En este momento ese miedo es lo que está evitando que los Hijos hagan algo contra nosotros —quiso razonar con él Potter.
—Y ese miedo también será el que aleje al resto de la gente ti, Albus —criticó Scorpius.
—Para eso te tengo a ti… Y a Rose —confesó con una sonrisa astuta. Scorpius pensó que su amigo nunca se había parecido tanto a una serpiente como en ese momento, seductor y peligroso al mismo tiempo. —Ustedes tienen la inteligencia y la capacidad diplomática para evitarlo.
—Quieres que convenza a la gente de que te siga… incluso si te tienen miedo —comprendió Scorpius, retrocediendo un poco en su silla, sorprendido.
—Les harás entender que si están con la Hermandad, no hay nada que temer —sugirió Albus con ligereza, encogiéndose de hombros.
—Albus… ¿estás seguro que quieres hacer esto? —como siempre Scorpius era la voz de su conciencia. Albus inspiró profundamente, observándolo largos segundos desde las profundidades de sus ojos verdes devorados por sus pupilas negras dilatadas. Había algo oscuro sacudiéndose allí.
—En Hogsmeade, Zabini vino a por nosotros, y falló. Estoy seguro de que Taurus intentará terminar el trabajo que empezó su padre, y Cardigan lo ayudará complacido. Dimitri Kurdan, nuestra rata espía, nos ha traicionado y nos ha estado vendiendo información falsa durante meses. Ponce y Campbell fueron directamente a por mi hermana Lily durante el ataque… Si escapó gracias a Scarlet, pero dudo de que ese sea el último intento del Mago para hacerse con mi hermana —Albus enumeró pacientemente, aunque con cada nueva palabra que decía, esa oscuridad se sacudía con más fuerza, ardiendo en sus ojos—. Este castillo está repleto de enemigos ansiosos por venganza y gloria, y en este momento, creen que llevan las de ganar. No podemos permitirlo, Scorpius.
—Hay otras maneras, Albus.
—No tan efectivas como el miedo.
—¿Entonces te convertirás en algo más terrible que ellos?
—Alguien tiene que plantarles cara.
—¿Por qué tú, Albus? —era la pregunta del millón de galeones.
Pero Scorpius conocía la respuesta. En el fondo, siempre había sabido que Albus no era como el resto de la gente. Le había resultado evidente desde la primera vez que se habían conocido, cinco años atrás. Y posiblemente, era eso lo que lo hacía único, lo que lo había atraído hacia él en primer lugar. Albus era como un gigantesco imán, una fuerza de la naturaleza a la que Scorpius se sentía atado y no podía separarse. Era su mejor amigo. La primera persona que había confiado en él, a pesar de su pasado, de su familia, de su apellido.
—Porque puedo hacerlo… Porque quiero hacerlo —respondió entre dientes apretados Albus.
—Pero no puedes hacerlo solo —le recordó Scorpius. Albus sonrió, como si Malfoy lo hubiese descubierto cometiendo una travesura.
—No, no puedo. Los necesito a todos ustedes conmigo —aceptó.
—Me quieres cerca para que te frene cuando se te está yendo la mano, ¿verdad? —comprendió Scorpius. Albus asintió.
—Tú y Rose.
—¿Y nos escucharás cuando te aconsejemos o simplemente nos ignorarás? —preguntó Scorpius curvando una ceja desafiante. Albus dibujó una sonrisa presumida.
—Prometo escucharlos, pero no prometo siempre obedecerlos —reconoció sin problemas. Scorpius suspiró y giró a mirar a Hedda.
—¿Y cuál es tu función en todo esto? —le preguntó, sintiéndose extrañamente atrapado. Hedda no levantó la mirada del libro cuando respondió.
—Yo estoy aquí para acompañarlo en las decisiones difíciles que nadie quiere tomar, pero que son necesarias —susurró Hedda, su voz musical imperturbable como siempre.
—¿Qué fue lo que hicieron para controlar a los Hijos? —volvió a presionar Scorpius. Hedda levantó finalmente la mirada de su libro. Sus ojos brillaron rojos.
—Lo que tú nunca te habrías animado a hacer. Lo necesario —fue la respuesta fría de Hedda.
Algo dentro de él le decía que Albus Potter estaba destinado a grandes cosas. Pero necesitaba de ellos para alcanzarlas. Scorpius solo podía rezar porque fueran cosas buenas.
Las campanas de Mahiyamist resonaron en lo alto del campanario, una sucesión de ecos graves sacudiendo el aire. Morgana las contó.
Una. Dos. Tres. Cuatro. Una pausa. Una. Dos. Tres. Cuatro. Otra pausa. Una. Dos. Tres. Cuatro.
Era la señal de alarma negra. Aceleró su trote a través de las calles destruidas y a lo largo de las trincheras, asegurándose de mantener una postura encogida y evitar los hechizos que sobrevolaban el aire en todas direcciones.
Giró en la siguiente esquina con el sonido de las campanas todavía retumbando en sus oídos y se encontró de frente con el Teniente Bastian Razin, líder del Escuadrón número 4 de la Resistencia Rusa.
—¿Tú la activaste? —preguntó Morgana, mientras caminaban hacia el cuartel improvisado que la Resistencia había levantado en plena ciudad de Mahiyamist, en lo que alguna vez había sido una estación de tren. Bastian negó con la cabeza.
Después de casi cinco meses peleando codo a codo en la Frontera con él, Morgana Winchester había aprendido a leer lo que callaba, lo que se escondía detrás de su silencio. Y en ese momento, no le gustaba lo que estaba leyendo en la mirada del soldado ruso. Bastian no era un hombre fácil de asustar.
Adentro de la terminal de tren reinaba el caos.
Habían levantado el campamento de primeros auxilios en el andén principal, y los gemidos de los moribundos se mezclaban con el olor a sangre y podredumbre de carne, provocándole nauseas. Los sanadores saltaban de un herido al siguiente sin pausa, sin tiempo para pensar, remendando las heridas como podían. Los suministros de medicamentos y pociones escaseaban, y los sanadores tenían que priorizar quiénes vivían y quienes morían.
En el andén opuesto, la gente corría de un lado al otro, gritando órdenes y despachando armamentos de pociones explosivas, chalecos protectores y varitas de repuesto. Una serie de carpas se alzaba a lo largo del andén. Los soldados entraban para equiparse y volvían a salir para continuar peleando.
Morgana y Bastian caminaron hasta las escaleras que llevaban a la oficina ubicada en el primer piso de la terminal. Allí se había montado la sala de planificación y estrategia. La mayoría de los líderes de los demás escuadrones ya se encontraban adentro, discutiendo sobre un plano de la ciudad.
—¿Cuál es la situación? —preguntó Bastian, su voz resonando con autoridad en cuanto cruzaron la puerta. El parloteo se detuvo un instante, un silencio respetuoso levantándose entre el resto de los oficiales.
—Hemos divisado refuerzos enemigos aproximándose por el oeste, señor —respondió uno de los soldados. Morgana lo reconoció como el oficial a cargo del escuadrón número 9, encargados del control perimetral de la ciudad. Era joven, demasiado joven para estar a cargo de un escuadrón, pero el resto de sus superiores habían muerto en combate.
—¿Por dónde? —preguntó Bastian expeditivamente, inclinándose también sobre la mesa para inspeccionar el mapa.
—Por aquí, señor —dijo el muchacho, apuntando un punto en el mapa hacia el sur.
—¿Cuántos?
—Cien... Ciento cincuenta tal vez —dijo tragando saliva con dificultad. Un murmullo inquieto recorrió al resto de los oficiales. El jefe del escuadrón 9 vaciló—. Señor… el dragón ha regresado también —agregó. Ahora, el murmullo se volvió un repiqueteo de voces nerviosas.
Mahiyamist era el último bastión de la resistencia rusa que se mantenía en pie en la Frontera. Era todo lo que quedaba entre Ucrania y el ejército de Romanoff. Todo el resto de las ciudades en la frontera habían caído, y los ejércitos se habían replegado hacia Mahiyamist en un último intento por plantar batalla al enemigo.
Hacía meses que no recibían un ataque de dragón. Al principio de la guerra, el ejército de Romanoff había desplegado todas sus fuerzas contra ellos, aniquilando todo a su paso. Pero la resistencia había plantado batalla, se había reorganizado, había reclutado fuerzas desperdigadas por toda Rusia, y había acudido a la frontera para luchar. Habían logrado contener los golpes de Romanoff, y el dictador ruso se había visto obligado a retroceder y a regular sus ataques.
Ahora, el enemigo volvía a arremeter con todo su arsenal. Querían terminar con la guerra, asestar el golpe final que aniquilaría a la resistencia. Querían Ucrania.
—No tenemos las fuerzas necesarias para hacer frente a semejantes refuerzos —dijo una de las oficiales, meneando la cabeza con resignación. Tenía el cabello rubio atado en una larga trenza y observaba con el ceño fruncido el mapa.
—¿Cuánto tiempo crees que tenemos hasta que lleguen a la ciudad? —preguntó Bastian, frunciendo el ceño, su mirada fija en el oficial del escuadrón 9. El muchacho temblaba.
—Al paso que avanzan… Estarán aquí en menos de una hora —predijo. Otra vez el bullicio invadió la habitación, las voces de todos los oficiales alzándose en simultáneo, superponiéndose unas con otras.
Bastian cruzó una mirada con Morgana. Sabía lo que debía hacer, pero eso no volvía la decisión menos difícil. Llevaban tanto tiempo peleando… Tanto tiempo resistiendo… Pero la oficial tenía razón: no contaban con las fuerzas necesarias para enfrentarse a un ejército como ese. Habían perdido demasiados soldados. Si se quedaban en Mahiyamist, todos morirían.
—Tenemos que evacuar la ciudad —dijo Bastian en un suspiro. Se hizo silencio.
—Si dejamos Mahiyamist, estaremos entregándole Ucrania a Romanoff —dijo otro de los oficiales. Tenía el cabello surcado de canas y el rostro surcado de cicatrices.
—Y si nos quedamos, todos moriremos —dictaminó Bastian, golpeando la mesa con el puño. Incluso Morgana retrocedió amedrentada.
—No haremos a tiempo —volvió a hablar la oficial con la trenza rubia. Lucía desolada mientras apuntaba con su dedo índice hacia las posibles rutas de escape—. Tendríamos que tomar el camino de la montaña. Las tropas de Romanoff nos alcanzarán antes de que lleguemos a atravesar el desfiladero… No contamos con el tiempo suficiente para hacer la evacuación con éxito, Teniente Razin —puntualizó, mientras su dedo se deslizaba por el camino de la montaña.
Era una gruta estrecha, sin lugar donde esconderse o refugiarse. Una vez allí, se convertirían en un blanco demasiado fácil para el enemigo si éste los alcanzaba. Nadie lo decía en voz alta, pero Morgana sabía lo que todos estaban pensando: el dragón podía masacrarlos con una simple bocanada desde el aire, o bien provocar un derrumbe de la ladera sobre ellos, enterrándolos vivos. Ese camino era una tumba.
—¿Cuánto tiempo necesitaríamos para poder atravesar la montaña seguros? —preguntó Morgana. La oficial rubia frunció los labios.
—Si viajamos livianos y a buen ritmo… podríamos hacerlo en una hora —respondió.
Bastian gruñó, y sus ojos se desviaron hacia la ventana de la sala, deteniéndose en el primer andén de la estación, donde se encontraba el improvisado hospital de campaña. Livianos y a buen ritmo… Eso implicaba dejar a los heridos atrás.
—No —respondió Razin, tajante.
—Bastian… —suplicó la mujer, frotándose una mano sobre el rostro.
—He dicho que no, Galia —repitió Bastian. Galia sacudió la cabeza, su trenza moviéndose sobre su espalda.
—No puede hacerse —decretó la mujer, resoplando—. No contamos con el tiempo suficiente para salvar a todos.
—Entonces ganamos más tiempo —propuso Bastian, marcando otro punto en el mapa. Era la entrada a Mahiyamist, el camino por donde estaban avanzando en ese preciso instante las tropas de Romanoff—. Petryr, ¿todavía nos quedan explosivos de fuego maligno?
—Sólo un cargamento, señor —respondió el oficial encargado de las municiones y explosivos.
—¿Alcanza para volar el puente principal? —preguntó Bastian con semblante serio. Petryr empalideció.
—Alcanza para hacerlo volar varias veces, señor —respondió con pesadez.
—Galia, ¿cuánto tiempo le tomaría a las tropas de Romanoff sortear el foso?
Morgana podía ver los engranajes de la mente de Bastian encastrando mientras trazaba un nuevo plan.
—Con esa cantidad de soldados, tendrían que bordear río desviándose hacia el norte… —dijo Galia, contemplativamente—. Demorarían unas tres horas más en llegar a la ciudad.
—Podemos hacer el cruce en ese tiempo —dijo el oficial más grande. Una luz de esperanza iluminaba ahora los rostros de los soldados. Galia, sin embargo, seguía teniendo una expresión sombría.
—No es tan simple… Necesitamos de un equipo especial para llevar los explosivos hasta el puente y hacerlo detonar antes de que los refuerzos lleguen a la ciudad… Estamos hablando de adentrarnos en la zona de la ciudad controlada por Las Sombras…
—Yo lo haré —decidió Morgana. Sintió el peso de todas las miradas sobre ella, pero la más pesada de todas era la de Bastian.
—Es un suicidio, Aurora Winchester —intentó hacerla entrar en razón Galia. Morgana sonrió.
—Mi unidad puede hacerlo —afirmó.
—Su unidad se encuentra reducida a sólo tres aurores —le recordó Galia. La oficial tenía una memoria prodigiosa. Recordaba cada unidad, cada escuadrón. Llevaba la cuenta de cada baja, cada pérdida, cada soldado con que contaban. Era una excelente estratega, y una especialista en táctica de guerra. Pero a pesar de eso, Morgana confiaba en sus posibilidades.
—Somos una de las unidades que lleva más tiempo en Mahiyamist. Conocemos la ciudad mejor que la mayoría, y estamos entrenados para este tipo de misiones —insistió Morgana.
—Tu especialista en explosivos está muerto —contraatacó Galia con dureza.
Morgana contuvo la mueca de dolor. El recuerdo de la muerte de Mark, uno de sus hombres, era todavía fresco. Se había balanceado entre la vida y la muerte durante días antes de finalmente abandonarlos. Había sido un golpe duro para su unidad. Había sido una muerte lenta y dolorosa.
—Asígnenme uno nuevo —dijo Morgana, y las palabras le dolieron en la boca. Odiaba pensar que su compañero de arma pudiese ser reemplazado con tanta facilidad. Pero no había tiempo para sentimentalismos.
—Necesitas más gente para llevar adelante esta misión —Galia no daba el brazo a torcer.
—Estoy segura de que habrá voluntarios —Morgana podía ser tan testaruda como ella. Su atención estaba fija en Bastian mientras hablaba. —Puedo conseguirte el tiempo que necesitas —le prometió.
—Petryr, prepara los explosivos —se decidió finalmente Bastian.
Morgana soltó el aire que había estado reteniendo sin darse cuenta. El corazón se sacudía agitado en su pecho. Por un instante, creyó que Bastian se negaría. Las posibilidades de conseguir el éxito eran remotas, pero eran todo lo que tenían, y ambos lo sabían.
Galia maldijo por lo bajo, pero inmediatamente empezó a gritar órdenes hacia las tropas que había abajo en las plataformas. Los soldados empezaron a movilizarse en los andenes. Iniciaban el protocolo de evacuación.
Morgana bajó las escaleras de a dos escalones, la adrenalina corriendo por sus venas como una droga. Cruzó la estación de tren hasta la plataforma donde se alzaba el su campamento.
Sus aurores ya estaban ahí, aguardándola. Uno de los gemelos Clark se encontraba sentado en una banqueta mientras su hermano idéntico le cambiaba un vendaje en la espalda. Suzanne estaba inclinada sobre una mesa, garabateando con mano rápida sobre un trozo de pergamino. Levantó la cabeza en cuanto la escuchó entrar. Su mano dejó de escribir.
—¿Cuáles son las órdenes? —preguntó Suzanne, todavía sosteniendo la pluma entre sus dedos.
—Evacuar la ciudad —respondió Morgana, expeditivamente. Rob Clark presionó con más fuerza de la necesaria contra la herida de su hermano al escucharla. Tod, el gemelo herido, soltó un gruñido de dolor. Rob levantó inmediatamente su mano y hizo una mueca de disculpa.
—¿Evacuar? —repitió Tod, lanzando una mirada de advertencia hacia su hermano mientras éste retomaba la tarea de vendarle la espalda. Morgana asintió.
—Necesitan un equipo para contener a los refuerzos y ganar tiempo —continuó. Suzanne dejó la pluma sobre la mesa.
—¿Qué necesitan que hagamos? —dijo Suzanne con una sonrisa familiar. Morgana sintió una oleada de cálido agradecimiento recorrerle el pecho. Era reconfortante saber que no estaba sola. De los diez aurores que se habían ofrecido a pelear en la Frontera, solo ellos cuatro seguían vivos.
—Hay que llevar una carga de explosivos hasta el puente —respondió intentando mantener la voz estable. Rob dejó escapar un silbido agudo.
—Hay un largo camino entre nosotros y ese puente —comentó, pero Morgana pudo ver esa chispa encendiéndose en sus ojos ante la perspectiva de un verdadero desafío.
—Hay muchos enemigos entre nosotros y ese puente —agregó su hermano Tod, haciendo girar el hombro para probar la nueva curación.
—Y no tenemos a Mark —les recordó Suzanne, haciendo referencia a su especialista en municiones.
—Pero me tienen a mí —dijo una voz agria desde la entrada de la carpa.
Morgana giró para encontrarse de frente con Sigmund Razin, el hermano menor del Teniente Bastian. Entró a la carpa cargando una mochila sobre su espalda y secundado por otros cinco soldados que Morgana reconoció como parte del Escuadrón 4. Sigmund lucía la misma expresión de pocos amigos de siempre, pero sus compañeros sonrieron amistosamente a Morgana y su equipo. Se conocían. Llevaban meses peleando juntos.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó Winchester, sin poder esconder la sorpresa de su voz. Uno de los soldados rusos alzó una ceja provocadora.
—Nos dijeron que necesitaban voluntarios para una misión imposible —dijo encogiéndose de hombros despreocupadamente, como si enfrentarse una muerte segura fuera cosa de todos los días.
—¿Y ustedes son lo mejor que consiguieron? —bromeó Rob, mientras le estrechaba la mano de forma amistosa. La risa del soldado ruso resonó dentro de la carpa como un ladrido. Esa risa le había ganado el creativo apodo de Perro, y ya nadie recordaba siquiera su verdadero nombre.
—No creyeron verdaderamente que dejaríamos que un puñado de ingleses se robara toda la gloria, ¿verdad? —dijo una de las chicas del Escuadrón 4 llamada Vienna, guiñándoles un ojo.
—Gracias —Morgana se acercó a Sigmund. Éste resopló por lo bajo mientras acomodaba el contenido de su mochila. Morgana escuchó el tintinear de las bombas de fuego maligno.
—No lo hago por ti, Winchester —Sigmunf gruñó por lo bajo, concentrado en su trabajo. Aún así, Morgana se sentía agradecida de tenerlos con ella, fuese por el motivo que fuese.
—Muy bien, presten atención —los llamó Morgana, elevando su voz por encima de las risas y las bromas que los soldados de ambos equipos se estaban gastando entre ellos para relajar el ambiente estresante. Inmediatamente todos se enderezaron y dejaron de reír, adquiriendo expresiones adustas—. Nuestra misión es la siguiente: debemos cruzar la ciudad, atravesar el territorio enemigo y colocar la bomba en el puente antes de que los refuerzos de Las Sombras lo crucen.
—Pan comido —dijo con sarcasmo Suzanne. La chica rusa llamada Vienna ahogó una risa por lo bajo.
—Las probabilidades de éxito de este plan son bajas, así que no podemos permitirnos cometer errores —ladró Sigmund hacia ella, con el ceño fruncido. Vienna se sonrojó avergonzada y gesticuló un "Lo siento".
—Sigmund cargará con los explosivos —continuó Morgana—. Soldados del Escuadrón 4, ustedes se encargarán de mantenerlo protegido mientras avanzamos. Aurores, nosotros nos encargaremos de mantener el camino despejado. Nuestro trabajo es asegurarnos que esos explosivos lleguen al puente. No nos detenemos. No retrocedemos… No importa lo que suceda ahí afuera, debemos continuar.
Era fundamental que entendieran eso. Estaban a punto de salir al corazón de la batalla. Una vez allí, no habría tiempo para pensar o planificar. Tendrían una sola oportunidad de conseguirlo. Si no lograban destruir ese puente, la evacuación fracasaría. Todos morirían. Todo por lo que habían peleado esos meses, por lo que habían muerto sus compañeros, sería en vano. No quedaría nadie para enfrentarse a Sergei Romanoff y sus Sombras.
—Carguen lo mínimo e indispensable. Tenemos que movernos rápido. Salimos en cinco —anunció Morgana.
Inmediatamente todos empezaron a moverse por la carpa, armándose con sus varitas de repuesto, sus chalecos protectores y sus uniformes de camuflaje. Morgana sintió que se le formaba un nudo en la garganta mientras los miraba prepararse. Volvían a bromear entre ellos, envalentonados por la misión. Los gemelos Clark se empujaban juguetonamente mientras peleaban por uno de los chalecos. Uno de los soldados rusos improvisaba un botiquín de primeros auxilios. Vienna le susurraba algo al oído a Suzanne. La risa Perro volvió a sacudir las paredes de lona de la carpa. Morgana salió de carpa. Le faltaba el aire.
Afuera la esperaba Bastian, su inmensa silueta erguida como un mástil orgulloso, su mirada perdida en la fila de carpas que había sobre los andenes, donde los soldados se gritaban órdenes unos a otros, levantando el campamento a toda prisa. Por algún motivo, su presencia allí le trajo paz.
—No tenías por qué ofrecerte a hacer esto—susurró Bastian, su voz sorprendentemente nivelada en medio del caos que era la estación de tren—. Ésta no es tu guerra.
—Es la guerra de todos —lo contradijo Morgana. Él le lanzó una mirada de reojo.
—Ya decía yo que tenías espíritu para la guerra —repitió él. Morgana recordaba.
—Te dije que antes de que todo terminara, pelearíamos juntos esta guerra —fue el turno de ella de recordarle. Una expresión dolida atravesó el rostro de Bastian.
—¿Te estás despidiendo? —preguntó él, girando a mirarla de frente.
—Parece que ha llegado el momento, ¿no crees?
—No todavía —negó él, su voz apenas audible por encima del clamor del ejército alrededor. Morgana se sonrojó, algo poco habitual en ella. —Dirigiré al resto del Escuadrón 4 hacia el lado opuesto de la ciudad. Intentaremos crear una distracción… Con un poco de suerte, desviaremos la atención del enemigo hacia nosotros y les despejaremos un poco el camino para que ustedes puedan llegar al puente.
—¿Carne de cañón? —dijo Morgana con una sonrisa cómplice. Así era como Bastian se había definido a sí mismo y a su escuadrón la primera vez que había hablado con Morgana sobre su rol en la Resistencia. Él le devolvió una sonrisa cargada de nostalgia.
—Sólo cuando vale la pena el sacrificio —dijo Bastian. Sin previo aviso, estiró su mano para tomar la de ella. Morgana sintió el contacto con la piel callosa de él contra la suya, sus dedos cerrándose con fuerza en torno a los de ella. —Una vez que vuelen el puente, deberán apresurarse para cruzar las montañas…
—Bastian…
—Encontrarán el campamento unos diez kilómetros río abajo, en donde comienza el Bosque Oscuro —continuó hablando él, ignorándola—. Esperaremos hasta la madrugada por ustedes…
"Si sobrevivimos". Morgana se contuvo de decirlo. El anhelo en los ojos de Bastian era demasiado intenso como para destrozarlo de forma tan despiadada.
—Podrás despedirte de mí entonces —le dijo él, dándole un último apretón de mano y soltándola. Morgana se sintió repentinamente desnuda sin el contacto de esa piel áspera.
—Estamos listos, Morgana —dijo la voz de Suzanne, asomándose a través del trozo de tela que formaba la puerta de la carpa.
—Nos vemos del otro lado de la montaña —se despidió Winchester. Bastian hizo una inclinación de su cabeza y se perdió entre los soldados. Morgana todavía podía sentir la piel de su palma cosquilleando allí donde se habían tocado.
Volvió a verlo una vez más antes de abandonar el cuartel. Para entonces, Bastian estaba armado con su varita y dirigía al resto del Escuadrón 4 en dirección opuesta a dónde irían ellos. Con un poco de suerte, lograrían despistar al enemigo y ganarles cierta ventaja. Con un poco de suerte, lograrían sobrevivir. Tal vez, podrían volverse a ver del otro lado de la montaña. Era una posibilidad remota, pero se aferró con fuerza a ella.
Morgana se colocó al frente de su equipo, con Suzanne a su derecha y los gemelos Clark a su izquierda. Por detrás, Sigmund Razin cargaba con la mochila repleta de explosivos, preparada para hacer pedazos la entrada a la ciudad. Estaba rodeado por cinco de los mejores soldados del Escuadrón 4.
Salieron a las calles de Mahiyamist con las varitas en alto y los escudos listos. A lo lejos, en sentido contrario, Morgana escuchó el sonido del combate. Bastian había desplegado el ataque de distracción. Con un poco de suerte…
Cruzaron la trinchera de la avenida principal protegidos por los hechizos defensivos de la Resistencia, y se escabulleron por una de las calles laterales, adentrándose de lleno en terreno enemigo.
Habían hecho solo cinco cuadras cuando las Sombras los alcanzaron. Lo primero que llegó fue la bruma. Una neblina gris y fría que trepaba por el suelo y escalaba por las paredes, envolviéndolos como una manta de desesperación, ocultando la luz y el calor del sol. No lo lograremos, se encontró pensando Morgana. Sacudió la cabeza, intentando alejar el pensamiento. A su lado, sus compañeros lucían las mismas expresiones de desolación. La niebla se volvía más y más densa conforme avanzaban, y las esperanzas se apagaban con ella. Ahora, caminaban prácticamente a oscuras.
Suzanne amenazó con mover su muñeca, pero Morgana le lanzó una mirada de advertencia, negando silenciosamente con la cabeza. No podía arriesgarse a convocar sus patronus sin delatar su posición. Tenían que resistir con la fuerza cruda de sus propios espíritus. Era difícil decir cuánto habían avanzado. La niebla apenas les permitía reconocer las calles que recorrían.
No todavía, le había dicho Bastian. Morgana se aferró a esa frase como a una plegaria desesperada.
Un haz de luz verde surcó el aire, pasando a solo centímetros de Vienna, la soldado rusa. El Perro empujó inmediatamente a Sigmund, tumbándolo contra el suelo y adoptando una postura de combate. El resto de sus compañero lo imitaron.
Una lluvia de maleficios brotó desde todas las direcciones hacia ellos. Morgana abrió fuego a ciegas hacia delante, y los gemelos Clark la siguieron. Detrás de ellos, los soldados del Escuadrón 4 hacían todo lo que podían para mantener a Sigmund protegido.
Las figuras del ejército de Romanoff eran apenas reconocibles en la espesura de la bruma. Verdaderamente, parecían Sombras que danzaban alrededor de ellos, disparando desde puntos ciegos, desapareciendo antes de que Morgana pudiese apuntarles.
—¡Tenemos que movernos! —dio la orden Morgana, por encima del estruendo de los maleficios. Alguien gritó de dolor detrás de ella, seguido por el ruido de un cuerpo al golpear el suelo. Habían derribado a uno de los soldados rusos.
Tod Clark disparó con su varita hacia la puerta de uno de los edificios a su derecha, haciéndola estallar en cientos de fragmentos astillados. Morgana hizo una señal por sobre su cabeza, apuntando hacia la puerta y rezando porque el resto del equipo la viera. Se limitó a espiar por sobre el hombro y comprobar que, efectivamente, Sigmund la seguía. Todavía cargaba la mochila con los explosivos.
Se introdujo por la puerta del edificio y comenzó a subir las escaleras saltando de a varios escalones a la vez. Los pasos agitados del resto del equipo la seguían de cerca. Siguió subiendo hasta llegar al final de las escaleras y empujó con todo el peso de su cuerpo contra la puerta de la terraza. Se sorprendió al encontrarse con el brillo del sol sobre su cabeza. Abajo, la niebla era tan espesa que Morgana prácticamente se había olvidado que todavía era de día.
El Perro se escabulló último hacia la terraza y cerró la puerta detrás de él, bloqueándola con su la varita. La puerta tembló bajo la embestida de los enemigos desde el otro lado. Otro de los soldados rusos se posicionó junto a él, listo para atacar en cuanto la puerta cediera.
—Sigan —ladró el Perro mientras gotas de sudor le rodaban por la frente a causa del esfuerzo que suponía mantener la puerta bloqueada. Sostenía la varita con ambas manos, temblando. —Los mantendremos entretenidos un rato —bromeó entre dientes apretados.
Nadie se movió durante un segundo que se sintió una eternidad. La puerta volvió a vibrar. Morgana cruzó una última mirada con el Perro. Sus ojos brillaban con la fiereza de un animal salvaje.
—Vamos —ordenó al resto, empujando a Vienna para que se moviera. Tenían que seguir. Tenían que llegar al puente. Con un poco de suerte…
Corrieron por la terraza hasta llegar a la cornisa y saltaron la distancia que la separaba del edificio contiguo. Continuaron trotando por sobre los tejados, patinando contra las tejas, manteniendo el equilibrio a duras penas.
Morgana sintió un dolor punzante en la parte trasera del muslo izquierdo y trastabilló. Vienna la aferró del brazo justo a tiempo para evitarle la terrible caída. Torció rápidamente la cabeza por sobre el hombro para comprobar que los soldados de Romanoff habían alcanzado los techos y los perseguían. No había señales del Perro.
Suzanne giró enfurecida y disparó contra ellos. El techo del edificio detrás de ellos estalló en cientos de fragmentos, lanzando a dos de los soldados enemigos por el aire y en caída libre hacia el suelo. Pero había más de ellos. Demasiados. Por todas partes. Suzanne soltó un gemido ahogado cuando un maleficio la golpeó en el brazo hábil, haciéndole perder la varita. Un segundo maleficio le atravesó el pecho y la hizo caer de rodillas sobre el tejado.
—¡No! —gritaron los gemelos Clark al mismo tiempo, y los escudos protectores que brotaron de sus varitas fueron tan potentes que tumbaron a sus contrincantes.
Vienna se inclinó junto a Suzanne, ayudándola a incorporarse. Sigmund y el otro soldado ruso habían encontrado resguardo detrás de un enorme tanque de agua. Morgana intentaba contener el avance de las Sombras junto a los gemelos, mientras Vienna arrastraba a Suzanne hacia el tanque.
La tumbaron en el suelo con la espalda apoyada contra el acero del tanque. El brazo de Suzanne colgaba al costado de su cuerpo en un ángulo bizarro, los huesos sobresaliendo a través de la carne y la tela del uniforme. Estaba pálida y respiraba de forma acelerada y superficial a causa del dolor. Había mucha sangre.
—¡Dame el botiquín! —ordenó Vienna, estirando su mano y sacudiéndola imperativamente hacia el otro soldado ruso. Era el más joven del grupo y las manos le temblaban mientras rebuscaba en su bolso intentando dar con el equipo de primeros auxilios. Vienna le arrebató el bolso de las manos impacientemente y se puso a revolver ella misma. —Tiene que haber algo aquí que sirva… —balbuceó de forma frenética.
—Olvídalo, Vienna —jadeó Suzanne, su voz un sonido húmedo y dificultoso—. Pásame mejor otra varita, ¿quieres? —le pidió con una sonrisa débil.
Vienna dejó de revolver en la mochila, una expresión desencajada en su rostro. Fue Morgana quien reaccionó. Liberó la varita de repuesto que guardaba en el sujetador de su pantorrilla y se la entregó a Suzanne.
—¡Se acercan más Sombras! —gritó Tod, asomándose por el borde del tanque y lanzando una serie rápidos de hechizos.
—No nos detenemos. No retrocedemos… No importa lo que suceda —Suzanne hizo eco de las palabras que Morgana les había dedicado tan solo minutos atrás. Se llevó una mano torpe hacia el pecho y se descolgó la insignia de auror que le pendía del chaleco. La extendió luego hacia Morgana.
—La llevaré de regreso a Londres —le prometió Morgana, mientras guardaba la placa en uno de sus bolsillos. Suzanne asintió.
—Eso sería espléndido —dijo haciendo un esfuerzo por mantener la sonrisa. Se puso de pie apoyándose contra el tanque. —Ahora, lárguense. Hay un puente esperándolos —les ordenó sujetando con fuerza la varita que Morgana le había dado.
Tenían que seguir. Pero con cada paso que daban, a Morgana se le hacía más difícil obedecer sus propias órdenes. No detenerse. No retroceder. Sin importar lo que sucediera.
Suzanne quedó sola junto al tanque, asomándose para disparar y contener al enemigo mientras ellos bajaban por las escaleras de emergencia del edificio. Morgana fue la última en irse. Suzanne le dedicó un guiño pícaro antes de apuntar directamente al tanque de agua. Con un chirrido metálico, la tapa del tanque se abrió y el agua comenzó a brotar del interior del mismo, inundando la terraza, ahogando a las Sombras que intentaban acercarse a las escaleras.
Pero para cuando los pies de Morgana volvieron a tocar el suelo firme al final de las escaleras, el agua del tanque había dejado de fluir, y la magia de Suzanne se había apagado. Siguió avanzando, arrastrando con ella al resto del equipo. No podían detenerse. No podían retroceder. Vamos... Sólo un poco de suerte.
Estaban cerca. Ya solo quedaban unas pocas cuadras para llegar al puente. Habían tenido suerte.
—¡Cubran la calle! —Morgana dio la orden, e inmediatamente el equipo se desplegó a ambos costados del puente, mientras ella y Sigmund subían.
Se detuvieron a mitad del puente, una brisa fresca abanicándoles el pelo e inflándoles las ropas. El puente cruzaba una gruta profunda, debajo del cual se podía escuchar el rugido embravecido del agua de un río al correr. El ruido del agua era tan fuerte que prácticamente asfixiaba el clamor de la guerra a sus espaldas. Morgana inspiró profundamente, sintiendo que los ojos le ardían. El deseo inexplicable y desquiciado de reír la invadió, mezcla de alivio y dolor.
Sigmund se descolgó la mochila con los explosivos y la apoyó en el suelo. La abrió y extrajo el cargamento de fuego maligno del interior, depositándolo con sumo cuidado contra una de las columnas del puente. Sin embargo, la expresión oscura en su rostro delató que algo andaba mal. Morgana aguardó en posición de alerta mientras Sigmund revisaba el dispositivo.
—Tenemos un problema —dijo finalmente Sigmund en un tono sombrío. Morgana sintió esas palabras como una bofetada. —El sistema de gatillado está roto —Sigmund movía su varita sobre el dispositivo, corriendo pruebas diagnósticas.
—¿Y eso que quiere decir? —preguntó Morgana, desesperada.
—Quiere decir que el sistema de gatillado está roto —repitió Sigmund, irritado.
—¿Pero puedes hacer estallar la bomba de todas formas? —presionó Winchester, impaciente. Sigmund contemplaba la bomba de forma analítica.
—Sí —dictaminó, despegando finalmente la mirada de la bomba y posándola en Morgana—. Pero hay que hacerlo de forma manual —aclaró.
Se miraron durante largos segundos. Habían llegado hasta el puente, pero la suerte se les había agotado en el camino. Supongo que no podré cruzar la montaña después de todo, pensó Morgana con resignación.
—Yo lo haré —dijo Morgana, con la misma determinación que la había impulsado en primer lugar a aceptar esa misión suicida.
—No seas ridícula. No sabes cómo hacerlo —le espetó Sigmund.
—Dime cómo hacerlo —insistió Morgana.
—No —la respuesta de Sigmund fue filosa como una navaja—. Debo hacerlo yo.
Morgana vio reflejado en él la misma determinación que ella sentía en ese momento. Pero Sigmund no era verdaderamente un soldado. Era un científico. Un hombre de ciencia, atrapado en medio de la vorágine de la guerra. No le correspondían a él esos sacrificios. Como si estuviese leyendo sus pensamientos, Sigmund se apresuró a decir:
—Cometí algunos errores terribles al principio de esta guerra… Esta es mi oportunidad para enmendarlos —Morgana nunca lo había escuchado hablar de esa forma. Podía ver los fantasmas que lo torturaban danzando detrás de sus ojos. Podía leer la culpa que lo atormentaba por la muerte de su hermano menor. Podía sentir la necesidad de redención que emanaba de él. —Por favor, Morgana. Déjame al menos morir con dignidad —le rogó. Le estaba pidiendo demasiado. Morgana ya había dejado morir a suficientes personas ese día. No quería sumar también a Sigmund a la lista.
—¿Qué hay de Bastian? ¿Qué se supone que deba decirle a él cuando me pregunte por ti? —Morgana se sorprendió de lo estrangulada que se oyó su propia voz. Sabía que era un golpe bajo invocar el nombre de Bastian, pero era lo único que se le ocurría que podía hacer que Sigmund reconsiderara lo que estaba a punto de hacer. Y era también la única persona en la que Morgana podía pensar en ese momento.
Por primera vez desde que lo conocía, Sigmund sonrió. Morgana cayó en cuenta de que era solo un muchacho. Un muchacho brillante, demasiado inteligente y demasiado orgulloso para su propio bien.
—Dile que ha sido un honor pelear a su lado —respondió levantando el mentón en un gesto orgulloso. Si sentía miedo, no se vio reflejado en sus ojos. Si tenía alguna duda, Morgana no pudo detectarla. Un chico en medio de una guerra. Un científico. Un soldado. Un hermano.
Del otro lado del puente, el sonido de un ejército marchando hacia ellos se elevó en el aire, haciendo temblar el suelo bajo sus pies, cargando de una energía eléctrica el ambiente.
Morgana retrocedió, dejando en el puente a Sigmund Razin rodeado de un montón de explosivos.
Iba a necesitar mucho más que un poco de suerte para llegar a las montañas, para salir viva de Mahiyamist. Pero tenía que encontrar a lo que quedaba de su equipo. A los gemelos Clark, los últimos dos aurores ingleses que quedaban en la Frontera. A Vienna, la soldado rusa que reía con ligereza y se sonrojaba con todavía más facilidad. Tenía que sacarlos de ahí. Tenía que llevar la insignia de Suzanne de regreso a Londres, con su familia. Tenía que entregar el mensaje final de Sigmund, hacerle saber a su hermano Bastian que había muerto dignamente, como un soldado de la Resistencia.
Bastian. No todavía, le había dicho. No se habían despedido. Él la estaría esperado del otro lado de las montañas, en un campamento junto al río. Morgana quería volver a verlo. Quería decirle que le gustaba cómo se sentía su piel áspera contra la de ella.
El puente explotó a su espalda y Morgana se vio arrastrada por la onda expansiva. Una ola de calor sofocante la rodeó, arrebatándole el aire de los pulmones, asfixiándola. Sus pies perdieron contacto con el suelo mientras salía despedida por el aire. Durante unos segundos, no supo dónde estaba el cielo y dónde la tierra. No podía ver nada. El aire estaba colmado de cenizas y escombros.
No todavía, pensó mientras se preparaba para el impacto.
¡Anteúltimo capítulo de esta historia!
No puedo siquiera creer que ya hemos llegado hasta aquí. Siento que fue ayer que empezamos este camino... Aunque han sido algunos meses, ¿no? Así que gracias por aguantarme y acompañarme en el proceso. Y espero que ustedes estén disfrutando de esto tanto como yo disfruto de escribirlo.
Sobre este capítulo en sí...
Albus: sabíamos que se venía algo fuerte por parte de Albus. Y sabíamos que arrastraría a Hedda con él en el proceso. Y creo que muchos de ustedes también dedujeron que sería un golpe contra Dimitri por traicionarlo. Un punto de quiebre en nuestro protagonista, donde lo vemos tomar una decisión sobre quién quiere ser en esta guerra, y qué papel quiere jugar. No diré mucho más porque en cambio me interesa leer lo que ustedes tienen para decir aquí.
Lily: ni siquiera ella misma es consciente de su poder y de las repercusiones que podría tener sobre la guerra... pero Amadeus sí. Él parece ver en ella algo que ni siquiera Lily puede ver.
Scorpius: otro momento de quiebre para otro personaje importante en la historia. Hemos visto a lo largo de los libros anteriores cómo Scorpius se encuentra en varias ocasiones en la disyuntiva entre lo que le dicta su conciencia y su amistad con Albus. Ante todo, Scorpius ama a Albus. Y Albus ama a Scorpius. Lo vemos claramente en este fragmento: Albus lo recibe de regreso como a un hermano... A un IGUAL. Es justamente el ataque de Zabini contra Scorpius lo que hace que Albus pierda un poco la cabeza. Y Scorpius admira y adora a Albus. Es verdaderamente una atracción que tiene hacia Albus. Una conexión formada a partir de una confianza mutua, de un respeto... Y sí, también, el hecho de que Scorpius se siente agradecido porque Albus nunca lo ha juzgado por ser un Malfoy. Scorpius ve a Albus como su oportunidad de hacer las cosas bien... De purgar los pecados de su familia. De cambiar la historia de su apellido. Está convencido de que Potter está destinado a ser un mago importante, y quiere ser parte de eso. Aunque una parte de él comienza a cuestionarse si ese destino será uno glorioso o una catástrofe para todos ellos.
Y por último: Morgana. Viajamos al final de este capítulo hacia la Frontera, hacia la guerra. Y tenemos un vistazo de lo que está sucediendo allí. La Resistencia se encuentra acorralada, Ucrania está a punto de caer...
En fin, aguardo ansiosa sus comentarios sobre este capítulo. Aquellos que tienen usuarios en FanFiction, intentaré ir respondiendo sus reviews de forma privada si es que tienen autorizados los mensajes privados. Espero que sepan disculpar que no estoy respondiendo como normalmente suelo hacer, pero leo todo lo que me escriben, y se los agradezco inmensamente. ¡Por favor! Sigan dejando reviews, cuéntenme qué les ha parecido este capítulo.
¡Llegamos a los 800 reviews! (aunque con un poco de trampa, eh? Jajaja). Así que aquí les dejo el título del próximo libro para que empecemos a especular juntos:
REBELIÓN VI: LAS CRÓNICAS DE GUERRA
Nos estamos leyendo!
Saludos,
G.
