¡Holi!
Tal y como os había prometido, os traigo la segunda parte de la batalla de Isla Mema. Amigues mies, estoy muy nerviosa porque leáis este capítulo, sobre todo porque ha sido muy emocionante escribirlo y tengo que decir que estoy muy contenta con el resultado. Creo que es uno de los capítulos con más acción que he escrito y, por una vez, estoy satisfecha con el desarrollo.
Además, tengo una buena muy buena noticia. Me falta nada para publicar el siguiente capítulo de Wicked Game, así que os anuncio que el próximo capítulo que cerrará la batalla de Isla Mema lo sacaré el próximo 4 de mayo. Justo dentro de dos semanas, así tengo más margen para seguir escribiendo con calma los siguientes capítulos.
Quería aprovechar también para daros las gracias a todes por leerme, independientemente de si me dejáis review o no. El próximo junio, Wicked Game hará 3 años y no me creo lo mucho que he crecido como persona y escritora a lo largo de estos años. En todo este tiempo, he tenido oportunidad de conocer a gente maravillosa entre mis lectores y lectoras y siempre os voy a llevar conmigo, lo creáis o no. Muchas veces releo vuestras reviews, porque no os hacéis una idea de cómo una persona como yo, que estaba convencida de que no destacaba en nada, iba haceros disfrutar tanto con mis historias y las locuras que escribo. Me hacéis llorar de la felicidad y no es broma lo que os digo. Me dará mucha pena abandonar el mundo del fanfiction, pero gracias a él he recibido el empuje que necesito para animarme a escribir mis propias historias.
Así que gracias de corazón. No seréis muchos, pero cada une de vosotres sois importantes y especiales para mí.
Y, bueno, si os da por ahí, si me dejáis alguna review comentando el capítulo os estaré super agradecida. Lo sabéis bien, sobre todo les que tenéis cuenta que a eses siempre puedo responder.
Espero de corazón que disfrutéis del capítulo.
Os mando un abrazo.
La prisión de Isla Mema olía a moho y enfermedad.
Hace años, tras la derrota de la Muerte Roja, Mema fue atacada no mucho tiempo después por una plaga de Muertes Susurrantes y una Muerte Estridente que habían cavado una red de túneles bajo la isla. Una vez que los Jinetes de Mema, liderados por un joven Hipo de apenas dieciséis años, consiguieron sacar a dichos dragones de la isla, el Consejo de Isla Mema aprobó aprovechar dichos túneles para otras funciones como la construcción de los establos, un embarcadero subterráneo o una prisión mucho más amplia y confortable que la que había por entonces.
Sin embargo, la vida en Isla Mema se había tornado tan tranquila gracias a la paz con los dragones y otras tribus que rara vez se había utilizado la prisión hasta los sucesos que habían rodeado la boda de Hipo y la falsa Kateriina. Hasta entonces, sólo se habían usado las celdas de los niveles superiores para encerrar a maleantes que estaban de paso por la isla y sobretodo a borrachos, pero jamás se habían usado los de los niveles inferiores cuyas condiciones eran deleznables a causa de la humedad y el aire viciado de los túneles. Brusca se había pasado semanas metida en una de esas celdas hasta que se decidió que sería la esclava personal de Ingrid Gormdsen y, a día de hoy, arrastraba todavía las secuelas de su estancia allí.
Cuando Hipo y Astrid decidieron que serían ellos los que se encargaría de liberar a las personas encerradas en la prisión de Mema, Brusca no había contado con lo mucho que le iba a impactar regresar allí de nuevo. Habían noqueado a los guardias de la entrada sin grandes altercados y los habían arrastrado hasta unos matorrales para ocultarlos a la vista de cualquiera que pasara por allí. Había sido imposible trazar cuándo se daría el siguiente cambio de guardia, por lo que eran conscientes de que contaban con muy poco tiempo. La primera planta fue relativamente fácil de abordar, sobre todo porque los dos centinelas que lo guardaban estaban durmiendo la mona cuando llegaron. Las celdas estaban hasta arriba de gente y tan pronto les vieron todos se sobreexcitaron tanto que Brusca tuvo que hacer aspavientos para que se callaran.
—Si nos pillan, estamos todos muertos, ¿entendido? —les advirtió la vikinga con severidad—. Tan pronto os saquemos de aquí iréis en un grupos pequeños hasta el Archivo y esperaréis allí, ¿entendido?
La gente de Mema asintieron en un excitante silencio. Se acercaron adonde los guardias inconscientes para coger las llaves para abrir las celdas, pero observaron confundidos que allí no había ningún juego de llaves.
—Las tiene Gormdsen —dijo alguien en las celdas—. Le gusta pavonearse por aquí cuando les dan por darnos de comer.
Brusca miró a su gemelo preocupada, pero enseguida adivinó que su hermano había tenido una idea al verle contemplar la cerradura de una de las celdas con suma atención.
—Dime ahora mismo que se te está pasando por la cabeza —le pidió ella ansiosa.
Chusco tragó saliva, era raro verle tan nervioso.
—Creo que puedo abrirlos, pero voy a necesitar un poco de tiempo.
Brusca arqueó las cejas sorprendida.
—¿Desde cuando sabes forzar cerraduras?
Su gemelo sacudió los hombros.
—Papá siempre estuvo convencido de que nos iban a encarcelar por alguna de nuestras trastadas, así que pensó que no me vendría de más enseñarme a cómo escapar —su hermano sacó un pequeño saco de su bota que contenía un montón de hierros sueltos—. Vosotros vigilad de que no venga nadie.
A Brusca le hubiera gustado protestar, pero no tenía sentido hacerlo ahora. Le ofendía que su hermano supiera algo tan interesante y útil como forzar cerraduras y que su padre no se hubiera molestado en hacer lo mismo con ella. Su madre siempre se había preocupado de que fuera una gran costurera y una buena ama de casa, pero era cierto que tras finalizar la guerra con los dragones, ninguno de sus progenitores le había vuelto a dar importancia a su formación como guerrera. Habiendo acabado la guerra, ¿qué necesidad había de aprender a luchar o hacer cosas útiles? Sus padres ya les había parecido demasiado que Brusca se uniera a los Jinetes de Mema y desde que había cumplido la mayoría de edad habían sido muy insistentes con lo de que se debía preparar para casarse. Brusca sacudió la cabeza. Aquel no era el momento de pensar en sus padres o en los celos hacia su hermano. Debía concentrarse en la misión y procurar que no fueran a morir en el intento.
—Brusca —le llamó Mocoso en un susurro para que nadie más les oyera—. Creo que es el momento.
La vikinga se volteó hacia Mocoso atónita. ¡Aquello debía ser una broma!
—Ahora no, Mocoso.
—Ahora sí, podemos aprovechar que tu hermano está con esto para…
Brusca cogió del brazo de Mocoso y lo arrastró hasta las escaleras para evitar que alguien los escuchara.
—No voy abandonar a mi hermano —le advirtió ella con voz amenazante—. No voy a poner en riesgo la misión por una espada, Mocoso.
—¡Me lo prometiste! —exclamó furioso—. ¡Me dijiste que me ayudarías a recuperar la espada de mi padre!
—¿Pero qué coño te pasa? —rugió Brusca indignada—. ¿De verdad piensas que una espada es más importante que la vida de esta gente? ¿Qué pueblo esperas dirigir si lo dejas morir por un simple objeto?
Las aletas de la nariz de Mocoso se ampliaron de la más pura rabia y la vikinga era consciente de que le había tocado la fibra sensible. Brusca se arrepintió en ese instante de haber hecho aquel estupido trato con Mocoso y de haber permitido que hubiera venido con ellos a Isla Mema. Por mucha lástima que sintiera por Mocoso, tendría que haberle contado todo a Hipo y a Astrid y haberse liberado de una carga tan molesta y destructiva como él.
—Pensaba que lo entendías, Brusca —repuso Mocoso dolido—. Hiciste una promesa.
—Lo peor de todo esto Mocoso es que lo entiendo mejor que nadie —le aseguró ella—. Pero tus padres no volverán aún cuando recuperes la espada, por eso no puedo priorizar tu egoísmo antes que salvar a Mema, lo siento.
—¡Eres una mentirosa y una traidora! —gritó Mocoso rabioso.
Brusca sacó fuerza de donde no la tenía para empujar al vikingo contra la pared y tapó su boca con una mano.
—Escúchame bien, si realmente has pensado por un segundo que tú me importas más que esa gente que lleva semanas ahí abajo encerrada estás muy equivocado —espetó la vikinga entre dientes—. ¿Quieres recuperar la espada? Pues vete tú solo, pero pobre de ti como te encuentre con ella encima, porque no dudes ni por un segundo que te la clavaré yo misma por traidor.
Mocoso estaba ojiplático por sus palabras, pero no replicó cuando Brusca apartó la mano de su boca. La vikinga esperó que bajara las escaleras tras ella, por fin entrado en razón; pero, para su enorme disgusto, Mocoso decidió hacer lo contrario y subir escaleras arriba. Brusca estaba dispuesta a noquearlo si era necesario para detenerlo cuando, de repente, oyó gritos en la planta de abajo. Miró ansiosa hacia abajo y, cuando se volvió hacia Mocoso, ya no estaba allí. Se vio en la terrible encrucijada de ir tras él o ayudar a su hermano y, finalmente, se vio obligada a bajar a ayudar a su hermano. Uno de los guardas de las plantas inferiores había subido y estaba forcejeando con su hermano mientras los prisioneros intentaban golpear al centinela a través de los barrotes. Brusca cogió un tubito que tenía sujeto en su cinto y sacó de su alforja un pequeño dardo lleno de veneno de Cantamuerte que había preparado Hipo en caso de emergencias. Brusca le dio de lleno en el muslo y el guardia se quedó paralizado en cuestión de segundos.
—¿Dónde está Mocoso? —preguntó Chusco al reparar que estaba sola.
—No hay tiempo para preocuparse de él ahora —dijo Brusca ansiosa—. ¡Date prisa y abre esa cerradura de una puñetera vez!
Chusco consiguió abrirlo al cabo de dos minutos y las personas que estaban dentro intentaron salir todos a la vez. Brusca había perdido toda su paciencia con Mocoso, por lo que no se cortó ni un pelo en poner orden.
—¡Cazurros! ¡Vais a conseguir que nos pillen! ¡De uno en uno id saliendo a mano derecha en dirección al Archivo! ¡Os quiero calladitos y caminando en fila india! ¡Venga! —le ordenó la vikinga.
Chusco se había puesto a forzar la otra cerradura, pero se estaban atrasando demasiado. Brusca pidió dos voluntarios para bajar a los niveles inferiores para sacar a más prisioneros y aparecieron de entre el gentío Boñigo y un tipo alto con un enorme bulto en su cabeza. A Brusca le costó reconocer a Cubo de lo flaco y decrépito que estaba.
—Coged las armas de los guardias, vamos acabar antes si destrozamos las cerraduras y es casi seguro que haya más guardias abajo —argumentó ella intranquila—. ¿Estáis con energía para hacerles frente?
—Llevamos meses reservando fuerzas para esto —le aseguró Boñigo—. Te seguimos, Thorston.
—Chusco, cuando abras esa puerta aseguráte de que nadie se desvíe del camino del Archivo, por favor.
Su gemelo alzó la mirada. Su boca sujetaba los herrajes que usaba para forzar la cerradura, pero su mirada le transmitió calma y plena confianza. Brusca sacó su espada y le hizo un gesto a los dos vikingos para que la siguieran. De no haber sido por todo el resentimiento y la fuerza con la que cargaban Cubo y Boñigo contra los centinelas, Brusca no habría llegado tan lejos ni en sus mejores sueños. A medida que avanzaban se unieron más voluntarios que les ayudaron a abrir más celdas. En cuestión de pocos minutos, las escaleras de la prisión estaban llenas de gente saliendo en silencio y de forma ordenada bajo las disposiciones directas y firmes de Brusca.
La última planta estaba en penumbra y sin vigilancia, probablemente porque todos los guardias que habían estado allí ya habían subido al escuchar el alboroto de los pisos superiores. Aquel debía haber sido el lugar donde la habían tenido presa meses atrás y no pudo evitar ponerse a toser cuando la humedad se agarrotó en sus cuerdas vocales. Cubo y Boñigo trajeron antorchas para iluminar aquel apestoso lugar y Brusca dio orden al resto para que salieran de allí en dirección al Archivo para dar apoyo a su hermano. Les recordó que no debían dejarse ver o atacar a nadie bajo ninguna circunstancia y la vikinga sintió un cosquilleo en su estómago ante el asentimiento obediente de sus compatriotas. Alguien incluso murmuró un «sí, señora» que la hizo ruborizar.
En la primera celda se hallaba un hombre que tapó sus ojos tan pronto las antorchas iluminaron su mohosa y sucia celda. Brusca no le reconoció al principio, se veía decrépito, fofo y muy mayor, pero tan pronto el pobre desgraciado pronunció su nombre en un hilo de voz, la vikinga cayó horrorizada de que aquel hombre era Bocón.
—¡Por Odín! ¿Qué te han hecho, amigo mío? —preguntó Boñigo a su lado.
Bocón se levantó con mucha dificultad de la cama. Al menos habían tenido la decencia de dejarle la prótesis de su pierna, aunque no contaba con la de su mano. Le habían arrancado la oreja izquierda y tenía una fea herida con pinta de estar infectada. De su cara y de sus brazos caía la piel flácida debido a la malnutrición y Brusca pudo avistar que le faltaban una buena parte de su dentadura.
—¿Eres tú de verdad, Brusca? —dijo el vikingo con voz rota y con cara de no creerse lo que estaba viendo.
Brusca coló su brazo entre los barrotes para coger su mano. Su piel ardía por la fiebre.
—Soy yo, Bocón, hemos venido a rescatarte —le anunció ella esforzándose en no venirse abajo—. Hipo está también aquí.
Cubo y Boñigo también jadearon sin creerse lo que acababan de oír.
—¿De veras está aquí? —preguntó Bocón con lágrimas en los ojos.
Brusca asintió con rapidez y apretó su mano.
—Vamos a recuperar lo que es nuestro —le prometió—. Te sacaremos de aquí, venga, échate hacia atrás que vamos a romper esa cerradura.
Bocón siguió sus instrucciones y esperó a que Boñigo quebrara la puerta con el martillo con el que iba armado. Rápidamente, Cubo rodeó el brazo de Bocón alrededor de sus hombros y le ayudó a salir de la celda. Brusca iba a subir las escaleras cuando escuchó un gemido al fondo del oscuro del pasillo.
—¿Hay más gente aquí abajo? —preguntó la vikinga preocupada.
—No… no lo sé, ya he perdido la consciencia de quien entraba y salía de aquí.
Brusca le pidió a Cubo que saliera rápidamente con Bocón de allí y se quedó con Boñigo para liberar al último preso que quedaba allí. Brusca no reconoció al hombre sucio que estaba tendido sobre el catre de la celda, pero observó asqueada que el suelo de su celda repleto de botellas vacías de hidromiel.
—¡No puede ser! —exclamó Boñigo furioso a su lado—. ¿Qué hace este cabrón aquí?
—¿Le conoces? —preguntó Brusca confundida.
—¿Cómo no voy a conocerlo? ¡Ese hijo de perra es Finn Hofferson!
La vikinga no pudo evitar entreabrir la boca como una imbécil. ¿Aquel hombre era el tío de Astrid? Tenía un recuerdo demasiado vago de Finn Hofferson como para recordarlo como era antes de verse… así. Astrid había mencionado que era un borracho y, por su cara, no parecía mantener un especial afecto hacia aquel hombre, pero Brusca estaba segura de que tampoco abandonaría a su tío a su suerte.
—Venga, rompe la cerradura —le pidió Brusca a Boñigo.
—¿Qué? ¡Si es un traidor!
—Un traidor que tienen aquí encerrado por algún motivo —señaló la vikinga—. Se viene con nosotros.
Boñigo tuvo que ceder a regañadientes y, tras romper la cerradura de un martillazo, la ayudó a cargar con un Finn Hofferson borrachísimo que ni reaccionaba a sus voces y que apenas podía sostenerse en pie. Brusca acercó la antorcha y abrió uno de sus ojos, el cual apenas reaccionó a la luz porque la pupila estaba diminuta. ¡Aquello era lo que faltaba ya! ¡Tenían que cargar con un tipo que estaba al borde de un coma etílico! Entre los dos, cargaron con el peso muerto de Hofferson en sus hombros y le arrastraron con suma lentitud hasta las escaleras. Fue entonces cuando apareció Chusco jadeante y con una expresión de puro pánico.
—Han dado a la alarma.
Brusca casi perdió el equilibrio cuando escuchó aquello.
—¡¿Os han pillado?! —exclamó ella rabiosa.
—¡No! ¡No hemos sido nosotros! ¡El sonido del cuerno proviene de las almenas del norte de la aldea!
Brusca quiso sentirse aliviada de que no hubieran pillado a Hipo y a Astrid en los barcos de Drago, pero eso dejaba una única opción: Mocoso. La vikinga se juró a sí misma que iba retorcer su cuello tan pronto lo encontrara.
—Brusca, ¿dónde está Mocoso? —preguntó Chusco preocupado.
—Preocupate por nosotros y no por él —le regañó Brusca con impaciencia—. Ayúdanos a cargar con este imbécil, ¿quieres?
—¿No sería lo más inteligente dejarlo aquí? —cuestionó Boñigo nervioso—. Es un traidor al fin y al cabo.
—Ya te he dicho que no lo vamos a dejar atrás —le recordó Brusca muy irritada—. Chusco, ayúdame tú, Boñigo, aseguráte que todo el mundo va hacia el Archivo y si os atacan…
—Sabremos lo que hacer —le prometió el vikingo.
Boñigo corrió escaleras arriba y Chusco cargó el brazo de Finn por sus hombros. Su hermano tenía menos fuerza que el otro vikingo, pero estaba agradecida de estar acompañada por su gemelo. Sin embargo, cuando aún les quedaba por subir dos plantas más, ninguno se sentía con suficientes fuerzas para seguir subiendo escaleras.
—Tenemos que dejarlo, Brusca.
—Es el tío de Astrid, Chusco, es la única familia que le queda. ¿A ti te gustaría que abandonaran a alguno de nuestros padres de estar en la misma situación?
Su hermano frunció los labios; aunque, por suerte, su conciencia no le permitió replicar. Ambos pararon unos segundos para tomar aire y sacudir sus brazos agarrotados por el peso de Hofferson. A lo lejos, en el exterior, se escuchaban gritos y movimientos turbulentos que le ponían la piel de gallina. El cuerno de alarma sonaba sin parar.
—Todo esto ha sido culpa de Mocoso, ¿verdad?
Brusca sacudió los hombros con desgana. Aún no estaba segura de que hubiera sido cosa de él, pero ellos estaban al este de la isla e Hipo y Astrid se encontraban en el puerto que estaba al sur. La casa de Ingrid Gormdsen, sin embargo, estaba al norte.
—¿De qué estabáis discutiendo antes? Porque no he vuelto a verle desde entonces.
La vikinga resopló agotada.
—Mocoso quería recuperar la espada de su padre y me hizo prometerle que le ayudaría a buscarla, pero le he dicho que esta misión era prioritaria —confesó ella—. He sido una idiota por dejarle venir.
—Hipo quería que viniera —le recordó Chusco frustrado—. Supongo que lo hizo para demostrar que todavía confía en él y para enterrar el hacha de guerra que Mocoso insiste en cargar todavía, pero está visto que este tío tiene otras prioridades.
—Tenía esperanza de que entrara en razón una vez que iniciara la misión —comentó Brusca con tristeza—. ¡Por Loki! No sé si estoy más decepcionada de él o de mi misma.
—Mocoso ya no es el que era antes —apuntó su gemelo—. Me temo que Mocoso Jorgenson murió hace un año en esa boda. Ahora no es más que una sombra de lo que fue en su día.
Su hermano no se equivocaba. Antes de la boda, después de que se hubieran reconciliado, Brusca se había encontrado a gusto con Mocoso. El vikingo estaba contento de que hubieran retomado su amistad y no la había forzado a retomar la naturaleza sexual de la misma pese a morirse de ganas. Es más, si lo pensaba fríamente, tal vez su reacción ante lo del bebé habría sido distinta si no hubiera sucedido todo lo de la boda y lo que vino después.
—Tenemos que seguir —dijo Brusca.
Solo necesitó contemplar la cara de su hermano para saber que él quería marcharse sin Finn, pero sabía que ella no se iría sin él. Hofferson murmuraba palabras inconexas que se amontonaban en su lengua y apestaba a alcohol y a hedor humano. Al llegar a la última planta, Brusca apenas podía mover sus piernas del cansancio y tenía calambres en los brazos. Chusco no estaba mejor que ella y apenas tenían fuerzas para arrastrar a Finn por el último tramo de escaleras. De repente, escucharon voces en la entrada de la cueva y ambos gemelos intercambiaron miradas de pánico. No había lugar en el que esconderse allí y Brusca dudaba sinceramente que pudieran hacer frente a un grupo de personas armadas ellos dos solos. No obstante, ambos tenían claro que si debían morir, tendría que ser luchando, por lo que dejaron a Finn en el suelo y Brusca desenvainó su espada mientras que su hermano cogió la maza que cargaba en su espalda con las dos manos. Esperaron inquietos a la vez que las voces iban acrecentando escaleras arriba hasta que escucharon a alguien gritar:
—¡Eh, tú! ¡Identifícate!
Seguido se oyó el sonido del acero chocar con el acero y un montón de gritos. Al cabo de unos segundos, un hombre cayó por las escaleras inconsciente y escucharon a alguien bajar los escalones a toda prisa. Cuando vieron a Astrid armada con su hacha manchada de sangre y jadeante, Brusca estuvo a punto de echarse a llorar de alivio. La bruja, sin embargo, parecía furiosa.
—¿Qué demonios ha pasado? ¿Qué hacéis todavía aquí?
—¡No hemos sido nosotros! —se defendió Chusco indignado—. ¡La alarma viene del norte!
Brusca rezó porque a Astrid no le diera por preguntar quién demonios había ido hacia al norte; pero, por suerte, la bruja parecía más preocupada por otras cuestiones.
—¿Por qué estáis todavía aquí? Vuestra misión era evacuar a los prisioneros y esperar en el Archivo hasta que hubiéramos liberado los barcos.
—Hemos tenido un pequeño percance con uno de los prisioneros —argumentó Brusca nerviosa y se apartó para que Astrid pudiera ver a Finn Hofferson tendido en el suelo semiinconsciente.
La bruja palideció al reconocer al hombre y se arrodilló inmediatamente a su lado para valorar el estado de su tío. Astrid no le examinó con ternura o con delicadeza, es más, sus movimientos eran bruscos y furiosos y Finn se quejaba de la rudeza con la que le estaba palpando la piel.
—Borracho gilipollas —musitó Astrid rabiosa—. Está sufriendo un coma etílico.
—Su celda estaba llena de botellas de alcohol —comentó Chusco.
—El muy imbécil habrá exigido alcohol en lugar de comida —dijo la bruja antes de coger el rostro del hombre con sus dos manos—. No se merece que lo salve.
—Tampoco puedes dejarle aquí —se apresuró a decir Brusca—. Es tu tío, después de todo.
Astrid frunció el ceño ante sus palabras sin dejar de mirar a Finn. De repente, el hombre murmuró algo.
—Ma… madre…
—No soy tu madre —sentenció Astrid con frialdad—. Cuando todo esto acabe, tú y yo vamos a tener una conversación y te aseguro que voy a convertirme en tu peor pesadilla, chivato de mierda.
Los gemelos no comprendieron a qué se refería Astrid con lo de «chivato», pero enseguida dejaron de darle importancia cuando de las manos de la bruja salió un fulgor dorado que envolvió el cuerpo de Finn. El hombre jadeó y su espalda se arqueó pronunciadamente antes de que el resplandor desapareciera. Finn se hizo a un lado para vomitar todo el alcohol que se había acumulado en su cuerpo hasta el punto que parecía que iba a echar sus vísceras por la boca. Astrid le observó en un frío silencio, indiferente a la agonía por la que estaba pasando aquel pobre desgraciado, y se dirigió hacia ellos.
—Tan pronto termine os acompañaré al Archivo. Tengo que ir con Hipo de inmediato.
—Espera, ¿todavía no se han liberado los barcos? ¿No se supone que tenías que estar con él? —cuestionó Chusco preocupado.
—Ha habido un pequeño contratiempo —se defendió Astrid molesta—. Thuggory está aquí.
—¡¿Qué?! —gritaron los gemelos al unísono.
—Ya, ya, se supone que estaba fuera, pero al parecer el ataque al aquelarre ha causado que Thuggory haya tenido que desviarse de su itinerario inicial —explicó Astrid irritada—. Tenemos poco tiempo. He conseguido dormirlo con un hechizo, pero no tardará en despertarse.
Hofferson se puso a toser y Astrid le dio unas fuertes palmadas en la espalda. Finn por fin empezó a tener consciencia de lo que pasaba a su alrededor, pero antes de que pudiera hacer o decir nada, Astrid acercó su hacha a su cara.
—Quietecito —le advirtió la bruja con voz amenazante.
—¿As… Astrid? —preguntó él desconcertado arrastrándose contra la pared—. ¿Dónde…? ¿Dónde estoy? ¿Qué demonios hago aquí?
—Tú sabrás por qué estás aquí, Finn —respondió ella con frialdad y movió el filo de su hacha hasta su cuello. El hombre se estremeció, aunque era difícil saber si era por el acero que podía rasgar fácilmente la piel o por su sobrina—. Ahora vas a estar calladito y te vas a venir conmigo y con mis amigos hasta donde te digamos. Líala y te juro que te arranco el otro ojo con mis propias manos.
Finn entreabrió sus labios, pero no fue capaz de formular palabra. Su único ojo, aún nublado por los resquicios de alcohol que quedaban en su cuerpo, mostraba confusión y extrañeza. Impaciente, Astrid tiró de su brazo y lo levantó del suelo con brusquedad. Finn jadeó sorprendido por la fuerza de la bruja, pero Astrid no tenía cara de querer aguantar ninguna tontería y le empujó escaleras arriba. Brusca y Chusco les siguieron pisándoles los talones.
Isla Mema era un auténtico caos.
La gente de las prisión luchaban contra la guardia de Gormdsen y la gente de Drago alimentados por la venganza que llevaban acumulando desde hacía meses. Daba igual que estuvieran agotados por la inanición, parecía que habían guardado todas sus energías a la espera de que llegara aquel momento. Astrid estaba claramente furiosa y alterada ante aquel escenario y se volteó rápidamente hacia ellos:
—Chusco, ¿puedes encargarte de bajar a los establos y liberar a los dragones?
Su hermano se enderezó y asintió con firmeza.
—¡Eso está hecho! —exclamó él.
—Voy contigo —se ofreció Brusca ansiosa.
—No —negó Astrid con dureza—. Te necesito conmigo. Hay que encargarse de proteger a la gente que no puede luchar y tienes que encargarte de él.
Brusca miró a Finn nerviosa, aunque este no aportaba su ojo de Astrid. Sintió de repente la mano de su hermano en su hombro.
—Procura que no te maten, ¿vale?
La vikinga arrugó la nariz.
—Eso debería decirlo yo, ¿no crees?
Su hermano sonrió enseñándole sus dientes torcidos y salió disparado de allí en dirección a los establos. Astrid le pidió que no se apartara de ellos bajo ningún concepto y Brusca sintió que las manos le sudaban tanto que temió que la empuñadura de la espada resbalara de sus palmas. Pese a tener a Finn fuertemente sujeto de un brazo, Astrid aplacaba los ataques de la gente de Gormdsen sin gran esfuerzo y Brusca procuró bloquear los ataques que iban dirigidos a Finn. Cuando estaban cerca de la ruta del bosque que llevaba al Archivo, oyeron gritos provenientes del puerto, seguido de alguien advirtiendo:
—¡Fuego! ¡Hay fuego en los barcos de Drago!
Astrid se detuvo en seco y Brusca leyó el pánico en su cara. Si Hipo todavía no había aparecido significaba que todavía seguía allí. Brusca cogió del brazo de Finn y obligó a su amiga a que la mirara.
—Yo me encargo de él, vete tú a por Hipo.
La bruja titubeó y la vikinga sintió un retortijón en su estómago al apreciar el miedo en sus ojos. No era una visión común en Astrid. La bruja era la mujer más valiente que había conocido nunca, pero verla así, tan aterrada y vulnerable, podía abatir hasta al más bravo de los guerreros. Astrid quiso decir algo, pero Brusca no llegó a oír lo que dijo porque alguien se abalanzó sobre ellos. La vikinga se golpeó con tal fuerza contra el suelo que, por unos segundos, se desorientó a causa del dolor en su cabeza y el molesto pitido que embargó en sus oídos. Le pareció oír el grito de Astrid y Hofferson había conseguido soltarse de su agarre. Sin embargo, cuando por fin recuperó la visión, contempló que el cielo oscuro, que ahora se había teñido de naranja a causa de las llamas del puerto, estaba invadido por dragones.
Chusco había conseguido liberarlos de los establos.
Brusca se enderezó y observó que Astrid estaba luchando contra tres hombres a la vez y que Finn cubría su espalda con un hacha corta que seguramente habría birlado a uno de los guardias de la Jefa. La euforia de ver a los dragones volar de nuevo con libertad sobre la aldea desapareció tan pronto la gente de Drago entraba de la aldea huyendo del fuego de los barcos para atacar a la población de Isla Mema. Brusca cogió su espada e intentó buscar un objetivo claro contra el que combatir. Astrid pareció predecir su objetivo porque se giró con rapidez hacia ella.
—¡Vete al bosque! —le ordenó con firmeza.
—¡Yo también quiero luchar! —gritó Brusca desesperada.
Astrid le dio una fuerte patada al pecho de una mujer que pretendía embestirla y se acercó a Brusca tan rápido que ésta apenas pudo reaccionar. Hofferson procuraba bloquear el paso a aquellos que pretendían dañar a Astrid.
—Aquí no me sirves, Brusca, te necesito con los heridos —insistió la bruja—. No puedo estar pendiente de ti.
Brusca sintió su sangre hervir y dio un paso hacia atrás.
—No necesito que me protejas, me valgo perfectamente yo sola.
—¡Este no es el momento de sacar a relucir el orgullo, Brusca! —gritó la bruja furiosa—. ¡Haz lo que te digo!
No replicó. Ahora no le hablaba la amiga, sino la general y Brusca sabía que si no obedecía, todo se iría al garete. La vikinga giró sobre sus pies y corrió por las calles de la aldea en dirección al Archivo. Los dragones atacaban a los humanos, aunque Brusca no estaba segura si serían capaces de diferenciar los bandos. Nadie pareció reparar en ella, pues al fin y al cabo no era más que una figura prácticamente invisible entre tanta sangre, acero y sed de venganza. Brusca se encontraba cerca del linde del bosque cuando el torrente de aire de un Tifómerang hizo que ella y todos los que le rodeaban fueran tirados de bruces al suelo. La vikinga se levantó, pero entonces se encontró de cara con una Pesadilla Monstruosa de escamas púrpuras que le observaba amenazante mostrando sus afilados dientes. Brusca había perdido la costumbre de sentirse amenazada por un dragón, pero aquella pobre criatura estaba cubierta de cicatrices y no parecía diferenciar qué humano era amigo y cual era enemigo. Intentó extender su mano de manera amistosa, como Hipo le había enseñado años atrás, pero aquello solo pareció enfurecerlo más y todo su cuerpo se envolvió en llamas.
Lo único que pudo hacer Brusca antes de que el dragón le lanzara su fuego líquido fue cubrirse inútilmente la cara con sus brazos, pero el impacto nunca llegó. Cuando el rugido del Pesadilla Monstruosa casi reventó sus tímpanos, Brusca se atrevió a mirar. Entre el Pesadilla Monstruosa púrpura y ella se encontraba Colmillos, quién ahora tenía el cuerpo cubierto de fuego y rugía al otro Pesadilla Monstruosa colérico. De repente, escuchó un silbido muy familiar.
—¡Furia Nocturna! —gritó alguien.
—¡Agachaos! —gritó otro.
El impacto del plasma de Desdentao retumbó el suelo y Brusca vio a lo lejos como Desdentao corría entre el gentío, probablemente buscando desesperado a Hipo. Colmillos se giró entonces para mirarla y sus ojos parecían decirlo todo:
¿A qué coño esperas para huir, humana?
Brusca se puso en marcha y decidió dar un rodeo para alcanzar el Archivo. Su corazón latía con tanta fuerza que le dolía el pecho y sus piernas se quejaban por el enorme sobreesfuerzo a los que le estaba sometiendo por la carrera que se estaban pegando. No obstante, el paso del centro de la aldea estaba bloqueado por una enorme batalla campal. Brusca no podría atravesarlo sin que la hirieran o la mataran en el intento. Un hombre, al parecer uno de los esbirros de Drago, reparó enseguida en ella y corrió en su dirección con maza en mano dispuesto a partirle el cráneo. Brusca no tenía escapatoria, enfiló su espada y se concentró en buscar un punto de su cuerpo donde clavar el filo.
Sin embargo, antes de que el hombre pudiera cernirse sobre ella, algo voló fugaz cerca de su mejilla y se incrustó en la cabeza de su atacante. Brusca se quedó sin aire al ver que se trataba de un hacha corta y resultó horripilante ver cómo la vida abandonaba los ojos de aquel desgraciado mientras caía hacia delante. Se forzó a reaccionar cuando el asesino gritó a su espalda. Era un grito que ya había oído en el pasado, cuando no era más que una cría que jugaba a ser adulta mientras montaba un dragón, pero por entonces Dagur el Desquiciado no había sido más que un enemigo anhelante de poder.
Ahora no era más que un ser sediento de sangre y venganza.
Debería sentirse aliviada porque Hipo hubiera triunfado en la misión de liberarle de las galeras de Drago, pero la piel se le puso de gallina cuando el berserker pasó junto a ella sin ni siquiera reparar en su presencia. Le habían torturado, resultaba más que evidente por las nuevas cicatrices que cubrían sus brazos, las marcas de latigazos en su espalda que se apreciaban bajo los jirones de su túnica y su cara que ahora estaba cubierta de sangre, aunque Brusca dudaba que fuera siquiera suya. Sus ropas estaban raídas y sucias de sangre y polvo y le habían rapado el cabello al cero, aunque tenía una barba pelirroja de varios días cubriéndole la mandíbula. Cargaba una espada de una mano y otra hacha que seguramente había robado por el camino. Apenas podía apreciarse el verde de sus ojos de lo dilatados que estaban a consecuencia de la ira y la adrenalina de la batalla.
Quizás Brusca debía haberlo detenido cuando supo que iba a abalanzarse él solo contra aquel grupo enorme de soldados. Quizás podría ayudarlo a parar aquella masacre y traerlo de nuevo a la realidad. Se había detenido lo bastante cerca para que pudiera coger de su brazo y quizás pararlo antes de que cometiera la locura que iba a cometer.
Quizás, quizás, quizás…
Quizás una parte de ella no quería detenerlo realmente y por esa razón le dejó marchar solo para así aprovechar el despiste de toda aquella gente y alcanzar por fin el bosque. Cuando consiguió salir de aquella carnicería y ya se encontraba en las entrecalles que llevaban a la ruta del Archivo, oyó el gemido de un dragón a lo lejos. Brusca quizás no se habría detenido de no haber reconocido el aullido del Furia Nocturna. Escaló al tejado de una de las casas para tener una perspectiva mejor de la aldea y entonces lo vio.
Brusca solo le había visto de lejos cuando era esclava de Ingrid Gormdsen, pero Drago Bludvist resultaba inconfundible allá donde fuera. Su complexión era grande, su capa negra fácilmente reconocible y, aún desde la distancia en la que se encontraba, se apreciaban sus rasgos crueles y toscos que se acentuaban a causa de las cicatrices de su cara y una sonrisa despiadada cubría su cara por el botín que acababa de atrapar. Brusca chilló al caer que, atrapado en una red y su cuello sometido al pie del tirano, se encontraba Desdentao.
¿Cómo era posible?
¡Se suponía que Thuggory y Drago no iban a estar en la isla!
Se preguntó dónde demonios estaría Hipo para haber permitido que su Furia Nocturna hubiera acabado en manos del cazador de dragones y brujas más sanguinario de la historia. No pudo evitar mirar hacia el puerto. Los barcos de prisioneros de Drago estaban incendiados hasta el punto que parecía imposible apagar el fuego. Brusca rezó a los dioses porque Hipo hubiera tenido tiempo suficiente para salir de allí y que estuviera bien. Si él moría, Astrid moriría y esa guerra no podría ganarse sin ellos.
Brusca retomó el camino hacia el Archivo y respiró aliviada cuando encontró la entrada totalmente despejada. Tocó a la puerta dando tres golpes y Cubo la abrió, no sin antes sacar su espada amenazante.
—Soy yo, dejadme bajar.
Cubo se apartó enseguida y cerró la puerta tan pronto entró. Brusca bajó las escaleras a oscuras y pegada a la pared, aunque cuando alcanzó el piso inferior del Archivo se lo encontró iluminado con velas. La gente se estremeció cuando entró, aunque todos respiraron aliviados cuando vieron que solo se trataba de ella. Allí no solo se encontraban personas que habían estado presas en las cárceles de los túneles de Mema y estaban demasiado débiles para luchar, también había mujeres, niños y ancianos que habían sobrevivido malamente a la tiranía de los hermanos Gormdsen. Brusca debía revisar el estado de todas aquellas personas y esperar el regreso de los demás, pero varios de ellos se acercaron para abordarla a preguntas: ¿qué estaba pasando ahí arriba? ¿Dónde estaba Hipo? ¿Y Estoico? ¿Cuándo iba a venir el ejército de la Resistencia? Brusca quiso preguntarles que qué ejército, ¡ya les gustaría haber contado con uno! No podía explicarles que todo aquello se suponía que debía ser una acción de infiltración, que la idea había sido neutralizar los puntos clave de la isla para recuperarla siendo apenas cinco. Se suponía que debía ser sencillo al tener a Le Fey distraída y a Drago y a Thuggory fuera de la isla, pero Brusca no había caído hasta ese momento que todo había sido una crónica de una derrota anunciada y que todo había sido culpa suya por haber permitido que Mocoso hubiera venido con ellos.
Habían tumbado a Bocón en una de las mesas del Archivo. Faye Haugsen limpiaba su rostro sucio con un paño frío y Brusca comprobó que el vikingo ardía de fiebre a consecuencia de la herida de su oreja. El vikingo deliraba y Brusca temió que le quedara poco tiempo. Solo esperaba que Astrid pudiera curar la infección tan pronto regresara.
Si es que regresaba.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Faye desesperada.
Brusca sintió las miradas de toda la sala puestas en ella y deseó poder hacer un discurso que avivara la llama de la esperanza en todos ellos, pero Brusca Thorston no había nacido para liderar nada. Ella siempre había estado a la sombra de todos, dispuesta a ayudar y a colaborar, pero nunca para destacar o a tener siquiera voz propia. Abrió la boca cuando escucharon el portón del Archivo abrirse y un intenso murmullo de voces que hablaban muy rápido y en susurros mientras bajaban las escaleras a todo correr. Brusca y otros compatriotas se acercaron al pie de la escalera, temerosos de que se tratara del enemigo, pero de repente apareció un grupo grande de niños junto con otro de adultos que estaban calados hasta los huesos. Entre ellos, destacaba un hombre alto que cargaba a un crío en sus brazos. Reconoció su tez morena, su largo y azabache cabello que lo tenía suelto en su espalda y el tatuaje azulado que cubría su barbilla. Iba con el torso desnudo, el cual mostraba una fea cicatriz en su pecho con una marca.
El símbolo de Drago.
Eret, hijo de Eret, era fácilmente reconocible por todas las mujeres presentes en aquella sala, incluida la propia Brusca. Todas habían formado parte del interrogatorio en el que él había colaborado durante las inspecciones.
La supuesta cara amable de los cazadores de brujas.
La misma escoria de Drago.
La vikinga se dispuso a atacar cuando Hipo bajó las escaleras veloz como un rayo para interponerse entre Eret y las furiosas ciudadanas de Mema.
—¡Bajad esas armas ahora mismo! ¡Están de nuestro lado!
Su voz sonó tan fuerte y autoritaria que todos obedecieron al instante, aunque Hipo no se relajó. Estaba alterado y sus ojos vagaban por la sala, ignorando los murmullos atónitos de la sala. No era de extrañar que la gente de Mema estuviera impactada por verle, Hipo no había sido más que un chaval larguirucho y silencioso cuando se marchó de Isla Mema, pero ahora parecía un hombre completamente distinto. Alto, algo más ancho por el duro entrenamiento al que Astrid le había sometido, con un pelo largo sujeto en una trenza y con una seguridad en sí mismo que nadie había visto nunca en él a pesar de estar casi dominado por el pánico. Hipo enseguida puso su atención en ella.
—¿Dónde están los demás?
—No lo sé —respondió Brusca con sinceridad—. Astrid me ordenó que viniera aquí, pero no sé nada del resto. Ella se quedó peleando cerca de la prisión, mi hermano ha ido a liberar a los dragones...
—¿Y Mocoso? —preguntó Hipo angustiado al no haber mencionado a su primo.
Brusca no tuvo valor de responder a su cuestión, aunque Faye Haugsen le salvó de contestar cuando se puso a chillar de repente. Corrió hasta ellos y arrancó al niño de los brazos de Eret y se puso a llorar mientras lo mecía entre los suyos. Aquel crío debía ser Einar Haugsen, su hijo mayor, quien parecía estar inconsciente. Hubo niños que empezaron a hacer pucheros y otros se pusieron a llorar como regaderas. Algunas de las personas que se encontraban allí intentaron consolarlos como pudieron. Brusca observó confundida que muchos de aquellos críos eran extranjeros y no hablaban su lengua.
—Estaban en el barco de Drago —explicó Hipo antes de que ella preguntaran nada—. No podía dejarlos allí.
Era perfectamente comprensible. Había niños de Isla Mema que corrieron a brazos de sus madres, tías y abuelas, pero la mayoría de los niños, fuera del Isla Mema, del Archipiélago o de otros lugares, miraban a su alrededor ansiosos, con la falsa esperanza de que tal vez sus progenitores se encontraran allí también. Algunos incluso se abrazaban al grupo de adultos que lucían tan aterrorizados y cansados como ellos. Eret se había arrodillado a una distancia prudente de Faye, quien no paraba de llorar sobre los rizos de su hijo que seguía inconsciente.
—Tuvimos que noquearlo para traerlo hasta aquí —explicó Eret nervioso—. La cosa se desmadró en los barcos y… —lanzó una mirada extraña a Hipo—, no había forma de convencerlo para que nadara con nosotros de lo aterrado que estaba.
Había algo raro allí, pensó Brusca. Todos estaban mojados menos Hipo y Brusca reparó que éste emitía un aura extraña. Sus mejillas estaban muy enrojecidas pese a estar cubiertas de hollín y algo de sangre reseca, pero observó que parte de su pechera se había quemado y las mangas de la túnica que llevaba debajo estaban destrozadas hasta sus codos a causa del fuego. Sin embargo, no había rastro de quemaduras en todo su cuerpo y no tenía pinta de estar herido.
—Tengo que volver a por Astrid —anunció Hipo muy serio.
Brusca recordó entonces que tenía que contarle lo de Desdentao, pero temía su reacción. Tenía la sensación de que Hipo iba a explotar en cualquier momento y no precisamente para bien. La vikinga intentó coger de su brazo para calmarlo, pero Hipo se apartó enseguida, mirándola muy alterado, aunque a Brusca no le había pasado por alto el calor tan intenso que había sentido en su mano sin ni siquiera tocarlo.
—Hipo —dijo una mujer de repente—. Bocón está aquí.
Los ojos del vikingo se iluminaron de repente por la alegría y el alivio de descubrir que su mentor se encontraba allí, aunque enseguida se ensombrecieron al ver el estado deplorable en el que se hallaba el herrero. Se llevó la mano a la boca para ahogar un sollozo, pero no pudo contener las lágrimas. Extendió su mano para tocar su rostro, pero se quedó a escasos centímetros de palpar su piel. Reparó en la horrenda herida de su oreja izquierda.
—¿Cómo…?
—Bocón organizó un motín para quitar a Ingrid Gormdsen de en medio y recuperar el control de la isla —explicó un hombre con unas ojeras enormes—. Fracasamos e Ingrid lo tomó con él. Dijo que él era los oídos de los Haddock en Isla Mema y le arrancó la oreja. Nadie ha curado su herida, ni siquiera cuando Thuggory exigió que lo hicieran.
—Lo tenían encerrado en las celdas de los niveles inferiores —añadió Brusca angustiada—. Es probable que no hayan limpiado su celda desde hace semanas y lo más seguro es que sufra alguna enfermedad aparte de la infección.
Hipo parecía que iba a romper a llorar en cualquier momento. Finalmente se decidió a posar con suma delicadeza su mano sobre la mejilla del herrero y éste entreabrió sus ojos. Hipo se forzó a dibujar una sonrisa, aunque eso obligó a que las lágrimas descendieran por su rostro. Bocón miró a Hipo febril y muy desorientado, murmuró algo que no entendieron y volvió a cerrar los ojos.
—Brusca, ¿puedo confiar en que te harás cargo de todo mientras salgo a por Astrid? —preguntó Hipo esforzándose en ocultar el temblor de su voz—. Ella podrá curarle.
—Hipo, hay algo más que…
Se escuchó un fuerte golpeteo en el portón de arriba que los sobresaltó. Hipo giró la cabeza bruscamente hacia las escaleras y cogió de su cinturón la empuñadura que cargaba en él. Con un rápido movimiento de su brazo el filo se extendió y se prendió fuego. Brusca había visto a Hipo empuñar el prototipo de aquella espada antes de que Astrid llegara a Isla Mema. Había sido más simple, más pesada y complicada de cargar, sobre todo por lo difícil que resultaba llevar mucho tiempo esa espada en mano sin sufrir quemaduras en el proceso. Hipo siempre había estado obligado a llevar guantes y no resultaba especialmente cómodo empuñar una espada sin sentir la piel desnuda alrededor de la empuñadura. Brusca había visto los diseños mejorados de aquella espada en los cuadernos que había robado de Isla Mema, aunque estos se perdieron en la Isla de los Marginados a causa de la repentina batalla. Cuando la vikinga le vio construir la espada en la herrería, le preguntó cómo era posible que pudiera reproducir un diseño tan complejo sin los bocetos originales.
—Tengo buena memoria —respondió sin más.
La espada actual parecía más afilada y llameante que la anterior y todos los presentes en el Archivo se apartaron del calor que emanaba el fuego alimentado por la saliva del Pesadilla Monstruosa que empapaba el filo. Hipo, sin embargo, no parecía molesto por el fuego le molestara pese a sus manos y antebrazos desnudos.
Había algo raro en todo aquello, volvió a pensar Brusca.
Lo sabía desde hacía tiempo, pero ahora tenía más claro que nunca que el Hipo Haddock que había regresado de su exilio no era el mismo chico torpe e introvertido que había conocido toda su vida. Sobre todo porque hasta ese momento no cayó que la cólera y la sed de venganza de Hipo transmitiera una vibración muy similar a la de Astrid.
Un aura mágica y muy peligrosa que le advertía a gritos que huyera despavorida de él.
Xx.
Hipo siempre había sabido pasar desapercibido cuando era preciso.
Cuando era niño podía colarse en los lugares más inesperados sin que nadie se enterara. Quizás porque siempre había sido tan poca cosa que no llamaba la atención; pero, en realidad, se debía a que de niño había contado con unos pies tan ligeros y era tan pequeño que podía filtrarse por donde le viniera en gana. Con los años, había ganado experiencia saliendo de su casa sin que se enterara su padre, sobre todo cuando ya más adulto se escapaba por las noches para desahogarse en los brazos de alguna desconocida —o desconocido— que estuviera dispuesto a acostarse con él. Eso por no mencionar que había escondido a un Furia Nocturna bajo de las narices de la aldea o se había estado acostando con Astrid durante muchos meses sin que nadie lo supiera.
Colarse en aquel barco había sido un juego de niños en comparación a todo lo que había hecho hasta entonces. Es más, le sorprendió la poca vigilancia que se topó en la cubierta del barco, más considerando que estaba repleta de jaulas de dragones. Hipo sintió su corazón estrecharse en su pecho al ver a aquellas criaturas encerradas en celdas demasiado pequeñas para su gran tamaño y tuvo que resistirse a la tentación de liberar a aquellos dragones primero. El tiempo al tiempo, pensó para sí. Primero tenía que liberar a los prisioneros humanos y, después, volvería para rescatar a los dragones. Le resultó demasiado fácil colarse en la bodega del barco pese a que el hechizo de invisibilidad había desaparecido al poco de subir a cubierta. Aquel buque no se usaba para la guerra, sino más bien como transporte y almacén de armamento, alimentos y prisioneros de Drago. Muchas de las personas que estaban allí encerradas o se encontraban a la espera de recibir un castigo o que les mandaran de nuevo a las horribles galeras que transportaban a Drago de un lugar a otro. Había un único guardia salvaguardo en el área de los prisioneros, aunque Hipo sabía que no debía confiarse, sobre todo porque la gente de Drago debía dormir en algún lugar de aquel barco. Sacó de su alforja el frasco con poción durmiente que le había preparado Astrid antes de partir y sacó un trozo de tela con la que lo empapó. Esperó en la sombra de la escalera, rezando para que el guarda no reparara en su presencia y tan pronto se giró para volver hasta el otro extremo del pasillo, Hipo rodeó su cuello con un brazo y tapó su nariz y su boca con el pañuelo. El hombre gritó contra su mano e intentó resistirse, pero enseguida cayó preso del sueño y se derrumbó en los brazos de Hipo, quien le tendió suavemente en el suelo y cogió las llaves que colgaban de su cinto.
Hipo avanzó por el pasillo donde hombres y también mujeres dormitaban o tenían la mirada perdida en algún punto de sus celdas. Procuró no detenerse demasiado, sobre todo porque no querían que le reconocieran pese a que tenía la cara oculta bajo una capucha y se había subido un pañuelo que le tapaba la nariz y la boca. Sin embargo, no pudo evitar pararse cuando empezó a ver niños encerrados en las celdas. La mayoría dormía, algunos compartían camastros y otros estaban apretujados en el suelo entre ellos para resguardarse del frío. Los pocos que estaban despiertos ni siquiera repararon en él, más preocupados en las ensoñaciones despiertas que les llevaban sus pobres mentes, ya lejos de ser infantiles, con tal de alejarse de aquella espantosa realidad. Con el corazón roto, observó que muchos de aquellos niños eran de Isla Mema y del Archipiélago, pero algunos parecían también extranjeros. Se obligó a seguir adelante, advirtiéndose a sí mismo que los liberaría una vez que encontrara a Dagur, dado que ahora que no contaba con la ayuda de Astrid, sería imposible llevar a cabo aquella misión solo.
Necesitaba a Dagur.
—¿Quién eres tú? —preguntó una voz de repente.
Hipo no pudo evitar girarse y su corazón dio un vuelco al reconocer a Eret, hijo de Eret, sentado junto a los barrotes de su celda mientras le observaba con ojos inquisitivos. ¿Qué demonios hacía él allí? Había tenido la esperanza de que hubiera perecido en las frías aguas del norte del Archipiélago, pero allí seguía aquel capullo: vivito y coleando.
—No eres un guardia —advirtió Eret sorprendido y abrió mucho los ojos, hasta el punto que cogió de los barrotes para verle inútilmente más de cerca—. Eres Hipo Haddock.
El vikingo se puso tenso y llevó su mano a la daga que ocultaba bajo su túnica. No se sentía cómodo ante la idea de matarlo, pero no le iba a quedar otro remedio si Eret le exponía a la tripulación de Drago. No obstante, le resultó extraño que estuviera allí encerrado. ¿No era acaso Eret uno de los cazadores de Drago? Había contado hasta con su propia tripulación y barco hasta que Hipo lo destruyó cuando fue a liberar a Astrid. Su magia se avivó dentro de él, frustrada porque la bruja no le dejó terminar el trabajo cuando tuvo la oportunidad. El vikingo respiró hondo para calmarse, aquel no era el momento para dejarse llevar por sus convulsas emociones.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Hipo soltando la empuñadura de su daga.
—Quítate esa capucha para que pueda verte la cara —pidió Eret muy serio.
Hipo podría negarse, pero decidió no tentar a su suerte. Aún estando allí encerrado no podía fiarse de que Eret no fuera a delatarlo. El cazador no mostró ninguna emoción cuando Hipo se retiró la capucha y se quitó la máscara que cubría su boca.
—¿Dónde está ella? —cuestionó Eret con sospecha—. Con lo sobreprotectora que es contigo, me cuesta creer que te haya dejado venir a la boca del lobo tú solo.
—Me las arreglo perfectamente solo, gracias —respondió Hipo secamente—. ¿Qué haces tú aquí?
—¿Es en serio esa pregunta? —replicó Eret ofendido—. Vuestro numerito en el mar del norte provocó que Drago nos castigara y nos encerrara a mí y a toda mi tripulación aquí. Ahora somos la reserva para sus galeras.
—¿Y esperas que me disculpe por ello? Secuestraste a Astrid y a todos esos dragones para entregarlos a Drago —le achacó Hipo furioso.
—¡¿Y qué querías que hiciera?! —exclamó Eret rabioso—. ¡Nosotros no tenemos la opción de decidir qué hacer o no hacer! ¡Simplemente cumplimos órdenes para sobrevivir!
Astrid ya le había explicado las circunstancias de Eret. Drago le había tomado como esclavo y vivía amenazado de que fuera a destruir su aldea si no cumplía con sus mandatos. Hipo se esforzó en calmar su ira y mostrarse un poco más comprensivo con el cazador.
—Escucha, si tú estuvieras en mi lugar, ¿no habrías hecho lo que yo hice? —preguntó Hipo—. Astrid lo es todo para mí.
—Habría entendido la parte de salvarla a ella —contestó Eret de mala gana—. Me había preparado incluso para atraparte a ti, pero está claro que te subestimé.
Hipo no pudo evitar formular una sonrisa.
—Suele pasar —advirtió el vikingo sacudiendo los hombros.
Eret dibujó una mueca amarga.
—Bueno, me imagino que no estás aquí solo para alardear, ¿qué pretendes hacer aquí?
Hipo titubeó por un instante. No se fiaba de Eret, pero era cierto que aquel barco era muy grande y no estaba muy seguro de dónde podía estar Dagur.
—Busco a Dagur, el Jefe Berserker, ¿sabes dónde está?
Eret frunció el ceño.
—¿A ese pirado? —cuestionó preocupado—. Lo tienen aislado en las celdas inferiores. Es un prisionero bastante problemático.
Hipo no estaba en absoluto sorprendido de oír eso. Dagur nunca había destacado por ser alguien especialmente sumiso y, tras todo lo que le había hecho Le Fey, no era de extrañar que hubiera perdido la cabeza. El solo ponerse en su lugar le daba escalofríos, ya que Hipo no estaba seguro de que él pudiera soportar la culpa que debía sentir Dagur por lo ocurrido en su isla.
—¿Qué vas hacer, Haddock? —preguntó Eret extrañado—. No pretenderás liberarlo, ¿verdad?
—¿Pasaría algo si lo hiciera?
—Ese tío no se va a ir de aquí hasta que mate a toda la gente de Drago, si te descuidas incluso nos mata a todos nosotros —le aseguró el cazador.
—¿Y si te dijera que pretendo liberar a todo el barco?
Eret se quedó muy callado, contemplándolo incluso con lástima, como si realmente se hubiera vuelto loco.
—Es una locura, no puedes hacerlo tú solo.
—Dagur me ayudaría —insistió Hipo.
—Dagur está sediento de venganza —le aseguró Eret con impaciencia, aunque enseguida pareció darse cuenta de algo—. A menos que… pretendas usarlo como distracción para liberar al resto.
—"Usar" es una palabra muy fuerte —dijo el vikingo ofendido—. Pero si Dagur quiere venganza, no seré yo quien se la deniegue. Además, si quiero liberar a los niños, voy a necesitar todo el tiempo que pueda disponer, la pregunta es si puedo contar con ayuda para llevarlos a un lugar seguro.
Eret frunció los labios y miró hacia el camastro de su celda. Hipo no había caído hasta ese momento que, entre el batiburrillo de mantas que había sobre la cama, había un niño acurrucado que dormía profundamente. El vikingo contuvo la respiración al reconocer a Einar Haugsen.
—Sé que nunca seré digno para entrar en el Valhalla —dijo Eret sin dejar de mirar a Einar—, pero haré lo que sea necesario para que estos niños no pasen por el mismo calvario por el que he pasado.
Si Astrid estuviera allí, habría valorado si había mentira en las palabras de Eret, dado que era buena para detectarlas, pero los ojos del cazador brillaban determinados a proteger a aquellos niños como fuera. Incluso le sorprendió extendiendo su mano entre los barrotes, como si así fueran a cerrar un juramento. Hipo estaba resignado a fiarse de él, aunque apretó su mano con una fuerza que sabía que Eret no se esperaba y le empujó contra los barrotes.
—Como vea que tocas a una sola bruja o un dragón o que simplemente se te pase por la cabeza traicionarnos, te juro que tu muerte será lenta y dolorosa.
Sabía que su mano debía arder contra la suya, por lo que procuró moderar su temperatura corporal.
—¿Y vas a ser tú quien se va a encargar de ello, Haddock? —se mofó Eret, aunque se notaba que estaba muy tenso.
—Se lo puedo pedir a Astrid si quieres, pero ella no tiene fama de ser precisamente blanda con los traidores.
—Lo tendré en cuenta.
Hipo soltó de su mano y cogió las llaves para entregárselas a Eret.
—Vete preparando a todo el mundo para salir de aquí, pero no subáis hasta la cubierta hasta que regrese. Asegúrate de que no os pillen.
—Tranquilo, Haddock, mi tripulación y yo nos haremos cargo de todo.
Hipo no se sentía tranquilo ante la idea de dejar a Eret al mando, pero no tenía otro remedio. Si Dagur estaba en una celda aislada, significaba que sería más difícil llegar a él y no se equivocaba. El Jefe Berserker estaba encerrado en una celda custodiada por dos guardias y estaba encadenado dentro de tal manera que estaba inmovilizado de rodillas al suelo y con los brazos extendidos hacia arriba. Hipo volvió a ponerse la capucha y la máscara y procuró tomar aire antes de salir de las sombras para hacer frente a los dos guardias. Fue en esa confrontación cuando se dio cuenta que las horas de tortura y entrenamiento a los que Astrid le había sometido habían dado sus frutos. Hipo era buen espadachín, incluso su padre se lo había dicho más de una vez cuando le había empezado a entrenar con dieciséis años, pero Astrid le había enseñado a sacar partido a todos sus sentidos y a afinar su destreza con la espada. La clave era definir los puntos débiles desde el principio. El guardia de la izquierda era un hombre fornido y muy violento, un puñetazo suyo fácilmente podría romperle una costilla o dos, pero era lento e Hipo pudo esquivar sus puños para golpear con la empuñadura de su espada en su nuca. Cayó redondo al instante y tuvo tiempo suficiente para sacar el filo de Inferno y aplacar el espadazo del guardia de la derecha. Construir aquella reproducción de su espada llameante había sido mucho más fácil que la primera vez que la hizo, sobre todo porque esta vez no había tenido que instalar ningún sistema de ignición para incendiar el filo. Ahora solo tenía que usar su magia para ello y resultaba muy cómodo poder controlar la llama de su espada sin tener que preocuparse de la cantidad de saliva de Pesadilla Monstruosa que empapaba el metal. Tan pronto encendió la mecha de la espada, el hombre se apartó espantado e Hipo solo necesitó dos estocadas para acorralarlo contra la pared del barco y golpearle fuerte con la empuñadura de Inferno en la sien. El hombre cayó inconsciente y sangrando al suelo e Hipo consiguió el juego de llaves que abrían las cuatro cerraduras de la celda de Dagur.
El Jefe Berserker ni siquiera reaccionó cuando abrió la chirriante puerta de la jaula, pero su instinto mágico le advirtió que se anduviera con ojo. Pensó que estaría dormido y extendió su brazo para despertarlo cuando, de repente, Dagur alzó la cabeza con los ojos inyectados en sangre y se abalanzó hacia delante. Hipo se llevó tal susto que hizo un traspiés hacia atrás y no se cayó al suelo porque su espalda chocó contra los barrotes de la celda. Se llevó su mano a su pecho para calmar los apremiantes latidos de su corazón y observó que Dagur seguía luchando contra sus cadenas mientras gritaba rabioso contra el bozal que le habían puesto. Era una visión aterradora y dantesca, aún habiendo visto a Dagur en sus peores momentos.
Hipo, consciente de que su cara seguía oculta bajo la capucha, se la retiró y Dagur necesitó unos segundos para reconocerlo. El vikingo alzó sus manos en son de paz a la vez que el berserker le contemplaba ahora atónito, casi como si estuviera sufriendo una alucinación.
—Sí, soy yo, Dagur, he venido a rescatarte —dijo Hipo en un tono calmado y conciliador—. Siento haber tardado tanto.
Los ojos de Dagur se humedecieron y negó con la cabeza efusivamente mientras intentaba decir algo, aunque el bozal se lo impidió.
—¿Me dejas quitarte eso? —preguntó Hipo con suavidad.
Dagur asintió con rapidez e Hipo, con mucho cuidado, soltó el candado que ataba tras su cabeza y le quitó el tortuoso bozal metálico que se le metía hasta la entrada de su garganta. El berserker se puso a toser sonoramente mientras procuraba mover su mandíbula para aliviar la horrorosa tensión que le había generado aquel instrumento de tortura. Mientras recuperaba su voz y regulaba su respiración, Hipo se preocupó de soltar las cadenas que ataban sus muñecas y liberó también sus tobillos. Dagur se desplomó en el suelo y se tumbó cara arriba mientras pasaba sus manos por sus muñecas que estaban en carne viva. Pese a que no tenían mucho tiempo, Hipo le dio tiempo para que sus miembros se amoldaran a estar libres de cadenas y, enseguida, Dagur volvió a concentrar su atención en él, hasta el punto de que acarició su mejilla con ternura.
—Estás aquí —dijo el berserker sin creérselo—. No eres un producto de mi imaginación.
—¿Por qué iba a serlo? —preguntó Hipo esforzándose en no apartarse. Sabía de los sentimientos de Dagur hacia él y no se sentía muy cómodo ante sus gestos de cariño, pero tampoco quería robarle aquel momento.
—Siempre que soñaba que venías a por mí, pero acabas siendo siempre un cruel producto de mi imaginación.
Llevó su pulgar peligrosamente a su labio e Hipo se echó hacia atrás incómodo. Dagur sonrió con amargura.
—Definitivamente eres el real.
—Dagur…
—¿Qué quieres de mí, Hipo?
El vikingo frunció el ceño.
—Sacarte de aquí, te necesitamos —respondió él confundido por su pregunta.
—¿Quién me iba a necesitar a mí? —cuestionó el berserker—. No tengo ejército, ni pueblo, ni isla. No soy nadie ni merezco serlo. Estoy donde debo estar.
Hipo le contempló atónito.
—¿De qué coño estás hablando, Dagur? ¡Eres el Jefe Berserker!
—Ya no —contestó escupiendo a un lado—. No soy digno de títulos y de honores. Soy la escoria que llevó a su pueblo a la ruina.
—Dagur, no…
—Vete, Hipo. Siento mucho las molestias que te has tomado, pero ambos sabemos que ni siquiera estás aquí por mí, sino por lo que supuestamente representaba en el pasado —le recriminó Dagur con desprecio—. Solo espero que me maten pronto y pudrirme de una puta vez en el Helheim.
Hipo quería gritar y zarandearlo. Llevaba semanas preparándose para aquello, pero en todos los escenarios en los que se había preparado mentalmente, no había contemplado la opción de que Dagur se hubiera rendido y que no tuviera ganas de vivir. Hubiera esperado que Dagur estuviera sediento de venganza y que se volvería loco tan pronto lo hubiera liberado de sus cadenas, ¿pero verlo así? Le habían torturado, había visto los jirones de la espalda de su túnica debido a los latigazos que le habían dado y su cara estaba manchada de sangre seca de las palizas que le habían dado. Tenía un ojo tan hinchado que apenas podía verse y su labio estaba partido.
—¿Dónde queda el honor de los berserkers? —cuestionó Hipo sin poder ocultar su decepción.
Dagur le fulminó con la mirada.
—¿Me hablas tú de honor? ¿Tú que abandonaste a tu pueblo con una zorra cuando te surgió la oportunidad?
Hipo le dio tal puñetazo en la mandíbula que se hizo daño en los nudillos, pero fue suficiente como para causar que Dagur cayera de bruces al suelo con la mano acunando su cara y sin dar crédito a lo que acababa de pasar. Hipo siempre había sido una gran estratega, no muy dado a las peleas cuerpo a cuerpo, pero que le hubiera golpeado tan fuerte demostraba que él ya no era el mismo hombre que se había marchado del Archipiélago hacía un año.
—Agradecería que guardaras respeto hacia mi novia, Dagur —le advirtió Hipo mientras sacudía su mano para aliviar el dolor.
—No debo respeto a nadie —escupió Dagur furioso.
—¿Ni siquiera a ti mismo? —le recriminó Hipo molesto—. Los berserkers sois un pueblo orgulloso, ¿qué pensarían tus antepasados si vieran que te has rendido?
—Mis antepasados les pueden dar por culo —dijo Dagur rabioso—. ¡No tengo nada, Hipo! ¡Nada!
—Te equivocas —replicó él—. Aún queda esperanza.
—¿Esperanza para qué? Si ganáramos la guerra, ¿adónde iré yo? No queda nada ni casi nadie de mi pueblo y los pocos que sobrevivieron no me querrán como su Jefe.
—¿Y prefieres que te recuerden como Dagur el Cobarde? —le advirtió Hipo enfadado—. Siempre me has dicho que mejor morir luchando que estar parado sin hacer nada. Aún podemos salvar a tu pueblo, Dagur. Te ayudaremos a restaurarlo.
—No, Hipo, no, no lo entiendes, no hay nada que hacer, yo no…
Su voz se ahogó en un sollozo y se limpió bruscamente las lágrimas de sus mejillas. Hipo puso una mano sobre su hombro que Dagur no dudó en agarrar. Su mano se sentía fría contra la suya, aunque el berserker no pareció reparar en la alta temperatura de su piel.
—Dagur, tu hermana está viva.
El berserker se quedó paralizado por un momento hasta que alzó lentamente la cabeza con una expresión de puro desconcierto primero y seguido de furia.
—No bromees con eso, Hipo. Mi hermana Heather está muerta.
—No, a tu hermana la secuestraron siendo un bebé —advirtió Hipo con suavidad—. Desapareció durante una noche, ¿verdad? A la mañana siguiente no había ni rastro de ella.
—Me… me culparon a mí —dijo Dagur con voz tembloroso—. Dijeron que la había tirado al mar por celos, pero… yo la adoraba. Era preciosa, Hipo, de cabellos oscuros como la noche y tenía los mismos ojos que yo. Yo le gustaba también, pero… no puede ser, no está viva.
—¿Recuerdas a la chica que Brusca, Camicazi y los demás se llevaron de tu isla por ser una bruja? Una que siempre llevaba un pañuelo en la cabeza —Dagur parpadeó desconcertado y asintió con duda—. Es ella, Dagur, esa mujer es Heather.
—No —el berserker se apartó bruscamente—. Lo habría sabido. Esa chica… no… no era nadie, no… no puede ser mi hermana. Además, es una bruja, mi hermana no era…
—Heather pertenecía al mismo aquelarre que Astrid —argumentó Hipo procurando mantener la calma—. Cuando abandonamos el Archipiélago, fuimos al sur, al escondite donde se criaron Astrid y Heather con la esperanza de encontrar alguna pista de sus orígenes y encontramos un cuaderno de la vidente que tenía toda la información relacionada con Heather.
Dagur se puso a hiperventilar y a negar repetidamente con la cabeza.
—Mientes, mi hermana murió, Hipo. No puede… no puede…
Hipo cogió de sus brazos y le obligó a que le mirara a los ojos.
—¿De verdad crees que yo te mentiría, Dagur? Siempre he sido sincero contigo, siempre —insistió el vikingo desesperado—. Yo… incluso he sido sincero respecto a tus sentimientos hacia mí. Nunca he tenido razones para mentirte y mucho menos ahora. Heather está viva, Dagur, y está dispuesta a hacer lo que sea necesario para restaurar la línea de sangre berserker.
Aquellas palabras parecieron sentirse como el fuego en Dagur, como si por fin hubiera asimilado las palabras de Hipo, aunque aún seguía hiperventilando.
—¿Ella lo sabe?
—Sí, se lo contamos hace unos días.
—¿Y realmente quiere… quiere que yo…?
—¿Que seas su hermano? —preguntó Hipo sin evitar una sonrisa—. Tiene unas cuantas opiniones sobre ti, pero… realmente quiere conocerte mejor. Se mostró muy insistente de venir hoy y está ahora mismo con mi padre a la espera de que les demos la señal para atacar a Mema.
Dagur estaba muy tenso y se llevó la mano a su cabeza rapada casi al cero y apretó su puño con fuerza.
—¿Tienes una espada que darme?
Hipo miró hacia los guardias inconscientes que se encontraban fuera de la celda y se levantó para coger una que tenía aspecto de estar muy poco cuidada. Dagur la cogió sin muchos miramientos y se levantó por fin del suelo.
—Supongo que tienes algo planeado, ¿no?
—Querría evacuar el barco antes y…
De repente, el sonido de un cuerno de alarma le interrumpió. Hipo sintió que se le paraba el corazón. Su primer pensamiento fue dirigido a Astrid, pero le resultaba muy extraño que la hubieran pillado a ella. Tenían que haber sido los Jinetes, por lo que eso significaba que tanto ellos como los ciudadanos encerrados en la prisión de la isla estaban en peligro y él aún tenía que liberar el barco. Hipo sintió un leve latigazo de dolor en su espalda que le obligó a sostenerse contra los barrotes de la celda y el pánico le dominó por un segundo, ¿estaría Astrid en peligro?
—Bueno, visto lo visto, ya no hay tiempo para andar con discreción —observó Dagur ignorando su malestar y cogió la espada del otro guardia—. Si me disculpas…
—¿Adónde vas? —preguntó Hipo desconcertado.
—Voy a matar a todos esos hijos de puta.
—Dagur, espera, no…
El berserker extendió una espada hacia él e Hipo se detuvo abruptamente, consciente de que Dagur no se andaría con tonterías.
—Te quiero —confesó el berserker e Hipo se forzó a sostener su mirada con un nudo en su garganta—. Sabes que tú eres el dueño de mi corazón, aunque hayas regalado el tuyo a esa bruja; pero ni siquiera tú puedes detenerme, Hipo. Me has liberado por algo, ¿no? Voy a vengarme y no quiero que te interpongas en mi camino, ¿entendido?
—Le Fey no está aquí, Dagur —le advirtió Hipo alterado.
—Me da igual, esa zorra caerá tarde o temprano en mis manos, pero hasta entonces puedo empezar por quitarme a todos sus siervos de en medio.
Se escucharon voces muy alteradas en los pisos superiores y algunas empezaban acrecentarse cerca de las escaleras que bajaban hasta la bodega en la que se encontraban. De haber contado con más tiempo, quizás habría podido hacerle entrar en razón, pero tan pronto aparecieron los cazadores de Drago y Dagur los empaló con sus espadas sin muchos miramientos y con una sonrisa despiadada en su boca, sabía que no iba a ser capaz de detenerlo. Mientras Dagur corría por todo el barco para matar a todo desgraciado que se encontraba en su camino, Hipo corrió a liberar a los prisioneros que estaban todavía encerrados. Por suerte, Eret había adelantado mucho trabajo y la mayor parte estaban a la espera de instrucciones para salir. Hipo se asustó al ver que había tantísima gente allí metida y habían demasiados niños como para ir discretamente por una aldea que estaba en alarma por intrusos.
—¿Qué hacemos, Haddock? —preguntó Eret nervioso.
—Los que puedan y quieran pelear, buscad armas e id a la aldea a luchar —propuso Hipo ansioso—. Los que no, que me sigan y me ayuden a llevar a los niños a un lugar seguro. Hay una ruta que podemos usar para alcanzar el bosque si la marea no es demasiado alta, para hay que ser rápidos y cautos.
A Hipo le sorprendió la cantidad de gente que se ofreció voluntaria para luchar en la aldea. Era consciente que no peleaban por Isla Mema, sino por pura rabia y con ansia de vengarse por el calvario que Drago les había hecho pasar, pero resultaba un consuela contar con su ayuda. Tan pronto subieron a la cubierta, ni siquiera tuvo que organizar ningún ataque contra los esbirros de Drago, porque muchos tomaron la iniciativa de atacar por sí mismos. Hipo se concentró en dar instrucciones para bajar a los niños más pequeños de forma ordenada y, por suerte, Eret tomó la voz cantante, calmando a los críos con su buen humor y prometiéndoles que pronto estarían en un lugar seguro. Sin embargo, cada vez venían más y más sicarios de Drago e Hipo era consciente que a aquel paso iban a acorralarlos demasiado deprisa.
Necesitaba distraerlos de una manera en la que ellos pudieran tener el control.
Eret gritó su nombre cuando salió disparado hacia el mástil central del barco. Golpeó a dos hombres y a una mujer que pretendían atraparlo y escaló rápidamente por el mástil ayudado con una de las cuerdas de las velas. Cuando estuvo lo bastante alto como para que nadie pudiera observar bien lo que estaba haciendo, Hipo cortó un trozo de cuerda para soltar las velas y cogió la tela con sus manos desnudas. El tejido se prendió con una facilidad que resultaba fascinante e Hipo no pudo más que respirar gozoso por el agradable aroma a fuego que nacía de su piel. Dejó que la tela resbalara de sus dedos y, en cuestión de segundos, el fuego se extendió por toda la vela. Hipo agarró una cuerda y saltó de nuevo a cubierta mientras la gente del barco entraba en pánico absoluto.
—¿Pero qué has hecho? —escuchó gritar a Eret horrorizado—. ¡Nos vas a matar a todos!
—¡Tú sigue con lo tuyo! —exclamó Hipo a pleno pulmón—. ¡No os pasará nada!
Eret gritó algo más, pero Hipo no le escuchó. Necesitaba concentrar su atención en que el fuego no se extendiera demasiado deprisa y en liberar a los dragones que ahora se movían aterrorizados en sus jaulas. Con la ayuda de su espada, destruyó los candados con suma facilidad y permitió que los dragones se unieran a los otros que, por fortuna, sus amigos habían liberado de los establos. Hipo sonrió satisfecho ante la liberación de los dragones, lo cual fue una distracción que no se tenía que haber permitido porque no reparó en el tipo que pretendía abalanzarse sobre él. El vikingo era rápido de reflejos, pero no lo suficiente como para detener a aquel tipo con su espada, por lo que su magia había acudido rauda ante el peligro. Tampoco reparó en la presencia de Eret, quien había corrido a socorrerlo tan pronto reparó de que le iban a atacar, así que cuando Hipo tocó a aquel hombre y éste se prendió en llamas ante su contacto, Eret se quedó paralizado por el terror.
El hombre gritó e intentó por todos los medios apagar el fuego hasta que decidió tirarse por la cubierta de bruces al agua. Ni Eret ni muchos menos Hipo acudieron a ver cual había sido el destino de aquel desafortunado, sobre todo porque ahora los dos se contemplaban horrorizados: uno por lo que acababa de presenciar y el otro porque le habían pillado haciendo magia. Los protectores de sus antebrazos y las mangas de su túnica se habían quemado en consecuencia a su magia, mostrando su piel intacta al fuego. Hipo se obligó a salir de su trance de miedo y se incorporó con lentitud. Eret dio un paso inconsciente hacia atrás espantado e Hipo sintió su piel de gallina al reconocer el terror en sus ojos.
Eret le tenía miedo y no era un sentimiento precisamente agradable para él.
—Tenemos que irnos —dijo Hipo procurando mantener la firmeza en su voz, a lo cual Eret asintió titubeante.
Dagur salió de repente a cubierta cubierto de sangre. Había perdido una espada, pero ahora llevaba un hacha en mano. Soltó un grito que hizo que algunos de los niños que todavía estaban esperando su turno para bajar del barco se echaran a llorar, pero ignoró a todo el mundo y descendió del barco de un salto. Eret y él intercambiaron unas miradas nerviosas.
—Marchémonos de aquí, por favor—le pidió Eret con voz de queda.
Hipo agradeció a los dioses de que la ruta del puerto estuviera despejada y que la marea era lo bastante baja como para poder cruzarla sin temor a que Hipo pudiera hundirse por su prótesis. Eret, algunos de los adultos y él tuvieron que hacer varios viajes para cargar con los niños más pequeños que no eran capaces de cruzar porque no tocaban pie, pero para su sorpresa el que más pegas puso fue Einar Haugsen, quien se negaba en rotundo a meterse en el agua.
—Le tiene pánico al agua desde que se hundió el barco la última vez que nos vimos —le explicó Eret.
Hipo no pudo evitar sentirse culpable. Había estado tan desesperado por liberar a Astrid que él había estado incluso dispuesto a destruir el barco. La bruja se lo había impedido e incluso le había advertido que Einar estaba en ese barco como tripulante. Nunca se había detenido a pensar que hubiera podido generar tal trauma en el niño, aunque tampoco era de extrañar. Las aguas del norte eran tan frías que la sensación debía ser similar a cuando te acuchillaban por todo el cuerpo y para alguien tan joven como Einar Haugsen… debía haber sido horrible sobrevivir a todo aquello. El niño se puso a llorar cuando Eret le ofreció su mano para meterlo en el agua y negó fuertemente con la cabeza. Hipo sabía que su intervención solo empeoraría las cosas, pero no les quedaba tiempo. Cogió a Eret del hombro para susurrarle:
—Noquealo.
—¿Qué? ¡No! —exclamó escandalizado.
—No tenemos tiempo, si no nos vamos ya nos van atrapar a todos —argumentó Hipo en un murmullo—. Si tan mal lo pasa en el agua es mejor dejarlo inconsciente para que no sufra.
Hipo no se reconocía a sí mismo ante aquella propuesta, ¿pero qué otra cosa podía hacer? Estaba seguro de que Astrid hubiera tomado una decisión similar. Eret, sin embargo, estaba paralizado, incapaz de cumplir con su orden, por lo que Hipo se vio obligado a hacerlo por sí mismo. Einar se echó hacia detrás cuando se acercó y el vikingo sintió un escalofrío al reconocer el miedo en sus ojos.
Si ya era complicado que un hombre como Eret le tuviera miedo, ¿qué se podía decir de un niño? Hipo ignoró aquellos sentimientos tan espantosos. Debía concentrarse en la misión y sacar a toda aquella gente de allí. Sacó el frasquito con poción durmiente de su empapada alforja y se la enseñó a Einar.
—¿Sabes lo que es esto? Es un elixir que te quita el miedo —mintió Hipo con voz firme—. Con solo olerlo, todos los miedos desaparecen. ¿Por qué no lo pruebas?
Apreció cierta curiosidad en los ojos desconfiados de Einar, aunque no se movió.
—Astrid y yo solemos olerlo cuando tenemos que hacer cosas que nos dan mucho miedo —continuó Hipo y miró a Eret de reojo—. Incluso él lo ha probado, ¿a que sí, Eret?
Escuchó al cazador carraspear a su espalda.
—Sí, de verdad que funciona, Einar. Verás como enseguida estás chapoteando como pez en el agua.
Receloso, Einar se acercó hacia el frasco con paso titubeante y tan pronto acercó su nariz al frasco, cayó preso de la magia del sueño. Eret le cogió antes de que cayera de morros al agua y lo cargó en sus brazos como si no pesara nada. Desde su ubicación podían observar el caos que se había armado en el puerto. La gente de Drago intentaba por todos los medios apagar el fuego del barco, pero Hipo sabía que no lo extinguirían así como así. Su magia del fuego resultaba imparable cuando se trataba de destruir.
Caminaron por la ruta hasta una pequeña cala que tenía un estrecho acceso al bosque. Todos los prisioneros, ya fueran adultos o niños, estaban calados y temblaban de frío, pero no se detuvieron ante el terror de que alguien pudiera seguirles. Hipo y Eret esperaron a que todos subieran por la ruta hasta el bosque y fue entonces cuando el cazador le susurró:
—Estás emanando vapor.
Hipo sintió su cara arder. Su temperatura corporal era tan alta que acostumbraba a secarse demasiado rápido, por lo que era habitual que el agua se disolviera en vapor en cuestión de minutos. Resultaba terriblemente embarazoso, aunque Astrid siempre le insinuaba que le daba muchísima ternura que su magia actuara así para evitar que se quedara frío. Eret parecía querer decir algo al respecto, pero Hipo se le adelantó:
—No has visto nada.
—¡Ja! ¿Realmente crees que voy a ignorar lo que he visto? —cuestionó Eret en voz baja—. Eres hombre y puedes usar magia del fuego.
Hipo estrechó los ojos.
—¿Y qué vas hacer? ¿Delatarme a Drago?
Eret tensó su mandíbula, claramente ofendido por su pregunta.
—Te debo la vida, no me gustaría que me consideraras un desagradecido y mucho menos un chivato —se defendió el cazador.
—Si pensara que fueras algo de eso te habría dejado en el barco —le aseguró Hipo muy serio—, pero si te planteas traicionarnos te prometo que la cosa no acabará nada bien para ti.
Eret alzó una ceja.
—¿Eso es una amenaza?
—Probablemente, pasar tanto tiempo con Astrid causa que suelte amenazas muy a la ligera.
El cazador no pudo contener una carcajada.
—Honestamente, ella intimida mucho más que tú —argumentó Eret.
—No tienes que jurarlo.
Mucho más relajados y tras quedar la cala vacía, Hipo encabezó al grupo para guiarlos por el bosque mientras Eret se quedó en la retaguardia para vigilar que nadie les seguía. Se oían gritos y mucho alboroto desde la aldea e Hipo se preguntó qué demonios había tenido que salir mal para que se hubiera dado la alarma tan pronto. Dudaba mucho que Astrid hubiera permitido que Thuggory la delatara y, como él no había sufrido más que una leve molestia en su espalda, estaba tranquilo por ella de momento. Le angustiaba la idea de que le hubiera podido pasar algo a los jinetes y rezó a los Dioses porque no les hubiera pasado nada.
Por un momento no reconoció a Cubo sin su característico cubo en la cabeza cuando les abrió la puerta del Archivo. El vikingo estaba pasmado, pero no estaba seguro de si era por verlo a él o por el grupo de niños y adultos malnutridos que bajaron a todo correr por las escaleras. La ansiedad por bajar hizo que hubiera un pequeño tapón en la puerta e Hipo les pidió que por favor bajaran la voz y que se calmaran. Oyó gritos abajo e Hipo bajó disparado al darse cuenta de que la gente reconocería a Eret como un enemigo.
Por suerte, no hubo derramamiento de sangre, aunque Hipo no fue capaz de calmarse.
Solo Brusca se encontraba allí y le entró una enorme angustia cuando le anunció que Astrid se había quedado luchando en la aldea. El vikingo quería salir a buscarla, pero entonces le contaron que Bocón estaba allí también y sintió que todo lo de su alrededor se venía abajo cuando lo vio tendido en aquella mesa. Bocón, su más querido mentor y amigo, estaba debatiéndose entre la vida y la muerte debido a la malnutrición y la infección de una feísima herida que tenía donde antes estaba su oreja izquierda. Hipo no tenía conocimiento suficiente para curarlo y sin el grimorio poco podía hacer.
Necesitaba a Astrid.
Le pidió a Brusca que se hiciera cargo de todo hasta que regresara con la bruja, aunque cuando la vikinga quiso decirle algo que parecía angustiarla enormemente, oyeron movimiento escaleras arriba. Hipo sacó Inferno y se acercó con cautela al pie de la escalera, preparado para atacar si fuera necesario. Sin embargo, cuando Astrid apareció ante sus ojos, jadeante y seguida por un montón de gente, Hipo se echó a sus brazos aliviado. La bruja también le devolvió el abrazo con tanta fuerza que casi le dejó sin aire, aunque no tardó en romperlo para dirigirse a él muy seria.
—La situación es crítica. He visto que Drago también está aquí —explicó angustiada—. Se están reagrupando y no tardarán en descubrir que nos ocultamos aquí.
Hipo sintió un nudo en su estómago. ¿Cómo iban a sacar a tanta gente de allí? El haber liberado a los dragones conllevaba que no hubiera suficientes para todos y Bocón estaba demasiado débil para emprender el vuelo. Hipo miró al grupo que había seguido a Astrid. Todos tenían un aspecto espantoso y agotado, algunos incluso estaban heridos como era el caso de Chusco que tenía un corte muy feo en su mejilla que su hermana contemplaba horrorizada. Su atención, sin embargo, se focalizó enseguida en un hombre mugriento que le estaba fulminando con la mirada.
—¿Qué coño hace él aquí? —preguntó Hipo sin poder moderar la ira en su voz.
Astrid se volteó para mirar a Finn Hofferson y puso los ojos en blanco. Finn le lanzó una mirada de odio que Hipo no dudo en corresponder.
—Es largo de explicar —argumentó la bruja—. Los gemelos le encontraron en las celdas más aisladas de la prisión al borde del coma etílico.
—¿Por qué no me sorprende? —replicó el vikingo con amargura.
—¿Tienes algún problema, chaval? —espetó Hofferson a la defensiva.
El mercenario parecía que iba abalanzarse sobre él, pero antes de que él o cualquiera de la sala pudiera hacer nada, Astrid le dio un empujón contra la pared.
—Ya me has tocado el coño lo suficiente como para que quiera descuartizarte, Hofferson —le advirtió la bruja con voz envenenada—. No quieres acelerar el proceso.
Hofferson cruzó sus brazos y rumió algo para sí mismo que ni se molestaron en prestar atención.
—Hay otro problema del que necesitáis saber —dijo Brusca un tanto alterada—. Yo… lo vi de lejos, pero… es sobre Drago y… Desdentao.
Hipo sintió que la sangre abandonaba rápidamente su cara.
—¿Qué pasa con Desdentao? Él debería estar en el bosque con el resto.
—Sí, bueno, digamos que los dragones decidieron intervenir por su propia cuenta —explicó Brusca nerviosa—. Yo… creo que te estaba buscando. Parecía muy alterado, quizás por eso Drago le ha capturado con tanta facilidad.
El suelo parecía moverse bajo sus pies y todo lo de su alrededor le daba vueltas. Desdentao estaba a manos del cazador de dragones más sanguinario que existía sobre la faz del Midgard. Su mejor amigo. ¿Cómo había podido dejar que pasara esto? ¿Cómo era posible que le hubiera abandonado a su suerte? No tenía que haberlo dejado en el bosque, era obvio que Desdentao hubiera querido intervenir en el conflicto si él estaba en peligro. Era culpa suya, solo suya. Había expuesto a mejor amigo a la muerte porque se había desatendido por completo de él.
No podía abandonarlo.
Aquello no era una opción.
Pese al violento silencio que se había dado en el Archivo ante el anuncio del secuestro de Desdentao, la gente empezó a discutir angustiada sobre qué iban hacer y cómo iban a escapar, aunque Hipo escuchaba sus voces muy lejos y distorsionadas, como si hubiera una pared que lo separara del resto. Sintió una mano templada contra su mejilla y se encontró con las orbes azules de Astrid que le contemplaban alteradas y muy preocupadas. Hipo posó su mano sobre la suya, pero ni siquiera el vínculo podía calmarlo ahora.
—Tengo que ir a por él —dijo Hipo en voz de queda.
—Hipo, no es buena idea —reclamó Astrid acongojada.
—Astrid, no es una opción —le aseguró con firmeza—. Yo no me voy de aquí sin él.
—Thuggory sabe que tienes magia —advirtió la bruja en su lengua nativa—. Es seguro que Drago también lo sepa.
Hipo frunció el ceño.
—¿Pero cómo…?
Astrid miró a Finn Hofferson y la bruja tuvo que agarrarle de sus muñecas con fuerza para que Hipo no arremetiera contra él. El mercenario los observó con extrañeza, pero tampoco hizo un ápice de meterse en la conversación, probablemente para no cabrear más a Astrid.
—Si Drago te atrapa, te matará —le advirtió la bruja—. Estoy convencida de que conoce la profecía del paladín de Surt.
—No puedes pedirme que me marche sin él, Astrid —le suplicó Hipo roto—. Yo… Dioses, si me entrego es también sentenciarte a ti a muerte.
—No pienses en mí ahora —insistió la bruja—. Tal vez… si pudiéramos hacer algo que nos ayudase a ganar tiempo, podríamos mandar la señal y contar con los refuerzos de tu padre y los demás.
Hipo sabía que eso no les iba a garantizar la victoria ni de lejos, ¿pero qué otra cosa podían hacer? El ambiente en el Archivo se estaba caldeando a causa de la tensión entre la gente que quería huir y los que querían quedarse a luchar. Hipo cogió de la mano de Astrid y la apretó antes de inclinarse al oído y preguntarle:
—No me voy a perdonar por preguntarte esto, pero… ¿qué límite del dolor tienes?
Astrid parpadeó bastante sorprendida.
—No vas a entregarte, Hipo —le advirtió ella.
—Escúchame, tal vez… si me entrego, estarán demasiado preocupados en tomarla conmigo y os dará tiempo a reorganizaros y contraatacar —explicó Hipo con convencimiento.
—¡Ah! ¿osea que quieres que permite que te torturen mientras organizo un ejército formado por muertos de hambre? —cuestionó la bruja enfadada.
—¿Te crees que es fácil para mí permitir que tú sufras el mismo dolor? —cuestionó Hipo desesperado.
—¡Joder, Hipo! ¡Ni siquiera estoy hablando de eso! —chilló la bruja, cortando los bramidos del resto de los presentes—. ¿Qué coño os pasa? ¡Dejad de meter vuestras narices donde no os importa!
El resto de presentes apartaron enseguida la mirada de ellos, claramente intimidados por la ira de la bruja. Astrid cogió de su brazo y le arrastró hasta un lugar apartado del Archivo, entre las secciones de herbología y cerámica, donde estaban ocultos de ojos y oídos inquisitivos. Hipo sacudió su brazo para que le soltara y Astrid tuvo que esforzarse para no volver a perder los nervios.
—No es mi límite del dolor lo que debe preocuparte —le advirtió ella furiosa—. Me preocupa mucho más el tuyo.
—Astrid…
—Yo estoy entrenada para soportar el dolor, Hipo —le aseguró la bruja—. ¿Pero tú? Nunca has tenido que pasar por eso y me gustaría que siguiera siendo así.
—Aguantaré —insistió Hipo cortante.
Astrid sacudió la cabeza exasperada.
—Hipo…
—Astrid —le cortó el vikingo—. Que yo no haya sido un niño soldado ni haya sido maltratado por una hija de puta, no significa que no esté familiarizado con el dolor. Tú has visto mi espalda, la conoces como la palma de tu mano. Si pude soportar en mi carne el fuego de la Muerte Roja, podré superar lo que sea que Drago tenga preparado para mí.
—¿Y por qué no voy yo? —se ofreció Astrid—. Drago lleva años tras de mí, tal vez si yo…
—Astrid, no lo entiendes, no estoy negociando —le advirtió Hipo frustrando—. Tú tienes capacidad de sobra para liderar a esta gente, eres tú la que debe dar la señal a mi padre para que se unan —cogió de su mano y acarició su dorso con delicadeza—. Sé que tú vendrás a por mí, no tengo la menor duda.
La bruja inspiró hondo mientras se esforzaba en no dejar caer sus lágrimas.
—Esta es la cosa más horrible que me has pedido nunca.
—Lo sé, te dejaré que me des una paliza cuando todo esto acabe —le prometió él dibujando una sonrisa cansada.
Astrid cogió de su túnica y le obligó a besarla. Sus labios estaban salados, aunque no sabía si era por las lágrimas de ella o las suyas propias, pero le reconfortó el cosquilleo del vínculo y la agradable templanza de su piel contra la suya.
—Te quiero —murmuró ella contra su beso.
—Y yo más.
—Esto no es una competición, Haddock —le advirtió ella de mala gana.
—Astrid, para ti todo es una competición —le recordó Hipo con una risita—, solo que esta la tienes muy reñida.
Se envolvieron en un fuerte y afectuoso abrazo, conscientes de que tal vez aquel pudiera ser el último. A Hipo le hubiera encantado poder decirle tantas cosas, ya no solo expresar lo mucho que la amaba, sino también expresar que conocerla había sido lo mejor que le había pasado nunca. Hubo un tiempo en el que tal vez, inevitablemente, Hipo pensara que Astrid había sido la causa de todos sus males, pero no podía estar más equivocado. Astrid era su sol, aquella que le había devuelto a la vida tras años de hibernación en su propia depresión y ansiedad. Le había ayudado a aceptarse y a ser una mejor versión de sí mismo.
La amaba con todo su ser.
Y la amaba aún más por comprender que Desdentao era también una parte esencial de sí mismo. No rescatarle no era una opción y ella entendía que aquello debía hacerse, aún exponiéndose a sí misma a un peligro mortal. No se la merecía, no cabía duda.
Astrid acunó su rostro entre sus manos y ambos se contemplaron por unos segundos, diciéndose cientos de cosas a través de sus miradas tristes, pero llenas de promesas de ternura y amor.
—Iré a por ti, Hipo. No te quepa la menor duda —juró la bruja—. Hoy no vamos a morir, ni nosotros ni mucho menos Desdentao.
—Intentaré ganar todo el tiempo que pueda para que puedas reorganizar a todos. Lanza la señal tan pronto estés lista —le indicó él.
Ella asintió y se dieron un suave beso en los labios antes de regresar con los demás. Ni se les pasó por la cabeza confesar que Hipo pretendía entregarse, aunque tan pronto se dirigieron a la escalera, Brusca se interpuso en su camino.
—No lo hagas —le pidió en voz baja—. Te necesitamos.
—Solo voy a ganar tiempo y rescatar a mi dragón —le aseguró Hipo—. Chusco, Mocoso y tú encargaros de dar el apoyo máximo a Astrid y…
—Espera —le cortó Astrid de repente—. ¿Dónde está Mocoso? No lo he visto.
Brusca se mordió el labio inferior y evadió rápido sus miradas inquisitivas. Hipo sintió que la bilis subía por su exófago, ¿acaso su primo…? No podía ser, ni Mocoso Jorgenson podía ser tan imbécil como para haber peligrado la misión.
—Brusca, ¿dónde está Mocoso? —preguntó Hipo procurando controlar el temblor de su voz.
—No lo sé —contestó Brusca con sequedad.
—Sí que lo sabes —advirtió Astrid colérica—. Ha sido él, ¿no? Fue la causa por la que dieron la alarma.
Brusca no respondió, pero su cara lo decía todo.
—Me dijiste que no iba a fallarnos —le reprochó la bruja—, que lo tenías bajo control.
—Yo también lo pensaba —admitió la vikinga a punto de romper a llorar—. Quería darle la oportunidad de probar que podíamos seguir confiando en él y… me he equivocado.
—Y tanto que…
Hipo posó su mano en el hombro de Astrid para hacerla callar. Resultaba evidente que Brusca sabía algo de Mocoso que no les había querido informar y estaba seguro de que las intenciones de la vikinga habían sido buenas, aunque no favorables para el resto. Sin embargo, había sido decisión de Hipo que Mocoso se hubiera unido a ellos, aún cuando Astrid le había insistido una y mil veces que no debían contar con él por su mala actitud hacia ellos, especialmente hacia él.
—Este no es el momento de reprocharnos nada, As —dijo Hipo con firmeza—. Confío en que Brusca ha hecho todo lo que estaba en su mano para ayudar a Mocoso, pero está claro que mi primo no ha puesto de su parte y que claramente no era lo que esperábamos.
Brusca bajó la mirada avergonzada.
—Necesito que estés al doscientos por cien, Brusca —le pidió Hipo con suavidad—. Haz todo lo que Astrid te diga. Nos preocuparemos de Mocoso cuando todo acabe.
Si es que acababa como debía, se dijo a sí mismo, pero ahora tenía cosas más importantes de las que preocuparse que su primo. Además, no le convenía dejarse llevar por su propia ira y el solo pensamiento de que todos los sucesos acontecidos se habían debido a una cagada de Mocoso le hervía la sangre. Inspiró bien hondo y contó hasta diez antes de dirigirse de nuevo a su novia:
—Antes de dar la señal, échale un vistazo a Bocón, no está nada bien.
Astrid asintió a su petición.
—Déjame ir contigo hasta el bosque —le suplicó ella.
—No —se negó él con firmeza—. No podemos arriesgarnos a que te atrapen a ti también, es mejor que vaya solo.
Astrid no estaba conforme, pero sabía que era inútil replicar cuando su decisión ya estaba tomada. No obstante, le acompañó escaleras arriba, procurando subir con discreción sin que nadie sospechara de lo que estaba a punto de hacer. Le era muy difícil visualizar a una Astrid tan angustiada. Sus ojos estaban vidriosos por las lágrimas que estaba esforzándose en no derramar y tuvo que ser Hipo el que forzó a que le soltara su mano.
—No tardaré, te lo prometo —dijo ella en voz de hilo.
Él la besó en frente y aspiró su aroma. Aunque estaba sucia por la sangre y el polvo, su cabello seguía oliendo a lavanda. Por alguna razón, aquello le tranquilizó, ¿pues cuántas noches se había dormido aspirando aquel delicioso aroma? ¿Cuántas veces había enterrado su cara entre sus cabellos para calmar su ansiedad?
El portón del Archivo se cerró tras él e Hipo emprendió el camino a la aldea sin darse el lujo de titubear. Había gente luchando todavía en las calles de Mema, pero tan pronto le vieron, la gente de Drago corrió hacia él, pero antes de que le atacaran, Hipo extendió sus brazos hacia arriba, dejando a todos consternados.
—Me rindo, llevadme ante Drago —declaró el vikingo con voz de queda.
No opuso resistencia ni siquiera cuando los aldeanos que todavía seguían allí le suplicaron que luchara, pero Hipo hizo oídos sordos. Las calles de Mema estaban repletas de cadáveres, algunos llevaban los uniformes de la guardia de Gormdsen, pero muchos otros eran miembros de su tribu y otros tantos habían sido propiedad de Drago. Le empujaron por las escaleras del Gran Salón a un paso demasiado rápido para él, aunque por suerte no le tiraron de bruces al suelo. Cuando estuvieron ante el portón, le registraron de arriba abajo y le quitaron todas sus pertenencias y armas. Seguido, le encadenaron y sintió que su corazón se paraba cuando reconoció los grilletes con forma de cubos que iban a ponerle en sus manos.
Estaba a punto de revivir la visión que tantas veces había tenido con Drago.
Soltó un graznido cuando le metieron sus manos en los cubos. Resultaba que los habían empapado con agua bendita e Hipo sintió que la humedad quemaba sus manos y debilitaban sus fuerzas hasta tal punto que cayó en sus rodillas. Los hombres de su alrededor murmuraban consternados, puesto que no se esperaban que el agua bendita le fuera hacer efecto de verdad. A partir de ese momento, ninguno se atrevió a tocarlo y le forzaron a levantarse empujándolo con las cadenas hacia el interior del Gran Salón.
Desdentao estaba allí, también encadenado a unas argollas que habían clavado en el suelo, y observó horrorizado que tenía varios cortes en sus patas y en su hocico. Hipo intentó correr hacia él, pero los hombres de Drago tiraron con tal fuerza de las cadenas que cayó al suelo. Escuchó una risa cruel hacia el fondo del Gran Salón e Hipo contempló como Drago Bludvist se acercaba con aires de suficiencia junto con Ingrid Gormdsen, quien tenía una sonrisa malvada dibujada en sus labios.
—Mira que tenemos aquí —comentó la mujer con retintín—. Ya te dije que si atrapabas el Furia Nocturna, se entregaría sin dudarlo.
—Una decisión muy predecible, no cabe duda —remarcó Drago divertido.
Ingrid se acercó para coger de su barbilla con tal agresividad que clavó sus uñas en su piel.
—Siempre fuiste un crío inútil, Hipo, pero me consuela que hayas sido tan listo como para entregarte sin oponer resistencia —argumentó la mujer con voz envenenada—. Ahora, ¿dónde está ella?
Hipo sacudió su cuello para soltarse y le escupió en la cara. Ingrid hizo una mueca de asco y se quitó la saliva de su mano antes de brindarle una bofetada tan fuerte que mordió su lengua e hizo sangre.
—Niñato asqueroso.
—Perra desalmada —replicó él con asco—. ¿Ni siquiera vas a preguntarme por tu hermano?
—¿Es que acaso no le habéis matado todavía? —cuestionó Ingrid irritada.
—No somos tan despiadados como tú.
Ingrid estrechó los ojos.
—¿Despiadados? La zorra de tu novia quemó a mi hermano Sven vivo. Le dejó agonizar en ese fuego terrible que era imposible de apagar, ¿y yo soy la despiadada aquí?
Hipo sostuvo su mirada desafiante. Así que Ingrid no había sido informada de que él poseía magia. Supuso que Thuggory no confiaba lo suficiente en ella como para que poseyera tamaña información.
—Gormdsen, retírate —dijo Drago a sus espaldas.
La mujer se volteó hacia el cazador.
—Esta es mi isla, me iré cuando me venga en gana.
—Si él está aquí significa que la bruja lo está usando como señuelo para reorganizar un ataque contra tu isla —advirtió Bludvist con severidad—. No es que me importe demasiado, pero me imagino que a tu reinecita no le hará ni puta gracia que pierdas el control de la isla.
Ingrid se quedó un momento pensativa y, tras dibujar una mueca de desagrado, se retiró del Gran Salón. Había poco consuelo en su marcha, pero bastante trabajo le estaba costando mantener su magia a raya como para haber tenido que soportar a aquella mujer también. Además, era la primera que confrontaba a Drago Bludvist cara a cara y necesitaba estar concentrado en resistir todo lo posible hasta que a Astrid acudiera en su rescate.
—¿Este es el gran Maestro de Dragones? —se mofó Drago—. ¿El hijo de Estoico el Inmenso? ¡Qué vergüenza debe de sentir!
Hipo escupió la sangre que se le había acumulado en la boca por la bofetada de Ingrid y le fulminó con la mirada.
—Si pretendes molestarme con eso tendrás que trabajártelo un poquito más —le advirtió el vikingo—. Tanto que dicen que impones con tu sola presencia y no veo más que un tío grandote, con aires de grandeza y un mal peinado.
La sonrisa de Drago desapareció de sus labios y chasqueó los dedos. Dos hombres corrieron hacia el dragón y, aún cuando Desdentao se zarandeó con violencia, clavaron unas estacas bajo sus escamas. Los alaridos de dolor del dragón fueron tales que Hipo casi podía sentir el filo del acero en su piel.
—¿Has oído alguna vez el graznido de un Furia Nocturna muriendo lentamente de dolor, Maestro de Dragones?
Hipo contuvo una náusea al reconocer aquella frase que tantas veces había escuchado en sus visiones.
—¡Ya basta! —gritó el vikingo horrorizado—. ¡Déjale en paz!
Drago ignoró su petición y volvió a sonreír de oreja a oreja. Ciego de la ira, Hipo intentó convocar su poder para derretir el acero que cubría su cuerpo y carbonizar a aquel cabrón, pero su magia no reaccionó a su mandato y el vikingo cayó que Drago se había preocupado de embadurnarlo con agua bendita precisamente para que no pudiera convocar su poder.
—Frustrado, ¿verdad? Admito que cuando el Cabeza Cuadrada me contó que poseías magia, no me lo creí. Todo cazador de brujas ha oído hablar de la profecía del paladín de Surt que iniciará el Ragnarok, pero nunca pensé que el gigante fuego fuera a conceder su enorme poder a alguien tan insignificante como tú.
Hipo no respondió. Aún escuchando a Drago, no podía apartar los ojos de Desdentao.
—En realidad, eso justificaría por qué dominas con tanta facilidad a los dragones. Por no decir que la magia atrae la magia. Es imposible que la bruja se hubiera fijado en ti si no hubieras poseído una magia tan poderosa que pudiera captar su atención. Eso sin mencionar el vínculo que os une a los dos.
El vikingo le lanzó una mirada envenenada. No le extrañaba en absoluto que aquel hombre tuviera la fama que tenía, era un maldito sádico y disfrutaba torturando a sus víctimas. Los hombres de Drago tuvieron el detalle de parar cuando Drago chasqueó de nuevo los dedos e Hipo llamó a Desdentao para que le mirara, pero el Furia Nocturna estaba demasiado dolorido como para tener noción de lo que estaba pasando a su alrededor.
—¿Qué demonios te han hecho los dragones y las brujas para que les odies tanto? —preguntó Hipo rabioso, buscando otra manera de ganar tiempo.
Como respuesta, Drago apartó su capa y le mostró un brazo protésico que se quitó sin mucha dificultad.
—Los dragones destruyeron mi aldea y mi familia. Desde que era niño crecí con el juramento de que estaría por encima de los dragones y que liberaría al mundo de su terror.
—¿Y qué pasa con las brujas? —replicó Hipo consternado—. Te dedicas a torturar y a matar a mujeres, independientemente de si son brujas o no.
—Cualquier mujer marcada por Freyja es una amenaza para el mundo —concluyó Drago—. Las brujas llevan gobernando el Midgard demasiado tiempo y hemos estado sometidos a sus caprichos y manipulaciones desde hace siglos. Las mujeres deberían ser lo que son: el sexo débil, sometidas a la voluntad de los hombres que son verdaderamente fuertes y procrear hijos sanos para sus maridos. Mujeres como la bruja nacida de la tormenta son engendros que han de ser erradicados.
—¿Por qué? —replicó Hipo asqueado—. ¿Tan frágil es tu ego que no soportas que ella te haya humillado como lo hizo? Dicen que fue legendario el cómo Astrid lideró a su ejército para hundir a más de la mitad de tu flota en el Arrecife de los Vientos. La nombraron general gracias a eso, ¿lo sabías? Al igual que esa reluciente cicatriz de tu ojo te lo hizo ella. La única bruja que te ha conseguido herir, ¿me equivoco?
Su discurso no le hizo la más mínima gracia. La mano de Drago temblaba, probablemente porque estaba deseoso de golpearlo. Hipo rezó para que lo hiciera, pero en lugar de caer en la tentación volvió a chasquear sus dedos y los dos hombres volvieron a meter las estacas bajo las escamas de Desdentao. Hipo intentó inútilmente acercarse hacia su mejor amigo y, aunque consiguió que los cuatro hombres se tambalearan, al final le retuvieron de nuevo.
Se oyó un relámpago a lo lejos e Hipo respiró aliviado. Aquella era la señal que Astrid debía dar a su padre y a los refuerzos para que se acercaran a la isla. Drago le enseñó sus dientes e Hipo luchó contra las cadenas, deseoso de romperle la cara a aquel cabrón, pero solo consiguió que los hombres de Drago tiraran con más fuerza, hasta el punto que le entumecieron sus miembros.
—Si quieres que libere al dragón ya sabes lo que quiero a cambio: dime dónde está la bruja.
Drago se había acercado tanto que Hipo no se contuvo de darle otro escupitajo como lo había hecho con Ingrid. El cazador había alzado ya su mano para golpearle, pero finalmente se contuvo y se redujo a quitar la saliva de su cara a la vez que gruñía furioso. ¿Tal vez no se atreviera a tocarlo? Su magia todavía no acudía a su mandato, pero no dudaba que le satisfacía la idea de que Drago le temiera.
—Sé bien que ella no está lejos, casi puedo oler su magia desde aquí, y no puede abandonar esta isla sin ti —comentó Bludvist con impaciencia—. Así que tú eliges, mocoso de mierda: la bruja o el Furia Nocturna.
Allí estaba la decisión imposible, el momento que tanto había temido, por fin se estaba dando. No había elección posible. Jamás entregaría a Astrid y no iba a abandonar a su amigo a su suerte. Hipo intercambió una mirada rápida con Desdentao, quien tenía ahora sus enormes ojos verdes clavados en él. Tenía el bozal puesto, por lo que no podía hablar, pero ellos dos nunca habían necesitado las palabras para entenderse.
Podía soportarlo, decía el dragón. Habían pasado por cosas mucho peores que esta.
Aún así, el vikingo sintió romperse por dentro al verle retorcerse por el espantoso dolor que aquellos hombres le estaban causando. Su cuerpo temblaba y su magia, aún débil, pareció reaccionar por fin a su llamada.
—¿Y bien, chico? —insistió Drago empezando a perder la paciencia—. ¿Qué vas a escoger? Elijas lo que elijas, morirás igual, así que apresúrate, tengo a mis hombres esperando en el puerto para ahogarte. Después de todo, una abominación como tú jamás debió existir.
Desdentao soltó otro alarido mientras se zarandeaba para quitarse las estacas de encima. Hipo clavó sus ojos en los oscuros ojos del cazador.
—A ti te mataré el primero —le prometió Hipo con voz de queda—. Después quemaré tu flota entera.
Drago no se estremeció por su amenaza, pero se alegró de que tampoco se lo tomara a broma. El cazador era perfectamente consciente de lo que era y hacía bien en no tomarlo tan a la ligera.
—No podrás hacer nada si te mato yo antes.
—Hazlo, por favor, dale a la Resistencia el mártir que necesitan para acabar con todo esto.
Drago no parecía contento con eso, sobre todo porque sabía que tenía razón. Hipo era consciente que su padre acabaría con todo si se enteraba de que lo habían asesinado y no tenía la menor certeza de que unificaría a todo el Archipiélago solo para vengarse. De igual manera, Hipo rezó para que se tragara su farol, más que nada porque no deseaba que Astrid muriera en el proceso.
Oyó a su espalda el portón del Gran Salón abrirse e Hipo se volteó esperanzado de que fuera Astrid. Sin embargo, para su mala suerte, quien apareció fue ni más ni menos que Thuggory. El hechizo que había lanzado Astrid sobre él debía haberse roto, aunque Hipo apreció satisfecho que sus ojos aún luchaban por mantenerse bien abiertos.
—El que nos faltaba ahora —oyó murmurar malhumorado a Drago.
—¡Bludvist! ¿Qué significa todo esto? —rugió Thuggory—. ¡Isla Mema está siendo atacada, la bruja está suelta y tú estás aquí tomando el té con pastas con Haddock y el Furia Nocturna cuando deberías estar al pie de cañón liderando tus putas tropas para defender la isla!
Drago gruñó como respuesta. Hipo buscó la mirada de Thuggory, pero este actuó como si no estuviera allí. El vikingo respiró profundamente. No se veía cara a cara con Thuggory desde la boda y, pese a su encontronazo en la Isla de los Dentudos y en la de los Marginados, la verdad era que no habían tenido ninguna confrontación real desde entonces. Tenía muy mala cara, como si hubiera estado durmiendo poco y mal desde hacía semanas, pero seguía siendo muy corpulento y había algo en su presencia que le hacía parecer más intimidante y aterrador que antes. Quizás esto se debía a que Hipo siempre había contado con Thuggory como aliado y no como enemigo.
—¿Y dónde has estado tú hasta ahora, Meathead? —le achacó Drago—. Porque hasta ahora has brillado por tu ausencia.
—Es lo que tiene encontrarse con Astrid, aunque me sorprende que no te haya matado —señaló Hipo sin poder ocultar la amargura en su voz.
Thuggory posó su atención por fin en Hipo. Ambos hombres se fulminaron con la mirada durante unos segundos hasta que el Cabeza Cuadrada tomó la decisión de seguir ignorándolo.
—Hipo Haddock es prisionero de la reina, no puedes hacer lo que te venga en gana con él. Los términos del acuerdo no…
—¡Los términos cambiaron cuando me dijisteis que este mocoso era el paladín de Surt! —gritó Drago—. ¡Hay que matarlo!
—¡Tenías orden de capturar también a la bruja! —le recordó Thuggory furioso—. Y la reina dejó bien claro que no los quería muertos hasta que ella se encarase con ellos, era su expreso deseo ver la ejecución, lo sabes bien.
—¿Y dónde coño está la reina de los cojones? —clamó Drago rabioso.
Hipo vio su oportunidad para intervenir en la conversación.
—Rescatando su aquelarre, ¿dónde si no?
Se hizo un silencio en el Gran Salón que solo se vio interrumpido por los ecos del caos que se estaba dando fuera. Hipo procuró mantenerse muy calmado y sostener los ojos ojipláticos de Drago Bludvist.
—¿Qué acabas de decir, chico? —reclamó Drago con lentitud.
—No ha dicho nada, está loco —se apresuró a decir Thuggory lanzando una mirada furtiva a Hipo.
—La reina Kateriina Noldor es, en realidad, la reina Le Fey del Aquelarre del Sabbat —explicó Hipo ignorando al Cabeza Cuadrada—. Llevamos semanas planeando este ataque con otros aquelarres.
—Miente —dijo Thuggory tajante—. ¿De verdad te lo vas a creer? ¡Es capaz de hacer lo que sea necesario con tal de ganar tiempo! Si la bruja lo ha dejado venir aquí solo a por el dragón, significa que tiene toda la intención de venir a por él.
Hipo maldijo que Drago pareciera más convencido de los argumentos de Thuggory que los suyos.
—¿De verdad vas a dejarte someter como una bruja como Le Fey? ¿Tú que…?
Thuggory le brindó una patada tan fuerte en su estómago que Hipo no pudo evitar encogerse en el suelo.
—No queremos oír tus mentiras, Hipo, bastantes problemas nos habéis causado ya —reclamó Thuggory con frialdad—. La reina no tendrá piedad con vosotros.
Hipo escupió la bilis entremezclada con sangre que había subido por su exófago antes de volverse al que una vez fue uno de sus más queridos amigos.
—Veo que te ha moldeado bien.
—¡Cállate! —le ordenó Thuggory rabioso—. Ya he tenido bastante con escuchar a la zorra que tienes por amante.
—Pues os parecéis mucho, no te pienses.
Thuggory le dio otra patada, esta vez a la altura de su hígado, e Hipo gimió de dolor a la vez que escuchó a Desdentao removerse desesperado por librarse de sus ataduras para socorrerlo. Podían haberle dejado allí tirado, pero Thuggory cogió de su pechera y le obligó a levantarse. Hipo sintió un zumbido en sus oídos y un cosquilleo sumamente familiar en sus manos. El efecto del agua bendita parecía estar disipándose por fin.
—Me vas a obligar a hacer algo que no quiero, Hipo —le advirtió Thuggory—. Dinos dónde está Astrid y acabemos con esto de una puta vez.
Su piel estaba caliente contra el frío metal de sus grilletes. Procuró concentrarse en que la magia se focalizara únicamente en sus manos para derretir el acero que las cubría. Hipo no sonrió solo porque el ardiente metal líquido corrió por su piel, sino porque el aire del Gran Salón se había cargado de repente y sintió un familiar cosquilleo recorrer su columna vertebral.
—Lo siento, Thuggory, pero yo que tú me soltaba.
El Cabeza Cuadrada frunció el ceño.
—¿Por qué…?
—Porque nadie le pone un dedo encima a mi novio sin sufrir las consecuencias —respondió una furiosa voz femenina.
Lo que pasó a continuación sucedió demasiado deprisa como para que Hipo —o cualquiera allí presente— pudiera procesarlo del todo, pero Astrid apareció de entre las columnas del Gran Salón para brindarle tal placaje a Thuggory que consiguió tirarlo al suelo. Sin embargo, su atención fue rápida a Drago, quien gritó tan pronto la reconoció y se dispuso a atacarla con su lanza. Astrid bloqueó el ataque con el hacha y gritó:
—¡Hipo! ¡No tenemos todo el puto día! ¡Suéltate de esas cadenas y libera a Desdentao!
—¡Eso es muy fácil decirlo cuando no te han empapado con agua bendita! —exclamó indignado.
Astrid estaba demasiado concentrada en su pelea contra Drago como para contestarle, por lo que Hipo decidió dejar su magia fluir para derretir el metal mucho más rápido. Los hombres de Drago, confundidos por el repentino giro de los acontecimientos, no reaccionaron hasta que el metal, ahora derretido y rojo por el calor de su magia se desparramada por el suelo, había liberado por fin sus manos. Hipo enseguida cogió de las cadenas que sujetaban los guardias para tensar y calentar tanto el metal que sólo necesito un movimiento seco para quebrarlo. Algunos de ellos huyeron despavoridos cuando las cadenas se deslizaron por su cuerpo e Hipo no tardó en abalanzarse sobre el tipo que había cogido su espada, quien se la devolvió antes de escaparse horrorizado de allí. Liberó el filo ardiente de Inferno y corrió hasta Desdentao, quien había conseguido liberar su cola y estaba golpeando a sus torturadores con ella, cuando Thuggory se puso en mitad de su camino. Hipo miró a Astrid de reojo, pero ésta seguía golpeando y bloqueando los ataques de un rabioso Drago.
—Tu novia no podrá protegerte de mí para siempre, Hipo —le advirtió Thuggory.
Hipo era perfectamente consciente de ello, pero eso no le detuvo cuando el Cabeza Cuadrada se abalanzó con su espada contra él. Hipo bloqueo el ataque y, por suerte, Thuggory tuvo que apartarse por el calor que emanaba Inferno.
—¡Pelea limpiamente, Haddock! —exigió Thuggory rabioso.
—¿Y me lo dices tú? ¿Que has estado sirviendo al ser más despreciable y tramposo que ha conocido el Midgard? ¿Que has traicionado a tu pueblo, a tu especie, para calentarle la cama a una tirana? —reclamó Hipo antes de lanzar una estocada.
Thuggory esquivó su ataque a tiempo, aunque Hipo consiguió prender su capa. Asustado por quemarse, el Cabeza Cuadrada se la quitó de un tirón y la dejó arder a un lado. Su expresión era furiosa e Hipo era consciente de que tenía que andarse con mucho cuidado.
—¿Me hablas de calentar camas cuando te has acostado con la bruja que ha causado todo esto? ¡Si no hubiera sido por ella, nada de esto habría pasado! —le aseguró el Cabeza Cuadrada—. Le Fey no habría necesitado el cuerpo de Kateriina para acercarse a ti y así acabar con Astrid. ¡Así que cuida de a quien señalas de traidor, Hipo!
Hipo apretó la empuñadura de su espada con tanta fuerza que pudo oler el cuero que la cubría chamuscarse contra su piel.
—¿Y crees que Kateriina te va a amar después de todo lo que has hecho? —cuestionó el vikingo con resentimiento—. Es más, ¿estás seguro siquiera de que la amas?
Era obvio que había tocado un asunto demasiado delicado puesto que Thuggory se puso a atacar a destajo y sin contener su fuerza en sus ataques. Hipo estaba agradecido de ser más rápido que él porque a cada golpe que tenía que bloquear, sentía un horroroso calambre en sus brazos. Sin embargo, fue en uno de esos bloqueos cuando Hipo aprovechó usar su magia contra él. Consiguió quemar su abdomen y Thuggory tuvo que echarse hacia atrás, por lo que Hipo aprovechó para golpear su muñeca y desarmarlo. Tan pronto la espada golpeó el suelo, se aseguró de darle una patada con su prótesis para lanzarla lo más lejos posible de su alcance.
Hipo se dispuso a atacar de nuevo cuando, de repente, sintió un dolor agudo en su hombro. Se llevó la mano hasta la zona donde le dolía y observó que estaba sangrando. El vikingo miró horrorizado a Astrid, pero la bruja no parecía haber reparado en su herida, probablemente a causa de la adrenalina y sus intensas ganas de matar a Drago, quien era duro de roer.
Aquel despiste fue su gran error.
Antes de que pudiera percatarse, Thuggory le brindó tal puñetazo contra su sien que casi le dejó inconsciente. Cayó al suelo al perder el equilibrio y le pareció escuchar el eco del grito de dolor de Astrid. Sin embargo, al poco rato sintió un espantoso dolor en la rodilla de su pierna mala y enseguida reparó que Drago, aprovechando el estado de desorientación de Astrid, había dado tal pisotón en la pierna de la bruja que le había roto la rodilla.
—Eres un iluso, Hipo, siempre lo has sido —le escuchó decir a Thuggory.
Hipo se volteó hacia él y el pánico le dominó al verle junto a Desdentao armado con un hacha. Intentó levantarse; pero era imposible, no podía moverse por el dolor y Drago estaba a punto de dar su golpe de gracia a Astrid. Contempló los ojos aterrados de su mejor amigo, quien intentaba por todos los medios quitarse las cadenas de encima y agitó la cola para alejar a Thuggory, pero el Cabeza Cuadrada la atrapó con su pie con tanta fuerza que el Furia Nocturna gimió contra el bozal metálico que le habían puesto.
—¡Thuggory, déjalo, por favor! —suplicó Hipo desesperado—. ¡Él es inocente de todo esto, por favor!
—¿Inocente? —cuestionó Thuggory con amargura—. No hay nada de inocencia en todo lo que tiene que ver contigo, Hipo. No eres más que un niñato que ha jugado a la guerra y ha perdido. Eso, como sabes, trae consecuencias.
Le pareció escuchar a Drago hablar también a Astrid, pero no era capaz de apartar su mirada de Thuggory y del hacha.
—¡Una vez fuimos aliados! —le recordó Hipo—. Siempre fuiste reconocido como un hombre de honor, mucho más listo de lo que los demás te han considerado nunca. Te he apreciado por lo que eras, Thuggory, te tenía como un modelo a seguir. Tu pueblo te amaba, todo el Archipiélago te respetaba, ¿por qué permites que ella te fuerce a echarlo todo a perder?
Thuggory apretó el agarre del hacha, pero no se movió.
—Antes de la boda, me dijiste que estabas dispuesto a renunciar todo por ella —le advirtió el Cabeza Cuadrada muy serio—. ¿Y tienes el valor de juzgarme a mi? Yo al menos no fui un cobarde y escapé, Hipo. Yo asumo mis responsabilidades y, en tu caso, es hora de que empieces a encargarte de las tuyas.
Y con eso, antes de que Hipo pudiera volver hablar o actuar, dejó caer el hacha sobre la cola de Desdentao y de un solo tajo cortó la aleta que le quedaba. Desdentao se sacudió por el dolor, hasta el punto de que rompió algunas de las cadenas que le ataban y su grito hizo eco por todo el Gran Salón aún llevando el bozal puesto. Hipo contempló horrorizado la sangre que salía a borbotones de su cola. Le habían quitado la prótesis que el propio Hipo había elaborado con sus manos y ahora era un dragón totalmente tullido, sin una sola posibilidad de volver a volar o planear siquiera sin contar con el apoyo de una prótesis mucho más elaborada y compleja.
Hipo no gritó, aunque las lágrimas empapaban su cara sin intenciones de parar. Thuggory había cogido la cola de su dragón y ahora la lucía en su mano como un trofeo del que nunca nadie había presumido. La cara del Cabeza Cuadrada lucía entre pura desolación, aunque Hipo apreció aquel brillo de triunfo en sus ojos.
Realmente pensaba que había ganado.
Que la forma de quebrarle, no era únicamente dejando a la mujer que amaba a merced del más sanguinario de los cazadores de brujas, sino que además necesitaba herir a su mejor amigo, a su otra mitad, para destrozarlo todo.
Se equivocaba.
Algo había despertado en Hipo que ni él mismo sabía que había durmiendo dentro de él hasta que llegara su hora de intervenir.
Algo más poderoso y más peligroso que su magia.
Algo que, indudablemente, quería destruir todo lo que fuera a encontrar a su paso.
Empezando por Thuggory y después todo lo demás.
Pues aquel iba a ser, indudablemente, el principio del fin.
Xx.
