Episodio 90: Shudder

El regreso de Erik a París fue casi triunfal. Al escuchar el mensaje del pelirrojo en su teléfono, Luis le devolvió inmediatamente la llamada y, tras estudiar los horarios, decidieron una hora en la que el Fernández lo recogería en la estación de tren de la ciudad de la luz, desde donde enfilaron al piso de los Lecarde para disfrutar de una opípara y merecida cena.

Las preguntas se sucedían una tras otra mientras daban cuenta de los platos preparados por Elisabeth y François, Simon no ocultó su entusiasmo ni Luis su sorpresa ante lo ocurrido en Morimond; sobre lo ocurrido en Gellome, el Belmont les contó acerca de aquel Abad de poder defensivo casi milagroso, pero se calló todo lo referente al pasado de Maréchal, incluyendo su nombre. Aquel hombre, pensó Erik, se había retirado a aquel lugar para no ser encontrado, era justo dejarlo en paz.

Terminado el pequeño banquete, Erik se ofreció a quitar la mesa y pidió ayuda a su hermano menor, una vez en la cocina decidió preguntarle sobre lo único que le reconcomía en aquel instante:

- ¿Les has hablado de los agentes de la iglesia? – lo interrogó inmediatamente, mientras organizaba los platos sucios en el fregadero.

- ¿¡Lo sabes!? – Simon no ocultó su sorpresa - ¿Quién te lo ha…?

- Arikado – respondió el pelirrojo sin dejarle acabar – Vino a verme después de que te atacaran, por lo visto.

El chico guardó silencio por unos instantes, no esperaba que su hermano lo supiera, es más, pretendía avisarle de ello apenas tuviera la ocasión.

- ¿Por qué no les has dicho nada? – insistió el pelirrojo, más curioso que inquisitivo – Pueden ir a por ellos también.

- No… no me pareció que fuera necesario. Lo siento.

Erik torció el gesto, pero no dio ninguna muestra de disgusto a su hermano, era un asunto suyo, a fin de cuentas.

Pero debían saberlo, y con esta idea salió apresuradamente de la cocina y se apoyó en el marco de la puerta, un serio y escueto "Tengo que hablar con vosotros" bastó para llamar la atención de todos los presentes.

- Voy a ser breve – articuló cuando vio que Luis, Elise y Fran le prestaban la atención adecuada – Cuando nos embarcamos en este viaje, Rose Morris me cogió por banda y me encomendó una misión proveniente de la iglesia, les he desobedecido, y ahora mismo tengo a tres agentes detrás de mi cabeza.

Las reacciones fueron muy diversas, Elisabeth sonrió con aparente orgullo sin apartar su mirada del pelirrojo, Luis se llevó la mano al rostro y suspiró y François casi tuvo que recoger la mandíbula del suelo.

- Así que al final hiciste caso de tu instinto ¿eh? – comentó la mujer sin perder aquella sonrisa que parecía gritar "¡Bien hecho!"

- ¿Sabes? Creo que era más feliz antes de saber esto – dijo el Fernández a su vez, descubriendo el rostro - ¿Hay alguna razón en particular por la que nos lo hayas contado?

- Sí – contestó Erik automáticamente – os lo cuento para que estéis en guardia porque yo todavía no me los he encontrado, pero según parece… atacaron a Simon para interrogarlo.

Ojos como platos y miradas centradas en el adolescente, Elisabeth boqueó y Luis pareció súbitamente invadido por una oleada de ira que disimuló como pudo, delatándolo el temblor de sus puños.

- Cuándo… ¿Cuándo cojones ha ocurrido eso? – el énfasis en el taco evidenció su enfado más de lo que el mismo español habría deseado.

- El día que me fui a Morimond – aclaró Erik – Arikado me avisó de ello.

- También me ayudó – intervino Simon – Los mandó a otra parte y me curó, por eso pude volver sin problemas.

- Los… ¿mandó? – preguntó François, que hasta ese momento parecía estar tratando de asimilar la información - ¿Él los comanda?

- Según me dijo, sí – aclaró el menor.

- Sí, a mí también me lo dijo – confirmó el mayor, mirándolo – Pueden ir perfectamente a por cualquiera que esté relacionado conmigo – continuó, devolviendo su mirada al matrimonio y Luis – así que deberíais estar en guardia.

Elisabeth asintió rápidamente con la cabeza ante esto al igual que su atónito marido, al tiempo que el español suspiraba con la boca chica.

- Lo sé, tío – añadió Erik, sabiendo que aquel solía ser un gesto de fastidio de su amigo – he jodido la noche a base de bien, pero necesitabais saberlo.

- No, si no es eso lo que me jode – respondió – es simplemente que estaba esperando que pasara esto, y lo ha hecho antes de lo que creía. Es… una dificultad extra.

- ¡Eh! ¡Un momento! – saltó de repente François – ¿Puede alguien explicarme qué ha hecho Erik exactamente? ¡Tengo la impresión de ser el único que no tiene puta idea de lo que está pasando!

- Es que lo eres, Fran – le contestó Luis mientras lo miraba de soslayo – Qué ¿Se lo explicamos?

- Lo estoy deseando – concedió el pelirrojo.

La siguiente media hora transcurrió con el grupo aclarando a François todo lo que ocurría y explicándole la progresión de los hechos. Al Lecarde parecía costarle asimilar que su amigo se hubiera pasado tantas normas y estamentos por donde la espalda pierde su digno nombre.

- Entonces, a ver si lo he entendido bien – articuló una vez que la narración de los hechos llegó a la batalla del Louvre – Te encargan capturar a una asesina y tú –señaló al pelirrojo - en lugar de obedecer te dedicas a ayudarla y apoyarla sin disimular un ápice – dejó pasar unos segundos – Erik ¿¡Te has vuelto loco!?

El aludido soltó una carcajada

- ¡Cuantas veces habré escuchado eso ya! – exclamó mientras daba una palmada en el hombro del francés.

Fran quiso contestar, pero no tuvo tiempo de hacerlo, ya que Erik cogió el códice y se encaminó inmediatamente a la habitación de invitados.

- ¿A dónde vas? – preguntó el Lecarde, visiblemente molesto por la falta de respeto del pelirrojo.

- A ponerme inmediatamente con esto – Erik le mostró el desvencijado libro – como mínimo quiero descifrar el alfabeto antes de echarme a dormir – Dicho esto, abandonó el salón y se encerró en el cuarto acompañado por Luis, dejando solos a François, Elisabeth, Simon y un René dulcemente dormido.

Por supuesto, el disgusto de François seguía patente e incluso se acrecentó con el rápido abandono del Belmont de lo que apuntaba a ser una discusión, como mínimo, considerable; afortunadamente, Elise no estaba dispuesta a permitir que una noche ya estropeada se agriara todavía más.

- Fran ¿Se puede saber qué pasa? – lo interrogó con un remarcable tono de severidad.

- Está más que claro ¿No te parece? – bufó el muchacho.

- No, no lo está, y te agradecería una explicación ¿Es porque eras el único que no sabía nada?

El tono de su esposa era firme y severo, más propio de una madre que regaña a su hijo que el de una mujer pidiendo explicaciones a su marido.

- Pues mira, no es eso – contestó él – pero la verdad es que también me mosquea bastante que ni siquiera me hayas dicho nada.

Ella frunció los labios por un instante. No podía negar que ahí François estaba en lo cierto.

- Es por lo de Claire, entonces.

- Más bien – aclaró finalmente – es por lo de la iglesia.

Elisabeth, que se había inclinado hacia delante para confrontar a su esposo, se reclinó sobre el respaldo del sofá para escucharlo.

- ¡Joder, Elise! – exclamó en voz baja - ¡Míranos! ¡Mira – señaló la cuna donde dormitaba su hijo – ahí! ¡No estamos lo bastante preocupados por René como para que nos vengan a echar encima a los agentes de la iglesia! ¡Por algo en lo que no tenemos nada que ver! ¡Y encima vaya luces las de ayudar ni más ni menos que a Claire Simons!

Simon, que maldisimulaba la atención que prestaba a la discusión, no pudo evitar fijarse en que Elisabeth arqueaba exageradamente las cejas en gesto de sorpresa.

- ¿Qué… tiene de malo que ayude a Claire Simons? – preguntó la mujer, atónita.

- Elise… - exhaló aire en una mezcla de suspiro y bufido – Has leído la correspondencia, has escuchado las llamadas, has visto los e-mails ¡Esa tipa es una fugitiva! ¡La misma iglesia anda tras ella! ¡Y no son pocos los asesinatos que lleva a cuestas!

La mueca de su esposa pasó entonces de sorpresa a disgusto.

- Cariño… ¿Ya has olvidado con quién estás casado? ¿O es que ahora mi pasado sí que te parece reprobable?

- Yo no he dicho…

- François, te recuerdo que soy – lo había interrumpido sin alzar el tono lo más mínimo, su voz era incluso dulce, tal vez para disimular su enervamiento – una ex-cazarrecompensas, he matado a más personas de las que le han cargado a esa pobre chica, y no sé quien decidió que eso no importaba, me defendió de todos los dedos acusadores y me integró en la hermandad - A estas alturas, el Lecarde estaba sin palabras – Consideraste injusto el trato que se me dio, cielo – aunque seguía manteniendo aquella dulzura forzada, sus ojos adoptaron una tierna expresión de cariño – y decidiste defenderme. Es obvio que a Erik le pasa algo parecido ¿no te parece?

- Pues… - François quedó sencillamente sin saber qué responder, su esposa no había dicho una sola mentira, se rebeló contra la visceral rivalidad reinante entre cazadores y cazarrecompensas en lugar de mantener su relación en la sombra, aunque a su juicio tuvo mucho menos mérito del que ella hacía aparentar – Mira, mejor me voy a la cama.

Apresuradamente se levantó del sillón y encaminó a la habitación del matrimonio, esperaba algún tipo de reproche por parte de su esposa, pero ella se limitó a articular un animado – y casi entusiasmado - "¡ahora te sigo!"

Entre tanto, Erik y Luis llevaban ya unos minutos en la habitación de invitados, el pelirrojo se había enfrascado sin preámbulos en el descifrado del libro, mientras su amigo se afanaba en su sesión de abdominales diaria.

- Parece… que… Fran… se ha… cabreado… bastante… - comentó el español en un momento dado, a ritmo de palabra por repetición.

Erik se encogió de hombros.

- Bueno… - hizo un par de apuntes en una libreta que tenía sobre las piernas cruzadas y escribió algo en su portátil – si le molesto o se ve en peligro estoy a un par de clicks de reservarme una semana de noches de hotel y mantenerlo a salvo.

La estampa que ofrecía en aquel particular entorno de trabajo era, cuando menos, curiosa. Estaba sentado en la cama con las piernas cruzadas, sobre las que descansaban una libreta y, encima de ésta, el códice, a su derecha el libro cifrado abierto y frente a él su ordenador portátil, cuya pantalla se reflejaba en los cristalinos ojos turquesa del Belmont.

- ¡No seas exagerado! – exclamó el español en respuesta a los planes de su colega, deteniendo su ejercicio – no hay necesidad de salir por patas.

- No es exageración – Erik hablaba sin desviar su vista un ápice de la pantalla – Te puedo asegurar que entiendo perfectamente la reacción de Fran. No se trata sólo de él, también tiene una mujer y un hijo.

- Una mujer que a día de hoy sigue pudiendo hacérnoslas pasar canutas – puntualizó Luis, recordando su pequeña escaramuza con Elisabeth en la azotea.

- Ya, no me dices nada nuevo, pero aún así… Jodeeeeeer

- ¿¡Y ahora qué pasa!? – preguntó el Fernández, alarmado por la exclamación de fastidio de su amigo - ¡No me irás a decir que el códice no sirve!

- Servir, sirve – contestó el pelirrojo – Pero el libro está en un idioma que no domino.

- Adelante, impresióname.

Erik suspiró.

- Es Vampiria – respondió – Vampiria antigua, no hace mucho que empecé a estudiar la moderna, y sé lo básico entre lo básico.

- ¡Puta madre! – profirió Luis - ¿¡Entonces estamos igual que al principio!?

- No… - El Belmont escribió un poco más en el ordenador – Tenemos el nombre que firma el libro. Hasta eso estaba codificado.

Aquello abrió las orejas del español.

- ¿Y ese nombre es…?

- De Rais. Guilles De Rais.

De vuelta al salón, Elisabeth veía tranquilamente la televisión a bajo volumen mientras Simon vigilaba al pequeño, que continuaba en el séptimo sueño; su sorpresa fue mayúscula al mirar a la pantalla y encontrar un contenido más bien tórrido, lo que le hizo pensar que no sólo mantenía el volumen bajo por su pequeño.

- Pero… ¿¡cómo tienes redaños de ver eso en la misma sala que el crío!? – Preguntó, escandalizado.

La Kischine rió entre dientes y miró al Belmont.

- ¡Oh, vamos, está dormido! ¡hablas como si nunca hubieras roto un plato! ¡Además, seguro que has pasado alguna que otra noche viendo una sesión golfa!

- Con el pantallazo que tenemos en el salón se ven de vicio – repentinamente se dio cuenta de lo poco acertado de su respuesta y volvió al tema - ¡Pero esa no es la cuestión!

Ahora sí, la mujer dejó escapar una carcajada que sofocó rápidamente.

- Además – continuó, aún más serio – con la discusión que acabáis de tener y el mosqueo que lleva François no entiendo cómo puedes estar tan tranquila.

- Oh, eso es porque – apagó la tele y se puso a hacer ejercicios de calentamiento – François es un hombre muy apacible, nunca le duran mucho los enfados. Además – sonrió picaronamente – cuando se enfada le encanta desahogarse en la cama ¿Has oído alguna vez eso de que Francia es el país del erotismo? – Simon, que estaba atónito, se limitó a asentir con la cabeza - ¡Pues sólo con conocerlo a él te puedo decir que es verdad!

Tras unos segundos tratando de asimilar lo que acababa de oír, finalmente reaccionó.

- Er… vale, es la primera vez que hablas tan claramente sobre sexo.

- Querías una explicación y te la he dado – terminó sus ejercicios y se acuclilló justo frente al Belmont, quedando a su altura – cuando rescatéis a tu novia pasaos por aquí, me encantará enseñarle algunos truquitos.

Y tras decir eso, dejando a Simon con la cara de Póker más caricaturizable del mundo, se dirigió al cuarto en el que su marido había entrado hacía ya rato.

La voz que la recibió allí dentro, la de François, denotó en su "has tardado en seguirme" un claro disgusto, era evidente que su enfado no había remitido e incluso daba la impresión de que seguía molesto con ella.

- ¡Venga, Fran! ¿Por qué sigues estando así? Erik tiene el códice ¡Ya queda poco para que todo esto acabe!

Mientras ella se despojaba de su camiseta, su esposo, que estaba tumbado en la cama con una revista que presumiblemente había estado leyendo hasta hace poco, se recostó.

- Estoy preocupado, Elisabeth – respondió – por si no teníamos bastante con las desapariciones de los niños ahora Erik va y nos echa a la iglesia directamente encima. Lo veo un precio demasiado alto por su ayuda, y qué quieres que te diga – añadió – lo creía más inteligente, oponerse a la iglesia no es buena idea.

La mujer, ya vestida solamente con un sencillo conjunto de ropa interior color crema, se sentó en su lado y acarició suavemente el brazo de su marido.

- Está siguiendo su instinto, nada más – lo defendió – Le pega más ser cazarrecompensas freelance que pertenecer a la Hermandad.

François dejó escapar una risita sarcástica. Ya en su momento, durante la misión que compartió con Luis, su entonces futura esposa y el pelirrojo, pudo ver la tendencia rebelde de éste, y algo le decía que de ser cazarrecompensas su primer objetivo sería ir contra todo el gremio. Apenas había regresado a su semblante ceñudo cuando la voz susurrante de Elise llegó a su oído.

- Oye… ¿Quieres que sigamos nuestro instinto nosotros también?

Se puso tan colorado como la pantalla de su lamparita. Sentía en su espalda los pechos, aún cubiertos por el sostén, de su esposa, y la mano de esta se había deslizado hasta acariciar suavemente su abdómen.

El viejo truco ¡Y lo bien que le funcionaba a la maldita!

- Enfadarnos no nos llevará a ningún lado – continuó ella, con la misma melosidad insinuante – Date la vuelta y celebra conmigo el triunfo de Erik a nuestra manera...

Lo que vino después podría resumirse en la necesidad de un Simon que no sabía dónde esconderse de subir el volumen del televisor hasta disimular el escándalo procedente de la habitación de matrimonio.

A la mañana siguiente todo había vuelto a la normalidad y François habló tranquilamente con Erik sobre el asunto. Naturalmente, la idea del Belmont de separarse del grupo lo escandalizó y sirvió para acabar con el último resquicio de enfado que le quedaba. Por supuesto, no dejaba de parecerle mal que el pelirrojo hubiera desafiado a la Iglesia, pero los terrenos quedaron perfectamente delimitados en aquella conversación.

Aquella mañana fue, además, el comienzo de un periodo de tres días sorprendentemente tranquilos. Erik solventó el escollo del idioma de las páginas descifradas entrando en continuas videoconferencias con Juanjo; el Fernández no sólo fue quien le metió el gusanillo de los idiomas, si no también quien supervisó su aprendizaje de los mismos, lo ayudó a llegar al nivel casi nativo y también quien pensó que sería buena idea que Erik aprendiera Vampiria, habiéndose visto el español obligado en su momento a aprenderla casi a la fuerza para algunas de las misiones de infiltración a las que fue enviado.

Por supuesto, Juanjo Fernández no estaba siempre disponible, así que era Adela quien ayudaba al pelirrojo en ocasiones. La madre de Luis no estaba tan versada como su marido en lenguas como la Vampiria, pero poseía una lógica de traducción mucho mayor y siempre encontraba un sinónimo o expresión para las palabras que había de sacar por contexto.

Mientras el proceso continuaba, el nombre de De Rais salía a la luz cada vez más y más, aunque Erik y Luis decidieron evitar que saliera de entre ellos y los Fernández para evitar alarmar aún más a François y Elisabeth.

Y es que, si Guilles De Rais era quien andaba detrás de los raptos, no les faltaban razones para preocuparse. Ese hombre, si es que alguna vez pudo ser considerado como tal, era una de las vergüenzas míticas de la historia francesa, un noble que, como todos, de cara a la galería era un ser intachable, pero la realidad era bien distinta ya que fue condenado por los crímenes más repugnantes de torturas y abusos contra jóvenes muchachos, y jamás mostró arrepentimiento alguno.

Para Erik y Luis la aparición de su nombre fue motivo suficiente para apurar todo el tiempo que fuera posible en la traducción, y Juanjo y Adela llegaron a faltar a sus deberes, incluyendo varias noches de patrulla por parte del Fernández, para resolver el misterio lo antes posible.

Y entonces, sucedió.

Tras una tarde especialmente dura en la que el pelirrojo acabó desmayándose de puro cansancio, el tono del móvil de Luis despertó a todo el mundo casi a las cuatro de la madrugada, el español descolgó con un "¿Sí?", quedó el silencio apenas unos segundos y después palideció, vistiéndose apresuradamente con su ropa de agente de paisano y saliendo del piso a todo correr.

La pareja y los hermanos, incapaces desde ese momento de conciliar el sueño, se quedaron levantados y vestidos, esperando cualquier noticia que llegó media hora después en forma de una llamada al teléfono de Erik; el pelirrojo respondió y, antes de poder articular siquiera un "¿Diga?", la voz quebrada de su amigo lo sobresaltó.

- ¡Pon la televisión, Erik! ¡Por lo que más quieras, ponla! ¡No importa qué canal! ¡Están todos aquí!

- Pero tío – lo interrumpió el Belmont, preocupado - ¿Se puede saber qué…?

- ¡NO PREGUNTES Y ENCIENDE LA PUTA TELE!

Y colgó.

Corriendo todo lo que pudo y luchando contra su agotado cerebro, Erik obedeció y encendió la televisión en un canal cualquiera. Estaban dando un informativo, que por la hora debía ser un especial sin ninguna duda, y todo lo que se veía en pantalla era caos: Agentes de policía de acá para allá, periodistas y cámaras de todas las cadenas, movimientos rápidos de la propia cámara del canal que parecía seguir corriendo a la reportera, un grupo de gente afligida y… sábanas.

Seis sábanas, cubriendo unos extraños bultos.

La reportera hablaba atropelladamente, con su voz se mezclaba con las de los policías dando voces y las de otros periodistas, al fondo les pareció ver, iluminados por el alumbrado artificial, a Luis y el comisario Rousseau cruzar corriendo la pantalla. La información era confusa y la voz de la reportera era difícil de escuchar, pero fue suficiente para que un lívido Erik Belmont pronunciara un deseo que rogaba como nunca que se cumpliera.

- Por favor, decidme que no tengo ni puta idea de francés.

Estaba de pie frente a la televisión, formando una fila junto a un petrificado François, una Elisabeth que lloraba silenciosamente y un pálido Simon al que le temblaba la mandíbula inferior.

Entre todo el caos habían logrado entender claramente una única cosa:

Habían sido encontrados, en unas condiciones deplorables y con signos de haber sufrido torturas prolongadas, seis niños de edades comprendidas entre los cinco y los diez años.

Los cuerpos descansaban bajo aquellas sábanas blancas.

Habían sido identificados por sus padres.

Eran los seis niños desaparecidos.