Amor Prohibido - Capítulo 52

-¿Estás bien?

Carl abrió de golpe sus ojos e intentó sentarse apenas oyó aquella voz. Se encontraba abriendo los ojos lentamente, mientras luchaba contra una resaca que lo había debilitado, cuando aquella voz aceleró el proceso. De inmediato su mirada se posó en Yin, mientras que un mareo y una punzada en la cabeza lo obligaban a arrepentirse de aquel movimiento. Ella estaba en la entrada de la habitación, con su acostumbrado traje gris y su maletín. De inmediato se vio forzado a recostarse sin poder evitar lanzar un débil quejido.

-No te esfuerces –le dijo aproximándose a la cama. Carl sintió que aquel tono de sincera preocupación no era más que parte de su imaginación.

El cuarto era muy pequeño. Apenas cabía, además de la cama, una mesita de noche de plástico, una silla de madera, y un perchero de metal. Yin acercó la silla y se sentó junto a la cama. Carl intentaba sobrellevar la punzada y superarla lo más pronto posible.

Una vez sobrellevado los síntomas, se volteó hacia la coneja. Se encontró con sus brillantes ojos azules. No había rastro de perturbación ni enojo. Encontrarse tan de improviso con ella encendió el calor de sus mejillas y la culpa en su corazón. ¿Hasta cuándo debía seguir sintiendo eso? Ya había abandonado el rol de su esposo hace tiempo. Había hecho demasiado daño como para merecer tan siquiera que lo visitara aquella mañana.

-¿Cómo has estado? –le preguntó la coneja.

-He estado mejor –respondió volteándose con vista al techo-. Han sido días muy agotadores.

-Me imagino –respondió Yin mirando hacia la ventana con persianas que tenía frente a ella.

-¿Y cómo estás tú? –Carl se volteó hacia ella-. ¿Cómo está tu embarazo? –se maldijo a sí mismo por haber hecho esa pregunta.

-Bien –contestó Yin sin sospechas de intenciones-. No he tenido problemas desde que salí del hospital.

-Qué bueno –respondió la cucaracha.

El silencio regresó a la habitación. Carl no podía despegar la mirada del rostro de ella. Se veía radiante. Estoica frente al ejército de problemas que afrontaba. Era algo digno de admirar.

-Tengo que hablar contigo –Yin se volteó hacia él tras dar un suspiro.

Carl no dijo nada. Sabía que tenían una conversación pendiente. A pesar del ruido de fondo que era capaz de atravesar la puerta entreabierta, se podía colar el cantar de un par de zorzales sobre una rama extendida por frente a la ventana de aquella habitación. Esperaba con paciencia responder sus preguntas.

-¿Quién era esa señora? –Yin empezó el interrogatorio.

Carl sabía a quién se refería precisamente.

-Su nombre es Yanette Swart. Ella es tu madre –sentenció.

Las pupilas de la coneja se encogieron mientras su boca se abrió lanzando un sutil grito ahogado. Era la primera confirmación sobre algo que le costaba asumir. Escucharlo por un tercero le era fuerte.

-Supe de su existencia hace un par de meses –prosiguió su discurso-. Iba de paso por nuestro pueblo natal cuando me encontré con Herman. Me dijo que mi madre estaba muy enferma, y me forzó a ir a verla. Supongo que recuerdas que mi relación con ella no era muy buena –le regaló un pesado suspiro, acabando con aquellos recuerdo que nuevamente amenazaban con atraparlo aprovechando el momento-. En fin. Antes de morir, ella me regaló un secreto.

-¿Un secreto? –preguntó Yin.

-Está en la plantilla de mi zapato –contestó estirando su pie delantero derecho.

De inmediato Yin procedió a quitarle el zapato. No le importó ni la humedad ni el olor. Levantó la plantilla, y encontró una hoja de papel. En ella se hallaba el nombre de la anciana junto con el nombre y dirección del centro psiquiátrico que la había albergado durante los últimos treinta y cuatro años.

-¿Y esto? –preguntó Yin mirando a la cucaracha.

-Mi madre y la tuya habían sido amigas desde hace años –le explicó-. Yanette estaba enamorada del panda, y mantenían una relación en secreto porque los maestros de tu padre no la aceptaban.

Yin lo observaba con extrañeza. Carl ya no tenía la misma seguridad que aquella vez en que la confrontó en la cárcel. En aquel tiempo solo esperaba que por lo menos ella no fuera un estorbo. Ahora le importaba sus sentimientos. No quería dañarla con la verdad, pero era necesario que la supiera. Iba con calma, intentando leer sus reacciones a cada momento.

-¿Por qué ellos no aceptaban su relación? –cuestionó la coneja.

-Por lo que entendí, eran tradiciones Woo Foo de esos tipos, o algo así –respondió Carl-. Querían que el panda se enfocara totalmente al Woo Foo sin una familia que lo distrajera. O simplemente la odiaban.

El silencio fue necesario y suficiente como para colocar cada pieza en su sitio. Carl pretendía ir con cuidado. Ella simplemente lo miraba con calma y curiosidad.

-¿Y qué pasó? –le preguntó Yin tras un silencio.

-El día en que tú y Yang nacieron –prosiguió con un esfuerzo notorio-, los maestros del panda se enteraron. Llegaron y les aplicaron a todos un borrado de memoria. El panda se olvidó por completo de su familia, al igual que todos quienes los conocían en el pueblo. Yanette terminó con una especie de daño cerebral. Le corrompieron la mente.

-¿Qué? –cuestionó Yin ante esa respuesta tan extraña.

-Esa dirección que tienes en tus manos –respondió Carl-, es del centro psiquiátrico en donde estaba. La primera vez que la vi, ella estaba completamente deshabilitada. No reaccionaba a nada, no decía nada. No sabía del tiempo ni sus consecuencias. Apenas se movía. Solo estaba sentada en un sillón esperando el día de su muerte. Jamás pensé que se convertiría en lo que tenemos hoy –agregó con voz grave.

Yin intercambiaba su mirada entre la cucaracha y la hoja que acababa de recibir. Aún tenía el desgastado zapato de cuero en su mano. Carl intentó reincorporarse nuevamente, pero su cabeza mareada le impidió cumplir su objetivo.

-Tranquilízate –le pidió Yin poniéndose de pie e intentando impedir que se levantara. Colocó una de sus manos en su pecho y la otra en su nuca. El zapato y la hoja terminaron en los pies de la cama. Tan repentina cercanía aceleró el corazón de la cucaracha, cosa que ella pudo sentir.

-¿Y cómo se recuperó? –cuestionó Yin regresando a su asiento e intentando fingir que aquello último no había pasado.

-La verdad no lo sé –tartamudeó intentando tranquilizarse-. Sé que Mónica la sacó de ese lugar y se hizo cargo de ella. La visité un par de veces y fui testigo de su repentina recuperación. Se llenó de energía y lucidez, convirtiéndose en una anciana muy sociable y activa. No sé qué clase de tratamiento le dio, pero literalmente hizo un milagro.

Yin lo observó silenciosamente. La historia le parecía de antología. Era algo difícil de tan siquiera imaginar. ¿Cuál era la probabilidad de que su madre reapareciera en su vida? Era más probable morir recibiendo un rayo en plena tormenta. ¿Qué clase de destino supremo estaba jugando con ella? Llegó definitivamente en el peor de los momentos, ocupando el peor de los papeles.

-Lamento no haber podido advertirte de ella antes –prosiguió Carl con pesar-. Nunca me imaginé que… pudieras toparte con ella de esta forma. Espero que no te haya causado problemas.

La coneja cerró los puños sobre su regazo y su boca se torció levemente. Fueron señales que la cucaracha captó inmediatamente.

-Yin, ¿qué ocurrió? –le preguntó con temor.

-Nada –contestó con rapidez desviando la mirada.

-Yin –insistió la cucaracha intentando levantarse por tercera vez. Esta vez se dispuso a luchar contra el mareo.

-No te muevas –le pidió la coneja recostándolo en su sitio.

Nuevamente Carl volvió su cabeza sobre la almohada. Nuevamente Yin regresó a su asiento. Se hallaba con los brazos sobre su regazo, mirando hacia la puerta. Carl se sentía un tanto incómodo frente a la preocupación de la coneja. Especialmente luego de aquel descubrimiento. Si ella se llegaba a enterar que él era el padre de aquellos gemelos, sería hombre muerto. Aunque, si no era ella, su propia conciencia terminaría por acabarlo.

Fue un camino largo y tortuoso. Revisar los recuerdos de alguien es como vigilar las publicaciones de una red social. Pasar horas revisando contenido, asegurándote que no haya nada escabroso. Horas y horas del contenido más vomitivo pasan por frente a tus ojos, erosionando tu psiquis. De manera similar, él se paseó por largos pasillos oscuros con cuadros en movimiento entre sus paredes. Cada uno era un recuerdo persistente en la mente del conejo. Debió recorrer el laberinto de caminos con solo su instinto como guía. Fue un recorrido agotador. Las paredes oscuras le anunciaban que el conejo pasaba por un fuerte estado depresivo o ansioso. Un pesar que probablemente haya servido de ayuda para el bogart, quien buscó refugio en aquel sitio. Debía encontrar al bogart. Debía curar al conejo. Debía unir la memoria que él recolectó mientras usurpaba su puesto con las propias del conejo. No debía dejar rastros de su plan fallido.

Fueron horas agotadoras. Él no estaba acostumbrado al desdoblamiento de su consciencia para luego entrar en la mente de otro. Tal vez podría mantener esta dinámica durante un par de minutos. Finalmente fueron cuatro horas y veinticinco minutos. Recuerdo tras recuerdo, cuadro tras cuadro, iba analizando la situación. Pronto se percató el origen de la culpa. Era lo que se temía. La muerte del Maestro Yo era un cuadro que aparentaba ser recientemente limpiado. Un recuerdo que había salido a la luz recientemente. ¿Habrá sido el movimiento de otros recuerdos? ¿O el bogart estaba detrás de todo esto? Quizás nunca sabría la respuesta.

Poco a poco fue borrando cada cuadro alusivo a aquel momento y sus derivados. Separar el trigo de la paja era un trabajo delicado. Un paso en falso y la colección de recuerdos de su paciente estarían en peligro. Los resultados eran similares a meses de terapia y fármacos. Una terapia de shock que esperaba lograra ayudarlo.

Efectivamente, en la medida en que trataba cada cuadro, los pasillos y paredes se fueron aclarando. Era una estancia acogedora en donde la madera abundaba. Incluso en cierto punto consiguió un mapa de aquel laberinto, cosa que lo ayudó muchísimo. En la medida en que trataba sus pesares, las paredes comenzaron a relucir hasta el punto de emanar brillo propio. Al mismo tiempo, estaba logrando acostumbrarse a mantenerse al interior de los recuerdos de Yang. A cada momento la ventaja era mayor.

Unificar los recuerdos era una tarea más tediosa pero no más difícil en la medida en que la realizaba en paralelo. Era cosa de colgar cada cuadro nuevo en su sitio. Los veía desordenado, tirados, incluso rotos. Quizás el acceso a aquel punto de su memoria fue el causante del daño físico. No era un experto para afirmarlo. Solo esperaba que con cautela y armando el rompecabezas de manera correcta, el sangrado nasal no debía repetirse.

Sobre el bogart, no encontró ni rastro. Había registrado cada pasillo una segunda vez con ayuda del mapa luego de finalizar su tarea. Fue en aquella segunda incursión en donde se encontró con un cuadro que no había visto antes. Fue algo que le extrañó. Prácticamente estaba terminando la segunda revisión y era la primera vez que le sucedía. Considerando el orden de los cientos de millones de cuadros en aquel laberinto, era algo bastante particular. Se trataba de un retrato con marco de cartulina, cuya imagen mostraba a un castor con delantal blanco y un estetoscopio colgado al cuello. Se introdujo a aquel recuerdo, preso de la preocupación y la curiosidad.

-Bien señor Chad –le decía el castor-. Su procedimiento resultó exitoso.

-¿Está seguro que con esto no tendré más hijos? –oyó la pregunta del conejo.

-La vasectomía es un procedimiento totalmente seguro –respondió el doctor-. Con esto está completamente asegurada su esterilidad. Claro si usted desea revertirla…

-No, no, no –le interrumpió Yang-. Así está bien. Creo que he tenido suficientes problemas con los embarazos de mi esposa.

Carl regresó al pasillo totalmente aterrado. Se sentó en el suelo cubriendo su cabeza con sus manos. Yang… es… ¿estéril? No, no, no, ¡NO! Carl negaba con la cabeza inútilmente. ¡No! ¡Era una pesadilla! Comenzó a temblar de pies a cabeza. ¡No! Mónica tenía razón. Los recuerdos de aquella noche se hicieron tan presente como si fueran propios. Cada beso, cada caricia, cada abrazo. Una tierna felicidad que lo acusaba de un crimen atroz. Debió haberse negado. Debió haber insistido en no querer hacerlo, aunque hubiera levantado sospechas. En el peor de los casos lo hubieran descubierto. Le hubieran dado su golpiza como antaño. Al menos no estaría lamentando aquel crimen como ahora.

¿Lo peor? En el fondo se había descubierto a sí mismo que quería hacerlo. Se descubrió disfrutando sus besos, sus caricias, su pelaje con el suyo recibido de un préstamo. Estaba asustado, pero era un miedo que disfrutaba. De pronto, se descubrió a sí mismo enamorado. ¡NO! ¡Amor maldito! Debía olvidarlo. Era imposible. Ella estaba lejos de sentir algo parecido. Ella estaba amarrada en un amor incestuoso. Había apostado tanto por su familia que jamás dejaría, ni mucho menos por alguien como él. Se sentía tan basura, tan maldito. Encima estaba traicionando a Mónica. El amor de su vida. Le había dado tanto: amor, cariño, consuelo, alegría, compañía. Ni en mil vidas podría retribuirle todo lo que le había dado. ¿Y así le pagaba? Si fuera por él, jamás se habría enamorado. Simplemente, no podía controlarlo. Se odiaba por eso. ¡Debía ser fuerte! No iba a causar tal nivel de daño, aunque eso implicara tragarse todo el dolor.

A pesar de todo, lo había hecho. Había embarazado a Yin. Los gemelos que esperaba eran suyos. Era padre. ¿Padre? No. Aunque la sangre dijera que sí, esos bebés le dirían papá a Yang. Así era mejor. Así debían ser las cosas. No estaba interesado en acusar paternidad sobre nadie. No era quién de todas formas. Callarse era la respuesta para mantener el estatus quo. Silencio que también lo incriminaba. ¿Iba a dejar pasar la vida mientras Yin criaba un par de hijos que no eran de quien creía que era? Parecía ser aún peor. La culpa se alimentaba del silencio, y ya había comenzado.

El silencio culpable se encontraba en aquella pequeña habitación. Ahí estaba ella, recibiendo parte de la luz solar que se colaba a través de las persianas. Sentía aquella atracción de querer abrazarla, de pedirle perdón. No se sentía merecedor de su amor. Solo quería que aquel castigo de callarse su amor expiara su alma.

-¿Estás bien? –el tono preocupado de la coneja lo alertó.

-Yo… sí –respondió con una voz que le salió temblorosa.

Ambos se miraron a los ojos. Era una tortura someterse a aquellos ojos azules. No quería sentirse así. ¡Era horrible!

-¿Ocurre algo? –cuestionó Yin.

-No –se apresuró en contestar.

-¿Estás llorando? –volvió a insistir.

De inmediato se tocó la cara y se percató de la humedad de su rostro.

Yin no sabía cómo reaccionar. Aquel momento le parecía tan irreal. Quien alguna vez fuera su enemigo estaba así, llorando. De todas formas su mente se encontraba a años luz de aquella habitación. Les contó a sus hijos la historia real de manera general, respondiendo cada duda que surgiera. Yenny abandonó el living apenas empezó su relato. Escuetamente anunció que no se sentía bien. Al parecer no quería detalles sobre su historia. El resto parecía haberlo digerido bien. Aunque, debía considerar que la mayoría tenía conocimiento de aquella verdad desde antes. Le parecía tan increíble el enfrentar aquel secreto con sus hijos, y una bendición su apoyo incondicional.

-No, creo que es efecto del cansancio –se justificó Carl limpiándose el rostro.

Yin sonrió. A fin de cuentas, su preocupación personal no era tan grave.

-Si yo te digo, ¿tú me dices? –le propuso.

-¿Qué? –preguntó extrañado.

-La verdad es que esa anciana sí me causó problemas –respondió Yin-. Fue a mi casa, y les dijo la verdad a mis hijos.

-¡¿Qué?! –exclamó Carl impresionado volviendo a sentarse de golpe. De inmediato el mareo le advirtió que no fue una buena idea.

-¡Recuéstate! –le respondió Yin casi como una orden. Con cuidado, lo recostó, colocando su cabeza sobre la almohada.

-Esa vieja loca quería traumatizar a mis hijos, ¡pero no lo logró! –exclamó con una sonrisa mientras lo acomodaba-. Ellos se lo tomaron tan bien que aún ni siquiera me lo creo. Nos dimos un largo abrazo familiar, y ellos me dijeron que el hecho que Yang sea mi hermano no cambiaba las cosas. ¡Fue tan hermoso! Claro, a Yenny sí le afectó…

Repentinamente, su sonrisa se borró, y regresó a su asiento. Carl giró la cabeza para verla. Aquella noticia había sido un bombardeo tan extraño que aún estaba procesado.

-Carl –prosiguió Yin en un tono serio-. ¿Qué sabes sobre los sueños premonitorios?

Él sabía la causa de su pregunta. Yenny había sido afectada por un extraño sueño que le lanzó la verdad a la cara hace bastante tiempo. En aquel tiempo ella lo culpaba a él de su provocación. Le era extraño que le viniera a consultar precisamente a él. Probablemente tenía algo por dónde agarrarlo, pero no le importaba. Solo quería ayudarla. El único ser que imaginaba como causante de todo esto era el mismísimo bogart.

-Pueden ser causados por diversas razones –explicó mirando al techo.

-¿Puede ser alguien? –preguntó Yin.

-Lo más probable –respondió la cucaracha-. Suponiendo que fuera alguien, ¿quién crees tú que se trate?

Yin lo miró de reojo. Él mismo parecía ser su primera alternativa. Tampoco se confiaba del todo de él, pero las circunstancias los estaban uniendo cada vez más. Su genuino ofrecimiento en busca del amnesialeto y su ofrecimiento a curar a Yang le habían ganado puntos. Ambos estaban bajo las redes de la misma mafia. Su disposición frente a ella mostraba a un Carl totalmente diferente a aquel perdedor que había quedado en su infancia y adolescencia. Se descubrió a sí misma abriéndose poco a poco a la cucaracha. No debía bajar las alertas. Debía estar preparada ante cualquier clase de traición. Le era difícil. Años de experiencia le habían enseñado a descubrir a mentirosos. O Carl realmente era sincero, o era un excelente actor.

La cucaracha tragó saliva. Sabía que con la mirada lo estaba culpando.

-Yo… te juro que no lo hice –se adelantó-, yo… no te traicionaría de esta forma.

-¿Por qué? –lanzó entrecerrando sus ojos. Era su pregunta desconfiada, rayando la cancha entre los dos.

"¡Porque te amo!" replicó en su mente. Por fortuna su boca no lo acompañó. Debía encontrar una excusa mejor. Algo que sonara creíble en la cabeza de ella.

-Porque… no tengo nada contra ti –respondió-. La verdad nunca he tenido nada en contra tuya o tu hermano.

El silencio de Yin le permitió continuar:

-Si en el pasado éramos enemigos fue más bien por impresionar a mamá. Ella provenía de una familia de dragones aristócratas de tradiciones villanas, y nos inculcó esos valores a mí y a Herman. Sabes bien que ella me despreciaba, y con todo eso de la villanía solo buscaba su aprecio.

Tras un pesado suspiro, alejó su mirada de ella, y prosiguió:

-Logré crecer, y arrancar de esa vida. Recorrí muchos lugares, y pude reconstruir mi vida. Mamá ya murió, y no tengo a quién más impresionar. La verdad no me interesan las tradiciones villanescas. Nunca me han interesado.

Se volteó nuevamente hacia ella. No pudo evitar regalarle una sonrisa.

-Desde que me volví a reencontrar contigo y conocí a tus hijos, me di cuenta que el tiempo también pasó para ti. Sé que has pasado por mucho, y verte aquí, aún de pie, enfrentando hasta los más duros de los problemas, me impresiona. Eres increíble, Yin.

Yin le sonrió de vuelta. Aquella respuesta la pilló por sorpresa. No esperaba que aquellas palabras provinieran de la cucaracha que tenía frente a ella. Era cierto que poco a poco le estaba tomando cierto cariño. Él sabía ganarse a la gente. Había conseguido un aliado, algo muy valioso en aquellos tiempos. Su exposición era perfecta, sincera. ¿Podía realmente confiarse? La tentación era grande. Por lo menos merecía una oportunidad.

-Gracias, Carl –respondió tras un suspiro-. No sabes cuánto necesitaba de alguien en un momento como este.

La cucaracha simplemente sonrió, con una montaña de palabras de amor atrapadas en su garganta. Temía que demasiada zalamería lo terminaría delatando.

La conversación se extendió durante un rato más. Le explicó el procedimiento que realizó sobre la mente de Yang. Se ahorró ciertos detalles, como la muerte del Maestro Yo, y evidentemente, aquel recuerdo con marco de cartulina. No quería preocuparla de algo que ya no era un problema. Con los recuerdos borrados, solo la resurrección del panda podría desenterrarlos. En cierto punto, la cucaracha logró reincorporarse sin efectos secundarios. Aunque solo era cuestión de tiempo, él se lo atribuía a la compañía de ella.

Le era imposible controlar su corazón latiente, pero era su deber hacerlo. Por la felicidad de todos a quienes amaba, debía olvidarla. Mientras, haría todo lo que estuviera a su alcance con tal de apoyarla en este torbellino llamado vida.


¡Felices Pascuas!