Episodio 92: Invitation of a crazed Moon

La noticia de la desaparición de su hijo apenas unos minutos después de encontrar a su esposa yaciendo gravemente herida fue demasiado para François, su rostro perdió toda expresión y su cuerpo cedió, quedando apoyado sobre sus manos y rodillas en el frío suelo, manchado por la sangre de Elisabeth. Luis, sintiéndose culpable por comunicarle la noticia, se sentó a su lado y trató de animarlo mientras Erik volvía a desaparecer en el interior del cuarto de invitados, no teniendo noticia de él hasta que los llamó desde la habitación.

- ¡Eh! ¡Que alguien me ayude con esto!

Simon acudió al cuarto y se escuchó arrastrar de muebles, algunos quejidos, y al poco los hermanos salieron, portando el somier de una de las camas.

- Qué… ¿Se puede saber qué hacéis? – los interrogó el Fernández, levantándose - ¡No es momento de liarse a mover muebles!

- De mover muebles no – respondió Erik – pero sí de buscar un sitio decente donde acostar a Elise ¿no te parece?

Como por encanto, Fran reaccionó inmediatamente a estas palabras, tomó a su esposa en brazos y la alzó, yéndose junto a los restos del destrozado sofá mientras los Belmont terminaban con el somier y pasaban a trasladar el colchón.

Mientras tumbaba a Elise con mucho cuidado, recuperó al fin el habla.

- Se ha salvado… ¿El cuarto de invitados? – preguntó, poniendo cuidado en la posición de la espalda de su mujer.

- En su mayor parte – informó el pelirrojo – Las puertas del armario están destrozadas y una de las camas está partida en dos, pero ésta – señaló al lecho de la Kischine – y nuestras cosas están intactas.

- Venían buscando algo… - dedujo Simon.

- Sí – respondió el francés mientras la rabia comenzaba a dibujarse en su rostro – y caímos en su trampa como idiotas. Les dejamos el camino libre.

- ¿Trampa? – Simon levantó una ceja, confuso.

- ¡Vamos! ¡No me digáis que nadie lo notó! – saltó repentinamente François, alzando la voz - ¡Nos esperaban! ¡Estaban ahí sin hacer nada! ¡Y además…!

- …El ataque ocurrió muy lejos – completó el español.

- El ataque podría haber sido en cualquier parte – se apresuró a corregirlo Erik – eso es irrelevante, lo que sí es verdad es que podían haber continuado, eran suficientes como para dejar una larga estela de destrucción, y solo… - su voz se ralentizó, mientras hablaba se daba cuenta de lo que suponía su deducción – se quedaron ahí… esperando…

Miró a Luis, que a su vez miró a Simon, y éste se adentró corriendo en el cuarto de invitados y salió de él con una gran caja en las manos, y los ropajes de combate de Luis sobre ella, así como las mallas negra y azul de los Belmont.

Entregó las prendas al español y literalmente arrancó la parte superior de la caja de cartón, dejando al descubierto lo que parecían ser varias piezas metálicas, unas de un brillante acero pulido y otras de color plúmbeo.

- Nuestras ropas de combate… - articuló el pelirrojo al verlas.

- Llegaron hace un par de días – informó el muchacho, escueto.

- Has dado en el clavo – se dirigió Luis al chico – vestíos inmediatamente, no volveremos sin dar caza a esos hijos de puta.

Los dos hermanos asintieron y comenzaron a desvestirse con gesto decidido al tiempo que Luis ya lucía sus botas militares, pantalones anchos, chaleco antibalas modificado y guante Agnea. François, sin separarse del lado de su mujer, los contemplaba con expresión indescifrable.

Al poco rato ya estaban listos, Erik lucía sobre la malla negra unas grebas plúmbeas de diseño sencillo y angular con la parte delantera de los muslos protegida por una placa trapezoidal, sobre su cintura descansaba el doble cinturón cruzado que sujetaba la Salamander y, en el brazo derecho, una pieza que aún no había visto la necesidad de emplear: El brazalete alquímico de su antepasado Leon Belmont.

Simon por su parte vestía sobre la malla azul marino unas grebas de puro metal pulido, decoradas con placas de elaborados diseños tanto bajo la rodillera como protegiendo el muslo y el empeine, el cinturón negro de hebilla dorada tenía una abrazadera metálica desabrochable que permitía sujetar el látigo enrollado, y cubría sus manos con dos mitones negros de puro cuero.

- Perfecto – juzgó el Fernández – Nos vamos.

Se dieron la vuelta y encaminaron al umbral de la casa cuando François, con un serio "Yo también voy" se les unió inesperadamente.

- ¿¡Cómo!? – Luis se había volteado, y lo enfrentaba directamente.

- He dicho que yo también voy – repitió el Lecarde, decidido – no esperarás que vaya a permitir que esto quede así ¿Verdad?

- Deberías – respondió escuetamente Luis.

- ¿Qué… has dicho?

- He dicho que deberías.

- ¡Tienes que estar de broma!

- En absoluto.

La paciencia de François no duró mucho más; furioso, avanzó para abrirse paso entre los hermanos y, cuando llegó hasta Luis, lo agarró del brazo izquierdo y tiró de él.

- ¡Mira! ¡Mira ahí! – exclamó, señalándole a Elisabeth - ¡La casa me da igual! ¡Puedo volver a comprar los muebles! ¡Pero dime si puedo quedarme quieto sabiendo que lo que le han hecho! ¡TEN LOS COJONES DE DECÍRMELO, LUIS! ¡Y MI HIJO! ¡SE HAN LLEVADO A MI HIJO, JODER!

Luis no respondió, miraba fijamente a Elisabeth, aquella poderosa cazarrecompensas que había sido destrozada por quien quiera que fuera el hijo de puta que había atacado el hogar, y sus ojos viraron hasta toparse con lo que quedaba de la cuna de René.

- Eres gilipollas – se limitó a contestar finalmente.

- ¿Qué?

- He dicho – con un poderoso movimiento, se liberó de la presa del Lecarde y le propinó en la cara un puñetazo que lo estampó contra el suelo - ¡QUE ERES GILIPOLLAS!

Simon y Erik, cada uno a un lado, miraban la escena impasibles, con la severidad impresa en sus rostros, mientras François se levantaba con dificultad.

- Pero… ¿¡Qué mierda estás diciendo!? – respondió, con la nariz sangrando a causa del golpe - ¿¡Me estás llamando gilipollas por querer vengar lo que han hecho a mi mujer y recuperar a mi hijo!?

- ¡Exactamente! – aunque sin gritar, el español mantenía su dureza – Antes me has dicho que la mire ¡Mírala tú, mejor! ¡Sabes quién era! ¿¡Verdad!? ¡Yo hasta he luchado contra ella en el pasado! ¡Y sé que tú, con tu nivel actual, no podrías ni tocar a quien la haya dejado así! ¡Harás mucho mejor quedándote aquí y cuidando sus heridas!

- ¿Sí? ¿¡Y cómo voy a hacerlo!? ¡La casa está destrozada! ¡No tengo nada con qué aten…!

Antes de que llegara siquiera a terminar, el español lo alcanzó de una zancada, lo agarró del cuello y, sin apretar la presa, lo levantó hasta ponerlo a su altura.

- ¡Escúchame bien, IDIOTA! ¿¡Te has despertado alguna vez herido y derrotado encontrándote sólo porque la persona a la que amas no está!? ¿¡Has necesitado alguna vez a alguien tan desesperadamente que no has podido evitar echarte a llorar!? ¡CONTESTA! – pegó su cara a la del Lecarde, hablándole entre dientes – Yo sí que he experimentado eso y no se lo deseo ni a mi peor enemigo, te lo aseguro.

Se miraron en silencio, François no hacía el menor amago de resistencia, pero no dejó de desafiar a Luis con la mirada aún cuando éste lo hubo dejado de nuevo en el suelo.

- Elisabeth despertará – añadió finalmente el español – y si vienes con nosotros, se verá sola, justo después de haber perdido a su hijo y sin saber qué ha sido de ti – su gesto era increíblemente severo, pero sus ojos ahora reflejaban una fuerte tristeza – Y te necesitará porque, poderosa o no, sigue siendo una humana que ha atravesado un evento traumático. Probablemente incluso ignore sus heridas y trate de seguir tu rastro – clavó sus ojos en los del Lecarde – Tu sitio no está con nosotros ¿¡Entiendes!? ¡Desde que dijiste el primer te quiero ya no vives sólo para ti! ¡Así que déjate de deberes y mierdas y dedícate a tu deber como marido! ¡Déjanos el trabajo sucio a nosotros, joder! ¡Estamos aquí para eso!

Dicho esto, se dirigió a Simon y Erik con un "vamos" y el trío se encaminó hacia la puerta bajo la mirada del francés. Justo en ese momento, un débil gemido de dolor hizo que los cuatro se dieran la vuelta.

- ¡Elisabeth!

François corrió a su lado, seguido de Luis y los Belmont, y sujetó su mano sin moverla.

- ¿Fran… çois? – la voz de la mujer era muy débil y, por su tono, parecía abrumada por el dolor – Cariño… estás aquí…

Esbozó una débil sonrisa mientras sentía las manos de su esposo cerrarse sobre la suya, y abrió los ojos para mirarlo.

- ¡Si! – respondió él, tratando de disimular su voz quebrada - ¡La batalla salió bien! ¡Vencimos y salimos vivos y con fuerzas!

- Vencisteis… - la tierna sonrisa que había mantenido hasta ese momento se transformó en una mueca de amargura y rabia – Yo… François… no pude… ¡Me superó!

- Está bien, Elisabeth – la interrumpió el Fernández – nosotros nos haremos cargo.

Pero la mujer no lo escuchaba, dolorosamente se inclinó hacia su marido y se ubicó hasta poder apoyar su frente en sus manos.

- No pude… hacer… ¡Nada! – sollozó – La vi llevarse a René… La… ¡La vi! Cuando me ganó… - Erik miró a su compañero y le hizo una seña con la cabeza, el tono de voz de la Kischine denotaba que empezaba a desvariar. Tal vez tenía fiebre – Era… ella… ¡Ella, Fran!

- Tranquila, cielo – nadie pudo verlo, pero la palabra "ella" cambió el rostro del Lecarde – todo estará bien, nos haremos cargo.

- Lo… ¡Lo siento! Nuestro niño… no pude… – Rompió en un amargo llanto - ¡Lo siento! ¡Lo…!

Elisabeth había caído en un bucle de llanto y disculpas, su voz estaba deformada y reafirmó la impresión de Luis y Erik de que estaba febril, quizá por alguna herida que había comenzado a infectarse.

- Suficiente – El español se adelantó y colocó junto a François, colocando su mano desnuda sobre la frente de Elise para realizar un conjuro somnífero que la acalló y durmió – Mi magia blanca es pésima – se dirigió a François – pero esto la dormirá y calmará su dolor durante unas horas, el resto depende de ti.

El francés no dijo palabra, sólo se quedó al lado de Elisabeth, mirándola en silencio.

- Luis, ya no podemos esperar más – lo llamó el pelirrojo – tenemos que irnos.

El aludido asintió y se dirigió de nuevo hacia la puerta, seguido de los hermanos; tuvieron que detenerse de nuevo, pero en esta ocasión fue François quien los llamó.

- ¿Qué pasa? ¿Sigues pensando en venir con nosotros? – espetó el español, harto de interrupciones.

- Iré – decidió Fran – pero cuando mis abuelas lleguen y me aseguren que Eli se recuperará, mientras tanto… – se adentró en lo que quedaba de la cocina y lo oyeron rebuscar, quejarse y maldecir un par de veces hasta que finalmente salió con una botella de cristal llena de un extraño líquido translúcido y anaranjado – Pensaba daros una de estas a cada uno, pero "ella" también ha atacado la cocina, y ésta es la única que queda.

Lanzó la botella a Simon, que la atrapó al vuelo y miró al trasluz con curiosidad.

- ¿Esto no es una…?

- Poción, exacto – completó el Lecarde – hemos quedado bastante tocados. A mí me curará mi abuela Loretta, pero vosotros no esperaréis a que llegue ¿me equivoco?

Los tres asintieron a la vez.

- ¿Con una bastará para los tres? – lo interrogó el menor de los Belmont sin apartar la vista del mejunje.

- No, pero ayudará.

Se miraron los unos a los otros, la única opción era dividirla en tres tercios, pero no restauraría todas sus fuerzas ni mucho menos curaría sus heridas. Erik aceptó sin problema, pero Luis, conociendo el estado de su compañero, se negó en rotundo.

- ¡Llevas dos días casi sin pegar ojo! – objetó - ¡Y has pillado hasta en el carné de identidad!

- Luis – El Belmont, que ya tenía la botella abierta, respondió irritado - ¡No estoy tan mal! ¡Y no soy yo quien tiene un garrazo de hombre lobo en plena espalda!

- Si hace falta bebeos mi parte – sugirió el menor – yo estoy fresco.

- ¡Tú pareces un arañadero de gatos, Simon!

- ¡BEBED UN TERCIO CADA UNO Y YA, JODER! – los interrumpió el Lecarde a voz en grito.

Se callaron al instante no por el grito de François, si no porque llevaba razón: Lo primordial ahora era ir a por René, y los detalles importaban poco, de modo que cada uno tomó un tercio del contenido y, mientras sentían que apenas comenzaba a hacer efecto la poción en sus cuerpos, se echaron a la carrera.

Simon y Luis, pese a su decisión, se mostraron rápidamente desorientados, pero Erik mantuvo su seguridad y desde el primer momento corría en una dirección concreta. Finalmente, su compañero se decidió a preguntar.

- Parece que sabes más que nosotros, así que dime ¿Cuál es nuestro destino?

- ¿Recuerdas tus indagaciones con el rastro mágico de los sietes? – preguntó el pelirrojo a modo de respuesta – no ibas precisamente desencaminado.

- ¿A qué te refieres? ¿Al punto en que convergían los rastros mágicos?

- Exacto – confirmó – Si De Rais ha seguido lo que él mismo dictó para ese libro – apretó los dientes – el muy hijo de puta se ha estado riendo de nosotros todo este tiempo desde NOTRE DAME.

- ¿¡Notre Dame!? ¿¡Estás seguro!? – preguntó su hermano.

- Entonces no me equivocaba… - masculló el español a su vez.

- ¡Os lo explicaré todo cuando lleguemos! – indicó Erik, tajante - ¡Tenemos que darnos prisa!

Asintieron y continuaron. Por sus ropajes y estado – tal y como anticiparon, la poción de François no hizo gran cosa con sus heridas – no podían dejarse ver, de modo que callejeaban para evitar a la muchedumbre, lo que suponía un gasto de tiempo extra.

Al pasar por al lado de una callejuela, una voz femenina los hizo detenerse con la pregunta "¿A dónde vais tan deprisa?" Erik fue el primero en frenar, y por poco se ve envuelto en un triple impacto con su hermano y Luis. En todo caso, los tres habían reconocido al instante aquella voz.

- C… ¿¡Claire!? – exclamó el pelirrojo, recuperando la estabilidad.

No se equivocaba, del mismo callejón del que había surgido la voz ahora emergía de entre la oscuridad la propia muchacha, ataviada con la misma ropa que vistió en la batalla del Louvre, aunque en bastante mejor estado.

- ¡Oh, me habéis reconocido! – sonrió mientras se acercaba al trío.

- Mira, Claire – Luis tomó la palabra, con la impaciencia marcada en su rostro – no quiero ser antipático, pero vamos con bastante prisa y no de buen humor…

- De caza ¿verdad? – preguntó ella, observándolos con detenimiento – Esas son ropas de combate…

- Es… - Erik suspiró – una larga historia, vamos a algo más importante que a cazar.

- Bueno ¿Tenéis tiempo para contármela a grandes rasgos, al menos? – solicitó la inglesa.

No perdían nada por ello, de modo que, tal y como ella había pedido, le explicaron lo sucedido añadiendo los detalles necesarios para hacer comprensible su actitud. No les llevó más de tres minutos, y cuando terminaron la muchacha los miraba pensativa, apoyada en la pared.

- Voy con vosotros – decidió tras unos segundos de reflexión.

Esperaba algún tipo de reacción adversa, un "¿¡Qué!?" por parte del impaciente Luis o algo por estilo, pero la reacción del trío le sorprendió.

- Por mí, vale – respondió Simon.

- Ninguna objeción – añadió el pelirrojo.

- Nos vendrá bien alguien con tu poder – dijo por su parte Luis – siempre que nos ayudes, por supuesto.

- A eso voy – respondió ella – de hecho, voy a empezar con ello ahora mismo - Sin mediar palabra, puso su mano derecha sobre el tórax de Luis y, acto seguido, en el de Simon – Estáis tocados ¿Eh? – sonrió – creo que puedo solucionar eso.

Les hizo colocarse el uno al lado del otro y puso cada mano sobre sus respectivos torsos, realizando un hechizo sanador con el que, esta vez sí, sintieron recuperar sus fuerzas y cesar el dolor de sus heridas.

- No puedo hacer mucho – admitió mientras se separaba de ellos – pero con esto debería bastar. Ahora – se dirigió hacia Erik, con quien cruzó una mirada cargada de complicidad – te toca a ti.

Al contrario que con los otros dos, gastó en el pelirrojo un total de diez segundos, tras lo que retiró la mano y lo miró, asustada.

- Pero… ¿¡Qué te ha pasado!? – preguntó alarmada - ¡Estás mucho peor que ellos!

- Esa historia es mucho más larga que la otra – resolvió el Belmont - ¿Puedes hacer algo conmigo?

- Algo, pero no mucho – respondió mientras usaba ambas manos para sanarlo a él también – los milagros no son lo mío.

Igual que con la comprobación, tardó sus buenos segundos en terminar con él antes de partir; durante el camino, el pelirrojo se hizo cargo de explicarle también su destino y cómo lo había averiguado.

- Vi lo de los niños en los periódicos – comentó ella una vez terminado el relato – Hacía tiempo que no sentía tanta rabia.

- Y si no es mucho preguntar – la interrumpió el español - ¿Por qué te nos has unido en esto? No tienes ninguna relación con los Lecarde ¿no?

- Os acabo de decir por qué lo hago – contestó Claire – Yo también quiero vengar a esos niños ¡Y me parece despreciable lo que han hecho con el hijo de vuestro amigo!

Erik sonrió ante estas palabras, mientras que Simon y Luis guardaban silencio.

Tras unos diez minutos de carrera la atmósfera cambió, la malignidad que se había hecho presa del ambiente a lo largo del día ahora parecía amenazar con aplastarlos a los cuatro.

- ¡Ya estamos cerca! – Indicó la joven, acelerando el ritmo de su carrera junto a los hermanos Belmont y Luis.

Y en efecto así era, apenas dos minutos después la última de las callejuelas se abría y sólo un puente de piedra los separaba de la Île de la cité y, con ella, de Notre Dame; lo cruzaron, y Simon fue el primero en observar que la habitual iluminación del monumento no estaba encendida aquella noche, como si el anfitrión quisiera darles la bienvenida con un festival de oscuridad en plena ciudad de la luz.

Ya caminando, avanzaron hasta situarse frente a la puerta central de entre las tres que daban acceso a la construcción, y un decidido Luis avanzó hasta ella, encontrándosela abierta.

- Acabas de poner una alfombra roja a los pies de tu verdugo, gilipollas.