¿Acaso es todo lo que quieres decirme?
—¿Georges ha podido averiguar algo más? —preguntó ansiosa tan pronto como salió de su despacho. El secretario hacía rato que había salido, pero Albert quedó revisando toda la información por si se les había pasado algo por alto.
Él le sonrió, colocando las manos sobre sus hombros para intentar calmarla. Las noticias de los disturbios raciales, un par de años antes, habían sido devastadoras en el sur de la ciudad. Candy permaneció aterrorizada pensando en Slim, pero ya entonces no pudieron dar con él. Albert se encontraba de viaje en Brasil y Georges se quedó a cargo de la coordinación entre delegaciones, manteniéndolo al corriente con telegramas.
El verano rojo conmocionó, no solo a la ciudad sino al resto de los estados. Chicago había sido una de las pocas ciudades donde no se imponía la segregación racial en la mayoría de los espacios públicos. De hecho, era considerada un ejemplo de convivencia equitativa y respetuosa... Por ello, también era un reclamo para aquellas familias que debían huir de los acomplejados fanáticos xenófobos del ku klux klan de los estados del sur.
No fue hasta que Candy regresó a los Estados Unidos que empezó a darse cuenta de esos prejuicios sociales. Para ella era algo sin sentido, ¿qué importaba el color o la procedencia de las personas? Lo importante era lo que estas albergaran en su corazón, sus acciones con aquellos que los rodeaban. Eso era lo que realmente marcaba la diferencia entre las personas para Candy.
La precaria situación social que había dejado la guerra en el lejano continente, los continuaban afectando como un eco de los horrores pasados, prueba palpable de la interconexión entre las personas de la que demasiados se empeñaban en concebirlos como ajenos.
Cuando Albert regresó del Brasil, Georges removió mar y tierra para encontrar a su antiguo compañero de infancia, tratando, al menos, de descartar que su familia estuviera entre los muertos. Los enfrentamientos seguían sucediendo aunque con menor intensidad. Se había culpado a los veteranos de la 1ª G.M. que habían quedado desubicados tras su regreso.
En realidad, la situación era mucho más compleja. Una parte de la sociedad luchaba por mantenerse a flote, mientras la otra parecía vivir en una realidad completamente diferente. Y entre las capas bajas se culpaban unos a otros, buscando entre ellos absurdas diferencias basadas en sus orígenes o color, sin percatarse que tan solo eran meros peones del tablero de ajedrez de aquellos que se beneficiaban de la situación.
—Tranquilízate Candy. Georges sigue sin hallar a nadie el apellido Makokha ni que coincida con la descripción de lo que recuerdas de ellos —Candy se abrazó fuertemente a su pecho y dejó que toda la tensión contenida saliera, llorando, cobijada entre sus brazos—. Además, estoy convencido de que lo que pasó ayer en la manufactura solo fue un incidente aislado. Creo que es muy probable que abandonaran la ciudad, incluso antes de los disturbios. Ese apellido no es demasiado común y he enviado un telegrama a mi cuñado Vincent, por si nos puede echar una mano con los registros navales... Tengo una corazonada.
—¿Una corazonada? —empezó a sonreír esperanzada mientras levantaba el rostro para buscar el de su amado. Él siempre lograba sosegarla con aquella mirada que tanto adoraba.
—Sí. Es evidente que no se establecieron, ni aquí ni en los alrededores. Como te dije, su apellido es peculiar, aunque ya lo había escuchado antes, en mis viajes... Eso me hace pensar en que no son gente que se conforma en asentarse en un lugar. Y menos cuando las circunstancias se tornan tan crudas... —Albert no le explicó más pero logró tranquilizarla.
No solía pensar en el muchacho porque ser adoptado a su edad había sido el sueño de cualquiera de los niños del orfanato. Siempre imaginó que había logrado ser feliz, con unos padres que, aunque humildes, lo adoptaron como un hijo de verdad.
Lo único que sabía de ellos era que se dedicaban a la forja y que Slim tuvo que aprender el oficio para ayudarlos. La hermana y la Srta. Pony siempre les leían las cartas de los niños que les seguían escribiendo y Slim parecía ilusionado con su nueva vida.
Pocos años antes de que los Lagan vinieran a buscarla, dejaron de recibir cartas. Luego, pasaron tantas cosas en su propia vida que casi lo había olvidado... Con los años, el contacto con sus antiguos compañeros de infancia se iba perdiendo. Candy supuso que, igual que ella, todos iban buscando su propio camino y el distanciamiento se hacía inevitable.
—Es que esta ciudad parece cada día más inmersa en una intensa locura... —Candy volvió a abrazarse a él—. O quizás era yo que no me daba cuenta...
—No, tienes razón. Georges también tiene esa misma sensación —corroboró Albert, ocultando su propia preocupación.
Su nuevo hogar ya estaba acondicionado en la zona norte de Chicago, así que los disturbios les afectaban de una forma bastante indirecta, pero eso no impedía que tomaran conciencia estos.
Tanto Candy como Albert se consideraban, a pesar de todas sus tragedias, muy afortunados. Más que menos siempre se habían encontrado con buenas personas que les habían tendido una mano cuando más lo necesitaron, pero sabían que no siempre era así y se preocupaban ante la posibilidad que algo pudiera pasar a cualquiera de esas personas.
Flammy Hamilton, el capitán Nelson, Cookie, Sussie y sus hermanos, el jubilado señor Withman y otros tantos regresaban siempre a la mente de Candy, preguntándose qué seria de ellos en aquellos mismos momentos...
Albert aún conservaba algunas lagunas en sus recuerdos que, a veces, se rellenaban con el impacto de eventos similares. En los diarios de São Paulo, las imágenes de un Chicago en llamas, lleno de columnas de ennegrecido humo que se elevaban hasta el cielo, como si fueran debidas a una furia divina, le hicieron rememorar más detalladamente el momento en que tomó la decisión de regresarse de Kenia.
Cada cierto tiempo, el equipo médico con el que trabajaba, instalado cerca del lago Naivasha, debía aprovisionarse en Nairobi. Desde allí también les llegaban las noticias más importantes del resto del mundo y la correspondencia.
Él había partido de Londres creyendo que todo permanecería en orden durante el año sabático que había decidido tomarse... ¡Qué equivocado estaba!
Primero fue la noticia, enviada por Georges, de la inesperada huida de Candy del internado. Su primer impulso fue regresar. Pero el buen hombre le aseguró que tía Elroy había sido informada y un equipo estaba tras la pista de la muchacha.
Aunque las calumnias de los Lagan y la muerte de Anthony habían hecho mella en la opinión que guardaba respecto a Candy, la tía jamás dejaría de procurar limpiar cualquier mancha en el apellido Ardlay.
Albert decidió quedarse el resto del año tal como había sido su intención, no sin antes demandar ser informado de cualquier nueva sobre el estado de Candy. Un mes más tarde supo que había regresado al Hogar de Pony y aquello le aportó la paz que no sabía perdida hasta entonces.
Aquel país lo tenía fascinado con la magnificencia de su fauna, los contrastes en el paisaje y su luz. Con sus gentes, que pese a la poca concentración en grandes extensiones de terreno, se entremezclaban, provenientes de los orígenes y las culturas más diversas. Los pastores nómadas de remarcable carácter optimista, con sus danzas y espíritu de superación, habían conquistado por completo su corazón. Entre ellos la familia de Kairu Makokha, un avispado niño de 10 años, al que trató de fiebre amarilla y que el pequeño sobrellevó como una fuerte gripe. Él tuvo la buena fortuna de no sufrirla, ya que en su caso probablemente hubiera resultado mortal.
De no ser por el estallido de la guerra en Europa, quizá, hubiera deseado prolongar su estancia y llegar a conocer un poco mejor a aquella joven y hermosa enfermera que mencionara en la carta para Candy.
Pero tal y como pasaría en São Paulo, los diarios llenaron sus portadas con el nefasto cataclismo. Con la creación de carros de combate, el uso indiscriminado de gas venenoso y la participación de Reino Unido en el Entente supo que debía dejar de lado su propio egoísmo y pensar en la familia que aún permanecía en Londres.
Ahora, de nuevo, esos hilos invisibles de los que siempre le hablaba Candy volvían a su mente con el recuerdo de aquellas gentes que conociera tanto tiempo atrás. Pudiera ser que la familia adoptiva de Slim hubiera decidido regresar a su país de origen. Una posibilidad entre un millón, tal vez, pero una posibilidad al fin y al cabo. Y si Candy se lo pedía, estaba dispuesto a remover cielo e infierno por tal de hacerla feliz.
Continuará...
