Capítulo 66: Treinta de Mayo
Era temprano y el santuario comenzaba a desperezarse aquella mañana del treinta de mayo. El sol asomaba tímidamente entre las nubes, acariciando con los primeros rayos del día las perezosas tierras de la diosa. A lo lejos, las golondrinas trinaban con la fuerza que les infundía la primavera y, a pesar de la lejanía del templo papal, la quietud de la mañana permitía escuchar incluso el romper de las olas en la costa.
Shion no era un hombre que gustase de dormir hasta tarde, quizá era cosa de la edad —aunque tampoco podía permitírselo—; además, a últimas fechas, sentía tanta inquietud e incertidumbre, que conciliar un sueño placentero y relajado era prácticamente imposible.
Era un hombre de costumbres y no gustaba demasiado cambiar su rutina. Lo habitual era que se pusiera al tanto de los quehaceres del día antes incluso de desayunar, por lo que Arles, muy amablemente, se ocupaba de colocar la bandeja con su desayuno en medio de la montaña de documentos que inundaban la mesa.
Aquel día, tampoco había sido una excepción y había madrugado. Aunque decir que no había dormido únicamente por la situación de incertidumbre que atravesaban, no era del todo cierto.
Hacía veintinueve años, unas largas e interminables horas de parto, culminaron en el nacimiento de dos bebés prematuros, extremadamente frágiles y sumamente especiales. Nada de lo que había sucedido en aquel entonces había sido fácil de asumir, o de superar incluso. Pues aunque los dos niños habían traído consigo felicidad y los buenos presagios de una nueva era, su madre no había tenido la fortuna de vivir un día más para verlos y abrazarlos contra su pecho.
Shion recordaba aquel día como si hubiera sido ayer. La felicidad que sintió al saber que los pequeños estarían bien, solo se pudo comparar al dolor que provocó la partida de aquella joven tan especial que les había traído al mundo a costa de su propia vida. Ella pudo verles, sostenerlos en brazos unos momentos, y besar sus cabecitas. Saga y Kanon les llamó. Pero apenas unas horas después, su mirada esmeralda se apagó para siempre.
Y desde entonces, los dos bebés se habían convertido en su responsabilidad y prioridad más absoluta hasta que los que habían de seguirles llegaran. Bueno, responsabilidad suya y de Arles, por supuesto. Saga y Kanon no eran los primeros niños que Shion acunaba entre sus brazos, ni mucho menos —a pesar de que habían resultado ser muy diferentes para él a todos los que los precedieron—, aunque su santo de Altair no podía decir lo mismo.
Aún recordaba la cara de pánico y emoción a partes iguales en el momento en que Eudora colocó a Kanon en brazos de Arles. Fue en aquel momento, breve como un pestañeo, en que el mayor se dio cuenta de lo mucho que les había cambiado la vida en un instante y de lo importantes que eran aquel par de vidas. Frágiles, minúsculos y demandantes de atención. Y, porqué no decirlo, de amor.
El Santuario, tan especial y duro como era con sus costumbres espartanas, no les arrebató aquello.
El lemuriano sonrió. Habían tenido una nodriza amorosa, toda una legión de niñeras atentas y dedicadas, y a ellos mismos. Dentro de la anormalidad que suponía su existencia, se habían esforzado porque aquellos cinco años fueran tan maravillosos como fuera posible. Les habían acunado y arropado mientras tarareaban una nana al dormir. Les habían dado biberones, y habían recorrido el templo vigilando su gateo inquieto, y sus pasos titubeantes tomados de sus manos. Habían aprendido a hablar en medio de aquel lugar, y el gorgoteo de su risa infantil había insuflado vida hasta el último rincón del palacio.
Sus ocurrencias, sus gritos y sus juegos… Las miradas que los dos niños les dirigían a ambos, llenas de fascinación, ensoñación y amor.
Shion pensaba que —y le gustaba creerlo también— los gemelos habían sido extremadamente felices aquellos primeros años de su vida. Y al menos, encontraba algo de consuelo recordándolo… por mucho que le desgarrase el alma pensar en todo lo que siguió. Era incapaz de recordar el día que se los entregó a Zarek sin que un nudo se atorase en su garganta, porque le había confiado lo más valioso que su corazón tenía en la vida. Pero el turco no cumplió tal y como él hubiera deseado, y después…
Suspiró. ¡Qué lejos quedaba ya todo aquello!
Abrió la puerta del despacho perdido en sus recuerdos, y cuando entró se sorprendió de que la puerta de la terraza estuviera abierta. Siempre la dejaban cerrada, más aún con aquel clima tan cambiante con el que Apolo les castigaba desde la lejanía. Lo que menos necesitaban era que todos aquellos valiosos documentos salieran volando…
Así que se acercó, dispuesto a cerrar, pero entonces se percató de algo importante, y permaneció quieto en el sitio. El aire fresco de la mañana agitaba las cortinas con suavidad y los mechones de su flequillo revolotearon sobre sus ojos. Ladeó el rostro, y una sonrisa dulce se dibujó en sus labios ante la escena que contemplaban.
Había cosas que no cambiaban, después de todo.
Hacía mucho tiempo que su pequeño peliazul no se escabullía hasta allí en mitad de la noche. Pero ahí estaba Saga, acurrucado en el kliné, junto al pebetero encendido y un maltrecho —por no decir decrépito— libro en las manos, que parecía a punto de deshacerse entre sus dedos. En algún momento se había tapado con una manta, pero esta había resbalado y yacía en el suelo, sin ninguna utilidad. El libro reposaba contra su pecho, y el suave vaivén del mismo, delataba que el peliazul dormitaba.
Shion recortó la distancia que les separaba, y recogió la manta en silencio. Después, ojeó el título del libro y su ceño se arrugó. Ares. Ese fantasma nunca dejaría de atormentar sus sueños. Tragó saliva y decidió ignorarlo. Estiró la mano y, con toda su habilidad lemuriana, se lo quitó de las manos.
Sin embargo, cuando creyó haber ganado esa partida, dos esmeraldas lo miraron a través de las largas pestañas. Shion agrandó la sonrisa.
—No eres tan discreto —musitó el peliazul, revolviéndose y sobándose los brazos en busca de algo de calor.
—Hazme un hueco ahí, anda —pidió, mientras lo tapaba con la manta.
Saga se hizo a un lado, apartó las piernas, y se irguió. Después se sobó los ojos en un gesto que a Shion le removió el corazón. Era tan igual que entonces...
—¿Qué haces aquí afuera? —Tomó una de sus manos y la frotó—. Espero que no te hayas resfriado…
—Vine hace un rato. —Era una respuesta ambigua, un rato podía comprender desde medianoche, hasta hacía media hora—. No puedo fumar dentro. —Shion alzó los lunares y sus ojos volaron fugazmente al acusador cenicero.
—Deberías dejar de fumar. —Debía hacerlo sí, aunque el peliverde debía admitir que le servía para valorar el estado nervioso de su Santo de Géminis. Era un excelente indicativo de su inquietud.
—Lo sé… —Y era cierto. Tenía intención de hacerlo en algún momento porque, además, a Deltha no le gustaba nada el sabor a cenicero.
Shion no dijo nada más, se limitó a mirarle con un gesto que Saga no supo descifrar con exactitud. Pero lucía diferente, sus ojos transmitían una ternura distinta. Y antes de que pudiera verlo venir, el lemuriano rodeó sus hombros con un brazo y lo atrajo hacia sí. Besó su pelo, y permaneció en esa postura unos segundos más, embriagándose del aroma de aquella melena que había peinado tantas veces.
—Feliz cumpleaños, hijo. —Para sorpresa de ambos, Saga tampoco se movió.
—¿Te estás poniendo sentimental, padre? —musitó, sin saber que sonreía.
—A veces pasa cuando uno se hace viejo. Imagino que con tu edad ya sabes de qué hablo… Veintinueve.
—Me hago una idea… más o menos. —Dejó escapar una pequeña risa que fue oro para los oídos del lemuriano y el peliverde se encontró sonriendo de vuelta—. Aunque… ¿No podías haber solicitado una resurrección luciendo al menos algo mayor que yo? —Shion rompió a reír.
—Sería más respetable, seguramente.
—Sin duda… —El lemuriano le revolvió el pelo con travesura, y Saga rápidamente se quejó—. ¡Eh! ¡Para! ¡Para!
—¿Por dónde entraste esta vez?
—Si te consuela, no entré por la ventana. —Porque esa era la vía de acceso cuando niño: trepaba el viejo árbol del jardín que conducía hasta la ventana, y para un crío, entrar era pan comido—. Ahora utilizo métodos más cómodos y convencionales. —Le guiñó el ojo.
—Ya veo… —sonrió—. ¿Cómo estás…?
Saga volvió la vista al frente, se perdió unos instantes en el crepitar hipnotizante del pebetero y, después, pasó fugazmente por el libro. Se humedeció los labios, viéndose descubierto en su labor de investigación. Y, finalmente, se encogió de hombros. ¿Cómo estaba…? Era difícil de explicar.
—Bien, supongo —murmuró—. Hoy es un día como otro cualquiera… —salvo que no lo era.
—Sé que hace mucho que este día no es feliz para tí… —El peliazul, se encogió de hombros una vez más.
—Han pasado muchos años desde la última vez que este día tuvo algo que celebrar, la verdad.
—La vida, hay que celebrar la vida, hijo. —Saga lo miró fugazmente—. Y lo mucho que esta ha cambiado.
—Supongo que sí…
—A mi me parece un día muy bonito, hace exactamente el mismo clima que entonces.
—Nunca hablaste mucho de ello.
—Lo sé… —negó con el rostro—. No es fácil, pero no es culpa vuestra. Al contrario… Sin vosotros dos, este día hubiera sido una verdadera tragedia, hijo. Trajisteis luz a este templo.
—Y sombra.
—No… la sombra nos alcanzó, es diferente. Además, hicisteis muy felices a dos viejos.
—¡No era viejo en aquel entonces!
La voz de Arles les obligó a girar el rostro en su dirección.
—Apenas era algo mayor que él ahora —aclaró. Dejó la bandeja en la mesa, y se acomodó frente a ellos.
—Pues eso, Arles, viejo. —Se lamentó el gemelo.
—¡Qué sabrás tú de vejez! —el castaño rodó los ojos, pero sonrió igualmente—. Traje chocolate con canela y tostadas para el cumpleañero. —Sin embargo, un detalle no había pasado inadvertido para el chico: un frasco de Nutella con una cuchara.
—¿Me consientes? —preguntó, sonriendo con travesura y mirando de la crema al santo de Altair. Después, se llevó la cucharilla llena de chocolate a la boca.
—Es mi única esperanza de que comas algo decente a lo largo del día…
Saga rió suavemente y, tras un momento, tomó la taza entre las manos, agradeciendo el calor. Vio de uno a otro en silencio. Ojalá encontrase el modo de decirles lo mucho que significaba para él tenerles con vida y a su lado una vez más. Ojalá pudiera volver atrás… Bajó la mirada y dio un minúsculo bocado a la tostada.
—Gracias —dijo de pronto.
Los otros dos, lo miraron con interés, aunque en realidad, nunca habían dejado de mirarlo de soslayo. No recordaban cuándo había sido el último cumpleaños en que habían estado juntos de esa forma.
—Fuisteis unos padres maravillosos.
-X-
Desde que había parado de llover, días atrás, la incondicional compañía del barro —que había durado meses—, había dejado lugar al molesto polvo que se levantaba por todas partes. Más aún cuando los santos y amazonas entrenaban, y la fuerza del cosmos, así como la velocidad de sus movimientos, terminaba ocasionando una pequeña tormenta de arena que cubría todo y a todos.
Eso, para Naia, no era necesariamente malo.
Al equipo Troya les había tomado un par de días tomarse la medida y acostumbrarse a la compañía de los demás en batalla. Habían pasado del caos y la cautela, a moverse libremente y con más soltura en muy poco tiempo. La verdad era que hacía muchísimo tiempo que la amazona de Caelum no recordaba haber entrenado así de intensamente.
Tanto, que sus propias técnicas parecían haber estado oxidadas en las profundidades de su cosmos.
—¡Joder! —escuchó el gruñido de Asterión seguido de un ataque de tos seca, y Naia no pudo sino sonreír, en parte orgullosa.
—Aún suponiendo que no supiéramos dónde estás, Asterión, maldecir y toser es una pésima forma de ocultar tu posición. —Naia aún no podía verle con nitidez, aunque distinguía su silueta, pero la voz de Saga tronó algo más allá con firmeza—. ¿De qué sirve que ella ejecute la Niebla de Estrellas perfecta si tú delatas tu posición?
—¡Perdón! —exclamó mortificado el de Perros de Caza. Saga le seguía intimidando tanto como el primer día, y todos, incluido el geminiano, encontraban aquello francamente divertido.
—El polvo, o la arena, son fantásticos para esa técnica. La espesa: la hace más opaca, y por tanto os protege mejor a ambos, no solo a tí.
Tras su máscara, Naia se encontró sonriendo. Agradeció a los dioses por la protección que le daba el trozo de metal en un entrenamiento incómodo como aquel, pero lo cierto era, que aquella alabanza a su técnica, la había halagado enormemente.
La Niebla de Estrellas era una técnica de camuflaje que había desarrollado poco antes de su combate de sucesión. En aquellos tiempos, Saga lograba sacar tiempo de su recién estrenada y apretada agenda como Santo de Géminis, para entrenar con ella y ayudarla a afrontar el gran día.
Fueron tiempos difíciles, porque sabía que su combate —y por ende, su destino—, la conducía más rápido de lo que la hubiera gustado al inevitable momento de la muerte de Axelle. Había sufrido lo indecible aquellos días, anticipando el momento en su mente adolescente una y otra vez. ¡Dioses! Había sido incapaz de ver a Deltha sin que sus ojos se empañasen en lágrimas en aquel entonces, consciente de que sería su mano la que le privaría a ella también de su maestra, hermana y amiga.
Había tenido que afrontar sus miedos y sus inseguridades como todos los demás, no era diferente. Pero al final, la relación que Deltha y Naia tenían con Axelle, se asemejaba muchísimo a la que Aioros mantenía con Orestes. Antes que nada, habían sido familia y se habían amado como tal: con locura.
Pero el arquero había estado ocupado con Deltha, en aquellos tiempos, tratando de ayudarla y consolarla en el camino que se le presentaba a ella también, como para ocuparse también de Naia.
Los gemelos, sin embargo, no se habían separado de ella un ápice. Cada uno por separado, pero de alguna forma, Saga y Kanon habían logrado ayudarla en aquellos tiempos: cada uno a su manera, pero ninguno se había alejado a pesar del peligroso abismo que crecía más y más entre los dos.
Se hubiera atrevido a decir que aquellos ratos, suponían para Saga un soplo de aire fresco en medio de su maremagnum de preocupaciones. Le gustaba pensar que había sido así. Y con el cerebrito que siempre había sido él, encontró un hobbie excelente en el estudio de sus habilidades.
Naia, como Caelum y ariana que era, tenía unas cualidades similares a las de Mu o Shion. Obviamente a un nivel bastante inferior, pero las bases y el funcionamiento de su cosmos era el mismo. Era heredera de la constelación del Cincel —Caelum—, y por tanto una de las tres elegidas para la imprescindible labor de la reparación de armaduras. Disponía de habilidades de ataque, pero era especialmente útil en defensa.
Y fue así, sabiendo eso, que una tarde lejana en la playa, la Niebla de Estrellas nació. Tenía una mínima habilidad de telequinesis, podía mover objetos pequeños y ligeros: grava, arena, ramas… y el manejo del polvo de estrellas era tan natural para ella como para cualquier otro lo era el cosmos. Probaron una y otra vez, y Saga no dejó que aquella tarde se fuera, hasta que Naia fuese capaz de generar una nube de polvo y cosmos lo suficientemente densa y rápida como para ocultarla momentáneamente mientras se movía o se preparaba para lanzar el siguiente ataque.
La expresión orgullosa del peliazul aquel día no podría olvidarla.
Escucharlo en el presente hablar de esa técnica, y definiéndola como perfecta, la halagaba enormemente. Sabía que, tal y como eran las cosas entre los dos, no era una alabanza gratuita. Saga no bromeaba con esas cosas.
—¡Pero estoy de acuerdo en que tanto polvo es una mierda! —la voz de Milo se les unió, algo más allá, cuando sus siluetas comenzaron a ser visibles.
—¿Troya es muy desértica? —preguntó Argol, con genuino interés.
—No tanto como la imagen popular que todos tenemos en la cabeza —explicó Shion—. Tampoco es, o era, un vergel. Las olas rompían a unos cientos de metros de las murallas. Ahora la línea del mar ha retrocedido, y las tierras que separan la antigua ciudad del mar, se han dedicado a pastos y cultivos. —Otro par de toses interrumpió—. Bebed algo de agua. Lo que os resulta incómodo ahora, resultará un aliado inesperado. —Shion volteó hacia ella—. Me alegra saber que no has olvidado esta técnica.
—Gracias… Hacía mucho tiempo que no la utilizaba. —Unos quince años, aproximadamente.
—Visto así… —Asterión suspiró, algo más animado. Estaba dispuesto a ver el lado positivo de las cosas. ¿Qué otra opción tenía cuando se movía entre gigantes que no parecían intimidarse por nada?
—Vamos chicos, ha estado bien —continuó el Maestro—. Hemos terminado por hoy.
—Gracias a los dioses… porque necesito una ducha. —Se quejó Aioria. Si las habilidades de Naia resultaban molestas para los chicos de plata, el cosmos dorado era una tortura en esas circunstancias. Estaba seguro de que tenía polvo incrustado en lugares que preferiría no mencionar.
—Apestas, Gata Gorda.
—Cierra el pico. —Incrustó el codo en las costillas de Milo—. ¡Es culpa de Roshi! ¡Es como un huracán corriendo por todos lados, joder! —La risilla traviesa del chino llegó a sus oídos sacándoles una sonrisa.
—De todos modos, Aioria tiene razón. —Suspiró Aioros—. Una ducha es el panorama más agradable que se me ocurre ahora mismo.
Eso, y que tenían planes. ¡Planes importantes! Fuera como fuera, necesitaban irse de allí rápidamente.
—¡Andando! —exclamó el Escorpión—. ¡Saga! —El mayor lo buscó con la mirada—. Si no apareces en Escorpio a la hora establecida, iré y te llevaré a rastras de los pelos.
—Oh… —atinó a decir. La sonrisa del rostro del menor, no daba lugar a otra réplica—. Ahí estaré, no te preocupes.
—¡Uno no se hace viejo todos los días! —De pronto, cuando escuchó a Shura mientras se alejaban, Argol abrió los ojos de par en par, ¡lo había olvidado! ¡¿Cómo podía haber sido tan torpe?! ¡Intentando demostrarle que le admiraba, que era valioso para él y lo olvidaba!
—¡Felicidades Saga! —exclamó—. No se me había olvidado…
—Gracias… —respondió, casi con una sonrisa. Después, palmeó el hombro del chico, dispuesto a desaparecer en un pestañeo.
Sin embargo, antes de que pudiera hacerlo, un cosmos tan conocido como inesperado resonó en su cabeza, paralizando sus intenciones.
—"¿Saga? ¿Tienes un momento?"
Naia. Inconscientemente, sus ojos la buscaron y, aunque no dijo nada de primeras, asintió titubeante. Aquello no estaba entre sus planes.
-X-
Se habían quedado solos en el claro. Naia, Saga y el pesado silencio que les rodeaba, por supuesto. El peliazul se sintió terriblemente inquieto, y algo dentro de él dolía al saberse a solas con ella por primera vez en… ¿meses? ¿Años? ¿Siglos? Dioses… parecía una vida. Tomó aire, y tragó saliva. Se sentó en una vieja roca desgastada, y trató de calmarse. Aunque no tenía la menor idea de si su inquietud era obvia para ella.
—Tú dirás… —musitó, viéndola de frente. Sus ojos violetas le miraban de vuelta.
Se veían tan inseguros como se sentía él y, por un momento, deseó no haber accedido a quedarse. Tal y como si Naia adivinara sus pensamientos, se apresuró a hablar.
Ella no se sentía diferente.
—Quería… —su voz sonó menos firme de lo que le hubiera gustado. Carraspeó, tomando asiento junto a él—. Creo que nos debemos una conversación.
—Te escucho.
¿Por dónde iba a empezar? Ni siquiera lo sabía. Había hablado de ello con Aioros, pero tener a Saga delante era muy diferente.
—En primer lugar… quería agradecerte que me escogieras para esta misión. —Saga la vio de soslayo: de todas las cosas esperadas, esa era la más última—. No tenías porqué hacerlo y seguramente había otras opciones que… —se encogió de hombros—. Que te hicieran sentir menos incómodo. Aioros me dijo que habías sido tú quien me había sugerido.
—Es mi trabajo, Naia… —se sopló el flequillo.
—Lo sé… pero aún así. Siempre has apoyado mi parte amazona de modo incondicional.
Aunque esa era una verdad a medias: siempre la había apoyado en todo. Su voz, normalmente alegre y cantarina, sonaba apagada y triste, traicionando su sentir.
—Francamente, estoy asustada con esta misión.
—Lo preocupante sería que no lo estuvieras. —Saga no entendía nada. Resopló con nerviosismo. No habían hablado en meses. Tener una conversación profesional, precisamente aquel día, era tan extraño que…
—No es por mí. —Una sonrisa triste y fugaz se dibujó en los labios de ella y, entonces, él la miró de soslayo—. Sé cuál es la magnitud de esta misión, sé las implicaciones que conlleva. Sé que Aioros y tú os vais a colocar en una situación que… —su voz se apagó—. En el mejor de los casos, vais a pasarlo mal, a sufrir, y… —negó con el rostro—. ¿Saga…?
—No sé qué decirte… —la interrumpió, inquieto e impaciente.
—No tienes que decir nada. Solo… —tomó una gran bocanada de aire, y alzó los ojos al cielo—. No va a ser un suicidio. —Se autoconvenció. Después, se atrevió a acariciar su mano fugazmente, a estrecharla, aún a riesgo de ser vilmente rechazada. El santo se encogió ante el contacto, pero sorprendiendo a ambos, no se retiró. Algo dentro de Saga se aceleró—. Vas a cuidarte, ¿verdad?
—Sabes que sí… —murmuró. Aunque lo hizo como un autómata.
Al escucharla, su mente había volado a otro lado de la conversación. No estaba pensando en el sentido estricto de lo que implicaba cuidarse. Sino de lo que implicaba no hacerlo. Se hallaba en ese punto de su vida de nuevo, y… suspiró, y se revolvió el pelo con nerviosismo.
—No quiero ir a Troya así… no tal y como estamos. No quiero irme, pensando que lo último que hablamos fue esa conversación de mierda en Géminis, suponiendo que eso cuente siquiera como una conversación. Hemos sido… eres… ¡Dioses! Saga…
—Tranquila… —tragó saliva—. Está… —alzó los hombros confuso, triste, nervioso.
—No digas que olvidado, porque ambos sabemos que no es cierto. Quedan muchas heridas por cicatrizar…
Unos segundos de silencio siguieron a esa verdad. Naia no dejó un solo instante de buscar las palabras adecuadas para decir todo lo que necesitaba, pero aunque en su mente todo tenía sentido y parecía simple, darle voz a sus emociones era mucho más difícil. Especialmente con él ahí, con su coraza a medio poner: tratando de lucir indiferente, pero a la vez, viéndose herido y temeroso.
—Escucha… —se armó de valor y estrechó su mano aún con más fuerza—. Hice las cosas mal, terriblemente mal. Me dejé llevar por el momento, y no tomé las riendas de la situación. No tuve la valentía de, al menos, haber tenido aquella conversación a solas contigo, como debería haber sido. No tuve el valor para ser yo quien hablase por sí misma y dejé que Aioros lo hiciera por mí. Te merecías haber tenido la oportunidad de explicarte, de pasar por ello en intimidad… —negó con el rostro—. Te acorralamos en tu propia casa, y… no te lo merecías. Ni eso, ni pasar por la crucifixión pública posterior, ni que Shion… —suspiró. ¡Eran tantas cosas!—. Convertimos una tragedia personal en un espectáculo que no fue justo.
Saga guardó silencio. ¿Qué podía decir? Naia no mentía, y estaba de acuerdo en todo lo que decía. Aunque a su gusto, aún quedaban muchas cosas —y algunas muy importantes—, que merecían una disculpa y una aclaración. Nervioso, mordisqueó uno de sus dedos de la mano libre. Siseó, cuando el ansia le hizo sangre. No le quitaba valor a lo que Naia estaba haciendo. Era un primer paso, eso desde luego, pero…
¡Joder! ¡Necesitaba abrazar a Deltha! Ella era la única capaz de aplacar sus nervios.
—Te parecerá estúpido… y es lógico que no lo entiendas, porque incluso a mí me cuesta, pero aún no estoy en paz conmigo misma, ni con mis sentimientos, ni con lo que ocurrió, ni con el motivo por el que ocurrió. Aún necesito entender qué me pasó, Saga. —Agachó la cabeza, sin soltar la mano del santo—. Solo sé que la primera persona que falló, fui yo. Y no porque te fallase a tí, que también. Sino porque me fallé a mí misma estrepitosamente. Eras todo lo que quería. Y cuando conseguí tenerte, dejé que todos los fantasmas que no sabía que me rondaban, hablasen en mis oídos… ¡Me avergüenzo tanto de haberme portado como una loca celosa y enfermiza! —Se puso en pie, con rabia—. ¡Y lo peor es que destrocé a mi familia por eso!
—Lo hiciste… —murmuró él, como única respuesta, con la mirada clavada en el suelo. Quizá debió callar, pero no pudo—. Lo cierto es que lo hiciste.
—Lo siento mucho, Saga. —Pero escuchar aquella disculpa no se sintió tan bien como había esperado.
En parte, para él se sintió medio vacía, porque aún había cosas que simplemente habían sido injustas y que dolían demasiado. Naia se agachó frente a él, y buscó su mirada escurridiza. El corazón del peliazul parecía a punto de salirse de su pecho y, en su cabeza, podía escuchar una y otra vez aquella catastrófica conversación con ella y Aioros. ¡Cuánto había dolido!
—Siempre has sido una persona tan importante en mi vida… Siempre has estado ahí, de una forma u otra. Quizá ha tenido que llegar Nomios, o Loxia, Troya… —su voz se quebró—. Para que me diera cuenta de verdad del valor de una vida, de lo rápido que se puede perder. No puedo afrontar esta misión estando así contigo… no de esta forma. —Una lágrima cayó, y Saga desvió la mirada por un segundo. Su corazón dolía, pero Naia tenía razón en eso. No merecía la pena, ni era justo, decirse adiós así—. Se rompió lo que teníamos… se estropeó. Pero no puedo permitir que no estés en mi vida y…
—Naia... —dijo. Después tragó saliva, y se armó de valor—. Ven aquí…
La estrechó en un abrazo torpe, muy diferente a los que solían compartir tiempo atrás. Pero bastó, porque era un abrazo real. Las lágrimas retenidas de Naia fluyeron sin control, y la sintió temblar. Igual que había sentido temblar a Deltha tantas veces desde entonces, mientras trataba de tragarse su propio dolor y ser fuerte para él.
¡Dioses! ¡No sabía si Deltha llegaría a entender alguna vez lo valiosa que era para él!
Se separó de Naia, y esta vez fue él quien buscó sus ojos. Mirarla dolía, muchísimo, pero el mundo ya no temblaba bajo sus pies al contemplarla. Secó las lágrimas con sus dedos, y tomó la palabra.
—Alguna vez tenemos que crecer, y llegó el momento de hacerlo. Aún nos queda mucho de lo que hablar, Naia, y mucho que solucionar. Muchas disculpas que dar… o al menos algunas importantes. Pero…
—Es el primer paso. —Estrechó su mano una última vez.
—Lo és. —Asintió—. Pero tal y como tu has dicho, hemos sido demasiado importantes en la vida del otro como para terminar así.
—Paso a paso.
-X-
—A ver, pontela.
Deltha la vio de soslayo y, con cierto nerviosismo, miró a su armadura. Aquel día había llegado algo tarde a la cabaña y había descubierto que, sorprendentemente, Naia había avanzado muchísimo con los arreglos de Apus. Lo que no imaginaba, era que fuera a estar completamente lista tan rápido.
—¿Seguro? —preguntó titubeante.
—¡Claro! Necesito ver si hay que hacer algún ajuste…
La pelipurpura suspiró. No sabía por qué motivo estaba tan ansiosa, pero ver a Apus allí, en el improvisado pedestal de reparaciones, le removía tantos sentimientos por dentro, que por un momento fue como volver quince años atrás… al día que la vistió por primera vez.
Elevó suavemente su cosmos y el candor del mismo se extendió por la habitación, robando una sonrisa de labios de la morena. El cosmos de Deltha siempre se había sentido así, al fin y al cabo, como un abrazo amoroso al final del día. Rápidamente, las piezas del ropaje sagrado danzaron ante ella, encontrando su lugar en un pestañeo, y acoplándose al menudo cuerpo de la amazona como una segunda piel.
Cuando el baile se detuvo y el brillo de su cosmos cesó, Deltha soltó el aire que no sabía había retenido en sus pulmones. Se miró al espejo, que la reflejaba de pies a cabeza y, sin poder evitarlo, se llevó las manos a los labios, tratando de contener un sollozo. Se dio la vuelta, se miró bien, una y otra vez. Acarició con sus manos la segunda piel de plumas de plata que ahora se ceñía protectora a su abdomen, su espalda y la parte alta de sus muslos.
—¿Qué te parece…?
—¡¿Qué me parece?!
Aquellos ojos color miel, brillantes por las lágrimas de emoción contenidas, se clavaron en los suyos, y Naia se sintió nerviosa e insegura por primera vez en todo el proceso con Apus. ¿Y si…? ¿Y si estaba mal? ¿Y si no le gustaba? ¿O no estaba cómoda…?
—¡Dioses! ¡Es perfecta! —Una sonrisa más deslumbrante aún que la armadura se dibujó en los labios de Deltha—. ¡Mírala bien! ¿Has visto lo que has hecho? ¡Es…!
—Estás fantástica… —musitó en un hilo de voz. El ceño de Deltha se frunció un segundo al notarlo.
—¿Qué sucede?
—Es que… —Naia tragó saliva, y dejó escapar una risa nerviosa. ¡Sería tonta!—. Verte con ella ahora, me ha recordado tanto a la primera vez que la vestiste, que… —La amazona de Apus, devolvió una sonrisa algo más triste.
—Ha pasado mucho tiempo.
—Sí…
Sin embargo, Naia no estaba dispuesta a venirse abajo en aquel día que estaba siendo tan intenso para ella. No. Las cosas debían cambiar y no iba a esperar más. Ya lo había retrasado demasiado. Buscó los ojos de su compañera, y tomó una bocanada de aire, despejando el momentáneo nudo de su garganta.
—Hay una cosa que quiero que veas. —Se acercó hasta ella, y tomó su mano derecha.
Giró su muñeca lo suficiente, como para que la parte interna de su antebrazo de plata quedase a la vista de Deltha, que la miraba con interés. Cuando aquellos ojos contemplaron el detalle, volvieron hacia ella a toda prisa, y sus labios, temblaron.
Deltha. Naia. Axelle.
Los tres nombres estaban ahí, grabados con letras tan finas que había que fijarse para verlos. Los nombres que componían aquella familia que, por mucho que se hubieran distanciado, nunca se borraría. Axelle, su maestra, las había querido como sus propias hermanas, sus hijas. Y ellas, viéndola del mismo modo, habían sido…
Felices.
Y solamente se lo debían a ella, a nadie más.
En aquel pozo de desgracias que había sido —y era— el santuario, Axelle había sido un abrazo cálido, una voz dulce, unos labios amorosos que susurraban palabras de aliento y besaban sus frentes cuando enfermaban. Había sido su escudo, su… su todo.
Las lágrimas cayeron. Nunca dejarían de extrañarla, ninguna de las dos.
De pronto, sorpresivamente, los brazos de Naia la rodearon en un abrazo, que Deltha se encontró devolviendo con torpeza los primeros segundos. Pero después, se aferró a ella con tanta fuerza, que parecía capaz de robarle el aliento.
—Perdóname, Del —sollozó en su oído—. Perdóname por haber olvidado lo que somos, por haberlo ignorado.
—Yo también lo siento —replicó, con la voz entrecortada.
—Axelle hubiera estado tan decepcionada, tan… —Siguió hablando, sin soltar el abrazo—. Tenerte aquí conmigo, todos estos días, ha sido un recordatorio de que… —negró con el rostro—. De que perder el tiempo no tiene ningún sentido.
—No nos sobra. —Deltha distinguía bien el fantasma de Troya. Una parte demasiado grande e importante de sí misma estaría en aquella misión.
—Eres mi hermana y te quiero. —Se alejó lo suficiente para ver sus ojos—. Lo que pasó… no importa ahora. Solo quiero poder abrazarte y…
—Estarás bien. —Sentirse segura. Naia necesitaba sentirse segura. Y ella también—. Estaremos bien… todos, mientras estemos juntos. —La morena asintió, y Deltha sujetó su rostro suavemente con las manos—. ¿Me prometes que vas a esforzarte tanto como puedas…? ¿...que vas a cuidarte?
—Te lo prometo. —La abrazó de nuevo—. Solo quiero poder volver para empezar de cero, Del… para que solucionemos todo en condiciones y que…
Las lágrimas de ambas arreciaron. El abrazo se estrechó, y aunque pasaron unos minutos así, sin moverse, algo había cambiado ya. Ambas se sentían más livianas.
Y desde donde estaba, la armadura de Caelum vibró complacida. El espíritu de Axelle, la sangre que fluía por su esqueleto de plata, se regocijó. Sus niñas volvían a estar juntas.
Todo estaría bien.
-X-
Aioros llevaba un rato esperando por ella, ahí, en donde las escaleras de Aries marcaban el inicio del sendero que atravesaba las doce casas. Se había apresurado a llegar hasta allá, tan pronto las obligaciones de aquel día marcaron su final. Había sido intenso pero breve. Ese día —treinta de mayo— había planes especiales que bien merecían tomarse un poco de tiempo libre adicional.
Por fin, la divisó, y una sonrisa nerviosa apareció en sus labios.
Llevaba un tiempo mirando desde lejos su rutina, mientras reunía el valor para acercarse. Hasta que esa mañana había tomado la decisión de no esperar más. Necesitaba hablar con Deltha.
Mientras la observaba, notó que su presencia ahí también era una sorpresa para ella. Desde el momento en que le había divisado, algo en su caminar cambió. Los pasos seguros y confiados que la llevaban a casa —a Géminis—, se ralentizaron. Su andar se volvió dubitativo, e inconscientemente, comenzó a jugar con sus propios dedos, en un gesto de nerviosismo.
Para sus adentros, Aioros sonrió. La conocía tan bien, que casi podía ver su rostro a través de la máscara. Los ojos marrones grandes y expresivos, y aquel vicio tan particularmente suyo, de morderse el labio.
—Hola —saludó, yendo a su encuentro.
—Aio… Hola.
El saludo de ella fue menos efusivo, aunque destacaba el esfuerzo por ocultar sus nervios, y la suavidad mimosa con la que su nombre había abandonado los labios.
—¿Vas a Géminis? ¿Puedo acompañarte?
—Claro… —Deltha estaba sorprendida, su voz la traicionaba. Aquella estaba siendo una jornada muy loca.
No habían hablado desde el funeral, y ese día, él apenas había alcanzado a pronunciar palabra. Fue ella quien lo había buscado, quien había estrechado su mano y le había hecho sentir menos solo.
También había notado su presencia en días posteriores, observando a la distancia, atenta a él, preocupada… Como un ángel de la guarda.
Aioros lo agradecía desde el fondo de su corazón, porque sabía que su interés y cariño eran sinceros. Hubiese querido acercarse de nuevo, hablarle, decirle tantas cosas… Pero durante todos esos días, su mente no había tenido la claridad de pensar y poner en orden sus ideas. Y Deltha merecía más que un montón de palabras atropelladas y torpes.
—¿Cómo estás? —La escuchó preguntar cuando comenzaron el ascenso juntos.
—No lo sé —respondió con sinceridad—. Hay momentos mejores, hay momentos peores… Pero mantenerme ocupado ayuda.
—Una mente ocupada no extraña…
—Exacto.
El día nunca era un problema: había suficiente trabajo y asuntos que atender como para perderse en sus recuerdos. Las noches, en cambio, eran un tormento. La soledad, el silencio, su mente y corazón… Todo conspiraba en su contra. Todo lo arrastraba al vacío que llevaba dentro. Todo le guiaba de regreso a Janelle.
Como si pudiera leer su mente, Deltha le acarició la espalda. Tras la máscara, esbozó una sonrisa triste, como reflejo de la suya. Había poco que pudiera decir para aliviar su dolor. Solo el tiempo podía ayudarlo. Nada más.
—Poco a poco, Aio. Lo importante es que sigues adelante.
—Sí, eso sí… —Rió con torpeza—. Con planes suicidas incluidos… —La miró de soslayo, en busca de su reacción.
Demasiadas voces les habían espetado que el plan de Troya era un suicidio en toda forma, que estaban locos. Estaba seguro de que ella pensaba igual. Y quizás tenían razón, pero las circunstancias les habían dejado sin alternativa, y si alguien debía arriesgarse, serían ellos. Saga y él podrían contra todo.
—Eh, ¿qué puedo decirte? Os conozco, a Saga y a ti —dijo Deltha—. Está en vuestra naturaleza. No se puede pedir peras al olmo… Aunque deberíais consultar a un psicólogo.
La respuesta robó una carcajada al arquero. Deltha tenía razón en cada palabra.
A ella, no le pareció tan divertido, pero ahogó una risa llena de resignación tras la máscara y meneó la cabeza, a sabiendas de que nunca iba a cambiarlos. Saga y Aioros siempre serían así. Habían nacido para ser héroes. Y ella solo podía rezar por ellos y cuidarlos a la distancia.
—El psicólogo suena a buena idea.
—Porque lo es. Necesitáis hablar con alguien.
—Sí, bueno… sobre eso… Hay algo que quería decirte. —Aioros suspiró, y trató de enfocarse en todo lo que había pensado antes de presentarse ahí. Su risa se apagó, mientras su semblante se tornaba serio.
—Tu dirás.
—Quería que supieras que la conversación en la playa significó mucho para mí. Tus palabras, tu apoyo… tu presencia. —Dejó escapar el aire de sus pulmones—. Del, yo —se detuvo para mirarla, y tomándola de la mano, la hizo detenerse también—… No tengo cómo agradecerte por estar ahí del modo en que lo hiciste. No tengo palabras para decirte lo importante que fue que estuvieras ahí…
—No tienes que agradecer nada. Ya te lo dije: siempre, siempre, voy a estar ahí para ti. —La voz se le quebró, pero… ¿cómo no sentirse superada por la marea de sentimientos que llegaban a ella en un momento como aquel?
—Y no lo dudo, ni un poco. Pero... —Agachó el rostro y jugueteó con los dedos de la amazona. Sus manos eran pequeñas, suaves y frágiles, en comparación con las suyas—. La misión en Troya y todo lo que ha sucedido, me han hecho reflexionar acerca del futuro —si es que había un futuro—, y el presente. Todo lo que queda por hacer, lo que significa esta batalla, esta nueva vida… Y no quiero ir a la guerra sin arreglar las cosas contigo… sin pedirte perdón. —Esta vez fue Deltha quien bajó el rostro y guardó silencio, invitándolo a continuar. Aquellos eran días para dejar solucionados sus asuntos. Poco sabía que más de una conversación similar a aquella había tenido lugar no muy lejos de allí—. Te hice mucho daño. Nos hice mucho daño, a todos. Dejé que mis inseguridades nos destrozaran y ahora no sé cómo… no sé cómo enmendar las cosas y recuperar la amistad que teníamos.
Deltha lo miró por un instante, sin que ninguna palabra abandonara sus labios y Aioros solo pudo preguntarse lo que atravesaba su mente. Acarició el dorso de su mano con el pulgar y bajó la mirada.
Entonces, para sorpresa del arquero, la máscara desapareció y la mirada almendrada y húmeda de Deltha se fijó en la suya. En sus ojos encontró dolor. El pasado todavía dolía y era obvio que las heridas estaban lejos de sanar. Heridas que él había ocasionado.
—El daño está hecho y las consecuencias las llevaremos con nosotros para siempre —dijo la amazona—. Pero, si realmente quieres enmendar algo, necesito que me mires a los ojos y que me digas que sabes que te equivocaste… Que sabes que no te fallé. No existe amistad sin confianza, Aioros, y si no puedes creer sinceramente en mí, entonces… —Negó con la cabeza.
—Del…
Deltha se mordió los labios, mientras luchaba por contener las lágrimas una vez más. Buscó con desesperación en sus ojos azules por la verdad, sabiendo que aquella mirada color cielo jamás mentía. Ella no necesitaba escuchar mentiras, quería la verdad. Necesitaba saber que cualquier disculpa o enmienda que Aioros le presentase, estaba cimentada en sinceridad.
—Lo sé, Del. Sé que estaba equivocado —dijo al final, y una sensación liberadora inundó tanto el pecho de la amazona como el suyo. Aquella había sido una carga, no ligera precisamente, en su conciencia y su corazón con la que Aioros había tenido que lidiar desde el momento en que su mente comenzó a aclararse.
Las lágrimas que Deltha había luchado por contener ganaron la batalla, y todo lo que supo hacer fue abrazarlo. Hundió el rostro en su pecho, y luchó por controlar su sollozo.
—Lo siento mucho, de verdad. —Aioros la envolvió en sus brazos y besó su pelo—. Lo entendí todo mal.
—Te equivocaste, te equivocaste enormemente. No merecíamos esto, ninguno de los cuatro… Pero Saga… —gimoteó—. Él te adora y Naia era todo para él.
—Sé que no es suficiente, pero intento arreglar las cosas con él. También quiero recuperarlo. —Porque a él, aunque las cosas fueran mucho mejor, tampoco le había admitido haberse equivocado, después de todo.
—Lo sé. —Se separó de él y borró de un manotazo las lágrimas—. Te necesita ahora, más que nunca. Eres su hermano.
—Y él es el mío. —De pronto, dibujó una sonrisa traviesa—. Además, se está poniendo viejito y pronto necesitará alguien que lo ayude a moverse.
El comentario la hizo reír, a pesar del llanto. La amazona se frotó la nariz enrojecida y respiró profundamente, en un intento de recuperar la compostura. ¡Vaya día aquel!
Mientras, el santo la contemplaba en silencio. Correspondió a su sonrisa torpe cuando sus miradas se encontraron de nuevo. Cuando una lágrima más resbaló por la mejilla de Deltha, la secó con suavidad. Dioses, odiaba verla llorar. ¿Cómo había sido capaz de lastimarla tanto?
—Ojalá todo hubiera sido diferente… —susurró el castaño.
—Lo sé, pero la vida es así, ¿sabes? —Deltha dejó escapar un suspiro.
Aún sentía su corazón, latiendo desbocado dentro del pecho. Miró a su alrededor y, tras maravillarse un momento con la vista majestuosa del Santuario, se sentó en las escaleras. Tomó la mano del arquero y tiró de él, para sentarlo a su lado.
—No todas las personas que parecen predestinadas a estar juntas tienen un final feliz, Aioros. Pero eso no significa que el tiempo que compartieron juntos sea insignificante, o que no valiese la pena. Tú y yo somos un buen ejemplo de ello. —El arquero guardó silencio y la dejó continuar, mientras los delicados dedos de Deltha se enredaban con los suyos—. De todos, creo que eras quien mejor me comprendía, eras la persona a la que no temía contarle nada. Si estaba feliz, eras feliz conmigo; si estaba asustada, sabía que me reconfortarías. Querías ayudarme a convertirme en amazona, pero no intentaste cambiar todo de mí. Eras luz, Aioros. Luz, en un sitio particularmente oscuro. —Depositó un beso en el reverso de su mano, y el Santo se estremeció, aplacando como pudo sus propias ganas de llorar—. Siempre fuiste mi conexión con este mundo, eras la persona que me hacía pertenecer aquí. Y, aunque parecíamos un par de niños bobos corriendo uno detrás del otro, viviendo un amor infantil, también éramos mucho más que eso: Éramos amigos. Mejores amigos.
—No me gusta cómo suena: éramos. —Negó y la voz se le quebró—. Han pasado muchas cosas, cosas malas. Pero no quiero que a esa lista de cosas horribles se sume el perderte definitivamente.
—Llevará un tiempo construir la confianza de nuevo.
—Pero creo que podemos hacerlo. —La miró, esperanzado—. ¿Tú lo crees también?
—Sí… O no estaríamos aquí y ahora.
Aioros apretó su mano y perdió la vista en el horizonte, aliviado. Esbozó una sonrisa al escucharla. Una parte de él se sentía en paz, y eso le bastaba por el momento.
Sabía que su disculpa y sus palabras solo significarían algo si las respaldaba con hechos, y estaba dispuesto a hacerlo. Haría todo por corregir sus errores. Lo haría por ellos: por Saga, por Del, por Naia, por él mismo… No volvería a fallarles. La muerte de Janelle y la guerra le recordaron que había desperdiciado demasiado tiempo alejándose de las personas a las que amaba. Ahora era momento de recuperarlas.
Saga estaba ahí, ahora Deltha también, y su retorno le hacía sentir más fuerte; aunque a decir verdad, no se habían ido a ninguna parte.
Deltha y él no volverían a ser lo que eran antes. Aquel capítulo de sus vidas estaba cerrado para siempre. Su amor infantil había quedado atrás. Lo supo desde el momento en que había sido capaz de amar a Janelle, y Deltha…
Oh, dioses. La vida era caprichosa…
Algún día le confesaría que habían sido los ojos de Saga los que le mostraron el error que había cometido. La forma en que la miraba, la forma en que sus ojos se iluminaban al verla ahora, era muy distinta a la forma en que la había mirado antes…. y Aioros conocía esa mirada. Sabía lo que significaba. Pero, ¿lo sabrían ellos mismos?
—Ay, arquerito… —La escuchó suspirar nuevamente y la sintió, acomodando la cabeza en su hombro—. Pase lo que pase, nunca dejes de confiar. Nunca dejes de tener fe… en las personas, en el futuro. No permitas que nada ni nadie te arrebate eso. Porque eso te hace quien eres. Sin fe y optimismo, no serías tú. No serías Aioros.
Besó su pelo una vez más. Tenía razón.
-X-
—¡Perdón por la tardanza! —Aioros atravesó el salón de Escorpio tan rápido como pudo, en dirección a la cocina.
—Tarde, arquero, tarde —recriminó Milo—. ¿Al menos trajiste lo que te pedimos?
—Sí, aquí lo tengo. Tardé un poco más de lo esperado porque no lo habían terminado.
—No importa. Déjame ver.
Milo rebuscó en las bolsas que Aioros había dejado en la encimera. Encontró el tarro de vidrio que buscaba y lo abrió. No pudo resistirse a olisquear, y de inmediato, una sonrisa de satisfacción iluminó su rostro.
—Hummus recién hecho. ¡Me encanta!
—Venga, sírvelo en un tazón y llevémoslo a la mesa.
—Ya voy, Camus, ya voy… —Sirvió en un cuenco suficiente cantidad y se chupeteó los dedos que se mancharon con la crema de garbanzo. Después, caminó rápidamente de regreso al salón.
—Creo que todo está listo —dijo Shura. Sus ojos oscuros recorrieron la mesa, verificando cada detalle.
—Solo falta lo más importante —Aioria se dejó caer en el sofá—: los festejados.
Como si el destino lo hubiera escuchado, la puerta se abrió y Kanon apareció por ella. Echó un vistazo a la habitación y soltó una gran carcajada. Contra todo pronóstico, todos estaban ahí, así que se sintió emocionado. Con todo lo que sucedía alrededor de ellos, que pudieran reunirse de aquel modo era inesperado, pero agradable.
—¡Feliz cumpleaños! —gritaron algunos de los chicos. Kanon correspondió con una sonrisa.
—¡Muchas gracias! ¡Esto es genial! —Y la verdad es que lo era. Lo sentía así.
—Vamos, siéntate. Hay dos sillas para los festejados. —Milo tiró de él para guiarlo hasta los asientos reservados—. Saga llegará pronto.
—Vaya. ¿Quién iba a decir que yo sería más puntual que él?
—Quizás estás envejeciendo.
—Quizás, quizás —respondió a Aioria—. Pronto necesitaré un bastón.
—Ya habíamos acordado que pasa demasiado tiempo bajo la influencia de Arles...
Se acomodó en su silla y robó una patata frita para zambullirla en un poco de hummus. Estaba delicioso.
—¿Qué traes ahí? —preguntó Aldebarán, al reparar en la bolsa que acompañaba al gemelo menor.
—Oh, un par de sorpresas. —Dibujó un gesto pícaro—. Os mostraré después.
—Cuánto misterio… —musitó el Santo de Acuario con interés.
—Así somos los geminianos, Camus.
—Ya lo veo.
—¿Somos cómo? —Saga se asomó en el salón, atrayendo sobre sí las miradas de todos.
—¡Feliz cumpleaños! —corearon los demás, sorprendiéndole con la efusividad del gesto.
—Oh, gracias… —atinó a responder, un tanto abrumado.
—Uh, estás muy animado.
—Envejecer no me sienta —dijo, acompañando sus palabras con una sonrisa traviesa, sorprendentemente parecida a la de Kanon.
Buscó la silla que quedaba vacía —que asumía era suya—, y agradeció con un gesto de cabeza a Milo, por servirle una cerveza.
Aquel no era el día más feliz o especial del año para él, tampoco le generaba satisfacción. Sin embargo, no era un ingrato ni un imbécil. El hecho de que todos se hubieran reunido en Escorpio para celebrar con Kanon y con él —y que pudieran hacerlo juntos, sin matarse— lo hacía sentir parte de algo realmente especial. Levantó ligeramente su botella antes de llevarla a los labios, para agradecer por su compañía.
—¿Y bien? ¿Tenemos una agenda para la tarde? —Quiso saber Aioria.
—No, solo charlaremos de cosas interesantes. —Todos sabían que no eran momentos para dejarse llevar.
—Me gustan las cosas interesantes. —Rió Kanon antes de dar un trago a su propia bebida.
—¿Habrá un kamasutra de por medio?
—No, hoy no.
—Estás perdiendo tu toque, bicho.
—¿Necesitas un kamasutra, Kanon? —Una sonrisa traviesa se dibujó en los labios de Milo, como si oliera la sangre—. ¿Hay alguien especial con quien quieras usarlo?
—Nah, pero hay que mantenerse actualizado. —¡Qué vil mentira!
—Y, a juzgar por su cara, aún si tuviera a alguien, no te lo diría —complementó Ángelo. El resto de los chicos ahogaron una risa.
—Claro que no se lo diría —aclaró Aioria—. El bicho ya es lo suficientemente chismoso como para tenerlo husmeando en relaciones ajenas.
—Tampoco necesito que me lo digan. —Ofendido, Milo giró el rostro—. Cuando hay un secreto jugoso que revelar, los escorpio nos ingeniamos para descubrirlo.
—Qué miedo… —Kanon rió con desparpajo, aunque en su interior había cierta inquietud por el secreto que significaba su relación con Tethys.
—Puedo presentarte a un par de chicas interesantes si lo necesitas…
—Te lo agradezco, bicho, pero sé ingeniarmelas solo para esos menesteres. —Le miró de soslayo, esperando que Milo no insistiera. Temía que su recién estrenada soltería resultase peligrosa.
—Vale, vale —dijo el menor, con las manos en alto—. Pero si necesitas desfogar, solo dime y te ayudaré. —Después, le guiñó el ojo.
—Eso ha sonado horrible, pero gracias.
Los chicos estallaron en risas. Al menos Kanon estaba de buenos ánimos.
—Además de la proposición indecorosa de Milo, os hemos traído algunos regalos —dijo Shura.
—Pero creemos que es mejor que los abráis en privado —aclaró Aioria—. Buda todavía sigue espantado por el regalo de Aioros.
—¡Eh! —El aludido se quejó.
—Si te consuela, Shaka, yo también sigo espantado… —Aioros bebió un trago de cerveza y la seriedad en su rostro también hizo reír a los demás—. Si Milo me ha regalado un kamasutra, no quisiera saber que pudo haberle regalado a Kanon… o a Saga.
—Me haces sonar indecente, arquero —gruñó el mayor de los gemelos. Kanon soltó una carcajada.
—Lo eres —canturreó Ángelo en voz baja. Saga rodó los ojos, y le lanzó una servilleta.
—El problema no eres tú, o Kanon. —Aioros les miraba divertido—. El problema es la percepción que Milo tiene de ambos.
—Y tampoco es como que seas la definición de la decencia —añadió Milo.
—Gracias Bicho, gracias. Me halagas… —El escorpión dorado ensanchó la sonrisa.
—¡Joder! ¡Estoy intrigado! —exclamó Kanon—. ¿Qué me habéis comprado? ¿Un Tenga? —Un par de carcajadas se dejaron escuchar sin disimulo.
—¿Un qué? —Shura preguntó y cuando sintió las miradas sobre él, arrugó los labios y se cruzó de brazos—. Oh, venga. No me miréis así. —Ah, el pobre e ingenuo Shura atacaba de nuevo. Sin saber por qué, sus mejillas comenzaron a colorearse—. Estoy seguro de que más de uno aquí no sabe qué demonios es eso.
—Pues ya que quieres saber… —Milo tenía esa cara y Shura sintió pánico por haber preguntado.
—Ay, dioses… —Aioria se cubrió la cara para ahogar una carcajada.
—Antes de que Milo diga alguna estupidez, un Tenga es un masturbador masculino, cabra. Ve a internet y googlealo —respondió Kanon con desparpajo, interrumpiendo la explicación.
—Oh… —El rostro de Shura comenzó a subir de color un poco más y con él, las risas de Aioria y de Milo. Algunos fingieron demencia y otros más, como los gemelos, dibujaron sonrisas mal disimuladas.
—Venga, dejadle en paz. —Camus salió al rescate.
—Si la tecnología te asusta, cabra, siempre puedes usar las manos. El método tradicional nunca falla. —La mano de Camus se estrelló en la cabeza de Milo antes de que rompiera a reír—. ¡Aunque no es como que te hiciera falta con esa mujer que tienes!
—El Bicho olió sangre de Cabra…
—Ya que hablamos de curiosidades —Aioros se le unió en la defensa de Shura, aunque debía confesar que verles así siempre le resultaba divertido—, yo quiero saber qué hay en la bolsa.
Mentiría si dijera que la curiosidad no lo estaba matando. Era una emoción contradictoria, porque aunque deseaba conocer lo que Kanon traía consigo, también temía especular sobre el contenido misterioso. Aquella forma de sentirse le era muy común cuando estaba alrededor del gemelo menor. Todo era inesperado.
—Vale, pues considerando el súbito interés en mis asuntos, traigo dos sorpresas. —Buscó por la bolsa de tela que descansaba a sus pies, y tras colocarla con cuidado sobre sus piernas, sacó un pequeño paquete blanco de ella—. ¿Alguien tiene un encendedor?
—Joder, Kanon. ¿Qué tienes ahí? ¿Una bomba? —ladró Aioria. Pero Milo rápidamente le tendió un mechero.
—Algo igual de potente que una bomba, gatito. ¡Ta-dá!
Al abrir la caja misteriosa, un pequeño bollito de crema quedó a la vista de todos. Encima del panecillo había una vela solitaria, en honor al cumpleaños que se festejaba.
—A los dos nos gustan los bollitos con crema, Saga, pero traje este para ti —dijo con cierto nerviosismo que no pasó desapercibido para nadie—. Yo ya me comí el mío.
—¿Para mí? —Sus ojos verdes no ocultaron la sorpresa ante aquel inesperado gesto. De todas las cosas que podía esperar aquel día, aquella era la que ocupaba el último lugar.
—Sí. —Compartieron una mirada fugaz—. Feliz cumpleaños, Saga. —Encendió la mecha de la vela, y usando su mano para proteger el fuego incipiente, acercó el bollito a su hermano—. Venga, pide un deseo y sopla. En honor a todos los bollitos robados en nuestra infancia.
Saga no sabía qué decir. De pronto, se sintió hipnotizado por el fuego que ardía frente a él. Sin que se diera cuenta, una pequeña sonrisa iluminó su rostro. Hacía mucho desde la última vez que un gesto de Kanon lo había hecho sentir así: sorprendido, emocionado… amado.
—Vamos, vamos, ¡sopla la vela, que va a consumirse y llenará de cera el pastel! —insistió Kanon.
—Pero no muy fuerte, ¡o lo llenarás de babas!
Todos rieron ante el apunte de Aioros, y tras dirigirle una mirada de divertido fastidio, Saga se animó y sopló. Cuando el fuego se extinguió, celebraron con aplausos, algún grito y uno que otro silbido.
—¡Oficialmente eres un año más viejo!
—Espero que más sabio también…
—Eso quién sabe. —Kanon se encogió de hombros y Saga rodó los ojos. Llevaba una sonrisa cómplice en los labios.
—Gracias por eso… —dijo, con una timidez poco usual para referirse a su gemelo.
—Todavía tengo un regalo más para ti. —El nerviosismo y la duda, habían desaparecido de aquel rostro igual al suyo. Ahora solo quedaba travesura y emoción mal contenida.
—¿En serio? —Joder, estaba siendo una tarde llena de sorpresas.
—Ten —Como si de un mago se tratase, el menor le tendió un paquete envuelto en papel de pececillos. Saga sonrió al verlo.
—Estás muy generoso hoy, Kanon.
—Me estoy haciendo viejo, Ángelo. —Le sacó la lengua—. A lo mejor es demencia senil.
—Quizás —respondió el italiano antes de soltar una risilla y empinarse la cerveza.
—¿Puedo abrirlo? ¿O…?
—Ábrelo, vamos. Prometo que no es nada comprometedor.
Saga se lo pensó dos veces. Con Kanon, uno nunca estaba seguro de nada.
Animado por la curiosidad que vio en los rostros de los demás chicos, decidió obedecer. Sopesó las opciones, analizando el regalo antes de abrirlo. El peso, la forma… Era un libro, estaba casi seguro. Dubitativo, se atrevió a continuar. Esperaba que de verdad no fuese un libro igual al de Aioros.
Por fin, rompió la envoltura y el título del libro quedó a su vista. Sorprendido, Saga separó los labios. Levantó las cejas y, por un instante, sus ojos esmeralda se encontraron con los de su hermano.
—Los Aristogatos… —Leyó.
—¡Sí! —exclamó emocionado el menor—. ¿Te gusta? —La pregunta tenía trampa.
—¡Claro que no! —replicó de vuelta. Y para algunos, como Aioros, aquel breve intercambio de palabras, pero sobre todo el modo en que las intercambiaron… le llevó veinte años atrás—. ¡Es aburridísimo!
Y entonces, los dos hermanos rompieron en carcajadas, bajo las miradas interrogantes de los demás, que parecían no entender nada de lo que sucedía entre ellos.
—No estoy entendiendo nada… —musitó Milo. Aioria negó con la cabeza. Claramente ese libro debía tener más historia de la que pensaban.
—Debe ser una de esas cosas raras de gemelos —dijo, ganándose una mirada de reproche de los peliazules—. Venga, queremos oír el asunto que os traéis con el libro de gatitos.
—¿Qué os hace tanta gracia? —Quiso saber Mu.
—Es que… —Saga habló. Su voz se suavizó y su mirada se tiñó de nostalgia, mientras ojeaba las páginas—. Shion solía leernos este libro cuando éramos pequeños. Era francamente horrible y lo odiabamos —rió por lo bajo, viéndose de nuevo en las rodillas de Shion—, pero servía para hacernos dormir.
—De aburrimiento, sí —terció Kanon—. Pero el viejo pensaba que nos gustaban los gatitos y seguía insistiendo en leerlo día sí y día sí. ¿A quién podría gustarle una historia donde abandonan a unos pobres mininos?
—Creo que hasta la fecha sigue pensando que nos gusta. —Saga miró a su hermano y éste giró los ojos, en un gesto de picardía.
—No me sorprendería.
—¿Puedo verlo? —Milo solicitó y Saga accedió, tendiendole el libro viejo.
El Santo de Escorpio pasó las hojas amarillentas con cuidado, deteniéndose ocasionalmente para leer alguna frase o mirar algún dibujo. Sin darse cuenta, sonrió, y no supo por qué, pero le recordó a Viggo.
—Es viejo, como vosotros.
—Ja ja. Gracioso, Milo, gracioso. —Rió al escuchar la voz de Kanon.
—¿Cómo lo conseguiste? —preguntó Saga. Hacía más de veinte años desde la última vez que lo había visto.
—Un mago no revela sus secretos.
—¿Lo robaste?
—Eh, es feo decirlo así. —Se sobó la nariz, sin ninguna vergüenza—. Digamos que… Lo resguardé. No quería que Shion también se lo leyera a los mocosos y los traumatizara.
—Gracias por pensar en nosotros, Kanon.
—De nada, gatito. Para eso somos los hermanos mayores —respondió, siguiendo el juego burlesco del león.
—Todo indica que ahora es tu turno de proteger a las futuras generaciones de esta tortura medieval, Saga —dijo Aioros. El peliazul sonrió—. Resguarda bien ese libro.
—Lo intentaré —replicó, sonriente.
El libro regresó a sus manos, y entonces se tomó un momento para apreciarlo. Estaba viejo, desgastado y maltrecho. Algunas páginas estaban dobladas y unos pocos garabatos horribles habían sido grabados al calce de las hojas, por sus manos infantiles. Dioses, cuánto había odiado aquel libro… ¡Y cuánto le gustaba ahora!
Leyó algún pasaje. Al hacerlo, pudo escuchar la voz de Shion, como cuando era un niño. El aroma dulce del aceite esencial de su antigua recámara volvió a su mente, y extrañó sentirse abrazado por las frazadas tibias de su cama infantil. Había sido inmensamente feliz y nunca, hasta ahora, lo había sabido.
—Gracias —dijo, levantando la mirada y cerrando el libro con delicadeza. Era un agradecimiento de verdad, que transmitía muchas cosas—. Gracias, Kanon.
—Feliz cumpleaños, Saga.
—Feliz cumpleaños para ti también, Kanon.
-X-
—¿Piensas huir del Santuario otra vez, Géminis? ¿En bañador?
Saga volteó por encima de su hombro, hacia la puerta del baño privado de la habitación. Deltha estaba parada ahí, apoyada contra el marco. Su cuerpo y melena iban envueltos en un par de toallas; sus brazos cruzados a la altura del pecho, y en sus labios, llevaba una sonrisa traviesa.
Sus miradas se cruzaron por un segundo, antes de que la atención de Saga regresara a la mochila que tenía entre manos. La amazona pudo jurar que lo había visto sonreír con la misma picardía que ella.
—En realidad, estoy planeando una expedición.
—¿A estas horas de la noche? ¿Cuánto habéis bebido en Escorpio?
Pregunta meramente retórica. Estaba segura de que Shion les habría prohibido beber algo más que un par de cervezas y que ellos habían obedecido sin necesidad de que se lo pidieran. La guerra acechaba desde demasiado cerca como para permitirse caer en la imprudencia.
—No lo suficiente. —Repentinamente, Saga se incorporó. Tomó un par de prendas en sus manos y las lanzó hacia ella. Deltha se sorprendió al descubrir de qué se trataba—. Anda, ponte el bikini. Nos vamos.
—¿A dónde? —Rió.
—Es una sorpresa.
—¡Eh! Es tu cumpleaños, no el mío. ¡Las sorpresas debería dártelas yo a ti!
—Considérate mi auto-regalo de cumpleaños, pajarito. Vamos, vamos. Si sigues cuestionando todo, el amanecer va a pillarnos fuera.
Deltha le dirigió una mirada llena de curiosidad, pero obedeció. Se quitó la toalla y se puso el bañador. Saga ladeó la cabeza mientras la observaba vestirse.
Joder, esa mujer era sexy.
Como respuesta ante la insistencia de sus ojos sobre ella, la pelipúrpura le sacó la lengua.
—¿Te gusta lo que ves, santo?
—Sabes que soy un ferviente admirador tuyo. —Le ofreció una sutil reverencia con la cabeza y, después, ambos rompieron en risas. Aquel sonido brotando de los labios de Saga la reconfortó. Las últimas semanas habían sido tan duras para el gemelo que Deltha temía mucho por él… Por su tristeza, por su dolor, por su conciencia… Sin darse cuenta, terminó sonriéndole.
—Bueno, ya está. Estoy lista y dispuesta. ¿Cómo vas con el equipaje? —dijo, ajustándose el short, por encima del traje de baño.
—Creo que tengo todo, así que podemos irnos.
Saga se echó la mochila al hombro y le sujetó la mano. Antes de que la oscuridad y la lluvia de estrellas de la Otra Dimensión les devorase, volteó hacia ella y le sonrió.
Deltha desconocía lo que la noche les deparaba, pero aquel simple gesto, exudante de sinceridad y dulzura, había iluminado por un segundo, los días tormentosos que estaban atravesando.
-X-
Cuando la oscuridad de la Otra Dimensión se disipó, Deltha se encontró de pie, frente al mar. El olor del salitre inundó sus sentidos y sintió el cosquilleo de la arena bajo sus pies. Escuchó, en medio del silencio, el murmullo del Mediterráneo —ese sonido que tanto amaba—, y la piel se le erizó cuando el agua se arrastró y rozó con su espuma blanquecina sus pies desnudos.
Miró a su alrededor y se encontró rodeada por piedra. Estaba en una cueva, cuya única boca abría hacia el mar. El salitre, impregnado en las paredes, centellaba como purpurina sobre la roca. Cuando Saga encendió un quinqué, el brillo de plata de la sal se tornó naranja, teñido por la luz decadente pero cálida del fuego.
—¿Qué es este lugar? —preguntó al gemelo.
—¿Conoces la bahía que se encuentra atravesando el bosque del Pilar? —Deltha asintió—. Bueno, si avanzas al norte desde esa bahía, caminando al borde del risco al nivel del mar, llegarás a esta gruta.
—Nadando al borde del acantilado, querrás decir.
—Sí, nadando… —El gemelo sonrió. La dejó un momento y caminó cueva adentro, en busca de un espacio para acomodarse, donde dejó la mochila. Se agachó y la abrió para sacar una toalla gigante, que tendió sobre la arena y una botella de vino. —Esta gruta en realidad es inaccesible durante el día. Incluso por la noche, tendrías que nadar hasta aquí. La entrada está ubicada sobre un banco de arena, pero alrededor solo encontrarás agua.
—Entonces, el acceso es prácticamente imposible… —La pelipúrpura fue tras él. Se acomodó sobre la toalla y contempló al santo mientras servía dos copas. Un instante más tarde, le tendió una.
—Así es, pajarito. El sitio es solo nuestro.
—Genial. Me gusta… —Deltha le sonrió y ambos chocaron copas—. A tu salud. —Quiso decir "Por muchos cumpleaños más", pero no estaba segura de que aquel bien intencionado deseo no empañase el momento.
Ambos bebieron un sorbo. Después, por un momento, sobrevino el silencio.
Lejos de ser desagradable, aquel momento se tornó en paz. Habían pasado tantas cosas en los últimos días, que ahí, blindados del mundo dentro de esa gruta oculta, con ninguna compañía más que la mutua, se respiraba calma.
—Cuéntame —Deltha llevó la copa de nuevo a sus labios—, ¿cómo fueron las celebraciones en Escorpio?
—No estuvo mal. Tuve un par de regalos. —Estúpido Kanon, que había removido el suelo bajo sus pies—. Aunque ya sabes que la vida social no es lo mío.
—Oh, ya lo creo, señor ermitaño. —Ambos compartieron una sonrisa cómplice—. Si hubieses podido elegir, ¿cómo te hubiera gustado pasar tu cumpleaños?
Y ante la pregunta, el desconcierto invadió el rostro del peliazul.
Era cierto que jamás se había planteado aquel cuestionamiento. En sus veintinueve años, ni una sola vez había tenido la oportunidad de elegir los festejos en el día de su nacimiento. Cuando era un crío, Zarek jamás le permitió ese lujo, y cuando fue mayor, Ares nunca le hizo sentir que su existencia fuera algo digno de ser celebrado.
Para la amazona, no fue difícil reconocer la súbita tristeza que matizó su rostro. De pronto cayó en cuenta de la magnitud de su pregunta y se acongojó.
—¿Sabes? —La pelipúrpura retomó la palabra, buscando desviar su atención—. Yo siempre quise pasar mi cumpleaños en París, comiendo crêpes y bebiendo un buen vino francés. Oh là là… —Cerró los ojos y esbozó un gesto de satisfacción que a Saga le resultó gracioso—. Axelle solía decir que es una ciudad preciosa.
—Paris, ¿eh?
—Oui, monsieur. Le petit Paris… —El gemelo sonrió al escucharla.
—¿Nunca viajaste ahí durante tus años viviendo en el exterior?
—¿Con qué dinero? Mi vida en el exilio no me permitía ganar mucho. Pero, oye, quizás mi maravilloso sueldo de amazona me permita juntar lo suficiente para viajar en unos… ¿treinta años? ¿Con mi jubilación?
Saga negó con la cabeza, pero rió. El hecho de que sonriera de nuevo, la tranquilizó.
Entonces, el santo levantó el rostro y lo fijó en ella. Se detuvo a contemplarla por unos minutos, con aquella expresión meditabunda que era tan suya. A Deltha siempre le intrigaba esa mirada: lo que se ocultaba tras de ella, esa maraña de pensamientos profundos e indescifrables que el cerebro de Saga parecía albergar todo el tiempo.
Bebió un sorbo más de vino y, antes de que el gemelo pudiera decir nada, tocó la punta de su nariz con el dedo.
—¿Qué? —le preguntó ella.
—¿Eh?
—Me miras con detenimiento. —Imitó su expresión, exagerando el fruncimiento del ceño.
—Ven aquí, anda. —Saga la tomó de las manos y tiró de ella, para sentarla entre sus piernas, de espaldas a él. Besó su hombro con delicadeza, mientras sus manos le cubrían suavemente los ojos—. Cierra los ojos.
—¿Por qué?
—Cierra los ojos, pajarito. Hazlo. —Y Deltha, con un suspiro, le obedeció. Confiaba en él—. Hace años, cuando Ares era Patriarca, hicimos un viaje a París. Corría el rumor de que un museo parisino se había hecho de una armadura antigua, forjada en oro. —Las manos de Saga recorrieron sus hombros. Su voz resonaba en sus oídos; ronca, firme, delicada… sensual—. Pensó que se trataba de Sagitario, pero no fue así. Gracias a eso, pude conocer un poco de la ciudad.
—¿Conociste la Torre Eiffel? —Quiso saber ella, aún con los ojos cerrados.
—Ajá…
—Y, ¿cómo es?
—Es mucho más alta de lo que uno aprecia en fotos, también es mucho más impresionante y bonita… Las varillas de metal se entretejen como una red de araña hecha de oro antiguo. Cuando te paras justo debajo y miras al cielo, te transportas a una dimensión surreal. —Los brazos de Saga envolvieron su cintura, y Deltha lo sintió acomodando la cabeza sobre su hombro—. Siempre hay mucha gente alrededor, hay voces resonando por doquier, y Champ De Mars está repleto de personas tomándose fotografías. Imáginalos, pajarito, haciendo el bobo por una foto graciosa. —Deltha rió por lo bajo.
—¡Como si sujetaran la torre!
—Exacto. —La risa de Saga tintineó en su oído con tanta franqueza, que Deltha ensanchó su sonrisa—. Alrededor de la torre hay un parque, que parece un pequeño bosque. Era primavera y las flores rosas revoloteaban por todas partes. Ahí había paz… Silencio. Tan distinto al barullo a sus pies.
—Que bonito… —La ilusión con que surgieron aquellas dos palabras, dibujó una sonrisa en los labios del santo. La apretó un poquito más contra él y continuó su relato.
—En la noche, cuando todo está oscuro, la torre se ilumina de dorado. Puedes verla desde lejos. Y, entonces, cuando menos lo esperas… comienza a refulgir. Las luces explotan, como fuegos artificiales y, no importa donde estés, puedes escuchar el suspiro de la gente, maravillándose.
—Tiene que ser impresionante…
—Es como un sueño.
—Ay… —La amazona suspiró con añoranza—. Me gustaría tanto verla…
Los labios de Saga depositaron un beso sobre su cuello. Deltha lo oyó suspirar y, un instante después, sintió el cosmos del santo encenderse, cálido y reconfortante. Incapaz de alejarse, se acurrucó contra él para disfrutar de su cercanía.
—Abre los ojos, pajarito…
Y cuando los ojos marrones de Deltha se abrieron de nuevo, frente a ella, las luces deslumbrantes de la torre Eiffel comenzaron a centellar, como cientos de estrellas tintineando en la oscuridad del universo.
Abrió los labios, sin que las palabras surgieran de ellos. Contuvo la respiración, sobrecogida por la belleza del espectáculo de luces. Miró a su alrededor, y la roca grisácea de la cueva había desaparecido. Los bosques de Champ de Mars los rodeaban y, debajo de ellos, sintió la frescura de sus pasturas.
La amazona se apretujó aún más contra Saga, y sus ojos buscaron los de él. En las orbes color miel, Saga creyó encontrar lo que parecían lágrimas de alegría y una ilusión casi infantil.
—¿Te gusta?
—Dioses, Saga. Es precioso… —Ella volvió a llevar los ojos hacia la torre y su sonrisa, entonces, se tornó radiante al parecer de él.
—Es solo una ilusión...
—Es más de lo que esperaba. Gracias… Muchas gracias…
El espectáculo ilusorio de luces los envolvió en su magia durante varios minutos. Poco después, el tintineo dorado pasó de ser mágico, a ser relajante. Un rato más tarde, Deltha comenzó a canturrear una cancioncilla y Saga se encontró adivinando el título.
—¿Qué cantas? —preguntó, sin soltarla.
—Adivina. —Ella giró un poco el rostro para verlo. Trató de canturrear con más fuerza.
—¿KISS?
—¡Ding ding! Adivinaste… "Turn on the Night". Has aprendido bien.
—Apropiado. —Saga giró los ojos en un gesto cómplice, que Deltha correspondió con una risa.
Una vez más, sin romper el abrazo, se abandonaron al silencio. Había algo reconfortante en la falta de palabras, que realzaba la calidez de sus cuerpos juntos, la calma de la apacible respiración de ella, y la tranquilidad del ritmo melodioso de los latidos del corazón de él.
—Si sobrevivimos a la guerra, te llevaré algún día a París, pajarito… —Saga besó su melena. No necesitaba verle el rostro para saber que la había sorprendido. El sutil cambio en su respiración se lo confesó, susurrándole que ahogaba un sollozo.
—¿Es una promesa?
—Sí. —Y, de inmediato, se sintió terriblemente culpable de mentirle.
¿Por qué? ¿Por qué le prometía un futuro que no existiría? ¿Por qué atarla a una esperanza sin sustento?
Saga siempre había sabido que moriría joven. Había muerto ya en tres ocasiones. ¡Tres! Y ni siquiera alcanzaba los treinta años.
La guerra contra Apolo, al igual que todas las anteriores, no tendría un final distinto. Saga era consciente de que no tenían un futuro. No habría una vida posterior a la guerra; no habría un viaje a París. No habría nada… Solo el vacío de la muerte. Ausencia.
Estaba seguro de que Deltha lo sabía también. No era tonta.
La amazona había vivido la pérdida en carne propia. Conocía el destino de los santos, especialmente de aquellos que vestían en oro. Sabía que su promesa eran palabras sin sentido, pronunciadas en un momento de debilidad.
Entonces, si él sabía y confiaba en que ella también lo entendía, ¿por qué le dolía pensar en la muerte?
Nunca le había temido a su destino. Desde que tenía memoria había sido consciente de que no moriría enfermo, ni entrado en años. Moriría en medio de sangre, con los tambores de la guerra retumbando en sus oídos. Aquella era una muerte justa y digna para un hombre como él. Una muerte memorable que quizás —por una vez—, le permitiría marcharse con una ínfima sensación de gloria… Excepto que ahora, no quería morir.
Dioses, no quería marcharse. No quería dejarla.
Sin darse cuenta, se tensó. Apretó el abrazo, mientras las manos de Deltha se posaron sobre sus brazos con suavidad, y lo acariciaron, a sabiendas de que necesitaba de sus mimos para calmarse.
—¿Sabes qué es lo primero que deberíamos hacer en París? —La oyó cuestionarlo, pero no tuvo fuerzas para hacer resonar su voz. En vez de eso, negó con la cabeza—. ¿De verdad? ¿No adivinas?
—No sé, Del. ¿Comer crêpes y beber vino?
—Oh, no. Eso sería lo segundo.
—¿Entonces?
—Follar salvajemente en una habitación con vista a la torre.
El silencio que siguió a su respuesta, le hizo saber que había conseguido su objetivo de distraerlo. Con el rostro rebosante de travesura, volteó en busca de Saga y, la expresión completamente confusa que tenía, le arrancó una carcajada.
—¡Ay, dioses! ¡Ay, dioses! ¡Qué te he pillado con la guardia baja! —rió y rió, hasta que el estómago comenzó a dolerle. Entonces, el santo reaccionó.
—¡Eres terrible, Apus! —Le picó las costillas con los dedos, pero lejos de molestarla, solo arreció sus risas.
—¡Es que eres tan impresionable!
—¡¿Cómo no voy a impresionarme con las cosas que dices?! ¡Aquí estamos, teniendo una conversación seria y me sales con esto!
De pronto, para su sorpresa, las carcajadas de la amazona se apagaron. Con un movimiento rapidísimo, Deltha se incorporó y se hincó frente a él. Lo contempló por un par de segundos y Saga, inconscientemente, arrugó el ceño.
—¿Qué planeas, pequeño hobbit del mal? —La cuestionó.
Deltha ensanchó su sonrisa divertida, y antes de que el santo pudiera hacer cualquier cosa, le saltó encima, enredando los brazos alrededor de su cuello. Una carcajada brotó de sus labios.
Sin poder reprimirse, Saga rió con ella y se dejó caer de espaldas, mientras sus manos se afianzaban en la cintura femenina. La acomodó sobre él, tumbado como estaba, y se permitió disfrutar de la suave caricia de sus labios, cuando la boca de la amazona encontró a la suya.
Los besos sabían a vino, sus caricias —sutiles y lentas— eran embriagadoras. Cerró los ojos y se abandonó ante ella. Sentía en los dedos el calor de su cuerpo y la suavidad de su piel. Se permitió tocarla, recorrer con las manos cada centímetro de su espalda, hasta que sus dedos se enredaron con el listón del top de bikini. Entonces, jugueteó con el hilo.
—Estás travieso… —Deltha musitó durante el segundo en que su boca abandonó a la de Saga en busca de aire.
—Es tu culpa…
—¿Qué quieres? ¿Mmm…?
—A ti…
Con un movimiento rápido, Saga tiró del listón para liberarla de la prenda. La abrazó y, sin que ella pudiera hacer nada para evitarlo, giró para posicionarse encima. Atrapada entre él y la arena, Deltha gimió.
—Tienes un problema con el control, Géminis, ¿te lo han dicho? —La mirada color miel, de pronto, se había tornado provocadora.
—Me gustan las cosas a mi manera… —Saga terminó de despojarla del top. Después, tras dejarla sin aliento con un beso profundo y hambriento, se apartó para deshacerse del resto de la ropa que la cubría. Entonces, se tomó un momento para admirarla. Se relamió los labios, dispuesto a disfrutar cada rincón de aquel cuerpo que tenía a su disposición—. Mejor así…
—Fuiste tú quien me pidió que usara el bikini… —Ronroneando, con movimientos lentos y seductores, Deltha se revolvió sobre la toalla.
—Cambié de opinión, pajarito. Me gustas más sin nada…
—¿Sí? —La joven se incorporó lentamente, acercándose al santo. Alcanzó a tomarlo de su melena y tiró de él, para besarlo. Sus bocas chocaron y sus lenguas danzaron juntas, en un baile de seducción armonizado por sus gemidos, hasta que un instante más tarde, fue ella misma quien rompió el contacto—. Saga… Exijo los mismos privilegios. —Sus manos, delicadas y finas se posaron en el bañador. El peliazul dibujó una sonrisa presuntuosa, que la invitaba a continuar con su cometido.
—Todo tuyo, reina. —Levantó las manos y se dejó hacer.
Deltha no se hizo de rogar y, con tortuosa lentitud, liberó a su cuerpo de cualquier obstáculo que le impidiera disfrutar de su desnudez y de su calor.
Pero tan pronto se sintió libre de la prenda, Saga volvió a desparramarse sobre ella, enredando los dedos en la melena corta de la amazona. Sus labios se atraparon mutuamente, reclamándose el uno al otro. Sus lenguas se enredaron, en una lucha de control que los gemidos alimentaban. Las manos de la amazona acariciaron sus brazos y espalda, mientras sus cuerpos se frotaban en intimidad y desesperación.
Saga abandonó sus labios. Besuqueó y lamió su cuello, el lóbulo de su oreja, deleitándose con los ronroneos que sus caricias robaban.
Atrapó las manos de la amazona y la inmovilizó, mientras su boca le recorría el cuerpo, ávido de satisfacerla. Paseó los labios y lengua por su pecho, por su torso, por su ombligo. Con cada beso, sentía el cuerpo de Deltha contorsionarse a su voluntad, y escuchaba los gemidos roncos que brotaban de su garganta con una mezcla de placer y rendición. Sonrió ante el movimiento instintivo y desesperado de las caderas de la amazona, cuando con la boca, rozó su intimidad; y sintió la sangre hervir al escuchar el suplicante jadeo de la mujer, cuando sus dedos la invadieron.
Se dedicó a complacerla, disfrutando de verla deshacerse bajo el influjo de sus pecaminosas caricias. Los gemidos —que arreciaron con cada segundo— y el modo en que enredó las manos en su melena, le indicaron que anhelaba de su cercanía y exponenciaron la pasión del momento.
Deltha se sintió desfallecer, perdida entre el placer que Saga le obsequiaba. Se contorsionó bajo el hechizo de deseo y lujuria que la boca del gemelo conjuró sobre ella. Se sintió marchando al borde del éxtasis, mientras su cuerpo ardía arrastrándola hacia la explosión de placer que se construía lentamente en su interior. Sin embargo, cuando la candente melodía de sus gemidos comenzaba a presagiar el final… Saga se detuvo.
—Saga… —jadeó, no sin cierta desesperación matizada con súplica—. ¿Por qué… te detienes…?
—Porque yo también te necesito a ti.
El peliazul se relamió los labios. Afianzó las manos en las caderas de la amazona, y la giró, hasta dejarla boca abajo. Bajó entre caricias por su trasero y sus piernas, luego trepó por su cadera, su cintura, su espalda… Hasta tenderse sobre ella.
—Dioses, Saga… —Deltha ronroneó su nombre cuando sintió el cuerpo del santo sobre el suyo. Arqueó la espalda buscando más cercanía cuando lo sintió rozando contra ella.
—¿Mmmm…? —Él besó su hombro y lo mordisqueó con suavidad.
—No puedo más… —gimió, mientras comenzaba a moverse al ritmo de él, permitiendo que sus pieles se frotaran y que su sangre bullera con deseo.
Para Saga no era necesario que suplicase más. Ansioso de placer e incapaz de resistirse por más tiempo, se deslizó dentro de ella, celebrando el calor y la humedad con que el cuerpo de la amazona lo recibió, con un gruñido exudante de gusto.
Permaneció completamente quieto por un instante, disfrutando de las sensaciones maximizadas por el deseo. Cada segundo de espera había sido un dulce tortura que ahora culminaba en un último acto de pura satisfacción. Besó la espalda de la amazona y entrelazó sus manos con las de ella.
—Eres deliciosa… —susurró a su oído, y sonrió cuando un suave gemido se escabulló de los labios de la pelipúrpura.
Entonces, sin poder contenerse por más tiempo, dio inicio al vaivén de su cuerpo sobre el de ella. Entró y salió, con suavidad al principio, deleitándose con cada roce. Pero, poco a poco, el instinto reclamó control, tornando cada choque de sus cuerpos en una embestida de pasión y deseo.
Deltha se dejó llevar. El silencio dejó de importarle, como siempre sucedía cuando estaba con él. Su garganta ardió con cada gemido, a sabiendas de que Saga los disfrutaba tanto como ella.
Arqueó cada vez más su cuerpo, al ritmo de cada embestida, buscando sentirlo más adentro, más profundo. La danza de sus cuerpos se volvió apresurada e insaciable. La cadencia se perdió con cada frenético movimiento. Los jadeos y suspiros inundaron hasta el rincón más lejano de la gruta, crecidos con el eco del vacío.
De pronto, una vez más, Saga se detuvo.
Deltha boqueó por aire mientras un movimiento involuntario de sus caderas traicionó su necesidad de continuar. Pero antes de que su boca suplicara al peliazul porque retomase el ritmo, éste se apartó de ella y tomándola de la cintura, la volteó.
Entonces, frente a frente, sus miradas chocaron y se perdieron el uno en el otro. A Saga le pareció que no había una criatura más encantadora en el mundo que ella: sonrojada, jadeante, empapada de sudor y ávida de él… Suya.
Se tumbó sobre ella, y la amazona gimió al sentir su peso. Las piernas femeninas lo abrazaron y un suave quejido brotó de sus labios ante el roce de sus pieles húmedas y ardientes. Sin embargo, Deltha jamás apartó la mirada de él. No podía. El brillo en sus ojos esmeralda la tenía hipnotizada; aquel despliegue de emociones, algunas familiares y otras desconocidas, hacía vibrar cada fibra de su cuerpo. Había algo en el modo en que él la miraba que era distinto: algo más profundo, íntimo y entrañable que el sexo.
Saga abrió la boca, y ella pudo observar cómo sus labios temblaron. Encontró un dejo de incertidumbre y duda en su mirada, que se le antojó adorable.
—Del… —pronunció su nombre, con suavidad y mimo, sin dejar de mirarla. Después sobrevino el silencio, y las palabras que seguían se perdieron en el tiempo.
Ensimismada en él y sobrecogida por la intensidad que encontró en sus ojos, Deltha apartó los mechones azules, empapados de sudor, de su rostro. Sujetó su cara entre las manos y lo acarició con los pulgares.
—Saga… —Esta vez fue ella quien llamó su nombre, aunque al igual que como sucediese con el santo, el resto de las palabras se quedaron en sus labios.
Sus bocas se acariciaron al principio, en un beso tímido y dulce, totalmente opuesto a la pasión que los dominaba tan solo unos minutos antes. Pero al paso de los segundos, la necesidad creció en ambos hasta fusionarlos en un beso hambriento y desesperado.
Saga se movió y el roce de sus cuerpos los hizo gemir. Deltha cerró los ojos y jadeó cuando lo sintió entrar nuevamente en ella.
Esta vez Saga no iba a detenerse. La quería, la necesitaba… Anhelaba todo de ella.
Se hundió en la amazona, y ella lo recibió dispuesta. Sus cuerpos se enredaron con urgencia y con necesidad… Con ímpetu. Mientras, sus bocas chocaban sin descanso, entre besos, lamidas, mordidas, como si jamás pudieran tener suficiente del otro, y el desenfreno de sus gemidos y suspiros sólo evidenció su ansia y deseo de tener más.
El ir y venir arreció. El movimiento de sus cuerpos, uno contra el otro, se desbocó, y el contacto fue cada vez más profundo y desesperado.
Por fin, el erótico baile desbordó en una explosión de placer cuando el clímax los envolvió a ambos, amenazando con estallarles el corazón. La embriagó a ella primero, arrancando de su garganta un jadeo liberador, mientras su cuerpo convulsionaba atrincherado contra el del santo. Cuando Saga la sintió arder, su propio cuerpo se encendió y su ritmo se tornó desenfrenado. Se perdió dentro de ella una última vez y, cuando no pudo más, se entregó al placer. Gruñó al oído de la amazona y la escuchó gemir cuando su interior se llenó de él.
Después, sobrevino la paz del desahogo, enmarcada en el latido desbocado de sus corazones.
Con su cuerpos aún vibrando y el aire escaseando en sus pulmones, sus bocas se buscaron. Intercambiaron besos y caricias torpes. Sus miradas se encontraron de nuevo. Los ojos de Saga, adormilados, brillaron como las refulgentes esmeraldas que eran y Deltha le sonrió. Entonces, el peliazul, sin dejarla ir, posó su frente sobre la de ella y cerró los ojos.
—Antes me preguntaste cómo hubiese querido pasar mi cumpleaños —dijo él, aún con la respiración entrecortada. Deltha guardó silencio, ensimismada en el sonido de su voz—. Pajarito, hubiese querido pasar cada minuto contigo… Solo contigo.
Deltha lo miró por un segundo, sobrepasada por el alud de emociones que cayó sobre ella. Hubiese querido decirles tantas cosas, tenía tanto que confesar… Tomó el rostro del santo entre sus manos y lo acarició.
—Estoy aquí, contigo. Ahora y siempre —respondió, con una sonrisa en los labios y perdida en la calidez de su cuerpo contra el suyo.
Y de nuevo… el silencio.
"Te quiero", quiso decirle él. Pero no encontró justicia en encadenarla otra vez a un amor condenado por el destino.
"Te quiero", quiso decirle ella. Pero se acobardó ante la posibilidad de perderlo.
Entonces, sonrieron; él con un nudo en la garganta y ella con el fantasma de las lágrimas aglutinadas en sus ojos.
Sus labios se encontraron con mimo, con dulzura, con entrega… y desearon que, por al menos un segundo, aquel último beso se atreviera a decir lo que sus corazones se habían negado a confesar en voz alta.
—Continuará…—
NdA:
Saga: Este ha sido un cumpleaños raro... n_n'
Kanon: ¿Lo dices por las encerronas, o por el libro de Los Aristogatos?
Saga: Por todo junto... Aunque al menos hubo bollitos ^^
Milo: Y un buen polvo :D
Saga: También ;)
Angie: Supongo que eso suple la falta de perversión en esa fiesta...
Aio: ¡Eh! Fue una fiesta emotiva :')
Camus: Esta es la calma previa a la tempestad...
Gato: ¡Ahora toca destruir cosas en Troya!
Milo: ¡Au! ¡Au! ¡Au!
Shion: ¡Mis niños! 3 ¡Os portareis bien todos! ¡Y os cuidareis!
Roshi: ¡Claro que lo haremos! Traeremos algún souvenir.
Shion: No quiero saber...
Kanon: Y no sabrás... Hasta el próximo capítulo, padre. Mientras tanto, leamos Los Aristogatos juntos. ¡Prometo no dormirme!
Saga: ¡Miaw!
Aio: ¡Disfrutad el capítulo y dejad reviews!
Damis, Sun: ¡Bye, bye!
