Capítulo 69.
Tokio.
Misaki respiró profundo y, tras pensarlo un instante, decidió que, aunque no podía irse a Arabia Saudita en ese instante, sí que podía fingir que no había visto ni escuchado a Jean, así que se dio la media vuelta con la finalidad de escapar de ahí. Tarde o temprano tendría que verlo, eso era obvio, pero esperaba poder retrasar el drama unos días más, Jean no podría seguirlo hasta su habitación y si él pedía que le avisaran a Taro que estaba ahí, éste diría que se encontraba muy cansado y que no deseaba ver a nadie. Sin embargo, no había dado ni dos pasos cuando Wakabayashi lo detuvo al ponerle una mano en el hombro; debido a la resistencia que contrapuso el portero, Taro retrocedió un par de pasos.
– ¿A dónde vas? –preguntó Genzo, con una expresión maliciosa–. ¿No escuchas que te están llamando?
– Eres un… –musitó Taro, tras lo cual se mordió la lengua–. Déjame pasar, Wakabayashi.
– De nada te va a servir correr –manifestó Wakabayashi–. Es evidente que Lacoste ya te vio.
– ¿Cómo es que tú lo conoces? –preguntó Misaki, cayendo en cuenta de que Wakabayashi acababa de hacer una mofa sobre el alto salario que debían tener los hospitales en Francia–. No creo que la fama de imbécil mujeriego de Jean haya llegado hasta Alemania.
– Pues aunque no lo creas, así fue –contestó Genzo–. Aunque más bien debería decir que él llegó con todo y su fama a Alemania. Es una larga historia de la que me enteré gracias a mi novia, pero basta con decir que por eso sé quién es él. Y sé también que no trata particularmente bien a las mujeres, no conoce el significado de la palabra "no" y no tiene una idea clara de cuándo debe detenerse.
– Sí, definitivamente conoces a Jean –suspiró Misaki.
En ese momento, Lacoste llegó hasta Taro y éste supo que ya no valía la pena intentar zafarse de Genzo, el maldito trol había conseguido su objetivo, así que no le quedaba más remedio que poner al mal tiempo, buena cara.
– Te odio en verdad, Wakabayashi –gruñó Misaki, en japonés, mientras le lanzaba una mirada de enojo a su compañero.
– No vale la pena huir de los problemas, Misaki –replicó Genzo–. En algún momento éstos te alcanzarán, lo sé por experiencia, de manera que mientras más pronto los resuelvas, mejor. Además, es culpa tuya por meterte en asuntos ajenos.
– ¡Que yo no me metí, me metieron! –protestó Taro.
El joven se dio la media vuelta y casi al mismo tiempo sintió que disminuía la presión que Genzo ejercía sobre su hombro. No cabía duda de que la única finalidad de éste era evitar que Misaki huyera y Taro adjudicó el comportamiento de Wakabayashi a la influencia de Eriko. Nada le decía a Misaki que su novia hubiese hablado de ese tema con su primo, pero reconoció la mano de Eriko en las acciones de Genzo.
– ¡Misaki, al fin te encuentro! –exclamó Jean, como si hubiera estado buscándolo durante horas–. No recordaba que tenías partido o habría ido a buscarte al estadio.
– No te habría servido de mucho, allá no habríamos podido hablar –replicó Taro, apanicado ante la posibilidad de que Jean se hubiera encontrado con Azumi allá y hubieran armado un escándalo.
– ¡Tienes que decirme en dónde está ella! –Lacoste repitió su angustiosa petición–. Estoy tan desesperado que he tenido que recorrer el mundo en su busca, necesito ver a Azumi y hablar con ella.
– ¿De verdad no tienes nada mejor qué hacer en Francia, como trabajar, por ejemplo? –preguntó Misaki.
Con firmeza, él tomó a su amigo por un brazo y lo condujo hasta el restaurante; no podía llevárselo a su habitación porque lo tenía prohibido, pero tampoco quería que Azumi apareciera en esos momentos y se armara un pandemónium. Ya le quedaba claro a Taro que no iba a poder evitar que Azumi y Jean se vieran, pero él necesitaba tranquilizar a Lacoste primero. Mientras se sentaban y esperaban a que el mesero les tomara la orden (Jean pidió vino tinto, Taro sólo consumió agua para no verse hipócrita con eso del consumo del alcohol), los dos jóvenes mantuvieron en pausa su plática, pero en cuanto se quedaron a solas, Misaki retomó el punto.
– No me contestaste a mi pregunta de si no tienes otra cosa mejor que hacer en París –comentó Taro.
– Estoy cesado, por el momento –confesó Jean, con la cabeza baja–. No me he portado bien últimamente y tengo que reconocer que, si no fuera por Azumi, me habrían corrido del trabajo, pero ella convenció a nuestros jefes de que yo estaba bajo mucho estrés y me dieron algunas semanas de descanso.
– No te la mereces, realmente –soltó Misaki, sin rodeos–. No supiste valorarla a tiempo.
– Ni tú tampoco –replicó Jean, con una sonrisa sardónica–. No soy el único por el cual Azumi ha hecho mucho y que la ha tratado mal a cambio.
– ¡Ah! Bien, me lo merezco –aceptó Taro, tras unos instantes de silencio–. ¿Por qué Azumi siempre anda tras idiotas que no aprecian su valor?
– Es su defecto, supongo. –Jean se encogió de hombros–. Pero, ¿en verdad es muy tarde para tratar de corregir mis errores?
– No lo sé –negó Taro–. No conozco a detalle el drama que se traen ustedes dos, así que no puedo opinar. Es decir, conozco la parte de ella porque sí, me la ha contado, pero toda historia tiene dos versiones y no estoy enterado de la tuya. Y aun cuando la supiera, no tengo autoridad para decir si es demasiado tarde o no, eso depende de Azumi.
Misaki ardía en ganas de decirle a Jean que era altamente probable que Azumi estuviera embarazada, pero estaba consciente de que no era su responsabilidad hacerlo así que se contuvo. Se preguntó, sin embargo, si Jean sospecharía algo, el simple hecho de que ella pusiera medio planeta de por medio para alejarse de él indicaba que algo serio ocurría.
– Le costó mucho trabajo olvidarte, ¿sabes? –comentó Lacoste, de repente–. Lloró mucho por ti.
– No sé qué decir a eso –dijo Misaki, con sinceridad–. Me hace sentir muy mal, si te interesa saberlo. Sigo sin creer que Azumi sintiera por mí algo más que una mera amistad, nunca me pareció que me tratara como si, eh, pues, como si estuviera enamorada de mí.
– ¿Es broma? –bufó Jean, dando un pequeño golpe sobre la mesa, lo que ocasionó que se derramara el vino sobre el mantel color crema–. Siempre me pregunté si llegaste a tener algún remordimiento de conciencia, si llegaste a sentirte mal por haberle roto el corazón, ¿y ahora me sales con que no crees ella estaba enamorada de ti?
– Oye, yo nunca le di esperanzas –reclamó Taro, dolido–. Siempre le agradecí su apoyo y le hice saber que era una amiga muy importante para mí, pero nunca le hablé de amor ni le hice creer en algún momento que ella me gustaba, porque nunca me sentí atraído por ella. La cuestión es, te guste o no, que el hecho de que una persona enamorada se desviva por aquél o aquella a quien ama no significa que esa persona le va a corresponder. Y no porque esa persona amada no corresponda a los sentimientos del otro significa que es un desgraciado. El amor no se condiciona ni se fuerza ni se obtiene a base de favores y detalles, tú más que nadie debería de saberlo.
– Sí, sí lo sé perfectamente bien y por eso me molesta tanto –bufó Jean, que no pudo evitar pensar en lo que le pasó en Alemania con Stefan Levin y Débora Cortés–. Pero de cualquier manera, ¿no pudiste intentarlo aunque fuera?
– ¿A qué te refieres exactamente? –preguntó Taro, que no estaba seguro de haber entendido bien.
– A que si no pudiste intentar sentir algo más por Azumi –insistió Lacoste–. Ella tiene muchas cualidades, aunque sea muy tosca en ocasiones. ¿Por qué no le diste la oportunidad? Y no me salgas con esa idiotez de que "sigues sin estar seguro de que ella estuviera enamorada de ti" porque te juro que te daré un puñetazo aquí mismo y no me importará que estemos en un lugar público.
– ¿Me estás hablando en serio? –Taro suspiró e ignoró la amenaza de su amigo–. No me parece correcto darle falsas esperanzas a alguien para no herirlo, ni tampoco estoy de acuerdo con eso de "ya aprenderé a quererla". Ya te lo dije: el amor no se fuerza. A la larga sólo la habría lastimado más y me habría lastimado a mí mismo por presionarme a sentir algo que debería de darse de manera natural, no habría sido justo para ninguno de los dos.
Taro se quedó callado durante un rato, a la espera de que su amigo le dijera algo. En ese lapso, el japonés llegó a la conclusión de que de verdad no creía que Azumi lo amara porque era más fácil negarse a esa realidad que aceptar el hecho de que sus sentimientos simplemente le pasaron desapercibidos durante muchos años. Aunque no haya sido su intención, él la había herido y era algo que no podía borrarse, por mucho que tuviera razón en eso de que el amor no se presiona.
– Ella siempre demostró sentir algo por ti –comentó Jean, después de un rato–. No sé cómo es que no te diste cuenta, pero supongo que eso ya no importa.
– No, no importa, sobre todo porque estamos aquí por lo que sea que haya pasado entre Azumi y tú, no entre Azumi y yo –replicó Taro–. Es curioso que me vengas a decir que la lastimé mucho cuando tú también lo hiciste.
– Ni siquiera creo que ella sienta por mí la mitad de lo que sintió por ti. –Jean removió su copa de vino–. Ni siquiera creo que sienta por mí algo que no sea lástima.
Con esas simples palabras, Misaki se dio cuenta de otro detalle que le pasó tan desapercibido para él como el amor que Azumi le tenía: a Jean le gustaba la chica en los años en los que Taro vivió en París, cuando los tres eran los mejores amigos y eran unos adolescentes atolondrados que estaban experimentando la tormenta hormonal propia de su edad, pero el francés seguramente debió darse cuenta de que no tenía oportunidad alguna, pues Azumi estaba muy enamorada de Misaki y no tenía ojos para nadie más, así que lo dejó pasar y olvidó ese amor no correspondido. Ahora parecía que ese sentimiento, que Jean seguramente creía muerto, había resurgido con más fuerza gracias a los últimos acontecimientos de su desastrosa vida en los que Azumi había sido algo similar a un salvavidas al cual sujetarse para no ahogarse en su propia autocompasión.
– Qué patético eres, Lacoste –soltó Misaki, con una dosis extrema de franqueza. Él, que había hablado mucho con Azumi y que la conocía bien, sabía que Jean sí era importante para ella–. Dime, ¿desde cuánto te compadeces tanto a ti mismo? Piensas y actúas como un pobre diablo.
– ¿Y qué me dices tú, que vives a la sombra de Tsubasa Ozora? –Jean esbozó una sonrisa extraña–. Te fuiste de Francia porque te dio miedo convertirte en profesional y después tuviste qué conformarte con una división mucho menor, la japonesa, que no le llega ni a los talones a cualquier europea de segunda división, cuando te diste cuenta de que, de tu grupo de amigos, fuiste el único idiota que no supo aprovechar su oportunidad de oro. Ahora tratas de convencerte de que no cometiste el peor error de tu vida, pero si a pobres diablos vamos, tú no andas tan lejos de mí.
El japonés, que no esperaba el golpe, no supo qué responder. No era que Jean le hubiese dicho algo nuevo, pues la parte negativa de su ser le repetía constantemente que era un fracasado, sobre todo en los días en donde su habilidad futbolística no funcionaba tan bien como quería, pero Taro no creyó que alguien, además de él, tuviera tan conscientes los errores de su vida que solían atormentarlo un día sí y otro también.
– Lo siento –se disculpó Jean, después de un rato de silencio–. He sido un verdadero desgraciado y un mal amigo, no debí decirte eso. Me desquité contigo de la peor manera por algo de lo que no tienes la culpa.
– No dijiste nada que no fuera cierto –suspiró Misaki, al tiempo en que consideraba la opción de pedir una botella de vino. Lo cierto era que el comentario de Lacoste le había herido en lo más profundo, pero el japonés decidió dejarlo pasar, al menos de momento–. Acepto tus disculpas.
– Tienes razón al decir que soy patético –continuó Jean–. No sé qué ha pasado conmigo, pero tengo que admitir que desde hace mucho tiempo que no soy yo. Y no sólo Azumi ha terminado pagando los platos rotos, también lo has hecho tú. Entenderé si después de esto tú tampoco quieres hablarme, ni tú ni ella tienen la culpa y los dos se merecen algo mejor. O tal vez deberías de darme un puñetazo.
El mesero llegó para cambiar el mantel manchado y Taro aprovechó para tranquilizarse y mantener bajo control las ganas de zarandear a su amigo. Conocía a Jean desde hacía muchísimos años y nunca había visto que actuara de una manera tan pesimista.
– Te voy a dar un puñetazo pero por tu actitud, no por lo que has dicho –replicó Taro. Tras recordar lo que le había comentado Wakabayashi momentos antes, preguntó–: ¿Pasó algo en Alemania que te haya afectado? Por ahí escuché que tuviste líos con alguien.
– Algo así. –Jean se encogió de hombros–. Me pasé de listo con una amiga que quería darle celos a su ex y me fue peor de lo que pensé. Supongo que eso ha condicionado todos mis actos posteriores.
– Lo cual te hace todavía más idiota –suspiró Misaki –. ¿Qué no has aprendido todavía que "un clavo no saca a…"?
Él no pudo decir más porque, para su suerte (buena o mala, qué más da), Eriko, Azumi y Hana pasaron por delante de los ventanales que el restaurante tenía como pared externa. Taro no tenía idea de qué andaban haciendo esas tres ahí, pero estaba claro que era una troleada extrema de la vida el que hubieran escogido esa ruta para ir a sus habitaciones en vez de usar los ascensores del lobby. Como era de esperarse, Lacoste saltó de su silla como si hubiera estado sentado sobre un resorte y salió detrás de las chicas sin decirle ni una palabra a Misaki. Éste se preguntó si debía entrometerse o si debía dejar que Azumi solucionara el problema, tal y como le había dicho ya que lo haría; sin embargo, aunque era cierto que ella contaba con arreglar sus asuntos con Jean cuando regresara a París, no pensaba hacerlo en Tokio, así que habría que ver cómo reaccionaría Azumi al ver que él había ido a buscarla al otro lado del planeta.
"Pueden hacerlo ellos solos", se dijo Misaki, mientras veía a Jean acercarse a las jóvenes, con la misma sensación de alguien que mira que un tren que corre toda velocidad va a chocar de frente contra otro. "Ya son adultos los dos". Al menos tenía un boleto de primera fila para ver el espectáculo, aunque le iba a faltar sonido.
Eriko fue la primera que vio a Jean por ser la que iba más retrasada del grupo y su primera reacción fue la de ir hacia él para reclamarle. Hana se interpuso entre los dos y evidentemente trató de calmar los ánimos, aunque de los presentes era la única que no hablaba francés así que no entendía del todo lo que estaba sucediendo. El escándalo, obviamente, llamó a la atención de Azumi, quien encabezaba la comitiva, por lo que se detuvo a ver qué estaba entreteniendo a sus dos acompañantes. Al darse cuenta de cuál era la causa del alboroto, Azumi se puso pálida y miró a Jean como si quisiera matarlo con la mirada. Y fue esa mirada la que hizo a Taro ponerse en pie y apresurarse en intervenir.
"¿Cómo se me pudo ocurrir que esto era una buena idea?", pensó él. "¡Ni siquiera tuve la oportunidad de advertirle a Azumi que Jean estaba en Japón, esto ha sido una emboscada!".
– ¿Qué carajos estás haciendo tú aquí? –preguntó Azumi al francés, muy enojada–. ¿Te has vuelto loco o simplemente te has propuesto sacarme de quicio?
– Necesitaba verte –respondió Jean, con humildad–. Te fuiste sin decirme adiós.
– ¿No se te ocurre pensar que por algo fue? –exclamó ella–. ¡No deseaba verte! Además, ¿no podías esperar a que volviera? ¡No tenías derecho de venir a buscarme hasta acá!
– ¡Estuve esperándote durante mucho tiempo, pero los días pasaban y tú no dabas señales de querer regresar! –replicó el francés–. No contestaste a mis llamadas ni a mis mensajes y cuando pregunté por ti en el hospital y me dijeron que no volverías en mucho tiempo, creí que enloquecería. ¡Y mientras tanto yo estaba muriendo por dentro, sin saber qué carajos causó que quisieras irte tan lejos!
– ¿Quién te avisó que andaba por acá? –preguntó Azumi, aunque sospechaba la respuesta.
– Misaki –contestó Jean, sin titubear.
Taro se lamentó de no haberlo golpeado antes, como el mismo francés se lo sugirió.
Ya me lo suponía. –Azumi se frotó las sienes con cansancio–. No debiste venir, Jean, actúas como si de verdad yo te importara y sabemos que no es cierto. Nunca te ha importado nadie más que ti mismo.
Ella no esperaba sentirse tan furiosa. Cuando le dijo a Misaki que había tomado la decisión de arreglar las cosas con Jean, Azumi no pensó que pudiera llegar a experimentar tanta rabia al volver a ver a Lacoste, creyó que podría resolver el asunto como persona civilizada que era, pero ahora que tenía a Jean frente a ella, Azumi sólo tenía deseos de golpearlo y reclamarle hasta desfallecer.
– ¡Ouch! Eso dolió, pero me lo merezco –reconoció Jean–. Estás en todo tu derecho de estar enojada.
– ¿Tú crees? ¡Por supuesto que estoy en mi derecho! reclamó Azumi, con sarcasmo–. Pero la culpa es mía por confiar en ti. Es que digo, ¿cómo es posible que no haya aprendido nada de lo que ocurrió con Taro? Volví a ayudar a un imbécil al que no le importo y a darlo todo por él, lo peor del caso es que volví a ser lo suficientemente estúpida como para creer que en algún momento me lo agradecería.
– A este paso, va a terminar descalabrando a mi pobre hombre –murmuró Eriko, quien ya se había dado cuenta de la presencia de Misaki. Hana, por su parte, sólo los miró con extrañeza.
– No dijo más que la verdad –suspiró Taro, quien ya comenzaba a aceptar la idea de que sí, Azumi en algún momento estuvo enamorada de él.
– Reconozco que he sido un estúpido infeliz, que te lastimé en formas en que no debía y que tampoco debería de estar aquí, lo sé –reconoció Jean–. Pero de verdad, te juro que quiero corregir las cosas. Ya cometí un error imperdonable con alguien que me importaba, no quiero repetirlo contigo.
Contrario a lo que esperaba, el que Jean mencionara sutilmente lo que le sucedió con Débora hizo que Azumi se encendiera más. Él estaba siendo sincero, pero ella lo tomó como una muestra de cinismo. Fuera de sí, la joven empezó a subir el tono de voz para reclamarle a Jean y su rostro adquirió una tonalidad rojiza.
– ¡Eres un cínico infeliz por mencionarla a ella mientras aseguras que te importo! –gritó Azumi–. ¡No sé cómo es que no se te cae la cara de vergüenza, eres un descarado y detestable mujeriego! ¡A mí me importa un cuerno si cometiste errores con otra mujer, conmigo no realizarás ninguno porque no quiero volver a verte nunca más!
– No debería de exaltarse tanto –murmuró Hana, sorprendida por la reacción visceral de la otra–. No le va a hacer bien a su salud…
Curiosamente, no fueron ni Hana ni Eriko las que cometieron la imprudencia de hacer algún comentario que pudiera delatar el posible estado de salud de Azumi, ellas tuvieron la suficiente discreción para no hacerlo a pesar de que ambas se morían de las ganas de soltarlo.
– Tranquilízate, Azumi, por favor. –Por primera vez desde que inició la discusión, Misaki decidió intervenir y lo hizo de la peor manera posible–. Si te enojas mucho, podría hacerle daño al bebé.
Fue como si hubiera dicho que era fan de Donald Trump o que le gustaba la pizza con piña*. Jean lo miró atónito, Hana se golpeó la frente con la mano y Eriko quería asesinarlo con la mirada, mientras que Azumi tenía cara de desear que se la tragara la tierra. Y demasiado tarde Taro Misaki se dio cuenta de que, de todo lo que pudo haber dicho, había soltado lo peor.
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Mönchengladbach.
En la siguiente jornada de la Bundesliga, el Bayern se enfrentaría al Borussia Mönchengladbach en su búsqueda por el título. A esas alturas, con el Stuttgart, el Hamburgo y el Wolfsburgo fuera de combate, era poco probable que alguien pudiera arrebatarle el primer puesto al Bayern Múnich, así que el partido contra el Mönchengladbach no era más que un mero requisito en la búsqueda por la famosa "Ensaladera", como se conocía popularmente al trofeo que se le daba al campeón de la liga alemana.
– Bueno, si somos sinceros, el Dortmund podría quitarnos el título si gana sus últimos partidos y nosotros perdemos los nuestros –señaló Levin–. Lo cual espero que no ocurra.
– Por eso debemos ganar contra el Mönchengladbach por goleada –replicó Karl–. Los goles a favor podrían ser decisivos a la hora de elegir al campeón.
– Podré tener la oportunidad de medirme contra Cha una vez más –comentó Sho, feliz–. Seguro que él está tan emocionado por esto como yo.
Schneider y Levin intercambiaron una mirada de extrañeza. El coreano In-cheon Cha, jugador titular del Borussia Mönchengladbach, tenía una historia peculiar con Shunko Sho y, por lo que Karl y Stefan sabían, no era precisamente muy buena, o al menos estaban seguros de que al coreano no le haría tanta gracia ver a Sho. Varios años atrás, durante un partido amistoso entre la Selección de China y el Borussia Mönchengladbach (vaya uno a saber por qué carajos se enfrentaron precisamente estos dos equipos), que tuvo lugar antes de que se jugara la Copa Asiática que clasificaría a los equipos de este continente al Mundial Sub-19, Sho tuvo un fuerte encontronazo con Cha, lo que ocasionaría que ambos jugadores quedaran lesionados y que tuviera como consecuencia que tanto China como Corea del Sur no pudieran clasificarse al Mundial debido a las lesiones de sus respectivas estrellas. Si bien para Sho no tuvo tanta repercusión este suceso (después de todo, fue él quien causó el problema), desde entonces Cha le guardaba cierto rencor al chino y rara vez, por no decir que nunca, se sentía feliz de verlo.
– Sólo ten cuidado de no lesionarte cuando juegues contra él –comentó Schneider, quien se guardó sus opiniones.
– Oye, que ya soy más fuerte que antes –protestó Sho, confiado–. Además, en aquella ocasión fue algo planeado, mi lesión fue solamente un pequeño error de cálculo.
– Me dan miedo tus "pequeños errores de cálculo" –bufó Stefan.
Faltaba poco para que el autobús partiera hacia el estadio Borussia-Park, en donde tendría lugar el encuentro; la mayoría de los jugadores se habían subido ya al vehículo y sólo esperaban al cuerpo técnico. De los últimos en abordar fueron el doctor Stein y Lily, quienes por algún motivo no habían abordado su propio autobús y ahora buscaban lugares disponibles. Como Sho viajaba solo, se hizo a un lado para que la chica se sentara en el asiento del pasillo.
– ¡Qué milagro que visitas a los humildes, doctora Del Valle! –exclamó Sho, sonriente–. Hacía mucho que no te veíamos entre la gente normal.
– Ya hablas como mi hermano. –Lily frunció el ceño–. Ésa es una frase que diría él.
– ¿A quién crees que se la robé? –rio Sho–. ¿Por qué no tomaste tu autobús, doctora?
– El doctor Stein y yo nos entretuvimos atendiendo al señor Leno –respondió Lily, haciendo referencia al asistente de Rudy Frank–. No fue algo serio pero nos retrasamos y el entrenador dio la orden de que el resto del cuerpo médico partiera sin nosotros pues ustedes nos harían un espacio en su vehículo de lujo.
– Hablas como si el autobús del cuerpo médico fuese de menor calidad –reclamó Karl, sentado en el asiento ubicado al otro lado del pasillo.
– Todos sabemos que, aunque los vehículos sean iguales, el mejor es éste porque viajan los jugadores en él –se burló ella–. Cambiando de tema: ¿tendrás tiempo para ver conmigo y con Elieth los partidos de Japón de la segunda ronda, Karl?
– Por supuesto –asintió Schneider.- Tengo deseos de saber qué tal lo hará Wakabayashi en esos encuentros, de ello depende que se clasifiquen a Madrid.
– No hablen de clasificaciones, por favor –gruñó Levin, enfurruñado–. No quiero recordar que Suecia no irá a los Olímpicos.
– Eso es culpa de ustedes los suecos y de nadie más, ¿sabías? –se mofó Sho.
Levin tuvo deseos de lanzarle un golpe, pero al darse cuenta de que había altas probabilidades de que le diera a Lily en vez de al chino, se contuvo.
– Por cierto, Sho, tengo una duda enorme –comentó Lily, tras reírse de los otros dos–. ¿Cómo es que estás aquí y no en Asia, luchando por la clasificación a los Juegos? Digo, si Genzo está allá haciendo lo propio con Japón, ¿no deberías de estar jugando con China en vez de estar participando en la Bundes?
– Oh, es una buena pregunta –aceptó Shunko, con expresión de sorpresa–. ¿Es un error del guion, quizás? Nah, puede ser que simplemente no me hayan convocado a la Selección porque quieren reservarme para los Olímpicos.
– Considerando cómo juegas y la manera en la que te enfrentas a tus oponentes, no me sorprendería –señaló Schneider–. Si te vas a lesionar por tener un encontronazo contra otro jugador, que sea en los Juegos y no en las preliminares.
– O quizás el Bayern se ha negado a prestarte a tu selección –opinó Lily–. No olvidemos que, si el club no quiere ceder a uno de sus futbolistas, éste no podrá presentarse con su combinado nacional por más que esté convocado.
– Supongo que el mismo pretexto aplica para Cha –añadió Levin, pensativo–. Porque él tampoco debería de estar aquí y sin embargo es un hecho que está convocado para el partido de hoy.
En ese momento subieron al autobús Rudy Frank y Lukas Leno, su asistente, quien se veía muy pálido; el entrenador y el doctor Stein le habían dicho que debía quedarse en el hotel a descansar pero Leno se negó a ello así que ahora estaba ahí, con la expresión de alguien que amenaza con vomitar en cualquier momento.
– Es hora de irnos –señaló Rudy Frank al chófer, quien hizo arrancar los potentes motores del vehículo.
– ¿Trajiste lo que te pedí? –le preguntó Karl a Lily, en voz baja.
– Sí, lo dejé en el hotel bajo resguardo, no quiero endeudarme de por vida contigo –respondió Lily, en el mismo volumen de voz–. Pero no sé para qué querías que lo trajera. ¿No sería mejor que se lo entregaras a en Múnich? ¡Con lo caro que salió!
– Con mis antecedentes, quiero dárselo a Elieth antes de que algo suceda –replicó Schneider, con un gesto resignado–. Si tomamos en cuenta que nuestra relación no ha sido particularmente fácil, prefiero no correr riesgos.
– Ahí sí te doy toda la razón –susurró Lily–. Con ustedes ya no se sabe.
– Gracias. –Karl hizo una mueca–. Pero en fin, así al menos no me quedaré con ese regalo ni me veré en la necesidad de venderlo, pues lo mandé a fabricar especialmente para ella y me dolería que no lo tuviera.
– ¿Cuándo se lo vas a dar? –quiso saber Lily, quien prefirió no mencionar que, si Karl y Elieth volvían a pelear, ésta podría deshacerse de cualquier cosa que le hubiese regalado él.
– Quiero hacerlo hoy por la noche –contestó el alemán–, para cerrar de buena manera esta racha de triunfos.
– Estás dando por hecho que vamos a ganar –rio Lily–. Muy bien, Herr Káiser, más le vale que así sea.
– ¿Acaso lo dudas? –Schneider fingió molestia–. La duda ofende, doctora.
Karl llevaba tiempo deseando hacerle un regalo especial a Elieth, prácticamente desde que supo que Genzo había hecho lo propio con Lily y ésta con él, pero estaba ciertamente perdido con respecto a qué podía ser, así que le pidió consejo a Marie y a Lily para que le ayudaran a aterrizar sus ideas. Cuando por fin supo qué era exactamente lo que quería, Schneider se puso en contacto con Patrick Lorenz, el gerente de la joyería Cavalli que hacía tiempo les había ofrecido joyas personalizadas del Bayern, para que le fabricara el collar que tenía en mente. Debido al horario tan complicado de Schneider, quien pasaba casi todo su tiempo libre con Elieth o con su familia, Lily se ofreció a recoger la joya y asegurarse de que hubiera quedado tal y como Karl lo había especificado.
– ¿Aprovechaste para encargar una pulsera del Bayern Múnich para ti? –preguntó Karl.
– No –negó Lily–. Sigo con la esperanza de que Genzo me regale una algún día.
– Para eso, él tendría que aceptar mi oferta de venirse al Bayern –gruñó Schneider.
– Lo sé bien –suspiró Lily.
– ¿Eso significa que ya no estás tan enojada con él? –preguntó Karl, con mucho tacto.
– El hecho de que esté furiosa con él no significa que no quiera verla jugando en nuestro equipo –puntualizó Lily–. Una cosa no excluye a la otra.
– Supongo que no –admitió Schneider.
Varios minutos después, el autobús entraba en el estadio y sus ocupantes comenzaron a descender, siendo Lily y el doctor Stein los primeros en bajar pues acompañaron a Leno para asegurarse de que siguiera estable. Una vez en el campo, los titulares se dispusieron a realizar el calentamiento y a prepararse para el comienzo del encuentro. Los del Mönchengladbach, que jugarían en casa, fueron recibidos con ovaciones por parte de los asistentes, muchos de los cuales ya estaban esperando a que diera comienzo el encuentro. Entre los futbolistas que fueron más ovacionados estaba Cha, el cual si bien no había destacado tanto en la Bundesliga como otros extranjeros (como el mismo Sho, por ejemplo, que a pesar de tener menos tiempo de estar jugando en Alemania, ya era más conocido que el coreano), al menos estaba haciendo un buen trabajo y era altamente apreciado por la gente de Mönchengladbach.
– Mira, ahí está tu amigo –se mofó Levin, mientras apuntaba hacia el coreano con un movimiento de cabeza–. ¿Vas a saludarlo?
– Por supuesto –sonrió Shunko–. Faltaba más.
El chino hizo el ademán de dirigirse hacia Cha, pero éste lo vio primero. Y para sorpresa hasta del mismo Sho, el coreano se dirigió hacia él sin dudarlo.
– Hallooo, mein Freund! (¡Holaaa, amigo mío!) –saludó Shunko, con energía.
– ¡No soy tu amigo, bastardo infeliz! –exclamó Cha, claramente furioso–. ¡Y ahora menos que nunca!
– ¿Por qué? –preguntó Sho, con inocencia.
– ¿Por qué? –bufó Cha–. ¿En verdad lo preguntas? ¿Cómo es posible que tengas tanta maldita suerte?
– ¿De qué hablas? –cuestionó Sho, sin dejar de sonreír–. Por supuesto que soy afortunado, pero no sé a qué de todo te refieres.
– A que he estado revisando tus redes sociales y he visto que tienes una novia preciosa –explicó Cha, ceñudo–. ¿Cómo es posible que tú, bastardo, hayas podido conseguirte a una mujer tan linda? ¿La amenazaste o cómo lo hiciste? ¡Porque de otra manera no entiendo cómo fue que ella se fijó en alguien como tú, bastardo con suerte!
– Y ella no es sólo linda, también es muy inteligente –replicó el chino–. Por supuesto que no la amenacé, la conquisté con mi encanto natural, era obvio que iba a caer rendida ante mis cualidades.
"Si Nela me escuchara, no viviría para ver otro día", pensó Sho, quien a pesar de todo se estaba divirtiendo con la situación.
Tal y como lo esperaba, estas palabras enojaron todavía más a Cha, quien le lanzó una mirada furibunda a Sho y por un momento pareció que iba a darle un puñetazo. Sin embargo, el joven se controló después de unos instantes y le gritó algo a su interlocutor en coreano (seguramente alguna mala palabra, a juzgar por el tono con el que habló), tras lo cual se dio la media vuelta y se alejó sin agregar alguna frase en alemán.
– ¡Me dio gusto verte, espero que tengamos un buen partido! –gritó Sho, agitando la mano como si fuera colegiala en carnaval.
Como era de esperarse, Cha no respondió ni se giró para verlo, pero se veía que iba soltando palabras fuertes por lo bajo.
– Me parece peculiar tu comportamiento –comentó Stefan, quien se entretuvo mucho con la escena.
– ¿A qué te refieres? –cuestionó Shunko.
– A que es evidente que no le caes bien y aun así te comportas como si fueran grandes amigos –aclaró el sueco.
– Ah, eso. Bueno, sé que no le caigo bien a Cha; como acabas de comentar, es algo muy evidente –replicó Sho–. Y precisamente por eso es que me esfuerzo tanto en saludarlo.
Sho esbozó una enorme sonrisa burlona, antes de marcharse para continuar con el calentamiento. Stefan se rio por lo bajo: ya estaba consciente de eso, pero acababa de confirmar que Shunko Sho era un auténtico trol.
El partido contra el Mönchengladbach no fue tan disparejo como otros que hubo en esa temporada (como el desastre que fue el encuentro entre el Hamburgo y el Bayern Múnich en la DFB-Pokal), pero aun así los del Bayern la tuvieron relativamente fácil. El entrenador Rudy Frank, consciente del pasado que habían tenido Sho y Cha, mantuvo al primero en un terreno que lo apartara del coreano, lo cual limitó mucho el ataque del Bayern. De cualquier manera, Schneider consiguió abrir el marcador con un precioso tiro de volea, pero Cha empató a los pocos minutos en un contragolpe veloz, para sorpresa de los muniqueses y gran alegría de los seguidores del Mönchengladbach. El medio tiempo llegó para darle descanso a un partido que había estado bastante regular, en donde el marcador no favoreció a ninguno de los dos competidores. Debido a esto, el entrenador Schneider se vio forzado a mover a Sho de posición, una en donde estuviera más en contacto con su rival, si es que se le podía llamar de esta manera.
– Pero debes evitar una confrontación directa con Cha –señaló Rudy Frank–. Y si la llegas a tener, procura no lesionarte.
– Le quita lo divertido al asunto, entrenador –replicó el Ace Killer de China, aunque después agregó–: Pero ya hablando en serio, no se preocupe por eso, que ya me reformé y no ando por ahí lastimando gente.
Levin soltó una carcajada burlona al escuchar que el joven chino se había reformado. Sin embargo, al reiniciarse el partido, Sho demostró que había estado hablando en serio y, aunque fue en varias ocasiones a perseguir la pelota que llevaba Cha, las entradas que le hizo fueron hechas con elegancia y precisión, con lo que evitó lesionar inútilmente al coreano.
– ¡Maldito bastardo con suerte! –farfullaba Cha cada vez que Sho lo perseguía para robarle el esférico.
Era en cierto modo deprimente, pero el coreano estaba dándose cuenta de que su rival había mejorado mucho en los meses pasados en el Bayern Múnich, su talento nato y bruto había sido pulido por las manos expertas de Rudy Frank Schneider y ahora Sho era un mediocampista ofensivo bestial que había cambiado las lesiones a sus oponentes por goles certeros y casi perfectos. "Yo tengo muchos más años en el Borussia Mönchengladbach y no estoy ni cerca de conseguir algo así", pensó Cha, la décima vez que Sho le quitó el balón. "¡Debo esforzarme más, maldita sea!".
Con los cambios que hizo el entrenador Schneider, el Bayern fue capaz de superar a su oponente y encontrar la senda al éxito. Gracias a que Cha y gran parte de la defensa estaban concentrados en Sho y en Schneider, Levin quedó libre y pudo anotar a sus anchas dos goles en un espacio de siete minutos, lo que acabó por silenciar la barra del Mönchengladbach. Con el equilibrio del partido inclinado a favor de los muniqueses, Schneider metió un cuarto gol, Shiken realizó el quinto exactamente tres minutos después y, ya casi al final, Sho hizo un Cañon con Retroceso con uno de los tiros de Cha y creó un hermoso dragón que fue a incrustarse en las redes de la portería del equipo local. Al finalizar el partido, Cha tuvo que admitir que se había quedado atrás y que ya no estaba al mismo nivel que Sho.
– Te viste muy decente esta noche –comentó Levin al chino–. Esperaba que anotaras unos cuatro o cinco goles cuando menos.
– Eso fue porque estaba dándote la oportunidad de destacar –replicó Shunko; en ese momento, ambos echaron a andar hacia el borde del campo–. Hacía mucho que no hacías una aparición decente.
– Sí, claro –gruñó el sueco–. Mira qué magnánimo me saliste.
– Yo siempre lo soy –sonrió Sho.
– ¿No será que no quisiste opacar a Cha? –preguntó Stefan, con malicia.
– Si hubiera querido hacer eso, no le habría robado tantos balones. –Sho se encogió de hombros–. Me habría bastado con verlo actuar desde lejos.
– No lo había pensado así, pero supongo que tienes razón –aceptó Levin–. De cualquier manera fue evidente que a Cha no le agradó tu desempeño, supongo que debió de darse cuenta que ya está muy por debajo de tu nivel.
Sorpresivamente, Sho no contestó. Si pensaba lo mismo o no que Stefan, no lo manifestó ni con palabras ni con sus expresiones. Sin embargo, Levin tenía razón con respecto a lo que dijo sobre Cha, pues antes de que éste abandonara el terreno de juego, se acercó decididamente a su rival, con cara de pocos amigos.
– ¿Crees que venga a romperme las piernas? –preguntó Sho, en tono de mofa.
– No creo que sea tan idiota –replicó Levin.
Pero Cha se detuvo a pocos metros de ellos y, por instinto, Levin y Sho hicieron lo mismo. No parecía que el coreano fuese a iniciar una pelea pero nunca se sabía, por lo pronto él se limitó a mirar a Sho fijamente durante algunos minutos.
– ¡Sho, bastardo infeliz! –le gritó Cha, al fin–. No me dejaré vencer la próxima vez, voy a esforzarme y me vengaré de aquella lesión que me hiciste hace tantos años. ¡No permitiré que vuelvas a robarme ningún balón!
– Estaré esperando por ese día –replicó Sho, más tranquilo de lo que Stefan esperaba.
Los dos hombres intercambiaron miradas de reto, tras lo cual Cha se dio la vuelta y echó a andar otra vez, bajo la atenta mirada de sus rivales. Levin creía que el asunto terminaría ahí, pero entonces Sho volvió a ser Sho y el asunto perdió toda seriedad.
– Auf Wiederseheeeeen, mein Freund! (¡Adiós, amigo mío!) –vociferó el chino, con mucho entusiasmo–. ¡Le contaré a mi novia que crees que es hermosa!
– ¡Que no soy tu amigo, maldita sea! –contestó Cha, sin detenerse.
El chino se echó a reír a carcajadas mientras Levin movía la cabeza de un lado a otro. Schneider, que los esperaba al borde del campo, les hizo una seña para que se apresuraran.
– Espero que ya hayan acabado su tertulia, señoritas, porque debemos irnos ya –dijo Karl.
– ¿Qué carajos fue todo eso? –cuestionó Lily, confusa, refiriéndose a lo sucedido entre Cha y Sho–. Ni siquiera sabía que conocías a ese jugador.
– Ahh, es una larga historia, mi estimada doctora –sonrió Sho y le pasó un brazo por los hombros, de manera amistosa–. Déjame que te cuente con detalle lo que ocurrió.
Antes de entrar en el túnel que llevaba a los vestidores, Karl vio a Elieth en el área destinada a la prensa y la saludó con la mano. Por respuesta, ella le lanzó un beso con la punta de los dedos. Schneider sonrió a medias, aunque su emoción se reflejó en el brillo de sus ojos azules, un detalle que no pasaría desapercibido para quien lo conociera bien.
– Con esto tenemos prácticamente asegurado el título –comentó Leno al verlo, pues seguramente creyó que Karl estaba emocionado por eso–. Una victoria más y lo tendremos en la bolsa.
– Me alegra que su malestar no le impida celebrar el triunfo –contestó Schneider.- ¿Ya se siente mejor?
– Mucho mejor, gracias –asintió Leno–. Es imposible no sentirse bien cuando el equipo juega tan maravillosamente.
Una vez que estuvo de vuelta en el autobús, Karl le envío un WhatsApp a Elieth para preguntarle si podría reunirse con él en el vestíbulo del hotel en un par de horas. Ella le respondió que estaría ahí y le cuestionó a su vez para qué quería verla.
"Sólo tengo deseos de estar contigo, nada más", aseguró Karl. "Tengo ganas de verte".
"Siendo así, no puedo negarme a los deseos de mi Emperador", contestó Elieth.
Antes de reunirse con ella, Karl le pidió a Lily que le entregara el encargo que le pidió y pudo comprobar que, efectivamente, era exactamente lo que había solicitado. Por fortuna, como Lily y Elieth trabajan para distintas áreas dentro del equipo, no compartían habitación así que la reportera no se daría cuenta de la sorpresa antes de tiempo. El paquete no era más grande que una pequeña caja de regalo, de manera que Schneider se lo metió en el bolsillo de la chaqueta ligera que se puso para reunirse con Elieth y notó que tenía las manos sudorosas.
"Puedo jugar un partido sin que me tiemble el pulso, pero me pongo nervioso cada vez que voy a verla a ella", pensó Karl. "¡Qué patético!".
Cuando Schneider llegó a la recepción, vio que Elieth ya estaba esperándolo ahí. Hasta donde sabía, ella también estaba hospedándose en el mismo hotel, pues había viajado como corresponsal del Bayern, pero por las políticas del club no podían compartir habitación, obviamente, ni pasar demasiado tiempo a solas, al menos no antes del partido, pero una vez concluido éste no debía de haber problemas si ellos decidían estar un rato juntos.
– ¡Hola! –Elieth sonrió al verlo y se acercó a él con mucha discreción–. Ya estoy aquí, ¿para qué quiere verme mi Emperador? Aunque, antes de eso, permítame felicitarlo por su victoria de hoy, estuvo impecable, como siempre.
– Gracias. –Karl sonrió–. Pero creo que en este partido el que se lució fue Levin.
– Todos estuvieron muy bien –señaló Elieth–. ¿Y bien? ¿Vas a decirme para qué me has pedido que nos reunamos?
– Como te dije, quería verte. –Schneider le tendió la mano–. Ven, hay un sitio que quiero mostrarte.
Elieth lo tomó de la mano y dejó que Karl la condujera hasta los ascensores; él apretó el botón del último piso y, aprovechando que estaban solos, atrajo hacia sí a la reportera para darle un beso intenso en la boca.
– Sospecho que estás provocándome porque sabes que debemos portarnos bien –susurró Elieth, cuando se separaron–. Eso no es justo, Emperador.
– ¿Tú crees? –Karl fingió demencia y la volvió a besar–. Yo sería incapaz de hacerte eso.
Ellos continuaron dándose arrumacos durante el trayecto hasta el último piso permitido a los huéspedes, que pertenecía a las suites de lujo del hotel. Si bien la mayoría del área estaba reservada a los ocupantes de dichas habitaciones, había una pequeña terraza a la cual cualquier huésped podía acceder, o cualquiera que conociera su existencia al menos. Desde dicha terraza, además de un vistazo al cielo parcialmente despejado, podía obtener también una buena vista de la Basílica de San Vito, uno de los monumentos más representativos de Mönchengladbach.
– ¿Qué te traes entre manos, Schneider? –preguntó Elieth; a esas horas de la noche ya no había nadie en ese lugar, ni siquiera estaban encendidas las luces de las suites.
– Nada importante. –Karl notó que volvían a sudarle las manos–. Sólo quiero aprovechar cada minuto disponible que tenga junto a ti.
– Lo dices como si se nos fuera a acabar el tiempo en cualquier momento –replicó Elieth, tras abrazarlo–. Y no será así, pues yo también quiero pasar cada minuto posible a tu lado. ¿No lo crees?
– No es eso –aseguró él, mientras la rodeaba con sus brazos–. Sí lo creo, pero trata de comprender que estoy un poco inseguro con este asunto.
– Sí, ya sé –lo interrumpió Eli, avergonzada–. Yo tuve mucho que ver en eso.
– No lo decía por ti, sino por Hedy –aclaró Karl–. La verdad, todavía no me creo que al fin nos haya dejado en paz.
– Pues la Paulaner fue terminante: su contrato con esa vieja loca quedó definitivamente terminado –afirmó Eli, quien abrazó más fuerte a Karl en ese momento–. Y según lo que esa tipa ha puesto en su Instagram, está feliz de la vida en Milán, así que más le vale quedarse por allá y dejar de molestar o ya me encargaré de ponerla en su lugar.
– De eso no me queda la menor duda –sonrió Schneider y le acarició el cabello. Él se quedó un ratito en silencio antes de animarse a continuar–: Espero que me creas cuando te digo que quiero pasar mi vida a tu lado. No sólo un día, no sólo un mes, no sólo un año. Quiero estar contigo en cada momento importante y también en cada situación irrelevante. Ich liebe dich, meine Kleine (Te amo, mi pequeña).
– Ich liebe dich, mein Káiser (Te amo, mi Emperador) –susurró Elieth a su vez–. Yo también deseo estar contigo en las buenas y en las malas.
– Tengo algo para ti –comentó entonces Karl y se separó de ella para sacar la caja del bolsillo de su chaqueta–. Podía haber esperado hasta que estuviéramos de regreso en Múnich para dártelo, pero temo no tener la oportunidad.
– ¿Qué es? –Elieth recibió la caja y la miró con la expectación de una niña.
– Ábrela y verás –la conminó Schneider–. Tengo que reconocer que esta idea se la he robado a Lily, pero no importa, lo que cuenta es la intención.
Elieth abrió la caja y soltó un "¡Ohhh!" de emoción al ver lo que contenía: en su interior había un dije en forma de copo de nieve fabricado en oro blanco y que tenía varios relucientes brillantes. Ella soltó una risita emocionada al tiempo en que lo sacaba de la caja para admirarlo.
– Ahora me pondré a cantar "Let it go, let it goooo" –bromeó Elieth, entre risillas–. ¡Es hermoso, Karl, muchas gracias! Aunque no tenías por qué hacerme un obsequio así.
– Quizás no, pero quería hacerlo –replicó Karl–. Sé que Wakabayashi y Lily intercambiaron joyas y que cada uno sigue apreciando el regalo del otro a pesar de que están distanciados; Lily incluso me dijo que, cuando extraña a Wakabayashi, el usar el collar que le regaló hace que lo sienta más cerca de ella, así que pensé que si obsequiarte una joya me ayudaría a hacerte sentir mi presencia cuando no estoy a tu lado, entonces debía hacerlo.
– Es un concepto ñoño, aunque lindo –admitió Elieth, conmovida–. Si bien este collar no es algo que pueda usar muy seguido, me encantará poder verlo y acordarme de ti cada vez que lo haga.
Ella lo abrazó con fuerza y enterró la cara en el pecho del joven, mientras aspiraba su aroma. En esos momentos, ella se dio cuenta de lo cerca que estuvo de perderlo debido a su idiotez y dio gracias por haber podido corregir el error a tiempo.
– ¿Te acuerdas de nuestra primera cita? –preguntó Elieth, alzando el rostro.
– Todo depende: ¿cuál consideras que es nuestra primera cita? –preguntó Karl, con cautela.
– La que tuvimos esa noche en Augsburgo, cuando fuimos a comer salchichas Bratwurst con cerveza a un puesto callejero –aclaró Elieth–. Yo considero que fue nuestra primera cita y una de las mejores.
– ¿De verdad lo crees así? –Schneider sonrió–. Fue algo bastante improvisado.
– Las cosas improvisadas son muchas veces las mejores. –Ella se separó de él y le sonrió con picardía–. ¿Qué te parece ir a buscar un puesto de salchichas?
– ¿Ahora? –cuestionó Schneider, sorprendido–. ¡Es muy tarde ya!
– Oh, seguramente encontraremos algo abierto todavía –afirmó la reportera–. Es fin de semana y acaba de haber un partido de fútbol, habrá gente ansiosa de salchichas, cerveza y algunas cuantas peleas, nosotros nos podemos aprovechar de eso. No de las peleas, obvio, sino de la comida y la bebida.
– De acuerdo –aceptó él, decidido a hacer lo que ella deseara–. Pero deberíamos pasar a tu habitación a guardar ese collar.
– Ay, no hay tiempo –replicó Elieth, quien se guardó la caja en un bolsillo interior de su cazadora de cuero–. Aquí estará bien seguro.
– A los padres de Bruce Wayne los mataron por menos que eso –comentó Schneider, con el ceño fruncido–. ¿Estás segura?
– Bien segura. –Ella le mostró una sonrisa luminosa–. No sucederá nada, confía en mí. Y si llega a pasar algo, pues ya te convertirás en el nuevo Batman alemán.
– Ése tendría que ser nuestro hijo, en todo caso –replicó el joven y luego se echó a reír.
Esta vez fue Elieth quien le tendió la mano y Karl la tomó. Ambos regresaron a toda prisa a los elevadores y cuando se encontraron de vuelta en la planta baja, echaron a correr a la calle, todavía tomados de la mano. Era una locura salir de noche en una ciudad desconocida a buscar un puesto en donde vendieran Bratwurst y cerveza, pero tal y como había dicho Elieth, las cosas imprevistas en muchas ocasiones solían ser las mejores.
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Tokio.
Fiel a su costumbre, Genzo se despertó temprano para ir a correr antes de desayunar. Esa mañana estaba programado que la Selección dejara el hotel, así que Wakabayashi quiso ir lo más pronto posible al restaurante para evitar las aglomeraciones de última hora, en donde seguramente estarían Ishizaki, Urabe y los demás. Genzo habitualmente no formaba parte del barullo que organizaban la mayoría de los jugadores, pero ese día en particular tenía menos deseos que de costumbre de tolerar el alboroto general.
Al llegar al restaurante, no le sorprendió mucho ver que Eriko estaba ahí, pues era tan madrugadora como él, aunque sí le asombró encontrarla sola. Ella acababa de darle un sorbo a su café cuando lo vio aparecer y le hizo una seña con la mano, invitándolo a acompañarla. Genzo supuso entonces que Eriko no esperaba a nadie y decidió sentarse a su mesa.
– Buenos días –saludó él, de manera impersonal–. Me extraña encontrarte a solas.
– No quise despertar a Taro tan temprano –respondió Eriko; ellos no habían pasado la nochea juntos, pero habitualmente ella le enviaba a Misaki mensajes por WhatsApp en cuanto amanecía, a manera de despertador personalizado–. Pasó buena parte de la noche dándose golpes contra la pared, por idiota.
– ¿Cómo? –Genzo alzó las cejas–. ¿Qué sucedió, discutieron? ¿Te hizo algo?
– Es interesante que te preocupes por mí, pero no, no peleamos –contestó ella, ciertamente complacida–. Es una larga historia, que desafortunadamente no te puedo contar. No importa, la cuestión está en que Taro era depositario de un secreto importante y lo fue a revelar delante de la última persona que debía saberlo.
– ¿De verdad? Me sorprende un poco de Misaki –se rio Genzo, mientras esperaba a que el mesero le llevara el menú y le sirviera café.
– Ha estado bajo mucho estrés y eso le soltó la lengua –lo justificó Eriko, con un suspiro–. Siempre le pasa cuando está muy cansado, pero eso no quita que sea un idiota.
– Supongo que ese secreto tuvo que ver con la presencia del doctor Lacoste aquí –aventuró Wakabayashi, ligeramente interesado–, porque para que ese médico haya venido hasta acá desde Europa, implica que tenía una razón de peso muy grande para hacerlo.
– Está enamorado, eso es todo. –Eriko se encogió de hombros–. Eso es lo que hace la gente enamorada cuando tiene problemas: se lanza a buscar al amor de su vida a donde quiera que éste se encuentre para tratar de recuperarlo.
Wakabayashi, que entendió la intención con la que Eriko dijo estas palabras, se quedó callado. "No voy a jugar a tu juego", pensó él. "No sé cuáles son tus intenciones, pero no voy a caer en esa trampa".
– Me parece que eso es más propio de una novela para mujeres que algo real –comentó Genzo, con voz neutra–. Sería ridículo creer que todas las personas enamoradas actuarían así.
– ¿Realmente lo crees o lo dices para convencerte de que la razón por la cual tu supuesta novia no haya venido hasta acá es porque realmente no te ama? –soltó Eriko.
– Ya sabía yo que te irías por este camino. –Él frunció el ceño–. No voy a hablar contigo sobre mis problemas de pareja, Eriko.
– ¿Y por qué no? –lo retó ella–. ¿Temes descubrir la verdad sobre tu doctora?
– Porque no eres la persona más adecuada para ello. –Genzo fue tajante–. Sobre todo porque yo no me creo que de verdad hayas aceptado que Hayakawa esté cerca de Misaki otra vez. Creo que simplemente te sientes conforme porque al fin ella está interesada en alguien más y eso te quita a ti a una rival del camino.
Los dos Wakabayashi se miraron fijamente durante un par de segundos; ambos habían lanzado flechas envenenadas y estaban analizando qué tan lejos estaban dispuestos a llegar.
– Es razonable lo que has dicho –cedió Eriko al fin y desvió la mirada–. Eres el único que no me ha dado el beneficio de la duda con respecto a Azumi.
– Quizás porque te conozco más, incluso más que Misaki y Aizawa –replicó Genzo–. Y si a beneficios de la duda vamos, tú no se lo has dado a mi novia.
– ¿Por qué habría de dárselo? No ha hecho por ti algo que realmente valga la pena –arguyó Eriko–. Al menos ese tal doctor Lacoste ha venido a hacer el ridículo al otro lado del mundo sólo para tratar de recuperar a su amor.
– No puedo esperar que la doctora venga a verme a Japón –señaló Genzo–. Para ella no es tan fácil atravesar el planeta.
– Creo que, cuando alguien te interesa, eso no importa –insistió Eriko–. Jean Lacoste lo acaba de demostrar y él también es médico, ¿no?
– No puedo medir las acciones de mi novia en base a lo que hace alguien más, no sería justo –negó Wakabayashi; fue consciente de que estaba a punto de perder el control y deseó que Eriko se callara de una buena vez–. Además de que considero que es estúpido creer que el que no haga ese tipo de sacrificios irracionales significa por fuerza que no me ama.
– Mereces a alguien que cruce el océano por ti, Genzo.- Eriko no daba su brazo a torcer–. Si esa doctora Del Valle no es capaz de hacerlo por culpa de su orgullo, entonces tal vez no te merezca.
– No voy a seguir discutiendo este punto.- determinó él, ya francamente enojado–. No la conoces, no sabes cómo ha sido nuestra relación y tienes una visión distorsionada de Yuri por ese estúpido complejo racista que te ha acompañado desde niña, no tienes la capacidad para opinar sobre lo que ella haga o deje de hacer para demostrar que me ama. Yo sé cómo está el asunto entre nosotros y por eso te aseguro que no necesito que la doctora venga a buscarme a Japón para convencerme de que lo nuestro puede funcionar. ¿Por qué no te metes en tus propios asuntos, Eriko? Si tienes la necesidad de entrometerte en la vida de alguien, bien podrías ayudarle a Misaki a aprender a guardar un secreto por una vez en su vida.
Genzo había intentando mantenerse tranquilo, pero subió el tono de su voz al final de su alegato, lo suficiente como para intimidar a su prima. Si bien no había sido ésa su intención, se sintió malignamente bien cuando Eriko entendió y dio por zanjado el asunto.
– Bueno, como quieras –dijo ella, sin mirarlo a los ojos–. Si deseas seguir cometiendo errores en tu vida amorosa, es tu problema.
– Básicamente así es, como todo lo que pasa en mi vida en general, no sólo en la amorosa –replicó el portero–. Por eso mis problemas los resuelvo yo mismo.
El mesero le llevó al fin el desayuno, pero Wakabayashi se dio cuenta de que ya no tenía tanta hambre. Las palabras de Eriko alcanzaron a molestarlo más de lo que esperaba, sobre todo porque una parte de él se preguntaba qué tanto estaba esforzándose Lily para solucionar sus problemas de pareja. Sí, era cierto que Genzo había tenido la culpa pero, ¿no había hecho todo lo que estuvo en sus manos para remediarlo, mientras que ella se negó a prácticamente a cualquier solución que él le dio?
"Por eso detesto hablar con Eriko", pensó Wakabayashi. "Tiene la habilidad de empeorar cualquier asunto que ya sea malo desde el comienzo".
En esos momentos Misaki entró al restaurante, con cara de que había pasado una muy mala noche. Al ver a Genzo y a Eriko, el joven se dirigió hacia ellos de manera automática, casi como si no tuviera elección; esto era una prueba clara del estado de ánimo de Taro, el cual, según lo que había dicho Eriko, no era más que culpa suya. Wakabayashi, sin poder evitarlo, se rio por lo bajo.
"Al menos", se dijo, "hay alguien que la está pasando peor que yo".
Notas:
*Aclaración sumamente random: a mí me gusta la pizza con piña, pero la mayoría de la gente que conozco considera que esto es un crimen contra la Humanidad.
