Todo lo que reconozcáis (y más) pertenece a J.K. Rowling. El resto ya es cosa de mi imaginación.


75. Una vez más


La clase de Runas Antiguas era una de las preferidas de Bruce. No porque estuviera muy interesado en las runas exactamente, sino porque las lecciones eran tranquilas, la profesora era agradable, no había preguntas estúpidas y, si bien la materia era un reto, era lo suficientemente accesible para que él la hubiera podido aprobar con un Supera las Expectativas en tercero, lo cual no estaba nada mal.

Los Slytherin y los Ravenclaw eran impares en esa clase, por lo que mientras los Gryffindor y Hufflepuff se sentaban en parejas, a Bruce solía tocarle con Luna Lovegood. La chica era rara, pero a Bruce no le importaba mucho porque de todos modos, apenas se hablaban durante la clase. Pero en los últimos días, la clásica distribución de asientos había sufrido un cambio drástico.

Hacía solo unas tres semanas que habían empezado cuarto año. Ritchie Coote, de Gryffindor, estaba obviamente colado por Cordelia Gifford, de Ravenclaw; Gifford estaba todavía más claramente interesada en sus afectos, así que la parejita había empezado a sentarse junta durante la clase, lo que hizo que la mejor amiga de Gifford fuera a quitarle el asiento a Bruce para quedarse junto a Lovegood, de modo que Bruce acabó sentándose junto a Eve Bundy, que era la única que quedaba sola. Y no estaba nada mal, la verdad. Era entretenido sentarse con Eve.

—¿Crees que vamos a usar lo que aprendemos en esta clase alguna vez en el futuro? —preguntó Bruce un día.

Estaban en la segunda mitad de la clase, todos medio ocupados en traducir un texto, aunque un rumor sordo de conversaciones a susurros inundaba el aula; a la profesora, que escribía muy concentrada en su mesa, no le parecía ningún problema.

—Supongo que la mayoría de nosotros no—respondió Eve, con el mismo tono bajo que él había usado—, pero en verdad hay algunas profesiones en las que podría ser útil, ¿sabes? Ritchie dice que le gustaría ser rompemaldiciones: a veces en los lugares malditos hay runas con pistas, advertencias y cosas así. Y bueno, ya sabes que muchos textos sobre la sociedad mágica de la temprana edad media están escritos en runas, y eso es muy importante en la actualidad en temas de leyes y demás.

—Suena muy aburrido tener que investigar leyes antiguas para poder hacer leyes hoy—comentó Bruce.

—No creo que lo sea tanto. Es importante. A lo mejor a mí me gustaría hacerlo.

—¿Ah, sí? —dijo Bruce con sorpresa—¿Por qué?

—Mi madre siempre dice que aquellos que olvidan la historia están condenados a repetirla—contestó Eve, encogiéndose de hombros—. Y creo que tiene razón. Hay que aprender de los errores del pasado, de lo que se hizo mal y los problemas que causó, si queremos una sociedad mejor.

—Así que te gustaría dedicarte a hacer leyes mejores.

—A aplicarlas, más bien—matizó ella—. Hacer leyes está bien, pero hay que usarlas cuando toca. No hay que ir imponiendo leyes a diestro y siniestro porque alguien con poder crea que es lo correcto, sino que creo que hay que ser más cuidadoso. Pensárselo más. Juzgar bien las cosas.

Bruce percibió ahí una acusación velada a los decretos que habían convertido a Umbridge en Suma Inquisidora y le habían dado poder sobre el resto de profesores, pero no insistió en el tema. Estaba de acuerdo y tampoco aguantaba a Umbridge.

—Eso suena a algo que podría hacer el Wizengamot—comentó Bruce.

—Sí. Llevo pensándolo desde el año pasado y es lo que más me llama la atención para mi futuro—admitió Eve, y tras unos instantes de reflexión añadió—. ¿Y tú qué, Bruce Vaisey? ¿Sabes qué quieres hacer con tu vida cuando salgas de aquí?

—Fácil. Voy a ser jugador de quidditch.

Eve sonrió abiertamente y alzó las cejas con incredulidad, y Bruce no pudo evitar pensar que tenía una sonrisa muy bonita.

—Pero si tú no juegas a quidditch.

—Porque Montague no acepta a nadie en el equipo a menos que tenga el tamaño de un armario o regale escobas nuevas a todos los jugadores—replicó Bruce con desdén—, pero sé jugar.

—Me gustaría verlo.

—Pues búscame al lado de los invernaderos los domingos por la mañana. Es cuando suelo entrenar.

—No, eso no. Quiero ver cómo te las arreglas para convertirte en jugador profesional—le corrigió ella, divertida.

Bruce la miró con una mueca que Eve le devolvió.

—Gracias por la confianza, Bundy.

—¿Qué quieres que te diga? Volverse un profesional es muy difícil, y no te he visto jugar. Quiero ver cómo lo haces.

—Pues lo verás. Solo tendrás que esperar un poco más.

—Oh, esperaría todo el tiempo del mundo para eso.


Al día siguiente de firmar el contrato con los Vratsa Vultures, Bruce se lo comunicó a los Warriors. Se apareció en las oficinas por la mañana, sabiendo que Caitlin Rhodes estaría trabajando a pesar de haber terminado ya la temporada. Los directores deportivos trabajaban más entre temporadas que durante ellas. Preguntó en recepción y le confirmaron que estaba en su despacho, así que echó a andar por el largo pasillo hasta llegar a la puerta correcta. Llamó con los nudillos y la voz de Rhodes respondió de inmediato, haciéndole pasar.

—Ah, eres tú, Vaisey—comentó Rhodes nada más alzar la cabeza y verle—. Me preguntaba cuándo vendrías. Has tardado más de lo esperado.

—¿Por qué? —preguntó Bruce, ligeramente sorprendido—Mi charla sobre la renovación no es hasta la semana que viene…

Caitlin Rhodes soltó un suspiro exasperado y le señaló la silla frente a ella, donde Bruce se sentó obedientemente.

—Por eso entre muchas cosas, Vaisey. Si quisieras renovar con los Warriors, no habrías pedido retrasar tanto la reunión. Es obvio que has estado escuchando ofertas interesantes. Y estuvo todo claro en cuanto Vasil Asenov me preguntó por ti. Conociéndote, no ibas a decirles que no a los Vultures. Estaba preguntándome a ver cuánto tardarías en firmar con ellos.

De la sorpresa, Bruce se quedó sin habla por un momento y se sintió como un idiota.

—Creía que lo de los Vultures era confidencial…

—Y lo es, pero no para mí—replicó Rhodes—. Hay muy pocas cosas que se me puedan esconder, y esta no es una de ellas. Lo sé, Pete lo sabe y Manuel también, nadie más. Y nadie más va a saberlo hasta después de la Eurocopa.

No supo qué decir ante eso. Era verdad que Rhodes siempre parecía ir por delante de todos, siempre enterada de todos los detalles importantes, pero no se había esperado que ya supiera que se iba de los Warriors… Aunque por otro lado, eso le ahorraba una conversación incómoda que daba las gracias por poder evitar.

—¿Tengo que firmar algo? —preguntó Bruce finalmente.

Caitlin Rhodes agitó su varita, y una carpeta salió volando de la estantería tras ella y aterrizó limpiamente en su mano en cuestión de segundos.

—Sí. Unas cuantas cosas—respondió Rhodes, abriendo la carpeta y empezando a extender sobre la mesa papeles y pergaminos de aspecto oficial—. Por suerte para ti, ya lo tengo todo listo.

Gracias a la efectividad de la directora deportiva todo el papeleo no duró más de cinco minutos. Al firmar el último documento, Bruce se quedó con una sensación extraña. Ya no era jugador de los Wollongong Warriors. Ahora pertenecía completamente a los Vultures… Aunque no podría decir nada oficialmente hasta dentro de dos meses.

—Y eso es todo, Vaisey—concluyó Rhodes, y entonces le miró fijamente—. Y sin que sirva de precedente, déjame agradecerte todo lo que has hecho con y por los Warriors en este año. Has hecho una excelente temporada y has crecido mucho como jugador, y probablemente sin ti no habríamos conseguido nada, especialmente tras la lesión de Neeson-Mills. Ha sido un placer tenerte con nosotros, y te deseo suerte en los Vultures y en el resto de tu carrera.

Que Rhodes le alabara fue tan sorprendente que, una vez más durante la reunión, Bruce se quedó sin palabras. Definitivamente, ya no había nada que pudiera hacer para que Rhodes no le considerara estúpido.

—Muchas gracias. Para mí ha sido todo un orgullo ser parte de los Warriors. Nunca olvidaré todo lo que he aprendido aquí.

—Eso espero. Bien, ahora que ya está todo dicho y hecho, puedes marcharte ya. Despídete de quien tengas que despedirte, porque este es el último día que tienes acceso libre a las oficinas y al campo. Sé que Pete está por aquí y que le gustaría hablar contigo.

Eso hizo Bruce. Se despidió de Caitlin Rhodes y después se paseó por las oficinas, despidiéndose de todos los conocidos que vio. La mayoría ya se olían que les iba a decir que se marchaba del equipo antes de que él siquiera abriera la boca: todos sabían que no tenía programada su charla de renovación para ese día, y estaban acostumbrados a que esas alturas del año los jugadores solo fueran a las oficinas a anunciar su cambio de equipo. Recibió muchas felicitaciones, abrazos, deseos de buena suerte y algunas promesas de mantener el contacto, aunque él a cambio no pudo darles muchos detalles, solo que iba a fichar por un equipo europeo y todo se sabría tras la Eurocopa. Zoe y Noah, los preparadores físicos, intentaron adivinar el equipo sin éxito, y Tessa, la asistenta jefa del equipo, quiso saber si volvía a Inglaterra, algo que Bruce sí que pudo negar. Tiffany fue capaz de despedirse sin balbucear ni trabarse con las palabras, lo que se podía considerar un logro comparado con el inicio de la temporada. Fue una lástima no poder decir adiós a algunos conocidos que no estaban ese día en las oficinas, pero al menos Larry, su guardia de seguridad favorito, vigilaba el túnel evanescente que llevaba al campo y pudo charlar un poco con él por última vez. Le confirmó que el entrenador estaba en el campo, donde llevaba casi toda la mañana, y Bruce cruzó el túnel una vez más.

Little Pete estaba sentado al borde del campo, sobre el césped, a pesar de que el tiempo empezaba a refrescar para los exigentes estándares de los australianos. Tenía una pizarra para planificar estrategias sobre las rodillas cruzadas y estaba trabajando en ella con concentración hasta que oyó a Bruce acercarse. Entonces le sonrió y le invitó a sentarse junto a él. Bruce lo hizo y no pudo evitar fijarse en la pizarra, que mostraba una modificación de una jugada habitual de los Warriors.

—Supongo que vienes de decirle a Rhodes que te marchas—comentó el entrenador.

Ex entrenador, se recordó Bruce.

—Sí. No sabía que estuviera enterada ya.

—Estas cosas se saben. No el público en general, pero es trabajo de Rhodes saberlo con antelación. Después de todo, probablemente habrá que encontrar a alguien para sustituirte.

—¿No vais a quedaros con Liam?

—Yo he votado que sí. Pero el presidente ha estado en contra desde el principio, y la decisión final recae en Rhodes—confesó Pete—. Yo tengo control sobre quién juega, pero no sobre los fichajes. Hago lo que puedo con lo que tengo… Y diría que este año ha ido muy bien, pese a los inconvenientes.

—Los Warriors no lograban un doblete desde la década pasada. Creo que eso está más que muy bien—dijo Bruce, y el entrenador sonrió ligeramente.

—Así que Bulgaria, ¿eh? ¿Qué te ha hecho decidirte por los Vultures?

—Es un buen equipo que está en Europa—admitió Bruce—. Más cerca de casa que Australia.

—Y para ti es importante volver a casa—intuyó el entrenador.

Bruce asintió en silencio. No iba a explayarse en sus razones de por qué quería volver a Reino Unido y por qué no iba a sentirse satisfecho hasta lograr triunfar en su país, pero Little Pete tenía razón y tenía que admitirlo. Además, seguro que sabía cuál era la razón por la que había tenido que irse de ahí. Había sido tema de debate en la prensa durante muchos meses.

—Hay un dicho que tienen los muggles: nadie es profeta en su tierra. En ocasiones, es muy cierto—dijo Pete, y Bruce escuchó con curiosidad—. Significa que a veces, para conseguir ser valorado por los suyos, una persona debe abandonar su hogar para labrarse una buena reputación. Y eso es lo que te está pasando a ti. En los lugares por los que ya has pasado, a nadie se le ocurriría dudar de tus capacidades. Todo el mundo sabe de tu valía aquí, a pesar de que en tu tierra no la valoraron… Y eso es precisamente lo que debe pasar para que en Reino Unido consigan apreciarte. Y créeme, Vaisey, con tu talento eso sucederá más temprano que tarde.

—Me temo que en Reino Unido les importan más otras cosas que el talento.

—Ya sé que la posguerra es complicada, pero aprenderán a ver más allá de los prejuicios. Ya va siendo hora, y tú podrías ayudar a que la gente se dé cuenta. En Bulgaria la situación tampoco es ideal, y si eres inteligente puedes usar eso a tu favor.

Bruce asintió de nuevo, reflexionando sobre las palabras de su entrenador. No sabía nada de la política de Bulgaria, en realidad. Nunca le había interesado mucho la política, y mucho menos de un lugar tan lejano. Pero Pete obviamente sabía del tema, y era un hombre inteligente. Si él creía que podía triunfar…

—No te he agradecido nunca que me hicieras cazador jefe después de la lesión de Marlene—recordó Bruce entonces—. Sin eso, probablemente no habría llamado suficiente la atención de los Vultures.

Pete soltó una breve carcajada.

—No tienes que agradecerme eso. Si acaso, tengo que darte las gracias yo por no dejarme en ridículo. Fue una apuesta arriesgada, pero confiaba en tus habilidades… Y no me decepcionaste. Me alegro de que te haya ayudado en tu carrera. Ha sido todo un placer entrenarte. Hay muchos jugadores buenos en el mundo, pero muy pocos con tu entrega. Eso es lo que te hace diferente.

—Ha sido todo un honor estar a tus órdenes.

—Bah, mencióname en tu discurso el día que te nombren Jugador del Año y estaremos en paz—bromeó Pete, y ambos rieron.

Pete era muy diferente del entrenador Johnson. Probablemente, también sería muy diferente de quien fuera que entrenara a los Vultures; cada entrenador era toda una sorpresa. Pero Pete tenía un punto de cercanía y amabilidad que no era muy común entre la élite de entrenadores. Era algo que dudaba que fuera a repetirse. Y algo que echaría de menos.


Había dejado a Jill para el final. Por alguna razón, le apenaba despedirse de la psicóloga del equipo. No sabía muy bien cómo decirle adiós, así que tras separarse del entrenador y echarle un último vistazo al campo de entrenamiento, volvió a las oficinas y llamó al despacho de Jill. Cuando esta le abrió, la miró fijamente y dejó que le leyera la mente.

—Oh—fue lo primero que dijo ella, con un tono mezcla de sorpresa y pena.

Le explicó lo que pudo en lo que tardaron en tomar una taza de té, y Jill asintió comprensivamente mientras él hablaba.

—Es una lástima que te marches, pero me alegro por ti, Bruce. Es un gran paso en tu carrera y lo vas a hacer de maravilla.

Charlaron unos pocos minutos más, principalmente sobre el futuro y lo que iban a hacer en las vacaciones, hasta que el té se acabó y Bruce se puso en pie para irse.

—Y tengo una pregunta más para ti, Jill—dijo Bruce al final, en un arrebato de curiosidad. Iba a irse lejos y dudaba que fuera a volver a ver a Jill, así que, ¿qué más daba que fuera una pregunta algo inapropiada?—. Te gusta Pete. A él también le gustas. ¿Por qué nunca has hecho nada al respecto?

Jill le dedicó una triste sonrisa.

—Porque es uno de mis "pacientes". No puedo implicarme emocionalmente con ninguno. Es una de las reglas más importantes de esta profesión. No puedo actuar sobre ello sin perder mi trabajo, y adoro este trabajo. La otra opción sería que él dejara de ser entrenador de los Warriors, algo a lo que tampoco va a renunciar. Así que ya ves, es algo más complicado que simplemente gustarse.

Bruce asintió, vacilante. Ahora lo entendía… aunque lamentaba haber sido tan insensible al preguntar. La sensibilidad nunca había sido lo suyo.

—Lo siento, Jill.

—No es culpa tuya, y no hay nada que podamos hacer. Simplemente… Esperar y ver qué pasa.


Al día siguiente se reunió con sus ya excompañeros de equipo para contarles que se iba de Australia. Al menos, con algunos de ellos. No contactó ni a Marlene, ni a Rick ni a Mitch; no merecía la pena perder el tiempo. Y tampoco le escribió a Danny. La ruptura no había acabado bien, pero ya habían tenido todas las despedidas necesarias, y estaba seguro de que a Danny no le apetecería en absoluto volver a verle. De todos modos, él tampoco quería volver a pasar por el mal trago.

Cuando llegó al bar en el que habían quedado, le sorprendió ver que Rachel ya estaba ahí. Normalmente él era el primero en llegar a cualquier reunión, mientras que los demás iban llegando con algunos minutos de retraso. Pero en cuanto se acercó a ella para saludar, Rachel se puso rápido en pie y le miró con seriedad con los brazos cruzados.

—Danny ya me lo ha contado. Sabía que te irías, pero esperaba que te portaras un poco mejor.

Bruce frunció el ceño, contrariado.

—Lo he hecho lo mejor que he sabido.

—Lo que no ha sido suficiente—rebatió ella—. Está destrozada.

Bruce suspiró. Cómo si no lo supiera. Sabía perfectamente que Danny no se había tomado nada bien la ruptura, y mucho menos que le hubiera ocultado durante tanto tiempo la oferta de los Vultures y las dudas que había tenido sobre si quedarse en Australia o marcharse a Bulgaria. No había querido hacerle daño en ningún momento; precisamente por eso había tardado tanto en decidirse. Pero al final, su corazón había escogido volver a Europa por encima de Danny, y no podía culparla porque ahora no quisiera verle. Y como era de esperar, Rachel, que era su mejor amiga, se pondría del lado de Danny. Hasta le sorprendía que hubiera accedido a verle.

—Lo sé, Rachel, y no estoy orgulloso de eso. Pero al final es mi vida, y tengo que pensar en mí mismo, aunque siento haber sido un idiota con ella.

El gesto de Rachel se suavizó un poco, aunque no relajó la envarada postura de espalda y brazos. Ella también suspiró.

—No me caes mal, Vaisey. Eres buen tipo, y un cazador excelente. Podrás hacer grandes cosas en tu carrera siguiendo tus instintos… Pero Danny es mi mejor amiga, y no puedo perdonar el daño que le has hecho.

—Lo entiendo.

Para su sorpresa, Rachel cruzó el espacio que los separaba y le dio un rápido abrazo. Se separó con la misma velocidad con la que se había acercado, y entonces dijo:

—Me voy ya. Solo quería verte una última vez, pero no voy a quedarme. Adiós y buena suerte en tu vida.

—Adiós, Rachel.

La joven salió del bar rápidamente, y cuando Bruce se sentó a la mesa que había estado ocupando se fijó en la jarra de cerveza vacía que había dejado. Probablemente no la había pagado, pero Bruce se encogió de hombros. No era gran cosa invitarla a una última cerveza. Llamó la atención del camarero para pedirle que le sirviera una, y no pasó mucho rato hasta que llegaron Liam y Tommy. Cinco minutos más tarde, con gafas de sol y una evidente resaca, se les unieron Kyle y Jane.

—Existen pociones para esas caras de muertos vivientes que traéis, ¿lo sabéis? —les preguntó Tommy irónicamente.

Jane gimió, y Kyle negó con la cabeza.

—Pierden su efecto cuando las usas varios días seguidos—explicó este último—. Y llevamos ya… ¿Cuántos días llevamos de fiesta?

—No lo sé—replicó Jane lastimeramente—. ¿Cuántos días han pasado desde la final de la CITOQ?

Hacía ya casi una semana desde que habían ganado la final, y Bruce sabía (porque esos dos le habían invitado a unirse a sus planes) que Kyle y Jane se habían pasado todas las noches desde entonces saliendo de fiesta, montándose un tour por todas las ciudades importantes de Australia (a excepción de Perth, por supuesto, el hogar de sus mayores rivales los Thunderers). Sus locas aventuras hasta se habían ganado menciones en el periódico durante esos últimos días, y no dudaba de que pronto tendrían un montón de páginas dedicados a ellos en las revistas del corazón. Bruce había preferido mantenerse al margen de aquello, alegando que tenía cosas mejores que hacer. Liam, por su parte, parecía pensar algo parecido, porque miraba al dúo de bateadores como si fueran unos animales mágicos especialmente peculiares. Sin embargo, ambos se pidieron una copa de whiskey para empezar la tarde, y al preguntarles al respecto, Jane respondió:

—Bueno, la mejor manera de olvidarte de la resaca es emborrachándote más. Así que contadnos, ¿qué cosas tan interesantes habéis estado haciendo últimamente para no venir a hacernos compañía?

Los cinco se pusieron al día, y cuando ya no pudo retrasarlo más, Bruce les confesó que había fichado por otro equipo. No les dijo por quién, porque no confiaba en la capacidad de mantener la boca cerrada de ninguno de ellos ante un rumor así. Solo les dijo lo mismo que a todo el mundo, que era un equipo europeo y no podía decir nada más hasta terminada la Eurocopa.

Jane y Kyle se quedaron sorprendidos, pero sobre todo tristes, cuando se enteraron de que eso también significaba que había roto con Danny, y comentaron tantas veces que hacían tan buena pareja que le entraron los remordimientos durante un buen rato. Tommy fingió lamentarse por su partida, aunque no era tan buen actor; no podía evitar que le saliera una sonrisita al pensar en que eso le daba muchas posibilidades de ser titular en los partidos importantes del año siguiente. Y Liam fue el más comprensivo, aunque también lamentó su marcha y que no fuera a poder seguir entrenando más con él.

A quien más echaría de menos de aquel grupo era a Liam. Y era raro, porque era al que conocía desde hacía menos tiempo, pero había algo en su actitud relajada y sus ganas de aprender que le hacían conectar mucho mejor con él que con los demás. Por Tommy no sentía más que un cierto compañerismo, y si bien Kyle y Jane eran divertidos, amigables y era imposible aburrirse con ellos, también podían resultar agobiantes y superficiales. Pero así era la vida de un jugador de quidditch: nunca sabías cuánto tiempo ibas a compartir con tus compañeros, así que había que aprovecharlo siempre al máximo.

Prometió mantenerse en contacto con todos ellos, aunque sabía que eso no duraría mucho y dentro de poco solo se mandarían felicitaciones en cuanto alguien consiguiera algún logro importante. Era lo que ya le estaba pasando con la mayoría de sus antiguos compañeros de los Minotaurs, pero eso también era parte de la vida del jugador. Había que aprender a decir adiós.


Pasó unos pocos días más en Australia, empaquetando sus cosas, dejando la casa limpia, supervisando cómo los hombres mandados por Tessa se llevaban la mayoría de sus muebles y despidiéndose de sus lugares favoritos. Aprovechó una mañana despejada para unirse a una excursión de submarinismo por la Gran Barrera de Coral, al noreste del país. Era algo que llevaba muchos meses queriendo hacer, pero por alguna razón u otra, nunca había encontrado tiempo suficiente… Y por fin consiguió solucionarlo, aunque a esas alturas del año el agua estaba fría y tuvo que echarse encima unos hechizos disimuladamente para compensar que no tenía un traje de neopreno adecuado, pero valió completamente la pena. El espectáculo marino que presenció fue impresionante.

Y el último día, mientras hacía tiempo hasta que su traslador saliera a última hora de la tarde, se acercó hasta la ópera de Sídney, que era la última cosa que tenía pendiente. Había visto muchas veces el famoso edificio, pero solo de lejos, con su silueta recortada entre las calles de la ciudad, porque no quedaba cerca de las zonas por las que él se movía habitualmente. Pero ese día fue hasta ahí, hasta el mismo pie de la ópera, y a medida que se acercaba las peculiares formas del edificio se fueron haciendo más imponentes.

Se quedó contemplando la ópera un buen rato, mientras a su alrededor turistas iban y venían, haciendo fotos y a menudo hablando en idiomas desconocidos. ¿Por qué había tardado tanto en ir hasta allí? ¿Por qué no había visto una de las cosas más famosas de Australia hasta su último día? Había estado ocupado, pero aún y así, había tenido muchos días sin partidos ni entrenos en los que podría haber viajado mucho más. Tal vez si no hubiera estado con Danny, si no les hubiera valido cualquier excusa para quedarse en casa sin hacer nada…

Daba igual, ya era inútil preguntarse nada al respecto, así que lo dejó ir. Le quedaban solo unas pocas horas para marcharse y no podía cambiar nada. A lo mejor en el futuro, si se organizaba mejor, podía volver a Australia a visitar todo aquello que se había dejado… Al fin y al cabo, ahora sabía que su madre vivía ahí. Tal vez su relación no fuera la mejor todavía; reparar quince años de ausencia no era sencillo. Pero era una buena excusa para volver a Australia de vez en cuando.


Gracias a la diferencia horaria, era primerísima hora de la mañana de ese lunes de mayo cuando su traslador le dejó en el Ministerio de Magia de Reino Unido. A pesar del esperado mareo por el viaje, sintió un rápido sentimiento de familiaridad nada más escuchar el marcado acento del norte de Londres de la mujer que le atendió, repasando que todo fuera correcto. Caminó por los pasillos del Ministerio rápidamente, mucho más animado que el resto de gente, empleados todavía soñolientos que se dirigían a sus puestos. Vio algunas caras conocidas, aunque no a nadie con quien se llevara lo suficientemente bien como para saludar. Llegó al atrio sin contratiempos, y se metió en una chimenea sin perder un segundo.

No había nada que le hiciera sentirse más en casa que desayunar en el Caldero Chorreante.

Hannah Abbott, tras la barra del pub, fue la primera cara realmente amistosa que vio, y la joven le saludó con genuino interés y con buen humor. Aunque no fuera la hora del desayuno de Bruce, tenía hambre, así que se sentó en la barra y dejó que Abbott le sirviera y le hiciera unas cuantas preguntas sobre sus últimas novedades. Bruce respondió sin problemas, hasta haciendo algunas bromas. Le gustaba estar en Inglaterra de vuelta, y para ser sinceros, desde que Hannah Abbott estaba al mando del Caldero Chorreante la comida era mucho mejor. Además, Abbott sabía que había ganado la Liga y la CITOQ, lo cual sorprendió y alegró a Bruce a partes iguales; no recordaba que ella fuera muy fan del quidditch.

—Y sigo sin serlo mucho—admitió ella, con una sonrisa culpable—, pero estando aquí oigo muchas cosas. Y hace menos de una semana tuve a un grupo de Slytherin de dos o tres años menos que yo hablando de ti. Fueron bastante ruidosos. Y ahora, si me disculpas, me parece que tendré que ir a que el señor Hurst me pida su primera cerveza de mantequilla del día.

Abbott se marchó a seguir trabajando, dejándole rumiar sus palabras con curiosidad. Dos o tres años menos que Hannah significaba que los Slytherin que había escuchado tenían uno o dos años menos que él. Tal vez habrían sido Niles Hanley y Fergus Cowley con sus amigos, que habían sido bateadores en los últimos años de Bruce en Hogwarts; o a lo mejor era el grupito de Malcolm Baddock, con quien también había coincidido en el equipo… Fuera quien fuera, le alegró todavía más saber que gente con la que apenas tenía relación estuviera enterada de sus éxitos. Iba ganando fama en Reino Unido poco a poco.

No había mucha gente en el Caldero Chorreante a esas horas, tal como lo recordaba de su infancia. Jubilados desayunando, o en algunos casos bebiendo ya que no tenían nada mejor que hacer en todo el día; un puñado de comerciantes poniéndose al día, preparándose para abrir sus tiendas; alguna persona esperando pacientemente a que las tiendas del callejón abrieran, con aspecto de necesitar comprar algo urgentemente para poder seguir con su día; y un puñado de niños hijos de comerciantes del callejón Diagon, entreteniéndose unos a otros mientras la mujer que debía ser su niñera parecía haber desistido ya de intentar educarlos. Bruce sonrió disimuladamente al verlos, recordando su propia infancia en el callejón y preguntándose cómo había conseguido aprender algo aparte de leer, escribir y sumar. La vida de los hijos de comerciantes siempre había sido muy caótica, criándose entre ellos con la ayuda de alguna niñera que hacía las veces de profesora (y que nunca duraba mucho y solía largarse agobiada), mientras sus padres estaban ocupados con sus tiendas. La mayoría de lo que Bruce podía recordar de esa época era feliz, aunque hacía tiempo que había perdido la relación con el resto de los niños con los que había crecido. En el callejón Diagon, el ir a Hogwarts por primera vez marcaba un antes y un después en la vida de los niños que crecían allí. En cuanto volvían de Hogwarts, ya con nuevos amigos, no volvían a juntarse con aquellos más jóvenes, considerándolos unos críos aunque solo unos meses atrás hubieran sido los mejores amigos.

Hacía tiempo que Bruce había superado aquello, y de hecho, le costaba recordar ya quiénes habían sido sus mejores amigos de pequeño. Recordaba a Jack Sloper y Zara Valli, por supuesto: aunque eran dos años mayores que él (algo que siempre le había dado mucha envidia cuando crecían, porque significaba que ellos seguirían siendo amigos incluso cuando pasaran por el momento crucial de ir a Hogwarts), siempre se habían llevado muy bien y habían tenido los mejores planes y las mejores aventuras. Pero aparte de ellos… ¿había pasado las tardes de los miércoles aprendiendo a hacer pasteles en la cocina de los Denshaw o de los Denholm? ¿El que lloraba siempre porque se olvidaba de la contraseña para entrar al callejón era Nigel o Harvey? No conseguía recordarlo, y aunque era una lástima, las cosas siempre habían sido así.

Se acabó los huevos fritos antes de que se enfriaran y llamó la atención de Abbott.

—Si ves a Tracey Davis hoy, ¿puedes decirle que iré a verles a casa esta tarde?

—Claro. Casi siempre viene a comer los lunes—asintió Hannah—. Se lo diré. Vas a la boda de Maureen el sábado, ¿verdad?

Hizo un gesto afirmativo antes de despedirse, e inspiró muy hondo antes de desaparecerse. Ya estaba en Inglaterra, pero era hora de que verdaderamente fuera a su casa.


Curiosamente, la temperatura en el exterior no era muy diferente de la que estaba haciendo en Sídney en esos momentos: que se acercara el verano en Inglaterra era muy parecido a que se acercara el invierno en Australia. Había una fina neblina de un pálido gris cubriendo el cielo, aunque no llovía. Y la casa que había comprado estaba exactamente igual a cómo la recordaba.

Atravesó el patio de entrada en el que se había aparecido en dirección a la puerta, fijándose en que las plantas estaban un poco descuidadas y que el limonero estaba lleno de limones en diferentes estados de maduración; hasta había ya varias frutas caídas en el suelo, ya marrones y podridas. Era de esperar que ahora que la casa ya estaba vendida no hubiera nadie ocupándose de mantener el jardín en condiciones, y curiosamente eso le llenó de un raro optimismo. Nunca había tenido plantas en casa, y hacía siglos que no podaba ni una maceta. Sería entretenido arreglar un poco el jardín. Definitivamente, el limonero necesitaba un poco de atención.

Abrió la puerta de entrada, y tras dejar su mochila y maleta mágicamente extendidas en el recibidor, paseó en silencio por la casa. Estaba vacía, completamente desamueblada a excepción de la cocina y los baños. Era un poco triste… Pero era suya. Y con solo un poco de tiempo y trabajo, podría convertirse en un hogar.

La última carta que le había mandado Cho Moore contenía las instrucciones simplificadas para conectar la electricidad y el agua corriente, así que eso fue lo primero de lo que se encargó. Por suerte no tendría que preocuparse por las facturas, ya que por un módico precio la empresa de Cho se encargaba de gestionarlas por él. A continuación se enfrentó al dilema de decidir qué habitación sería su dormitorio. Había varias, una grande en el piso de abajo y las demás en el superior, y aunque lo lógico sería quedarse con la grande, algo no le acababa de convencer… Y prefería dormir a cierta altura de tierra. La habitación grande podría ser una especie de sala de trofeos, o una biblioteca, o algo entremedias. Como dormitorio, eligió el cuarto más grande del piso de arriba. Satisfecho con aquello, echó un último vistazo al patio trasero. Era grande, y estaba rodeado de los altos y tupidos árboles del bosquecillo que crecía al lado de la casa. Se moría de ganas de sacar su escoba y dar unas cuantas vueltas… Pero tenía cosas más importantes que hacer.

Como visitar el pueblo y empezar a comprar.


El pueblo, a apenas diez minutos de paseo de la casa, no era muy grande. No llegaba a los diez mil habitantes, y consistía de una larga y curvada calle principal empedrada con una plaza en el centro, encajada entre una iglesia, el ayuntamiento, una biblioteca y un restaurante. De la calle principal salían otras que se entrecruzaban entre sí de forma más o menos regular, pero parecía ser que solo en la principal había cosas interesantes. Todas las tiendas se alineaban allí, entre un par de pubs, restaurantes pequeños, casas más regias que el resto y hasta un colegio, de donde provenían gritos y risas de niños.

Bruce se paseó por la calle, y muy pronto se dio cuenta de que debería haber hecho una lista de la compra, porque de inmediato la tarea de amueblar una casa se le hizo muy grande. Lo primero que compró fueron platos, cubiertos y demás utensilios para cocinar, porque vio una tienda especializada en cocina, y salió de allí ya tan cargado de bolsas que apenas podía transportar nada más. Se las arregló para echarle disimuladamente en un callejón un hechizo de expansión a un par de las bolsas, y con eso consiguió suficiente espacio para comprar toallas, paños y algún que otro artículo de baño un poco más allá. Pero ya iba cargado hasta los topes… y no había comprado ni un solo mueble.

Se detuvo en uno de los pubs a tomar un refresco antes de volver a casa. Entre una cosa y otra ya era mediodía, y aunque una simpática camarera le ofreció comer, él lo rechazó. No tenía hambre, pero estaba cansado y necesitaba una siesta si quería tener fuerzas para aguantar hasta la tarde. Bebió su refresco con tranquilidad, observando cómo el pub se llenaba de gente para comer. Parecía un lugar bastante popular en el pueblo, porque pronto estuvo atestado. Todos los comensales parecían conocerse, y hablaban en voz muy alta y entre risas, incluso de una mesa a otra, y Bruce empezó a sentirse un poco fuera de lugar. Era el único que no participaba de las conversaciones grupales y que estaba solo, así que apuró rápido su vaso para irse de ahí. No contaba con que iba a llamar la atención del grupo de hombres mayores que reía en la barra, ni mucho menos con que uno de ellos fuera a saludarle y sentarse en la silla frente a él como si fuera lo más normal del mundo.

—Tú eres nuevo por aquí, ¿eh? No conozco tu cara. Me llamo Max, y aunque oirás a algunos llamarme Mad Max, no les hagas ni caso. Solo me llaman así los viejos que recuerdan cosas que pasaron hace mil años. ¿Tú quién eres? ¿Y qué te trae por nuestro humilde pueblo?

Max había traído su jarra de cerveza consigo, y le dio un trago cuando acabó de hablar, antes de sonreírle abiertamente esperando su respuesta. Era un hombre que debía rondar los sesenta años, de constitución robusta y una barriga más que notable, completamente calvo pero con una espesa y cuidada barba gris. Parecía amistoso, y claramente de sonrisa fácil, pero Bruce no pudo evitar sentirse un poco incómodo con tanta familiaridad por parte de un desconocido.

—Yo soy Bruce, Bruce Vaisey—acabó respondiendo—. Acabo de mudarme aquí, a la casa de las afueras.

—¿A la casa del italiano, en el bosquecillo? —preguntó Max sorprendido, aunque era evidente que no necesitaba una respuesta—Qué curioso, pensaba que no la venderían nunca. Ha estado deshabitada desde que se fue el arquitecto.

—La casa la construyó un arquitecto italiano hace unos diez años—intervino de repente otro hombre mayor, que claramente había estado escuchando desde la barra y se había acercado a ellos, sin poder resistir un cotilleo—. Vino aquí desde Italia porque se enamoró de una mujer de Londres. Diseñó la casa y la hizo construir, y él y la mujer vivieron aquí durante un tiempo, pero ella no soportaba vivir tan lejos de Londres y él se cansó de ella, así que se divorciaron, los dos se fueron y la casa quedó vacía. De eso hará ya unos ocho años.

Bruce escuchó con curiosidad la historia. ¡Por eso le había recordado tanto a las casas de Taormina! La casa era un diseño italiano. Era raro tener una casa de estilo italiano en plena Inglaterra. Era una combinación que no tenía mucho sentido… Pero era original. Le gustaba.

—No lo sabía. No me lo dijeron en la agencia—admitió Bruce.

—¿Y por qué te has mudado aquí? —retomó la palabra Max, estudiándole con ojo experto—Pareces joven, el tipo de chico que se lo pasaría en grande en una ciudad. No te pega estar aquí.

Entonces Bruce contó la historia falsa que había ido perfeccionando con el tiempo. Trabajaba en los negocios, cerrando tratos entre empresas de diferentes países y viajando de acá para allá, supervisando que se cumplieran los términos de los contratos. Ahora había acabado su asignación en Australia y estaba esperando su próxima destinación, y para compensar su agitada vida, había decidido que de ahora en adelante quería pasar sus vacaciones en un lugar tranquilo y apartado. Por lo tanto, no viviría ahí siempre, sino que iría y vendría de forma bastante imprevisible.

Su atuendo, consistente en pantalones vaqueros, zapatillas deportivas y una sencilla sudadera, no aportaba mucha verosimilitud a la historia de que era un importante hombre de negocios, pero Bruce lo explicó con tanta convicción que le creyeron, si bien escuchó algunos susurros sorprendidos a sus espaldas de gente cotilla. Era una tapadera que explicaría perfectamente sus idas y venidas, y el tema de contratos confidenciales entre importantes empresas le permitiría tener una excusa para no dar demasiados detalles sobre lo que estaba haciendo. Max y su compañero se tragaron la historia, y si el pueblo era tal y como Bruce se esperaba, en unos pocos días todos sus habitantes sabrían quién era el nuevo vecino de la casa de las afueras.

—Es una vida interesante, chico. Parece que te va bien, ¿eh? —comentó Max rascándose la barba—Y veo que estás de compras. Si necesitas buenos muebles, tienes que ir a la tienda de Shirley. Es la de la siguiente esquina girando a la izquierda. Si le dices que vas de mi parte, te hará descuento.

Siguió un rato más en el pub, hasta que se hizo la hora de volver al trabajo para la mayoría de los comensales y todos desaparecieron tan rápido como habían llegado. Max se despidió palmeándole con fuerza la espalda, asegurándole que se moría de ganas de volver a coincidir con él, algo que seguro que pasaría si seguía frecuentando el pub. Cuando Max se marchó Bruce también lo hizo en dirección a casa; y aunque habría dado cualquier cosa por poder levitar las bolsas, que pesaban más de lo que parecía, no pudo hacerlo hasta que salió del pueblo y llegó a la carretera. Era estrecha, y para que pasaran dos coches a la vez tendrían que apretujarse, pero estaba tan poco transitada que dudaba que dos coches fueran a cruzarse. Atravesaba prados y descampados de varios tonos de verde brillante, y tras unos minutos de paseo un camino de tierra se desviaba por entre unos matorrales, adentrándose en un prado inclinado y subiendo hasta la casa de Bruce y el bosquecillo tras ella.

Al entrar en casa se relajó; era curioso como ya la sentía un poco como un hogar. Dejó las bolsas en el recibidor, y como no tenía cama, sofá ni nada parecido invocó un colchón y se echó a dormir la siesta de inmediato.


Despertó, como sabía que pasaría, apenas una hora más tarde, cuando el colchón se volatilizó debajo de él con un chasquido. Golpeó el suelo secamente y soltó un gruñido molesto mientras se iba despertando poco a poco. Había hecho la invocación muy rápido y casi sin concentrarse, por eso sabía que no iba a durar mucho, pero es que no quería dormir demasiado si quería aprovechar la tarde. Sin embargo, tendría que haber pensado que despertar cayéndose al suelo no sería muy agradable, aunque solo hubiera sido desde unos pocos dedos de altura.

Se levantó del suelo a regañadientes y fue a sacar un vaso de las bolsas de la compra, para poder beber un poco de agua del grifo. Le habría ido mucho mejor un café, pero aunque había comprado una cafetera por la mañana, no había pensado en el café. Ni en nada comestible, la verdad. Debería solucionar eso próximamente, pero mientras pudiera alimentarse en el pueblo, iba a darle prioridad a los muebles. Y eso hizo.

Pasó gran parte de la tarde en la tienda de Shirley, tal como Max le había recomendado. Y Max había tenido razón, porque la tienda de muebles era de buena calidad. Shirley, la dueña, era una mujer de unos cincuenta años, regordeta y de mejillas sonrosadas, que le atendió personalmente encantada y le hizo varias recomendaciones. Compró bastantes cosas allí, incluyendo una imponente mesa de comedor de gruesa madera oscura, sillas a juego y un par de grandes armarios. Sin embargo, todos los sofás y camas que vio le parecieron demasiado grandilocuentes, con sus enormes doseles y excesivos detalles, así que salió sin ninguno. Cuando por fin consideró la compra acabada (y le prometió a Shirley que se pensaría si necesitaba algo más), la mujer insistió en llevarle los muebles a casa en furgoneta esa misma tarde, a lo que Bruce no pudo negarse; aunque podría habérselos llevado él mágicamente mucho más fácilmente, no tuvo ocasión de hacerlo, así que tuvo que contemplar como un par de mozos cargaban su compra y luego subirse en el transporte con ellos hasta su casa. Al llegar a la entrada, descargaron entre los tres todas las cosas en el jardín, y Bruce dejó que le ayudaran a meter en la casa las cosas más ligeras, como las sillas. Había intuido, por la conversación que le habían dado los mozos durante el breve trayecto en la furgoneta, que tenían curiosidad por ver la casa de cerca. Así que les dejó entrar y merodear un rato (por suerte, no había sacado nada inequívocamente mágico de su maleta todavía), y cuando empezaron a plantearse cómo meter la gran mesa por la estrecha puerta de entrada, Bruce les lanzó un Confundus y pudo convencerles fácilmente que podría encargarse del resto él solo. Los dos hombres se mostraron de acuerdo y volvieron hacia el pueblo con sonrisas ausentes; Bruce encogió los muebles que quedaban fuera, los recogió todos con una mano, y cuando entró en el salón los devolvió todos a su tamaño original. Todo el proceso había durado un minuto, y aunque el salón era ahora un caos atestado de cosas sin ningún orden, tendría tiempo para arreglarlo. Pero ahora se le estaba haciendo tarde, así que se duchó rápidamente y se apareció en casa de Tracey y Theodore.


Apareció en el recibidor, pero hizo suficiente ruido como para que le oyeran desde el salón. Solo unos segundos más tarde la cabeza de Tracey se asomó al pasillo, luciendo una enorme sonrisa. Un momento después Theodore apareció tras ella, sonriéndole también y llevando gafas. ¿Desde cuándo Theodore llevaba gafas?

—Mira quién es, ¡nuestro amigo famoso! —exclamó Tracey, y cortó la distancia entre ellos para darle un fuerte abrazo—¡Te has acordado de nosotros!

—Como si pudiera olvidaros—replicó burlonamente Bruce, dejándose abrazar.

—No te dejaríamos—comentó Theodore, lanzándole una mirada divertida mientras se acercaba él también.

Tracey le soltó y dejó que los dos chicos se abrazaran, pero mientras tanto se dedicó a observar a Bruce de arriba abajo con ojo crítico.

—Llevas el pelo más largo. ¿Y cuánto hace que no te afeitas? Por Merlín, tendrás que arreglarte un poco antes de la boda de Maureen y Adrian, o no te dejarán entrar. Tus bonitos trajes no te salvarán. ¿Y cómo es posible que haya tenido que contarme Hannah que habías llegado hoy? ¿Es que no sabéis mandar lechuzas en Australia?

—Como puedes ver, Tracey no ha cambiado nada—le dijo Theodore con una mirada cómplice, y Tracey le sacó la lengua en una mueca.

—En verdad se usan cucaburras para el correo en Australia, no lechuzas—explicó Bruce, y al ver la mirada incendiaria que Tracey le dedicó por responder la pregunta más irrelevante de todas las que había hecho, le invadió tal sentimiento de cariño y familiaridad que se echó a reír antes de continuar—. Y sí, lo sé, me arreglaré y me cortaré el pelo, no te preocupes. He tenido unos últimos días agitados y no he tenido tiempo para eso, pero me encargaré. Y decidí venir hoy a Inglaterra bastante a última hora, habría tardado más en llegar el correo que yo… Así que aquí estoy.

—Lo último que nos contaste fue que habías ganado el torneo internacional—apuntó Theodore, mirándole con curiosidad—. Fue una carta corta y dijiste que estabas ocupado. ¿Qué has estado haciendo?

—Si me dejáis sentarme, os contaré todo lo que pueda—prometió Bruce.

Se sentaron, le invitaron a cerveza de mantequilla y hasta a cenar, algo que Bruce agradeció al pensar en su nevera vacía. Y se pusieron al día: Bruce se enteró de que Theodore había empezado a llevar gafas para leer desde hacía unos meses, porque su vista de cerca había estado empeorando. Y él, por su parte, les contó todo.

Bueno, en verdad todo no, sino que se guardó la mayoría de los detalles para sí mismo. Theodore y Tracey no los necesitaban y les gustaba saber simplemente los hechos importantes y las conclusiones, así que eso fue lo que les dio. Les explicó que había recibido una oferta de un importante equipo búlgaro, que la había aceptado tras pensárselo mucho y que eso había causado también la ruptura con Danny, porque no veía futuro en su relación a largo plazo y mucho menos a distancia. Theodore y Tracey asintieron comprensivamente y le dieron unas cuantas palabras de apoyo, para después distraerle con preguntas más acuciantes:

—¿Y cuál es ese famoso equipo búlgaro por el que has fichado? —inquirió Tracey.

—No puedo decirlo, es confidencial hasta que se acabe la Eurocopa.

Theodore y Tracey se miraron en silencio un instante, y entonces Tracey volvió a preguntarle:

—No has hecho un juramento inquebrantable, ¿verdad? Ya nos lo estás contando, Bruce.

El tono de Tracey no admitía réplica, y Bruce suspiró. Sabía que enfrentarse a Tracey era un caso perdido. No dejaría de sacar el tema hasta que se lo contara. Y de todos modos… Podía confiar en ellos. Eran sus mejores amigos, y sabía por experiencia lo buenos que eran guardando secretos. No se lo contarían a nadie.

—De acuerdo, pero prometed que de verdad no diréis ni una sola palabra hasta que no se haga público.

Así que Bruce confesó, algo que emocionó más a sus amigos de lo que había esperado. Conocían a los Vultures. Era un equipo famoso, presente habitualmente en la Liga de Campeones, que solía salir en las noticias incluso en las publicaciones que no se especializaban en quidditch. Era un gran avance, y Theodore y Tracey se alegraron por él y le felicitaron durante un buen rato antes de pasar a hablar de temas más corrientes.

No fue hasta más avanzada la tarde que Bruce les contó qué tal había ido su búsqueda de muebles y enumeró las cosas básicas que todavía le faltaban. Al ver el brillo en la mirada de Tracey cuando habló de aquello, supo que acababa de meterse en algo que no le iba a gustar mucho.

—No sabes dónde acabas de meterte—dijo entonces Theodore mirándole con una pizca de compasión, confirmando sus sospechas—. Le encanta ir allí.

Estuvo a punto de preguntar a dónde le encantaba ir a Tracey, pero no tuvo tiempo antes de que ella anunciara su plan:

—No te preocupes, Bruce. Sé dónde encontrar lo que necesitas. Quedamos aquí mañana a las nueve de la mañana, no te retrases. Es hora de que visites un Ikea.


Aquella noche el colchón que había invocado solo se desvaneció dos veces, la segunda de ellas a las ocho de la mañana, algo que consideró una señal para levantarse. Desayunó en el mismo pub del día anterior, aunque a esas horas estaba mucho menos animado y las pocas personas que había tenían un aspecto soñoliento y apagado. Después se desapareció y pasó el resto de la mañana con Tracey.

No fue tan malo como se había imaginado, aunque no se lo pasó tan bien como Tracey, que lo disfrutó como una niña en la mañana de Navidad. Recorrieron la enorme tienda de muebles durante horas, eligiendo cosas, debatiendo qué sofá era mejor, si quería armarios con más estantes o cajones, cómo de grande tenía que ser la estantería de los trofeos… Por suerte, la noche anterior Bruce había elaborado una lista básica, lo que les facilitó la tarea y sorprendentemente les permitió salir de ahí con casi todo listo. Tuvieron que comprar también un set de herramientas, porque Bruce descubrió que tendría que montarse él mismo los muebles en casa; Tracey ofreció su ayuda y la de Theodore de inmediato, asegurándole que era parte de la diversión. Y al salir de la tienda, entre los dos fue muy sencillo hechizar a los empleados para hacerles creer que les habían ayudado a cargar todas las cajas en una camioneta, aunque lo que en verdad hicieron fue encogerlas, metérselas en los bolsillos y desaparecerse hasta casa de Bruce.


El resto de aquella semana pasó muy rápido mientras se dedicaba a convertir la nueva casa en un hogar. Hizo una visita al callejón Diagon, donde compró algunos elementos mágicos indispensables, como una radio y polvos flu, y también se hizo con herramientas de jardinería en el pueblo. Por las tardes Theodore y Tracey se aparecían en su casa para acompañarle y ayudarle, y resultó que Tracey no solo disfrutaba comprando muebles, sino que era una experta en montarlos al estilo muggle. También se cortó el pelo, compró por fin comida e intentó cocinar un poco; como casi siempre tenía elfos domésticos encargándose de alimentarle no se le daba muy bien, pero durante gran parte de las vacaciones se las tenía que arreglar para hacerse unas comidas mínimamente decentes. Fue una gran semana, y aunque no lo terminó todo (y de hecho, casi todos los muebles montados estaban apelotonados en el salón, a excepción de la cama y un armario, que ya tenía en la habitación), avanzó bastante y ya se iba haciendo una idea de cómo iba a organizarse y de qué le faltaba todavía. Pero no le preocupaba ir despacio: pensaba pasarse toda una vida allí.


¡Hola otra vez!

Hoy toca despedirnos de Australia con un sabor agridulce, porque las despedidas nunca son fáciles, pero al menos podemos ver por última vez a algunos de mis personajes favoritos y tener algunas respuestas. Eso por un lado, mientras que la segunda parte del capítulo cubre la vuelta a Inglaterra de Bruce... Y es mucho más cotidiano. Nos reencontramos con Tracey, Theo y varios escenarios clásicos, además de que Bruce tiene que enfrentarse a aventuras tan locas como ir a un Ikea, familiarizarse con sus nuevos vecinos o facilitar sus tareas con magia sin que nadie se entere. Sí, puede que no sea lo más emocionante del mundo, pero Bruce se merece un poco de descanso tras las emociones de los últimos capítulos, ¿no?

Por lo demás, mil gracias a todos los que seguís leyendo. Espero que si habéis tenido o tenéis vacaciones las hayáis disfrutado al máximo y que todo el mundo tenga buena salud. Aquí seguiremos actualizando cada lunes, y la semana que viene nos meteremos de lleno en las vacaciones de verano de Bruce... Y viajaremos un poco.

¡Hasta la próxima!