Capítulo 74. Destrucción ilimitada

Adremmelech fue el primero en atacar, enterrando el puño donde hacía un instante se hallaba el corazón de Caronte. Intuyó la nueva posición del astral y se arrojó hacia él, dándose cuenta a medio camino de que tenía la garganta desgarrada. Ignoró el dolor.

Caronte detuvo la acometida con el brazo derecho a la vez que dirigía la mano izquierda a los ojos que Adremmelech nunca usaba, reventándolos. El Caballero sin Rostro mantuvo un silencio inhumano que en lo absoluto reflejaba la ferocidad de su contraataque: sosteniendo la fría oscuridad que cubría el cuerpo del demonio, se valió de la mano libre para encajarle un puñetazo en la quijada. Pero a Caronte le bastó un movimiento hacia atrás para esquivarlo, e incluso aprovechó la situación para desgarrarle la muñeca y tomar distancias.

Todavía inmerso en aquel mutis antinatural, Adremmelech buscó volver a golpear al astral de mil maneras distintas, fallando siempre. Caronte era capaz de predecir sus toscos ataques, esquivándolos al tiempo que cortaba una parte más de su cuerpo: mejillas, tendones, estómago, la nuca… En cuestión de segundos había más heridas en el cuerpo del Caballero sin Rostro que partes sanas, y lo que quedaba del uniforme estaba oscurecido, empapado por la vida de Adremmelech.

—¿Cuántos litros de sangre tiene el cuerpo de un santo? —cuestionó Caronte, divertido.

¿Pretendía desangrarlo? La mera posibilidad bastaba para que Adremmelech sintiera ganas de reír, aunque lo que terminó expresando fueron gritos carentes de sentido. Era mayor la furia que despertaba esa soberbia seguridad que el astral destilaba en cada gesto y palabra. Guiado por aquella rabia inconsciente, el Caballero sin Rostro volvió a probar con un ataque frontal. Duplicó la fuerza y velocidad, decidido a convertirse en un bólido capaz de superar por amplio margen sus anteriores intentos.

Esta vez, Caronte no se molestó en esquivarlo o detenerlo. Esperó que el enloquecido guerrero estuviera lo bastante cerca y le partió el cuello de una certera patada. El antiguo guardián del décimo templo zodiacal dio varios tumbos sobre la tierra ensangrentada antes de caer inerte ante una pared.

—Me pediste llevar nuestra lucha a mis dominios —murmuró Caronte una vez se cercioró del estado de Adremmelech; costaba creer lo fácil que había sido—. ¿Arrepentido?

Como por arte de magia, la tierra bajo ambos se abrió de pronto, y aunque Caronte pudo alejarse de un salto, el supuesto cadáver fue engullido por la oscuridad antes de que la grieta se cerrara. ¿Una reacción de aquel mundo de silencio ante el insoportable par de vocecillas que había estado aguantando? Tenía sentido, pero otras posibilidades surgían en la mente de Caronte, quien sonrió para el probable público.

—¿Por dónde iba? —Caronte miró hacia los cielos. Más allá del batallón espectral y de la nube de polvo, confiando en que en las alturas un ojo de pupila aguamarina le observaba—. Porque me estás escuchando, ¿cierto? Lo percibo. Tú, la niña de Virgo… ¡Ah, cierto! De monstruos y…

Una docena de rocas de diverso tamaño cayeron sobre el astral a altísima velocidad, interrumpiendo su discurso. Caronte, percibiendo el cosmos de Adremmelech en cada una de ellas, no dudó en bloquearlas, bastándole para ello el brazo derecho. Siguió hablando mientras más proyectiles venían de todas partes.

—Debes considerarte una heroína… ¡No! Más que eso. Mesías de la humanidad. Es la euforia, chiquilla. Todos los hombres que hoy son leyenda pasaron por eso… Y no todas las leyendas de tu raza hablan de buenos hombres, ¿cierto?

Entre cientos de piedrecillas que lo buscaban más rápidas que el rayo, y las rocas de entre cien y trescientos metros que caían como auténticos meteoritos, el cráter se iba expandiendo poco a poco. Los estallidos sónicos quebraban la roca de las paredes, añadiendo proyectiles al arsenal infinito que asediaba al astral, el cual los bloqueaba a la espera del previsible retorno de Adremmelech. Pronto, el polvo que quedaba tras los incontables ataques fue cubriendo los alrededores, y Caronte imaginó que aquel sería el momento que el ex-santo esperaba.

Pero detrás de la negruzca cortina se ocultaba una táctica más sutil. Agujas finísimas que se confundían con el aire, de afilada punta y endurecidas por un inmenso cosmos que les otorgaba movilidad y las protegía de la fricción. Se habían desplazado con increíble lentitud conforme el resto de piedras era detenido por Caronte, y ahora, de forma súbita, se proyectaron todas ellas sobre el astral, apuntando a las zonas que este había cortado del cuerpo de Adremmelech. Caronte capturó la primera a un par de metros del cuello, y tras calcular las mejoras que el Caballero sin Rostro le había otorgado, decidió recibir las demás.

Las pupilas de ambos ojos, los tímpanos, la garganta, la nuca… Toda parte del cuerpo humano que pudiera considerarse especialmente vulnerable fue golpeada por aquellas agujas, las cuales quintuplicaron su terrible velocidad a un milímetro del objetivo. Y sin embargo, fueron estas las que estallaron sin causar el menor daño.

—Re-ajustando la potencia y velocidad. —La voz de Adremmelech reverberó por todo el cráter, acompañada por un leve temblor—. Prioridad: destruir la armadura.

Una efigie de roca ígnea emergió cerca de Caronte, y al explotar dejó a la vista a un intacto Adremmelech. No solo se había regenerado el cuerpo, sino también el uniforme que siempre llevaba; era como si la anterior batalla no hubiese tenido lugar.

Sin mediar palabra, Adremmelech se propulsó sobre el astral tan rápido como aquellas agujas. Falló por poco, pero supo reaccionar a tiempo para bloquear el intento de Caronte por decapitarlo, a la vez que encajaba el puño en el pecho sombrío. Desde aquel punto, ondas expansivas se extendieron por todo el traje de sombras, tornándolo en algo similar a la superficie de un mar embravecido. Caronte, al parecer extrañado, atrapó el otro brazo del ex-santo, evitando que le golpeara el rostro. Pero tanto tenía Adremmelech la creatividad de los hombres cuanto la ferocidad de las bestias salvajes, y no dudó en usar su propia cabeza para golpear la de su adversario.

Desde la frente hasta el cuello, la piel de Caronte tembló del mismo modo que lo hacía la tierra. Y en el interior pareció haberse iniciado un terremoto, alterando sus huesos, órganos, fluidos… Más sorprendido que molesto, el regente de Plutón buscó de nuevo la garganta de Adremmelech, con la diferencia de que ahora no se trataba de un corte horizontal. Sus garras atravesaron el cráneo del Caballero sin Rostro hasta llegar al cerebro. Esta vez no se contentó con dejar de sentir sus signos vitales; tenía claro que debía alejar al ex-santo del suelo, y así lo hizo. Elevó al supuesto cadáver, y con la mano libre, le atravesó el corazón.

—Resistencia insuficiente —dijo Adremmelech, sin que su voz se viera afectada por la ausencia de cuerdas vocales—. Incrementándola un 5%.

Caronte todavía tenía ambas manos incrustadas en el cuerpo del ex-santo cuando las palmas de este le golpearon a la vez. El temblor regresó, incontenible, pero no había tiempo para pensar en eso. Adremmelech extendió el brazo derecho y lo alzó hacia los cielos sin sol; parecía seguro de cortar los dos brazos del astral.

El regente de Plutón se apartó a tiempo. La tierra se había abierto en el lugar donde se encontraba; una línea que se extendía kilómetros y kilómetros por las profundidades del mundo sombrío, hasta llegar a la réplica del manto terrestre, quizá incluso más allá.

Las heridas de Adremmelech se repararon en el mismo instante en que pisó el suelo. Hueso, carne, piel, cerebro… Todo lo que le habían destrozado volvió a crecer, y la sangre que manchaba el uniforme desapareció como si nunca se hubiese derramado. Caronte podía notar el flujo de cosmos entre la tierra y el ex-santo, aunque algo no encajaba: la energía que Adremmelech recibía era la misma que la que él mismo usaba desde el comienzo de la batalla. No estaba recibiendo ayuda externa; estaba convirtiendo el terreno enemigo en parte suya.

—Los humanos acostumbran a morirse cuando son asesinados —bromeó Caronte—. Hacía mucho tiempo que no veía a uno capaz de regenerarse de ese modo.

—También los perros suelen ladrar —replicó Adremmelech.

Y así se reanudó la batalla. Mientras Adremmelech todavía buscaba ponerle fin de un solo golpe, Caronte bloqueaba todos sus intentos con un brazo mientras recurría al otro para causar la mayor cantidad de heridas posibles, poniéndolo a prueba. Miles de golpes se intercambiaban en menos de un parpadeo, y en medio de uno de ellos, el regente de Plutón desgarró el brazo del ex-santo desde la muñeca hasta la axila, pero ni siquiera eso impidió que el puño de aquel le acabara amartillando el hombro izquierdo, al mismo tiempo que él terminaba de cortarle la extremidad.

—Eres un gólem —advirtió tras dar un salto hacia atrás—. Una masa de agua, tierra y cosmos. Una tradición del pueblo de Mu, antes de las escamas y los mantos sagrados.

—Yo soy el santo de Capricornio —afirmó Adremmelech.

—El gólem del santo de Capricornio —replicó Caronte—. Tus esfuerzos por ocultar tu rostro y otorgarte la apariencia de un hombre que sangra y muere desviaron mi atención. Sin embargo, en todo este tiempo no has gritado al recibir ninguno de mis ataques, y créeme que duelen cuando se tiene un alma, duelen mucho.

Veloz, el astral rodeó a Adremmelech como un remolino de tinieblas, atravesando la carne como lo haría una bestia. El líquido carmesí se derramó al son del crujido de huesos; Caronte había cortado el otro brazo del ex-santo, y ahora aplastaba el cuello con terrible facilidad. De un empujón lo envió contra la pared más cercana, enterrándolo.

—Imbuyes este mundo sombrío, liberándolo de mi influencia. Y como pago, tomas parte de él para reparar lo que yo te arrebato. Imitas a los dioses, siendo un muñeco de arcilla glorificado. ¿Hasta cuándo? Es lo que pienso comprobar.

Desde la tumba que Caronte le había proporcionado, Adremmelech hizo que todo el cráter temblara. El astral ya no hablaba del cuerpo que estaba usando, eso era claro. Había entendido la verdad detrás de su técnica demasiado pronto, y sin embargo escogía la vía más larga para superarla: la de una lucha de desgaste.

—A través de tu cosmos, fortaleces la roca…

Cientos de miles de proyectiles surgieron desde las paredes y el suelo, y todos y cada uno se dirigieron hacia Caronte con gran velocidad e inigualable puntería. Entre aquella avalancha sobrenatural se escondían diez mil agujas, por mucho más letales que las anteriores. Caronte las destruyó todas con sus rapidísimas manos.

—… la lava…

Seis torres de fuego se alzaron alrededor del astral, y la séptima, lava de un ardor imposible, engulló el cuerpo de Caronte. La temperatura se elevó en aquel círculo hasta que el suelo fue desintegrado. Ni tan siquiera llegó a derretirse antes de desaparecer.

Adremmelech salió de su encierro. Una pierna rota, medio cuerpo desaparecido hasta el punto en que la columna era visible; la cabeza le colgaba entre los muñones de los brazos, que volvían a crecer. En cuanto lo hicieron, los movió tan rápido como pudo, y dos cuchillas de viento cruzado impactaron sobre el infierno que contenía a Caronte.

—Y el aire.

Al astral le bastó la palma abierta para bloquear el ataque. Con esa mano detenía los sables celestiales, mientras que la otra reducía las incontables rocas, que ametrallaban el cuerpo de Caronte cuando a este no lo rodeaba una columna flamígera. En aquellos momentos, él simplemente seguía de frente, considerando que la lava era poco más que un cálido abrigo y el suelo desaparecido un puente invisible. Caronte se acercó a Adremmelech como dando un paseo matutino, y eso enfurecía al ex-santo.

—Todo eso es inútil —aseguró el astral—. No hay nada en este mundo que pueda dañarme, a excepción de mis Colmillos de Cancerbero. No importa cuanta energía le prestes, pequeño vástago de las damas del bosque.

Adrammelech iba a decir algo, pero Caronte no dio tregua. Sus golpes, borrones de tinieblas que él había llamado Colmillos de Cancerbero, decapitaron y desmembraron al ex-santo a mitad de su regeneración. Y habría seguido el envite, mil veces mil habría muerto el gólem de no haberse deshecho como el montón de tierra que en verdad era.

—Aun la sombra fugaz de un mundo que pudo ser y nunca fue no se entrega a cualquiera, ¿sabes? Esa conexión con los planetas, pocos mortales la pueden lograr. No eres muy alto, no tienes partes de animales, e intuyo que tu verdadero ser es de carne y hueso. Además, eres demasiado débil para ser uno de los Astra Planeta. ¡Por Zeus! Llevo cinco minutos luchando contra el vástago de una ninfa. Me siento viejo.

Ya no había fuego o roca en movimiento. Solo un cráter todavía más inmenso que el original, de paredes irregulares e incontables fosos rodeados de piedra derretida y abismos insondables. Encima, en el Reino Fantasma, donde no existía tal cráter ni había ocurrido aquella batalla, habían llegado los refuerzos para socorrer al batallón ateniense. Desde que los vio, Caronte supo que sus acciones no habrían tenido el mismo efecto de haber estado aquellos guerreros de yelmo taurino desde el principio, y ahora se sentía un poco decepcionado: solo eran hombres, como los demás, aunque con armas de lo más interesantes. Pensó en hacerlas añicos desde el mundo sombrío, solo para ver cómo se lo tomaban, pero entonces el capitán de la guardia agarró dos espadas del suelo y empezó a cortar cabezas a diestra y siniestra. Cabezas que no volverían a crecer.

Dejó ese asunto a la parte del Aqueronte que había hecho manifestar en el Reino Fantasma y devolvió su atención al ex-santo. Sabía que seguía allí, incluso si no formaba un cuerpo. Estaba en todas partes, retozando con la tierra y la roca.

—Sois los santos de oro —soltó, buscando provocarlo—. Encarnáis el poder de las constelaciones. ¿Cómo llega uno de vosotros a creer que un montón de piedras puede servir de algo contra mí? ¿O todo se trata de gritar a los cuatro vientos que eres el hijo de alguien? ¿Qué crees tú, niña de Virgo? ¿El gólem quiso poner en alto a la dama del bosque que lo engendró después de entregarse a un mortal cualquiera?

Como respondiendo sus dudas, un enorme cosmos se liberó desde los cielos, despejándolos del polvo. Y aun así, seguía sin haber luz sobre el cráter. Una mancha de oscuridad lo cubría en su mayor parte: la sombra de una montaña.

—Dime, pequeño ser. —La voz, aunque provenía de la montaña, era sin duda la de Adremmelech—. ¿Qué ocurriría si caigo a cien mil veces la velocidad del sonido?

—El fin del mundo, supongo —respondió Caronte; susurrando, pues sabía que de cualquier modo sería escuchado.

—¿Qué mundo? —cuestionó Adremmelech, más humano que nunca—. Esto ni siquiera es el Reino Fantasma, sino su sombra. Sin vida, sin almas, ¡sin humanidad!

Y, entonces, cayó la montaña.

Caronte se impulsó de un salto hacia ella, con la vista puesta en su cima picuda, tres mil metros por encima, o más bien por debajo, de la base. Ese sería el primer punto en ser atravesado por los Colmillos de Cancerbero.

Conforme se acercaba al titánico proyectil, sin embargo, el regente de Plutón fue notando que la montaña se estaba deshaciendo. Podía verlo incluso tras la barrera de fuego que la fricción creaba en derredor de esta; era como una erosión acelerada, antinatural. Un guerrero sensato retrocedería para estudiar mejor la situación; un loco movido por la curiosidad y el espíritu combativo de un demonio, empero, anhelaría el intercambio. Caronte siempre había tenido claro la clase de ser que era. Formar parte de los Astra Planeta no había cambiado eso, no del todo.

Ambos, montaña y astral, chocaron, y la onda resultante apartó toda nube a kilómetros a la redonda. Rodeado por las llamas, Caronte había lanzado su ataque justo donde había querido. La cima fue partida en dos y la montaña entera se agrietaba. Eso era extraño para Caronte; que el simple montón de rocas solo estuviese agrietándose.

—Resistencia al 25%. Suficiente.

La voz de Adremmelech se proyectó sobre Caronte. A la vez que el astral trataba de avanzar, el cielo mismo lo empujaba hacia la superficie, aunque no con bastante fuerza. El puño del regente de Plutón pudo introducirse algunos metros más en la roca, destrozando la cima por completo; rompiendo el envoltorio, la cáscara. Pero había algo dentro, una espiral inmensa cuyo centro parecía apuntar hacia Caronte.

¡Había saltado con el objetivo de destruir una montaña, y ni siquiera podía cortar una colina de carne! El astral rio entre dientes; sus Colmillos de Cancerbero habían llegado hasta su objetivo, solo que no era una montaña. El montón de rocas estalló al fin, y los pedazos cayeron sin remedio, deshaciéndose en su regreso a la Madre Tierra. En poco tiempo, solo quedó un cuerpo humano, uno normal si se olvidaban el rostro sin rasgos y el hecho de que medía tres kilómetros.

—Velocidad al 33%. ¿Suficiente?

El ahora titánico Adremmelech amartilló al demonio con ambos puños, los dedos entrelazados. Caronte cayó a altísima velocidad, directo hacia el cráter. Un par de segundos después se oyó el rugir del mundo sombrío, pues era inmensa la herida que le habían infligido, demasiado.

—Suficiente —sentenció el ex-santo, permitiendo al fin que las fuerzas de la gravedad lo reunieran con su enemigo—. Fuerza al 20%, insuficiente. Re-ajustando…

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Adremmelech se adentró en el abismo sin siquiera fijarse en el estado de las cosas en la superficie. Aquel mundo no era más que una sombra a merced de los ardides del astral; debía desaparecer, y lo haría tarde o temprano.

Kilómetros y kilómetros de tinieblas lo invitaron a acelerar el descenso. Estaba rodeado de tierra gris bastante irregular, con salientes que de vez en cuando terminaban de caerse y túneles cuyo propósito no acababa de comprender, si tanto el Reino Fantasma como la sombra en la que ahora se hallaba carecían de humanidad. Tampoco le importaba, ni tenía razones para pensar que había una historia detrás de cada agujero, ni escuchaba una voz que tradujera al lenguaje humano el sentir del mundo al que se enlazaba, como quizá creería aquel astral. Intuía cosas detrás de lo que veía, eso era todo, cosas que Ella protegería, así como cuidaba de la cruel y violenta raza humana.

Cerca del final, debió girar sobre sí mismo para que fueran sus pies, no su cabeza, lo primero que llegara al fondo del cráter. Tenía en aquel mundo el color de la lava, y tanto el calor como la presión que aquella zona ejercía eran idénticos a los que podría haber en la Tierra cuando se estaba sobre el manto terrestre. Localizó a Caronte varios kilómetros más allá, sentado. Parecía estar esperándole.

—No debería existir esto en este mundo —dijo el astral, dirigiéndose a la mente de Adremmelech—. Tampoco la lava, si lo pienso bien. ¡Es la sombra de un mundo, una dimensión que escapa a los sentidos convencionales, carente de luz o sonido propios!

Un espectador externo podría encontrar aquella situación absurda. Solo los pies del antiguo santo de Capricornio, cubiertos por las botas más grandes del mundo, ya eran más grandes que un rascacielos. El batallón ateniense que luchaba en el Reino Fantasma podría caber en cualquiera de los botones del uniforme; si el cuerpo estuviera recostado, claro. Adremmelech era, literalmente, una montaña humana; un hombre apunto de aplastar a una mosca que pretendía parlamentar.

—Mi cosmos es mi sangre —dijo Adremmelech, con su acostumbrada voz inhumana; hablaba a través de la roca—. Mi sangre es la sangre de la Tierra.

Varias secciones de las paredes empezaron a desprenderse de ellas. Cerca de ambos, y mucho más allá; la zona era demasiado amplia, y amenazaba con expandirse todavía más con cada frase del ex-santo.

—He caminado sobre la superficie del sol, me he sumergido en su corazón —advirtió Caronte. En sus manos, juntas, estaba una parte de cierta sustancia flamígera—. Si el alcance de tu cosmos son las llamas de la Tierra, entonces…

El puño de Adremmelech se cerró en torno al astral antes de que pudiera terminar. Veloz, el gigante sumergió la mano entera en el falso manto terrestre, al tiempo que un aura blanquecina iluminaba todo el lugar, al punto que podían vislumbrarse los extremos del cráter. Temperatura y presión se elevaron hasta alcanzar condiciones similares a las de una estrella, y fueron más allá, excediendo el millón de grados. Todo lo que había caído en aquel infierno desapareció al instante, y ocurría lo mismo con la parte de la corteza terrestre que hacía contacto con el suelo llameante.

—El Sol también nació de la Madre Tierra —afirmó Adremmelech. Incrementando la fuerza con la que mantenía prisionero a Caronte.

Esperaba que el astral usara los Colmillos de Cancerbero; tendría que hacerlo antes de que el calor fuera más de lo que un cuerpo sin armadura podría soportar, por notable que fuera su cosmos. Sin embargo, Caronte siguió atrapado segundo tras segundo, y aquello preocupaba a Adremmelech más que cualquier contraataque.

Se tranquilizó al sentir el paso del río Aqueronte bajo la manga del brazo derecho. Aguas infernales de un color amarillento que se distinguía entre el grisáceo mundo; emanaban un hedor tan desagradable que, aun sin sentido del olfato, le llenaba el cuerpo a través de los poros de la piel. El lamento de los muertos que negaban su muerte; envidia a la vida y a quienes todavía conservaban ese don.

Apretó con más fuerza, e incluso bajó el puño hasta que el ardor le cubría un tercio del brazo. Pero eso no detuvo el avance del Aqueronte, sino que motivó un ascenso todavía más rápido. Tan pronto como las aguas llegaron hasta el mentón del ex-santo, empezaron a transformarse en miles y miles de hombres armados. Hormigas trepando el cuerpo del hombre que aplastaba el hormiguero.

Padeció la doble amenaza que otros tuvieron que enfrentar antes que él. Aqueronte buscaba arrebatarle su cosmos, y ni una parte de su ser estaba libre de aquella sustancia; se sabía empapado por la terrible condena del Hades, aunque esperaba resistir un tiempo: su cosmos le pertenecía. Sin embargo, a la vez que luchaba contra aquel ladrón demoníaco, la muerte lo buscaba en forma de espadas, lanzas, cuchillos, picas, y en general, cualquier arma blanca creada por el hombre. Todo soldado que había servido a Atenea sin portar un manto sagrado debía estaba allí, casi podría jurarlo; guardias de todas las eras derramaban al fin su desesperación contra lo que tanto envidiaron a lo largo de sus vidas: un santo de oro; dios para los simples mortales.

Desde el pequeño punzón hasta los martillos y mazas que una minoría lanzaba sobre su cráneo, todas las armas oscuras, sin importar la fuerza de quienes las empuñaban, traían el mismo daño: la muerte. Y él, antiguo santo de oro, sabía que el mensaje le llegaría si descuidaba cualquier zona. De momento no tenía nada que temer; el ejemplo de León Menor le servía de inspiración. Su cosmos de oro —blanco en aquel lugar— lo revestía metro a metro, y servía como barrera para aquel asedio ilimitado. ¿Por cuánto tiempo? Era difícil de saber, especialmente cuando la misma energía que dedicaba a su defensa estaba siendo robada por uno de los ríos del Hades.

Que Caronte decidiera poner fin a la farsa no mejoró su situación. Los Colmillos de Cancerbero destrozaron su puño con la misma facilidad con la que habían atravesado todo lo demás desde el comienzo de la batalla. El manto en derredor se separó como las aguas del Mar Rojo, producto del impacto, y allí estaba su triunfante adversario, saltando entre un inmenso muñón y unos cuantos dedos de gigante.

—He permitido esto como una disculpa por mi error de cálculo. La Esfera de Plutón tardó en manifestarse algunos minutos más de lo previsto.

Chasqueó los dedos, y de la infinidad de agujeros que había en las paredes surgieron torrentes del río infernal, todos encaminándose al cuerpo de Adremmelech. Se sumaban algunas almas más a la de por sí inmensa legión. ¿Cuántos había ahora? ¿Cincuenta mil? ¿Cien mil? El cantar del acero infernal daba la impresión de que un millón de garras bajaban a través de una pizarra infinita.

—Al principio, de verdad creí que ese cráter era decorativo. ¿La luz de la superficie? Una ilusión, la fuente de la existencia de este mundo sombrío. Pero ¿lava?, ¿fuego?, ¿manto terrestre? Buscabas acercarte al corazón del planeta, de la dimensión. Llenarlo con tu cosmos arbóreo. Olvidaste que de mis dominios no hay retorno posible.

Una risa llenó el lugar, o lo más parecido que Adremmelech podía expresar, similar a una avalancha inesperada. Caronte notó que los agujeros se cerraban, cortando el cauce del Aqueronte. El manto terrestre se iluminó, alzándose desde los pies del gigantesco ex-santo como una columna de fuego que atraía un mar de cosmos llameante.

Caronte sintió la calidez de pasadas experiencias, cruzado de brazos ante las llamas, mensajeras del fin. Una extremidad humanoide surgió del pilar, y lo habría golpeado de no haberse apartado a tiempo. En medio del salto, vio que el brazo que había destrozado al liberarse seguía en el mismo estado: un enorme muñón humeando.

Doce puños lo buscaron al mismo tiempo. Caronte, aunque sorprendido por la situación, logró sobreponerse antes del impacto, e incluso se atrevió a usar aquellas masas de carne y hueso como plataformas. Saltó entre ellas a la vez que más brazos salían del pilar de fuego hasta llegar a los cien. Solo en ese instante la mano destrozada volvió a crecer; en su palma abierta podía verse una laguna de aguas amarillentas, y en el centro, cientos de soldados amontonados y confundidos.

Las flamas se disiparon como movidas por un viento mágico, aliento de la Madre Tierra. Adremmelech seguía allí, por supuesto; kilómetros de carne y tela que ni siquiera se habían chamuscado. Más bien, el uniforme militar seguía empapado por las aguas infernales, que ni aquel calor había podido evaporar. Y había otra diferencia: noventa y ocho parches a lo largo del pecho, estómago, hombros y espalda, todos conectados a nuevas mangas para los brazos que el ex-santo acababa de agenciarse.

—Hecatónquiros —susurró Caronte.

Un nombre casi tan antiguo como el Cielo y la Tierra. El mundo sombrío tembló desde aquel punto hasta el otro extremo, y aun las aguas del Aqueronte titilaron. Su flujo, antes constante a lo largo del gigantesco cuerpo, empezó a desviarse en cien senderos distintos. Cada vez que la sustancia infernal llegaba a la muñeca de una de las manos, el puño se abría cual flor de loto, recibiéndola junto al millar de almas que transportaba.

—También los ríos del Hades están conectados con la Madre Tierra. Recibieron su sustento en los albores del tiempo, y luego la abandonaron por el frío reino de Erebo. ¿Cómo osan regresar a aquello de lo que un día renegaron? ¡Inaceptable!

Cien manos se cerraron al son de aquel grito, aplastando la legión de Aqueronte por completo de un solo movimiento. Las aguas del Aqueronte descendían entre los quinientos dedos, como partiendo de fuentes suspendidas en el aire. Aun Caronte encontraba cierta belleza en el evento; era un envoltorio agradable para una victoria tan aplastante. El regente de Plutón hizo una reverencia que, por supuesto, no hizo sino encender la cólera de Adremmelech.

Al ex-santo le bastó abrir y cerrar una docena de manos para crear infinidad de cuchillas de aire. Caronte podría bloquearlas todas, pero eso le dejaría a merced del árbol —seguía pensando en aquel guerrero como tal, sobre todo ahora— de cien ramas de descomunal fuerza. Asumía que la potencia no se había reducido; incluso entraba en sus expectativas que hubiese aumentado, por mucho que Adrammelech no siguiera mencionando los porcentajes. Por todo aquello, evadía por igual todos los ataques.

Y a pesar de eso, seguía rondando por su cabeza el deseo de ver más de los trucos del vástago del árbol. Nunca había jugado con un niño de cien manos. Desde luego, jamás se le ocurriría menospreciar de semejante modo a los guardianes del Tártaro, y ellos eran, junto a Egeón, los únicos centímanos que conocía. ¿Cómo sería recibir uno solo de aquellos puñetazos? ¿Todo su cuerpo estallaría por la especie de terremoto que Adremmelech iniciaba cada vez que lograba golpearlo? ¿Podría recibir todos ellos, aun sin su alba, la Esfera de Plutón y la plenitud de sus fuerzas? ¡Deseaba saberlo!

Pero todavía quedaba algo del raciocinio de Tritos en su mente, justo donde hacía tan poco estaba la diplomacia de un auténtico siervo de los dioses, un príncipe de un reino legendario. De modo que, escapando del centenar de zarpas, llegó a la cima de aquella montaña humana. Allí, dentro de la selva dorada que era ahora el cabello de Adremmelech, Caronte sintió que su brazo izquierdo hervía: líneas de fuego atravesaban la manga de sombras como venas, y aquel río flamígero moría en su palma tal y como lo hizo su hermano Aqueronte en las cien manos del ex-santo.

No esperó que la cabeza se deshiciera antes de iniciar el ataque. De un segundo para otro no había nada bajo sus pies, y las ramas del árbol humano lo rodearon de tal forma que no quedaba ningún hueco para escapar aun siendo más rápido que el gigante. Durante uno de los brevísimos instantes que llenaban las batallas de los más grandes guerreros al servicio de los dioses, Caronte calculó que cada mano podría golpearle un millón de veces en lo que dura un parpadeo, con una fuerza que era un tiempo la de Adremmelech y la del mundo sombrío al que estaba unido. En sí mismo, eso no sería un problema pero intuía que ese no era el límite del Caballero sin Rostro, que el gólem solo podía recurrir a la mitad de su potencial, si no es que un cuarto, por alguna razón. Si se sumaba el extraño efecto que tenían sus golpes y el alcance con el que contaba por una simple cuestión de tamaño, podía decir que era la primera vez en esa batalla que se sentía enfrentado a un auténtico santo de oro, que cualquier cosa podía ocurrir.

El verdadero Caronte habría recibido aquella técnica. Sabría que, de no ser capaz de sobrevivir, no tenía derecho a una victoria, pues fue su propia imprudencia lo que convirtió en batalla lo que debía ser asesinato. Pero él no era el verdadero Caronte, todavía no; seguiría limitado al menos un día más y mientras tanto, tenía que actuar como los seres pensantes. Alzó el brazo derecho, brillante como el sol, y ardiente como el corazón del astro rey, y mostró al árbol humanoide lo que significaba el fuego.

Ardió el aire de las incontables cuchillas. Ardieron las ropas, la carne, los huesos y la sangre del gigante, desde los cabellos hasta la suelas de las gastadas e inmensas botas militares. También el manto terrestre se rindió al ardor, aunque quizá sería mejor decir que fue desintegrado sin más. La insignificante diferencia entre ambas cosas era todo en lo que Caronte, centro de tal devastación, pensaba.

El río Flegetonte había sido liberado. El más colérico de los hijos de Océano y la encantadora Tetis, tan incontrolable como solía ser el fuego excesivo para los hombres de antaño, y tan incontenible como era la ira humana en su forma más pura. Las llamas manantes de la sustancia infernal, sangre del Tártaro, desconocieron toda mesura y obstáculo, expandiéndose a través de la roca que había sobrevivido a la simple rabieta de Adremmelech. E iría más allá, hasta los océanos negros y las tierras grises de más allá, hasta los cielos, esclavos de la falsa luz que dio origen al mundo sombrío. ¡Hasta esa misma luz, el reino de Aquel que pudo haber sido rey!

Nada podría escapar al despertar del infierno.

Notas del autor:

Ulti_SG. La típica frase que veíamos cada día viendo Dragon Ball, nunca están usando todo su poder hasta que se han transformado, y a veces ni eso. Adremmelech es un poco bruto, nadie podría negarlo. Como aliado y como enemigo, lo es. Pero le daremos una cerveza si logra resolver este entuerto con su 30%.

La Ley de las Máscaras es tajante. Todos esos inmortales deben morirse.

Bruto y todo, parece tener buenas intenciones. Y sí, las referencias a Dragon Ball son inevitables, por eso empecé yo primero. ¡Esperemos que esta pelea no dure tanto!

Ojo, que el capítulo es emocionante, no solo bueno como los capítulos promedio.

Shadir. ¡Estas televisiones modernas! Cada día son más realistas. ¿Ninguno de los escombros te causó algún daño, no? Lo digo porque el fic no está asegurado.