CV
En oídos sordos

Londres, 25 de enero de 2000, 11:55a.m.

La casa franca se encontraba a unas pocas cuadras del edificio del Parlamento. Cuando la vi, pude ver por qué Alex Rivers la había escogido como tal. La casa en cuestión era de estilo victoriano, y sus colores se camuflaban con el entorno citadino tan bien que incluso un camaleón estaría orgulloso del trabajo hecho por el grupo al que Alex pertenecía. Hablando sobre el tema, Alex me había dicho detalles vagos sobre la organización que integraba, como sus números y la forma en que se habían conocido entre ellos, pero lo importante debía esperar hasta que estuviéramos dentro de la casa franca.

A un costado de la casa, se encontraba el estacionamiento. Era de esos estacionamientos con techo y puerta retráctil que se activaba de forma remota, un extraño anacronismo que me sorprendió un poco. Pero luego, pensándolo bien, no creí que fuese tan extraño. Muchos castillos en este país estaban dotados de tecnología, porque, sin importar en qué lugar del mundo te encuentres, aun los duques, príncipes, condes, reyes y demás fauna real debían estar al día con la tecnología. Era curioso que esa misma gente, que solía vivir en el pasado cuando se trataba de sus tradiciones (las que databan de la época feudal), necesitara de artefactos y técnicas de la época contemporánea.

Como medida de seguridad, Alex me recomendó que no saliera del vehículo hasta que estuviera detenido y seguro dentro del estacionamiento. Cuando le pregunté por qué, Alex me explicó que, aunque fuese un hombre libre, de igual modo el gobierno estaría vigilando mis actividades. Aquello tenía sentido, porque un hombre libre con supuestas ideas subversivas siempre era un peligro para el status quo. Esto me hizo preguntarme, una vez más, qué quería Alex y su equipo conmigo. ¿Era por lo que sabía del acelerador de partículas? En todo caso, mi investigación ya no era un secreto. El gobierno se había encargado de que mis pruebas fuesen vistas como fabricaciones dignas de un esquizofrénico. Era lógico que Alex se hubiera enterado sobre mis indagaciones, y concluyó que yo debía estar diciendo la verdad. Aunque asumía que el equipo que había pagado mi fianza me iba a someter a alguna clase de prueba para comprobar mi historia, de igual modo me sentía como si fuese a entrar a prisión nuevamente.

Una vez que el vehículo se hubo detenido y la puerta del estacionamiento se hubo cerrado, salí del automóvil, y vi que el interior del estacionamiento no tenía nada del encanto victoriano de la fachada. A medida que caminaba por el pasillo que conectaba con la sala de estar, me fui convenciendo que la casa parecía una base militar en lugar de una casa franca. Había cables en el techo, las paredes estaban hechas de acero, con remaches bastante visibles y no había ninguna calidez en las luces que coronaban el corredor. Sin embargo, cuando llegamos a la sala de estar, me llevé otra sorpresa.

La sala de estar era tan victoriana como el exterior, con mueblería de época, cortinas de época, alfombras de época y cuadros de época. Lo único que desentonaba con la temática general de la casa eran los equipos electrónicos que descansaban sobre las mesas y el piso. Pero me llevé una nueva sorpresa, de las tantas que me había dado ese grupo ya. Viendo lo reforzado que se encontraba el pasillo, esperé encontrar equipo militar, como laptops a prueba de balas, marañas de cables y receptores de radio por doquier. Pues, déjenme decirles que no hallé nada de eso. Había laptops normales, teléfonos celulares como los que usaban los ejecutivos de algún banco, y muy pocos cables. Alex sonrió al ver mi expresión de desconcierto.

—No somos el grupo paramilitar promedio —dijo, dirigiéndose hacia la pared más cercana y presionando un botón. Enseguida, se escucharon pasos en el segundo piso, luego, una docena de hombres bajaban las escaleras como si esperaran encontrar a algún dignatario en el primer piso. En poco rato, los doce hombres… qué digo, eran cinco hombres y siete mujeres… se plantaron delante de mí, con posturas tan rígidas que me dio la impresión que sus músculos estuvieran hechos con el mismo acero del pasillo que conducía al estacionamiento—. Somos el Escuadrón Delta. Fuimos reclutados por el ex presidente de Estados Unidos, Jackson MacArthur para ser una fuerza de cambio en este mundo, por eso el nombre delta.

Yo sabía que, en matemáticas, la letra griega delta se asociaba con el cambio, por lo que me parecía un nombre idóneo para el escuadrón, aunque hallaba difícil de imaginar que un equipo de trece personas fuese capaz de hacer una diferencia que tuviera significado y persistencia. Pero luego, recordé que las Sailor Senshi eran menos que el Escuadrón Delta, y habían salvado al mundo en cuatro ocasiones ya. Bastaba con tener el conjunto preciso de habilidades.

—La razón por la que hemos pagado la fianza por tu libertad es que necesitamos lo que sabes —continuó Alex, y noté que los trece hombres y mujeres a veces se miraban entre sí con miradas penetrantes, como si hubiese un vínculo más allá de lo estrictamente profesional entre ellos y ellas—. Supimos por fuentes en la CIA que estabas investigando las circunstancias de la construcción del acelerador, y que habías hecho avances importantes, como vincular al director del Banco Central de Inglaterra con el acelerador de partículas. También supimos que estabas en conversaciones con geólogos para averiguar las posibles repercusiones que podría acarrear la activación de semejante aparato. Aunque los reportes oficiales dicen que tus datos eran fabricaciones que estaban destinadas a desestabilizar el gobierno, nosotros no nos tragamos las explicaciones oficiales. Por eso, nos gustaría que nos mostraras todo lo que tienes sobre el acelerador de partículas.

Tragué saliva. Como he dicho anteriormente, cuando fui arrestado en casa de Thomas Jeffries, el geólogo, Scotland Yard allanó la oficina en la que trabajaba, y se llevó todos los efectos personales, incluyendo el ordenador donde Violet había almacenado los datos sobre Robert Griffin. Había pasado un año y medio desde aquello, y dudaba mucho que la información hubiera sobrevivido todo ese tiempo. Lo más sensato para el gobierno habría sido destruir la información en el momento en que había sido hallado culpable de los cargos que me achacaban. Cuando les dije lo que pensaba, sus reacciones no fueron las que yo esperaba.

—¿Pensaste que estábamos pidiéndote evidencia de lo que sabes? —dijo Alex, suprimiendo una carcajada—. No creo que te hayan enviado a prisión por nada. Algo sabías, algo peligroso para el gobierno. No necesitamos evidencia para apoyar lo que tengas que decirnos. Que te hayan puesto tras las rejas por lo que sabes es suficiente para nosotros. También sabemos lo suficiente sobre ti para decir que no eres un mentiroso. El único que tiene derecho de desconfiar eres precisamente tú. Te sacamos de la cárcel, pagando una suma obscena de dinero, y te conduje a esta casa franca casi sin explicaciones. Perdóname, pero no tenemos ningún derecho de cuestionar lo que tienes que decirnos.

Para serles honesto, no esperaba semejante salto de fe en un grupo de gente como el Escuadrón Delta. Ellos también tenían derecho a sospechar de mí, porque apenas había evidencia de que no tenía ninguna intención de subvertir al gobierno, y nadie la creería de todas maneras. El que un grupo de gente de repente me sacara de la cárcel y les pusiera al corriente de mi investigación sin pedirme evidencia que confirmara mis sospechas, siempre era motivo de suspicacia. No esta vez, sin embargo. Al parecer, el ex presidente MacArthur había sido inteligente al poner a cargo a Alex Rivers. Era un tipo en quien podías confiar, porque te daba pie para que lo hicieras. Y eso, en un mundo acostumbrado a dar segundas miradas a todo, a reunir información lejos de los ojos del público y a librar guerras frías todo el tiempo, era bastante raro y llamativo.

—¿Están seguros que van a aceptar lo que sea que les diga, aun sin evidencia? —pregunté, aunque, a juzgar por las miradas que gastaban los hombres y mujeres delante de mí, supe que aquella pregunta había sido superflua.

—Sólo dinos lo que sabes —dijo Alex, y los trece tomaron asiento en los sillones victorianos junto a las ventanas. Había un sillón disponible, y decidí sentarme en éste, sabiendo que debía prepararme para un cuento largo… bueno, los cuentos son, por definición, cortos, así que no creí que fuese el término correcto para lo que iba a decir. Tomé un poco de aire, y comencé mi narración.

Comencé con las malformaciones en Kent, y de cómo daba palos de ciego tratando de encontrar la fuente de la radiación que estaba causando las malformaciones. Recordaba con un poco de dolor que fue casi al principio de mi investigación cuando conocí a Nicole. Me costaba creer que, al menos en un principio, me costara tanto confiar en ella. No fue hasta que ella cumplió con su promesa de ayudarme, y gracias a ella encontré el reactor oculto en un recinto sin usar. Fue allí cuando comenzamos a sospechar que había algo más detrás de los reactores nucleares, y vimos confirmadas nuestras conjeturas cuando Robert Griffin anunció la construcción del acelerador de partículas más grande de la historia de la humanidad. Narré cómo tratábamos, en vano, de obtener una declaración de su parte, y de cómo escogimos abrir otros hilos de investigación, lo que nos había permitido averiguar cómo se iba a financiar la construcción del acelerador de partículas. Recuerdo que otro grupo paramilitar estaba tratando de atar cabos sueltos, matando a James Harrington, mi amigo corredor de la bolsa y machista consumado, y trataron de achacarme el asesinato a mí. Eventualmente, mi nombre fue limpiado, pero tuve que separarme de Nicole, justo en un momento crucial de nuestra relación. En fin, después de probar mi inocencia, seguí con mi investigación, y conseguimos entrevistar a Robert Griffin, pero no sin consecuencias nefastas para mí. Estuve un par de días sin querer investigar nada, hasta que descubrí la información que Violet había enviado a mi ordenador. Lo último que hice fue conversar con Thomas Jeffries sobre las consecuencias de activar un aparato como el acelerador de partículas, cuando fui arrestado, procesado y condenado a veinte años de presidio por promover acciones subversivas en contra del gobierno inglés.

Cuando acabé con mi narración, ya habían pasado dos horas desde que comencé, pero ninguno de los presentes dio alguna muestra de aburrimiento. Era como si yo fuese un profesor, y estuviera dictando una clase emocionante, mientras que mis alumnos ponían atención a cada palabra que decía. Pedí permiso para buscar un vaso de agua, y Alex se echó a reír.

—¿Desde cuándo necesitas permiso para buscar un simple vaso de agua? —dijo, cuando se le hubo pasado el ataque de risa—. Simplemente ve, toma un vaso, llénalo con agua y bebe como si hubieras pasado años en el desierto. Pensé que no habían hecho un trabajo completo contigo en la prisión.

Me sentí tonto, para qué negarlo. Alex lo había puesto bastante bien. Un año y medio de presidio no era suficiente para institucionalizarme, y, de igual forma, había pedido permiso para tomar agua. Sin embargo, todos sabemos que el ser humano es un animal de costumbres, y la prisión se especializaba en inculcar costumbres socialmente aceptables, a veces empleando la fuerza para tal menester. Tratando de encajar la vergüenza con una carcajada, partí a la cocina a beber un poco de agua antes de regresar a la sala de estar.

—Bueno, es una historia bastante llamativa —dijo Alex, y los demás asintieron en señal de aprobación—. Aunque hay partes que son increíbles, como tu colaboración con las Sailor Senshi para avanzar en tu investigación. Y el asesinato de James Harrington… era obvio que tú no eras responsable, porque estabas a mucha distancia del lugar del asesinato. Pero lo que más me llama la atención fue tu conversación con Thomas Jeffries. La mayoría de los geólogos piensa que no hay riesgo alguno de que ocurra algo malo cuando activen el acelerador de partículas, pero hay unos pocos que piensan que las consecuencias podrían ser catastróficas. Casi todos ellos fueron comprados por gobiernos simpatizantes con el proyecto, como era de esperarse. Lo otro que me causa preocupación es que la mayoría de los gobiernos involucrados en el acelerador de partículas no hizo nada por tratar de refutar de forma científica de que no estabas en lo cierto. Vieron una opinión distinta a la de ellos, y decidieron sacarte del tablero de inmediato. Por último, es una pena lo que les paso a tus compañeras, de verdad.

¿Cómo diantres era posible que ninguno miembro del Escuadrón Delta cuestionara siquiera una de mis afirmaciones? Porque había partes que parecían sacadas de alguna película de ciencia ficción, y otras que parecía extraídas de alguna cinta de suspenso. Aquella credulidad en mis palabras me estaba causando más sospecha que confianza, lo que era irónico, porque el Escuadrón Delta no había puesto ningún pero a nada de lo que había narrado.

—¿Y creen todo lo que les dije? —pregunté, sin ocultar mi incredulidad.

—Por supuesto —dijo Alex, quien, a mis ojos, se estaba perfilando como el portavoz de todo el escuadrón, porque los demás no decían nada, absolutamente nada—. Lo que dices tiene sentido, tan simple como eso.

—Pero hay cosas que no tienen sentido en absoluto —insistí, preguntándome por qué cuestionaba la confianza del Escuadrón Delta en mis palabras. Esas trece personas delante de mí eran mi única esperanza de que mi historia fuese conocida por cada ser humano en el planeta. Quería asegurarme de que hasta un ermitaño supiera que los gobiernos del planeta querían erradicar a la raza humana de la Tierra, porque eso era lo que iba a pasar si activaban ese maldito acelerador de partículas, y no había hallado nada mejor que cuestionar a quienes podían hacer realidad mis metas—. ¿O me van a decir que la tecnología que creó Violet existe en la actualidad? Porque no existe, y no lo hará dentro de unos cincuenta años, cuando menos.

Ninguno de los presentes dijo algo para calmar mi incredulidad. No obstante, uno de los miembros del Escuadrón Delta, una mujer de cabello rubio y corto, casi tan alta como Nicole, pero la cuarta parte de hermosa, se puso de pie y me hizo un ademán para que la siguiera. Encogiéndome de hombros, hice lo que me pidió e hizo que me sentara a su lado, sobre un escritorio tan victoriano como el resto de los muebles en la sala de estar. Abrió el laptop encima del escritorio, desbloqueó la pantalla de inicio, y abrió una carpeta, que solamente decía "evidencia". En su interior, había un montón de videos.

—Estos son registros de video captados por cámaras de seguridad en todos los lugares donde has estado, incluso en el interior del periódico y la casa de James Harrington —dijo la mujer, y, cuando la escuché hablar, me di cuenta que su voz no le hacía justicia a su rostro—. ¿Ve, señor Burns? Por eso no dudábamos de usted. Necesitábamos de su ayuda para corroborar la evidencia, no al revés.

Lo admito. Quedé como un estúpido cuando escuché esas palabras.