Capítulo 129.- Radio Nacional de Españñña (I)

Salamanca.

Primeros de enero de 1937

Y algo de Cabra también en noviembre del 38.

«Un nerviosismo fácil de comprender me dominaba.

Me disponía a emprender una árdua labor para la que carecía

de práctica y conocimientos,

y en circunstancias de una gravedad que no ignoraba.»

Fernando Fernández de Córdoba

Mercedes Sanz Bachiller era la fundadora de algo llamado Auxilio Social (por aquellos años, «de Invierno»). Viuda de Onésimo Redondo, un importante personaje al parecer del bando sublevado muerto al poco de empezar la guerra, llevaba a cabo actividades de beneficencia en Valladolid. Mas ambas, Pilar Primo de Rivera y ella, además de estar en el mismo bando militaban en Falange. A aquella explicación de Chispitas, Alonso encontraba le faltaban importantes detalles pues, ¿qué sentido tenía espiar a una camarada?

—¿Teme la hermana de José Antonio que esa tal Mercedes trabaje para la República? —se le adelantó Victoria.

—Es una posibilidad —aceptó la Amelia máquina—. Sin embargo, es más probable una lucha de poder interna. El Auxilio de Invierno ha sido creado con mucho éxito dentro de Falange sin el control de Pilar Primo de Rivera, que es la teórica líder. Teme perder esa posición, Victoria. Si encuentras algo con lo que dañar la reputación de Mercedes Sanz, ganarás el favor de Pilar Primo de Rivera.

Alonso se sintió sin fuerzas por un momento para dar sentido a tamaña insensatez. ¿Espiar? ¿Lucha de poder? Mas… ¿No estaban hablando de beneficencias? Podía entender, hasta cierto punto, que hombres de armas se levantasen contra un gobierno buscando derrocarlo, o conspiraciones palaciegas para hacerse con el favor de un Rey... Mas no entraba en su cabeza el motivo para buscar liderazgo en altruismos. De nuevo, aceptó, detalles debían faltarle para poder juzgar.

Levantó la cabeza y buscó, hallándolo vacío y frío, el inicio de callejón. Como casi todas las de Salamanca calle empedrada y anciana brillaba bajo día luminoso y fresco. Hombres, algunos soldados, pasaban atendiendo sus propios sus asuntos ajenos a cómo padre e hija se susurraban entre sí con alientos helados.

—¿Quién ganará en ese… Conflicto? —se le ocurrió a Alonso, práctico.

—Tras la unificación y a la larga, Pilar Primo de Rivera —informó Chispitas—. Ella será la líder única de la Seccion Femenina hasta su disolución con la llegada de la democracia. Mercedes Sanz Bachiller caerá en desgracia, aunque mantendrá cierto estatus en los círculos de poder del Movimiento.

Asintió Alonso, decidido.

—Debéis partir a Valladolid como os ha pedido doña Pilar —le dijo a Victoria—. Os ha dado algún salvoconducto, ¿verdad?

—Así es... Mas Padre. No pienso dejaros otra…

—Serán sólo unos días —trató de tranquilizarla Alonso—. De aparecer portal aquí, no lo tomaremos sin vos. De aparecer en Valladolid el vuestro, tomadlo únicamente si os véis obligada a ello. Os llevaréis a Chispitas y volveréis a Salamanca lo antes posible.

—Pero Padre…

—¿No lo entendéis, hija? Si vuestra acción ha llamado la atención de la hermana de don José, es posible que haya llamado la del otro Ministerio —señaló Alonso—. Si es así vendrán a buscaros aquí, y no en Valladolid, pues no creo que doña Pilar vaya a hacer pública vuestra marcha.

—Pero Padre... No deseo marcharme.

—Nuestros deseos a veces no importan hija —la abrazó Alonso—. Lo que importa es poder seguir adelante.


Sólo había un autobús que salía a mediodía y llegaron a él por poco. El gesto de engreído del chófer quedó apagado al ver el salvoconducto así como quién lo firmaba, y con un gesto de cabeza señaló un hueco al final del vehículo, al lado de una mujer enlutada con una cesta en el regazo.

Victoria se despidió de Padre casi sin atreverse a decir adiós, la ventanilla del autobús cerrada, y le vio alejarse parado en el suelo sin saber si volvería a verle. ¡Necia! ¡Necia había sido! ¡Primero por haber perdido el control con la delegada y luego por haberse dejado convencer para disparate tal! ¡Irse a Valladolid! ¡Otra vez separada de él! ¿Y si no le volvía a encontrar?

Sin duda Padre la había enviado allí para congraciarse con doña Pilar; quizás temía, si acaso no triunfaban en su misión, que no hubiera lugar para ella si quedaba atrapada en aquel tiempo. Retorcida lógica tenía aquella forma de obrar, mas la idea la había rondado desde preguntarle Padre a Chispitas por la ganadora de aquel extraño enfrentamiento. Por otro lado, aceptó, tal vez Padre tenía razón en alejarla de Salamanca unos días. Dudaba tanto de que se marchara sin ella como de que alguna de las cosas que hubiese dicho fuesen mentira.

Mas, ¿era en verdad separarse necesario? ¡Se jugaban no volver a encontrarse!

Como cada vez que se sentía turbada, notó a Chispitas vibrar levemente en su pecho. La máquina obraba así para recordarle que no estaba sola.

Mas lo sentía.

Se sentía sola de nuevo.


—¿Que has hecho qué? ¿Estás seguro de que ha sido buena idea?

Julián se había vuelto a encontrar con Alonso en la puerta del Novelty como habían acordado, a la hora de comer. Lentejas para dos, porque a la pobre Victoria Alonso la había facturado para Valladolid, en aquel tiempo más Fachadolid que nunca.

—No —gruñó Alonso—. Mas hecho está ya. Esperaremos a que vuelva. Bastará con que contacte con la tal Mercedes. La información de Chispitas sobre ella la ayudará a que parezca que la ha espiado. Luego regresa, arregla las cosas con doña Pilar y estamos preparados para tomar el siguiente portal —resumió—. Así tendremos tiempo para arreglar el asunto de la radio, por cierto.

—Un plan sin fisuras —gruñó Julián—. Y si nos aparece un portal mientras tanto, nos jugamos perder el laberinto.

—Otro aparecerá, no temáis —murmuró Alonso—. Decidme. ¿Pudisteis hablar con el ayudante del general?

Julián tragó su ración de lentejas. Comer lo que se dice comer no era y encima les habían hecho precio de turista; en cualquier caso se agradecía porque algo llenaba. El siguiente paso sería hacerse con una cartilla de racionamiento o algo para ir tirando: ya casi no les quedaba dinero nacional.

—No he podido encontrarlo —gruñó Julián—. Me conozco Salamanca ya de puta madre, pero no he encontrado al tipo. Me han pedido los papeles tres veces. En esta ciudad están todos paranoicos o con ganas de meterle un tiro a alguien.

Puta mañana perdida. Se había pateado media Salamanca buscando al engominado sin suerte y comenzaba a creer que iba a tener que acabar preguntando dónde pillar a Millán-Astray. El encontrarse otra vez con el puñetero pirata garrapata en persona sin saber nada más sobre lo que ya había pasado entre ellos, como que no molaba nada.

—Debéis buscar a ese hombre en el palacio de Anaya —indicó Alonso—. Es la sede de Propaganda. ¿Habéis probado allí?

—¿Y tú cómo sabes…? —Julián no pudo evitar llevarse la mano a la cara—. Joder… No… Se lo habrás contado a Chispitas… ¡La brasa que me va a dar!

—¡Pues claro que se lo he contado! —contestó Alonso con la boca llena—. ¡No esperaréis que arreglemos este entuerto sin información! Chispitas no estaba segura de quién era el hombre que nos encontramos con el general, mas asegura que un tal Fernando Fernández fue el primer locutor de Radio Nacional. Os sugiero empezar por ahí.

—¿Y qué se supone que vas a hacer tú?

—Vigilaros —recordó Alonso—. Hasta ahora hemos pasado inadvertidos para los del otro Ministerio. Temo que alguno de ellos vendrá por aquí buscando a Victoria.


Cuando despertó, Victoria seguía sobre él, comiéndoselo con los ojos.

—Cosas falangistas —le recordó—. Me tienes que enseñar cosas falangistas.

El caserón seguía a oscuras, pero supuso que a la noche le quedaría poco o nada, porque se sentía bastante descansado.

—Roncáis —bostezó ella, y volvió a hundir la cabeza entre el diván y su mejilla. Luego, en plan muñeco de José Luis Moreno, le tomó un brazo y se puso su mano sobre el pelo rapado—. Acariciad —ordenó con un gruñido.

Pacino parpadeó para quitarse las legañas y obedeció, acariciándole la cabeza. Había esperado encontrarlo más áspero o punzante, pero resultaba relativamente suave. Ella agradeció el gesto con una cansada sonrisa, y le agarró el otro brazo para pasárselo por la cintura.

Ahí Pacino tuvo que recolocarse un poco el cuerpo, porque era mala hora para tocar cintura y tener a una piba encima que le mirara a uno como le miraba Victoria. A ella el gesto le sorprendió y le hizo perder apoyo, a puntito casi tirarla del diván, algo que le hizo pasar de la sonrisa a una carcajada ahogada.

—¿Qué? —gruñó Pacino.

—Había olvidado que sois un caballero —dijo socarrona.

Le pasó entonces la mano por la mejilla y le miró diferente. Casi con tristeza. Entonces le buscó la boca y le besó, tierna y lentamente, y cuando se separó de él a la penumbra del sol a punto de salir, Pacino pudo ver cómo no era capaz de contener las lágrimas.

Se incorporó y se las secó, en silencio.

Pacino se sentó con ella.

—Amanece —susurró como si nada hubiese pasado—. Vamos. Tenemos que ponernos en movimiento.


Julián bostezó e imaginó que en algún lugar, en plan ninja de los tercios, Alonso estaría vigilándole.

El café Novelty volvía a ser historia pasada y tras el paseo para encontrar el puto palacio Anaya, el cansancio de la mala noche volvía a pasarle factura. Eso y el frío de la tarde no ayudaba a templarle el ánimo.

—¿Está el señor…?

Julián se quedó parado, porque hasta aquel momento no había caído en que no se sabía el nombre del engominado. Ante la mesa del conserje, en la planta baja del palacio, se le debió quedar mirando al portero con cara de pánfilo, porque el otro afiló el geto de mala uva como a quien le molestan por una gilipollez.

—¿El señor… Quién? —preguntó el conserje.

Julián evaluó por un momento meterse hasta la cocina, aquello no parecía tan grande, pero los dos soldados en la puerta ya le habían mirado mal al entrar y no era cuestión de liarla más. Mierda, comprendió… No le quedaba otra.

—El general Millán-Astray —sonrió Julián—… O un ayudante, me vendrá bien. Dígale que está aquí Antonio Estarq.

El conserje se le quedó mirando como si hubiese dicho algo muy estúpido, y le invitó a que saliese fuera un momento. Julián le siguió la corriente y se plantó delante de los soldados again, pensando por un momento que le iban a acabar echando del todo. Afortunadamente no lo hicieron y aunque el conserje no trajo de vuelta al pirata garrapata (gracias a Dios), apareció con el engominado.

¡Puto premio, viva el Ministerio!

—¡Usted! —le reconoció el otro, más con molestia que otra cosa.

Julián sonrió y le tendió la mano.

—¿Tiene un momento? Será sólo tomar un café. Perdone… No me quedé con su nombre.


Más que palacio, el palacio Anaya a Julián le pareció un puto manicomio. Se cruzaron de camino al despacho con lo que debían ser tres secretarias corriendo todo lo que les daban los tacones; de una de las oficinas, a través de las ventanas, se veía a dos tipos que se dejaban los dedos delante de máquinas de escribir que echaban humo y otros dos, con libretas y pegados a teléfonos, anotaban lo que oían con una habilidad pasmosa para aguantar colillas de cigarrillo pegadas a los labios. Otro tío de bigotito salió de una puerta para luego volver a entrar, cerrarla rabioso, y gritar algo en arameo. Como banda sonora de fondo, un pobre diablo con barba de tres días y tirantes sobre la camiseta, movía como un autómata y la mirada perdida la manivela de un rodillo que iba imprimendo octavillas.

Del fondo del pasillo, aquello le daba el toque fino de canela frenopática, la marcial voz de Millán-Astray explicaba con claridad que un pitido de silbato significaba revista y que dos, CojonesAverSiSeEnteranDeUnaPutaVezEstoEnElTercioNoMePasaba, quería decir que alguien debía acudir a su despacho a tomar notas. Tres silbatos era pedir una café. Dos cortos y uno largo, era para que le trajesen cigarrillos. Tan difícil no era, coño.

El engominado le llevó hasta lo que supuso sería su despacho, lejos del general. Papel viejo, tinta y el picante y pegajoso pestuncio a tabaco negro. Y sudor. Y estrés.

—Como ve, el general está ocupado en este momento —murmuró—. Pero si le sirvo yo, le paso el recado.

Julián sonrió al ver la cafetera de café prensado, y se sirvió una taza sin pedir permiso. Había decidido que Antoñito Estarq era así: tomaba lo que quería; pedir permiso era cosa de rojos y de malos españoles. La primavera volvería a brillar después de varios cafés más, o una buena siesta. Aunque estuviesen fríos, como aquel.

—Iré al grano señor… ¿Me dijo...?

—Albéniz. Víctor.

—… Señor Albéniz. La aparición de mi amigo Esteban en el Novelty… No la habíamos planeado —empezó Julián—. Acabo de volver a Salamanca y lo último que quiero es entrar pisándole los cayos a alguien. Necesito que sepa que mi amigo Esteban, no tiene intención de ser locutor de nada. Que lo hace sólo porque no pudo negarse ante el general. Le admira mucho.

—Es comprensible.

—Obviamente —continuó Julián—, usted ya había pensado en alguien para ser la voz de la nueva emisora. Antes de que nosotros… Apareciéramos.

Suspiró el otro.

—Cuando ustedes llegaron se acababa de ir mi amigo Fernando —aclaró—. Él no aceptó. El… Utilitarismo del general hizo el resto. Es hombre de aprovechar oportunidades.

Asintió Julián. Perfect. Fernando Fernández. También tenía su puntito a Stan Lee.

—Le propongo algo —sonrió entonces Antoñito Estarq, arrebatador—. Déjeme hablar con su amigo Fernando para convencerle. Entretanto, por exceso de celo, le va usted a hacer una prueba a mi amigo Esteban. Una prueba que puede que salga muy mal...

—¿Una prueba? El general dijo…

—Del general me encargo yo, hombre —sonrió Estarq, guiñando un ojo—. Estoy seguro que después de ella y con su amigo Fernando convencido, le daremos a esta emisora nueva la voz que necesita. Y todos contentos.


NdA: ¡No me miréis así! Yo no tengo la culpa de que esta historia tenga vida propia. La pobre Victoria pues eso. A Valladolid a conocer a Mercedes Sanz. A ver si acabo con la trama de la radio en el siguiente.

Gracias por leer.