Capítulo 131.- Ese Ministerio del que usted me habla

Salamanca.

Enero de 1937

«Por si fuera poco todo esto, la presencia del Generalísimo.

Estaba en el locutorio.

Se hallaba sentado en uno de los silloncitos

envuelto en un capote del Tercio con forro blanco y amplio cuello de piel.

Nevaba aquella noche en Salamanca. »

Fernando Fernández de Córdoba

Se puso a nevar.

Del Novelty al frontón de San Bernardo había poco trecho y si bien ya había anochecido, la oscuridad se hizo más cerrada sin luces en las ventanas: Salamanca, había oído Alonso, temía bombardeos (*1). Bajo el manto de la noche la nieve caía en el rostro como lenta lluvia que venía de frente. No apreció Alonso peligro ni durante el camino ni al llegar a la emisora. La alegre cháchara de Fernando Fernández y Víctor Ruíz al relatar peripecias africanas parecía sincera, mas no podía evitar una quemazón en la nuca que le hacía echar de menos la vizcaína que Victoria había llevado a Valladolid consigo.

Su espada, a buen recaudo en la habitación del hostal, tampoco sería de ayuda.

Al llegar a la puerta de la cabaña junto a los camiones, todos los técnicos alemanes estaban allí con el generador arrancado. Aquello, junto con la inquieta mirada de Julián a su lado, no le pareció buen augurio.

—Esto no me gusta, tío —murmuró Julián—. Hans se ha puesto todas las medallitas y el resto de los kartofen están como para pasar revista. Y ya es de noche. Y nieva. Se nos viene marrón.

—Si ensayo es —razonó Alonso—, querrán probar que todo está en orden como si de verdad lo…

La oscuridad se iluminó, interrumpiéndole.

Los faros de tres grandes coches entraron en el frontón y aparcaron dejando surcos en la nieve. Abrieron sus puertas no sin antes situarse una comitiva de hombres del Tercio bien armados entre ellos y la cabaña. Alonso imitó a Fernando Fernández, a todos los presentes a fe cierta, y levantó el brazo cuando las figuras salieron del vehículo. No tuvo que esforzarse por interpretar el envaro y la murmuración blasfema que se formó en los labios de Julián, pues le reconocía. Conocía a aquel hombre bajo capote y uniforme. De África.

Era Francisco Franco.


Al menos, se consoló Julián, no era un fusilamiento. Todavía. Aunque la noche era joven.

Primero un jerifalte nazi saludó a los técnicos y luego con Franco entraron a la cabaña de la emisora en plan colegas, junto a Fernandito y a Víctor. Fue entrar los jefazos y los alemanes volvieron a respirar. Hans se enrolló y les pasó un par de cigarrillos, lo que no hizo más tranquila la espera pero al menos les dio algo que hacer mientras dentro ensayaban. Se empezó a oír a Celia Gámez. Hacía un frío del carajo.

—Vale —trató de ser positivo—. No es tan chungo como parece. Aguantamos el tirón, les sacamos algo más de pasta al Víctor y a su colega, y seguimos con el plan de ir a Valladolid a pata. De guay.

—Conocimos a Franco —murmuró Alonso.

El cabrón fingía fumar bastante bien, lo que Julián envidiaba porque aquel tabaco negro se le pegaba en los dientes. Conocimos a Franco. Vaya por Dios.

—¿Dónde? ¿Cuándo?

—En Marruecos. Como diez años atrás de ahora. Un sólo día. Situación apurada. (*2) Temo que pueda acordarse.

Julián le dio una profunda calada al cigarrillo alemán, procesando. Se acordó entonces de que Pacino había mencionado en algún momento que ya había tenido problemillas con Franco cuando lo del Dragon Rapide (*3): el caudillo de España por la Gracia de Dios le había reconocido. El cabronazo. Por lo de África. Mierda. Joder. MierdaJoder.

—Para tí han pasado también años con lo de Cabra —le recordó a Alonso—. Fijo que no te reconoce. Joder. Es de noche. Imposible. Fijo que no. Que no tío, que no. VamosNoMeJodas.

—En verdad eso espero.

Fue decirlo y el nazi y Franco salieron, porque al parecer para ellos el ensayo había terminado. Hans y sus muchachos se pusieron firmes muy nacionalsocialistamente y sin revista su jefazo se piró en el primer coche. Franco y sus matones, en cambio, no.

Jesusito de mi vida, que eres agente del Ministerio como yo, no dejes que se nos acerque Franco, tuyo es, nuestro no.

Julián tiró el cigarrillo porque se le estaba quemando el dedo, y tuvo que ahogar un mecagonmiputavida cuando se les acercó, por qué Señor por qué, el puto Franco flanqueado por las armas de su escolta.

Quizás lo del fusilamiento no había que descartarlo.

—Nunca olvido una cara. Le conozco a usted —dijo hacia Alonso con voz de pito.

Julián sintió que la sangre le bajaba a los pies. A su lado, Alonso aguantó el tipo sin apartarle la mirada.

—Es difícil que…

—No era una pregunta.

Y de un gesto de cabeza, los bigardos de la legión les agarraron de los brazos y los metieron al coche, sin tiempo para despedirse del Víctor y del Fernando quienes, junto a los alemanes en la puerta, contemplaban la escena flipándolo en colores.

Dentro del cochazo, apretaditos, Julián descubrió que además de caber los suficientes hombres como para apuntarles con armas todo el camino, había espacio para que Franco se cruzara de piernas en el asiento que quedaba enfrente.

—Tengo a un amigo suyo esperándoles en mi despacho —dijo con naturalidad—. A cambio de reunirles, me ha prometido que me darían algo de información.

Julián y Alonso se miraron en plan whattaf*ck. Amigo. A ver, vamos a entendernos. Si ese amigo tiene barba de hipster y se llama Leiva, como que muy amigo no es. Julián fue a contestar con un «no tengo idea de qué nos habla», pero Alonso se aclaró la garganta y se adelantó.

—¿Qué… Clase de información? —preguntó sin apartar la vista de las armas.

El coche arrancó suavemente. Francisco Franco, vocecita ridícula que en aquel momento acojonaba bastante, tardó unos segundos en contestar; como si disfrutara del momento.

—Me van a contar todo lo que sepan sobre ese sitio llamado el Ministerio del Tiempo.


Pacino los vio llegar al despacho, tres legionarios armados hasta los dientes para cada uno.

Qué cabrones. A ellos no les habían esposado.

Alonso revisaba con los ojos todo en plan combate, por la pinta planeando por dónde podrían escapar, y se le relajó un poco la cara cuando le vio sentado frente al escritorio. Julián en cambio, los ojos más entrecerrados que de costumbre, le miraba en plan Barcelona año 34 (*4). Qué recuerdos. Le saludó desde su silla para quitarle drama al asunto aunque por las caritas de «qué coño has hecho», supuso que no lo logró.

El despacho de Franco en el ayuntamiento de Salamanca no era un pasote de lujos, pero intimidaba. Pacino al llegar había supuesto que sería el del alcalde, pero a saber. Las alfombras olían un poco a rancio, grasa de fusil y a brasas de hornillo; la ventana estaba tapada para que la luz de la única lámpara encendida no se escapara a la calle. Todo quedaba un poco entre penumbras.

—¿Qué coño has hecho madero? —murmuró Julián cuando le pusieron a su lado.

—Tranquis y seguidme el rollo —sonrió cucándoles un ojo.

Franco se sentó en su escritorio y un ayudante, al que por la pinta le acababan de despertar al pobre, le trajo una carpeta con papeles. Estaba gordete y se le traía un aire al propio Franco. Qué cosas. Se quedó en el despacho, el traje aún a medio poner, en los pies lo que parecían pantuflas.

—Muy bien, señor… ¿Corleone?

—Miguel Corleone, Su Excelencia —sonrió Pacino.

—Sus amigos —continuó Franco—, no parecen tener mucha información sobre ese Ministerio del que usted me habla.

—Eso es porque tenemos órdenes de no ir contándolo por ahí —trató Pacino de sonar tranquilizador. Luego miró a Alonso y a Julián, para ver si se enteraban—. En este caso creo que podemos hacer una excepción: todos los jefes de Estado tienen conocimiento de su existencia. Tarde o temprano.

Julián torció el morro y Alonso suspiró sin abrir la boca. Ante el silencio de Franco, el de las pantuflas intervino sin complejos del lado del escritorio.

—Ya teníamos conocimiento de su existencia —señaló—. Es decir, de dar crédito a los informes. ¿Nos están diciendo que ese Ministerio es real?

—Y tanto. Aquí mi colega Esteban es del siglo XVI. Antoñito es del siglo XXI. Hemos venido para asegurarnos de que la primera emisión de Radio Nacional de España se produce. Y… Creo que eso va bien, ¿no?

Franco y el de las pantuflas se miraron entre sí unos segundos, como asimilando. Julián, por fin, tras una mirada de extrañeza asintió. Lo había captado. No había forma de que él, Pacino, supiera sus nombres falsos o lo de la radio si aquello no estaba ya en algún tipo de bucle. Y lo estaba. Victoria, al salir de Cabra, le había puesto al día de todo lo que debía decir… Al fin y al cabo él mismo se lo iba a acabar contando.

—Han viajado en el tiempo para asegurarse de que Radio Nacional… ¿Se emite? —dijo el de las pantuflas—. ¿Nada más?

—Nuestra tarea es proteger la Historia —intervino entonces Julián—. No cambiarla.

—El Ministerio no interviene en cuestiones políticas —añadió Alonso—. Ni en la guerra.

—Cuesta creer tal cosa —sentenció Franco.

Pacino trató de resultar convincente otra vez. En los documentales del NODO que recordaba, a Franco nunca le había visto nervioso; y sin embargo, ahí estaba: el gesto rígido, la mirada penetrante, las manos apretadas en puños sobre la mesa. ¿Cómo no estar nervioso? De repente se enteraba de que la República controlaba un lugar desde donde se podía viajar en el Tiempo. ¿Qué les impedía ir a cuando era un niño y matarle? ¿Qué les impedía enviar un agente a alguna de las acciones de África a las que había sobrevivido para asegurarse de que no lo hiciera? Bastaba con que alguien se chivase de lo del Dragon Rapide, sin más. Pacino no estaba seguro de cuál había sido el papel de Franco en la muerte de Balmes (*5), pero podía creer que uno no llegaba a que le llamaran «Su Excelencia» sólo por suerte y oportunismo. Aquel tipo con voz de flauta tenía planes. Planes, dentro de planes, dentro de otros planes. Y de repente un italiano guaperas aparecía de la nada en el armario del dormitorio de su mujer hablándole de un sitio en Madrid desde el cual, te lo juro por Snoopy, se podía viajar en el Tiempo y cambiar el pasado. A joderle los planes.

Para mear y no echar gota.

Vaya. Ahora que caía quizás por lo de aparecer dentro del armario de Carmen Polo seguía aún esposado.

—Y sin embargo, Excelencia, está usted ahí —señaló Pacino—. Sentado donde está. De intervenir el Ministerio en asuntos políticos, o de seguir una línea ideológica, no lo estaría. Pero es que no lo estaría usted, ni ningún político. ¿Ve por qué no nos metemos en estos asuntos? Sería un no parar… Lo nuestro es… Apagar fuegos. Piense en nosotros como vigilantes de un museo —se le ocurrió—. Estamos para impedir que se lleven los cuadros y protegerlos. No para robarlos.

—Apagar fuegos —repitió Franco, meditabundo. Asintió finalmente, y comenzó a firmar unos papeles con una pluma de pájaro, tras mojarla en un tintero—… Y en esa metáfora del museo… ¿Qué soy yo? ¿Un cuadro?

—Precisamente, precisamente —confirmó Pacino—. Aunque no uno cualquiera, claro —añadió en plan pelota—. Pero del mismo modo que lo es usted, también lo es la emisión de Radio Nacional de España, ¿entiende Su Excelencia?

—Lo malo de los cambios en la Historia —intervino entonces Julián—, es que uno no sabe nunca qué van a provocar. Quizás que Fernando Fernández no fuese el primer locutor de Radio Nacional no cambie nada. O quizás provoque una cascada de acontecimientos que lleve a una catástrofe.

Pacino observó cómo Franco estudiaba a Julián como si tuviese rayos X en los ojos. Algo vio que no le gustó. Quizás que no le llamara Su Excelencia.

—Así que están obligados a proteger los cuadros —volvió a retomar Franco—... Aunque no les gusten.

—Es nuestro deber —afirmó entonces Alonso—. Es como servimos a España, Su Excelencia.

Franco se quedó en silencio unos segundos y acabó por asentir lenta, muy lentamente; cuando lo hizo le pasó los papeles al de las pantuflas para que secase la tinta con un tampón.

Pacino decidió permanecer en silencio, dejando que Franco asimilara.

Había esperado que les preguntara por el final de la guerra, o por su encuentro en África. Que, aprovechando la coyuntura, les sacase información de lo que iba a pasar y lo que no. Pero no lo hizo. En vez de eso tomó los papeles que acababa de firmar y se los enseñó.

—Estos de aquí son salvoconductos para sus nombres falsos —resumió, calmado. Luego adelantó una pila de papeles en blanco y puso sobre ellos tres plumas estilográficas al tiempo que en el despacho y tras un chasquear de dedos, más legionarios hacían entrar tres pequeñas mesas—. Tienen hasta el amanecer para escribir todo lo que sepan de ese Ministerio del Tiempo. Me lo van a hacer por separado, toda la noche. Aplíquense, no me mientan, y escriban con buena letra porque mañana por la mañana voy a leérmelo todo. Si me convence lo que leo, los salvoconductos son suyos para continuar con su misión. O irse. O hacer lo que les venga en gana, que será no volverse a cruzarse en mi camino.

Pacino tragó saliva.

—Y si… ¿no le convencen, Su Excelencia?

Franco se levantó de la silla y se echó por encima el capote, con traquilidad.

—Sencillo —contestó—. Les hago fusilar.


NdA: (*1) El anterior bombardeo que sufrió Salamanca fue en diciembre del 36, apenas unas semanas antes de la trama del capítulo. Cuatro muertos civiles, dos mujeres y dos niños. No habría más bombardeos sobre la ciudad hasta el verano del 37. Los últimos, en enero del 38, causaron una docena de víctimas.

NdA (*2) Ver C7 «Donde nacen los monstruos»

NdA (*3) Ver C48 «Una llamativa autopsia (I)»

NdA (*4) Ver C21 «Oposición controlada (I)»

NdA (*5) Ver C49 «Una llamativa autopsia (II)»

NdA: La cita de inicio es de cuando hicieron la primera locución, el 19 de enero de 1937. Me he permitido adelantar un poco los hechos metiendo un ensayo unos días antes. El jefazo alemán es Wilhem Faupel, el embajador que le trajo los equipos. Como nota curiosa, la emisora que fue regalo de Hitler, fue la que usó en los juegos de Berlín del 33.

Respecto a la cita, lo importante es que Franco estuvo allí porque dio un pequeño discurso, así que no me he saltado demasiado la Historia. Por supuesto, la parte en la que aparece está novelada. Franco volverá a salir al menos una vez más. El tipo de las pantuflas, esto va para nota, es su hermano Nicolás.