Capítulo 132.- Oposición descontrolada
Valladolid y Salamanca.
Primeros de enero de 1937
«Es decir, que Pilar [tras el Consejo] no consiguió imponer su autoridad
de forma clara sobre el Auxilio de Invierno, y que tampoco Mercedes
consiguió que AI se separara de la SF para depender solo de la Junta de
Mando Provisional de FE-JONS.
Esta circunstancia provocó que, tanto Mercedes como Javier Martínez de Bedoya,
se movieran con rapidez
(…)
Sabían que necesitaban el apoyo de Hedilla para que se reconociera,
formal y oficialmente, al Auxilio de Invierno, y por eso se dieron prisa
en reunirse con el jefe de la Junta de Mando Provisional.
Al día siguiente del final del Consejo de la Sección Femenina,
el 10 de enero, se reunieron con Hedilla. »
«MERCEDES SANZ BACHILLER, APROXIMACIÓN A SU BIOGRAFÍA POLÍTICA»
María Jesús Pérez Espí (Tesis doctoral) (*1)
La tarde hacíase noche aprisa en Valladolid.
Victoria se despidió de las mujeres del comedor tras otro día fregando platos y comenzó a hacer camino hacia el hostal. Días llevaban las delegadas en el Consejo y se decía que Pilar Primo de Rivera iba a dar final discurso. Se le había ocurrido a Victoria que encontrarla allí podría ser buen arrego: la podría acompañar de vuelta a Salamanca para encontarse con Padre, mas aún no sabía qué información darle. Excepto que Mercedes ayudaba a niños rojos, nada había hallado que creyera de utilidad. Iba a sacar a Chispitas en la puerta del hostal para preguntarle, cuando una mujer alta y arreglada, muy guapa, pieles exhuberantes alrededor del cuello, le salió al encuentro.
—¡Ah! ¡Estás aquí! —dijo con naturalidad—. Sí que eres trabajadora... Ven conmigo. ¡Me estaba helando de frío!
Victoria acertó a saludarla levantando el brazo cuando la reconoció: era la mujer que había visto junto a Mercedes Sanz en la puerta de su despacho, mas no llevaba emblema alguno. Vestía como de alta dama: abrigo, pieles, tacones. Gran sofisticación. Raro le pareció, para estar en ciudad en guerra.
—¿Ir? ¿A dónde? —acertó a preguntar.
—Mañana hay cuestación, tonta —sonrió tomándola del brazo—. No te preocupes. Ya he hablado con tu gobernanta en el comedor. Mañana ayudas más con nosotras. Cuando te vi en el despacho de Mercedes, supe que teníamos que probar contigo.
Victoria acertó a preguntar por qué. La otra, Carmen de Icaza dijo que se llamaba, sonrió enigmática sin más explicación darle. La llevó hasta gran casa y aunque de camino se le ocurrió a Victoria escapar, decidió seguir la corriente al no percibir peligro.
Chispitas en su pecho tampoco tembló. ¿Qué querría aquella mujer? ¿A qué se refería con cuestación?
Al entrar en la mansión, lujos había por todas partes, una doncella tomó su abrigo. Sin más explicaciones Carmen de Icaza la llevó hasta un vestidor enorme, con un espejo y un tocador.
—No entiendo.
—En las cuestaciones dan más a las chicas guapas —sonrió la señora—. Y tú lo eres, pero te faltan un par de detalles. Ven. Siéntate. Te voy a maquillar.
Victoria detuvo su mano.
—Yo no soy de esas —dijo firme.
—Sólo sonreír, tonta —rió Icaza—. Tendrás que estar sentada delante de una hucha, haciendo creer a los hombres que te deslumbra su generosidad. La causa necesita fondos. ¿Quieres ayudar sí o no?
Victoria obedeció, aturdida, tras examinar el cuarto y no ver a hombres o más personas en la casa excepto la doncella. Como si la conociese de toda la vida, Carmen de Icaza empezó a maquillarla delante del espejo, mientras charloteaba de chismes de personas que no conocía, con aquel extraño acento que Victoria no era capaz de ubicar. Polvos. Lápiz de labios. Sombra de ojos. Estudió atenta todos los pasos si acaso tenía que repetirlos, pues Padre jamás habíala enseñado aquello.
Encontró extraño el proceder del maquillaje. Las semanas que había pasado con don Federico y doña Margarita (*2) en Barcelona, nunca había logrado aprender. Doña Carmen maquillaba diferente, en todo caso. Menos exagerado. Aguantó estoica los experimentos hasta que poco a poco, como un prodigio, empezó a ver en el espejo a otra muchacha que se le parecía, mas que no parecía ella.
—Perfecto —sonrió Carmen de Icaza.
—¿Cree que así maquillada recaudaré más? —preguntó Victoria, sin tener que fingir sorpresa.
—Crees, cielo. ¡Que somos camaradas! Y sí, lo creo. Eres cosa fácil. Sólo hay que subirte pómulos y resaltar esos ojazos verdes. Tienes los rasgos muy rectos, pero es fácil redondearlos… ¿Sabes? Con otro maquillaje podrías hacerte pasar por un muchacho.
—Entiendo —pensó en voz alta Victoria—. Lo recordaré
—No veo por qué —se sorprendió la otra—. ¿Para qué querrías parecer un muchacho?
Victoria evitó responder y Carmen de Icaza se paseó por el vestidor hasta abrir un armario. Encontró en su forma de moverse una fluidez tan elegante como excesiva.
Victoria concluyó que debía aprender a caminar así.
—¿Sabes, Juana? —dijo Carmen de Icaza sacando dos vestidos—. A veces pienso qué pasaría si pudiese hacerme pasar por hombre —confesó—. Pero no para ser un hombre. Para ayudar. En la guerra, ya sabes —continuó mientras comparaba prendas poniéndolas delante de Victoria—. Ayudar a la causa, pero de otra manera. A veces me siento muy inútil aquí...
Victoria asintió, le gustaba el verde, mas Icaza optó por el azul y le ordenó ponérselo.
—No puedo negar que he pensado lo mismo —admitió Victoria—. Ya sabes, camarada. Como en el romance de la doncella guerrera.
Carmen sonrió agradada mientras Victoria se ponía el vestido. Empezó entonces a cantar, con los ojos cerrados.
En Sevilla a un sevillano
siete hijas le dio Dios...
En Sevilla a un sevillano
siete hijas le dio Dios...
todas siete fueron hembras,
todas siete fueron hembras,
y ninguna fue varón.
Victoria tardó en recordar, pero las palabras acudieron a su mente con la melodía.
A la más chiquita de ellas
le llevó la inclinación...
A la más chiquita de ellas
le llevó la inclinación...
de ir a servir a la guerra
de ir a servir a la guerra
vestidita de varón.
Ambas cantaron juntas la siguiente estrofa.
Al montar en el caballo
la espada se le cayó;
Al montar en el caballo
la espada se le cayó;
por decir, maldita sea,
por decir, maldita sea,
dijo: maldita sea yo.
Rieron y Victoria se contempló de nuevo en el espejo, al tiempo que Carmen de Icaza asentía complacida.
—¿Sabes? Me ronda en la cabeza la historia de una camarada que se hace pasar por hombre. Me la has recordado. Es posible que algún día la acabe (*3) —sonrió—. A veces escribo, cuando tengo tiempo.
—¿Por qué querría hacer tal cosa una camarada? —se extrañó Victoria.
—Los rojos mataron a su familia en Madrid y busca vengarse —contestó dramáticamente Carmen de Icaza—... Pero me faltan muchos detalles. Un antagonista, por ejemplo. Además de los rojos, quiero decir.
Victoria asintió, animada. Parecía historia más interesante que la de una falangista fregando platos todo el día. Recordó que Padre no sentía gran aprecio por los ingleses.
—Quizás un inglés —sugirió—. O un americano.
—¡Oh sí! ¡Qué gran idea! Pero tiene que ser comunista… Aunque es difícil hacer que Marisa y él se encuentren…
Charlaron sobre el relato y Victoria olvidó, por un rato, que aún seguía de misión.
Armando Leiva le puso al muchacho la moneda en la palma de la mano, sin soltarla todavía.
—¿Estás seguro de que los han llevado allí dentro, al Ayuntamiento? ¿Con Franco? —insistió.
—Seguro. Fue anoche. Vi cómo les sacaban de un coche y les metían dentro entre varios soldados —explicó el chaval—. Parecían prisioneros, pero no tenían las manos con grilletes, como cuando el otro hombre alto. Estos dos iban con el Generalísimo.
La mañana era fría pero soleada. La Plaza Mayor seguía helada bajo los soportales y nadie, excepto la agitación en el Novelty y los soldados de guardia, se movían por allí.
—¿Y no han salido? ¿Estás seguro?
—Seguro. Sólo hay otra puerta por detrás que vigila mi primo. Nada aún.
Armando no vio mentira en los ojos de su joven espía y soltó el pago. Poner avisos había funcionado. Uno de los «locales» había usado a su hijo para seguir a Martínez y a Entrerríos nada más identificarlos, y durante los días que les había costado llegar allí, el muchacho no les había quitado ojo. Condenada burocracia de puertas. Tenía que convencer a Ortigosa de que les dejara usar esos «saltadores».
—Oiga, que esto no son pesetas —se quejó el chaval al comprobar la moneda.
—Es mejor que eso. Es un doblón de oro. Sigue vigilando la salida de atrás con ese primo tuyo, y os ganáis otro.
Lo miró el chaval incrédulo y se llevó la moneda a los dientes tras evaluar el peso. Al comprobar que dejaban marca, se quedó con la boca abierta y salió corriendo. Armando no pudo evitar una sonrisa. Aquel pobre crío le recordaba a su hijo José (*4).
Volvió con los otros dos a la mesa del café Novelty, discreta, interior, cerca de la ventana. Buenas vistas. Se agradecía el calor.
—¿Y ahora qué? —se impacientó Comepollas.
Parecía molesto. Incómodo. Iban los tres caracterizados de soldados de permiso, pero Comepollas era el único que no daba el pego con aquellas botas demasiado relucientes y la camisa demasiado planchada. El otro, el Matón, era más soportable y profesional. Hablaba poco, lo que era de agradecer.
Armando sorbió de su copa de coñac y suspiró.
—Ahora seguimos haciendo guardia desde aqui, hombre —explicó—. Porque no podemos hacer otra cosa.
—Podemos entrar al Ayuntamiento a por ellos —gruñó Come.
Sonrió Armando. Tontísimo de los cojones recomendado.
—Si entramos, este de aquí —dijo cabeceando hacia el Matón—, igual vive para contarlo. Pero tú y yo, no. Por no mencionar, lo digo por si te dormiste en la reunión, que lo que pasa aquí es casi seguro un punto fijo. Si entramos a por ellos podemos complicar muchas cosas. No. Vamos a esperar. Con un poquito de suerte Franco nos hace el trabajo sucio. Y si no, pues nada. Cuando salgan les seguimos y les neutralizamos. Sin esperas y sin emboscadas. Pero discretamente.
Come se calló la boca y Armando tuvo que aceptar que un poco de razón sí que podía tener: con aquellos tres era peligroso esperar. Bastante les había costado encontrarles y llegar hasta allí. Pero era casi imposible que de aquello saliesen sin ayuda. Y el chaval no había visto a Larra, ni a nadie más... Tenía toda la pinta de que habían intentado ayudar a Méndez sin éxito.
Era el momento perfecto: esos tres estaban solos.
Julián probó el café que le pusieron.
Después de toda la noche escribiendo le dolía la mano y la puta estilográfica le había dejado los dedos negros de tinta. Sentado a su lado Alonso seguía más tieso que una vela, pero Pacino en el otro cabeceaba sin cortarse un pelo; aunque entre la distancia que habían puesto entre ellos con el escritorio de Franco, y que el Gran Dictador estaba todavía leyendo sus pruebas de oposición, como que no debía de haberlo notado.
Julián sentía envidia del cabrón del Largo; como estaba en bucle y sabía lo que iba a pasar, al tío le importaba todo una mierda. Él llevaba toda la noche convenciéndose de que aún no les pegaba un tiro Franco por guapos.
Sorbió más café. Qué hijo de puta Franco: el café que les habían puesto estaba de puta madre.
Nota mental: hacerme dictador para tomar un café bueno.
En ese momento Pacino roncó y Julián le tuvo que dar un codazo ante la mirada de mosqueo de los regulares que les apuntaban. El madero se despertó aturdido, a punto de caerse de la silla.
—¿Qué es «chachi»? —preguntó Franco de pronto sin levantar la mirada de los papeles.
Julián carraspeó.
—Significa que «mola», Su Excelencia —se le ocurrió, cerebro cortocircuitado. Trató de pensar por encima de la horrorizada mirada de Alonso a su lado— … Quiero decir… Que algo está bien. O que es adecuado.
—No parece palabra que deba aparecer en escrito serio.
—No lo es, Su Excelencia —intervino Alonso, apaciguador—. Hemos de reconocer que somos más agentes de campo que de gran redacción.
—No hace falta que me lo diga, señor Rogelio —afirmó Franco—. Lo de la gran redacción, quiero decir. Aquí todas las formas verbales del señor Corleone son en gerundio —observó—. He visto informes de acciones en África mejor redactados por hombres que aprendieron a escribir en el Tercio.
El tono era más bronca que broma, y Julián trató de decirle a Pacino con la mirada que cuidadito con lo que decía. A ver, macho; que este no es el de la censura de Madrid (*5) Que es Franco. Que nos jugamos paredón.
—Antes de ser funcionario del Ministerio —murmuró Pacino, entre somnoliento y picado—, era policía, Su Excelencia.
—Umhhh… Eso lo explica un poco —murmuró Franco—. El del señor Estarq está un poco mejor. Se nota que le falta leerse un par de libros para darle a todo coherencia, pero más o menos se le entiende. Bastantes faltas de ortografía. Muy desagradables.
Julián controló el tocamiento de pelotas lo mejor que pudo, porque después de haberse leído varias veces la traducción de «Manhattan transfer» (*6), creía haberle cogido el puntito al tema de escribir.
—Ehhh… Gracias, Su Excelencia. Lo siento, Su Excelencia.
—Sin duda el mejor es el del señor Rogelio —suspiró Franco al bajar los papeles. Les miró de hito en hito—. No estoy seguro de compartir con usted su afición a los caballos con tanta personalidad, pero he de reconocer que no sólo se nota que es hombre instruido, sino que se aprecia su amor y su devoción por el deber y por España. Es una lástima.
—¿El qué es una lástima, exactamente? —tragó saliva Julián.
—El que les tenga que fusilar a todos por embusteros —sentenció con naturalidad.
Julián fue a decir algo, pero Franco soltó tres palabras en árabe y los regulares los cogieron por los hombros. Pacino tenía los ojos como platos. Se le había quitado el sueño de repente y Julián sintió que se quedaba sin sangre al verle acojonado. ¡No te sorprendas cabronazo que se suponía que eras tú el que estabas en bucle! ¡Eres tú el que nos has metido en este lío!
—¡Pero vamos a ver, hombre...! —protestó Pacino.
—¡Su Excelencia! —exclamó Alonso—. ¡Le ruego que…!
—¡NI RUEGOS NI NADA! —rugió Franco, la voz de pito sonando como una navaja—. Comienzo a creer que ni siquiera sean agentes de ese Ministerio, si acaso existe. Esto que han escrito no son más que una sarta de patrañas que se contradicen entre ellas. ¿Un santero invertido en la América del siglo XVIII? ¿Una mujer jefa de un Ministerio? ¡Un hombre mecánico! (*7) ¡A mí nadie me toma por idiota! ¡Llévenselos!
Y de un gesto de la mano de Franco, los regulares los sacaron a la fuerza de allí.
NdA: (*1) Entiendo que el artículo 32.2 del texto consolidado de la Ley de Propiedad Intelectual de 1996, me permite citar esta tesis sin autorización (pero citando a la autora y título). Si la doctora Pérez Espí, no obstante, encuentra en google esto y prefiere que no use el fragmento de su tesis, pido humildemente disculpas. Por favor, avise y lo quito inmediatamente. Un review anónimo bastará.
NdA: (*2) Ver «C62: Barcelona 1935» y «C63: Vuestra hija en el Tiempo»
NdA: (*3) El libro se llama «¡Quién sabe…!». No he podido leerlo y todas las reviews dicen que es literatura mediocre, pero no he podido evitar la tentación de mencionar una novela de 1939 que habla de una falangista que se traviste y comanda a un grupo de espías tras las líneas enemigas. Al menos en la primera parte del libro. Esta Icaza es Carmen. Si sois más de salseo histórico, el nombre de su hermana Sonsoles quizás os sea más familiar.
NdA: (*4) No he encontrado el nombre del hijo de Leiva; creo que no se menciona. Le he puesto José Antonio, como el actor que interpretaba a Leiva
NdA: (*5) Ver «C73: Una cuestión de censura»
NdA: (*6) Ver «C82: Bastas tijeras de costura»
NdA: (*7) Ver «Tiempo de dragones»
NdA: Esta semana posteo un poco antes, que me he podido desocupar a tiempo. El romance de la doncella guerrera es muy antiguo, pero es posible que la canción sea un anacronismo. Está en el tube. Se me ha complicado la historia. En la versión inicial se libraban de Franco, pero luego pensé: tal y como escriben estos paquetes, sólo le van a cabrear más. Así que ahí está. Y para colmo Leiva. En el próximo capítulo debería terminar la trama de enero de 1937 en Salamanca. Gracias por leer.
