Capítulo 134.- Auxilio de invierno (II)

Salamanca.

Primeros de enero de 1937

«Nación. Unidad. Imperio.

1.- Creemos en la suprema realidad de España. (…)

2.- España es una unidad de destino en lo universal. (…)

10.- Repudiamos el sistema capitalista que se desentiende de las necesidades populares,

deshumaniza la propiedad privada y aglomera a los trabajadores en masas informes (...)

12.- La riqueza tiene como primer destino (…)

mejorar las condiciones de vida de cuantos integran el pueblo

(…)»

26 Puntos iniciales FET y de las JONS

Extraído de Diario Español

Armando eligió un zaguán y apoyó la espalda en su puerta. Vigilar desde portales daba la impresión de que se esperaba a alguien de dentro y aunque los dos guardias allí en la comisaría, impecables falangistas de retaguardia, hacían más caso a intercambiar cháchara o tabaco que a vigilar, tarde o temprano le detectarían. Matón y Come no tardarían mucho. Lo único que debía hacer era…

El ataque fue rápido y le pilló por sorpresa, mientras se frotaba las manos por el frío.

Un brazo pasó por debajo de su axila derecha, acabando la mano en su boca. Por debajo del otro y de la barba, casi a la vez, la hoja se le clavó en la base del cuello varios centímetros, abriendo piel y músculo. No era un vulgar ratero, y se maldijo por haber bajado la guardia. Era de los otros. Cosa segura. El tirón hacia atrás acabó con él dentro del portal, oscuro, helado, en un suspiro. Intentó soltarse sin lograrlo y comprendió que estaba acabado.

—¡Si me matas van a morir! —fue todo lo que acertó decir, la mano en la boca amortiguando la advertencia.

La hoja detuvo su recorrido y por cómo sentía deslizarse la sangre por el cuello, aun no caía mucha, supo que había ganado algo de tiempo. Lo había ganado, sí, porque el gesto, la navaja y el abrazo no iban a intimidar. Su atacante con olor a lavanda había ido a degollarle sin contemplaciones.

—Explicaos.

Una voz de mujer. Que no era Mendieta. Ni Larra. Otra aliada. Eso cuadraba con las tetas clavándosele en la espalda. Quizás podría… Evaluó por un momento dar un tirón a la navaja, pero por dónde y cómo estaba, igual acababa abriéndose él mismo la yugular. La dueña de la hoja sabía dónde ponerla. Muy bien enseñada estaba, o ya había degollado antes; cosas ambas no excluyentes.

—Tus amigos están encerrados. Los van a fusilar —la hoja se revolvió en su cuello y Armando se apresuró a calmarla—. ¡No fue cosa nuestra! Se metieron en un lío con Franco.

Aflojó el metal, sin salir del todo.

—¿Dónde los tienen?

—Si te lo digo me matarás —acertó Armando a razonar, sin tener que fingir miedo.

—Curiosa situación esta entre vos y yo —contestó la mujer—. De mucho me servís muerto y en nada os quiero vivo.

—Van a fusilarles muy pronto —advirtió Armando en un susurro—. Te diré dónde están y podrás ayudarles. A cambio, no me matarás. Un trato entre agentes. Aunque estemos de lados opuestos… ¿Qué me dices?

Decían que de perdidos al río y Armando comprendía que no le habían tocado buenas cartas. De haber tenido que apostar, mitad que sí acababa muerto, mitad no. Enviar a la mujer a la comisaría acabaría con ella muerta en cuanto Matón y Come volvieran, pero en aquel apaño el que saliera él con vida no lo tenía tan claro.


Victoria trató de no transmitir sus dudas.

Mentir aquel hombre podría, mas habría de confiar en él. Peligroso era. Y fornido. Su agarre había estado a punto de perder al meterle en el portal, mas seguía teniendo ventaja mientras no apartara la vizcaína de su cuello. Tomó como confirmación la vibración de Chispitas, en su pecho. Si Padre y los demás corrían peligro, su deber era ayudarlos por encima de todo.

—Trato sea —aceptó Victoria.

—Dame tu palabra —susurró Leiva.

—Os la doy. Decidme dónde están.

—Quítame la…

—Cuando me lo digáis. No antes.

Dudó unos momentos el rufián, hasta que por fin se dio por vencido.

—En la comisaría de enfrente.

Victoria entonces le soltó y, como temía, el hombre se revolvió dispuesto a tumbarla a golpes. Esperaba la treta, así que pudo esquivarle y plantarle el pomo de la daga de Padre en la sien, tirándolo de rodillas al primer golpe, tumbándolo en el suelo sólo después de varios más. Quitole un pañuelo y atóselo al cuello para detener la sangre. No era herida profunda.

—¿Quién... Eres? —murmuró antes de perder el sentido.

—Alguien que cumplirá su palabra —contestó Victoria—. Y que volverá para daros muerte si acaso habéis mentido.


Si en la calle hacía frío, en aquellos calabozos helaba.

—No vamos a intentar vuestra idea de la camisa mojada en orines —gruñó Alonso.

—¿Por qué no? —protestó Pacino, acompañando a la explicación gestos con las manos—. Plan sin fisuras, macho. Apretamos barrotes, los separamos y pasamos. Lo vi en una peli del Oeste.

Julián no quiso mirar cuando oyó a Alonso gruñir del puto asco. Casi podía imaginar al Largo sacándose la chorra y meándose la camisa en el suelo, así que siguió a lo suyo rascando piedra bajo las bisagras de la reja, a ver si con menos agarre, con un par de golpes buenos podían desencajarla. Los pobres diablos de la celda de enfrente eran como diez apiñados en el mismo espacio que ellos tres; contemplaban la escena en silencio y con los ojos hundidos como platos.

—Qué —murmuró Julián, desafiante—. ¿Alguna idea mejor?

No contestaron.

En ese momento trató de no prestar atención al chorrillo que comenzaba a oírse desde la pared del fondo.

—¡Os faltará barra o leño para hacer palanca, mentecato! —susurró Alonso.


Victoria salió a la calle. El pecho le hervía. Agradecía haber tenido motivo para no matar a Leiva, mas la determinación que había tenido que sacar para intentarlo seguía allí, atenazándola. Sus manos aún temblaban del esfuerzo. Le hubiese costado hablar. No podía llegar en ese estado a los guardas de la comisaría. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo…?

Respiró hondo acordándose de cómo se movía Carmen de Icaza, y concluyó que quizás era el mejor acercamiento. Volvió en sí y decidió imitarla en zancadas largas y sacudida de caderas, tras abrirse abrigo y varios botones del cuello del vestido sin desvelar a Chispitas.

—¿Qué plan tienes? —le preguntó la máquina.

—Aún no lo sé —confesó Victoria—. Mas debo entrar y comprobar si cierto es que dentro andan presos.

Los guardas en la puerta la vieron llegar y no apartaron agradada vista, cigarrillos en los labios. Eran hombres jóvenes, impecables camisas azules y relucientes botas. Le costó encontrar parecidos entre ellos y los falangistas harapientos que había visto morir al asalto en Cabeza Velayos (*1). Por su forma de mirarla, la verdad, no era capaz de imaginar a ninguno de aquellos dos arriesgando la vida por nada.

Ella sonrió y saludó con el brazo en alto.

—Ariba España, camaradas. Traigo órdenes —anunció ofreciéndoles el salvoconducto de doña Pilar.

—Mucho más que eso traes, camarada —contestó el más atrevido—... ¿Qué quieres?

El otro tomó el papel. Victoria iba a contestar con enredo, mas fue interrumpida.

—Esto es un salvoconducto de viaje —gruñó.

Victoria sonrió a pesar del inconveniente: había esperado que aquellos dos no supieran leer. Plan alternativo.

—Es para… Una mujer —señaló Victoria—. Juana Gris. Me han dicho que está aquí.

—Aquí sólo hay hombres, niña —negó el otro.

—Es que esta se hace pasar por uno —improvisó.

—¿Qué?

—Lo que oyes —aseguró Victoria.

Ya era demasiado tarde para cambiar de historia, así que mejor continuarla con descaro. Suspiró el atrevido, tomando el papel y leyéndolo.

—Aunque esté, el salvoconducto es de viaje como dice el compañero. Con esto no sacas a tu amiga de aquí.

—¿Y quién te ha dicho que quiero sacarla? —señaló Victoria—. Si está, ya me iré a donde la camarada Pilar a decírselo para que hable con quien tenga que hablar. Si no, pues nos quedamos todos tranquilos.

Los guardas se miraron aturdidos y por un momento Victoria temió que se echaran a reír; mas el desconfiado volvió a tomar el papel y reparó entonces en la firma.

—¿Has dicho la camarada Pilar? —murmuró menos seguro.

—La que firma, camarada.

Asintió vencido, rascándose la frente, y el atrevido la acompañó adentro.

Encontró Victoria dos salas en la comisaría: un recibidor y una oficina amplia, llena de papeles sobre escritorios. Pocos hombres. Bueno era.

Al fondo, la reja de los calabozos.

—Por aquí.


Se oyó la puerta del pasillo de celdas, y a toda prisa desenroscaron el vástago y la camisa de su apriete en las barras. Alonso algo de crédito tuvo que dar a la idea de Pacino: un poco doblado uno de los barrotes había quedado, mas era tarea árdua. Y apestosa. Julián se separó de los goznes y sacudió el polvo de su traje; su plan Alonso encontraba que tampoco era malo, mas iba a requerir de mucho más tiempo.

En verdad, concluyó, de fuera necesitaban auxilio.

—¿Cómo la vas a reconocer, camarada? —oyeron.

—Pues... Porque la he visto antes disfrazada, claro —contestó Victoria.

No le jugaba la desesperación mala pasada, comprendió al ver los sorprendidos rostros de sus compañeros. Era ella. ¡Victoria estaba allí! ¡Mas cómo! La vieron aparecer frente a la celda, acompañada por un guardia falangista. Costole a Alonso reconocerla, maquillada y arreglada como gran dama. Se preguntó, incapaz de encontrar reacción o leer en su mirada, cuál sería su plan.

—Está allí —señaló Victoria con naturalidad hacia Pacino—. Esa es Juana.

Vio Alonso al guardia parpadear en silencio, incrédulo. Pacino había quedado en camiseta, bigote y patillas destacando. Mas habíale llamado Juana. Buscó Alonso a Julián por si encontraba en su actitud pistas; parecía tan sorprendido como él.

—Eso es un hombre, niña —señaló el guardia.

—Es que es muy buen disfraz, camarada.

Pacino atento estuvo, su compartido rostro de sorpresa tornándose en insultado.

—A ver —señaló de amanerada forma—... Un poquito de respeto, ¿eh? Con la transición de una —añadió negando con el dedo—, no se hacen bromas.

El guardia se acercó a los barrotes con expresión enojada, insulto preparado en la boca, y Alonso no esperó más: aprovechó descuido, le agarró de la pechera y le estampó la cabeza contra los hierros, quitándole el sentido. Victoria le robó las llaves y abrió la jaula al tiempo que explicaba lo que había visto al entrar: lo mismo que ellos. Cinco hombres más había. Armados. Esperaban a la salida. A los tres primeros podrían sorprenderles, mas en el recibidor los dos que quedaban les podrían cerrar el paso. No atendió Alonso a más explicaciones. En cuanto abrió la puerta Victoria, se lanzó a abrazarla. Le costó aguantar las lágrimas.

—Creí que no os volvería a ver, hija.

Victoria le devolvió el abrazo.

—No ha de acabar nuestro viaje aún, Padre —sonrió.

Julián recogió las llaves y abrió la puerta de enfrente, mientras pedía silencio. En total, en aquel pasillo de celdas, debía haber como treinta hombres.

—Llamaremos la atención del otro Ministerio si los sacamos —señaló Alonso.

—Temo agente Alonso de Entrerríos —dijo la Amelia máquina a viva voz desde el pecho de Victoria—, que Leiva ya está aquí.


Mientras Julián el buen rollista seguía sacando peñita y pidiendo silencio, Pacino rogó porque no hubiese un malo de verdad entre ellos, le dio una patada a la camisa remojada de pis, y se abotonó el abrigo porque hacía un frío del carajo.

La niña. La puñetera niña.

¿Por qué Victoria no le había contado nada de aquello antes de volver de Cabra? La cagada con Franco, el armario de Carmen Polo… ¿Por qué? ¿Porque no había pasado? ¿O porque no decírselo era parte del proceso para que pasase lo que tenía que pasar? Sospechó, con un desagradable dolor en la boca del estómago, que como de puta costumbre en el Ministerio sería una pregunta sin respuesta.

La vio abrirse paso entre el pasillo lleno de desgraciados mirándola agradecidos como si fuese la Virgen. El plan era juntarse todos a la vez y salir en sálvese quien pueda. Usar escudos humanos no molaba, pero tal y como estaban las cosas, al menos así todos tendrían las mismas oportunidades de escapar con vida. Leiva estaba rondando por lo que contaba la niña, y también Paul con una cabeza nueva (*2). Tocaba salir de Salamanca sin salvoconductos ni leches. Las preguntas luego.

—Ruego no os ofendáis por haberos elegido como Juana —se disculpó Victoria cuando llegó a su altura—. Ignoraba hasta dónde llegaría el teatro y asumí que vuestra desviada naturaleza os ayudaría a seguir el juego de ser necesario.

—¿Desviada natura…? —repitió Pacino. Ah, vale. Lo del Continental y el teatrillo con Azaña (*3)—. A ver el lenguaje. Nada de desvío. Son cosas naturales. Y no, guapa. Mira. Si lo dices por Julián y yo…

—Las explicaciones luego —zanjó Alonso, en un susurro—. Es momento de salir. Al otro lado de esa cancela habrá hombres armados. Centraos, os lo ruego.

Pacino asintió. Mejor paluego. Aunque no entendía por qué Alonso se había molestado en interrumpir tan rapidín. Julián dio la señal.

Abrió la salida y hombres desesperados salieron de allí en torrente.

Alonso y Victoria derribaron al primer guardia al alcanzarlo.

Julián y Pacino inmovilizaron al otro, quitándole el fusil. La turba de hombres con demasiadas cuentas que ajustar con sus carceleros cayeron sobre el tercero.

Para entonces, comprendió Pacino, el silencio y la sorpresa se habían perdido.

Los otros dos del fondo estaban en la puerta de entrada a la comisaría, cerrándola desde fuera.

—¡Paradles! ¡Paradles!

Pacino intentó llegar hasta allí, pero antes siquiera de pasar del primer escritorio, la puerta se abrió de par en par de una patada.

Paul estaba allí con una puta cabeza nueva y sacándose lo que parecía una ametralladora del futuro de debajo del abrigo de legionario.


—¡JODER! ¡JODER! ¡Paul! ¡Paul está aquí! —oyó a Pacino—. ¡Al suelo!

Julián le hizo caso y se vio rodeado de estallidos azules de plasma reventando cabezas, brazos, cuerpos, paredes, muebles y su puta madre en bicicleta. Estallidos de sangre y electricidad mezclándose con alaridos y juramentos. Allí acababa la esperanza de aquellos pobres desgraciados. Mierda. Se acababa. Pero para todos y de verdad.

—¡Tiradle! ¡Tiradle! —chilló alguien.

Había visto en el futuro armas como la que Paul usaba para acribillares: eran como la pistola de Lola, pero con tiros infinitos y en automático, sin posición de susto. Y el ruido acojonaba casi más que el daño. Julián asomó la tocha para poder ver a Alonso acertarle un par de tiros a Paul en la cabeza con un fusil de los guardias; pero como cosquillas, oiga.

Victoria gateó hasta Julián. De teenager Mata-Hari había pasado a tener el pelo revuelto, el rimel corrido y un Mauser en las manos.

—¿Cómo lo derrotasteis la última vez? —gritó para oírse por encima del estruendo.

—¡Le cortamos la puta cabeza y quemamos el cuerpo! (*4) –recordó Julián–. ¡Pero le pillamos por sorpresa! ¡Y no iba armado!

—¡No se le puede matar! —siguió chillando por encima de los estampidos y los disparos de respuesta—. ¡Aunque si le hacemos mucho daño tardará en recuperarse!

Julián asintió. Guay. Mucho daño. Pero mucho. Qué podían… Difícil pensar con tantos tiros.

Se le fueron los ojos al armario de armas que había visto al entrar, porque había comprendido que las latas de dentro no eran de Pepsi a pesar de ser azules. Tenían que ser granadas Laffite. Bendita guerra y benditos flipaos de retaguardia.

—¡Aguantadle! —gritó Julián.

Se fue al armario agachado y saltando de cuerpo en cuerpo entre estallidos de plasma. Los tiros de Alonso, Victoria, Pacino y de alguno de los presos que se habían agenciado hierro seguían retrasándole al cabrón, pero no les debía quedar mucho tiempo. Le sacó la chaqueta a un desgraciado que no la iba a necesitar más, rompió el cristal, sacó las latas y las metió en la misma chaqueta atándola en plan bolsa. Asomó la gaita por encima del escritorio. Avanzaba el cabrón de Paul, eliminando uno a uno a los presos que se interponían. Iba a llegar a Pacino.

—¡Pacino atrás! —advirtió.

Julián lanzó la chaqueta llena de explosivo y le ordenó a Alonso que le tirara, porque puta idea de cómo se activaban.

Y bum.

Varios bums, de hecho, en cadena, levantando polvo papeles, humo, piedra y cachos de carne de cyborg, y reventando lo poco que quedaba de una pieza en la comisaría. Haciendo, en resumen, un boquete en la pared cerquita de Paul, quien había acabado convertido en dos medios Paul sanguinolentos no muy lejos el uno del otro.

Humo. Oídos pitando. Una mano le levantó. Era Alonso. Dijo algo, pero como que no le funcionaban las orejas. Julián preguntó por Pacino, pero ni se oyó. Les estaba esperando junto a Victoria los dos de una pieza pero con caritas de otra como esta y no la contamos, en el boquete del muro, la calle llena de curiosos, algunos corriendo, como ellos, porque decían que había bombardeo.

No pienso volver a esta puta ciudad, gruñó Julián, tratando de seguir el paso a los demás, soltando polvo de piedra machacada a cada paso.

Encuentro que es un sitio mu tonto.


NdA: (*1) Ver C75 «La peña del alemán (II)»

(*2) Ver C102 «CDEB(VII) Calvo Sotelo»

(*3) Ver C106 «Los diarios robados» y C110 «Tres de mayo». A estas alturas, la Victoria pre-Guernika cree que Julián y Pacino están liados entre otras cosas porque Alonso no ha querido sacarla del error.

(*4) De nuevo Ver C102 «CDEB(VII) Calvo Sotelo»

NdA: Cierro aquí esta Salamanca. El siguiente capítulo debería centrarse un poco más en Irene y en lo relativo a las «trece rosas». Lo malo es que no sé cuándo llegará, porque tengo un mes de mayo muy complicado adelante y no sé cuánto ni cómo podré escribir. Si tardo en postear es por eso. Gracias por leer.