Disclaimer. Todo es propiedad de Craig Bartlett.
Les dejo la cronología:
1. Dino Spumoni todavía canta.
2. De camino al Teatro Circular.
3. Una fiesta en el Chez Paris.
4. El Karaoke Klub abre a la medianoche.
Este two-shot vendría a ser el final de la serie. Es absolutamente necesario que hayan leído todo. Hay muchas referencias a eventos pasados y está escrito asumiendo que han leído entre líneas. Espero les guste.
El secreto del viejo Pete
Es verdad. Siempre he amado el desierto. Puede uno sentarse sobre un médano de arena. No se ve nada. No se oye nada. Y sin embargo, algo resplandece en el silencio…
—Lo que embellece al desierto —dijo el principito— es que esconde un pozo en cualquier parte…
El principito. Antoine de Saint –Exupéry.
Se acuerda de Helga, de su expresión desconcertada y de su cabello revuelto. Se acuerda de la promesa, del pórtico y del hombre de abrigo negro que la esperaba. Se acuerda de la conversación que no entendió y del momento del que no era parte. Lo siento, Arnold, le dijo Helga sin mirarlo y abriendo la puerta del viejo hogar Pataki con nerviosismo. No se fue de inmediato, esperó a que entraran y todavía un rato más mientras se prendían las luces y las sombras discutían silenciosamente.
Estamos enamorados en el grado más alto de los amigos.
Helga enamorada, qué raro. Se lo había perdido, antes, cuando dijo que estaba enamorada de él. Se lo perdía, ahora, porque venían a buscarla y la escondían detrás de las cortinas. Había tantas cosas que no sabía. El libro, por ejemplo, lleno de historias con detalles en los que no se había fijado. Las visitas, también, esporádicas y breves. Ni una sola vez, fueron tantas y tan pocas, se habían buscado. Se encontraban de casualidad, sin chocarse y como si nunca hubiesen dejado de hablarse. Todavía no sabía el nombre del periódico en el que trabajaba. Hablaba en presente, mi esposo, se deshacía tan rápido de los compromisos.
Ya no ves un anillo en mi dedo, ¿no?
No, no lo había visto. No habían bailado una sola vez desde que se apareció en Hillwood, una tarde agitada. Le había gritado a un niño en el campo Gerald. Andaba descalza todo el tiempo, parecía tenerle alergia a los zapatos. Se había puesto un vestido lila en la boda de Phoebe y Gerald. Tenía el cabello largo y desordenado. Hablaba francés y le gustaba coquetear susurrando al oído. Alta, como siempre, usaba jeans deshilachados. Los sobrenombres, esos sí, se quedarían sin importar las temporadas.
Vamos, te invitaré café.
No lo probó nunca, claro. Helga se fue, no sabía dónde, y no había regresado en dos años. Esa noche, mientras manejaba, estaba pensando en todo. En Helga, por supuesto, en si sería feliz y lo poco que él podía hacer al respecto. Luego se distrajo con el ruido. ¿Todo bien?, le preguntó Lucy cuando la recogió, esa misma noche, de la casa de su hermana. Estaba bien, claro, un poco inquieto y nada más. El tiempo pasaba muy rápido, una semana se convertía en un mes, un mes en un año, luego perdía la cuenta y vaya ya no se acordaba de su voz.
Phoebe la buscaba, la llamaba, le escribía y le recordaba sus promesas. Gerald le contó, una semana antes de la fiesta, que habían hablado mucho rato. Dos horas, viejo, Phoebe casi me mata cuando se me cayó la sartén. Gerald estaba enfadado con Helga, pero no le contaba por qué. Todo para que le diga que estaba viviendo de nuevo en Paris. De Nueva York a Paris y no le contaba a nadie. Arnold sabía que era por Alan. Quizá, al final, sí se querían distinto de los amigos. No va a venir, ¿puedes creerlo?, dice que es imposible. Dejó que Gerald refunfuñara todo lo que quiso, sin interrumpirlo. Era inútil defender lo indefendible. Si Helga decía imposible para excusarse era que no quería ver a nadie. ¿Imposible?, sí claro, a ver si lograba engañar a alguien.
Se enojaba Phoebe, se enojaba Gerald y, lo notaba en el recuerdo, se enojaba también él.
Era tan fácil olvidarse de Hillwood. Sólo tenía que llegar al aeropuerto y ya había abandonado la ciudad. Se perdía en el futuro, en el viaje incómodo y en lo mucho que le gustaba escribir. No tenía que insistir en los recuerdos, se transformaban ellos solos hasta volverse agradables. Le quedaba la sensación de la risa, distinta de las imágenes, y entonces el pasado se podía inventar. Se volvía inofensivo, era más fácil quebrarlo. Los años de primaria, sus compañeros (algunos menos ridículos que otros) y la familia a la que no veía nunca.
Al final no llegó a visitar a Curly. Se le pasó el vuelo, los días, el año y las vacaciones. Paris la recibió bien, como siempre, en un departamento pequeño frente a un gran parque. Concluyó con el taller de creación poética que siempre se había negado a llevar. Visitó muchas calles que había ido olvidando y se quedó mucho rato muriéndose de frío mientras escogía libros al lado del Sena. No se acordó de pensar en los amigos que había dejado hasta que, un día, Phoebe logró dar con su número. Le dejó varios mensajes en la contestadora y sólo cuando llegó al cuarto se atrevió a devolverle la llamada, inmersa en remordimientos. Tendrías que haber estado aquí. Hablaron mucho y le recordó la noche en el Chez Paris. Lo prometiste, Helga. Sí, seguro. Se había olvidado de la fecha, la verdad. Había querido olvidarse de la fecha. ¿Cuándo volverás?
Es que no quería volver, todavía. Le gustaba estar donde no estaba nadie, le gustaba saber dónde quedaban las cosas y que nadie la invitara a tomar café para terminar hablando de toda una vida. Le gustaba la facilidad del invierno, la reinvención del verano, los abrigos de otoño y la primavera que no le exigía ponerse vestido. Le gustaba la comodidad y la rutina que no se encontraba con el pasado a cada rato. Le gustaba Alan, también, aunque era evidente que se besaban sólo en las mañanas y las noches. Dos años duraban tan poco y se suponía que ya no era una cobarde. Al final, qué terrible final, siempre estaba escapando.
—¿Qué pasa?
—Han sido dos años, Alan.
—Dos años en los que no has hablado con nadie. —Se acerca y le deja una taza de café sobre la mesita de la sala—. ¿Qué te ha dicho Phoebe?
—Tiene una fiesta, ya sabes —se acomoda un mechón largo detrás de la oreja—, dice que me espera.
—Siempre te están esperando. —Sonríe él, tan digno, delante de ella. Es tan guapo y tan elegante, silencioso como siempre y no es justo que sus ojos la miren con tristeza resignada—. Me preguntaba cuándo te decidirías a hablar con tus amigos, no imaginaba que sería en un día tan inoportuno.
—¿Perdón?
—Te quería invitar a bailar. —Dijo con simpleza, pero Helga sabía que mentía—. ¿Hace cuánto tiempo no bailas?
—¿Hace cuánto? —Parpadeó un par de veces—. No mucho, la última vez bailé contigo.
—Conmigo, cierto. ¿Bailarás conmigo siempre, Helga?
—Esta noche.
—Esta noche vas a alistar tus maletas, comprarás el pasaje de inmediato y entonces te irás de nuevo. —Se sentó el sillón más largo, el que tenía una manta roja en el respaldar—. Me dejarás, claro, porque avisarme sería muy cruel.
—¿Por qué? —Se le atoró el corazón en la garganta. Le molestaba la sonrisa, los ojos tristes y la voz ronca y calmada. No hablaron nunca de la separación y hasta ahora se le ocurría que era buena idea. Quizá, Alan también había cambiado—. Regresé por ti.
—¿De verdad crees que no sabía dónde estabas? —se estira, cambia de posición, se afloja el cuello de la camisa—, viniste porque yo te fui a buscar. Sí, viniste por mí y te quedas por mí. Si me acerco, ¿me dejarías besarte?
—Sí. —No está mintiendo. Le gustan los besos de Alan, son largos y suaves, le acarician los labios y le calientan las mejillas.
—¿Por qué no me dijiste nada? —Es el primer reclamo que le escucha. Ni siquiera esa noche, cuando se le veía cansado y miserable, cuando le dijo que tenía boletos a Paris y que había comprado un departamento frente a un parque—. ¿Te quieres ir?
—Me quiero ir contigo.
Es una mentira, claro. No se quiere ir con él, no se quiere ir sola. Las cosas se habían complicado mucho desde la boda de Phoebe y Gerald. Al principio sintió que no le importaba, que estaba bien y que era ridículo seguir colgada del mismo tema. En Nueva York, incluso, estaba ocupada con el trabajo, con la ciudad y con un colega que no se intimidaba con su mal humor.
Estaba tan bien con su rutina, tan bien sin el anillo, sin Hillwood y con ella misma. Hasta se había olvidado la invitación y la promesa. La llamó en la tarde de un día libre. Se iba a quedar una semana, quería pasear por ahí y que si ella estaba muy ocupada. Fue inofensivo y no tanto cuando llamó a su jefe para pedirle un adelanto de su semana de vacaciones. Arnold la esperó dos horas en el aeropuerto a pesar de que le había dicho que no estaba segura de si iba a (poder) ir a recogerlo.
Lo habían invitado a dar una conferencia sobre su experiencia con la tribu de los Ojos Verdes. Gran coloquio nacional que sería compartido, luego, virtualmente. A él sólo le tocaba dar lecturas el martes y el jueves, pero terminaron yendo toda la semana. Se quedó cerca de donde vivía, en un hotel que la universidad ya había pagado. La iba a buscar temprano, sin desayunar y terminaban haciéndose tarde para las charlas de las nueve. No entendía demasiado cuando eran cuestionamientos teóricos, pero evitaba bostezar por respeto a los otros. Lo miraba de reojo, se reía de su entusiasmo y de las notas apresuradas que llenaban de tinta azul las hojas sueltas que acomodaba de cualquier manera. Él preguntaba mucho y siempre almorzaban con un profesor distinto que se entusiasmaba cuando se enteraba que era periodista.
Las noches se alargaban cuando bordeaban el parque que estaba una cuadra antes de llegar a la calle donde vivían. Se demoraba él, contándole de sus proyectos para los años siguientes. Sueños, muy típico en Arnold, que no pisaban el suelo. Se elevaban altísimos, junto con su sonrisa confiada, como si fuesen cosa de todos los días. Eran demasiados para un solo hombre, se acumulaban y no esperaban su turno, salían disparados y la hacían sentir abrumada. ¿Te alcanzará esta vida, Arnoldo? Y luego hacía eso, tan raro y divertido, alzaba la ceja y su expresión era de pura incredulidad. Es un plan de cinco años, Helga. Entonces tenía que reírse, de él y con él, sin creerle nada y siempre asombrándose de que fuera Arnold quien estaba caminando a su lado. ¿Cinco años luz, tal vez? Vamos, cabeza de balón, ya es tarde. Le reprochaba la falta de confianza, protestaba indignado y se enojaba, todavía más, cuando las risas se volvían histéricas y se le escapaban sin que las pudiese controlar. Te haré la entrevista, Arnoldo, lo prometo. Te haré la entrevista cuando hayas terminado con todo.
Le dio un no-sé-qué eléctrico el viernes en la noche, él último día que se quedaba. Se estaban despidiendo en la entrada de su edificio, ambos bastante cansados, cuando Arnold se inclinó a quitarle un hilo que se le había prendido en el hombro del saco. Retrocedió de inmediato, asustada, y le dio un manotazo que invirtió más fuerza de la que había previsto. Auch. No se disculpó claro, porque todavía estaba pensando en su reacción innecesaria. Arnold se dio cuenta, le lanzó una mirada extraña y le sonrió de medio lado. Lo siento. Eso le dijo el muy zopenco, lo siento y se encogió de hombros. Oh, cierto, casi lo olvido. Rebuscó en los bolsillos altos de su abrigo. Creo que los querías, ¿no? Era una caja mugrosa de chocolates deliciosos que había querido por un segundo mientras se paseaban, buscando un sitio para comer. Se dio cuenta de inmediato. Arnold no era un zopenco, era retrasado sin remedio. Eran reglas básicas, las aprendía todo el mundo, uno no regala chocolates así nada más. Chocolate. Más retrasada fue ella, por aceptarlos. Gracias. No le alcanzó el valor para despedirlo, no le alcanzó el valor para comerse los chocolates, los terminó repartiendo en el trabajo y no probó ninguno. Denso como un ladrillo, cabeza de balón.
—¿Estás segura? —Alan le está sonriendo, petulante. Se ha quedado quita mucho rato y tiene esa mala costumbre de fantasear en los peores momentos. Es muy raro que no se dé cuenta. Es muy típico que finja que no pasa nada.
—Sí, acompáñame. —Insiste.
Lila tiene encanto, a nadie le sorprende. Por eso, cuando llega tarde y con una gran cesta llena de flores, todos se hacen de la vista gorda y le halagan el detalle. Se disculpa, varias veces, con una sonrisa discreta y los ojos más bonitos del mundo. Le dicen que no importa y, como tiene tacto, ella sabe cuando dejar el tema antes de que comience a ser aburrido. Es Phoebe la más entusiasta de todos, pone la canasta en el centro de una mesa larguísima y retira muchos platos de comida para que se aprecien los colores y las formas. La admiración no es solemne. Es apenas un vistazo y la conversación cómoda que fluye en medio del olor agradable de las plantas. Están todos en el jardín, con el sol acariciándoles la piel y refrescándose en el jugo de naranja (algunos con vodka) que han sido repartidos apenas han llegado. Es un gran día para un cumpleaños y todos están esperando que Gerald terminé de preparar la parrilla para poder empezar a comer.
—Phoebe, perdóname. —La llama Lila con la voz cantarina y se aleja un poco del grupo que escucha a Rhonda con mucha atención. Acababa de llegar de China—. Eh, ¿podrías decirme dónde está el cuarto de baño?
—Sí, claro. —Le sonríe distraída y la lleva hasta la salita—. Por el pasillo, la primera puerta a la derecha.
—Gracias.
Phoebe se fija en el reloj de la sala. Son las dos. Suspira resignada y mueve la cabeza de un lado a otro, alegrándose de que nadie se haya dado cuenta. Se queda un rato más, mirando los muebles y asegurándose de que nada esté desordenado. Avanza por instinto hasta la puerta principal y acomoda un saco mal puesto en el colgador que está atiborrado de ropa. Vuelve a mirar el reloj y cuando se está dirigiendo al jardín, capta un par de sombrar por el rabillo del ojo y a través de los cristales del marco de la puerta. Se detiene, hay una emoción ligera que le agita los nervios y sabe que es pura esperanza. Se acomoda las gafas y gira la perilla antes de que las sombras se sigan acercando.
—Wah, vaya, ¿cómo sabías que estábamos aquí?
Son Harold y Patty, la miran sorprendidos y con sonrisas inciertas. El primero lleva una gran bolsa transparente que no sirve mucho para ocultar una gran caja envuelta en papel de colores. La segunda, en cambio, lleva una bandeja cubierta con una servilleta de tela. Ambos se ven felices y curiosos, todavía esperando que les conteste a pesar de que se ha hecho a un lado para dejarlos pasar.
—Adiviné. —Les responde con el tono menos decepcionado que encuentra—. Los vi a través de los vidrios.
—Oh, genial. —Harold mira el marco de la puerta con curiosidad y espera a que Patty entre primero. Es un tipo de cortesía que sólo tiene con ella—. Es una buena idea, quizá debería cambiar la puerta yo también. Si no es nadie que me guste, puedo fingir que no estoy.
—Sí, seguro. Para eso está la cámara del intercomunicador. —Patty rodó los ojos, pero le sonrió—. No pienso dejar que cambies nada en mi casa, Harold.
—¿Por qué no? —Suelta de inmediato, repentinamente entusiasmado con la posibilidad—. Es una idea genial.
—¿Dónde puedo dejar esto? —Dijo Patty, ignorando a Harold y sacando a Phoebe de su repentino mutismo, mientras alzaba significativamente la bandeja.
—¡Ah sí!, perdona, estaba distraída. —Hizo el ademán de recibirla, pero Patty no le dejó—. Muchas gracias, estamos todos en el jardín. Síganme, por aquí por favor.
Avanzaron juntos, Harold todavía se quejaba y argumentaba a favor de una puerta con vidrios, Patty rodaba los ojos y Phoebe sonreía al escucharlos. En el jardín todos los recibieron con sonrisas y cejas alzadas cuando se dieron cuenta que estaban discutiendo. Phoebe les ofreció bebidas y se horrorizó cuando se enteró que Gerald había quemado las salchichas por ponerse a bromear con Sid y Stinky. Se fijó en un aparatito blanco muy curioso y útil que los papás de Gerald les habían regalado antes de ponerse manos a la obra a dirigir la parrilla mientras Gerald iba por más comida.
La habían llamado del trabajo para darle una sarta de malas noticias. Ninguna irremediable, felizmente, pero le habían quitado un poco de sol a su fin de semana. Se estiró, todavía sentada en el sillón, y cerró los ojos. Estaba cansada por el viaje, pero eras las primeras vacaciones que pasaba en Hillwood y no quería arruinarlo con pensamientos negativos. Decidió apagar el celular y luego de su momento de soledad, se levantó decidida a divertirse tanto o más que todos los que estaban paseándose por la recién estrenada casa de Phoebe y Gerald.
Se le ocurrió dar un vistazo sobre su hombro antes de regresar y le preocupó ver dos largas siluetas en la entrada. Miró hacia el jardín, indecisa, pero parecía que nadie se había dado cuenta de nada. ¿No serán ladrones? Se planteó ir por Phoebe o Gerald para abrir la puerta, pero le daba vergüenza seguir con una idea tan ridícula para una mujer de más de treinta años. No iba a abrir la puerta, tampoco, porque le quedaba la inquietud de los malhechores. Decidió, en cambio, rodear todos los muebles de la sala para evitar avanzar directamente por los vidrios. Iba a espiar detrás de las cortinas de la ventana y luego, ya, podría abrir la puerta. Todavía había muchos que no llegaban.
Se agachó ligeramente y ladeó la cabeza para no tener que correr demasiado la cortina. Se cubrió lo más que pudo y se preocupó de que el ángulo en el que pondría la mirada no fuese demasiado obvio. Si la descubrían, la situación iba a ser muy embarazosa.
Al principio no comprendió del todo. Se quedó en el intervalo irritante de la memoria. Como cuando uno está a punto de estornudar y los ruidos distraen el impulso y lo alargan. Jaló la cortina hacia un lado, olvidada de la timidez inicial que la había obligado a ocultarse y se quedó parada (cruzada de brazos) mirando con los ojos entrecerrados. Demoró unos diez segundos, mientras la figura en la puerta se volteaba y la descubría y abría los ojos con sorpresa disimulada.
—¡Cielo santo! —Exclamó para sí misma cuando algo hizo clic en su cabeza. Casi se cae de espaldas, se llevó una mano a la boca y tuvo que abrir los ojos (más y más) cuando Helga G. Pataki le señaló la puerta y le sonrió con malicia. Casi ni se fijó en el hombre que la acompañaba.
Se movió rápido a abrir la puerta y el cambio la golpeó con fuerza. Todavía podía ver a la Helga de sus recuerdos, la de primaria, parada al lado de esa otra Helga con la que no había tenido oportunidad de hablar en las pocas visitas que hizo a Hillwood. Sólo aquella vez en la boda y desde lejos, Helga había alzado su copa para brindar y la mitad del salón se encontró haciendo eco y tomando hasta el fondo. Casi tres años y, nuevamente, había cambiado.
Alta como siempre, sin la uniceja que la caracterizó toda la primera y sin ningún vestido rosa. Tenía el cabello cortísimo en comparación con la última vez, más arriba de los hombros, con las puntas acariciándole la nuca y cubriéndole las mejillas. Rubia como toda la vida y con los ojos azules brillando divertidos. Traía una camiseta azul, quizá demasiado grande para su cuerpo, con una chaqueta negra encima. Sus pantalones estaban un poco más estrechos, rasgados por todas partes y bastante desaliñados. No traía zapatos y, cuando los buscó, los encontró colgando del índice de su mano izquierda. Le sonrió todo lo que pudo, genuinamente entusiasmada y haciéndose a un lado para dejarla entrar.
—Es por el vuelo. Se me hinchan los pies. —Le dice a modo de disculpa, encogiéndose de hombros y todavía sin pasar. Titubeó en su lugar y se volteó hacia su acompañante—. Lila, este es Alan, no sé si lo recuerdas.
No lo recuerda. No lo conoce, en realidad. Quiere decirlo en voz alta, pero Alan se adelanta y estira una mano de dedos largos y pálidos mientras saluda amablemente y con sinceridad. Es un placer conocerte. Es raro porque no suena ensayado y es casi como si fuese verdad. Decide dejarlo por la paz y lo saluda también ella. El placer es mío. El apretón es firme y breve, se sueltan muy rápido. Helga pone los ojos en blanco, avanza ahora sí cruzando el marco de la puerta y se echa en el sillón más largo. Parece satisfecha.
—¿Dónde está Phoebe? —Pregunta con los ojos cerrados, bien cómoda en su lugar.
—En el jardín, con el resto —Lila intuye, pero no contiene las ganas de preguntar— vamos todos y los saludas. Te han estado esperando.
—Mejor no, —Helga se ríe— llama a Phoebe, dile que hay una extraña buscándola y que se ha metido a su casa sin su consentimiento.
Alan sonríe divertido, mira a Helga y solo, en silencio, se divierte. Lila no entiende ese tipo de observación, ni el tipo de amistad que Phoebe y Helga han construido. Le gustaría entender, pero sabe que ese tipo de interacción no va con ella. Lo respeta, sí, porque es evidente que la amistad, en el paquete en que decida envolverse, sigue siendo amistad aunque el mundo se derrumbe. Eso que produce Helga en el ambiente, esa comodidad descortés que llena los vacíos, siempre lo ha admirado. Decide no decir nada, le señala a Alan que va a cumplir con lo que le han pedido (porque Helga sigue con los ojos cerrados) y se detiene en sus ojos castaños que brillan con un sentimiento que no sabe describir.
Ese hombre, el que ha acompañado a Helga, transmite una clase de amabilidad que sólo ha percibido en otra persona.
Es gracioso.
—Han sido dos años, Helga. —Le comenta como si nada. No la mira, su atención está fija en el camino que da al jardín y ella sabe que ha encontrado algo fascinante, que se muere por tomar la cámara y sacar fotos—. Y lo primero que se te ocurre es echarte en su sillón.
—Se me han ocurrido muchas cosas, Redmond.
—¿Ilegales? —Se burla—. Te recuerdo que somos invitados y que todos me culparán por asociación.
—Ah, pero, ¿tenías reputación?
—Tengo, recuérdalo rubia. —Rubia. Tiene que sentarse y mirarlo. Ha dicho rubia y sólo una vez, cuando todavía se estaban conociendo, le dijo rubia una vez y quedó bien claro que perdería los dientes y algo más que los dientes si le volvía a decir rubia, con el tonito condescendiente—. Me miras como si no me quisieras.
—Es que no te quiero. —Le sale rápido y venenoso. Se tiene que enderezar en su sitio—. Vamos, repítelo.
Dilo, vamos, di rubia.
—Te quiero.
Se le escapa la sangre, se desborda dolorosa y el pinchazo no es en el corazón, el dolor nace en el centro de sus palmas. Vuelve las manos en puños, aprieta los dedos y junta toda la voluntad que le queda para no apartar la mirada. Te quiero. Sí, le quiere responder. Es que sí, te quiero Alan. Era una mentira, era una broma, era porque me has dicho rubia. Sí, es verdad, te quiero. No le sale, se acuerda del último año de colegio, se acuerda que estuvo esperando, se acuerda que Hillwood dolía donde nunca había dolido antes. Se acuerda de la noche en la que se fue, de los amigos que dejó, de la madrugada en la que llegó a Paris. Se acuerda que se peleó con él, en inglés porque llevaba pocos días en la ciudad y todavía le costaba sacar el francés con naturalidad y qué más natural que pelearse con un larguirucho ridículo vestido completamente de negro. Vaya, tú eres muy rubia. Eso le dijo, con los papeles en el suelo y con la cámara a medio camino de su rostro. Casi lo mata, claro. Casi lo mata y pasó muchísimo tiempo antes de que le explicase que no se estaba burlando. Es que estabas detrás del sol, la luz, las líneas y tu cabello. Me dieron ganas de fotografiarte. Y tenía sentido, porque estudiaba fotografía y trabajaba como fotógrafo y tenía miles de cámaras pero no había sido capaz de inspirarse en los últimos seis meses. Por esa época en particular, cuando garabateaba y le ganaba la pena y el amor a la escritura, cuando no era capaz de volcarse en las hojas limpias de uno de los muchos cuadernos rosas, azules, blancos, podía entenderlo. Tan lejos, tan asfixiada en el recuerdo, tan lejos de él mientras se moría por regresar y confesarse. Se moría y cómo no había sido capaz de repetirlo. En esos tiempo, cuando todavía, todavía, estaba enamorada de Arnold.
Se escuchan pasos alborotados que se acercan y el momento, con el ruido, se vuelve incómodo. Helga no ha contestado, pero ya le ha dicho todo lo que necesita saber. Alan se resignó la primera vez que la invitó a salir. Se resignó cuando empezó a entender por qué escribía a escondidas y no dejaba que nadie leyera sus poemas. Se resignó cuando hablaban cada uno de su infancia y Helga recordaba, con demasiado cariño, escenas insignificantes de amabilidad que no detallaba demasiado. Se resignaba mucho con ella, mucho en el pasado, pero ya no, no tenía ganas de resignarse.
—¡Helga! —Chilla Phoebe cuando la ve y la sonrisa es enorme, llena de esa calidez amable que sólo ella sabe expresar—. Te has tardado una barbaridad.
Se abrazan y es bonito, es gracioso y romántico. Soñador, porque Helga siempre ha sido la más alta y Phoebe siempre será la más baja. Sonríen, cada una a su manera y tienen los ojos entrecerrados de tanta fuerza que le han puesto al agarre. Parece que se extrañan aunque se toquen y es irremediable que Alan alce la cámara (la que siempre le cuelga del cuello) para sacarles la fotografía que nunca alcanzará para contar la historia de la amistad.
—Lo siento, Phoebe. —Susurra Helga porque le gustaría poder decirlo más alto y sin el furor del encuentro, pero no le sale, se la come la timidez que no muchos conocen. Se aprovecha del abrazo, de la alegría.
Phoebe la perdona, qué cosas no le ha perdonado, la perdona y deja que conserve su fachada Pataki de independiente desconsideración. Deja que sea ella como cuando tenían nueve y ahora, tanto tiempo después, que tienen treinta. La deja y quizá no debería engreírla tanto si Helga se empeña en hacer lo que quiere sin pensar en las consecuencias.
Se sueltan, es Helga quien carraspea fingiendo incomodidad y Phoebe le sigue la corriente sin seguirle la corriente. Es que ya no tienen nueve.
—Espero que hayas traído regalos, Pataki.
Pataki. Phoebe nunca le dice Pataki. Phoebe nunca usa Pataki incluso si está molesta. Pataki, supone que se lo merece y lo deja pasar.
—Están en el auto de Alan.
En el auto de Alan. La sospecha crece y Phoebe intenta disimular, pero le gana el impulso y tiene que, tiene que, mirar la mano de Helga. La mira, de reojo, mientras se da la vuelta. Es un vistazo y es todo lo que necesita.
—Alan, perdón, no te he saludado. —Es ridículamente alto y Phoebe deja que se agache para darle un beso en la mejilla. La había recibido tan bien, esa mañana que llegó a visitar a Helga y se encontró con una boda—. Me alegro que hayas venido.
—Yo me alegro que volver a verte, Phoebe. Ya lo ha dicho Helga, hemos dejado los regalos en el auto.
Hemos dejado los regalos en el auto.
—¡Sí, esos los puede sacar Alan! —Le lanza las llaves, Alan las salva por los pelos—. Ahora preséntamelo. Vamos, es hora de hacer realidad todas las pesadillas de Gerald.
Phoebe se ríe bajito, moviendo la cabeza, pero no le importa. Helga está trotando por su cuenta, revisando todos los caminos que encuentra y esperando a que la guíen. La más pequeña arrastra los pies, se demora a propósito y se rinde ante la insistencia impaciente. Le señala las escaleras, Helga sube como un bólido y se queda parada, muy quieta, frente a la puerta blanca que tiene dibujada un tren.
—Puedes pasar, seguramente ya está despertándose.
—Sí, seguro. —Duda un momento, toma aire, gira la perilla.
No lo dice. ¿Le gustaré?, parada ahí en su pasillo, Phoebe siente que han retrocedido en el tiempo. Es la misma Helga que tiene miedo, que se obliga a avanzar y que en realidad está llena de incertidumbre. ¿Le gustaré?, porque es una mujer ahora, llena de responsabilidades, sin espacio para la agresión y porque le importa. ¿Le gustaré, Phoebe?, insistió por el teléfono. Era una mala señal, mala si lo repetía con tanta desazón. Pero Phoebe estaba segura que se gustarían, que congeniarían de inmediato aunque Gerald se muriera de indignación.
—¿Quién eres tú?
Una niña, pálida, pequeña, de cabellos lacios y negros. Muy parecida a Phoebe, gracias al señor. Los ojos, grandes y chocolates, eso sí, eran iguales a los de Gerald. Tenía puesto un pijama celeste con una mariposa morada en el centro de la camiseta. Estaba despeinada y parpadeaba, todavía con los rezagos del sueño, pero no parecía asustada en lo absoluto. Dejó el delfín de peluche que tenía abrazado, en el suelo y se acercó a Helga con pasos torpes.
—¿Quién eres tú? —Repitió con la voz aguda y demandante. Phoebe salió detrás de Helga y la niña sonrió, corrió hasta abrazarse a sus piernas.
—Quién es usted. —Corrigió Phoebe sonriéndole a Helga con una sonrisa de medio lado. La rubia alzó una ceja y carraspeó.
—Soy Helga, tu madrina. —Dijo en voz alta y autoritaria—. ¿Quién eres tú?
La niña volteó, sin soltar los pantalones de lino de su madre, y le lanzó una mirada extraña.
—Danielle. Estás mintiendo, mi madrina es Lucy.
Lucy, claro.
Phoebe quiso intervenir, pero Helga no la dejó.
—Es que yo soy tu madrina oficial. —Sonrió en una mueca torcida—. Por eso te he traído chocolates.
—No me gusta el chocolate.
¿Qué?
—¿Qué has dicho? —Se horrorizó Helga.
—Me salen manchas. —Explicó llanamente. Helga la miró y luego miró a Phoebe, exigiendo respuestas de inmediato. Una niña a la que no le gustaba el chocolate, qué barbaridad.
—Es alérgica. —Aclaró la morena.
Oh.
—¿Y entonces qué te gusta? —Le preguntó irritada, no con la niña, sino con ella misma por estar tan atrás en una carrera en la que había comenzado con ventaja.
—Las fresas.
Acabáramos.
Le había prometido a Gerald llegar temprano pero la vida y sus sorpresas no dejaban de atrasarle los planes. El único inquilino que se moría de frío en verano y al único al que se le averiaba la calefacción. Su padre trató de ayudar con lo que pudo, pero él también tenía planes (con su madre) para el fin de semana y al final le dejó todo el trabajo. Con las constantes visitas a San Lorenzo, las universidades no dejaban de pedirles artículos para las revistas de antropología. Le tocó a él, por estar de vacaciones, lidiar con las reparaciones. Felizmente el señor Hyunh se había ofrecido a ayudar.
Luego tuvo que ir a recoger a Lucy. Juste ese día, de entre todos los días, tuvo la mala suerte de no encontrarla lista. Su hermana, que estaba de relación en relación, la había visitado en la mañana para contarle que había terminado con su novio de turno. Ella le había intentado advertir, claro, pero por estar ocupado comprando repuestos no se había fijado en el celular. Tuvo que pasar un momento muy incómodo en medio de los llantos de su cuasi cuñada y los intentos inútiles de su prometida por calmarla.
Se detuvieron unas cuantas veces en el camino para ver qué regalo podrían llevar, pero cada vez que paraban se acordaban que alguien más del grupo ya se había comprometido a llevarlo. Pasaron por las flores, los dulces, los adornos, la carnicería y terminaron en la licorería. Supusieron que no había pierde y compraron varios vinos. Además, de eso se acordó Lucy, pasaron por la juguetería.
El cumpleaños de Danielle había sido el miércoles de esa semana, pero dada la complicación para conseguir que todas las agendas coincidieran, Gerald y Phoebe había decidido pasar la celebración para el sábado. A Danielle no le había molestado la idea de estar entre tantos adultos, siendo la primera sobrina de la generación, había aprobado la entrega doble de regalos, pastel y mimos.
—Arnold, ¿sabes de quién es ese auto? —Lucy le señaló uno negro que estaba en la entrada que daba a la cochera. Era una camioneta muy grande y no recordaba que ninguno de sus amigos se la hubiese comprado.
—No, tal vez es de Lorenzo. —Contestó sin darle mucha importancia—. Al parecer tendremos que irnos al final de la calle.
Una vez estacionados, al lado de un jardín pequeño, y con un montón de bolsas en las manos se encaminaron en dirección a la nueva casa que Phoebe y Gerald habían comprado. Era color arena, dos pisos, con tejas rojas y dos grandes jardines. Cuando ya llegaban notaron que el auto negro de la entrada tenía la maletera abierta. Estaba un hombre inclinado, sacando grandes paquetes envueltos en papel de regalo. Se acercaron curiosos y esperaron, a unos pasos, a que el hombre terminara de descargar. Lucy fue la primera en animarse a hablar.
—Buenas tardes. —Muy diplomática ella y esbozando una sonrisa.
El hombre se endereza, mueve el rostro detrás de su carga y devuelve el saludo con amabilidad desarmante.
—Buenas tardes.
Lacónico, vestido de negro sin desentonar con el calor, una correa que sostiene una cámara alrededor de su cuello. Cabello castaño, alto, voz gruesa. Le falta el abrigo. Suenan campanas de alarma en su cabeza y es la primera vez en su vida que Arnold logra hacer una asociación con tanta rapidez. Debe ser porque no ha dejado de pensar en esa noche. Debe ser.
—Mi nombre es Lucy y este es Arnold, mi prometido. —Continúa—. Perdona, pero no te hemos visto antes.
—Oh sí, perdonen. —Lo ha mirado raro, como si lo estudiara, como si supiese algo que él no sabe. No le gusta, la sonrisa confiada (burlona) que le dirige antes de continuar—. Mi nombre es Alan, soy el esposo de Helga. Tú sí debes acordarte de mí, Arnold, ¿no es verdad?
Alan.
Por supuesto que se acuerda. No por esa noche, o mejor dicho, también por esa noche. Alan y él se conocen desde antes, desde la infancia, cuando su abuelo aprovechaba del carisma que le había regalado naturaleza y visitaba la mansión de los Redmond. Iba él, cómo no, para visitar a Alan y a su padre, Sammy. Conversaban mucho, de la fotografía, del béisbol, de los mapas que tenía colgados en su habitación. Muchas veces hablaron de viajes de aventuras, de todo lo que Alan podría fotografiar y de lo que Arnold buscaría, siempre expresado en eufemismos, apenas consiguiera el boleto de avión. Eran amigos, pero no compartían más tiempo que el de las visitas esporádicas y los encuentros casuales. Por eso, esa noche que Helga se lo presentó sin saber que se conocían, se sorprendió todo lo que no se había sorprendido en años. Alan había cambiado con el tiempo, era más difícil saber lo que pensaba y, encima de todo, se había casado con Helga. Dónde, cómo, cuándo y por qué, nunca tuvo oportunidad de preguntar.
—Claro, cómo has estado. Lucy, Alan es un viejo amigo, vivía aquí también. No nos veíamos desde hace —dos años—, er, desde hace tiempo.
—Oh, ya veo. Gusto en conocerte, Alan. —Movió las bolsas en sus manos y le lanzó una mirada significativa—. ¿Qué les parece si vamos de una vez?
—Por supuesto. —Coincidió Alan de inmediato.
La puerta principal estaba entreabierta, pero Arnold insistió en abrirla con su cuerpo para dejar que Lucy avanzara con comodidad. La siguió Alan y Arnold no sabía por qué todavía tenía esa sensación de inquietud instalada en el pecho. Pasaron a la salita y se encontraron con un confundido Gerald que buscaba con la mirada perdida.
—Hey, cómo están. —Los saludó sin mucho entusiasmo, pero ninguno se lo tomó a pecho—. ¿Está Phoebe con ustedes?
—No, la puerta estaba abierta. —Respondió Arnold. Alan se adelantó y dejó sus paquetes sobre los sillones.
—Está con Helga, las vi subir. —Dijo con simpleza.
—Hey, gracias viejo. —Gerald le sonrió y avanzó tres pasos antes de detenerse abruptamente—. Espera… —se volteó— ¿Quién eres tú, de nuevo?
Alan iba a contestar, pero Gerald cayó en la realidad de su propia frase y abrió mucho los ojos y la boca.
—Espera, ¿has dicho Helga? —Balbuceó confundido—. Como en Helga G. Pataki, ¿esa Helga?
—De hecho, por cuestiones legales ahora es Helga Redmond, pero te matará si se lo dices. —Aseveró con la ceja alzaba, sarcástica.
—¿Tú eres Alan? —Lo señaló Gerald, haciendo memoria de todas las conversaciones que había tenido con Phoebe—. No puede ser, ha regresado.
Arnold quiso intervenir. Algo en el comentario de Alan lo había fastidiado una barbaridad, así que se sentía con derecho a intervenir y cambiar el tema de conversación y oh mierda recién se le ocurría pensar que si Alan Redmond estaba en esa casa era porque Helga G. Pataki también estaba allí. En esa casa. Después de dos años.
—He regresado, cabeza de cepillo. —Se rió Helga detrás de Gerald y casi logra que le de un infarto. El resto dio un respingo y la miró como si se hubiese bajado una celebridad a un pueblo recóndito.
Danielle se rió con Helga y Phoebe les lanzó una mirada de reproche mientras le daba palmaditas indulgentes a su esposo. Alan alzó una ceja en su dirección. Lucy sonrió de lado, recordando de pronto el carácter inusual de la rubia. Todo muy normal y alegre hasta que sucedió lo que tenía que suceder.
Se miraron.
Se suponía que era un vistazo panorámico ay qué guapos todos acompañado de un saludo general cómo andan para detectar si habían conocidos estás más feo o desconocidos pues mucho gusto entre los presentes. Era básico, eran cosas de adultos y con la libertad de los niños, porque era una casa familiar y estaban celebrando. A los adultos se les daba la licencia de la niñez cuando estaban reunidos para celebrar. Hola, cómo estás, qué bueno verte, a Helga no le importaba cumplir con las convenciones con tal de acabarlas de una vez y de mostrar que su carácter, con treinta y los que vinieran, seguiría siendo el mismo. Aquí yo sigo siendo su tormento. Seguramente estarían Alan, Lila y Gerald. No se esperaba a Alan, Lucy y Arnold.
Se miraron.
Eran dos años de suspenso y no, no eran dos años de suspenso. Eran casi veintisiete años de Arnold y Helga. Desde el preescolar, con el día lluvioso y los solitarios que son solitarios de maneras distintas. Ella, ese día importantísimo que no la acompañaron y terminó enamorándose de la amabilidad de un niño demasiado bueno para su propio bien. Él, ese día primigenio en el que tenía a sus abuelos y era genial, pero no tan genial como tener a sus padres y con esa niña de moño rosa que veía el barro en su ropa con tristeza. Cómo era posible que un vistazo qué bueno que están todos se hubiese convertido tan pronto en una mirada estás aquí. Si se suponía que estaban mayores, si se suponía que les había pasado la experiencia por encima y el tiempo que no se habían visto. Era muy poco, después de esa tranquilidad que producen los recuerdos que se apagan, lo que compartían todas esas veces de casualidad que se habían detenido a conversar. Muy poco, nimiedades, más silencios que conversaciones. Más confesiones sin sentido, lejanas, se perdían ellas también en las decisiones apresuradas. Dos años y todavía me debe un café eso, eso tan difícil de explicar no se había movido todavía le debo un café.
Se miraron.
Treinta años para madurar, para aprender a comportarse en público, para controlar el carácter y dar firmeza a las decisiones. Ya no iban a bailar, abusiva, víctima, amigos que se miran como enemigos y enemigos que se besan como amantes. Las confesiones, la confesión y esa tristeza melancólica que los rodea, juntos, cuando doblan las esquinas y se chocan en medio de Hillwood. Pasean al lado del Chez Paris, paseaban y entran y rompen las reglas para escuchar a Dino Spumoni, no bailan nunca pero están juntos en las boda, bromean sin hacerse daño y quizá pinchándose donde duele lo suficiente para sentirse como antes. La noche, está la noche, después de la conversación extraña y después de Helga discutiendo con Arnold por algún francés que no viene al cuento. Nos queremos en el grado más alto de los amigos. Entonces qué eran ellos, ¿no se querían?, eran enemigos después de todo. ¿Enemigos que se buscaban y conversaban y se contaban cosas con tanta facilidad y debajo de un árbol? Es que en la copa van los enamorados. Ellos no se querían claro, si se hubiesen querido en el grado más alto serían ellos los casados.
Finalmente, se miraron.
Sin avisar, se fue dos años sin avisar y olvidándose de la promesa. Estaremos ahí, Arnold. Los dos, porque ella era la madrina, pero moralmente Arnold siempre sería el padrino. Le debía la taza de café, también. Se suponía que estarían cerca, que viajarían eventualmente, que verían a Danielle y sería cómodo y divertido y especial en la manera especial en la que era entre ambos. No, no eran canciones, ni sonetos, ni confesiones, ni celos ni nada. Eran ellos dos como toda la vida, con las bromas pesadas, los sobrenombres, la gorra y el lazo y los días de verano en los que jugaban en el campo Gerald. El mal humor de Helga y la paciencia de Arnold. Estaba esa noche que lo cambió todo.
—Te has cortado el cabello, Helga. —Dijo Arnold con una sonrisa.
Continuará...
Sí, ya me había tardado en confirmarles que llegaría el final de la serie. Pero aquí está y espero que haya estado bien. Ahora, no les pienso explicar nada porque lo arruinaría ;), pero supongo que si se ponen a adivinar, sí, está así al propósito para que no sepan si será un final abierto o cerrado. Lo divertido es ir descubriendo de a pocos. Lo que sí, he dado vueltas sobre la relación de Alan y Helga (más que la de Lucy y Arnold) porque se han casado y Helga será bipolar, pero creo que debe haber una razón. No he puesto ningún flash back porque no es necesario, con lo que he relatado me parece que se pueden dar una idea.
Por ahora me voy a concentrar en acabar con la segunda parte, para no dejarlos esperando tanto. Luego actualizaré Entre Luces y Cuando Helga G. Pataki perdió la paciencia. Pero no se preocupen, los estoy avanzando. Los títulos de los siguientes capítulos son La felicidad en el bolsillo y Romántico como un globo rojo, respectivamente.
Muchas gracias por todos los review que han dejado en las distintas partes del universo Dino :D Por orden de envío:
El Karaoke Klub abre a la medianoche:
Polly, Ale, diana carolina, karoku01, letifiesta, Vampisandi, Mitsuki-Akari, Itzia-Hime, Nuleu Strack, loredanna y Rolling Girl.
Una fiesta en el Chez Paris:
Blue-Azul-Acero, Ariel, Helgalover, Fernanda A, GeraldAUT, RobertoAFR, Ariel me trajo, Beatlesfan, Mujerdeband, Aretoh, Myriamj, Nuleu Strack, letifiesta, Vampisandi, karoru01, Xalea, Ruby P. Black, Sweeter Membrane y Rolling Girl.
De camino al Teatro Circular:
Ale, Polly, Nuleu Strack, karoru01, letifiesta, Vampisandi, Yukinita, Mcpdn, Michelle weasley fenton, , Xalea, Ruby P. Black, isabel20, okarina, Myriamj y Rolling Girl.
Dino Spumoni todavía canta:
isabel20, ocelote9 y Rolling Girl. (actualizando la lista, que han llegado después de mi agradecimiento en el Teatro Cicrcular).
Me alegra saber que la historia haya servido para crear tantas otras y que los tenga interesados. Tengo algunos proyectos inspirados en esta, pero prefiero contarles todo cuando lo termine. Ya saben que me encanta repetirme, pero de verdad que les agradezco mucho los review. Son tan bonitos todos. Qué bueno que haya podido transmitirles la nostalgia que yo sentí mientras escribía :) ¡Nos vemos pronto, retoños!
Antes de terminar les dejo algunas recomendaciones.
En español: Lo que pasó después de la fiesta de Rhonda de DoliInTheSkyWithDiamonds y Dulces Sueños de Myriamj.
En inglés: Prove It! de OliviaAR99
¿Clic al botoncito? :3
