Disclaimer: Los personajes de Candy no me pertenecen sino le pertenecen a Kioko Mishuki y Yumiko Igarashi, y la historia Corazón Salvaje no me pertenece sino a la escritora mexicana Caridad Bravo Adams. Este fic es hecho con fines recreativos no pretendo buscar ningún tipo de remuneración o reconocimiento, simplemente lo comparto con ustedes porque realmente me gusta la historia y los personajes de Candy.
¡Holaaaa! Yo de nuevo por aquí, por lo que veo tuvo buena aceptación el fic ¡Yupiiii! —Brinca de felicidad porque de verdad le gusta esta historia— Estoy muy feliz porque les guste.
Bueno en este capítulo veremos la continuación del anterior y sucesos posteriores de Corazón Salvaje con Candy y Terry.
La historia tendrá tres partes como la trilogía original, " Eliza (Aimé) Terry (Juan)", de ahí viene la parte más romántica "Candy (Mónica) y Terry (Juan)" y la última el desenlace y final de "Terry (Juan del diablo)" versión (Terry Pirata)
Penúltimo Capitulo de la primera parte.
Primera Parte...
Terry (Juan) Eliza (Aimé).
Capitulo 18
Con los labios entreabiertos de asombro, ha vuelto la cabeza el notario para ver acercarse a Eliza, realmente deslumbrante en estos momentos. Lleva un ceñido traje de seda roja, lo bastante escotado para mostrar el cuello perfecto, los impecables brazos de color de ámbar. Los brillantes cabellos negros, recogidos con gracia criolla, caen por el cuello hasta la espalda, brillan los ojos negros como dos estrellas tropicales, y se entreabre la boca fresca, jugosa, tentadora, con una sonrisa indefinible, como si destilara miel y veneno al propio tiempo. Tras mirarla a ella, Albert, observa a Terry, que ha palidecido bajo la piel tostada. Un instante cruza por sus pupilas un relámpago de amor y de odio, de desesperación y de deseo, también de ciega e insensata esperanza, y escapa la súplica angustiada de la garganta del viejo amigo:
—¡Terry…Terry…! ¡Tienes que salir inmediatamente de esta casa!
—Buenas tardes —saluda Eliza aproximándose adonde se hallan los dos hombres.
—Buenas tardes, señorita —corresponde Albert visiblemente turbado.
—Señora ya, señor Albert—rectifica Eliza con suave naturalidad—. ¿Cómo está usted? Anoche no tuve la oportunidad de saludarlo. No me sentía bien y me acosté temprano. ¿Hizo un buen viaje?
—Regular nada más.
—Vino usted llamado por mi esposo, ¿verdad? Los dos hombres se han mirado en silencio: el anciano notario totalmente desconcertado; Juan con su amarga sonrisa de cinismo en los labios, la fiera máscara helada que impone a su dolor y a su amor. Como si tomara una resolución repentina, responde Albert a la espléndida muchacha:
—En realidad, vine para ocuparme de los asuntos de Terry.
—¿Ah, sí? ¿Llamado por él?
—No precisamente llamado, sino por la necesidad de puntualizar ciertas cosas. El bueno de Juan, que es mi amigo y cliente desde que era niño, es demasiado violento, demasiado arrebatado. Me dio una serie de órdenes tan confusas cuando estuvo en mi casa, que no pude entender lo que de veras quería. Él tenía sus proyectos al llegar, que me parecieron excelentes… Quiere cambiar la goleta por unos cuantos barcos pesqueros, reconstruir su casa en el Peñón del Diablo, poner en orden sus papeles, emplear razonablemente el dinero que trae… Son ideas excelentes… —Y con marcada intención, prosigue—: Sería criminal si alguien tratara de quitárselas, de llevarle por otros rumbos… No, no exagero, señora Grandchester, Seria sencillamente criminal… Terry, he venido a buscarte; tu presencia es necesaria en Saint-Pierre…
—Aquí también hace mucha falta… más falta que en ninguna parte —asegura Eliza—. Anthony cuenta con él. Está en apuros graves, precisamente por su falta de carácter. Si Juan se encarga de la administración de Campo Real, será aquí el verdadero amo.
—Creo que el único verdadero amo debe ser el señor Grandchester—rectifica Albert—. Terry, es demasiado independiente, demasiado violento, demasiado impetuoso para poder someterse a los intereses de nadie. Por el bien de todos, es mejor que venga conmigo ahora mismo.
—No iré, Albert, no iré —rehúsa Terry—. La señora Grandchester ha dicho una cosa muy interesante, y en la que tiene más razón de la que ella misma piensa. Si me quedo en Campo Real, seré el amo de todo. Es grato mandar donde se ha sido menos que el último sirviente…
—¡No es grato hacer daño a los que sólo bien nos desean! —rebate el viejo notario.
—El bien y el mal son dos conceptos muy confusos; cambian según quien lo reciba y quien lo haga —sentencia Juan.
—¡Caramba! No te conocía como filósofo, Terry—comenta Anthony que ha oído las últimas palabras de Terry, y se ha acercado al grupo—. Buenas tardes a, todos. Me alegro de verte con tan buena cara, Eliza … Pero volviendo a tus palabras, Juan, déjame decirte que difiero de tu opinión. El bien y el mal son cosas concretas y claras. El camino recto no es más que uno y tarde o temprano se arrepienten los que lo abandonan. Cada hombre honrado lleva un juez en su corazón…
—¡Caramba… cada hombre honrado! ¿Conoces tú a muchos de esa clase?
—Conozco por lo menos a dos, y los tengo delante. Por eso quiero que me ayuden a gobernar esta finca, que es casi como un pequeño estado. Pero sentémonos, ¿no les parece? Tomemos algo…
—Para mí, medio vaso —indica Eliza—. Digo, si es que me permiten quedarme en esta reunión de caballeros…
—Por supuesto —accede Anthony—. He pasado la noche y parte de la mañana acompañando a mi madre…
—¿Doña Sofía se encuentra mal? —se interesa Albert.
—Sí. Por desgracia, cada día más delicada, lo cual hace mi labor más difícil. Mi madre y yo, que nos adoramos, solemos, no obstante, vivir en absoluto desacuerdo. Muy rara vez acertamos a compaginar algo; pero, cediendo yo un poco y ella otro poco, hemos logrado firmar la paz…
Ha hecho una pausa, apurando el contenido de aquella bebida de aspecto refrescante que pone fuego en las venas, mientras se cruzan en el aire las miradas de los demás. El ambiente se hace cada vez más espeso, como si bajo el cielo encapotado las pasiones contenidas se hinchasen lentamente con turbias ráfagas de tempestad. Pero Anthony sigue hablando con su voz clara y amable de caballero:
—¿Sería pedirle demasiado, Albert que volviera a ser nuestro consejero legal?
—Bueno, Anthony… yo… Si ha hablado usted con su madre claramente, sabrá…
—Mi madre está conforme. Acepta y me da con ello una alegría. Terry, aceptó ya… No creo que vas a volverte atrás, Juan. He hablado mucho de ti con mi madre…
—Voy a usar, acaso prematuramente, de mis derechos de consejero, y con toda franqueza, aunque sea delante de Terry, no me parece que ésa sea una medida acertada. Juan, que en efecto ha decidido cambiar de vida, tiene otros proyectos que van mejor con su carácter. Yo me encargaré de ayudarle a realizarlos. Arreglaremos sus papeles, construiremos una verdadera casa en el Cabo del Diablo… Estoy seguro que por muy poco dinero puede quedar todo eso arreglado. ¿No le hablaste a Anthony también de tu proyecto de un tren de pesca? El negocio puede ser muy bueno en manos de un hombre como Terry…
—Tan bueno que podemos hacerlo en grande, Albert—afirma Anthony—. Campo Real tiene leguas de la costa más rica en pescado de la isla entera. Una vez que hayamos arreglado las cosas de la plantación, podemos intentar…
Anthony ha seguido hablando, pero Juan no le escucha, no ha oído apenas sus palabras. Se ha ido alejando hasta llegar a la baranda que da sobre el jardín y Eliza se pone de pie suavemente, yendo tras él.
Albert ha mirado a Anthony que contempla las dos figuras, juntas ya cerca de la baranda. Pero ni un músculo se mueve en su fino rostro impasible, no hay en sus ojos una expresión que pueda delatar lo que pasa por su alma. Su mano se extiende para llenar de nuevo el vaso, y luego lo lleva a sus labios apurándolo despacio, saboreándolo…
—Quisiera que habláramos a solas, Anthony.
—Casi a solas estamos, Albert.
—Bueno, pero no es eso. Quiero decir en tu despacho, con una gran calma, con una absoluta libertad de decirte…
—¿Para qué Albert? ¿Para aconsejarme que no deje a Juan en esta casa? Es inútil. Tal vez no debí haberlo traído nunca. En realidad, no lo traje, vino por sí mismo, como si su destino lo empujara, y se quedará… Se quedará, porque es mi deseo más ardiente. ¡Porque me he empeñado yo en que se quede!
—Terry, ¿me oyes? ¡ Terry…!
La voz de Eliza suena inútilmente cargada de pasión… Terry no le responde, no vuelve la cabeza para mirarla. Sólo sus mandíbulas se aprietan un poco más, acaso se crispan sus manos apoyadas en la baranda y se hace más intensa la fiera expresión de sus pupilas, fijas, sin verlo ni mirarlo, en el abierto paisaje. Pero Eliza da un paso acercándose más, indiferente a los ojos que tras ellos siguen cada uno de sus movimientos, y a la vez temblando como si con aquel temblar, temer y esperar, llenara hasta los bordes el vaso sombrío de sus emociones.
—Terry ¿qué has decidido de nuestras vidas?
—¿De tu vida? —contesta Terry en tono bajo, pero desdeñoso y cortante—. Nada. Tú misma decidiste, tú misma escogiste el camino, tú misma señalaste la meta a la que querías llegar, a la que ya has llegado. Estás en ella, en la cumbre… Todo lo que tu vista alcanza te pertenece… Es justo que lo pagues con la moneda de tu cuerpo. Y no digo con la moneda de tu alma porque no creo que tengas alma…
—Tú eres el único que no tiene derecho a dudarlo. No rehúyas los ojos, mírame a la cara para decirme eso.
—¡No pienso volver a mirarte a la cara! —escupe Juan al tiempo que se aleja.
—¡Terry! —llama Eliza, y alzando más la voz, repite—: ¡Terry…!
—¿Qué pasa? —pregunta Anthony acercándose a su esposa.
—¡Oh, nada! —intenta disimular Eliza, realizando un enorme esfuerzo—. Terry parece totalmente sordo. Le estaba preguntando algo… algo sobre el tiempo. Supongo que para un navegante no será difícil…
El trepidar de un trueno y una ráfaga de viento huracanado han interrumpido las vacuas palabras de Eliza y Anthony observa con frialdad:
—Creo que para nadie es difícil predecir el mal tiempo cuando ya está sobre nosotros.
—No… claro… Soy tonta, ¿verdad? ¡Bendito sea Dios! Llueve a cántaros… y ese Terry… —Ha extendido la mano, sin saber qué hacer ni qué decir, totalmente desconcertada, señalando al hombre que marcha firme y descuidado, indiferente a la lluvia, al viento, al temporal que ya descarga sobre el valle, haciendo más rápido el crepúsculo que llega—. ¿Tú has visto qué hombre más extraño, Anthony? Estábamos hablando del mal tiempo, y de pronto se va… Se va bajo esa lluvia… Supongo que no estará loco tu nuevo administrador. Sería una verdadera lástima, porque tenías razón, gana mucho con el trato. Acercándose a él, hablándole, ¡qué simpático resulta tu Juan del Diablo! ¡Qué pintoresco y qué simpático!
—¿Puedo saber en qué ocasión, en qué momento has hablado con Juan lo suficiente como para cambiar de ideas con respecto a él?
Eliza se ha vuelto sacudiendo la cabeza, como para despertar, como para volver a la realidad. Mira los ojos de su esposo, fijos, clavados en su rostro como si pretendiese adivinar qué es lo que pasa por su alma, y balbucea:
—Bueno… ahora mismo. Estábamos aquí, juntos, hablando, mientras mirábamos las nubes…
—Me parece que eras tú sola la que hablaba. Ni una sola vez vi a él volver hacia ti la cabeza para mirarte… ni una sola.
—¡Caramba, no pensé que te fijaras tanto! Por lo que se ve, estabas espiando nuestros menores movimientos…
—No espiaba; te miraba, te miraba como siempre que estás al alcance de mi vista. Soy un hombre que te quiere, Eliza.
—¡Oh, ya lo sé! De lo contrario, no te hubieras casado. Ahórrame el recordatorio de que no traje dote al matrimonio.
—Sólo un villano podría hacer a su esposa una alusión semejante. Sólo un villano, Eliza; pero desde ayer es la tercera vez que me tratas como a un villano.
—Desde ayer estás como loco, como una fiera: nervioso, exasperado, desconfiando de mí, atormentándome… Supongo que te peleaste con tu madre y como con ella no puedes desahogarte…
—Por cuarta vez me ofendes, Eliza. ¿Qué tienes? ¿Por qué has cambiado como has cambiado? ¿Por qué en unas horas toda tu suavidad, toda tu dulzura…?
—Toda mi dulzura, ¿qué? ¡Acaba!
—Es que no sé ni cómo empezar. Tú sabes que yo me había hecho el propósito de no discutir jamás contigo, sabes que tenía la ilusión de que viviésemos el uno junto al otro adivinándonos los pensamientos, de que nuestros sentimientos fueran como uno solo, de que con sólo una mirada llegase cada uno al fondo del alma del otro…
—¡Oh, eres terriblemente romántico, Anthony! —interrumpe Eliza con cierto malhumor—. Quieres hacer de la vida un idilio, un poema, y la vida tiene muchos días vulgares, muchas horas malas, muchos momentos desagradables en los que no se puede vivir soñando…
—¡Pero sí amando!
—Bueno, a todas horas…
—¡A todas horas! ¡Siempre! Ése fue mi propósito y tú lo compartías, lo aceptabas y lo juramos, lo juramos los dos frente al altar. ¿Es que tan pronto te has olvidado? Juraste ser como parte de mí mismo, y yo juré llevarte sobre mi corazón y amarte como mi propia carne. ¡Pronto lo has olvidado!
—¡Es que te has vuelto insoportable…! —exclama Eliza, con ira, alzando la voz.
—No grites. Albert nos está mirando —reconviene Anthony en tono bajo y firme—. No quiero darle el triste espectáculo de nuestras desavenencias.
—¡Lo siento, pero no sé disimular!
—Tienes que hacerlo, puesto que eres una Grandchester.
—¡Caramba… mucho había tardado en salir el ilustre apellido!
—¿Qué dices? —se sorprende Anthony.
—Que no lo menciones más, porque estoy harta de él, ¿entiendes? ¡Harta! Como de esta finca, de esta casa y de…
—¡Cállate! —ordena imperioso Anthony, Luego, cambiando el tono, se dirige al viejo notario—: Acérquese, Terry. Estábamos comprobando que llueve a cántaros.
—Sí, tenemos arriba una buena tormenta, pero no hay motivo para extrañarse, pues es lo de casi todos los días. Sin embargo, parece que es pasajera y ya va amainando.
Albert se ha acercado a la baranda, observando al pasar, con su mirada comprensiva y penetrante, los rostros demudados del joven Grandchester y de su esposa. Ella está muy pálida y a él le tiemblan los labios. La mirada del viejo mira sin ver en la noche tormentosa, y vuelve a ellos más tranquila tras no haber hallado rastro de Terry. Y desviando la conversación, pregunta:
—¿No tendré el honor de saludar hoy a doña Rosemary?
—Me temo que no, Albert. Es lo que estaba tratando de explicarles antes. Entre mi madre y yo hay cierta disparidad de criterio. A pesar de que yo he tratado por todos los medios evitarlo, nos hemos disgustado. Es usted un amigo de bastante confianza para que yo no se lo oculte… Más que un amigo, puesto que acabo de nombrarlo nuestro asesor legal.
—Y ya lo dije antes: que mucho me temo que parte de ese disgusto haya sido por mi nombramiento…
—No, mi madre se resiente de la presencia de Terry. Pero tampoco Eliza, simpatizaba con él. Ahora tengo la esperanza de que cambie mi madre al igual que mi esposa ha cambiado… aunque sea de un modo menos rápido…
Ha mirado a Eliza de un modo extraño y ella vuelve la cabeza esquivando aquella mirada, que Albert capta plenamente. Como si se arrojase al agua, el viejo notario se decide:
—¿Y por qué ese empeño de traer a Terry a Campo Real, Anthony?
—Usted es el que menos debería preguntarlo, puesto que sabe que ésa fue la voluntad expresa de mi padre. Esperé encontrar en usted un aliado, y me resulta todo lo contrario.
—Estoy tratando de velar por la tranquilidad de esta casa. Juan es joven y violento; probablemente disoluto, de carácter muy independiente, y me temo que bastante mal educado. Su presencia en el salón de doña Rosemary…
—No tiene por qué frecuentarlo. Como administrador puede construírsele una pequeña casa en cualquier otro lugar de la finca. Allí puede vivir a su modo y hacer lo que le plazca.
—Me parece una gran idea. —Eliza, ha hablado, totalmente serena ya, con un raro relámpago en las pupilas de azabache, y parece desafiar la mirada sorprendida de los dos hombres, dominando la situación con soltura mundana—. Es una forma de compaginar las cosas. Yo sé que Renato no tiene otro deseo. Usted como amigo, y yo como esposa, Albert, vamos a hacer todo lo posible por complacerlo y ayudarlo. Creo que a usted no le falta autoridad ni diplomacia para amansar un poco a ese gato montés de Terry del Diablo. Hágalo, Albert, hágalo… por Anthony.
Sólo unos pasos se ha alejado el notario de la joven pareja; sólo un instante les ha dejado solos, tratando a su vez de serenarse, de penetrar hasta el fondo el torbellino oscuro que ve agitarse en derredor. Pero ese momento ha bastado para que Eliza sonría a Anthony, para que se apoye en su brazo haciéndole sentir la cálida y tierna presión de sus dedos, alzando la cabeza para mirarle muy cerca, frente a frente, con aquella mirada suya, intensa y cálida, cuyos efectos conoce muy bien, y susurra con humildad:
—Perdóname, Anthony, a veces soy violenta, impaciente, malcriada… Sí, lo reconozco. Es mi carácter, y tal vez no le falte razón a los que aseguran que me mimaron demasiado. Perdóname… yo sé que a veces me pongo insoportable; pero es sólo un momento, mi Anthony. Es como una ráfaga… qué sé yo… una especie de explosión de mis nervios… Naturalmente, no se puede tener en cuenta nada de lo que digo cuando estoy así, porque nada es verdad. Doy una impresión malísima, lo sé perfectamente: la impresión de odiar lo que más amo. Pero yo sé que tú eres capaz de comprenderme… de comprenderme y de perdonarme, ¿verdad?
—Tal vez yo deba también pedirte perdón —se disculpa Anthony suave, pero dubitativo—: te traté ruda y ásperamente… Pero dijiste cosas tan duras y tan extrañas… Dijiste que odiabas mi nombre, mi casa… esta casa y este nombre que son tuyos, porque junto con mi alma y mi corazón entero te los he dado. Sentí algo espantoso, Eliza. Tuve la horrible sensación de que todo era mentira en la vida, porque tú habías sido capaz de mentirme y de engañarme. ¡La horrenda impresión de que nunca me habías querido!
—¡Pero qué locura, Anthony! —protesta Eliza con falsa ternura—. Te pido de rodillas que olvides mis palabras. No me des explicación de ellas, no pretendas que yo te diga por qué las dije. Yo misma no lo sé, y ya ni siquiera podría repetirlas. Las he olvidado y es preciso que tú también las olvides. ¡Te lo ruego! Porque te quiero, te adoro, Anthony…
Se ha arrojado en sus brazos, que la estrechan con ansia, con un temblor en el que aún vibran la duda y la angustia. Y mientras cerrados los ojos se apoya en aquel pecho leal, Eliza piensa en otros ojos, en otros brazos, en otro pecho más ancho y duro: piensa y sueña un instante, que otra vez está en brazos de Terry del Diablo…
…..
Bajo los árboles, Terry ha estado a punto de tropezar con Candy, y un momento la mira como si despertara, como si volviese a la realidad desde un torbellino de pesadilla, y es tan terrible la expresión de su rostro que Candy tiembla como si se asomara a un abismo.
—Terry, ¿qué ha pasado?
—Todavía no ha pasado nada, Santa Candy. Cálmese… —aconseja Terry conteniéndose a duras penas y con una vibración de ironía en la voz.
—Estoy perfectamente calmada, pero si pudiera usted verse la cara…
—¿Qué pasa con mi cara? No es tan bella ni tan sugerente como la de Anthony, ¿verdad?
—¿Por qué habla siempre en esa forma abominable? Lo hace usted difícil, Terry de Dios…
—¿Por qué no cambia ese estúpido mote?
—Suena un poco menos mal que el que usted se complace en ostentar… empiezo a creer que con menos razón de la que pretende.
—¿De verdad? ¿Qué la hace pensar eso?
—¿No cree que la historia de Kuki puede ser bastante? Ese niño le adora, Terry. Dice que es usted el hombre más bueno del mundo…
—¿Y él qué sabe? —refuta Terry riendo amargamente.
—¿Qué le pasa? ¿Por qué se ríe así?
—Es mi forma de hacerlo. Me río de usted y de todos los prudentes, como debe reírse el diablo. ¡Qué maravillosa hipocresía! Usted no quiere sino disimular, tapar, echar tierra sobre la podredumbre, envolver en trapos la llaga…
—Terry, por Dios… —protesta Candy conteniendo apenas su inflamada ira—. ¡Usted…!
—Yo, ¿qué? Acabe… sea franca, diga la verdad… insúlteme… si es lo que está deseando. Mientras junta las manos, mientras me mira con cara de cordera, mientras me dice con su dulce vocecita que no soy tan malo, lo que está deseando es que uno de estos rayos me fulmine… Bien, pues dígalo claro, y en paz…
—Yo no le deseo mal ni a usted ni a nadie… A usted menos que a nadie.
—¿Y eso por qué? ¿Porque se lo ordena su moral cristiana? ¡Maravilloso!
—Maravilloso, sí, aunque usted pretende burlarse. Porque nunca me dijeron palabras más sublimes en el idioma humano, que aquéllas de Jesús: «Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os persiguen y os maltratan, rogad a Dios por los que os atormentan».
—¡Fantástico! —trata de reír Terry furioso—. No pensé reírme, Santa Candy, pero usted tiene el don de provocarme… «Amad a vuestros enemigos». ¿Se practica esa máxima en sociedad? ¿Quién la practica? ¡Ah!, sí, ya sé: el inefable Anthony…
—¡Le prohíbo burlarse de él!
—¡Caramba! ¡Y con cuánta energía! ¿Por qué lo defiende tanto? Se lo he preguntado ya varias veces, pero no se ha dignado contestar. ¿Por qué, Santa Candy? ¿Hay también algún precepto de la moral cristiana que ordene dar la vida por un cuñado?
—¡Basta! ¡Es usted un canalla, un bárbaro!
—¡Qué pronto cambia usted de opinión! Era el hombre más bueno del mundo, y de repente soy un canalla, un bárbaro, un salvaje, una fiera, un demonio… Terry del Diablo. Eso me gusta oírle decir. Dígalo muchas veces, porque a ratos me parece que lo estoy olvidando, y no quiero olvidarlo. Ayúdeme con su odio y con su desprecio. Los necesito, son como un revulsivo, como el hierro candente que se aplica a la mordedura venenosa de un reptil…
—¿Qué se propone entonces? —se desespera Candy, visiblemente desconcertada—. ¿Qué va a hacer? ¿Piensa aún realizar la infamia de que me habló antes?
—¿Llevarme a Eliza? Le advierto que es lo único que ella desea.
—No puede ser… ¡Está mintiendo!
—Vaya a preguntárselo a su hermana, aunque a usted, probablemente, no va a decirle la verdad. Le dirá que yo la persigo, que la amenazo… no que ahora mendiga lo que despreció, que al fin y al cabo prefiere a Terry del Diablo…
—¡Ella no puede sentir ni decir eso! ¡Sería tan baja, tan despreciable…!
—Como yo mismo… repítalo, ya lo dijo una vez: que la despreciaba por ser capaz de amarme. Pues despréciela, siga despreciándola con toda su alma, porque es a mí al que ella quiere, es conmigo, y no con el caballero Grandchester, con quien desea estar… Es traidora, ambiciosa y malvada, pero es una mujer de carne y hueso, no como usted, de pasta celestial… Es usted impecable e intocable; pero con toda su pureza, me temo que ha puesto los ojos donde no debe, donde no se lo permite su moral cristiana…
—¡Basta… cállese! ¡De mí no tiene usted que decir nada! ¡Canalla!
—¡Quieta! —ordena Terry, sujetándola con firmeza—. No se atreva a abofetearme. De caballero no tengo más que la ropa. Iba usted a pasarlo muy mal…
—Todo es en usted abuso y dureza. ¡Oh, déjeme!
—Por supuesto… dejarla… No me interesan sus sentimientos. Allá Renato si tiene la suerte de que usted le quiera. Sólo le señalo su tejado de vidrio para que no tire piedras al de los demás, y para que no se interponga en mi camino.
—¡No seguirá por él! Voy a impedir por todos los medios que logre usted lo que se propone. ¡Voy a luchar con todas las armas!
—Tenga cuidado no se vuelvan contra su Anthony…
—¡No es mi Anthony ni lo será nunca! —exclama Candy en franca desesperación—. Pero usted no hará lo que se propone, no se llevará a Eliza de esta casa, ¡porque antes soy capaz de matarlo!
Terry que ha vuelto a tomarle las manos sujetándolas fuerte entre las suyas duras y anchas, y un instante la mira sintiéndola por primera vez mujer junto a él, mientras algo parecido a una sonrisa se asoma a sus labios cuando recalca:
—De modo que es cierto: quiere usted a Anthony… Y por él es capaz hasta de amenazarme de muerte. No la creía capaz de tanto. Tiene usted temple hasta para matar con estas manos blancas y suaves, que tienen uñas como garras, según veo. ¿Sabe que de pronto me resulta usted interesante? No hay duda de que también es bella. Sobre todo, como está ahora, forcejeando como una gata salvaje, perdido totalmente el aire de abadesa… ¡Ay, fiera!
Terry la ha soltado. Candy ha clavado fieramente los dientes en su mano, y ahora huye mientras él, sorprendido, se restaña la sangre, y comenta burlón:
—¡Demonios con la santa!
—Candy, hija, ¿qué tienes? ¿Qué te pasa? ¿Estás cansada?
—Sí, madre, muy cansada…
Con esfuerzo, Candy se ha puesto de pie dulcemente ayudada por las manos temblorosas de su madre. Están en su alcoba y la señora Andrew acaba de encontrarla de rodillas, juntas las manos, hundido el rostro entre los brazos, como desmayada sobre el lecho. Lleva ahí mucho, rato, desde que llegara del campo tras su encuentro con Terry, y hay una oleada de rubor en sus mejillas cuando la mirada de su madre se clava en ella interrogante. Su cabeza se inclina con la horrible impresión de que la acusación de Terry ha dejado sobre ella una huella visible… Sí, tiembla, se estremece, agoniza pensando que los ojos de aquel hombre han penetrado hasta el fondo de su alma, que está frente a él como desnuda, que acaso también esté como desnuda frente a los demás, y cree ver un reproche hasta en aquellos ojos cansados, nublados por las lágrimas, los ojos de su madre que la miran con pena, al quejarse:
—No sabes lo que me atormenta que tengas que sufrir así por tu hermana, tú que podrías ser feliz en el camino que elegiste, tú que conoces las pasiones… Acaso hice mal en rogarte que defendieras a tu hermana…
—No hiciste mal… Sólo pienso que ella no desea ser defendida.
—¿Te lo dijo tu hermana? ¿Le hablaste?
—No; hablé con él, con Terry del Diablo, que no renuncia a lo que llama su desquite, su venganza… Que asegura que es a él, sólo a él a quien Eliza quiere; que rudamente me ordena apañarme de su camino… Y a veces pienso que ese hombre tuvo razón al insultarme…
—¿Pero te ha insultado?
—Es como un tigre en celo. La quiere… la quiere, siente que las circunstancias lo acorralan y como un tigre se defiende a zarpazos. Mas no es eso, madre, no es temor lo que me inspira. Es… qué sé yo… qué sé yo…
—Pero tú estabas decidida, firme. ¿Qué ha podido decirte para cambiarte así? ¿Qué amenaza ha podido formular?
—No fue una amenaza, fue sólo una horrible verdad.
—¿Y qué pudo hallar él contra ti? Tú tienes toda la fuerza, toda la autoridad moral necesaria… Tu conducta, tu dignidad, tu pureza…
—Mi pureza… —repite Candy con amargura.
—¿Por qué lo dices de ese modo, hija? ¡Me alarmas!
—No, madre, no te alarmes… Es puro mi cuerpo. Fui hasta hoy, a costa de todo, por caminos de pureza y de dignidad; pero a veces un sentimiento nace y es como una planta venenosa cuyas raíces se nos clavan adentro pudriéndonos el alma. A veces pienso que deberíamos huir, irnos lejos, buscar, como soñé un día, la paz… ¡la paz para mi alma en el fondo de un claustro o de una tumba!
—¿Qué dices? ¿Por qué hablas de ese modo?
—No debo hablar así, es verdad. No debo hablarte a ti de este modo… Pero ese hombre…
—¿Qué pasa con ese hombre? Es un malvado, ¿verdad? Un malvado empeñado en traernos la desgracia…
—A veces ni siquiera me parece un malvado. Pienso que sufre, que ha sufrido en su vida tanto, tanto, que voluntariamente mató en su alma la compasión y la piedad. Pienso que ama a Eliza, ¡y cómo la ama! De otro modo, pero tanto como Anthony. ¿Qué hay en ella, qué, hay en su alma o en su carne que así se apodera del corazón de los hombres?
—¡Pero todo eso no es más que una desgracia! ¿No lo ves, hija? Ella es sólo una esclava de sus pasiones, de sus locuras. Si ahora la abandonas, si la dejas faltar a sus deberes, ¿quién sabe hasta dónde rodará? A mí no me escucha; yo no tengo palabras con qué sujetarla. ¡No la dejes cometer una locura; luego serán inútiles sus lágrimas…! Hija, hija, en ti confío… Confío en que tú, por amor de hermana…
—¿Y si no fuese sólo por amor de hermana? —le ataja Candy—. ¿Si fuese otro amor el que me empujara?
Candy ha afrontado temblando la mirada de su madre. Es como si se enfrentara a su propia conciencia, como si mostrara con horror esa herida que sangra oculta en el fondo de su alma, esa herida que Terry ha descubierto, desarmándola al descubrirla, crucificándola en la más terrible de las dudas. Pero tras un largo silencio, suena, húmeda de lágrimas, la voz maternal:
—Si un amor desdichado te ha hecho tan generosa, hija mía, si por él has aceptado todos los sacrificios y sólo luchas por verle feliz, renunciando tú a todo, ¡que Dios te bendiga por la nobleza de tu alma! Que Dios te bendiga, hija, porque a todos nos salvas al salvar la felicidad de Anthony: porque la salvas a ella, loca y ciega; porque me salvas a mí, que no podría resistir un golpe semejante… porque salvas el limpio nombre de tu padre…
Candy se ha alzado como si repentinamente la tormenta de su alma se serenara, como si una nueva luz le alumbrase el oscuro sendero, como si una fuerza nueva la sostuviera, dándole su alma la facultad de aceptar todos los sacrificios, de asimilar todos los dolores, de afrontar todas las tempestades. Luego, junta las manos y cae de nuevo de rodillas, ante cuyo gesto Catalina indaga:
—Hija, ¿qué haces?
—Le doy gradas a Dios, madre. Con lágrimas le pedía que me iluminara y él me envió tus palabras. Desesperada le pedí que me mostrara el sendero y por tu voz me lo ha mostrado. Ahora ya sé lo único que importa y no volveré a vacilar… ¡No volveré a dudar!
Con paso lento , sobre los senderos mojados, Juan ha vuelto a la casa. Ha esquivado las escalinatas de piedra que dan a las anchas galerías, ha esperado que nadie lo observe y ha penetrado por la estrecha puertecilla del muro, cruzando los patios interiores, solitarios, apenas alumbrados por el pálido fulgor de una media luna que asoma entre las nubes desgarradas.
Con extraña precisión recuerda los detalles de aquella casa apenas entrevista, y, como una flecha que diese en el blanco, se detiene junto a las ventanas entornadas de aquellas lujosas habitaciones del ala izquierda, preparadas para cuatro semanas de felicidad: el departamento nupcial de Eliza y Anthony.
—¿A quién esperabas, Eliza? —pregunta Terry destilando amargo sarcasmo.
—¿A quién si no a ti puedo yo esperar?
—No lo sé, no conozco a los hacendados vecinos a Campo Real…
—¡Basta! —chilla Eliza iracunda—. ¿Hasta cuándo he de soportar tus insultos?
—¡Hasta que yo me canse de insultarte! ¡Hasta que me sacie de decirte quién eres, hasta que te satures del odio y del desprecio que para ti guardo!
—Por odio y por desprecio, ya te hubieras marchado. Hay algo más que te sujeta, que te amarga, que te acerca a mí, aunque no quieras confesarlo. Hay algo que te hace desesperadamente mío, como hay algo que me hace a mí desesperadamente tuya. Sí, Terry, tuya… aunque, como dijiste antes, no quieres volver ni a mirarme a la cara. ¿Por qué no lo haces? ¿Por qué vuelves a buscarme a pesar tuyo?
—Supongo que un hombre es menos que un perro cuando una pasión lo hace su esclavo —se lamenta Terry mordiendo con rabia la confesión.
Ha dado un paso hacia Eliza, acercándose más, pero ella retrocede, mira a uno y a otro lado, espía en las sombras, pone atento el oído, y al fin toma a Terry del brazo, obligándole a alejarse unos pasos, mientras indica:
—Ven, estamos en muy mal lugar… Anthony fue a acompañar al notario hasta el cuarto de doña Rosemary, pero puede regresar, puede volver, y no debe encontrarnos hablando. Hay en él algo extraño. No sé si sospecha o si presiente, pero hay que tener prudencia, Terry. Mucha prudencia, mucho tacto, mucha calma… Hay que tener paciencia, Terry…
—Paciencia, ¿para qué?
—Para esperar… —Y con pasión suplicante, Eliza exclama—: Terry… Terry… Es inútil engañamos. Me quieres, Terry, me quieres. Tu ira, tus injurias, tu rudeza, tu crueldad no significan más que una cosa: todavía me amas. Puedes insultarme, maldecirme, golpearme; puedes pensar que sólo deseas mi muerte, pero en el fondo no es verdad… En el fondo, Terry, vida mía, ¡tú me amas!
Lentamente le ha ido empujando hasta el extremo del largo corredor, le ha hecho descender los cuatro escalones que separan la abierta galería de los anchos arriates, ocultándole tras la espesa enredadera. Está tan cerca, tanto, que su aliento de fuego, como una llamarada de pasión y locura, pasa sobre el rostro de Terry enardeciéndole, embriagándole… Y hay en su voz una mezcla de ruego y de orden, al decir:
—Sí, Eliza, te quiero. ¡Eres mía, mía, y mía aunque sea en el fondo del infierno! ¡Te quiero! Deberías estar muerta, debería haberte matado yo con estas manos, pero te quiero y te beso maldiciéndote, y deberías temblar porque cada minuto, al estrecharte, siento también el impulso de apretar más y más, hasta tronchar tu vida, para que no me mires con esos ojos que se me clavan como puñales, para que no me hables con esa voz que me penetra poco a poco, enloqueciéndome y envenenándome… Porque cuando te siento mía, aquí, a mi lado, como estás ahora, no soy un hombre, soy una fiera. Una fiera capaz de todas las infamias… Vámonos… en seguida, ahora mismo, en este instante. ¡Vámonos lejos!
—¿Pero estás loco?
—Claro que estoy loco. Sólo estando loco podría volver a estrecharte en mis brazos; sólo loco, demente, borracho, soy capaz de confesar que te quiero… ¡Vámonos!
—Espera un poco, Terry, espera —suplica Eliza en voz baja y angustiada, pues ha llegado a sus oídos el rumor de pasos que se acercan—. ¿Oyes…? ¡Es Renato! ¡Por Dios, calla un momento! ¡Calla!
Le ha echado los brazos al cuello, obligándole a inclinarse, ocultándose en la tupida enredadera de madreselvas, conteniendo el aliento, mientras llegan a ellos, claras y distintas, las voces de Candy y Anthony junto con el estampido de un trueno que acompaña al viento y a la lluvia que se han desencadenado de repente.
—Ya está aquí la tormenta otra vez, Terry.
—Sí, Anthony; pero no importa…
—¿Cómo no ha de importar? No puedo permitir que vuelvas a salir con este tiempo. Me ocuparé personalmente de esos traslados. Es preciso hacerlos, pero también es preciso que tú descanses… Muy pronto estarán las cosas de otra manera, con Albert y con Terry…
—¿Insistes en dejar a Terry en la casa?
—No va a quedar precisamente en la casa, pero si al cuidado de la hacienda. ¿Qué pasa? ¿También tú le tienes mala voluntad? Pensé que eran amigos…
—No somos, enemigos, pero… —balbucea tímidamente Candy, haciendo un esfuerzo.
—Pues con eso es bastante. Por fortuna, mamá recibió bien a Albert, aunque tampoco éste se halla de mi parte con respecto a Terry…
—Entonces, Anthony, ¿por qué…?
—No sigas, Candy, te lo ruego. No me preguntes nada. Hay una sola respuesta que puedo darte: Terry vendrá a esta casa porque es justo. Si eso no conveniente, el tiempo lo dirá. Tú fuiste hija ejemplar y no creo que te sea difícil comprender el respeto que siento hacia la postrera voluntad de mi padre. Terry puede ser díscolo, ingrato, hasta malvado. No importa. Mi padre quiso que le tuviera junto a mí, que le tratara como a un hermano…
—¡Pero es absurdo…!
—No es absurdo. Contra todo lo que ustedes opinen, yo creo en Terry, tengo fe en la nobleza de su alma, porque tengo fe en el corazón humano. Hay algo que me dice que Terry es bueno. Sobre todo, que es leal, que es sincero, que es franco. No está amasado con pasta de traidores. Basta mirarlo a la cara para comprenderlo. Juan no es una fiera, como mi madre y los demás se empeñan en creer. Es honrado y, si algún día tiene que herirme, lo hará frente a frente, cara a cara. En eso, estoy seguro de no equivocarme.
—¿Entonces…?
—Entonces, nada. Confía en mí, sé lo que hago. Estás rendida y agotada. Anda Candy, ve a descansar…
—En este momento no podría dormir…
—Entonces, para no retrasarme más, ¿podrías hacerme un favor?
—Los que quieras.
—Entra a esa alcoba y explícale a tu hermana que tengo que marcharme sólo por un par de horas. Temo que si soy yo quien le hable, volvamos a discutir, y por hoy tuvimos ya bastante…
—¿Tuvieron un disgusto? —pregunta alarmada Candy.
—Vamos a dejarlo en desavenencia. Por fortuna, todo quedó bien, hicimos plenamente las paces, pero estas cosas siempre dejan resquemores y no quisiera volver a empezar. Adoro a tu hermana y creo en ella… quiero creer en ella antes que en nadie… Necesito la fe que me inspira, para poder vivir y respirar…
—¡Qué amargas son tus palabras, Anthony! Parecen dictadas por la más completa desilusión.
—¡Qué disparate! Empecé por decirte que amo a tu hermana. La quiero tanto, tanto, que no podría vivir sin ella.
—¿Quieres decir que la amas por encima de todo, que pase lo que pase estás dispuesto…?
—No sé hasta dónde llega tu imaginación en ese pase lo que pase —la interrumpe Anthony con grave gesto—. Perdóname si contesto a algo que ni remotamente soñaste pensar, pero deseo contestarlo: Si Eliza, fuese indigna, lo que quedaría de ella y de mí, lo que quedaría de esta casa no vale la pena de mencionarse… Bueno, pero estamos hablando tonterías, perdiendo un tiempo precioso y ofendiendo con pensamientos absurdos a la más digna y adorable de las mujeres, que es tu hermana, sin agraviar lo presente, como dicen los campesinos. —Y con forzada jovialidad, suplica—: Ve junto a ella y acompáñala. Regresaré muy pronto. Hasta la vuelta, mi querida Candy.
A la luz de un relámpago mira Eliza con angustia aquel rostro de Terry, duro y amargo. Aún resuenan en el ancho pasillo las pisadas de Anthony alejándose, aún la sombra de Candy no ha desaparecido en la entornada puerta de aquella habitación vacía. Junto al banco de piedra, al amparo de la espesa enredadera de madreselvas que los cubriese, sintiendo golpear los hilos de la lluvia helada sobre las mejillas ardientes, tiembla pensando cómo han podido llegar hasta él las palabras escuchadas, cuánto perdió en la ganada batalla. Terry, largo rato inmóvil, parece despertar bruscamente, oprimiendo su brazo con aquella ruda mano de marinero, que es como una tenaza, y ordena imperativo:
—¡Vámonos en el acto! Tenías miedo de tropezar con Anthony, y ahora ni ese miedo hay.
—Pero Candy está ahí, en mi cuarto —señala Eliza en voz baja—. Me buscará, me esperará un momento; luego saldrá a registrar la casa y dará la voz de alarma antes que hayamos podido alejamos. No podemos irnos ahora, ni veo tampoco la necesidad.
—¿Que no ves la necesidad? —pregunta Terry con indignada sorpresa.
—Escúchame, Terry. Si fueras capaz de oírme tranquilo un momento, te diría: ¿Por qué huir dando un escándalo, si estamos juntos, si hay mil medios de…?
—¡Calla! ¡Calla! No me propongas esa bajeza, esa suciedad, porque creo que entonces sí soy capaz de matarte. Dijiste que me querías, me hiciste confesar que yo también te amaba… ¡Ahora vendrás conmigo pase lo que pase!
De un brusco tirón, Terry ha obligado a Eliza, sacándola del escondite bajo la tupida enredadera de madreselvas donde largo rato han aguardado juntos, mirando muy de cerca, con furia contenida, el rostro de mejillas ardientes que no logran enfriar las heladas gotas de la lluvia. Rudo, salvaje, con un amor que parece odio, la estrecha entre sus brazos poderosos, haciéndola crujir…
—¡Terry… me ahogas…!
—Eso es lo que quisiera: matarte. Pero se me niegan las manos a apretar tu cuello… y tengo miedo, ¿sabes? Sí. Miedo de clavarte más todavía dentro de mí si es que te mato. Miedo de que tu imagen me persiga, de que me obsesionen tu voz, tus ojos y tu boca cuando ya no estés viva. Miedo de que me enloquezca el ansia de volver a verte y a oírte, cuando te haya matado…
La ha rechazado con brusquedad y da unos pasos hasta el centro del patio, indiferente a la lluvia que sobre él se arremolina, al viento que ahora empuja de nuevo las nubes, desgarrándolas para dejar asomarse, entre sus jirones, las estrellas. Mirando a todos lados, temblando por los ojos que puedan acecharla, Eliza llega hasta él en una súplica:
—Terry, escúchame… Me iré contigo, te juro que me iré contigo… Pero no en este instante, Terry. Me iré contigo al fin del mundo, a donde quieras llevarme. Te lo he dicho y te lo he jurado. Te lo juro de nuevo, pero ten un poco de calma. Quiero tu amor, quiero vivir para tu amor, no correr a encontrar la muerte…
—¡Nadie va a matarte si estás a mi lado! ¡Nadie llegará a ti mientras yo tenga aliento!
—Tú serás el primero que caigas, Terry. Y entonces, ¿qué sería de mí?
—¿Qué sería de ti? ¡También puedes morir en este instante!
—No. Tú no vas a matarme sabiendo que te amo. Tendrías que estar loco y no lo estás, Terry. Estás herido, resentido, celoso dudando de mi amor, complaciéndote en negar cada una de mis palabras, pero sin poder hacerlo porque tu propio corazón las afirma, porque hay cosas que no se fingen, y yo no podría acercarme a ti, ni estar en tus brazos, ni besarte como lo hago, si no te amara. Piensa un instante, Juan, piénsalo. Ya oíste a Anthony… está sobre aviso…
—¡Que lo esté… que lo esté más! Si es lo único que estoy deseando… ¡Quiero que lo sepa, decírselo, gritárselo!
—Nos matará a los dos. Todo está de su parte: las leyes, las costumbres, la razón y el derecho. Estamos entre cientos de gentes que serán enemigos mortales, jauría de perros feroces para darnos caza. No, Terry, no, tú no puedes arrojarme así a las fieras. Antes que eso prefiero que de verdad seas tú quien me mates… y no quiero morir. ¿Por qué delito voy a morir? ¿Qué hice yo más que amarte, quererte porque me salió del corazón este amor? Y eres tú mismo el que me condena a muerte, ¿te das cuenta? Pero ¿por qué me miras de ese modo? ¿Me desprecias, Terry?
—Sí, Eliza, te desprecio.
—No me despreciarás cuando todo lo haya arreglado yo para huir sin peligro.
—¡Qué repugnante y qué mezquino sería huir sin peligro! Hay que huir ahora, jugándomelo todo, arriesgándolo todo, teniendo que luchar para defenderte, con las uñas y las zarpas, como una fiera. Huir ahora, entre todos los peligros, entre todas las desventajas, puedo hacerlo, quiero hacerlo. Pero luego, cuando lo hayas preparado para que todo sea una burla, ¡qué bajeza, Eliza, qué bajeza tan grande! Sin embargo, lo haré, esperaré… pero no a que tú lo prepares, sino a prepararlo yo a mi manera.
—¿Qué dices, Terry?
—Te pondré a salvo, no correrá peligro tu preciosa existencia, no arriesgarás nada para huir con Terry del Diablo. Te lo prometo… Para ti todo van a ser seguridades. Borraré el rastro y seré yo solo el que le haga frente a Anthony…
—¡No, Terry, no! ¡Así no…!
—Así será. Me lo has prometido, me has dado tu palabra, me lo has jurado. ¡Basta ya de prometer en vano y de jurar en falso! Habrá que aguardar, pero no será mucho tiempo. Habrá que seguir disimulando… A ti no te costará gran trabajo y yo también estoy aprendiendo a hacerlo. Soy tu discípulo aventajado. Yo también seré traidor por un rato, seré cobarde, vil y embustero, y aprenderé a mentir sonriendo, y aceptaré el pan y la sal bajo el techo donde afilo el puñal con que herir por la espalda. Sí, Eliza, esperaré… esperaremos… Vas ganando, vas triunfando… Al fin y al cabo, ¿qué más da? Déjame darles la razón a todos: a doña Rosemary, a George, al viejo notario que tiembla nada más con mirarme… Déjame darle la razón a Candy Andrew. Al fin y al cabo, ¿qué más da?
—¡Por Dios, Terry, calla! —suplica Eliza repentinamente asustada—. Es Candy… mírala… nos ha visto, nos está mirando… ¡Vete, Terry, vete…! Por Dios, escóndete, aléjate… Yo le diré que no era contigo con quien hablaba. Pero ahora vete, vete…
Terry se ha alejado, altivo y altanero, sin bajar la cabeza, sin ocultarse, y Eliza retrocede de espaldas hasta quedar de nuevo junto a la enredadera de madreselvas. Ahí se detiene como para tomar aliento y marcha luego, con lento paso de angustia, hacia aquella puerta entornada a la que Candy se agarra porque el espanto la ha hecho tambalearse, porque se doblan sus rodillas y una frialdad de hielo, en lugar de sangre, parece correr por sus venas. Y con voz ahogada, reprocha:
—Estabas con él, ya lo vi…
—¿Con él? ¿Quién es él?
—¡Basta de farsas; guarda esos esfuerzos para los otros y úsalos, Eliza! Usa también la discreción y la prudencia, si no quieres que Anthony acabe de comprender lo que te pasa.
—No entiendo nada de lo que dices…
—¿Cómo pudiste llegar a ser tan cínica?
—Por favor, basta… ¿Es que se han propuesto todos insultarme?
—¿Quiénes son todos? Anthony y ese hombre, ¿verdad? Sobre todo, ese hombre que te mira como a la última de las mujerzuelas. Si le oyeras hablar de ti, si le oyeras expresarse con un desprecio tan hondo, tan brutal, que al ofenderte ofende a todas las mujeres…
—¡Calla! —la interrumpe Eliza hondamente disgustada.
—Supongo que frente a él no tienes más recurso que bajar la cabeza, que le has dado tú el vergonzoso derecho de tratarte como te trata…
—A él le he dado lo que me ha dado la gana, pero a ti no te doy el derecho de intervenir en mis asuntos, el de meterte en mis cosas, el de hablar cuando nadie te ha preguntado… ¿Qué sabes tú de la vida ni de nada?
—A mí me tocará preguntarte: ¿Qué sabes tú de honradez y de vergüenza? ¿Qué sabes de horror y de asco, si ni asco ni horror te da llegar hasta la última de las infamias?
—¡Candy, que se me está acabando la paciencia!
—Y a mí… a mí… ¿hasta cuándo piensas que va a durarme?
—Por mí puedes hacer lo que quieras —invita Eliza en tono desafiante—. Aunque, desde luego, no harás nada, no irás a ninguna parte, porque no hay nada que puedas hacer. Mejor dicho, sí hay: volverte a tu convento, que es la única actitud razonable que puedes tomar y si no quieres ya ser monja, vete a tu casa de Saint-Pierre, que es donde debes estar. Vete y llévate a mamá; ¡vete y déjame en paz, porque aquí no haces falta!
—Me iré con una sola condición: que hagas marcharse a Terry. Si él se va de veras, si se aleja de la Martinica, yo… yo…
—¿Te irías si yo te diera mi palabra de que Terry se va?
—Me iría después de haberlo visto marchar. Te conozco, Eliza, te conozco demasiado bien, supongo que por desgracia para ambas.
—Pues si me conoces, sabrás que yo no renuncio a nada jamás, que no renuncio ni al placer ni a la riqueza, teniendo ambas cosas en la mano.
—¿Qué pretendes…?
—Lo que pretendo está muy claro, y por qué medios he de lograrlo es cuenta mía. Por tu bien te aconsejo que te vayas, por tu bien exclusivamente, Candy. No quiero ir contra ti, no quiero destrozarte a ti de paso, pero como enemiga leal te advierto, te he advertido ya cien veces, y ésta es la última, Candy… ¡apártate de mi camino, porque a la hora de la verdad no veré nada, no miraré nada!
—Tu camino no es el que supones y es por tu bien que quiero cerrarte el paso.
—Basta, Candy, mi vida entera me la estoy jugando a una carta. La batalla es tan dura que me va en ella hasta la vida. No quieras interponerte, porque serás tú la primera víctima…
—Óyeme, Eliza… he querido apartarte, he querido dejarte… en un momento he pensado que acaso tienes razón, que tu vida es tuya, que tuyos son también esos hombres que por amor se te han entregado… He querido renunciar a todo y apañarme de todo, hasta del derecho de defender a Anthony contra tu maldad; he querido apartarme y alguien me ha suplicado llorando que no lo haga. ¿Sabes quién? ¡Nuestra madre! Nuestra pobre madre, a quien nada te has preocupado de ocultar, que vive en la zozobra horrible de lo que puedas hacer, de lo que pueda ocurrirte… Nuestra pobre madre cuyos últimos días amargarías con una infamia, cuyas canas quieres manchar con un escándalo, con una acción indigna… No sólo por mí, no sólo por Anthony, por ella también te ruego, Eliza… —Candy se interrumpe de pronto, y exclama sorprendida—: ¡Oh, Anthony…!
—Sí, soy yo —confirma éste acercándose—. ¿Pero qué pasa, Candy?
—Nada… hablábamos. ¿Cómo has vuelto tan pronto?
—Por una feliz casualidad. Acababan de ensillarme el caballo cuando vi a Terry. Se me ocurrió pedirle que tomara mi lugar y aceptó de buen grado. Encantado y sorprendido le di amplios poderes y acaba de salir para su primera comisión como jefe general de los trabajadores de la hacienda. ¿No fue magnífico? ¿No te alegras que haya regresado casi inmediatamente, Eliza?
—¡Claro! Me alegro de todo: de tu regreso, de la buena disposición de Terry, y no tengo que lamentar más que una cosa: la determinación que tiene Candy de dejarnos…
—¿Dejarnos…? —se sorprende Anthony.
—Por eso precisamente discutíamos. Candy se ha empeñado en volver a Saint-Pierre llevándose a mamá. Dice que para una luna de miel hay demasiada gente en esta casa, y se nos va, Anthony, se nos va…
Con sonrisa diabólica, Eliza se ha vuelto hacia su hermana que un instante queda desconcertada con la sorpresa de aquel cinismo, de aquella audacia inesperada. Va a protestar, va a alzar la voz con la violencia de quien no puede contenerse más, pero sus ojos tropiezan con los de Anthony a los que asoma una expresión de disgusto y fastidio. Para él no es más que una intrusa, impertinente y caprichosa; pero aquella expresión sólo dura un instante, cambia en seguida en el noble rostro varonil, encendiéndose con un cálido gesto de bondad humana que llega hasta el fondo del corazón de Candy cuando explica con suavidad:
—Ese punto lo hemos discutido ya varias veces. Pensé que estaba totalmente arreglado. Desde luego, no tengo derecho a retenerte por la fuerza si quieres marcharte, Candy, Te he rogado, te he suplicado, con franqueza de hermanos te he dicho hasta los móviles egoístas que me impulsan a rogarte que nos acompañes. Si de todos modos quieres irte, ¿qué puedo ya alegar? Sólo puedo pedirte que me perdones… Viniste a descansar y te he cargado de trabajo. Buscabas tranquilidad y arrojé sobre ti el fardo de mis preocupaciones más pesadas. Pero puedo jurarte que no pensaba seguir abusando… Ya ves que inmediatamente he incorporado a Terry en mis proyectos, y…
—No sigas, Anthony —interrumpe Candy profundamente dolorida.
—Haz lo que quieras, Candy. Si consientes en quedarte unos días más, te prometo dejar que en verdad descanses. Y, de todas maneras, perdóname… ¿Vamos, Eliza?
—¡Un momento, Anthony! No puedo dejar que te retires con esa impresión… —empieza a decir Candy; más Eliza interviene con hipócrita ternura:
—Pero, querida…
—¡Es a Anthony a quien hablo! —corta Eliza con determinación—. Eliza ha interpretado mal mis palabras. Me quedaré todo el tiempo que juzgue puedes necesitarme, Anthony…
—Ahora soy yo quien dice: No es eso, Candy. Tu ayuda es preciosa, pero…
—La pobre Candy está rendida —continúa Eliza—. Tan nerviosa, tan cansada, que apenas sabe ni lo que dice. Yo sí creo que hemos abusado de su bondad.
—¿Quieres callarte, Eliza? —ordena Candy sin poderse contener. Y con firmeza, asegura—: Me quedaré, Anthony. ¡Me quedaré, aunque me echen!
—¿Pero quién te está echando? Esto es jugar a los despropósitos… Tú sola hablaste de marcharte, Mónica. Digo, me imagino que fuiste tú sola, por lo que dice tu hermana…
—Naturalmente —se apresura a confirmar Eliza—. ¿Qué más quiero yo que tenerlas aquí? Y digo tenerlas, porque has de saber que Candy ha cambiado de idea. Ya no quiere volver al convento, sino a casa, llevándose a mamá. Parece ser que nuestra futura abadesa cuelga los hábitos y probablemente busca con quién casarse…
—¿Quieres callarte ya? —grita Candy con irá incontenible.
—Perdóname —se disculpa Eliza con burlona y mala intención—. Puede que me haya equivocado… Me pareció entender algo así como que ahora te movías a impulsos de un amor humano…
—¡Cállate, Eliza! —repite Candy fuera de sí.
—Naturalmente… cállate —interviene Renato en dulce tono suave—. ¿No ves que la disgustas? Y tú, Candy, tampoco lo tomes de ese modo. No creo que el asunto tenga nada de particular, pues nunca me pareció lógico que encerraras en un claustro tu juventud y tu belleza, a menos que una verdadera vocación te arrastrara a ello. Si comprendes a tiempo que te has equivocado, nada más lógico y humano que rectificar… pero sin disgustarte. No creo que haya en Eliza la menor intención de causarte un disgusto. Es sólo traviesa y burlona, como tú bien lo sabes. Si alguien podría sentirse resentido soy yo por tu falta de confianza. ¡Me hubiera gustado tanto que me hablaras de tus sentimientos y de tus dudas, como a un verdadero hermano! ¿O acaso no he sabido serlo para ti? —Le ha tomado la mano, aquella mano blanca que tiembla entre las suyas, y sonríe mirando al fondo de las pupilas que huyen de él como si temieran gritarle lo que con ansia el alma calla—. Las confidencias no se fuerzan, Candy, pero quisiera que supieras, que tuvieras siempre presente, que soy tu mejor amigo, que en mí siempre puedes confiar…
—Así lo creo, Anthony. Yo también soy y seré para ti, la mejor amiga.
—Lo creo, lo creí siempre. Pero ¿por qué lloras al afirmarlo? ¿Es sólo que estás nerviosa, como dice Eliza?
—Pues claro. Entre sus nervios y sus complicaciones sentimentales… —se burla Eliza con mordacidad.
—No la molestes, Eliza. Y tú, Candy, no le hagas caso. ¿Es cierto que estás enamorada? ¿No me puedes decir a mí el nombre del dichoso mortal? Te advierto que tendrá que ser muy bueno para merecerte, para que yo lo juzgue digno de ti, y perdóname la petulancia de hermano mayor, para que yo le permita recibir el tesoro que tú representas.
—La ha besado en la frente, aquella frente blanca como de mármol, bajo la que giran los pensamientos como un torbellino de locura, y de pronto se alarma—: Estás helada, Candy, ¿qué te pasa? ¿Te sientes mal? —Eliza ha dado rienda suelta a una risita mordaz y burlona, y Anthony, sereno pero disgustado, la reconviene—: ¿Qué pasa, Eliza?
—Perdóname… no pasa nada. Pero ustedes dos me hacen muchísima gracia, no puedo remediarlo. Son maravillosos, perfectos… y graciosísimos, además…
—No veo el sainete; pero, después de todo, con reír no creo que le haga daño a nadie —acepta Renato resignado. Y afectuoso y grave, saluda—: Buenas noches, Candy, confío en que un buen sueño te hará sentirte mejor. Hasta mañana…
—Hasta mañana —corresponde Candy con un hilo de voz, viendo alejarse a los esposos y enfureciéndose ante la risa otra vez burlona de Eliza.
—¿De qué te ríes Eliza? —pregunta Anthony, algo molesto.
—De nada… Más vale que me ría y no que lo tome por lo trágico.
—¿El qué vas a tomar por lo trágico?
—Bueno… todo lo que pasa: las actitudes gratuitamente agresivas de mi hermana, tu ataque de sentimentalismo fraternal, tu afán de ocuparte de todo el mundo… y lo poquísimo que te ocupas de mí, al tener que ocuparte de todos los demás.
—¿Celosa? —sonríe Anthony cariñoso y halagado.
—¡Oh, no! ¿Por qué? No hay motivo; es decir, creo yo que no hay motivo. Pero hay que ver lo que quieres a Candy…
—Es nuestra hermana. Además, me preocupa… No está bien, la noto pálida, delgada, como atormentada por algo que guarda celosamente.
—Es natural… está enamorada. Se le ve a la legua.
—¿Pero de quién puede estarlo? Francamente, yo no acierto.
—De cualquiera —elude Eliza en tono impregnado de frivolidad—. A lo mejor de Terry del Diablo…
—¿Cómo? ¿Qué? —exclama Anthony sorprendidísimo.
—Digo yo… Terry del Diablo es un hombre como los demás. Es todo un buen mozo, y ahora, con el nuevo empleo que le has dado, hasta un buen partido. Candy no es ambiciosa…
—¡Es absurdo, descabellado! Ni en broma debes…
—Has tomado en serio el papel de hermano mayor con ella —ríe Eliza, divertida—. No te disgustes, hombre, que estoy jugando. Al fin y al cabo, no es un imposible, y tendría gracia… Argumento para una novela por entregas: «La monja y el pirata»…
Continuará
…
Falta un capitulo para terminar con la primera parte… yeee, ya casi entramos a la segunda parte del libro, espero que los disfruten
Ahora contestare sus comentarios en mi sección favorita..
Mia8111: Gracias por tus comentarios mi querida amiga.
Blanca G: Si mi querida amiga Eliza es una zorra es capaz de todo para tener la pasión de Terry y el dinero de Anthony, solo falta un capitulo para pasar a la segunda parte
Dulce Graham: Si mi amada amiga, es cierto Rosemary ha hecho mucho daño a su hijo con su sobreprotección, Doña Sofia que es el papel de Rosemary siempre sobre protegió a su hijo, por eso que es débil y no se da cuenta de las cosas.
Ary81: Mi amada amiga, gracias por tu comentario, el próximo capitulo es el final de la primera parte.. ya viene la parte mas romántica.
Letys Depp: Gracias mi amada amiga, por tus bellas palabras.
Elvia Soan: Gracias mi amada amiga, por tus palabras y por compartir esta historia en tu grupo, gracias linda.
Guest: Gracias por tus bellas palabras, es cierto, el personaje de Mónica es muy boba, pero aquí voy a unir los dos, la novela y el libro, solo que la noche de bodas será en el barco, porque en el libro Juan se lleva a Mónica a navegar a Mónica en el barco.
SARITANIMELOVE: Gracias mi bella amiga, linda por tus palabras dulce, si pues Eliza es una suertuda, pero no te preocupes ella recibirá su castigo, recuerda que esta historia es mas apegada al libreto original, pero la noche de bodas de la hermosa novela no la cambio.
Un abrazo a la distancia
Magué Grand
