No poseo los derechos de autor. Los personajes son de Stephenie Meyer. La historia es completamente de Sylvia Day.
Siete años para pecar
7
Edward vio que Isabella estaba considerando su propuesta.
—No consigo entender por qué precisamente hoy —le dijo al fin— estoy teniendo esta conversación contigo.
—¿Es por eso por lo que Tarley te dejó «Calipso»? ¿Porque quería que siempre fueses suya? ¿Porque no quería que tuvieses ninguna excusa para buscar a otro hombre que te cuidase?
Isabella ladeó la cabeza y apoyó la mejilla en las rodillas.
—Tarley era demasiado bueno para ser tan egoísta. Me dijo que quería que volviese a ser feliz. Que volviese a amar. Y que esta vez eligiese al hombre que yo quisiera. Pero estoy segura de que se refería a que volviese a casarme, no a que tuviera una aventura con un hombre famoso por su promiscuidad.
Edward apretó los dedos alrededor de la copa, pero tuvo el acierto de morderse la lengua.
—Los hombres tenéis mucha más libertad —continuó ella tras un largo suspiro.
—Si lo que quieres es ser libre, ¿por qué piensas en volver a casarte?
—No tengo la más mínima intención de volver a casarme. ¿De qué me serviría?
No necesito que me mantengan y, como soy estéril, tampoco puedo ofrecerle nada a ningún hombre respetable.
—La cuestión económica es importante, sin duda, pero ¿qué me dices de tus necesidades como mujer? ¿Te negarás el placer de volver a sentir las manos de un hombre sobre tu piel?
—Hay hombres que sólo producen dolor con sus manos.
Edward sabía que no estaba hablando de Tarley. Todo el mundo que los conocía sabía que el matrimonio estaba muy bien avenido.
—¿De quién estás hablando?
Isabella se movió, se sujetó a los bordes de la bañera y se levantó igual que la Venus de Botticelli. El agua le resbalaba por el cuerpo escandalosamente desnudo. Se llevó las manos a los pechos y luego se las deslizó hasta el abdomen, siguiendo el recorrido con los ojos. Cuando levantó la cabeza para mirarlo, Edward se quedó sin respiración. Era la mirada de una sirena. Una mirada llena de calor y deseo.
—Dios —farfulló con torpeza—. Eres preciosa.
Nunca antes había estado tan excitado. Estaba a punto de volverse loco de las ganas que tenía de tumbarla sobre la cama y satisfacer de una vez por todas aquel maldito deseo que llevaba demasiados años atormentándolo.
—Me haces sentir como si lo fuera —dijo ella levantando una pierna por el borde de la bañera.
La sinuosa invitación de sus movimientos no le pasó por alto a Edward. Al parecer, la bebida excitaba la pasión de Isabella.
—Puedo hacerte sentir muchas más cosas.
Tenía los pezones rosados y sensualmente erguidos. Por el frío y su piel mojada, pero también porque suplicaban que la boca y las manos de Edward los tocasen.
Él se pasó la lengua por el labio inferior adrede, para que ella supiese en qué estaba pensando y se imaginase al mismo tiempo esa lengua por encima de algunas partes de su cuerpo. Edward sabía que podía volverla loca de deseo. El sexo había sido moneda de cambio para él y era condenadamente bueno en la cama. Si Isabella le daba la más mínima oportunidad, podía demostrarle que ningún otro hombre lograría jamás darle tanto placer. Y estaba decidido a conseguirlo.
A ella no le pasó por alto lo que Edward estaba sintiendo, ni tampoco lo excitado que estaba, y se sonrojó aún más. Desvió la vista hacia el albornoz y dudó si cogerlo o no.
Si hubiera sido capaz, él la habría ayudado a ponérselo, aunque sólo fuese para ver si así recuperaba parte de su cordura. Pero no podía moverse. Su cuerpo ya no le pertenecía. Tenía todos los músculos tensos y alerta y su miembro completamente erecto entre las piernas.
—Puedes ver lo mucho que te deseo —le dijo con voz ronca.
—No tienes vergüenza.
—La tendría si no te desease. Pero entonces no sería un hombre.
Una leve sonrisa apareció en los labios de ella, que cogió una toalla.
—Quizá entonces sea inevitable que yo también te desee. Las demás mujeres son susceptibles a tus encantos. Sería extraño que yo no lo fuese.
La sonrisa de él escondía intenciones pecaminosas.
—Así pues, la última cuestión que te queda por resolver es: ¿qué piensas hacer al respecto?
Bella se detuvo sujetando la toalla. Estar allí de pie, desnuda delante de Edward
Cullen era una locura. No se reconocía a sí misma ni tampoco cómo se sentía: desinhibida, atrevida, vacía.
¿Qué iba a hacer al respecto? Muestra de su ignorancia era que no se le había ocurrido hacer nada. Pero ahora que se le presentaba el dilema entre actuar o no, comprendió que era ella quien tenía el poder. Ni siquiera se había planteado que la fascinación que le producía Edward pudiese inclinar a su favor la balanza. De hecho, hasta aquel instante se había sentido bastante indefensa.
Soltó la toalla y lo miró.
—Si quisiera que me tocases, ¿por dónde empezarías?
Él dejó la botella encima de la mesa y se sentó más erguido, en una postura que ponía de manifiesto lo incómodo que estaba. Isabella podía imaginarse el porqué, a juzgar por la erección que se le marcaba descaradamente.
—Ven aquí —dijo Edward con aquella voz tan roca que a ella le gustaba tanto— y te lo enseñaré.
Era increíblemente atractivo. Irresistible. Se movía con la gracia de una pantera, conteniendo todo su poder y ocultando la violencia de la que era capaz. Tenía los músculos de los muslos muy bien definidos y Isabella recordó lo fuertes que eran y lo cautivada que la habían tenido siempre. Era muy fácil imaginar lo bien que sabría tocar a una mujer…, a ella…
La recorrió un escalofrío al recordar las manos de Edward sujetándose al poste de la glorieta.
—Puedo hacerte entrar en calor —murmuró él, alargando una mano.
Le bastaba con que la mirase para hacerla arder.
—Me temo que eres demasiado para mí.
—¿En qué sentido?
Ella desvió los ojos hacia el bulto de su entrepierna.
—En todos los sentidos.
—Permíteme que te demuestre que te equivocas.
La llamó doblando un dedo con arrogancia.
Isabella miró su copa y deseó que no estuviese vacía.
—Tengo la botella aquí —le recordó Edward—. Acércame la copa y te serviré lo que queda.
Ella optó por rechazar el vino y aceptar todo lo demás. Fue una decisión tomada a toda velocidad y se apresuró hacia Edward antes de que su cerebro, bien por la sobriedad o bien por un ataque de sentido común, la hiciese cambiar de opinión.
Consciente de que él podía hacerle olvidar todo lo que había a su alrededor, tenía prisa por sentir sus manos sobre su piel, pero perdió el equilibrio, resbaló por culpa de los pies mojados y se precipitó hacia el suelo con un movimiento nada digno.
Él se puso de pie tan rápido que Isabella ni siquiera lo vio. Lo único que su mente tuvo tiempo de procesar fue que, en vez de ir a parar al suelo, estaba pegada al enorme y fuerte cuerpo de Edward.
—Es una suerte que hayas dejado la copa —se burló él con la voz ronca y cálida como el whisky.
Los ojos se le veían tan oscuros que parecían zafiros.
Por un instante, ella no supo qué hacer. Su mente estaba demasiado ocupada sintiendo su cuerpo pegado al suyo y oliendo el aroma de su piel.
Edward se sentó de nuevo y la acomodó encima de él.
—Has conseguido que me tiemblen las rodillas.
Ahora que tenía los ojos a la misma altura que los de él, Isabella se quedó hipnotizada por la fiereza de su mirada.
—Te he dejado empapado —le dijo, a falta de una frase más ingeniosa.
—Pues creo que ahora me toca a mí.
Esa respuesta tan picante la hizo reír.
—Vuelve a hacer eso —le pidió él, enarcando una ceja negra.
—Me parece que no. Podría haberme hecho daño si tú no hubieras sido tan ágil.
Al imaginarse en qué otras cosas sería ágil, su cuerpo reaccionó del modo esperado.
—No me refiero a la caída —puntualizó Edward, irónico—. Me refería a la risa.
Isabella irguió la cabeza.
—No puedo. No sé reír a la fuerza.
Él le recorrió las costillas con los dedos haciéndole cosquillas y ella se rió de nuevo.
Edward paró tan de repente como había empezado.
—Basta de cosquillas. Si vuelves a moverte así encima de mi regazo, pasarán más cosas de las que estoy dispuesto a dejar que pasen mientras tú estás embriagada.
Isabella notaba su erección presionando insistentemente en la parte trasera de sus muslos. Y al comprender que se había estado moviendo encima de esa parte del cuerpo de él, se le subió la sangre a la cabeza y se sintió todavía más embriagada.
—Nos estamos portando muy mal —susurró.
—No tanto como me gustaría, pero tengo intención de remediarlo. Sujétate fuerte.
Se puso en pie y la llevó hasta la cama, donde la dejó y la ayudó a tumbarse; después se tumbó a su lado, de costado, y apoyó la cabeza en una mano.
El cambio de postura afectó radicalmente a Isabella, le ralentizó la circulación de la sangre y le dificultó la capacidad de raciocinio. En la cama se sentía más desnuda que estando de pie y se tapó los pechos con los brazos.
Edward le sonrió con ternura y calidez. Le pasó un dedo por el antebrazo y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo.
—¿No preferirías que te tocasen mis manos en vez de las tuyas?
Era una pregunta muy tentadora.
—¿Dónde?
—Donde tú quieras.
Isabella exhaló el aire despacio y levantó una mano para acariciarle la mejilla.
Tenía la piel áspera debido a la hora que era. A ella le gustaba. Una ola de cariño se extendió por su interior antes de darse cuenta de qué estaba haciendo.
La sonrisa de Edward se desvaneció y se puso tenso de un modo alarmante.
Isabella apartó la mano bruscamente.
—Es evidente que no conozco las normas de una aventura.
Tras soltar el aliento, él le cogió la mano y volvió a colocársela en la mejilla.
—Las aventuras no se rigen por ninguna norma.
—Excepto la de no ser romántico —replicó ella—. Trataré de tocarte sólo con la finalidad de consumar.
Edward se tumbó en la cama y se rió. Y siguió riéndose hasta que ella se acostó a su lado. La risa de él era contagiosa y Isabella se quedó mirándolo con una sonrisa en los labios.
—Pues lo has hecho a la perfección —dijo él al fin, todavía con mirada risueña—. Te juro que es la frase menos romántica que he oído en toda mi vida.
Bella se sintió como una boba, pero le gustó. Era bonito que la animase a mostrarse como era.
Edward levantó una mano y le acarició la mejilla, igual que ella había hecho antes. La ternura que se escondía tras ese gesto la sorprendió y emocionó.
—¿Te gusta? —le preguntó él.
—Me parece muy cariñoso.
—A mí también, yo he pensado lo mismo cuando lo has hecho tú. ¿Por qué no hacemos lo que nos apetezca, lo que nos parezca natural?
Isabella agachó la cabeza, se lamió los labios y se acercó a él para besarlo. Lo miró y, en los ojos de Edward, vio que había adivinado lo que ella pretendía hacer. Se quedó completamente quieto, expectante, alerta. Le había cedido las riendas del encuentro, pero cuando sus labios por fin se tocaron, fue él quien retomó el control.
Le sujetó la nuca con las manos y la movió hasta que sus bocas encajaron a la perfección, abrió los labios debajo de los suyos, controlando a duras penas sus ganas de devorarla.
Bella suspiró y se derrumbó encima de él, porque el brazo en el que se apoyaba dejó de sostenerla. Los labios de Edward eran fuertes pero suaves al mismo tiempo; era obvio que sabía lo que hacía y que estaba intentando dominarse. Los besos de Tarley habían sido reverentes, en cambio los de Edward estaban impregnados de sensualidad. El modo en que la besaba y la saboreaba era decadente. Los gemidos de aprobación que salían de los labios de él cada vez que la lamía y el modo en que movía la boca la llevaron a pensar que iba a volverse loca si no se sentía más cerca de él.
Movió la cabeza en busca de lo que estaba buscando y, sorprendentemente, Edward se lo permitió. Aunque siguió sujetándola de la nuca, como si quisiera evitar tocar cualquier otra parte menos inocua de su anatomía.
Como si ella fuese a negárselo.
Isabella se apartó un poco para coger el aire que tanto necesitaba. La dulce presión de los dedos de él en aquel lugar tan inocente consiguió que sintiese como si unos dedos imaginarios se le deslizasen por la espina dorsal hasta la entrepierna.
—Edward…
A pesar de que estaba sin aliento, su nombre salió de sus labios con pasmosa facilidad. Él se apartó de repente y los movió a ambos hasta que Isabella volvió a estar tumbada en la cama, con él encima. La besó en los labios y, con las manos, le acarició el torso hasta llegar a su cintura y su cadera. La sujetó sin hacerle daño, pero con suficiente fuerza como para que ella se diese cuenta de lo mucho que la deseaba. Ese gesto tan revelador excitó a Isabella, la hizo sentir poderosa y femenina y también seductora.
Levantó las manos y acarició el pelo de Edward, enredando los dedos entre sus mechones para transmitirle que sentía la misma pasión. El modo en que él movía la lengua, despacio, imitaba tan bien lo que Isabella deseaba que ocurriese entre ellos, que se humedeció entre las piernas y las partes más sensibles de su sexo empezaron a temblar de deseo.
Arqueó la espalda y pegó los pechos contra la seda del chaleco que Edward todavía llevaba puesto. Él la sujetó con más fuerza por las caderas y la empujó hacia la cama.
—Tranquila —le dijo, acariciándola como si fuese una yegua salvaje—. Te tengo.
—Todavía no —contestó Isabella casi sin aliento y sintiendo como si su cuerpo no le perteneciese—. No lo suficiente.
Él le recorrió la mandíbula con los labios y luego se detuvo junto a su oreja derecha.
—Deja que cuide de ti.
—Por favor.
Sus labios descendieron por su cuello, succionando lo bastante fuerte como para que lo notase, pero no tanto como para dejar una marca. Notar la dulce y hambrienta boca de Edward besándola de ese modo le hacía arder la piel y la atormentaba deliciosamente. Isabella abrió y cerró los dedos entre el pelo de él y estiró los dedos de los pies cuando le besó la clavícula.
Aquel hombre la embriagaba mucho más que el vino, pero al mismo tiempo le agudizaba los sentidos. Era la mejor y la peor manera de enloquecer.
—¿Por favor qué? —le preguntó él, con su aliento rozándole un pecho.
La miró mientras con la lengua le acariciaba el pezón. Una oscura satisfacción brilló en su mirada cuando Isabella gimió de placer y se sujetó de sus hombros. Notó el terciopelo de su chaqueta bajo las palmas de las manos y recordó que él iba completamente vestido mientras que ella estaba completamente desnuda.
La dicotomía le pareció deliciosa y la hizo sentir atrevida y provocadora, dos adjetivos que antes nunca habría relacionado con ella.
—Por favor, tócame.
—¿Dónde?
—¡Tú lo sabes mejor que yo! —exclamó, intentando llevar la cabeza de él hacia sus pechos, pero incapaz de superarlo en fuerza.
—Lo sabré —le prometió en voz baja—. Conoceré tu cuerpo mejor de lo que nadie lo ha conocido nunca, mejor que tú. Pero ahora todavía estoy aprendiendo.
Dime lo que te gusta y cómo te gusta que lo haga.
Isabella echó los hombros hacia atrás y levantó los pechos hacia sus labios, en clara ofrenda.
—Aquí. Más.
Él enseñó los dientes y adquirió un aspecto tan pecaminoso que sólo una tonta confundiría aquello con una sonrisa. Llevó una mano al pecho de ella y se lo apretó sólo lo necesario para que Isabella lo desease todavía más.
—¿Con la mano?
—Con la boca.
Era el vino lo que le daba valor para ser tan atrevida, pero incluso así cerró los ojos para no sentirse tan vulnerable.
Notó el húmedo aliento de Edward un segundo antes de que sus labios le capturasen el pezón. El sonido que salió de la boca de Isabella fue tan desesperado que se negó a creer que había sido ella. Pero cuando su lengua la recorrió, sintió la caricia hasta el interior de su cuerpo y ya no le importó si sonaba desesperada.
Levantó una pierna y la colocó alrededor de una de las botas de él, moviéndose sensualmente bajo su peso. Edward se le había metido bajo la piel varios años atrás y por fin estaba satisfaciendo el anhelo que había creado dentro de ella.
Sus hábiles labios se apartaron, dejándola desnuda.
—Quédate quieta —le ordenó con voz ronca.
Estaba sonrojado y le brillaban los ojos casi como si estuviese enfermo.
Estaba tan loco de deseo como ella, que se sentía envalentonada al ver que casi había conseguido hacerle perder el control. Le sonrió como sólo sabe hacerlo una mujer.
—Oblígame.
Edward estaba fascinado con la mujer que tenía tumbada debajo de él. Ardía con demasiado deseo como para ser aquella chica tímida que él no podía dejar de seguir con la vista. Pero tanto si se debía al vino como a sus besos, no le importaba.
Sencillamente, se sentía condenadamente agradecido de que así fuese.
Sin embargo, si Isabella seguía moviéndose de ese modo, no tendría la fuerza de voluntad necesaria para no poseerla hasta perder el sentido, algo que preferiría hacer cuando ella estuviese sobria y en plena posesión de sus facultades.
—Que te obligue —repitió él al fin y ella acompañó su sonrisa de satisfacción con otro movimiento de caderas—. ¿Y cómo sugieres que lo haga?
El modo en que Isabella frunció el cejo echó a perder su imagen de mujer fatal.
Edward supuso que no tenía ni idea, en cambio, a él, se le había ocurrido un idea deliciosa.
—Podrías dejarme exhausta —dijo Isabella mordiéndose el labio inferior.
El gesto no consiguió ocultar su interés por la respuesta de él.
Demasiado para ella, eso era lo que le había dicho. Edward estaba convencido de que cuando Isabella perdiese del todo su inhibición, tendría que esforzarse para seguir su ritmo. Y Dios sabía que jamás se saciaría de ella. Sólo de pensarlo se le perló la frente de sudor. ¿Cómo diablos iba a salir de aquel camarote con aquella erección?
—Quítame el pañuelo —le pidió a Isabella.
—Hum… —ronroneó ella, aprobando la sugerencia de quitarle por fin la ropa.
Llevó las manos al nudo del pañuelo y se lo aflojó tan rápido como se lo permitió su estado de embriaguez.
Por su parte, Edward estaba encantando de ver que le gustaba tanto la idea de desvestirlo. Aunque lo hubiese querido, no podría haber encontrado un lugar mejor que Jamaica para empezar su aventura, una tierra donde el calor y la humedad obligaban a que la gente llevase la menor cantidad de ropa posible.
Cuando Isabella tiró de su pañuelo para quitárselo del cuello, Edward le sujetó las muñecas y sonrió. Luego agachó la cabeza y la distrajo con un beso muy sensual. La apasionada respuesta de ella estuvo a punto de distraerlo a él, pero al final consiguió tumbarla de nuevo en la cama y pasar el pañuelo por uno de los postes de la cabecera.
Le cogió luego las muñecas y se las colocó por encima de la cabeza sin que ella opusiese resistencia, sino todo lo contrario; Isabella gimió de placer y le succionó la punta de la lengua con tanta fuerza que Edward notó que una gota de pre eyaculación se deslizaba por la punta de su miembro.
Ella sabía a vino, a lujuria y a pecado, y lo único que quería hacer él era beberse hasta la última gota. Hasta la última gota. Pero sospechaba que, aunque consiguiese hacerlo, jamás saciaría su sed de aquella mujer.
Isabella notó que le anudaba una muñeca y entonces comprendió lo que estaba sucediendo. Abrió la boca sorprendida y se apartó de él para tener una mejor perspectiva. Edward se arrodilló y le ató la otra muñeca antes de que ella pudiese quejarse.
—¿Qué has hecho? —le preguntó, con los ojos grises dilatados de deseo y con algo de temor.
—Te he obligado a estar quieta, tal como tú has sugerido. Ya tendrías que saber cómo reacciono ante los retos.
—No estoy segura de que esto me guste —le dijo en voz baja.
—Te gustará.
La necesidad lo había obligado a perfeccionar el arte de dar placer, pues habría sido muy perjudicial para él que una mujer se hubiese quejado de que no la dejaba satisfecha. No era suficiente con saciarlas; tenía que convertirlas en adictas a sus caricias y a su pene incansable, y Edward se había dedicado en cuerpo y alma a conseguir precisamente eso, aunque durante todo el tiempo se decía que lo hacía por Isabella.
Todo eso lo convertía en un hombre mejor preparado, y aunque ni él mismo se lo creía del todo, no podía permitirse pensar en la alternativa: que Isabella quizá lo rechazase a causa de su pasado.
Volvió a centrar toda su atención en los pechos de ella. Podría jurar que nunca había visto unos tan hermosos. Eran del tamaño perfecto para su delicada figura, subrayaban la curva de la cintura y compensaban sus voluptuosas caderas.
La moda actual era absurda, con aquellos vestidos de cinturas altas y faldas sin forma. Él ya se había imaginado que Isabella tendría unos pechos preciosos, pero la realidad era como descubrir un tesoro. Tardaría muchísimo tiempo en sentir indiferencia ante tales joyas.
Recurriría a todos sus encantos para convencerla de que se quedase más tiempo en la isla. Cuando Isabella lo abandonase, Edward quería haberse saciado de ella. No podría soportar volver a sentir el mismo deseo insatisfecho que lo había estado atormentando durante todos esos años.
Se sentó a horcajadas encima de ella y se tomó su tiempo para disfrutar de la vista de aquellos pechos enhiestos y su estómago prieto y se preguntó por dónde empezar.
—Edward —suspiró ella, tirando de sus ataduras.
Plenamente consciente de que era un bruto, verla resistirse le pareció sumamente excitante. Combinado con el modo en que pronunció su nombre, casi lo llevó a cuestionarse su decisión de esperar a que estuviese sobria. Se puso bien el pantalón por encima de la erección.
Mientras, Isabella se quedó quieta, con los ojos fijos en las manos de él. Se lamió el labio inferior y Edward se preguntó si ella le habría dado placer a un hombre con la boca alguna vez. Ése no era el día para practicar tal juego de cama, pero quizá, en algún otro momento…
Tan incómodo como era de esperar dadas las circunstancias, Edward se decidió por los pechos. Colocó las manos a ambos lados de la cabeza de Isabella y bajó hasta que su torso quedó pegado al suyo, entonces, movió las rodillas hacia atrás para tumbarse encima. La retenía presionando con los muslos encima de los de ella, al tiempo que se los separaba y permitía que su excitado miembro quedase acunado entre sus piernas.
Se dispuso a darse un festín. Con la boca buscó el pezón que todavía no había tenido el placer de saborear y Isabella se quedó sin aliento cuando le pasó la lengua por la punta. Estaba tan sensible, respondía de tal modo a las caricias de él… Los sonidos que hacía mientras Edward le lamía el pecho eran de puro placer. Teniendo en cuenta lo recatada que era en público, en la intimidad de la cama no dudaba en expresar lo que sentía. Esos sonidos, los gemidos, las respiraciones entrecortadas, se convirtieron en afrodisíacos para él.
Ésa era la mujer que había visto en el bosque de Pennington. Ésa era la amante con la que había soñado hasta dolerle las entrañas.
Le cogió el otro pecho con una mano y se lo acarició, experimentando un profundo sentimiento de satisfacción. El cuerpo de Isabella respondía a sus caricias.
Edward sabía que estaba excitada y húmeda entre las piernas y se movió hacia abajo para poder ver la prueba de su deseo con sus propios ojos. Necesitaba saborearla con la lengua y sentirla temblar contra sus labios.
Le lamió el ombligo y consiguió hacerla estremecer de los pies a la cabeza.
Isabella tenía cosquillas, algo que a él le encantaba. Podía hacerla reír a voluntad y eso lo haría feliz. La risa de ella era cálida y profunda. Seductora. Un poco ronca por falta de costumbre, pero Edward tenía intención de remediarlo. Su risa procedía de la mujer sensual que habitaba en su interior, no de la rígida lady Tarley, el epítome de la aristocracia.
Ella tembló a medida que Edward iba acercándose al triángulo de rizos rubio oscuro que protegían su sexo.
Él levantó la vista y se encontró con la suya.
—Te gusta mirar.
—Y a ti te gusta que te miren. Los dos sabemos que eres un exhibicionista.
Que le dijese aquello con su voz recatada, pero al mismo tiempo con la respiración entrecortada, hizo sonreír a Edward.
—Sólo cuando eres tú la que me mira.
—Quiero tocarte.
—¿Por qué?
—¿Cómo seré capaz de recordarte si mis dedos no recorren tu cuerpo?
Él respondió colocando un muslo entre los suyos, separándole las piernas. Si Isabella pensaba que ésa sería la única indiscreción que cometerían juntos, estaba muy equivocada. Pero lo mejor sería no decirle todavía cuáles eran sus planes exactamente.
—Podrás aprovecharte de mí otro día.
Antes de que ella lograse responderle, Edward le cogió una pierna y se la colocó encima del hombro. Verla quedarse sin respiración lo excitó todavía más. Isabella tenía los ojos medio cerrados, los labios entreabiertos, húmedos por sus besos y el pecho le subía y bajaba acelerado. Arqueó las caderas ofreciéndosele descaradamente. Aquel acto no era nuevo para ella y él admiró y envidió a Tarley al mismo tiempo.
El vizconde había poseído todo lo que un hombre podía desear; había sido respetado y popular, había disfrutado de un matrimonio feliz, a pesar de que éstos no se estilaban entre la aristocracia, y había tenido una vida sexual satisfactoria con una mujer muy bien considerada por la buena sociedad y que muchos creían que estaba por encima de esos instintos primarios.
Él tenía tan poco que ofrecerle comparado con Tarley… Aparte de tener mucho dinero y buena cabeza para los negocios, lo único que Edward tenía a su favor era la descontrolada pasión que sentía por ella y lo bueno que era en la cama. Y quizá su falta de vergüenza y la intención de tratarla como a su igual.
Isabella levantó la otra pierna y la colocó por encima de su otro hombro. Arqueó una ceja y lo retó en silencio con la mirada.
—Cómo me tientas… —Le separó los labios del sexo y apretó las caderas contra la cama para ver si así conseguía aliviar la fuerte presión que sentía en su descuidado miembro—. Incluso aquí eres perfecta.
Con la lengua recorrió sus delicados pliegues y todas las hendiduras antes de rodearle la punta del clítoris. Isabella estaba tan húmeda como Edward había esperado, el sedoso fluido de su deseo se le pegaba a la piel, el llanto primitivo de su cuerpo, sollozando para que el duro miembro de él lo penetrase.
—Sí… —suspiró—. Sí.
Edward posó la lengua sobre la abertura temblorosa de Isabella y gimió al notar que los movimientos de ella se tornaban frenéticos. Los guturales requerimientos de ella lo excitaban y lo urgían a ir más rápido, hasta que empezó a penetrarla con la lengua. Hambriento, Edward la devoró, se bebió su deseo y sus gemidos. Isabella empezó a suplicarle que terminase y luego lo amenazó con vengarse de él. Edward la llevó más allá, hasta el punto en que ella le prometió que haría lo que él quisiese si dejaba de atormentarla.
Edward podía pedirle muchas cosas a cambio de esa promesa.
Le lamió la empapada hendidura y luego la besó con la boca abierta en el clítoris, hasta hacerla caer por el precipicio. Edward succionó con ternura, al mismo tiempo que le pasaba la lengua por el punto en que se acumulaban las terminaciones nerviosas del cuerpo de Isabella. La sacudieron los primeros espasmos del clímax y cuando estaba en el punto álgido, Edward deslizó dos dedos en su interior.
El cabezal de la cama crujió cuando Isabella se puso a tirar del pañuelo que la retenía; los músculos del interior de su sexo le apretaron los dedos mientras él seguía torturándola con la boca. Edward la lamió sin piedad, sin darle cuartel, y la lanzó a otro orgasmo antes incluso de que terminase el primero.
Isabella gritó al correrse de nuevo y se cubrió la boca con los brazos para reprimir el ruido.
Edward gruñó al mismo tiempo que ella se estremecía, tan hambriento del placer de Isabella como lo había estado siempre del suyo propio. Deslizó un tercer dedo junto con los otros dos y la excitó. Sólo de pensar en cómo sería si fuese su pene en vez de sus dedos, se puso frenético. Le pasó los dientes con cuidado por el clítoris y la llevó a otro orgasmo justo cuando terminaba el segundo. La mantuvo allí hasta que volvió a correrse, acariciándola rápido y con fuerza, desesperado por poseer su placer por completo.
—Más no… —le suplicó ella con la voz ronca, apartándose de la ávida boca de él—. Por favor…
Edward levantó la cabeza de mala gana y apartó los dedos empapados del tembloroso interior de Isabella. Se secó los labios con la parte interior del muslo de ella y retiró los hombros de debajo de sus laxas piernas. Después se levantó de la cama.
—¿Adónde…? —empezó a decir Isabella al ver que se incorporaba.
—No puedo quedarme.
Se acercó a ella para soltarla y recuperar el pañuelo. Aflojó el nudo y Isabella hizo una mueca de dolor al bajar los brazos. Edward recordó que había tirado de sus ataduras durante sus orgasmos y dedujo que le dolían los músculos de haberlos tensado tanto. Se agachó para darle un masaje en los hombros y se los amasó con firmeza hasta que notó que se le aflojaba la tensión.
—No te vayas —le pidió ella.
—Tengo que hacerlo.
—Quiero… —Tragó saliva—. Te deseo.
—Ésa era mi intención.
Dios santo, iba a matarlo salir de aquella habitación con ella suplicándole que se quedase. Pero sería mucho peor que Isabella lo mirarse con remordimientos a la mañana siguiente. La sujetó por la nuca y la besó.
—Has estado magnífica.
Ella lo sujetó por la muñeca antes de que pudiese apartarse.
—¿Por qué tienes que irte?
—Necesito que estés sobria. No quiero que haya ninguna clase de acusaciones o de recuerdos borrosos entre nosotros. —Empezó a ponerse el pañuelo alrededor del cuello—. Vuelve a pedírmelo cuando estés lúcida y te aseguro que estaré encantado de quedarme.
Isabella se apoyó en un codo.
—Si te quedas, te pagaré lo que quieras.
Edward se quedó petrificado. Un cubo de agua fría no habría enfriado su deseo con mayor rapidez. Peor aún, también sintió que le clavaba un puñal en el pecho y se lo retorcía cruelmente hasta hacerlo tambalear y apartarse de la cama para alejarse de la culpable de su tormento.
Se dio media vuelta y se anudó el pañuelo con movimientos rápidos y torpes.
—Buenas noches, Isabella.
Sólo la gracia de Dios permitió que no hubiese nadie en el pasillo mientras él huía de aquel camarote.
Pasaba de la medianoche cuando Michael bajó de su carruaje delante del impresionante edificio de tres pisos que era el Club para Caballeros Remington.
Subió la amplia escalinata con columnas que precedía a las dos puertas de cristal de la entrada, y dos lacayos con librea negra y plateada las abrieron. Le entregó el sombrero y los guantes a un empleado y se fijó en el centro floral que había encima de la enorme mesa del vestíbulo. Lucien Remington era famoso por tener un gusto impecable y su establecimiento era uno de los más exclusivos de Inglaterra, gracias a que continuamente cambiaba la decoración. Remington no seguía los dictados de la moda: los establecía.
Justo enfrente de Michael se abría la zona de juego, donde también se realizaban todos los negocios. Desde allí, uno podía acceder a la escalera que conducía a la sala de esgrima y a los dormitorios privados, donde se encontraban las cortesanas más sofisticadas. En el piso inferior había cuadriláteros para boxear o para entrenar. A la izquierda, el bar y la cocina, y a la derecha, el despacho de Lucien Remington.
Michael recorrió el suelo de mármol blanco y negro y se dirigió a las mesas de apuestas para después seguir hasta el salón principal. El olor a cuero y el fragante aroma del tabaco lo ayudaron a apaciguar los nervios, que tenía alterados desde su visita a Hester, el día anterior.
O al menos así era hasta que vio al conde de Regmont.
Sentado en una de la media docena de butacas que había alrededor de la mesa de café, Regmont se reía de algo que había dicho lord Westfield. En aquel círculo también se encontraban lord Trenton, lord Hammond y lord Spencer Faulkner. Dado que Michael los conocía a todos muy bien excepto a Regmont, no tuvo ningún reparo en ocupar la butaca que quedaba libre.
—Buenas noches, Tarley —lo saludó Ridgely, haciéndole señas a un lacayo—.¿Escondiéndote de las debutantes que andan detrás de tu título?
—Digamos que ahora comprendo lo agotadora que puede ser la Temporada para un lord soltero.
Michael le pidió una copa de coñac al sirviente, igual que Regmont. El resto de los presentes tenían sendas copas medio llenas.
—Un brindis —sugirió Westfield, levantando la suya.
—Para que te persigan a ti y no a mí —dijo lord Spencer.
Al ser el hijo segundo, Spencer disfrutaba de una existencia más relajada y el resto de los comensales estaban casados.
Michael se quedó mirando a Regmont y se preguntó por qué estaba de copas con sus amigos en vez de en casa, haciendo las paces con Hester. Le costó morderse la lengua después de haber presenciado la infelicidad de ésta. Si Hester fuese suya, se aseguraría de que nada enturbiase su existencia.
El sirviente volvió con las dos copas de coñac. Regmont bebió de ella de inmediato y, mientras la sujetaba, su mano llamó la atención de Michael. El conde tenía los nudillos hinchados y amoratados.
—¿Te has metido en alguna pelea últimamente, Regmont? —le preguntó antes de beber.
Según había oído, el conde era un tipo genial que caía bien a todo el mundo. Las mujeres elogiaban su melena rubia, su sonrisa y sus encantos. Michael, en cambio, no le tenía simpatía. Le parecía demasiado alegre, como si le faltase profundidad. Pero quizá por eso le gustaba a Hester, que una vez había sido la mujer más feliz y encantadora. Y para Michael siempre seguiría siendo lo segundo.
—Pugilismo —contestó Regmont—. Es un deporte excelente.
—Estoy de acuerdo. Yo también lo practico. ¿Vienes aquí a boxear?
—A menudo, sí. Si algún día te apetece que boxeemos juntos…
—Por supuesto —lo interrumpió Michael, aferrándose a la posibilidad de defender a Hester, aunque sólo él supiese que ésa era su verdadera motivación. A juzgar por los nudillos de Regmont, el hombre prefería entrenarse sin guantes, lo que en esa ocasión encajaba perfectamente con los deseos de Michael—. Elige día y hora y aquí estaré.
—Creo que pediré el libro de apuestas —añadió lord Spencer en voz alta, llamando adrede la atención.
—¿Tienes ganas de pelea, no es así, Tarley? —le dijo Regmont a Michael con una sonrisa—. Yo también tengo días así. Si quieres, podemos hacerlo ahora mismo.
Michael midió al conde con la mirada. Regmont era más bajo que él y estaba más delgado, pero tenía los músculos bien definidos y resaltaban con aquellos trajes tan estrechos que estaban de moda. Él era más alto y tenía la ventaja de tener los brazos más largos y fuertes. Se sentó cómodamente en el sofá y dijo.
—Preferiría quedar a primera hora de la tarde. Los dos disfrutaremos más del combate si estamos descansados y libres de los efectos de la bebida.
El libro de apuestas apareció en la mesa.
El rostro de Regmont adquirió un repentino aspecto sombrío.
—Tienes toda la razón. Dentro de una semana, ¿el mismo día? ¿A las tres?
—Perfecto. —Una sonrisa de anticipación se dibujó en los labios de Michael, que cogió el libro de apuestas y, bajo el nombre de Edward, apostó a favor de sí mismo.
Era la clase de apuesta que haría su amigo.
Espero que les guste y sigan...estaré por aquí muy pronto xoxo
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