No poseo los derechos de autor. Los personajes son de Stephenie Meyer. La historia es completamente de Sylvia Day.
Siete años para pecar
19
—¿No crees que si tuvieras esposa ella te ayudaría?
—Apenas consigo sobrevivir al día a día. No tengo ni la menor idea de dónde sacaría tiempo para cuidar de una esposa.
—Quiero que encuentres una que te quiera mucho. No será difícil. Es muy fácil enamorarse de ti.
—Ojalá lo dijeras por experiencia —susurró él, despacio.
—Así es.
Los hermosos labios de Michael esbozaron una mueca.
—Por supuesto —contestó irónico.
—Más de lo que yo misma creía —confesó—. Fui una tonta.
—Hester… —La sorpresa se reflejó en el rostro de Michael para terminar convirtiéndolo en la viva imagen de la desesperación.
¿Cómo había podido Hester no darse cuenta de que él estaba enamorado de ella?
El atractivo de Regmont y la telaraña de sensualidad que éste tejió a su alrededor la cegaron. Cuando se casaron, Hester estaba desesperada por consumar la unión y excitada más allá de la cordura por culpa de las caricias clandestinas, de los besos apasionados y de la promesa de una pasión sin límites.
—Encontraremos a alguien que te ame con locura —le dijo, emocionada—.Alguien cuya única preocupación sea hacerte feliz y darte placer.
—Terminará odiándome.
—No. —Ella empezó a preparar el té; cogió unas cuantas hojas con la cuchara y las puso en la tetera llena de agua caliente—. Tú no tardarás en sentir lo mismo que ella. No podrás evitarlo. Y entonces seréis felices para siempre, tal como te mereces.
—¿Y qué pasará contigo?
Hester dejó reposar el té y se echó hacia atrás con una mano en el estómago.
—Yo tengo mi propio motivo de alegría en camino.
La sonrisa de Michael fue sincera, aunque algo melancólica.
—No podría alegrarme más por ti.
—Gracias. Será mejor que intentemos acortar la lista que le ayudé a hacer a tu madre.
—Se puso en pie y él con ella. Hester se acercó al escritorio que había junto a la ventana, lo abrió y sacó una hoja de papel. Luego se sentó en la silla de madera y destapó el tintero—. Dime qué atributos te parecen deseables en una mujer y yo los iré anotando.
—Preferiría que me arrancasen los dientes.
Ella recurrió a su expresión más temible.
—Maldita sea. No me mires así, Hester, por favor. Creía que yo te gustaba.
—¿Color de pelo?
—Que no sea rubia.
—¿Color de los ojos?
—Que no los tenga verdes.
—Michael…
Él se cruzó de brazos y arqueó una ceja.
—Al menos, tengo que darle una oportunidad a la pobre chica. Si no, no sería justo.
Hester se rió brevemente. Al otro lado de la ventana se oían las fustas de los carruajes y los relinchos de los caballos propios de la tarde. Casi todos los días, ella se sentaba junto a la ventana y observaba al mundo seguir con su rutina. Pensar que había casas en las que la gente era feliz y vidas completamente distintas a la suya la reconfortaba. Sin embargo, en aquel preciso instante la hacía feliz centrar toda su atención en su propia vida y en el hombre tan vibrante que formaba parte de ella, aunque fuese sólo por un instante.
—¿Alta o baja?
—No tengo ninguna preferencia.
—¿Delgada o voluptuosa?
—Lo único que pido es que sea proporcionada.
—¿Algún talento en particular? —le preguntó, mirándolo al ver que se acercaba.
Michael se movía con tanta elegancia y seguridad en sí mismo que Hester no podía evitar contemplarlo.
Se detuvo junto a ella y apoyó una mano en el escritorio.
—¿Como por ejemplo?
—¿Cantar? ¿Tocar el piano?
—La verdad es que no me importan esas cosas. Lo que a ti te parezca bien.
Hester lo miró y se percató de lo bien vestido que iba.
—El azul te favorece, milord. Sinceramente, puedo afirmar que ningún otro caballero lo luce mejor que tú.
—Vaya, gracias, milady —contestó con los ojos brillantes.
El placer que se reflejó en el rostro de Michael dejó a Hester atónita y petrificada durante un instante. Un instante lleno de posibilidades imposibles. Intentó encontrar la fuerza de voluntad necesaria para romper la tensión y al final dio con una excusa horrible, que pronunció con la voz ronca.
—Soy una anfitriona desastrosa. El té se está enfriando.
—No me importa —murmuró él—. Estoy disfrutando de la compañía.
—Bailé mi primer vals contigo —dijo Hester, recordándolo.
—Me temo que mis pies todavía no se han recuperado.
Ella abrió la boca y fingió que se ofendía.
—¡Seguí tus pasos a la perfección!
Michael sonrió.
—¿No te acuerdas? —insistió Hester.
Ella había querido que fuese su primera pareja de baile porque confiaba en él y a su lado se sentía a salvo. Sabía que Michael probablemente le tomaría el pelo, pero con buena intención, y que se aseguraría de que aquella primera y, en principio, horrible experiencia fuese divertida.
Él la guió muy bien y la distrajo tanto que lo único que notó fue que se deslizaba triunfante por el salón. Hacía años que no se sentía tan bien.
—Como si pudiera olvidar uno de los momentos en que has estado entre mis brazos —dijo Michael en voz baja.
Aferrándose a esos recuerdos, Hester se puso en pie tan de prisa que volcó la silla, cogió a Michael por las solapas y posó los labios sobre los suyos. El beso fue breve y casto, una muestra de gratitud porque le había recordado a la joven atrevida que era antes.
Se apartó sonrojada.
—Lo siento.
Él estaba petrificado, con los ojos negros en llamas.
—Yo no.
Hester se pasó la mano por el pelo con dedos temblorosos y se acercó a la mesita donde tenían el té. Tomó aire despacio para intentar calmar los latidos de su descontrolado corazón. Oyó que Michael ponía bien la silla y de repente vio a Regmont de pie en el umbral.
El corazón le dejó de latir de golpe.
—Milord —lo saludó sin aliento.
Michael se quedó helado al oír el miedo en la voz de Hester con tanta claridad como si lo hubiese gritado. Giró sobre sus talones, dispuesto a enfrentarse a quien fuera que la estuviese amenazando y se encontró cara a cara con el hombre que avivaba su furia y su ira.
Midió a su oponente con la vista y se percató de que el conde tenía los puños cerrados y la mandíbula apretada. A pesar de que nunca había llegado a conocer a Regmont demasiado bien, Michael estaba convencido de que el hombre había cambiado mucho en los últimos años. De joven había sido un tipo engreído, cuya única virtud redentora era la adoración y el cariño con que miraba y trataba a su esposa. Pero ahora no había ni rastro de esa ternura en sus ojos. Sólo una frialdad calculada y mucha desconfianza.
—Regmont. —A Michael lo sorprendió sonar tan relajado cuando en realidad lo que quería hacer era cruzar el salón y darle un paliza al culpable de la infelicidad de Hester.
—Tarley. ¿Qué estás haciendo aquí?
Él se encogió de hombros. No sabía qué había visto Regmont exactamente y prefería ser cauto, para ahorrarle un mayor sufrimiento a Hester.
—Mi madre me ha pedido que viniese. Me ha dicho que si no colaboraba con lo de buscarme una esposa, terminaría casado con una mujer a la que no podría soportar.
Regmont miró a Hester.
—Sí, me han dicho que lady Pennington ha empezado a visitarte a menudo.
Ella palideció y lo miró asustada. Tragó saliva antes de hablar.
—Si mi hermana estuviese aquí, se habría dirigido a ella. Pero dado que Isabella no está, he estado ayudando a la condesa a conocer mejor a las debutantes de esta Temporada.
—Es muy amable de tu parte, cariño.
—Dios santo —dijo Michael volviendo a su butaca—, no las animes, por favor.
El conde los acompañó con el té y se sentó al lado de Hester. Ella respiró hondo y empezó a servirlo.
Primero a Regmont, quien bebió un sorbo y dejó su taza.
—Casi está frío.
Hester se encogió visiblemente.
—Es culpa mía —dijo Michael—. Esta mañana me he quemado la lengua cuando tomaba el café y todavía me duele. Lady Regmont ha tenido la amabilidad de adaptar el té a mis necesidades.
El conde giró sobre su asiento y quedó con las rodillas apuntando a su esposa.
—¿Y qué habéis estado haciendo mientras esperabais a que el té se enfriase?
Hester echó los hombros hacia atrás y miró a su marido con una sonrisa tan fría como la bebida de la que se estaba quejando.
—He escrito la lista de características que tiene que cumplir la esposa de Tarley.
James miró hacia el escritorio, se puso en pie y, de un par de zancadas, cruzó el salón. Levantó la hoja de papel y leyó las pocas anotaciones que había en ella.
Después miró a Michael levantando ambas cejas.
—¿Sólo castañas y pelirrojas?
Como respuesta, él movió una mano con desdén.
Regmont se rió y dejó de estar tenso y el ambiente también se relajó.
—Las pelirrojas son unas fierecillas, ¿sabes, Tarley? Pregúntaselo a Grayson o a Merrick.
—Me gustan las mujeres con carácter.
«Como tu esposa antes de que tú la maltratases…»
—Lady Regmont sabrá guiarte en la dirección adecuada.
Michael le dio la espalda para que no viese el odio, la rabia y la desesperanza que ya no podía disimular. Si Benedict estuviese todavía con ellos, Michael se llevaría a Hester muy lejos de aquel horror. Podrían fugarse a las Antillas, o al Continente, o a América. A cualquier parte del mundo que ella quisiera. Pero ahora él estaba encadenado a Inglaterra.
Los dos estaban atrapados en unas vidas que no deseaban.
Y ninguno de ellos podía escapar.
Espero que les guste y sigan...estaré por aquí muy pronto xoxo
¶Love¶Pandii23
