No poseo los derechos de autor. Los personajes son de Stephenie Meyer. La historia es completamente de Sylvia Day.
Siete años para pecar
20
—¡Lady Tarley!
Isabella alteró el ángulo de la sombrilla y vio a un robusto y diminuto caballero haciéndole señales desde el final de la pasarela.
—Es tu administrador —le explicó Edward, mientras le colocaba una mano en el codo para que no se cayese—. El señor Reginal Smythe.
—¿Qué opinión tienes de él? —Levantó una mano enguantada para indicarle al hombre que lo había visto entre el bullicio del muelle. El olor a alquitrán y a café se mezclaban y los gritos de las focas competían con los de los marineros que iban cargando cajas y barriles en los estómagos ahora vacíos de los navíos.
—Es un hombre decente. Y muy competente. «Calipso» tiene casi doscientos esclavos y todos están lo suficientemente contentos como para ser productivos. Sin embargo, podría tener una opinión menos anticuada respecto a las mujeres que hacen negocios.
—Me temo que tú eres mucho más progresista que la mayoría de los caballeros.
—Por mi experiencia, sé que las mujeres pueden ser muy astutas e implacables en cuestiones de dinero. Es muy rentable hacer negocios con ellas.
—Y me juego lo que quieras a que ellas te hacen más concesiones a ti de las que le harían a cualquier otro hombre.
Edward la miró y, aunque le quedaban parcialmente ocultos por el ala del sombrero, ella vio brillar sus ojos azules.
—Tal vez.
Isabella le sonrió. La presencia de Edward a su lado aumentaba la felicidad que sentía por estar de nuevo en aquella exuberante isla verde que recordaba con tanto cariño. En su memoria había pintado el paisaje con tonos propios de piedras preciosas y le gustaba ver que no había exagerado. Detrás de ella, el océano era tan pálido como una aguamarina. Delante, unas colinas como esmeraldas se extendían hasta el horizonte. Benedict le había dicho en una ocasión que no había ningún lugar en toda la isla que estuviese a más de un par de kilómetros del mar.
«El paraíso», había dicho ella.
«Uno muy lucrativo», había contestado él.
—Señor Cullen. —El señor Smythe se tocó el ala del sombrero a modo de saludo.
—Señor Smythe.
El administrador miró a Bella.
—Confío en que haya tenido un viaje tranquilo y agradable, milady.
—No podría haber sido mejor —contestó ella, pensando en Edward y en lo distinta que se sentía en ese momento, comparado con el día en que abordó el barco.
Había empezado la travesía viuda y convencida de que se quedaría sola durante el resto de su vida. Y la terminaba con un amante, un hombre que la había desnudado en cuerpo y alma y al que había revelado secretos de su pasado que sólo Hester conocía.
Los dedos de Edward le acariciaron el codo.
El señor Smythe asintió y señaló el landó que los estaba esperando allí cerca.
—Me encargaré de que alguien venga a buscar sus baúles, lady Tarley. Buen día, señor Cullen. Le pediré una cita para hablar con usted esta semana.
Isabella miró a Edward. Después de esas seis semanas en alta mar, durante las cuales su relación había nacido y florecido, ahora se veían obligados a decirse adiós.
Había llegado el momento de que sus caminos se separasen: ella tenía que ir a su casa y él a la suya.
Edward la miró a los ojos y esperó.
Bella podía ver la pregunta en su mirada; ¿cómo reaccionaría ella cuando tuviesen que enfrentarse de nuevo a las normas de la sociedad?
Su reacción era más intensa de lo que Isabella podía expresar con palabras. Quería que Edward estuviese a su lado, siempre. En público y en privado. Sentado frente a ella a la hora del almuerzo y a su lado en el palco del teatro. Quería eso y lo tendría, si él aceptaba.
Habló con mucho sentimiento.
—Sé que tiene muchos asuntos que atender, señor Cullen. pero ¿cree que podría acompañarnos a cenar? Así ya no tendrá que pedir ninguna cita, señor Smythe, y tampoco tendrá que contarme luego los resultados de la reunión.
El administrador parpadeó atónito.
Edward le sonrió al ver que libraba la primera batalla para tomar posesión de la plantación y ladeó la cabeza para indicarle que se había dado cuenta.
—Será todo un placer, milady.
Isabella se cogió la falda y subió la colina. Las botas le resbalaban de vez en cuando en el suelo empapado por la lluvia, pero Edward iba tras ella y sabía que la cogería si se caía. Él siempre la cogía, siempre le pedía que se arriesgase porque él siempre iba a estar esperándola con los brazos abiertos al otro lado.
—Es aquí —dijo él, dirigiendo la atención de Isabella hacia la glorieta que había en un claro a la izquierda de donde habían subido.
La estructura era claramente reconocible: una réplica en miniatura de la glorieta que había en la mansión Pennington, a la que habían añadido unas redes en los costados. En el centro, se veía un pequeño entarimado cubierto por sábanas y almohadones.
Isabella se dio media vuelta y miró a Edward mientras éste llegaba a su lado.
Desde donde estaba podía ver los campos de caña de azúcar y el océano a lo lejos.
—¿Alguna vez has visto arder los campos de caña? —le preguntó él.
—No.
—Pues tendremos que remediarlo cuando llegue el momento. Te llevaré a un sitio donde no sople viento y donde no llegue el mal olor. A pesar de la destrucción que representa y de lo peligroso que es, es un espectáculo que no debes perderte.
—Tengo ganas de verlo contigo. —Se volvió hacia él y admiró su perfil—.Quiero verlo todo contigo.
Edward le devolvió una mirada llena de ardor y sentimiento.
Isabella se acercó a la glorieta.
—¿Es esto lo que te ha tenido ocupado estos días?
Él había empezado a aparecer por las noches con pequeños cortes en las manos y con algún que otro morado en los antebrazos. No importaba lo que ella hiciese para sonsacarle información, Edward se resistía a contárselo, aunque la animaba a seguir intentándolo por todos los medios que estimase oportunos.
—¿Te gusta? —le preguntó, estudiando su reacción.
—Me siento halagada de que te hayas tomado tantas molestias para seducirme. —Esbozó una media sonrisa—. Y sé que cuando tengo la menstruación tienes que quemar energía de otro modo. Estoy convencida de que necesitas más practicar sexo que comer o beber.
—Sólo contigo. —Edward entró en la glorieta y dejó en el suelo la cesta que habían traído con ellos—. Y tú sabes por qué. Cuando estoy dentro de ti, sé que no te irás a ninguna parte. Sé que no te quieres ir a ninguna parte.
Isabella le dio la espalda al paisaje y lo miró a él, la vista más espectacular de todas.
—¿Y si también pudieras poseerme por fuera? ¿Convertir tu nombre en el mío y ponerme un anillo en el dedo? ¿Eso te calmaría?
Edward se quedó inmóvil. Ni siquiera parpadeó.
—¿Disculpa?
—¿Por fin te he asustado? —le preguntó ella en voz baja.
—Tengo miedo de estar soñando. —Edward salió de su estupefacción y se le acercó.
—Ya te he dicho que te amo. Muchas, muchas veces. De hecho, te lo digo cada día. —Isabella suspiró y rezó pidiendo coraje. No podía contener lo que sentía por Edward, eran sentimientos demasiado intensos, le oprimían el pecho y hacían que le resultase imposible respirar—. Te amo tanto que sería capaz de apartarme de ti si crees que existe la posibilidad de que algún día quieras ser padre.
A Edward se le hizo un nudo tan grande en la garganta que le costó tragar.
—Si algún día queremos niños, hay muchos huérfanos a los que podemos malcriar.
El corazón de Isabella latió lleno de esperanza.
Él le tendió una mano y ella colocó la suya encima y permitió que la acompañase hasta la tarima. Edward le pidió que se sentase y, cuando lo hizo, él apoyó una rodilla en el suelo.
—Edward… —susurró ella al comprender lo que estaba sucediendo.
—Se suponía que no ibas a adelantarme en esto, Bella —le dijo con ternura y emocionado mientras sacaba algo del bolsillo más pequeño de su chaleco.
No llevaba chaqueta ni pañuelo al cuello. Era escandaloso y completamente inaceptable, pero ¿quién podía verlos allí? Eso había sido lo más difícil de soportar a lo largo de la última semana; comportarse en público como si sólo fuesen conocidos, mientras que en privado compartían pura intimidad.
Era la peor de las torturas tener que ver a las debutantes locales, a las viudas e incluso a alguna que otra mujer casada, prestándole atención a Edward descaradamente. Isabella había tenido que soportar que bailasen con él o que él tuviese que acompañarlas al comedor. Había visto a chicas jóvenes flirteando con él, chicas capaces de darle la familia que Edward nunca había tenido y que ella jamás podría darle.
Él nunca les seguía el juego y la buscaba con la mirada en cuanto podía, para comunicarle lo mucho que la deseaba. Isabella intentaba no mirarlo, porque sabía que su expresión la traicionaría y revelaría lo enamorada que estaba de él. Lo desesperadamente que lo amaba. Lo vacía e inhóspita que sería su vida sin su recencia.
La verdad era que Edward llevaba mucho mejor que Isabella el aspecto público de su relación. Teniendo en cuenta lo celoso que se sentía con respecto a la faceta más íntima de ella, no lo era tanto con su lado más público. Todo lo contrario, parecía gustarle ver cómo Isabella se movía por las aguas de la vida social y admiraba la facilidad con que manejaba sus distintos aspectos: las conversaciones, los bailes y todo lo demás.
Se sentía muy orgulloso de ella y le gustaba verla brillar en su entorno, pues eso hacía que al menos le pareciese que había valido la pena el dolor y la tristeza que ella había sufrido de pequeña para convertirse en la persona que era.
Edward sacó un anillo. Una ancha alianza de oro coronada por un rubí casi tan grande como el nudillo de Isabella?. La piedra color sangre descansaba sobre un lecho cuadrado de diamantes, proclamando a las claras la fortuna del hombre que la había comprado.
Espero que les guste y sigan...estaré por aquí muy pronto xoxo
¶Love¶Pandii23
