No poseo los derechos de autor. Los personajes son de Stephenie Meyer. La historia es completamente de Sylvia Day.
Siete años para pecar
23
Edward ayudó a Isabella a bajar del carruaje y lo reconfortó ver el bulto que se marcaba debajo del guante blanco que ella llevaba y que proclamaba la presencia de su anillo de compromiso. Detrás de él estaba la mansión Regmont. La casa de ladrillo rojizo podía parecer inofensiva al resto de los transeúntes, pero para Edward contenía algo innegablemente amenazador.
No tenía ni idea de lo que haría Isabella si su hermana se oponía a sus nupcias. No tenía ni idea de lo que haría él, pues dejar marchar a Isabella lo mataría.
—Hester sólo quiere mi felicidad —murmuró ella, esbozando una sonrisa reconfortante por debajo del ala de su sombrero de paja—. Quizá la sorprenda descubrir lo escandalosa que me he vuelto, pero no se opondrá.
Edward se rió por lo bajo. Estaba claro que, en lo que se refería a Isabella, había perdido la capacidad de ocultar sus sentimientos.
Le tendió el brazo y la acompañó por el par de escalones. Edward le entregó su tarjeta de visita al mayordomo cuando éste abrió la puerta y, en cuestión de segundos, se encontró en medio de una alegre sala de estar amarilla.
Él se quedó de pie a pesar de que Isabella optó por sentarse. Edward estaba demasiado nervioso como para quedarse quieto y no tenía intención de permanecer allí una vez hubiese aparecido lady Regmont.
Sólo hacía unas horas que habían atracado en el puerto y tenía muchas cosas que hacer. El personal de su empresa en Londres no estaba al tanto de su regreso y tampoco lo sabían los empleados de su casa, por lo que ésta no estaría lista para recibirlo.
Por otra parte, tenía que escribirle a su madre para pedirle que fuera a verlo y poder hablarle de Isabella. Y también tenía que escribirle otra carta a Baybury.
La impaciencia lo ponía más nervioso. Tenía mucho que hacer antes de poder anunciar que Isabella y él estaban oficialmente comprometidos.
—¡Bella!
Miró hacia la puerta y, al ver entrar a Hester, el propio Edward se quedó mudo.
Hacía años que no la veía, aunque entonces la muchacha siempre estaba al lado de su hermana, que era la única que le llamaba a él la atención.
A pesar de eso, estaba seguro de que nunca le había parecido tan frágil. Calculó las semanas mentalmente y dedujo que a esas alturas tenía que estar de cinco meses más o menos y ni siquiera se le notaba el embarazo. Estaba demasiado delgada y pálida y el rubor que cubría sus mejillas parecía completamente artificial.
Tuvo un mal presentimiento. ¿Había perdido el bebé?
Las hermanas se abrazaron. Las diferencias entre ambas eran más obvias que sus semejanzas. Isabella desprendía vitalidad, tenía los ojos brillantes y los labios todavía rojos por los besos que él le había dado, la piel sonrosada por la frecuencia y el vigor con que hacían el amor. Comparada con ella, Hester parecía un fantasma.
—Dios mío —dijo ésta casi sin aliento—. ¡Estás increíble! Nunca te había visto tan guapa y feliz.
Isabella le sonrió.
—Eso tienes que agradecérselo al señor Cullen.
La mirada verde de Hester se dirigió hacia Edward sin perder calidez. Se le acercó con las manos extendidas y él se las cogió y se las besó, notando las venas azules debajo de la piel reseca. También era preocupante que se le vieran los capilares en los ojos y alrededor de la sien.
—Estoy en deuda con usted —le dijo—. Sé que está muy ocupado y, sin embargo, ha tenido la generosidad de buscar tiempo para cuidar de mi hermana.
—Ha sido un placer —murmuró e incluso consiguió esbozar una sonrisa.
¿Qué diablos le pasaba a Regmont para permitir que su esposa estuviese de ese modo? En especial ahora que estaba embarazada de su hijo. Si algún día Isabella adelgazase tanto y tuviese tan mala cara, él la metería en la cama y le daría de comer por la fuerza si fuese necesario y no se apartaría de su lado hasta que estuviese seguro de que saldría adelante.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Isabella, mirando a Edward a los ojos por encima de su hermana. Estaba tan preocupada como él.
—Muy bien. —Hester giró sobre sus talones y se acercó al sofá—. Tienes que haberte metido en un barco de regreso apenas desembarcaste.
—¿Y qué esperabas que hiciera después de recibir tu carta?
—Que te alegrases por mí y lo pasases bien.
Isabella empezó a quitarse los guantes.
—Hice ambas cosas y ahora estoy aquí.
—Estoy perfectamente —insistió Hester—. Las náuseas matutinas ya han desaparecido, gracias a Dios. Me paso el día exhausta, pero el médico dice que es normal. Siéntese, señor Cullen. Hacía mucho tiempo que no le veía.
—Gracias, pero no puedo quedarme. Llevo meses sin visitar el país y tengo mucho que hacer.
—Por supuesto. —La sonrisa de Hester se desvaneció—. Lamento haber intentado retenerlo. Le agradezco que me haya devuelto a mi hermana. ¿Verá pronto a lord Tarley?
—Sin duda.
—Me alegro. Transmítale mis mejores deseos y sepa que a usted también lo acompañan.
Isabella dejó los guantes en el sofá tapizado de flores que tenía al lado.
—Me gustaría quedarme contigo un tiempo. Te he echado de menos.
—Estás preocupada por mí —la corrigió Hester—. Y no tienes por qué estarlo.
—Mis motivos son puramente egoístas —contestó Isabella como si nada—. ¿Quién si no tú me ayudará a planear mi boda?
Hester parpadeó atónita.
—¿Perdona? ¿Has dicho boda?
—Eso he dicho. —Isabella esbozó una sonrisa y se volvió hacia Edward.
Él fue incapaz de apartar la vista y mucho menos con ella mirándolo de ese modo.
Su rostro era tan expresivo que le transmitía sin ningún pudor el amor que sentía por él. Se le hizo un nudo en la garganta.
—¿¡Con Edward Cullen!? —exclamó Hester.
Él retrocedió al ver su más que evidente sorpresa, pero entonces la joven se puso en pie y corrió a abrazarlo.
—Te lo dije —articuló Isabella sin sonido, mirándolo con lágrimas en los ojos.
La tensión de Edward se convirtió en alivio y le devolvió el abrazo a Hester. Y notó que era un saco de huesos.
Después de abandonar la mansión Regmont en la ciudad, Edward se dirigió directamente al Club de Caballeros de Remington's. Necesitaba una copa, o quizá unas cuantas.
Dejar a Isabella le había resultado condenadamente difícil. Allí en Londres lo tendrían todo más difícil y serían muchas las fuerzas que intentarían separarlos.
Cuando estaban juntos, Edward tenía la sensación de que podían con todo. Pero cuando estaban separados, la echaba tanto de menos que temía lo peor.
Cruzó la doble puerta de la entrada y atravesó la zona de juegos en dirección al salón que había detrás, escudriñando los alrededores con la mirada y distinguiendo rostros conocidos antes de dar con un lugar vacío en la esquina más alejada. Por desgracia, su hermano Albert no estaba. Cuanto antes pusiese al tanto a su familia de su compromiso, antes podría dar los pasos necesarios para acallar el interés que tenía el resto del mundo sobre su vida amorosa.
En cuanto Isabella fuese su esposa, la buena sociedad y todas sus retorcidas opiniones y comentarios podían irse al infierno. Algunas instituciones seguían siendo sagradas y lo que hiciese un hombre con su mujer no era asunto de nadie.
A medida que iba cruzando el club se fue percatando de la cantidad de ojos que lo seguían. Saludó con un gesto a los hombres con los que hacía negocios y al resto los ignoró. Cuando por fin llegó a la barra, pidió un whisky, pluma, tintero y una hoja de papel. Antes de traérselo, verificaron que fuera miembro del club y eso le recordó que llevaba mucho tiempo sin hacer vida social en Londres.
Se acercó al sillón vacío que había visto antes y se sentó.
—Maldición —masculló, llevándose la copa a los labios.
Notaba todas las miradas puestas en él, pero no tenía ni idea de a qué se debía tanto interés. Edward incluso comprobó su atuendo, buscando algo fuera de lugar que pudiese llamar tanto la atención.
Al no encontrar nada que justificase la curiosidad que su presencia había despertado, inspeccionó la sala en busca de alguien que lo desafiase con la mirada, alguien que estuviese dispuesto a retarlo y a contarle directamente qué pasaba en vez de mirarlo furtivamente. Para su sorpresa, algunos caballeros le sonrieron y lo saludaron como si fuesen viejos amigos. La suspicacia se convirtió en confusión.
Cuando un hombre alto y moreno y de aspecto muy familiar entró en la sala, Edward se puso en pie aliviado.
La mirada de Michael se topó con la suya y su amigo abrió los ojos sorprendido.
Después, cruzó la estancia a grandes zancadas y lo abrazó efusivamente.
—¿Acaso el mundo se ha vuelto loco? —masculló Edward. apartando la mano con que sujetaba la copa para que el whisky no se le derramase en la espalda de Michael.
—¿Cómo estás? —preguntó éste, mirándolo con afecto.
Después miró al camarero para pedirle una bebida.
—Vivito y coleando.
—Sí, bueno, eso tiene su mérito, ¿no crees?
—Por supuesto.
Se sentaron y, en cuestión de segundos, apareció una copa delante de Michael.
—No te esperaba hasta dentro de unos meses como pronto —dijo.
—Eso habría sido lo ideal. Pero en cuanto lady Tarley se enteró de que su hermana estaba encinta, decidió volver a casa de inmediato.
Michael respiró entre dientes, pero no dijo nada.
Edward pidió otra copa; él sabía demasiado bien lo que se sentía al desear a la mujer de otro hombre.
—Lady Regmont me ha pedido que te dé recuerdos. De hecho, parecía importarle mucho que te viese y te lo dijese.
—Probablemente te lo haya dicho porque cree que tú y yo tenemos mucho en común.
—¿Lo dices porque los dos estamos enamorados de las hermanas Swan ? ¿Qué se supone que tenemos que hacer, intercambiar notas?
—¿Qué has dicho? —Michael se puso alerta de repente.
—Oh, vamos. Hace años que sé lo que sientes por la hermana de Isabella. Eres como Bella, llevas los sentimientos escritos en la cara.
—¿La has llamado Bella? ¿Qué diablos pasa? —La copa de Michael aterrizó con un golpe seco en la mesa—. Espero que no hayas sido tan estúpido como para practicar tus jueguecitos con la viuda de mi hermano.
—Jamás.
Michael suspiró aliviado.
—Sin embargo —prosiguió—, lo que haga con mi prometida no le incumbe a nadie excepto a mí.
—Por Dios, Edward. —Su amigo se lo quedó mirando durante largo rato y luego vació el contenido de su copa de un trago—. ¿Qué crees que estás haciendo? Isabella no es la clase de mujer que uno puede tomarse a la ligera. Tu estatus social, incluso aunque te cases con ella, no bastará para hacerla feliz. Tendrás que ser cauto y discreto…
—O sencillamente fiel.
—¡No bromees!
—Para mí esto no es ninguna broma, Tarley. —Haciendo girar la copa entre los dedos, Edward volvió a inspeccionar la sala, consciente de que el resto de los presentes opinarían lo mismo que Michael; que Isabella estaría mejor con otro hombre—. La amo desde que tú y yo éramos niños. En esa época creía que era la mujer perfecta, una criatura sin defectos que había venido al mundo con el objetivo de redimir mi alma llena de oscuridad.
—Ahórrate la poesía, no eres ningún Byron.
Edward sonrió, su humor había mejorado al pensar en Isabella. Estaba a punto de casarse con un diamante de primera, una mujer tan perfecta para él que le dolía el corazón sólo de pensar en ella. No había ningún hombre en aquella sala que no supiera lo que valía y era suya.
Para los lectores que piden otro mas, acá esta lol.
Espero que les guste y sigan...estaré por aquí muy pronto xoxo
¶Love¶Pandii23
